POESÍA

El Cristo de Velázquez

Elegía a la muerte de un perro

Sed de tus ojos en la mar me gana...

Ha empezado a echar flores...

La flor del brezo

No, no es Gredos aquella cordillera...

Gredos, Gredos, Almanzor...

Salamanca, Salamanca...

Becedas

Dorium -Duero-Douro...

Noche de luna llena

Fascismo

_¡Ay, triste España de Caín, la roja...

 

RELATOS

Solitaña

El sencillo don Rafael, cazador y tresillista

El que se enterró

El hacha mística

El amor que asalta

En manos de la cocinera

Miguel de Unamuno

VIAJES

En los arribes del Duero

Secretos encantos de Bilbao

De vuelta a la cumbre

Frente a los negrillos

Las Hurdes

CARTAS

(se respeta la ortografía de Unamuno)

Madrid, 1 de julio de 1898

Salamanca, 29 de octubre de 1903

Salamanca, 26 de septiembre de 1912

Salamanca, 15 de febrero de 1916

Salamanca, 17 de mayo de 1916

Salamanca, 1 de enero de 1918

Salamanca, 25 de octubre de 1923

Hendaya, 15 de febrero de 1927

Salamanca, 15 de mayo de 1936

Salamanca, 23 de noviembre de 1936

Salamanca, 1 de diciembre de 1936

Salamanca, 13 de diciembre de 1936

Salamanca, diciembre 1936 (borrador)

 

TEATRO

VERSIÓN DE MEDEA DE SÉNECA

.   El Cristo de Velázquez

De  pie y con los brazos bien abiertos

y extendida la diestra a no secarse,

haznos cruzar la vida pedregosa

_repecho de Calvario_ sostenidos

del deber por los clavos, y muramos

de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos,

y como Tú, subamos a la gloria

de pie, para que Dios de pie nos hable

y con los brazos extendidos. ¡Dame,

Señor, que cuando al fin vaya rendido

a salir de esta noche tenebrosa

en que soñando el corazón se acorcha,

me entre en el claro día que no acaba,

fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,

Hijo del Hombre, Humanidad completa,

en la increada luz que nunca muere;

¡mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,

mi mirada anegada en Ti, Señor!     

 

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anónimo

Antonio Machado

José Bergamín

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Elegía a la muerte de un perro

La quietud sujetó con recia mano
al pobre perro inquieto,
y para siempre
fiel se acostó en su madre
piadosa tierra.
Sus ojos mansos
no clavará en los míos
con la tristeza de faltarle el habla;
no lamerá mi mano
ni en mi regazo su cabeza fina
reposará.
Y ahora, ¿en qué sueñas?
¿dónde se fue tu espíritu sumiso?
¿no hay otro mundo
en que revivas tú, mi pobre bestia,
y encima de los cielos
te pasees brincando al lado mío?
¡El otro mundo!
¡Otro... otro y no éste!
Un mundo sin el perro,
sin las montañas blandas,
sin los serenos ríos
a que flanquean los serenos árboles,
sin pájaros ni flores,
sin perros, sin caballos,
sin bueyes que aran...
¡el otro mundo!
¡Mundo de los espíritus!
Pero allí ¿no tendremos
en torno de nuestra alma
las almas de las cosas de que vive,
el alma de los campos,
las almas de las rocas,
las almas de los árboles y ríos,
las de las bestias?
Allá, en el otro mundo,
tu alma, pobre perro,
¿no habrá de recostar en mi regazo
espiritual su espiritual cabeza?
La lengua de tu alma, pobre amigo,
¿no lamerá la mano de mi alma?
¡El otro mundo!
¡Otro... otro y no éste!
¡Oh, ya no volverás, mi pobre perro,
a sumergir los ojos
en los ojos que fueron tu mandato;
ve, la tierra te arranca
de quien fue tu ideal, tu dios, tu gloria!
Pero él, tu triste amo,
¿te tendrá en la otra vida?
¡El otro mundo!...
¡El otro mundo es el del puro espíritu!
¡Del espíritu puro!
¡Oh, terrible pureza,
inanidad, vacío!
¿No volveré a encontrarte, manso amigo?
¿Serás allí un recuerdo,
recuerdo puro?
Y este recuerdo
¿no correrá a mis ojos?
¿No saltará, blandiendo en alegría
enhiesto el rabo?
¿No lamerá la mano de mi espíritu?
¿No mirará a mis ojos?
Ese recuerdo,
¿no serás tú, tú mismo,
dueño de ti, viviendo vida eterna?
Tus sueños, ¿qué se hicieron?
¿Qué la piedad con que leal seguiste
de mi voz el mandato?
Yo fui tu religión, yo fui tu gloria;
a Dios en mí soñaste;
mis ojos fueron para ti ventana
del otro mundo.
¿Si supieras, mi perro,
qué triste está tu dios, porque te has muerto?
¡También tu dios se morirá algún día!
Moriste con tus ojos
en mis ojos clavados, 
tal vez buscando en éstos el misterio
que te envolvía.
Y tus pupilas tristes
a espiar avezadas mis deseos,
preguntar parecían:
¿Adónde vamos, mi amo?
¿Adónde vamos?
El vivir con el hombre, pobre bestia,
te ha dado acaso un anhelar oscuro
que el lobo no conoce;
¡tal vez cuando acostabas la cabeza
en mi regazo
vagamente soñabas en ser hombre
después de muerto!
¡Ser hombre, pobre bestia!
Mira, mi pobre amigo,
mi fiel creyente;
al ver morir tus ojos que me miran,
al ver cristalizarse tu mirada,
antes fluida,
yo también te pregunto: ¿adónde vamos?
¡Ser hombre, pobre perro!
Mira, tu hermano, 
ese otro pobre perro,
junto a la tumba de su dios, tendido,
aullando a los cielos,
¡llama a la muerte!
Tú has muerto en mansedumbre,
tú con dulzura, 
entregándote a mí en la suprema
sumisión de la vida;
pero él, el que gime
junto a la tumba de su dios, de su amo,
ni morir sabe.
 
Tú al morir presentías vagamente
vivir en mi memoria,
no morirte del todo,
pero tu pobre hermano
se ve ya muerto en vida,
se ve perdido
y aúlla al cielo suplicando muerte.
 
Descansa en paz, mi pobre compañero,
descansa en paz; más triste
la suerte de tu dios que no la tuya.
Los dioses lloran,
los dioses lloran cuando muere el perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así les preguntaba:
¿adónde vamos?

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Sed de tus ojos en la mar me  gana;
hay en ellos también olas de espuma;
rayo de cielo que se anega en bruma
al rompérsele el sueño, de mañana.      

Dulce contento de la vida mana
del lago de tus ojos; si me abruma
mi sino de luchar, de ellos rezuma
lumbre que al cielo con la tierra hermana.

        Voy al destierro del desierto oscuro,
lejos de tu mirada redentora,
que es hogar de mi hogar sereno y puro.

        Voy a esperar de mi destino la hora;
voy acaso a morir al pie del muro
que ciñe al campo que mi patria implora.

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Ha  empezado a echar flores la pradera,

blancas, rojas,  moradas y amarillas.

En el verde _es un suelo que hace cielo_

parpadean  ¡estrellas! margaritas...

Ojos a tierra me paseo al paso,

siento el desacierto _¡misteriosas brisas

de allende la niñez!_ y en el entierro

sueño, en el sueño _¡maternal caricia!_

que en el regazo de la madre tierra

engendró el alma que en mi carne vibra.

Ha empezado a echar flores mi conciencia

blancas, rojas, moradas y amarillas...

( Cancionero, 21_IV_1928)

 

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LA FLOR DEL BREZO

Humilde flor del brezo,

que te callas el rezo

de la vida fugaz;

con el cielo, su frente

se te dobla riente

el Dueño de la Paz.

Por ser menor cualquiera

te toma de bandera

en su seno el Señor;

tú eres en su regazo

el centro del abrazo

con que encienda al Amor.

La magnolia orgullosa

a tu lado no es cosa

para el Supremo Juez;

achicar su grandeza

con tu rica pobreza

con tu gran pequeñez.

Sin aroma ni viso

guardas del paraíso

prístina plenitud;

eres la flor divina,

virtud de la doctrina,

doctrina de la virtud.

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No, no es Gredos aquella cordillera;

son nubes del confín, nubes de paso

que de oro viste el sol desde el ocaso;

sobre la mar, no roca: bruma huera.

Gredos, que en la robusta primavera

de mi vida llenó de mi alma el vaso

con visiones de gloria que hoy repaso

junto a esta mar que canta lagotera.

¡Aquel silencio de la innoble roca

lleno de gesto de cordial denuedo!

¡Aquel silencio de la inmensa boca

del cielo, en que ponía sello el dedo

del Almanzor! ¡En su uña al paso choca.

y se rompe la sierra de remedo!

 

 Gredos, Gredos, Almanzor, el Tormes.

Piedrahita del Duque,

Barco de Ávila,

Torreón de Alba,

Salamanca dorada,

Soledad de Ledesma,

Fermoselle ceñudo,

mi entrañado Duero

cantando en las entrañas  de Portugal y España.

Portugal, cuna de ensueño,

purgatorio de almas.

Portugal, Portugal,

la mar, la mar, la mar

sobre la mar, bajo la mar el cielo!

bajo el cielo, sobre el cielo el alma!

( Cancionero, 13_III_1928)

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Salamanca, Salamanca,

renaciente maravilla,

académica palanca

de mi visión de CastilIa.

Oro en sillares de soto

de las riberas del Tormes;

de viejo saber remoto

guarda recuerdos conformes.

Hechizo salmanticense

de pedantesca dulzura;

gramática de] Brocense,

Bordón de literatura.

¡Ay mi CastilIa latina

con raíz gramatical,

ay, tierra que se declina

por luz sobrenatural!

 

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BECEDAS

1

Noche de orilla del río,

chopo ceñido de estrellas,

santo silencio que sellas

la quietud del albedrío.

Resbalar de las edades

por el recuerdo infinito

sin llegar jamás al hito

de las sumas soledades

Paz desnudada de guerra,

agua que fluye durmiendo,

cielo que velas teniendo

lecho de amor en la tierra,

II

El verdor de la verdina

de la hondura del regato

se estremece con recato

cuando la luz campesina

que el agua cuela la roza

con la sombra de las flores

tronchadas, muertos amores,

que la corriente a la poza

arrastra; lumbre del agua,

espejo de las honduras

del verde y de las alturas,

de la luz que el verde fragua.

III

Aquel escobar serrano

de escueto pardo verdor

donde se arregla el Señor

un refugio soberano.

Ni chista grillo, ni bala

oveja, ni grazna grajo,

ni canta el agua en regajo

ni se alza zumbido de ala.

Cállase al cielo la escoba

junto al desnudo berrueco

y entre las cumbres el eco

en el silencio se arroba.

(Becedas,20_26_VII_1930. )

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 Dorium_Duero_Douro.
Arlanzón, Carrión, Pisuerga,
Tormes, Águeda, mi Duero.
Lígrimos, lánguidos, íntimos,
espejando claros cielos,
abrevando pardos campos,

susurrando romanceros.

Valladolid; le flanqueas,
de niebla le das tus besos;
le cunabas a Felipe
consejas de comuneros.

Tordesillas; de la loca
de amor vas bizmando el duelo
a que dan sombra piadosa
los amores de Don Pedro.

Toro, erguido en atalaya,
sus leyes no más recuerdo,
hace con tus aguas vino
el sol de León, brasero.

Zamora de Doña Urraca,
Zamora del Cid mancebo,
sueñan tus torres con ojos
siglos en corriente espejo.

Arribes de Fermoselle,
por pingorotas berruecos,
temblando el Tormes acuesta
en tu cauce sus ensueños.

Code de Mieza, que cuelga
sobre la sima del lecho.
Escombrera de Laverde,
donde se escombraron rezos.

Frejeneda fronteriza,
con sus viñedos de fresnos,
Barca d´Alva del abrazo
del Águeda con tu estero.

Douro, que bordando viñas
vas a la mar prisionero,
de paso coges al Támega,
de hondas saudades cuévano.

En la foz su Foz Oporto

 sueña con el Urbión altanero;
Soria en su sobremeseta
con la mar toda sendero.

Árbol de fuertes raíces
aferrado al patrio suelo,
beben tus hojas las aguas,
la eternidad del ensueño.


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Y EN ESTOS AUTORES PARA LEER OTROS POEMAS DEDICADOS AL RÍO DUERO:       GERARDO DIEGO         ANTONIO MACHADO
 

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Noche de luna llena
Noche blanca en que el agua cristalina
duerme queda en su lecho de laguna,
sobre la cual redonda llena luna
que ejército de estrellas encamina.
     
Vela, y se espeja una redonda encina
en el espejo sin rizada alguna;
noche blanca en que el agua hace de cuna
de la más alta y más honda doctrina.
        
Es un rasgón del cielo que abrazado
tiene en sus brazos la Naturaleza;
es un rasgón del cielo que ha posado
              
y en el silencio de la noche reza
la oración del amante resignado
sólo al amor, que es su única riqueza

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.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FASCISMO

No un manojo, una manada

es el fajo del fajismo;

detrás del saludo, nada,

detrás de la nada abismo 

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Un trozo de planeta por el que cruza
errante la sombra de Caín.
Antonio Machado

¡Ay, triste España de Caín, la roja
de sangre hermana y por la bilis gualda,
muerdes porque no comes, y en la espalda
llevas carga de siglos de congoja!
Medra machorra envidia en mente floja
_te enseñó a no pensar Padre Ripalda_
rezagada y vacía está tu falda
e insulto el bien ajeno se te antoja
Democracia frailuna con regüeldo
de refectorio y ojo al chafarote,
¡viva la Virgen!, no hace falta bieldo.
Gobierno de alpargata y de capote,
timba, charada, a fin de mes el sueldo,
y apedrear al loco Don Quijote.

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SOLITAÑA

Soli, solitaña: Vete a la montaña.

Dile al pastor que traiga buen sol

para hoy y pa mañana, pa toda la semana.

Canto infantil bilbaíno

 

    Érase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portada y constreñía el acceso a la casa un banquillo lleno de piezas de tela, paños rojos, azules, verdes, pardos y de mil colores para sayas y refajos; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta

pantalones, blusas azules, elásticos de punto abigarrados de azul y rojo, fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos, boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento noroeste que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba a la puertecilla. Las aldeanas paraban en medio de la calle; hablaban, se acercaban, tocaban y retocaban los géneros; hablaban otra vez, iban, volvían a regatear y al cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela: sobre él unas compuertas pendientes que se levantaban para sujetarlas al techo con unos ganchos y servían para cerrar la tienda y limitar el horizonte. Por dentro.de la boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y humedad por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el suelo, sobre bancos y en estantes, y junto a una ventana que recibía la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero y los libros de don Roque.

    Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con ojos, manos y boca. Nunca se ha visto género más alegre, más chillón y más frescamente cálido, en tienda más triste, más callada y más tibiamente fría.

    Junto a esta tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.

    Asomaba la cabeza por aquella cáscara cubierta de flores de trapo el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino un rastro viscoso que brilla un momento y luego se borra.

    Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por ahí, de una de esas aldeas de cborierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la parte de Arrigorriaga. No hay memoria de cuándo vino a  recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es que lo fue algún tiempo, ni se sabía a punto cierto cómo se casó, ni por qué se casó, manque se sabía cuándo, pues desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de la aldea algún tío para dedicarle a la tienda. Nariz larga, gruesa y firme; el labio inferior saliente; ojos apagados a la sombra de grandes cejas; afeitado cuidadosamente; más tarde calvo; manos grandes y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.

    Su mujer, Rufina de Bengoechebarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle: una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.

    El agua que fecunda a un terreno esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.

    La casa en que estaba plantado don Roque era viejísima, y con balcones de madera; tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse: sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.

    Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo, donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible temblaba de amor la escalera bajo sus pies y la abrazaba entre sus sombras.

    Para él eran todos los días iguales e iguales todas las horas del día; se levantaba a las seis; a las siete bajaba a la tienda; a la una comía; cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espalda a su mujer, y, recogiéndose como un caracol, se disipaba en el sueño.

    En las grandes profundidades del mar viven felices las esponjas.

    Todos los días rezaba el rosario, repetía las Avemarías como la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los orá por nobis de la letanía; siempre, al agnus tenían que advertirle que los orá por nobis habían dado fin; seguía con ellos por fuerza de inercia; si algún día por extraordinario caso no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los' domingos lo rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo que otras voces gangas las repetían con él, a coro, orá por nobis, orá por nobis.

    Los domingos, a la mañana, abría la tienda hasta las doce, y a la tarde, si no había función de iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquel bendito de Dios. Volvía repitiendo ¡qué hermosos aires se respiran desde allí!

    Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:

    _Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo ... La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble caballero ...

    Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:

    _Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria ...

    Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:

    _Una limosna, piadoso caballero ...

    Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida.   Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavo s más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a.campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carro, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con

la humedad de la calle y de la casa.

    Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyuelo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.

    Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina; « a refrescar un poco la cabeza _decía su mujer_, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: «Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de

cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical: eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro _le decía doña Rufina_, pareces un topo.» Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir telas y los orá por nobis, era oír a su mujer que le rema. ¡Qué buena era Rufina!

    Venía alguna mujer a comprar.

    _Vamos, ya me dará usted a dieciocho.

    _No puede ser, señora.

    _Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero ... ! Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho ... !

    _No puede ser, señora.

    _¡Vaya!, me lo llevo ... ¡Tome usted ... !

    _Señora, no puede ser ...

    _¡Bueno!, lo será ... ; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo ...

    _No puede ser, señora.

    _Pues bien; ni usted ni yo; a diecinueve.

    _No puede ser ...

    Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él: paciencia vence a paciencia.

    La tienda de Solitaña era afortunada. Hay algo de imponente en la. sencilla impasibilidad del bendito de Dios; los hombres exclusivamente buenos atraen.

    Cuando llegaba alguno de su pueblo y le hablaba de su aldea natal, se acordaba del viejo caserío, de la borona, del humo que llenaba la cocina cuando dormitando con las manos en los bolsillos calentaba sus pies junto al hogar, donde chillaban las castañas, viendo balancearse la negra caldera pendiente de la cadena negra. Al evocar recuerdos de su niñez sentía la vaga nostalgia que experimenta el que salió niño de su patria y vive feliz y aclimatado en tierra extraña.

    Eran grandes días de regocijo cuando él, su mujer y algunos amigos iban a merendar al campo o a hacer alguna fresada. Se volvían al anochecer tranquilamente a casa, sintiendo circular dentro del alma todo el aire de vida y todo el calor del sol. Una vez fueron en tartana a Las Arenas; nunca había visto aquello Solitaña. ¡Oh!, los barcos, ¡cuánto barco!, y luego el mar, ¡el mar con olas! A Solitaña

le gustaba el monótono resuello de la respiración del monstruo; ¡qué hermoso acompañamiento para la letanía!

    Al día siguiente, viendo correr el agua sucia por el canalón de la calle, se acordaba del mar; pero allí, en su tienda, se palpaba a sí mismo.

    Por Navidad se reunían varios parientes; después de la cena había bailoteo, y era de ver a Solitaña agitando sus piernas torpes y zapateando con sus pies descomunales. ¡Qué risas! Bebía algo más que de costumbre y luego le llamaba hermosa y salada a su mujer.

    Bajo el mismo cielo, lluvioso siempre, Solitaña era siempre el mismo; tenía en la mirada el reflejo del suelo mojado por la lluvia; su espíritu había echado raíces en la tienda como una cebolla en cualquier sitio húmedo. En el cuerpo padecía de reúma, cuyos dolores le aliviaba el opio de las conversaciones de sus contertulios.

    Iban a la noche de tertulia un viejo siempre tan guapo, bizcar, bizcar, según él decía, alegre y dicharachero, que contaba siempre escenas de caza y de limonada, otro que cada ocho días narraba los fusilamientos que hizo Zurbano cuando entró en Bilbao el año 41, y algunas veces un cura muy campechano. Siempre se hablaba de estos tiempos de impiedad y liberalismo; se contaban hazañas de la otra guerra y se murmuraba si saldrían o no otra vez al monte los montaraces. Solitaña, aunque carlista, era de temperamento pacífico, como si dijéramos, hojalatero.

    Sin dejar de atender a la conversación, de interesarse en su curso, pensando siempre en lo último que había dicho el que había hablado el último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta y se volvía a _su puesto. En invierno había brasero y por nada del mundo dejaría Solitaña la badila, que manejaba tan bien como la vara, y con la cual revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al arrullo de la charla.

    Su mujer llevaba la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales; ¡duro con ellos! Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón contiguo y el aire húmedo que respiraba, y el carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.

    El viejo, siempre tan guapo, se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como negros, y en una limonada nadie se acuerda de colores; por lo demás, él bien sabía que sin religión y palo no hay cosa derecha.

    Hablaban de una limonada.

    _¡Qué limonada! _decía el que vio los fusilamientos de Zurbano_, ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí ... !

    _Tendríais sarbitos _interrumpió el viejo, siempre tan guapo_, ¡en la limonada hacen falta sarbitos ... ! Sin sarbitos, limonada fachuda; es como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helados que hacen mal en los dientes, entonces ...

    _Unas tajaditas de lengua no vienen mal...

    _Sí, lengua también, pero sobre todo, sarbitos; que no falten los sarbitos ...

    Solitaña se sonreía, arreglando el fuego con la badila.

    _A mí ya me gusta también un poco de merlusita en salsa ... _volvió el otro.

    _¿Con la limonada? Cállate, hombre; no digas sinsorgadas... Tú estás tocao ¿Merlusa en salsa con limonada?

    A ti sólo se te ocurre .

    _Tú dirás lo que quieras; pero pa mí no hay como la merlusa ... ; la de Bermeo, se entiende; nada de merlusa de Laredo; cada cosa de su paraje; sardinas de Santurse, angulitas de la Isla y merlusa de Bermeo ...

    _No haga usted caso de eso _dijo el cura_; yo he comido en Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca; sin querer se les caiga el pellejo ... Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga, que ¡vamos ... !

    _Bueno, hombre, pues ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los caracoles, después el besugo ... Hisimos una caracolada poco antes de entrar Zurbano el año ...

    _Ya te he dicho muchas veces _le interrumpió el viejo siempre tan guapo_ que tú no sabes ni coger ni arreglar los caracoles, y, sobre todo, te vuelvo a desir, y no le des más vueltas, que con la limonada sarbitos, y al que te diga merlusa en salsa le dises que es un arlote barragarri ... Si me vendrás a desir a mí ...

    _Y si a mí me gusta en la limonada merlusa en salsa ...

    _Entonces no sabes comer como Dios manda.

    _¿Que no sé?

    _Bueno, bueno _interrumpió el cura para cortar la cuestión_, ¿a que no saben ustedes una cosa curiosa?

    _¿Qué cosa?

    _Que los ingleses nunca comen sesos.

    _Ya se conoce; por eso están tan coloraos _dijo el viejo guapo_, porque en cambio se sampan cada chuleta cruda y te pasan cada sapalora ...

    _Esos herejes ... _empezó doña Rufina.

    Y venía rodando la conversación a los liberales.

     Cuando los contertulios se marchaban, cerraban la tienda doña  Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente sacando sus cuentas; luego, con una vela encendida registraban todos los rincones de la tienda; miraban tras de  las piezas, bajo el mostrador y los banquillos; echaban la llave y se iban, a dormir. Solitaña no acostumbraba a soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la inconsistencia, arrullada por la lluvia menuda o el violento granizo que sacudía los vidrios de la ventana.

    Al día siguiente se levantaba como se había levantado el anterior, con más regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a la tienda en invierno entre las sombras del crepúsculo matutino.

     El Jueves Santo parecía revivir un poco el bendito caracol; se calaba levita negra, guantes también negros, chistera negra que guardaba desde el día de la boda, e iba con bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa. Luego en la procesión la llevaba en hombros, y aquel dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena  de letanías con sus quinientos sesenta y dos orá por nobis.

    ¡Pobre ángel de Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima; era padre y toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Eso en él era cosa rara; apenas se le vio besar a su hijo, a quien quería, como buen padre, con delirio.

   Vino el bombardeo, se refugió la gente en las lonjas y empezó la vida de familias acuarteladas. Nada cambió para Solitaña; todo siguió lo mismo. La campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un Avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa. Veía pasar a los chimberos de la otra guerra como veía. pasar al eterno chinel. Si el proyectil caía cerca, se retiraba adentro y se tendía en el suelo presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió de su cuchitril. La noche de San José temblaba en el colchón, tendido sobre el suelo, ensartando Avemarías. «Si al cabo entraran _decía doña Rufina_, ya le haría yo pagar a ese negro de don José María lo que nos debe.»

    Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la carrera pensaron por un momento dejar la tienda; pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África ecuatorial.

    Vino el terremoto de los Osunas; y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo y cayeron entre ruinas de oro familias enteras, se encontró Solitaña una mañana lluviosa y fría con que aquel papel era papel mojado, y lo remojó en lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

    Su hijo se colocó en una aldea, y aquel día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.

   Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles orá por nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió; su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores le

dejaron libre; quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana y para siempre.

    ¡Bienaventurados los mansos!

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EL SENCILLO DON RAFAEL CAZADOR Y TRESILLISTA

     Sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose sobre el recuerdo muerto de aquel amor de antaño. Muy lejos, detrás de él, dos ojos ya sin brillo entre nieblas. Y un eco vago, como el del mar que se rompe tras la montaña, de palabras olvidadas. Y allá, por debajo del corazón, susurro de aguas soterrañas. Una vida vacía, y él sólo, enteramente sólo. Sólo con su vida.

     Tenía para justificarla nada más que la caza y el tresillo. Y no por eso vivía triste, pues su sencillez heroica no se compadecía con la tristeza. Cuando algún compañero de juego, despreciando un solo, iba a buscar una sola carta para dar bola, solía repetir Don Rafael que hay cosas que no se debe ir a buscar: vienen ellas solas. Era providencialista; es decir, creía en el todo_poderío del azar. Tal vez por creer en algo y no tener la mente vacía.

     _ ¿Y por qué no se casa usted? _ le preguntó alguna vez con la boca chica su ama de llaves.

     _ ¿Y por qué me he de casar?

     _ Acaso no vaya usted descaminado

     _ Hay cosas, señora Rogelia, que no se debe ir a buscar: vienen ellas solas.

     _ ¡Y cuando menos se piensa!

     _ ¡Así se dan las bolas! Pero, mire, hay una razón que me hace pensar en ello...

     _¿Cuál?

     _ La de poder morir tranquilo ab infesta to.

     _ ¡Vaya una razón! _ exclamó el ama, alarmada.

     _ Para mí la única valedera _ respondió el hombre, que presentía no valen las razones, sino el valor que se las da. 

     Y una mañana de primavera, al salir con achaque de la caza, a ver nacer el sol, un envoltorio en la puerta de su casa. Encorvóse a mejor percatarse, y de dentro, un ligerísimo susurro como de cosas olvidadas. El rollo se removía. Lo levantó; estaba tibio; lo abrió: era una criatura de horas. Quedóse mirando, y su corazón parecía sentir, no ya el susurro, sino el frescor de sus aguas soterrañas. ¡Vaya una caza que me ha deparado el destino!, pensó.

Volvióse con el envoltorio en brazos, la escopeta a la bandolera, subiendo las escaleras de puntillas para no despertar a aquello, y llamó quedamente varias veces.

     _ Aquí traigo esto _ le dijo al ama de llaves.

     _ ¿Y eso qué es?

     _ Parece un niño.

     _ ¿Parece sólo?

     _ Lo dejaron a la puerta de la calle.

     _ ¿Y qué hacemos con ello?

     _ Pues... ¿qué vamos a hacer? Bien claro está, ¡criarlo!

     _¿Quién?

     _ Los dos.

     _¿Yo? ¡Yo, no!

     _ Buscaremos ama.

     _ ¡Pero está usted en su juicio, señorito! ¡Lo que hay que hacer es dar parte al juez, y en cuanto a eso, al Hospicio con ello!

     _ ¡Pobrecillo! ¡Eso sí que no!

     _ En fin, usted manda.

     Una madre vecina le prestó caritativamente las primeras leches, y pronto el médico de Don Rafael encontró una buena nodriza: una chica soltera que acababa de dar a luz un niño muerto.

     _ Como nodriza, excelente _ le dijo el médico _ , y como persona, ya ves, un desliz así puede ocurrirle a cualquiera.

     _ A mí no _ contestó con su sencillez característica Don Rafael.

     _ Lo mejor sería _ dijo el ama de llaves _ que se lo llevase a su casa a criarlo.

     _ No _ replicó Don Rafael _ , eso tiene graves peligros; no me fío de la madre de la chica. Aquí, aquí, bajo mi vigilancia.Y no hay que darle disgustos a la chica, señora Rogelia, que de ello depende la salud del niño. No quiero que por una sofoquina de Emilia pase el angelito un dolor de tripas.

     Era Emilia, la nodriza, de veinte años, alta, agitanada, con una risa perpetua en los ojos, cuya negrura realzaba el marco de ébano del pelo que le cubría las sienes como con dos esponjosas alas de cuervo, entreabiertos y húmedos los labios guinda, y unos andares de gallina a que el gallo ronda.

     _ ¿Y cómo va a bautizarle usted, señorito? _ le preguntó la señora Rogelia.

     _ Como hijo mío.

     _ Pero, ¿está usted loco?

     _ ¡Qué más da!

     _ ¿Y si mañana, por esa medalla que lleva y esas contraseñas, aparecen sus verdaderos padres?...

     _ Aquí no hay más padre ni madre que yo. Yo no busco niños, como no busco bolas; pero cuando vienen... soy libre. Y creo que esta del azar es la más pura y libre de las maternidades. No me cabe la culpa de que haya nacido, pero tendré el mérito de hacerle vivir. Hay que creer en la Providencia siquiera por creer en algo, que eso consuela, y además así podré morir tranquilo ab intestato, pues ya tengo quien me herede forzosamente.

     La señora Rogelia se mordió los labios, y cuando Don Rafael hizo bautizar y registrar al niño como hijo suyo dio que reír a la vecindad y a nadie que sospechar malicia alguna: tan conocida era su transparente ingenuidad cotidiana. Y el ama de llaves tuvo, mal de su grado, que avenirse y concordar con el ama de leche.

     Ya tenía Don Rafael algo más en qué pensar que en la caza y el tresillo; ya estaban sus días llenos. La casa se le llenó de una vida nueva, luminosa y sencilla. Y hasta perdió alguna noche el sueño y el descanso paseando al nene para callarlo.

     _ Es hermoso como el sol, señora Roglia. Y tampoco hemos tenido mala suerte con el ama, me parece.

     _ Como no vuelva a las andadas.

     _De eso me encargo yo. Sería una picardía, una deslealtad: se debe al niño. Pero, no, no; está desengañada del zanguango de su novio, un bausán de marca mayor a quien ya aborrece...

     _ No se fíe usted..., no se fíe usted...

     _ Y a quien voy a pagarle el pasaje a América. Y ella es una pobrecilla...

     _ Hasta que vuelva a tener ocasión.

     _ Digo que lo evitaré

     _Pues como ella quiera...

     _ ¡Ah, en cuanto a eso sí! Porque si he de decirle a usted la verdad, la verdad es que...

     _ Sí, me la supongo.

     _ ¡Pero, ante todo, respeto a mi hijo!

     Emilia nada tenía de lerda y estaba deslumbrada con el rasgo heroicamente sencillo de aquel solterón semidurmiente. Encariñóse desde un principio con el crío como si fuese su madre misma. El padre putativo y la nodriza natural pasábanse largos ratos, a sendos lados de la cuna, contemplando la sonrisa del sueño del niño cuando éste hacía como que mamaba.

      _¡Lo que ese hombre! _ decía Don Rafael.

     Y cruzábanse sus miradas. Y cuando teniéndole ella, Emilia, en brazos, iba él, Don Rafael, a besar al niño, con el beso ya preparado en la boca rozaba casi la mejilla de la nodriza, cuyos rizos de ébano le afloraban la frente, al padre. Otras veces quedábase contemplando alguno de los dos mellizos blancos senos, turgentes de vida que se da, con el serpenteo azul de las venas que del cuello bajaban, y sostenido entre los ahusados dedos índice y corazón como en horqueta. Doblábase sobre él un cuello de paloma. Y también entonces le entraban ganas de besar al hijo, y su frente, al tocar al seno, hacíalo temblotear.

     _ ¡Ay, lo que siento es que pronto tendré que dejarte, sol mío! _ exclamaba ella, apretándolo contra su seno y como si le entendiera.

      Callábase a esto Don Rafael. Y cuando le cantaba al niño, abrazándole, aquella vieja canturria paradisíaca que, aun transmitiéndosela de corazón a corazón las madres, cada una de éstas crea e inventa de nuevo, eternamente nueva poesía, siendo la misma siempre, la única, como el sol, traíale a Don Rafael como un dejo de su niñez olvidada en las lontananzas del recuerdo. Balanceábase la cuna y con ella el corazón del padre al azar, y mecíasele aquel canto...que viene el cocóóóóó...con el susurro de las aguas de debajo de su corazón... a llevarse los niños... que iba también durmiéndose...que duermen pocóóóóó...entre las blandas nieblas de su pasado... ¡ah, ah, ah, aaaaah!

     _ ¡Qué buena madre hace! _ pensaba. Alguna vez, hablando del percance que la hizo nodriza, le preguntó Don Rafael:

     _ Pero, chica, ¿cómo pudo ser eso?

     _ ¡Ya ve usted, Don Rafael! _ y se le encendía leve, muy levemente el rostro.

     _ ¡Sí, tienes razón, ya lo veo!

      Y llegó una enfermedad terrible, días y noches de angustia. Mientras duró aquello hizo Don Rafael que Emilia se acostase con el niño en su mismo cuarto. «Pero señorito _ dijo ella _ , cómo quiere usted que yo duerma allí...» «Pues muy sencillo _ contestó él, con su sencillez acostumbrada _ , ¡durmiendo!»

     Porque para aquel hombre todo sencillez , era sencillo todo.

     Por fin el médico dio por salvado al niño.

_ ¡Salvado! _ exclamó Don Rafael con el corazón desbordante, y fué a abrazar a Emilia, que lloraba del estupor del gozo.

_ ¿Sabes una cosa?_ le dijo sin soltar del todo el abrazo y mirando al niño que sonreía en floración de convalecencia.

_ Usted dirá _ contestó ella, mientras el corazón se le ponía al galope.

_Que puesto que estamos los dos libres y sin compromiso, pues no creo que pienses ya en aquel majadero que ni siquiera sabemos si llegó o no a Tucumán, y ya que somos yo padre y tú madre, cada uno a su respecto, del mismo hijo, nos casemos y asunto concluido.

_ ¡Pero, D. Rafael! _ y se puso en grana.

_ Mira, chiquilla, así podremos tener más hijos...

El argumento era algo especioso, pero persuadió a Emilia. Y como vivían juntos y no era cosa de contenerse por unos días fugitivos _ ¡qué más da! _ aquella misma noche le hicieron sucesor al niño y muy poco después se casaron como la Santa Madre Iglesia y el providente Estado mandan.

Y fueron en lo que en lo humano cabe _ ¡y no es poco! _ felices, y tuvieron diez hijos más, una bendición de Dios, con lo cual pudo morir tranquilo ab intestato, por tener ya quienes forzosamente le heredaran, el sencillo Don Rafael, que de cazador y tresillista pasó de dos brincos a padre de familia. Y es lo que él solía decir como resumen de su filosofía práctica: ¡Hay que dar al azar lo suyo!

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EL QUE SE ENTERRÓ

      Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven jovial, dicharachero y descuidado, habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso.
      Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para adivinar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.
      Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: "Bueno, vas a saber lo que me ha pasado, pero le exijo, por lo que le sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme." Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio, donde nos encerramos.
     Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado en nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente.
     Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:
      _Ahí sucedió la cosa.
      Le miré sin comprenderle.
      Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.
      Dos o tres veces intentó empezar a hablar y otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un momento con la cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como quien adopta una súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le conocía antes, y empezó:
      _Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un grave peso, y me basta. No recuerdo qué le contesté, y prosiguió:
      _Hace cosa de año y medio, meses antes del misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni tenía manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento.
      Despierto, ansiaba porque llegase la hora de acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la congoja de que el sumo se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable, terriblemente insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer por mi razón...
      _¿Y cómo no consultaste con un especialista? _le dije por decirle algo.
      _Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este miedo fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este cuarto y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en efecto llegó.
      Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar.
      _No lo sorprenda el que vacile _prosiguió_porque lo que vas a oír no me lo he dicho todavía ni a mí mismo. El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día, el siete de setiembre, en que me desperté en el paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu. Me preparé a morir de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté donde ahora estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó _advirtiéndome la mirada, añadió tristemente:_ Sí, ya sé lo que piensas, pero no me importa.
      Y prosiguió:
      _A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes del corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome. Cuando pasó un breve rato me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que, estando delante de un espejo, la imagen que de ti refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo y se te viene encima...
      _Sí, una alucinación... _murmuré.
      _De eso ya hablaremos _dijo y siguió_: Pero la imagen del espejo ocupa la postura que ocupas y sigue tus movimientos, mientras que aquel mi yo de fuera estaba de pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado. Por fin el otro se sentó también, se sentó donde tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora mirando.
      Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él, tristemente, me dijo:
      _No, no tengas también tú miedo; soy pacífico.
      Y siguió:
      _Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: "Emilio, Emilio", sentí la muerte. Y me morí.
      Yo no sabía qué hacer al oírle esto. Me dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él continuó:
      _Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando al poco rato volví al otro, o sea, resucité, me encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en la mesa y cabeza entre las palmas  contemplándome a mí mismo, que estaba donde ahora estoy. Mi conciencia, mi espíritu, habían pasado del uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado. Con toda tranquilidad reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla, y, tomándome el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía. Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de terror humano; era, pues, su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de lo que pasa, amigo, y en el fondo no es esto más misterioso que cualquier otra cosa...
      _Me parece una reflexión demasiado filosófica para ser dirigida a un perro _le dije.
      _¿Y por qué? _replicó_. ¿O es que crees que la filosofía humana es más profunda que la perruna?
      _Lo que creo es que no lo entendería.
      _Ni tú tampoco, y eso que no eres perro.
      _Hombre, sí, yo lo entiendo.
      _¡Claro, y me crees loco!...
      Y como yo callara, añadió:
      _Te agradezco ese silencio. Nada odio más que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto que has podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo el mismo, soy, sin embargo, otro.
      _Esto es evidente...
      _Desde entonces las cosas siguen siendo para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo demás.
      _Como caso de psicología... –murmuré.
      _¿De psicología? ¡Y de metafísica experimental!
      _¿Experimental? –exclamé.
      _Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven conmigo.
      Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo:
      _¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor, racionalista!
      Me percaté entonces de que llevaba un azadón consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome:
      _¡Mírame!
      Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió a cubrir el hueco. Yo no me movía.
      _Pero ¿qué te pasa, hombre? _dijo, sacudiéndome el brazo.
      Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con una mirada que debió de ser el colmo del espanto.
      _Sí _me dijo_, ahora piensas en un crimen; es natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal?
      _Yo no creo nada _le contesté.
      _Ahora has dicho la verdad; tú no crees en nada y por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por las más sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más instrumentos que la lógica, y así vivís a oscuras...
      _Bueno _le interrumpí_, y todo esto ¿qué significa?
      _¡Ya salió aquello! Ya estás buscando la solución o la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y, si no me lo quieres creer, allá tú.
      Después de que Emilio me contó esto y hasta su muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba miedo. Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin dar el menor motivo a que se le creyese loco.
      Lo único que hacía era burlarse de la lógica y de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había contado y un tratado sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un misterio la existencia de aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.
      En el tratado a que hago referencia sostenía, según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren durante la vida sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven a revelar por miedo a que se les tenga por locos.
"La lógica _dice_ es una institución social y la que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de misterios tenebrosos, pero palpables”.

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El hacha mística

      Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también el océano de lo desconocido crece a nuestra vista escalamos la montaña del conocimiento.

      Dedicose a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas de los más antiguos restos del hombre.
      Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no seria hombre.

      Descubrió un día una nueva caverna a orilla del mar. Penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.
      Del cual creía que ha salido la cruz. “Es un símbolo del Sol”, se dijo. El hacha aquella, lejos de pesarle, parecía como si le alzase, le exaltara, le empujara al cielo. Era como un imán que tendía a lo alto, al reino del sol del medio día. Un pastor, al quien encontrarle cuando salió de la caverna le mostró el hacha, le dijo: “!Es una piedra de rayo!”. Los pastores y las gentes del campo creen que esas hachas de sílice que se recogen para guardarlas en nuestros museos como objetos prehistóricos, son piedras que caen con el rayo. «¡Supersticiones!», pensó nuestro investigador; pero al sentir que el hacha seguía atrayéndole a lo alto, empujándole hacia arriba, se dijo: «Quién sabe... acaso tira hacia la matriz del rayo con que vino ... » Y es que ya no sabia ni lo que se pensaba.

      Movido ya de un misterioso empuje, fuera ya de sí y como loco, echó a andar siempre hacia lo más alto, cuesta arriba. Y así llegó al pie de Gredos.

     Era el invierno. Las cumbres del espinazo central de España, de sus vértebras sobre el corazón, estaban sepultadas bajo la nieve. Y aquella nieve parecía tirar del hacha de sílice, de la piedra de rayo. ¿No era más bien el cielo?

     Emprendió la ascensión. El viento le cortaba la cara y le atenazaba el corazón. La subida era terrible. Más de una vez, desalentado, resollando, sintió el abatimiento del vencido y pensó en volverse y renunciar a aquella suprema investigación. Pero la piedra de rayo tiraba de él. Quería tentar el último experimento, ir hasta donde aquel misterioso impulso se le llevara.

      Vio que iba dejando una huella de sangre en la nieve. Y donde la gota de sangre caía horadaba la nieve, calando hasta la roca. Falto de aire, ahogándose, miraba al cielo, océano de aire libre y azul. El corazón le martillaba la cabeza como si fuera un yunque; cada latido lo sentía en las sienes como un martillazo de crucifixión. Y miraba de cuando en cuando, en los breves descansos, la svástica como a una empresa. ¿Qué querría decir allí, en aquella prehistórica hacha de sílice, aquel símbolo del Sol del que le habían enseñado que salió la cruz? ¿Era un signo de la muerte? Medio muerto, llegó a la pingorota del picacho del Almanzor. No se podía subir más.

     Se tendió allí, cara al cielo, y se puso a resollar. Era como si el aire le penetrase por entero, como si cerniera en medio de él, como si su corazón fuese un misterioso meteoro que lo mantuviera en el cielo. Sentía un sueño tremendo, un sueño que le daba miedo, miedo de no despertar de él. Pero se durmió. No soñó nada. Y al despertar encontrose con mucho más sueño, un sueño que era como hambre y sed de reposo, inacabables. Era como la fatiga de todos los siglos que habían pasado, como si sobre él pesara el cansancio del trabajo todo de la creación. «No hay futuro bastante para mi descanso»,  pensaba,  «la eternidad es corta para mi hambre de sueño»...     Sintió de pronto una punzada y un sobresalto en el corazón. Allí tenía, junto a él, la piedra de rayo, que seguía empujándole hacia arriba. Pero ¿cómo iba a subir más? ¡No era posible! ¡Si pudiese elevarse como los buitres y las águilas por encima de las crestas de la montaña! «Me moriré aquí», pensó,  «rendido por este sueño enorme, y los buitres me devorarán y me llevarán así más alto.» Y luego se dijo: «¡Ya desvarío! »

     La piedra de rayo seguía empujándole hacia arriba. Se puso en pie. Cogió la piedra en una mano y dio un salto. Es que pensó, ¡desgraciado!, si la piedra le levantaría por los aires, si acaso fuese un talismán para poder volar sin alas sobre las cumbres de las montañas y perderse por encima de las nubes. No fue más que locura. El salto le hizo caer sobre el picacho y quedar maltrecho. Y la piedra seguía empujándole al cielo.

     De pronto le entró como una revelación; empuñó la piedra y con la fuerza toda que le quedaba lanzola al cielo. Y le hirió la vista un rayo, un rayo que brotó del cielo azul, el rayo de la piedra. Era que sangraba el cielo. Porque era sangre, verdadera sangre, sangre luminosa, divina que, cayéndole en los ojos, le cegó.

      Y es que vio crecer el Sol hasta cubrir el firmamento entero y cuanto había bajo de él hasta envolverle. Y al ver que el Sol lo llenaba todo y que no había sino luz, pura luz encontrose en las tinieblas. Ya ciego vio las tinieblas de Dios. Cayó del picacho a un montón de nieve. Y sintió que la nieve se derretía bajo de él, de su fiebre, y que iba ahogándole con su cuerpo ensangrentado. Y que el sueño le ganaba las entrañas. A la vez se le derretía el miedo a la muerte. Sólo echaba de menos quien le curara, quien brizase aquel su último sueño. Recordaba las monótonas canciones con que tantas veces su madre le brizara los sueños de la inocencia. 0 cuando se dormía con una oración cantada en la boca.

      Entonces del poso de la infancia de su alma brotó el Padrenuestro, canturreado como se lo hacían cantar en la escuela, y sólo al acabar él <venga a nos el tu reino», sepultado en la nieve de la cumbre pelada, entregó su aliento al Señor. Al lado suyo yacía la piedra de rayo.

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El amor que asalta

      ¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

      Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

      Ni sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni  En la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del Amor.

       Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en todas partes huella alguna del amor.

      Y no es que Anastasio no fuese hombre hecho y derecho, cabal y entero, y que no tuviese carne pecadora sobre los huesos. Sí, hombre era como los demás, pero no había sentido el amor. Porque no cabía que fuese amor la pasajera excitación de la carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador, el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si pretendiese endiosar el apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una blasfemia.

      No, el amor no existía en el mundo para el pobre Anastasio. Leyó y releyó la leyenda de Tristán e Iseo, y le hizo meditar aquella terrible novela del portugués Camilo Castello Branco: A mulher fatal. «¿Me sucederá así? _pensaba_. ¿Me arrastrará tras de sí, cuando menos lo espere y crea, la mujer fatal?»_Y viajaba, viajaba en busca de la fatalidad esta.

      «Llegará un día _se decía_ en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez sin haber conocido ni mocedad ni edad viril, cuando me diga: ¡ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para mentir». Y dio en pesimista.

      Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed mágica; en todo él palpitaba un destino terrible.

      Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: «¿Para qué todo esto?».

      Era una tarde serena de tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban, envueltas en la brisa tibia, a restregarse contra la hierba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.

      Sentóse distraídamente y esperó que le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.

      Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se le esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó y, con voz seca, sedienta, ahogada y temblona, le cuchicheó al oído:

      _¿Qué le pasa? ¿Se pone mala? .

      _¡Oh, nada, nada; no es nada...; gracias...!

      _A ver... _añadió él, y con la mano temblorosa le cogió del puño para tomarle el pulso.

      Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.

      _Está usted febril... _suspiró él balbuciente y con voz apenas perceptible.

      _¡La fiebre es... tuya! _respondió ella con voz que parecía venir de otro mundo, de más allá de la muerte.

       Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.

      _Es una imprudencia ponerse así en camino _dijo él, hablando como por máquina.

      _Sí, me quedaré _contestó ella.

       _Nos quedaremos _añadió él.

       _Sí, nos quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! _agregó la mujer.

      Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados uno frente al otro, tocándose las rodillas, mejiendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la mima. También ella viajaba en busca del amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar el tedio de la vida.

      Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.

      _¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! _le decía él.

      _¿Y para qué, Anastasio? _respondía ella_. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.

       _¿Y el tiempo perdido?

      _¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscamos, en anhelamos, en deseamos el uno al otro?

      _Yo había desesperado ya de encontrarte...

      _No, pues si hubieses desesperado de ello, te habrías quitado la vida.

      _Es verdad.

      _Y yo habría hecho lo mismo.

      _Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante...

      _¡No hables del porvenir, Anastasio; bástenos el presente!

      Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.

      Nos hemos encontrado, y basta. Y ahora, Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?

      _Que mienten, Eleuteria, que mienten; pero muy de otro modo que lo creía yo antes. Mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...

      _Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el amor no se canta.

      Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos. Y luego empezaron a temblar.

      _¿Tiemblas, Anastasio?

      _¿ Y tú también, Eleuteria?

      _Sí, temblamos los dos.

       _¿De qué?

      _De felicidad.

      _Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.

       _Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosotros.

Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronlos en el lecho, juntos, desnudos, y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón. 

      _¿Pero los dos? __exclamó el fondista.

      _¡Los dos! _contestó el médico. ;'

'    _¡Entonces eso es contagioso...! _y se llevó la mano lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto por si acaso.

      No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí  los llevaron al cementerio y, desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido yerba y sobre la yerba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre su tumba llora.

      El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble _nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía_, llegó a una profunda conclusión de carácter médico-legal, y es que se dijo: «¡Estas lunas de miel.! No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí».

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 En manos de la cocinera

 

  ¡Gracias

 a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de de veras! Porque el pobre Vicente no podía tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.

      Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura era todo esplendor de su salud.

      Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

      “Después, después que no casemos, todos los que quieras”, le decía. Y Vicente para sí: “¡todos los que quieras!... ¿No es éste un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: para lo que me va a costar?...” Vicente presentía que sólo valen las caricias que cuestan.

      ¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le quería? ¡Era tan terriblemente discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su preocupación parecía no ser otra que la de hacerse valer, la de hacerse respetar. Y a ellos parece les movían más aun los consejos de su madre, de la futura suegra de Vicente, una matrona insoportable con sus pretensiones aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía hablar de las dos terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante de ella no se les podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin duda; era aquella madre profesional que le decía a Rosaura: “Hija mía, hazte respetar.” Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su marido, del padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.

      ¿Le quería Rosaura? Pero… ¡era tan hermosa! Con brillar tanto sus ojos, brillaban aún más sus labios, aquellos labios de color encendido y frescos que daban ganas de respirar más fuerte y más hondo a quien los miraba.

      Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia, la criada de había dicho a Vicente:

      _Señorito, aunque usted se case, yo seguiré en la casa…

      _¡Pues no faltaba más Ignacia!

      _Pero, ¿y si la señorita quiere traer otra?...

      _No, no lo querrá.

      _Qué se yo…

      Y la pobre chica se quedó pensando que no habría de ser compatible con aquella señorita tan aseñoritada.

      Todo estaba dispuesto para el día de la boda, cuando he aquí que la víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna. El médico dijo que no podía levantarse por lo menos en un mes.

      En casa de la novia el accidente causó irritación. ¡Ahora que estaba dispuesto ya todo, hecho todo el gasto! –exclamaba la señora.

      _La cosa es bien sencilla –dijo el padrino de Vicente_; va la novia a la casa del novio y se casan allí…

      _¿Cómo?—exclamo la señora_. ¿Estando él en cama?

      _Naturalmente; no veo dificultad alguna en que se verifique una boda hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy bien darse las manos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí…

      _Mi hija no va casarse a casa del novio, y menos hallándose él en cama y con la pierna rota…

      Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio se quedase cojo para siempre.

      El pobre Vicente sufrió más aún que con la rotura de su pierna con la conducta de su prometida. Fue a visitarle sí, pero como por compromiso. Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde luego, o que, por lo mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo insinuó.

      _¡De enfermera!—exclamó la señora madre_, ¡pero ese hombre está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha soltera a cuidar a un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones de éste, que se ha roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!... En fin, hay cosas que si no se maman…

      No le quedó al pobre Vicente otro recurso y otro consuelo que la pobre Ignacia. La chica redoblada de solicitud y cariño. Hacíale curas, y se las hacía con una casta serenidad, como una sacerdotisa. Vicente procuraba no quejarse. Y de hecho, cuando la pobre criada le renovaba los vendajes o le arreglaba la postura de la pierna, no parecían sus manos ni aun manos de mujer, sino manos de ángel por lo suaves.

      _Qué largo va esto, Ignacia…

      _Tenga paciencia, señorito, que dice el médico que va a quedar como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaursa le espera…

      _Me espera…, me espera…

      _Ayer la volví a encontrar y me estuvo preguntando con mucha solicitud por usted…

      _Preguntando…, preguntando…

      La curación fue más rápida de lo que los médicos habían supuesto. Muy pronto pudo levantarse Vicente, apoyando en un fuerte bastón, y dar algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba dispuesto a ir así a la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó que no había prisa, que era mejor esperar que estuviese repuesto del todo.

      Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda. Los médicos aseguraban que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y como antes del accidente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele la boda como un sacrificio. Era hombre de palabra.

Tres días antes del nuevo señalado para el sacrificio se le presentó Ignacia, y toda confusa, ruborosa, como nunca la había visto, y le dijo:

      _Señorito, siento tener que decirle…

      _¿Qué?

      _Que yo  me voy de la casa—y se echó a llorar.

      _¿Cómo que te vas?

      _Sí; como el señorito va a casarse…

      _¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de criada nuestra?

      _Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no ella, no la señorita…

      _¿Qué? ¿Te ha dicho algo?

      _No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que no podremos estar mucho tiempo juntas…

      _¿Y por qué?

      _Porque le ha cuidada yo al señorito en su enfermedad, yo y no ella…

      _¿Y eso que tiene que ver?

      _Sí, tiene que ver. Yo sé lo que me digo. Ella, una señorita, y una señorita que iba a casarse con usted, de quien está usted enamorado, ella no podía… no debía venir a cuidarle, mientras que yo…

      _Sí, tú eres la criada.

      _Eso.

      Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente, y al poco rato la levantó, fijó sus ojos claros en los ojos claros de su criada, y lentamente le dijo:

      _Tienes razón, Ignacia; comprendo tus razones, o mejor, tus sentimientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi futura esposa y tú seréis incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te echaría su señora madre, la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón; ella, la que se hizo respetar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era menester tuyo, de la criada. Y tú lo has cumplido con una devoción que no sé si encontraré en ella cuando… sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no quiero separarme de mi enfermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero… contigo…¿Lo quieres?

      La pobre chica se echó a llorar.

      Y se casó Vicente; pero se casó con su enfermera, con la que nunca soñó en ello por respeto al amor, al grande y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y recogido, que hizo de sus manos de fregadora las de ángel para manejar como con plumas la pierna rota de su amo.

      Y la señora madre de Rosaura, la ex futura suegra de Vicente, se quedó diciendo a su hija por vía de consuelo:

      _No has perdido nada, hija mía; siempre sospeche de la ordinariez de sentimientos y de gustos de ese sujeto…

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En los Arribes del Duero

E

spaña está, en gran parte, todavía por  descubrir, y no lo está menos en el aspecto estético que en otros diversos aspectos.  Nuestra principal producción lo es de productos en bruto, de primeras materias, de lo que se llama caldos, por ejemplo, más que de vinos elaborados con arte. Nos enamoramos fácilmente de lo tosco y bravío, hasta de lo basto, y tendemos con frecuencia a desdeñar el refino que a la naturaleza presta el arte, que es, a su modo, una verdadera naturaleza. Llévase esto al punto de descuidar en todo los debidos  trasiegos y decantaciones.

Así sucede con nuestros paisajes, que permanecen en bruto, como primeras materias de recreo y solaz para el espíritu, por falta de viajeros que los refinen a nuestros ojos con artísticas descripciones. Porque es indudable que mucho de la belleza de un paisaje está en los ojos que lo miran, y que los educados a mirarlo le extraerán mucha mayor sustancia bella que los incultos. La abrupta sierra que domina a Reinosa, ¿no ha ganado acaso en belleza con las espléndidas descripciones que de ella hizo Pereda en su novela Peñas Arriba? Los tan celebrados paisajes de Escocia, sus encantadores lochs, ¿no deben mucho del deleite con que regalan a sus contempladores a que van estos sugestionados por Walter Scott y los lakistas? Rousseau, Senancour, Tópffer, ¿no han embellecido los Alpes?

No crea el lector, por lo que llevo dicho, que vaya a descubrirle ningún Mediterráneo ni a embellecer ignotos paisajes; voy tan sólo a indicar la ruta de uno de tales descubrimientos. ¡Quiera Dios que alguien logre sacar a flor de vista bellezas enterradas en un casi abandonado rincón de la provincia de Salamanca!

La Sierra de Francia con su famoso santuario y el proverbial retiro de las Batuecas, eclipsan en la provincia de Salamanca en fama a los arribes de la Ribera del Duero y a su hermosísimo retiro, hoy en ruinas, de Laverde. Y, sin embargo, yo, que he visitado una y otra región, no sabría a cuál otorgar mi preferencia como desinteresado espectador.

Baja el Duero por tierra de Zamora tendido en la planicie y espaciándose por ella, mas al ir a entrar en la provincia de Salamanca, hacia donde le rinde el Tormes sus aguas, entre Fermoselle y Vilíarino, empieza la meseta castellana a quebrarse para dejarle paso a las campiñas portuguesas. Resquebrájase la tal meseta en hondos desgarrones, mostrando al descubierto sus peñascosas entrañas, pétreos cimientos de la austera llanura castellana. El agua tenaz, que talla las rocas gota a gota con secular trabajo, ha ido carcomiendo su lecho berroqueño y buscando salida entre revueltas y esguinces. A distancia nadie adivina el profundo tajo por donde el Duero corre; la ondulante llanada castellana parece ir a perderse suavemente, y sin solución alguna de continuidad, en las estribaciones de la sierra de la Estrella que cierran, hacia la parte de Portugal el horizonte. En uno de los repliegues del terreno se ocultan los profundos tajos, las abruptas gargantinas, los imponentes cuchillos, los terribles esfayaderos, bajo los cuales, allá en lo hondo, vive el Duero, ya espumarajeando las rocas que aún no han cedido a su labor terca, ya precipitándose en desniveles, ya deteniéndose un momento a descansar en angostos remansos, ya, por fin, zumbando bajo las rocas, en las espundias. A trechos las paredes y escotaduras del tajo se dulcifican y se tienden las pendientes para recibir, sobre revestimiento de tierra, vegetación bravía y cuidados de cultivo. A estos declives que bajan al río se les llama arribes en toda la Ribera, en toda la región salmantina que borda el Duero y afronta a Portugal Arribes forman también los afluentes al Duero, que entre escotaduras y barrancas análogas alas de éste corren a él.

El primer pueblo de la Ribera a donde llegué fue Masueco, y lo cierto es que iba con impaciencia por dar vista al negrillo, que era, según el tío Mateo, un guía, el primero de España, y tal vez del mundo, en corpulencia. No le iba muy en zaga el otro, colosal también, al que conoció de retoño el tío Mateo, haciéndole bambolear la cabeza como cuando juegan a las migas los muchachos. ¡Lo que son los árboles!

      Así crecen ellos, sin duelos, penas, ni cuidados, ahondando sus raíces en la misma tierra en que nacieron, mientras abren su frondosa copa al mismo cielo siempre, formando en el otoño con su desprendido follaje el mantillo que les nutra de jugos para reverdecer en primavera. Como las hojas de los árboles son las generaciones de los hombres, decía el viejo Homero. Aquel negrillo que junto a la robusta fábrica de la iglesia de Masueco se desnuda todos los años para volver todos los años a vestirse de verdura, arraigando más en su propia cuna cuanto más fuerte se hace, ofrece con su espectáculo a los pobres labriegos que desfilan por la vida oscuro símbolo de la unidad del pueblo. ¡Cuántos al marchar a la emigración dirigirán sus últimas miradas a la amplísima copa bajo la cual jugaron sus juegos de niños, a aquella copa en que resuena la campana cuando congrega al pueblo a Misa, cuando toca a fiesta y cuando dobla a muerto!

No hay en el mundo para el tío Mateo un negrillo como el de Masueco. ¡Así ha crecido él, sin moverse de su sitio, mientras los pobres hombres, si quieren crecer algo, se ven obligados a emigrar!

Al siguiente día de mi llegada fuimos a ver la cascada de los Humos, en los arribes de uno de los afluentes al Duero. Era para hacer boca y abrir el apetito de la expedición a Laverde. Se sale de Masueco por una deliciosa quebrada, festoneada de frutales, y muy pronto se da vista a un paisaje agreste de severo ceño. Bajamos una escarpada pendiente en dirección a una aceña y muy pronto nos encontramos en el fondo de un tajo, entre abruptas escotaduras. A un lado se alzaba, dominando la barranca, un inmenso cuchillo de roca y tras él se perdía la garganta del río. Vadeamos éste y por un senderito de un empinado arribe llegamos a dar plena vista a la cascada.

Es singular el atractivo del agua. Estaríase uno las horas muertas contemplándola fluir, dejándose ganar el espíritu por la sensación purísima que su constante curso nos produce. El agua es acaso la que mejor imagen nos ofrece de la quietud en el movimiento, del solemne reposo supremo que del concierto de las carreras de los seres todos surge. En el estanque duerme el agua reflejando al cielo, pero con no menos pureza lo refleja en el cristal de un sosegado río, cuyas aguas, siempre distintas, ofrecen la misma superficie siempre. Y en la cascada misma, por donde se despeña bramando, preséntanos una vena compacta, una columna que acaba por parecer sólida. ¡Enorme fuerza la que sin aparato alguno, con la sencillez del coloso, despliega! Hubiéramos estado las horas muertas contemplando aquel inmenso chorro que salva un desnivel profundo del lecho de las aguas. Es una de las más hermosas caídas de agua que pueden verse entre aquellos tajos adustos. Divídese la cascada mayor en dos cuerpos debido a un saliente de la roca, y va a perderse en un remanso de donde surge el vapor que ha valido al paraje el nombre de los Humos. Junto a la inmensa vena líquida, a su abrigo, en las quebraduras y resquicios de la roca, anidan palomas que revolotean en torno del coloso.

Este irá desgastando poco apoco el desnivel que le produce, y es seguro que cada año se achica la cascada, aunque sólo sea en un milímetro o en fracción de él.

¡Los siglos que habría necesitado el agua para excavar tales tajos y reducir análogas cascadas!

 

Al siguiente día de nuestra visita a los Humos, preparamos la expedición a Laverde, en caballerías los más de mis amigos, a pie yo, pues menos me molesta una caminata que el ir escarnachao sobre los anchos aparejos con que se provee a las mulos del país.

La Santa Misión (Arribes del Duero) Laverde está en territorio de Aldeadávila de la Ribera, la corte de esta región, la villa para los comarcanos.  Tendiendo la vista al salir de ella por las ndulaciones del campo, no se barrunta siquiera lo que éstas celan. Mas ya al llegar a unos sobreros se nos abrió de pronto el tajo por cuyo seno corre el arroyo del Rupinaly en el fondo las escarpadas y sombrías paredes de Portugal. En aquellas desoladas vertientes del Rupinal, cerca del caño de  Fuentemendo, dicen que hubo un pueblo.

Mientras seguían las caballerías la senda que en zigzag baja al río, cortamos nosotros camino por los resayos o atajos que la cortan. Una vez en lo hondo parece hallarse uno en medio de región montañosa, en el interior de algún país alpestre.

Nadie diría que ganando las crestas se extiende a la vista la inmensa meseta ondulada como vasto mar petrificado.

Dimos, por fin, vista al Duero y con él a un paisaje dantesco, tal cual los imaginara Gustavo Doré. En lo alto, apuntados picones que se asoman al abismo, peñas y aserradas crestas; a lo largo, inmensas escotaduras que encajándose de un lado y de otro, en la disposición llamada de cola de milano, forman la garganta por cuyo hondón corre el río. Los enormes cuchillos van perdiéndose en gradación de tintas hasta ir a confundirse con la niebla. Allí arribota, arribota, en la cresta del escarpado frontero, verdean trozos de trigo, nuncios de una campiña serena, y asoma su copa algún que otro arbolito que denuncian a un pueblecillo portugués.

Fuegos de luz animan la dantesca garganta; peñas en claro se destacan sobre el tono oscuro de las peñas en sombra, y allá en lo alto, dominando al ceñudo paisaje, algún milano se cierne bañándose en luz. Suben del río perezosas nieblas que se agarran a los peñascos, y fingen el alma de éstos que de ellos se desprende con pesar.

El Duero, que dibujando su vena central, su líquido senderillo de espuma, corre encajonado en el fondo de estas gargantas, es el mismo que pasa amplio y solemne, abrazando a la feraz llanura y como gozándose en ella, por tierra de Zamora. Todas estas gargantas dantescas son obra de él, obra de la lenta labor del agua terca. El fuego bosquejó a la tierra su esqueleto, dio el bloque, es el agua el artista pacienzudo y tenaz que modela sus contornos.

En el fondo de estos tajos incuba el sol que da gloria. No lejos de Laverde hay en la garganta un paso llamado de la Bodega, tal vez por esa incubación. El sol caldea los arribes, resguardados de los vientos y las brisas que hielan la meseta, y saca de ellos una vegetación potente y propia de otras latitudes. Crecen olivos ingeridos en zambullo o acebuche, tapizan las vertientes oloroso tomillo, flores de monte, nardos; la cubren gamonas, jaras madroñeras, anguelgues, jidigueras (cornipedreras) y retuerce sus recias y nervudas ramas entre rocas el bravío joimbre, cuyas raíces luchan con las entrañas de la peña para dar de beber a su enmarañada mata luz del sol. La mano del hombre ha acudido a fomentar la naturaleza.

En los repliegues de los arribes dan al sol su tono de verde claro los limoneros y crecen los naranjos, y aquí y allí salpican al tinte pardo de los escarpes los blancos copos de los almendros en flor. En poyatas o tablas talladas en el terreno y sostenidas por paredones se alzan los olivos.

En una de estas laderas del tajo del Duero, en medio de lo que queda de una que debió de ser huerta frondosa, se alzan las ruinas del convento de Laverde, retiro en un tiempo de los religiosos menores. En la portería, sobre la puerta y debajo de un escudo con los cinco estigmas, se lee, enteramente ahumada, esta inscripción: «Entre la vida y la muerte no ai espacio ninguno; en un instante se acaba lo que se vive en el mundo. Año de MDCCLXIX». Allí nos recibió el actual habitante del convento, acabado trasunto por su facha de villano medieval. Dejamos las caballerías en la que fue iglesia y entramos en las ruinas del convento.

Es una pena la que ofrece aquella desolación. Las celdas deshechas y a la intemperie; la yerba creciendo por todas partes; en el claustro un limonero entre maleza, y en el jardín un boscaje de limoneros y de naranjos. El convento no tiene mérito alguno arquitectónico ni nada que le dé carácter. Es vulgarísimo. Por la parte que mira al río presenta algún aspecto de fortaleza. Lo hermoso es su  escenario y su ambiente, los restos de vegetación de que está rodeado. Frente a él se alza una gigantesca piñal (pino) y en lo hondo zumba el Duero enfrenado entre peñascos. Lo más típico es lo que del huerto queda, aquel rincón umbrío de limoneros y naranjos, a cuya sombra rezarían los frailes sus oraciones, descabezarían sus siestas y gozarían de tranquilo sosiego los ancianos retirados ya del todo del mundo. Es un rincón que supere la idea, algo antinómica a primera vista, de un ascetismo horaciano.

Hubo un tiempo, hasta eso del año 30, en que floreció en su retiro aquel cenobio, ofreciendo en aquella colosal hendidura de la adusta meseta castellana escuela de recogimiento y meditación a los frailes menores durante algún tiempo del año y refugio para su vejez a los que de ellos pedían acabar allí sus días, en el vivo silencio, rezando a la sombra de los limoneros y al compás del murmullo del contenido río. Es, sí, un silencio vivo el que aquí reina, vivo porque reposa sobre el sempiterno rumor del Duero, que en puro ser continuo acaba por borrarse de la conciencia de quien lo recoge. Y como se pierde de cuenta este rumor del sempiterno curso del río, perderíase allí de cuenta el rumor del curso de las horas que habrían de desfilar en solemne procesión monótona. Allí, en aquel refugio, libertaríanse los espíritus del tiempo, engendrador de cuidados, yendo cada día a hundirse sin ruido con su malicia en la eternidad. ¡Siempre el mismo río, los mismos peñascos siempre, todo inmutable! Cuando lo que nos rodea no cambia, acabamos por no sentimos cambiar, por comprender que es el vivir un morir continuo, que «entre la vida y la muerte no hay espacio ninguno», como reza la inscripción del convento de Laverde.

A este convento iban en un tiempo los riberanos a los perdones, por la Porciúncula, y aún hoy algunos recuerdan haber oído. En denominaciones de sitios ha quedado la memoria de los franciscanos que lo habitaron. Hay en el camino un punto que se llama el montadero de los frailes; a una peña que forma a modo de un asiento le llaman la silla del guardián. Allí cuentan también que, viniendo Santa Marina perseguida de los moros y cansada del camino, al llegar a una peña, le dijo: «Ábrete, peña cerrada, que viene Marina cansada». En la peña hendida se colocó un altar a la santa, y sobre ella se alzó la capilla de Santa Marina, cercana al convento.

La cuadrada torre del convento, mostrando al descubierto el enladrillado de su cupulilla, mira al contorno. Contemplándola recordé aquellas dos hermosísimas estrofas de Los dos Campanars, de mosén Cinto Verdaguer:

-Campanes ja no tinch, -li responía

lo ferreny campanar de Sant Martí.-

¡Oh!, ¡qui pogués tornármelas un día!

Per tocá'a morts pe'ls monjos les voldría;

per tocá'a morts pe'ls monjos y per mi.

¡Que tristos, ay, que tristos me deixaren!

Tota una tarda ios vegí plorar;

set vegades per véurem se giraren;

jo aguayto fa cent anys per hont baixaren:

tu que vius mes avall, ¿no'ls veus tornar?

 («Campanasya no tengo, le respondía, el rudo campanario de San Martín ¡Oh! ¡Quién pudiese volvérmelas un día!; para tocar a muerto por los monjes las querría, para tocar a muerto por los monjes y por mí. ¡Qué tristes, ay, qué tristes me dejaron! Toda una tarde yo los vi llorar; siete veces por verme se volvieron; acecho hace cien años por donde bajaron, tú que vives más abajo, ¿no les ves tomar?»).

Hoy en día no habitan en la profunda barrancada, fuera del rentero que explota lo que los frailes dejaron, más que los carabineros españoles, y del otro lado del río los guardiñas portugueses, violando el paso de la barca. El contrabando es lo único que a las veces anima el enorme tajo. Algunos desgraciados se ponen de acuerdo, lanzan de un lado a otro del río un bramante o cogiéndolo con los dientes lo pasa alguno a nado, con él tienden una maroma, y pendiente de un barzón pasan mediante una guindaleta, de un reino a otro, género prohibido. Es el modo de contrabandear allí donde no hay puente alguno, a lo sumo una manotera, y alguna vez un paso a saltos. La frontera natural se halla profundamente marcada, parecen haberse desgajado violentamente los dos reinos. Arriba nadie lo diría; desde Masueco parece Ventosello, un pueblecillo de Tras-os-montes, situado en la misma llanura, sin más que leves ondulaciones del terreno en el intermedio.

Al siguiente día de nuestra visita a Laverde, fuimos a Vilvestre, un pueblecillo despejado y limpio que se tiende a la falda de una colina coronada por las ruinas de un castillo. Y en Vilvestre nos asomamos a dos picones que dominan los arribes, a Peño Corvo y el Castillo de Narbona, nombre extraño para un desnudo peñasco. Domínase desde ellos, como desde elevada comisa, un sitio en que la barranca se ensancha dulcificándose el paisaje. En las vertientes portuguesas que desde allí se divisan, empiezan los tan famosos vinos de Oporto,  procedentes no pocos, y no de los menos ricos, del Duero alto. En el fondo, entre floridos almendros, el río se perdía a trechos de vista en repliegues del terreno, para reaparecer, más adelante, de un verde oscuro a la sombra, y brillando al sol con el tono con que a éste refleja la hoja del maíz. Allá abajo, en un vallecito, cantaba un gañán llevando la mancera del arado, y su canto subía limpio, espontánea eflorescencia del trabajo.

Al retirarnos al pueblo poníase tras las colinas portuguesas el rojo disco del sol. Fue una de las más hermosas puestas que he visto. El inmenso globo candente, de rojo cereza, se ponía en paz y sin herir la vista, entre nubecillas que a ratos le ocultaban en parte, fingiendo en su encendida esfera paisajes de adustos peñascos, remedo de los que acabamos de ver. Parecía otras veces partirse para refundirse al punto. Cuando se ocultó dejó en el campo la serena calma de su luz derretida.

Al volver a Salamanca, en plena meseta castellana ya, atravesamos unos campos que me sugirieron el espectáculo de algún paisaje antediluviano de gigantescos hongos. Tal fingían los enormes peñascos, de redondeadas formas, que cubren el campo hacia Barrueco Pardo. En Cerralbo se alzan aún, dominando al pueblecillo, del marqués de su nombre, las ruinas del castillo.

Mucho hay que decir del paisanaje de la Ribera, de sus costumbres, de su traje típico, de su carácter, de su interesantísima habla, sobre todo, pero no cabe esto en ligeras impresiones.

Ofrece la provincia de Salamanca, en el aspecto etnográfico, amplísimo campo de estudio. Profundas diferencias separan, dentro de la unidad que los abarca, al charro propiamente dicho, pues es un error el creer que todo salamanquino sea charro, con sus internas diferencias, al armuñés, al serrano, al riberano, alpeñarandino, al bejarano. En el mismo distrito de Vitigudino, a que pertenece la Ribera, se señalan diferencias entre la Ribera misma, la llamada Aldea, el Abadengo, la Ramajería.

Nada más abandonado en España que el estudio hecho en vivo y del natural, del pueblo. Todo género de folklore o demótica está por explotar; ni las tradiciones, ni los cantares, ni las costumbres, ni el derecho consuetudinario, ni la medicina popular, ni el habla, encuentran investigadores. ¡Y no es poca la mies! Llevo algún tiempo recogiendo elementos para un estudio del habla popular o mejor de las hablas populares en la región salmantina, y cuanto más material acopio más vasto me parece el que queda fuera de mi diligencia. Lo que en la historia de la literatura española se conoce con el nombre de dialecto sayagués, la lengua en que están escritas las farsas y églogas que afines del siglo XV escribieron Lucas Fernández y Juan del Encina, el lenguaje rústico del famoso Auto del Repelón, no son más que leves muestras de un dialecto que abortó en la región salmantina. Y dentro de esta región el territorio más rico en cosecha lingüística es, por lo que llevo trabajado, la Ribera. Formas dialectales se recogen aporrillo recorriendo los hermosos campos de Salamanca. Si Dios me da vida y salud he de dedicar a esta habla un estudio y entonces se verá qué hermosos giros, qué briosas expresiones, qué típicos vocablos corren en boca del pueblo inadvertidos de los doctos, y qué luz tan viva puede proyectar este estudio en el conocimiento de nuestra lengua castellana literaria, anémica y opilada por la. vida de ciudad.

Decía al principio de estas notas que España está, en gran parte, todavía por descubrir. Por descubrir está en no menor parte el pueblo español. Y sólo haciendo conciencia nacional con el riquísimo fondo inconsciente que en el seno del pueblo yace, es como podrá redimirse España y recibir en vivo y con eficacia y sobre fértil seno la acción del ambiente internacional europeo.

(Salamanca, marzo de 1898)

(Ecos Literarios, 19-III-1898)

 

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Secretos encantos de Bilbao

C

ualquier población, aldea, villa, ciudad o gran capital, guarda para quien en ella ha amado o sufrido noblemente —porque hay sufrimientos innobles— encantos de recuerdos insospechados para los que sólo recorren el mundo o como una venta de placeres o como un escenario de la Historia.

En 1804, Simón Bolívar, de remoto origen vasco, el héroe hispánico que había de libertar a la América española, en una carta que escribió a Fanny Dervien de Villars, de la que parece que estaba enamorado, decíale así: «¿Me obligaréis a deciros lo suficiente para satisfaceros respecto al pobre chico Bolívar, de Bilbao, tan modesto, tan estudioso, tan económico, manifestándoos la diferencia que existe con el Bolívar de la calle de Vivienne, murmurador, perezoso y pródigo?». (Esta carta se publicó primero en francés, en 1826, en Le Journal des Débats, de donde la tradujo don Arístides Rojas para sus Leyendas históricas). Le pauvre garçon Bolívar, de Bilbao! A sus veintiún años recordaba Bolívar al mozo de diecisiete, modesto, económico y estudioso, que acudía a Bilbao al reclamo de Teresa Toro y Alayza, con quien a sus dieciocho años se casó. Hallábase «apasionado —son sus palabras— de una señorita de las más bellas circunstancias y recomendables prendas, como es mi señora doña Teresa Toro, hija de un paisano y aun pariente...».

      Al año de haberse casado Bolívar, se le murió su Teresa. Y cuenta Veru de Lacroix en su Diario de Bucaramanga, que Bolívar decía: «Quise mucho a mi mujer y a su muerte quizá no volveré a casarme. He cumplido mi palabra... Si no hubiera enviudado, mi vida quizá hubiera sido otra; no sería el general Bolívar ni el Libertador, aunque convengo que mi genio no era para ser alcalde de San Mateo... Muerta mi esposa, y desolado con aquella pérdida precoz e inesperada, volví a España y de allí pasé a Francia e Italia. Ya iba tomando algún interés en los negocios públicos».

      Es evidente que la muerte de su Teresa, su Dulcinea, lanzó a Bolívar, el rousseauniano, a su vida de heroísmo público; fue la gran sacudida divina que despertó su alma civil. Y a esa su Teresa la conoció probablemente en Bilbao o por lo menos a Bilbao fue a mirarse en sus ojos y mecer el amor inmortal en su alma. ¡Qué no había de ser, pues, Bilbao para Bolívar! Y añádase que acaso ahí, en nuestra villa, se enteró del solar, de la existencia del solar de Bolívar, al pie de la vieja Colegiata de Cenarruza. ¿No se uniría este recuerdo al de su Teresa para recordarse a sí mismo como «el pobre chico Bolívar, de Bilbao»? Y el pobre chico Bolívar, de Bilbao, tan modesto, tan estudioso y tan económico, no era el hombre de la espada y la pluma centelleantes, el Quijote americano. El pobre chico de Bilbao, modesto, estudioso y económico, era ya Alonso Quijano el Bueno, en quien dormía el Caballero.

      Corramos años y vengamos a nuestros días y al gran poeta catalán Juan Maragall, el hombre acaso más completo que hemos conocido los que le conocimos y tratamos algo.

      Del amor que guardó Maragall a nuestra tierra vasca, no es posible dudar. Su Himne Iberic empieza por Cantabria:

Cantabria! Son tos braus mariners
cantant enmitg les tempestats:
la terra és gran, el mar ho és més,
i terra i mar són encrespats.

La nostra vida és lluita,
el nostro cor és fort,
ningú ha pogut tos fills domar:
només la mort, només la mort,
la neu del cims, el fons del mar.

      ¿Y quién que conozca las poesías de Maragall no recuerda, entre las que dedicó a su mujer —que fue siempre la más pura y alta fuente de ellas—, aquella que se titula Festeig vora la mar cantábrica?

Sota les estrelles, d’espatlles al mar
una galta humida, fresca de serena,
una galta suau i plena,
és ben dolça de besar.

Entre dos silencis, bes silenciós,
com vares deixarinos tremolant tots dos
dins la nit quieta, amb deixos ardents
de la mitgdiada i dels terrals vents.

      Mas habría que reproducir todo el poema.

      Y ese mar, a espaldas del cual y bajo las estrellas es tan dulce besar una mejilla húmeda y fresca de relente, es nuestro mar, el mar de Bilbao, el mar de Las Arenas, donde solía veranear Clara Noble, la que fue mujer de Juan Maragall y madre de su docena de hijos. Las olas de nuestro Cantábrico curaron aquellos amores inmortales, pues que inmortales poemas nos han dado, y el salitre de nuestro mar preparó la doble y espléndida fecundidad: la de hijos y la de poemas.

      Nunca olvidaremos la emoción con que en una tarde recogida, en su casita de San Gervasio, en la penumbra, nos hablaba Maragall de sus temporadas de veraneo en las Arenas, junto a su Clara, y nuestro Bilbao. Habíalo visto en los ojos de su mujer.

      Y ahora volvamos atrás y entre Simón Bolívar y Juan Maragall, poetas ambos, detengámonos en otro personaje, en Ramón Manuel María Narváez, duque de Valencia.

      En una nota que figura al pie de la página 349 del tomo I de Mis memorias íntimas, del teniente general don Fernando Fernández de Córdova, marqués de Mendigorría —y es uno de los libros de más amena y provechosa lectura para un español de hoy—, se lee respecto a Narváez esto:

«Todavía no era más que teniente coronel del Infante, cuando animado con el apoyo que esperaba de su amigo el General en Jefe (don Luis Fernández de Córdova) se le presentó un día en Vitoria con una solicitud pidiendo el retiro. Interrogado vivamente sobre el motivo que le impulsaba a tan extraña petición, hízole conocer que estaba cansado de la guerra y que toda su ambición se reducía a pedir después la Administración de Correos de Bilbao».

      ¡Extraña ambición la del futuro primer ministro de Isabel II, la del que más que otro provocó la Revolución de 1868 que no llegó a ver estallar, la del que, sin quererlo de seguro, hizo a Prim! ¡Administrador de Correos de Bilbao! ¿Qué secreto encanto tendría hacia 1836 esta modesta, y entonces más que ahora, plaza?

      El mismo marqués de Mendigorría, autor de las Memorias, que por entonces recorría con las tropas cristinas y liberales nuestra tierra, nos habla de «aquella encantadora capital», por Bilbao, «en la que no se penetraba nunca sin alegría ni se abandonaba sin pena», y nos dice que de las bilbaínas no olvidaba «ni su conocida belleza, ni su educación esmeradísima, ni la apasionada y entusiasta fe con que mantenían las mismas opiniones liberales que sus esposos, padres y hermanos» (tomo I, páginas 356 y 358).    ¿Fue acaso alguno de estos encantos femeninos bilbaínos lo que le hacía en 1836 ambicionar a don Ramón Manuel María Narváez la plaza de administrador de Correos de Bilbao? ¿Qué otro encanto podía tener entonces esa honrada Administración para un hijo de Loja, allá en tierras de Granada, para todo un moro de las Alpujarras, que no otra cosa fue el duque de Valencia?

      Sabemos cuál fue el encanto de Bilbao para Simón Bolívar, el de Teresa, y cuál lo fue para Juan Maragall, el de Clara, pero acaso no sepamos nunca qué encanto le llevó a Narváez a ambicionar la Administración de Correos de Bilbao. ¡Misterios del alma de un futuro caudillo!

      Y si Narváez llega a ser administrador de Correos de Bilbao, ¿qué habría sido de la Revolución de Septiembre de 1868? Aquí de un filósofo de la historia, de esos que se dedican a vaticinar lo pasado.

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De vuelta de la cumbre

U

n en un tiempo famoso profesor de Filosofía, de cuyo nombre no quiero ahora aquí hacer mención, solía empezar su curso con esta pregunta: "¿qué venimos a hacer?" Y acabábase el curso sin que ni él ni sus discípulos supieran lo que habían hecho ni si es que habían hecho algo. Así yo también, al  tomar hoy la pluma, en esta mañana del día primero de agosto, me pregunto filosóficamente: ¿qué vengo a hacer?
      La tarea parece fácil. He estado hace pocos días en los altos de la sierra de Gredos, espinazo de Castilla; he acampado dos noches a dos mil quinientos metros de altura sobre la tierra y bajo el cielo; he trepado el montón de piedras que sustenta el risco Almanzor; he descansado al pie de un ventisquero contemplando el imponente espectáculo del anfiteatro que ciñe a la laguná grande de Gredos, y viendo el Ameal de Pablo levantarse como el ara gigante de Castilla; he convivido un momento con el pastor de las cimas y he recorrido, al bajar, las tierras teresianas, pasando mi fatiga del viaje por entre los nogales de Becedas, donde durante unos meses trató a la santa _a Santa Teresa de Jesús, ¡claro está!_ una curandera. Traigo el alma llena de la visión de las cimas de silencio y de paz y de olvido, y, sin embargo, nada se me ocurre, lector, decirte de ello.
      Algunos relatos de viajes y excursiones llevo escritos ya, pero he de dejar tal vez en el silencio en  que los recogí sentimientos más hondos que de esas escapadas a la libertad del campo he logrado. No he escrito ni creo escribiré jamás mis impresiones de Granada, y en Granada pasé una de mis quincenas más repletas de mi vida. Mientras viva reposará en el lecho de mi alma, por debajo de la corriente de las impresiones huideras, aquella santa caída de tarde que a principios del dulce mes de setiembre gocé en el Albaicín, todo blanco de recuerdos. Fue un como baño en algo etéreo.  Las lágrimas me subían a los ojos y no eran lágrimas de pesar ni de alegría; éranlo de plenitud de vida silenciosa y oculta.
      Pero ¿quién cuenta todo esto? El público, oh lector, quiere cosas concretas, noticias, datos, informaciones. Y yo cada día odio más la información y me interesa menos la noticia. Uno de los mayores encantos, allá en las alturas de Gredos, era carecer de diarios, no recibir cartas. Hablábamos a la caída de la tarde, descansando al pie de un ventisquero, de cosas impertinentes a aquella grandiosidad que nos rodeaba y al mentar uno de nosotros a Maura, un pastor que nos oía hubo de preguntarnos : ¿pero no han matado a ese señor? Sorprendidos por la pregunta y recelando no tuviese noticias más frescas que nosotros, le interrogamos y resultó que se refería al atentado de que dicho señor fue objeto en Barcelona hace más de un año. "Hace tres días que lo he leído en un periódico", añadió el pastor. Y al despedirnos de él para bajar a los valles en que habitan los hombres con sus mujeres, encontramos la explicación del caso, pues nos dió los periódicos en que habíamos llevado envuelta nuestra merienda. Era lo que leía, y la noticia del atentado a Maura le llegó por un número de periódico que dejaron allá entre los riscos unos excursionistas. ¡Feliz mortal! Había de estallar una revolución a sus pies sin que él se enterase.
      El cuerpo se limpia y restaura con el aire sutil de aquellas alturas y aumenta el número de glóbulos rojos, según nos dijo un catedrático de Medicina, pero el alma también se limpia y restaura con el silencio de Ias cumbres. ¡Qué silenciosa oración allá, en la cumbre, al pie del Almanzor, llenando la vista con la visión dantesca del anfi¡teatro rocoso! Dábamos una voz y el eco la repetía dos veces entre las soledades.
      Pero hubo que bajar; hubo que bajar a estos valles y llanuras en que viven los hombres en sus pueblos, alimentándose de sus miserias y, sobre todo, de su incurable ramplonería. Bajé, llegué a mi casa y me encontré con el primer volumen de las obras completas de Gustavo Flaubert, que desde París me envía un amigo, rabioso flaubertiano. Contiene este primer volumen la correspondencia del gran hombre desde 1830 a 1850, es decir, desde sus nueve hasta sus veintínueve años. ¡Pobre Flaubert! ¡Qué aguda, qué dolorosamente sintió la estupidez humana! ¡Cómo se dolió el
burgués, el buen burgués satisfecho de sí mismo, que cada mañana, mientras toma su calé con leche y su pan con manteca, se informa de las noticias de la víspera! Él y Máximo Du Camp, bajando el Nilo, divertíanse en representar el viejo señor inepto, rentero, considerado en buena posición y de cierta edad, y se preguntaban uno a otro si habría sociedad en loa pueblos por que pasaban o algún círculo en que se leyese diarios, si se dejaba sentir el movimiento ferroviario, si avanzaban las doctrinas socialistas, si había buen vino, si eran amables las damas, etc., etc. Y este hombre, en cuya alma repercutió más que en la de ningún otro la incurable tontería humana, acabó escribiendo aquel inmenso libro que se llama Bouvard et Pecuchet, la más amarga rechifla del progresismo.
      ¿Hay algo, en efecto, más ridículo que el progresismo? Un buen señor que no puede o no quiere o cree que no quiere creer en otra vida y se consuela pensando _¿ pero es que piensa?_ que el progreso traerá la felicidad...¿A quién? Y luego es tan vulgar...¡tan vulgar! ...
      ¡Oh, en aquellas cumbres de Gredos, viendo la puesta del sol,  la última novedad, la verdadera última novedad! "Nada hay nuevo bajo el sol", dijo Salomón, una especie de catedrático coronado y harto de leer libros. Pero el pastor de Gredos, si supiese expresarse, diría: "todo es nuevo bajo el sol". Todo es nuevo, sí, y cada sol es un sol nuevo.
      En aquellas cumbres no recibe uno preguntas, quejas, amonestaciones, reproches. ¡Qué lejos allí del buen señor que no quiere que le digan sino lo que él piensa! ¡Qué lejos, lector amigo, de esos lectores irritables y descontentadizos, que burlándose acaso de los dogmas llevan enquistado en su mollera un dogma formidable!
      ¿Cómo podría uno soportar esta terca lucha de un día tras otro y un mes y otro mes y uno y otro año, si no hiciera de cuando en cuando una escapada a las cumbres libres o a los abiertos campos? ¿Cómo aguantar a todos esos señores que nos vienen dando consejos o disparándonos insultos, si no se recrease uno charlando con cabreros, mendigos, gañanes y toda laya de gente sencilla y a la buena de Dios?
      Y luego en estas ascensiones a las cumbres, en estas escapadas por los campos, se desnuda uno del decorum, de ese horrendo y estúpido, y se pone uno el alma en mangas de camisa. Hace años ya, en un estudio que me dedicó C. O. Bunge, decía que flaqueo en el sentímíento del decorum.  Y así es, me carga eso que los antiguos romanas llamaban decorum y que no se traduce del todo por nuestro correspondiente decoro. Nada hay más revolucionario que el ponerse el más alto magistrado de una nación a bailar el bolero tocando las castañuelas. Mi mayor odio es al frac y al sombrero de copa, y no sé cómo Sarmiento, a quien le valió el dictado de loco su poco respeto al decoro convencional, sentía tal superstición por aquella prenda. El decoro es la seriedad de los que están vacío por dentro.
      Y en estas correrías por campos y montes, ¡qué alívio, qué hondo sentimiento de libertad radical cuando dejando todo decoro se pone uno a hacer y decir chíquilladas! Se cuenta cuentos ambiguos o gretescos o simplemente sin sentido, se chapuza uno en la infancia. ¡Oh, estas sumersiones en la remota infancia! No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez. Trece volúmenes llevo ya publicados, pero de todos ellos no pienso volver a leer sino uno,  el de mis Recuerdos de niñez  y de mocedad, donde, en días de serenidad ya algo lejana, traté de fijar no mi alma de niño, sino el ama de la niñez. Acaso si a su titulo sencillo le hubiese añadido esto: "ensayo de psioología de la infancia", habría tenido algún mayor éxito ese mi pobre y más desventurado libro. Pero eso era profanarlo. Nada de psicologiquerías; nada de sociologiquerías, y eso que hay allí hasta asomos de sociología infantil.
      ¡La sociología! ¿ Hay algo más horrendo, más grotesco, más bufo que eso que suelen llamar sociología! Hay en ella "Californias de grotesco", que diría Flaubert. Todas las ramplonerías progreseras, todos los lugares comunes modernos, parece se han refugiado en esa flamante sociología. Desde allí arriba, desde los canchales de la cumbre de Gredos, contemplábamos con unos prismáticos los pueblecillos del valle del Tiétar, Madrigal, Villanueva de la Vera...  Unas montañas nos tapaban a Yuste, donde fue a morir, hastiado de los hombres, nuestro emperador. No se veía a los hombres en aquellos pequeños hormigueros.
      Y héteme otra vez aquí después de haberme dado cuerda al corazón con el me libre de las cumbres, héteme otra vez aquí, en la ciudad, en el vaho de la ramplonería humana, teniendo que soportar el que al lado mío se hable de nuestras diferencias con Francia a propósito de lo de Marruecos o de las cogidas de Vicente Pastor. Otra vez a oír comentar durante veinticuatro horas las noticias del día. Me ocurre lo que a Flaubert: "siento un disgusto profundo de lo diario, es dedir,  de lo efímero, de lo pasajero, de lo que es importante hoy y no lo será ya mañana".
      "Sea usted más objetivo!", me dijo una vez un redomado pedante, y añadió: "¡Exponga usted menos ideas y cuente más cosas!" Y yo me quedé pensando: ¿Qué tenderá por cosas este mentecato, y en qué las distinguirá de las ideas? Sí, ya sé; lo que hace falta es decir algo que pueda luego el lector repetirlo, atribuyéndoselo o no. Es lo que me decía un ingenuo: " Mire usted; yo voy al teatro porque alguna frase, algún pensamiento se me queda y puedo repetido luego y en último caso cabe contar el argumento a los amigos; ¿pero a un concierto? , no se me pega la música..."
      Y, sin embargo, este ingenuo va al concierto, pero es para que le vean en él y decir que ha estado. Pero tú,  lector, me complazco en creer que no me pides noticias. Hay otros que te informarán mejor que yo de lo que pasa por el mundo, Y entretanto, acaso no te enteres de lo que pasa en ti mismo. Por  mi parte, si alguna vez he Icgrado Ilevarte o siquiera acercarte a ti mismo, me doy por pagado.
      Vives acaso, lector mío, en un tráfago mundano, entre negocios o entre diversiones. Escápate cuando puedas a la cumbre, ve a pasar unos días al pie del Aconcagua, donde más alto puedas. Deja de pisar el asfalto de los bulevares. Aprende a desdeñar eso que llamamos civilización, y que rara vez es tal, y a extraer de ella lo que de cultura encierre. Deja la civilización con el ferrocarril, el teléfono, el water-closet y llévate la cultura en el alma. La civilización no es más que una cáscara para proteger las pulpas, el meollo que es la cultura. Cuando haya surgido el poema de la ingeniería moderna puede muy bien hundirse ésta.
      Y otra gran lección nos da la cumbre, y es enseñarnos a pasarnos sin comodidades. Nada denuncia tanto la ordinariez  de espíritu, la ramplonería y plebeyez de alma como el apego a la comodidad. El señor que no sabe viajar sin almohada y baño es un mentecato. El desprecio a la comodidad es aún una de las evidentes superioridades de los pueblos de casta ibérica. En ninguna parte estalla tan a las claras la ramplonería  humana como en la mesa del comedor de un gran hotel.
      Allí arriba hay que comer poco y frío, y mojarlo en agua, con agua cristalina del deshielo de los ventisqueros. Si a alguien se le ocurriese allí, en la cumbre brindar con champaña, se le vendría encima el desprecio silencioso de los riscos. El brindar con champaña es el acto más sociológico, quiero decir, más grotesco que ha podido inventar el hombre enamorado del progreso. Y si el que brinda lo hace estando vestido de frac, ¡qué enormidad de grotesquez! ¿Has visto, lector, nada más bufo que un señor de frac, con su blanca pechera reluciente y acaso un anillo en un dedo, con una copa de champaña en la  diestra y brindando?
      A eso llaman, creo, vida de sociedad. Y eso pide, claro está, la fotograffa para que lo eternice. Y es que hay pocas cosas más sociológicas que la eternización fotográfica. Es lo que se llama ilustración. Porque ilustrar hoy quiere decir añadir fotografías.
      Figúrate, lector, que esta divagación fuese ilustrada con vistas de Gredoo, la subida poe la barranca, ventisquero, el pico de Almansor, el Ameal de Pablo, la choza de un pastor; la laguna vista, desde arriba, etcétera. ¡Cuánto no ganaría esto para los que quieren cosas! Y el recurso es excelente. Sé de un cronista a quien no ie interesan ni los paisajes ni los monumentos arquitectónicos; llega a una ciudad, compra una colección de vistas de ella, se encierra en el hotel, donde se cuida, ante todo del menú. y se pone, con una guía al lado, a escribir su viaje. Así es como ha sido tantas veces descubierta. esta Salamanca en que vivo, lucho y rabio. .
      Basta ya. Dentro de unos días me voy con unos amigos a pasar algunos en el Santuario de la Peña de Francia, en la sierra de este nombre, entre esta provincia y la de Cáceres. Allí volveré a vivir vida libre.

(Salamanca, agosto 1911.)
 

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Frente a los negrillos

C

onoces, lector, aquella media docena de cuartetas que dedicó a un árbol Vicente Wenceslao Querol, el entrañado poeta, y figuran en sus Rimas? Fué a árbol que su padre plantara el día mismo en que el poeta vió la primera luz. Luego

Yo abandoné, buscando horas felices,
mi pobre hogar por la mansión extraña,
y él, inmutable, ahondaba sus raíces
junto al arroyo que sus plantas baña.
Hoy, rugosa la frente y seca el alma,
cuando hasta. el eco de mi voz me asombra,
vengo a encontrar la apetecida calma
del tronco amigo a la propicia sombra.
Y evoco las memorias indecisas
de la edad juvenil, sueños perdidos,
mientras juegan sus ramas con las brisas
y al alegre rumor cantan los nidos.
Mi vida agosta ese dolor interno
con que los ojos y la frente enluto;
él abre en mayo su capullo tierno
y da en octubre el aromado fruto.

      ¿Por qué a este dulcísimo y tan jugoso Querol le tiene como arrinconado, cuando se asenderea tanto a otros que no hicieron sino canturrear manidos estribillos? Yo gusto a las veces, en horas de languidez y desgana de estudio, ramonear en sus Rimas, y siempre encuentro en ellas, a más del viejo arregosto, un nuevo de dulzura.
      Hoy lo abrí a remembrar ese árbol, mientras veo el de verdor a esos negrillos que se amparan ahí enfrente, al abrigo del convento. En esa verdura se sosiega mi magín y paran en ella mis mientes. Sobre esa verdura pasan las nubes. Fuera del bullicio de calles y plazuelas, ese verdor es como un reclamo al silenco y al aquietamiento interiores.
      A las veces me figuro que el árbol me mira y que tiene una clara, dulce y ancha mirada con sus mil ojos verdes, que se abren a mamar la lumbre del sol, y que me adiestra, no más que mirándome, en la lección de la paciencia. Nada de querer saltar los días para que llegue lo más pronto posible la noticia que haga por un momento estremecer al corazón. En balde tener puesto el ahinco todo en que corra la cinta de la Historia.
      En horas de sequedad íntima, cuando uno se desesespera y entristece a dar en pensar que se le haya agostado el manantial de la fantasía, es confortamiento contmplar el árbol de cada primavera como si resucitase.
      Viajero incansable de los campos del espíritu, cuyos más escarpados vericuetos he trepado por pura ansia de columbrar las lontananzas del misterio desde una nueva atalaya, me place asentar mi mente en la ramada de ese árbol y percatar la tierra de entrañas negras y silenciosas, la tierra de donde saca su jugo el jugo el verdor de la copa del negrillo.
     Podría decir con Séneca que cuantas veces me entrometí con los hombres volví de ellos a mí mismo más inhumano. En cambio, nunca he sentido rebullir más ricamente dentro de mí a la patria, y con ella a sus hijos de todos los tiempos a quien la muerte dió vida más onda, como cuando me he dejado olvidar en medio de un monte de encinas o siquiera de un soto de álamos.  Los pensamientos y los sentires,  todo esto que me proviene de ella y de ellos, parece como si se envencijasen, corroborándose así en gavilla, cuando lejos de mis vecinos de hoy me entrego a mi quimera en la soledad del campo.
      Porque los hombres que bregan y luchan en esta vida y en su Historia, no hacen sino trillarnos las ideas y aventárnoslas luego con sus arremetidas. En la conversación misma, por muy apaciguada y amistosa  que sea, las ideas se derriten más que se cuajan. Hay que aprender a conocer y querer a los prójimos en el recato del aislamiento, dentro de sí mismo y fuera de el. Es el trato social lo que hace a uno descontentadizo y mal esperanzado, y es sumergirse en el paisaje lo que nos hace recobrar la fe en un dichoso porvenir de la patria. Viendo desde una cumbre de una de las sierras de Castilla desplegarse a mis pies como alfombra en el cielo, desprendida de todo grosero peso de materialidad, un vasto retazo del cuerpo de España, surgía del corazón la confianza de que el Sol que lo curte ha de alumbrar todavía grandes glorias y perdurables proezas. No es posible que por un escenario así no pasen los más excelsos personajes de la tragedia de la Historia,
      La primera honda lección de patriotismo se recibe cuando se logra cobrar conciencia clara y arraigada del paisaje de la patria,  después de haberlo hecho estado de conciencia, reflexionar sobre éste y elevarlo a idea. Muy cierto que la comarca hace a la casta, el paisaje -y el celaje con él- al paisanaje; pero no tan sólo en un sentimiento terreno y corpóreo, material y como de tierra a cuerpo -todo de barro-, sino además, y acaso muy principalmente, en otro sentido más íntimo, especulativo y espiritual, de visión a espíritu todo barro. Quiero decir que no es sólo como alimento de estómago, y por su gea y clima y fauna y flora, como nuestra tierra nos moldea y hiere el alma. sino como visión, entrándonos por los sentidos. Si varios hombres persisten viendo mucho tiempo la misma vista, acabarán por acordar y aunar mucho de su idea escribiéndola en el espectáculo aquel. Ante un mismo árbol, toman a la postre un mismo cauce las figuraciones de los que lo contemplan. Y es que nos devanamos los sesos sirviéndonos de argandillos los objetos de la vista.
       Así,  esos negrilIos que aquí, a mi frente, se están cubriendo de verdor, me sirven como devanadera de errabundas cavilaciones. En ellos voy poniendo mis pensamientos que se prenden de sus ramas. Y siempre en adelante, mientras los mire, evocarán en mí los ratos de intensa vida mental que mirándolos he sorbido. Y esto, aunque ya no llegue a darme clara cuenta de ello. En los muy recónditos recovecos del paisaje en cuyo regazo se nos crió el alma, en escondrijos de él ocultos a un extraño, como que dormitan callados pensamientos nuestros que al volar dejaron allí algo de su vuelo. "Al pasar junto a este escaramujo, por el mismo sendero, años ha, y en vena de poesía, se me ocurrió aquel verso feliz que fue el arranque de un poema que, como de una bellota una copuda encina, brotó de él." Y la vista del escaramujo, en que acaso rojean las silvestres rositas de agavanzo, me recuerda el más dulce y vivificante recuerdo de una obra propía, y más si ésta es de poesía: el de su parto.
      Es que nuestros mejores  y más propias ideas, molla de nuestro espíritu, nos vienen como de fruta alimenticia, de la visión del  mundo que tenemos delante, aunque luego, con los jugos de la lógica,  la trasformemos en el quimo ideal, del que sacamos el quilo que nos sustenta.  Y  que es el que se suda al trabajar. Y estas nuestras ideas, ya trasformadas, especies hechas carne y sangre, y hasta hueso de nuestro espíritu, se agarran como con zarcillos de vid a las visiones, sus madres. Tal rocosa montaña, que alza sus tormos, como as de un castillo, al cielo, llega a ser el esqueleto del cuerpo de pensamientos de los que al pie de ella rompen la tierra mirando a la cima por si de allí baja la nube que regará su labranza.
      Es que la Naturaleza está humanizada por el hombre que la habita y la trabaja. Los árboles son ya, como los animales domésticos, algo nuestro, obra nuestra y son, por ello, espejo de nuestra vida y de nuestro pensar.
       En horas de soledad íntima, y hasta de resquemores, descansé este invierno mis ojos y mis reconcozmios en las ramas peladas y escuetas de esos negrillos, entonces escuálidos y desnudos, y ahora, al verdecer ellos, con los soles abrileños  y poner yo en su verdura mi vista, siento como que ese verdor primaveral me acaricia zalamero los ojos y me los limpia, y me roza quedamente, como para cerrármelas, las heridas del corazón. Y me corroboro en mi ya viejo empeño de aprender bien la lección del paisaje de nuestra tierra.

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Las Hurdes

1

L

 

as Hurdes o Jurdes tienen de antaño el prestigio de una leyenda, y cuantos van a ellas van, dense o no clara cuenta de ello, o a corroborar y aun exagerar la tal leyenda o a rectificarla. Y no creo haber estado libre de este sentimiento.

Hace ya años, lo menos dieciocho, que me llegué desde la Alberca hasta el famosísimo valle de las Batuecas, y desde entonces quedé deseoso de visitar las Hurdes; mas aunque después he andado por la sierra de Francia, nunca, hasta este verano, se me cumplió el deseo.

El lector que desee noticia detallada de la región de las Hurdes, de sus tierras y sus gentes, búsquela en otra parte. Desde M. Vide se han escrito diferentes relaciones. La última de que tengo noticia, la del viaje del señor Blanco Belmonte, es excelente. Lo que va a seguir son notas de un curioso excursionista, que toma lo que ve y observa al azar de sus correrías como punto de partida para sus reflexiones, tal vez algo arbitrarias.

Nos dispusimos a entrar en las Hurdes mis dos compañeros de excursión y yo por el Casar de Palomero, desde Extremadura. Mis dos compañeros eran M. Jacques Chevalier, profesor del Liceo de Lyon, y M. Maurice Legendre, este puro francés tan amante y tan buen conocedor de nuestra España. Legendre conocía ya las Hurdes.

En el número de julio de este año de La España Moderna puede verse la traducción de un trabajo suyo, «El corazón de España», publicado antes en Le Correspondant. Es algo que debe leerse en España y hacer votos por que todos nuestros amigos franceses sean como Legendre. Nos acompañaba el tío Ignacio, de la Alberca, de quien Legendre da noticia en su escrito. Íbamos, pues, dos españoles y dos franceses.

Partimos de Aldeanueva del Camino a pie, y por Abadía y Granadilla nos dirigimos al Casar de Palomero. Tierras extremeñas, las que cantó como una alondra Gabriel y Galán; tierras solemnes. Hay algo de religioso en la majestad de ciertos alcornoques _honni soit qui mal y pense_, y nunca he podido verlos desollados, como San Sebastianes vegetales, sin profunda emoción. Como hay otra cosa en el bosque que me sobrecoge siempre, y es el cadáver, el esqueleto de un árbol.

La vista de Granadilla a la distancia, con su recinto de murallas y su torreón de entrada, nos quita algunos siglos de encima. ¡Y pesan tanto! Pero más pesa aún la paz plúmbea, bajo un cielo de implacable limpidez, de que se ve uno ceñido dentro de la villa. Y por dondequiera el recuerdo de Galán, del poeta. Y esos hombres de siempre, fuera de época, que parecen arrancados de una novela picaresca, y con que uno se encuentra en las posadas de los pueblos donde no hay ferrocarril, esos hombres como el sastre aquel ambulante y aficionado al zumo de la vid.

Después de Granadilla, unas soledades henchidas de luz del cielo. La jara, como pebetero del desierto perfuma. Por allí, el torvisco, amargo como la vida de quien tiene que trabajar esa tierra; madroños, romero, lentisco y aquella retama, contenta dei deserti, que cantó Leopardi.

Al empezar a ver sobre Moedas, en el puerto del Gamo, castaños y olivos mezclados en no sé si amigable compañía, recordé haber visto, en no sé qué Atlas geográfico, separadas por una línea, la región del olivo y la del castaño. Debíamos estar en la línea misma. Y de hecho casi siempre se vive en líneas así, divisorias.

¡Y  qué largo se me hizo el camino al Casar! En una gran ermita empezó a anochecernos, y aquello no acababa. Silenciosos, sin decimos nada, uno tras otro, sobre el pedregal del sendero montañés. Y al llegar al Casar de noche ya, qué tragos de agua, de agua de la Sierra,  del cántaro de una buena samaritana _es un decir_ de la fuente que hay a la entrada del pueblo. Mientras bebía al levantar con la cabeza los ojos, encontráronse estos en una estancia de la casa frontera, iluminada a luz eléctrica dos novios sentados a una camilla. Me informé luego de ellos. Es una vieja debilidad.

El Casar de Palomero puede llamarse la corte de las Hurdes, y sus dos capitales, Pinofranquedo y Nuño Moral. Es decir, las Hurdes tienen dos especies de cortes: el Casar del lado de Cáceres y la Alberca del lado de Salamanca.

Buen pueblo el Casar, atractivo para quien ama la paz del retiro y el retiro de la paz. Pueblo con dos médicos y esto no es ninguna bendición cuando basta y acaso sobra uno, y esa dualidad es fuente de disensiones y partidos, y pueblo con dos fábricas de luz eléctrica, lo que lo que le permite alumbrarse casi de balde. Y no deja de estar relacionado lo de los médicos con lo de la luz.

Excelente remanso de sosiego este Casar de Palomero, con su fisonomía serrana, sus grandes balcones de madera para tomar el fresco. Cuando entramos, anochecido ya, parejas de enamorados, bien arrimaditos, en los bancos de las casas. ¡Estos amoríos lentos de los pueblos recogidos y aislados!

Topé con conocidos, con estudiantes, y pronto tuvimos en torno nuestro en la posada a los notables del pueblo. Y gusta charlar así. Nos informaban de las Hurdes y de los hurdanos, y pude observar que la leyenda empezaba ya allí. Y además, que suele suceder que aquellos que viven junto a una región famosa y de que se habla mucho suelen ser con frecuencia los que menos han sentido el acicate de ir a conocerla por sí. El maestro del Casar, D. Feliciano Abad, sí que conoce las Hurdes. Un pequeño croquis que de ellas nos hizo nos fue utilísimo.

Retiro de paz y remanso de sosiego he llamado al Casar, y así es. Pero sería más si los perros le dejaran a uno dormir de noche. Toda la noche fue una lamentable sinfonía _es un decir también_ de ladridos. A ratos estuve por asomarme al balcón a gritar: «¡Que maten a ese perro!». Pero no era uno solo, no. Parecía alejarse, perderse en el otro extremo del pueblo; pero volvía al punto.

Sólo al romper la mañana, cuando los gallos cantan, callaron los perros. Había ya otros voceadores que nos desvelaran.

Y a la mañana, después de haber visitado la iglesia y aquella cruz que los judíos apedrearon antaño, emprendimos, montaña abajo, junto al río Ángeles, que corre entre piedras limpísimo, el camino de Pinofranqueado, de las Hurdes. El maestro nos escoltaba.

Estábamos ya en las Hurdes, lejos del mundo bullanguero, siguiendo lo que dice el agua que canta al pie de las montañas peladas, vestidas no más que de brezo, helecho y matorrales bajos; montañas de perfiles suaves, redondeadas, que bajan, al parecer, mansamente a bañar sus pies en el agua; pero montañas recias y ásperas, madrigueras de bestias más que cunas de hombres. Pero qué sensación de recogimiento! ¡Y el bañarse allí, en la claridad del agua que canta entre canchales y secarse al sol, desnudo como el cuerpo que se le entrega!

¡Adiós el mundo de los periódicos y de la política! Por unos días no habríamos de saber nada de él.

Los tesos, collados y montañas se entreabrazaban unos con otros. En su disposición general forman las Hurdes tres hondos valles casi paralelos: el del río Esperabán, el del Fragosa y el del río Hurdano, sin contar el del río Ángeles; pero, dentro de esta traza, ¡qué intrincamiento de repliegues! Difícilmente se encontrará otra comarca más a propósito para estudiar geografía viva, dinámica, la acción erosiva de las aguas, la formación de los arribes, hoces y encañadas. Y una maravilla de espectáculo a la vista, ya desde los altos se dominan las hondonadas y el vasto oleaje petrificado de las líneas de cumbres, ya desde los barrancos se cree uno encerrado lejos del mundo de los vivos que leen y escriben.

Y así llegamos a Pinofranqueado, la capital de las Hurdes bajas. Un buen pueblo, sin nada de la ridícula leyenda del salvajismo hurdano. ¡Y con impaciencia de entrar de una vez en las verdaderas Hurdes, es decir, en aquellas de que se nos ha dicho tantas veces que los hombres casi ladran, que se visten de pieles y huyen de los ... civilizados!

Había que entrar de una vez en esa región que alguien ha dicho es la vergüenza de España, y que Legendre dice, y no sin buena parte de razón, que es, en un cierto sentido, el honor de España. Porque, ¡hay que ver lo heroicamente que han trabajado aquellos pobres hurdanos para arrancar un misérrimo sustento a una tierra ingrata! «Ni los holandeses contra el mar», me decía, y no le faltaba razón.

Pero de esto más adelante.

2

E

 

n Pinofranqueado, donde comimos, nos hizo el maestro del Casar un croquis topográfico de las Hurdes y nos dio una carta para el secretario del pueblo, D. Juan Pérez Martín, entusiasta e ilustre hurdanófilo, que estaba ausente, y a quien encontramos en el camino de Las Erías,  donde íbamos a dormir. No habíamos tenido que tocar las provisiones con que en Béjar nos proveyó Venancio ni hemos tenido apenas que tocadas en nuestros cinco días hurdanos. «Miren ustedes que allí no hay nada, ¡ni pan!», y el buen fondista bejarano quería cargarnos de vituallas. «Pero algo comerá allí la gente ...», decía yo. «Sí; patatas asadas entre dos piedras.» Y, en efecto, la gente, aunque sea mal _no tan mal como dice la leyenda_, come, y quien allá va puede comer también. ¡Ahora, esos señoritos remilgosos!..

Al rato de salir de Pinofranqueado, en plenas verdaderas Hurdes ya, encontramos a su secretario, D. Juan Pérez. Se puso a nuestra devoción y se volvió con nosotros. Hombre despierto Y vivo y uno de los mejores informantes de cuanto a las Hurdes respecta. Él nos hizo saber todo lo que esa región debe al que fue obispo de Plasencia, el salmantino D. Francisco Jarrín Moro, cuya labor en las Hurdes fue realmente benemérita.

Seguíamos entre esguinces y rodeos, buscándoles las vueltas a los tesos, el río Esperabán. Atravesamos dos pequeñas alquerías hurdanas, la Muela y el Robledo, sin detenemos en ellas. Pasé junto a una casa de piedras apiladas, tejados de pizarra, sin más hueco que la puerta de entrada. Empezaba la visión de la miseria. Ya muy al atardecer llegamos a Las Erías, donde habíamos de pasar nuestra primera noche verdaderamente hurdana. Nos sentamos a tomar el fresco y contemplar el cielo limpidísimo, en una de aquellas callejuelas escabrosas, junto a corralillos enanos. Unos grillos caseros, blancos, según me dijeron, que se albergan en las rendijas de los muros de aquellas casucas miserables, cantaban la desolación de la barranca en que penan los hombres. Casi todo el pueblo nos rodeó: niños, mozos y viejos, y en torno a nosotros, a los forasteros, se hizo sereno. ¡Pobres gentes! Hay que oírles quejarse de la triste y clara tierra que les ha cabido en suerte. ¡Pero no la abandonan, no! Más bien se apegan a ella, con tanto más trágica querencia cuanto más dura es. Suele quererse más, no al hijo más hermoso y afortunado, sino al más desvalido y desgraciado, al que costó más criado y sacado adelante. Un escritor prefiere de entre sus escritos el que más trabajo le costó, no el que obtuvo mejor éxito.

Sí, es hondamente humano el que estos pobres hurdanos se aquerencien y apeguen a aquella tierra que es, más que su madre, su hija. Legendre me decía que eran el honor de España. Y no es paradoja. Han hecho por sí, sin ayuda, aislados, abandonados de la Humanidad y de la Naturaleza, cuanto se puede hacer. Entre aquellas quebradas fragosísimas, en los abruptos barrancos, bancales levantados trabajosísimamente; un muro de contención para sostener un solo olivo, una sola pobre cepa de vid; canalillos en que se trae el agua de lejos y que hay que rehacer a cada momento; huertecillos enanos, minúsculos, cercados que parecen de juguete infantil. Y luego baja el jabalí y les estropea el patatal, su casi único remedio contra el hambre. Casi llorando me lo decía una pobre mujeruca de las Mestas.

Y todo ese rudo combate contra una naturaleza madrastra _allí sí que encaja el «madre en el parto; en el querer, madrastra», de Leopardi_ lo hacen solos, sin ayuda de bestias de carga, llevando a cuestas las piedras de la cerca o del bancal, transportando a propio lomo por senderos de cabras o entre pedregales sus cargas de leña o el haz de helecho para la cama. Rico, riquísimo, el que posee un borrico entero en uno de los pueblos pobres. Contáronme que había veces en que al casar un padre a su hija _las bodas las hacen los padres cuando apenas son adolescentes los mozos_ le daba de dote la pata de un asno; es decir, una cuarta participación en la propiedad del asno, o sea el poder disponer de él cada cuatro días alimentándolo entonces. Y el novio iba la víspera de la boda al monte a recoger helecho para la cama nupcial, la del rejollijo.

Mas yo las cuatro noches que dormí en las Hurdes dormí en cuatro diferentes camas y buenas, mullidas y limpias.

En limpia y buena cama dormí en Las Erías, en casa del maestro de la alquería, de uno de esos maestros habilitados que la Diputación de Cáceres ha puesto por las Hurdes, de uno de esos heroicos ciudadanos que por un pobre estipendio van a luchar en una lucha no menos trágica y menos recia que la de los pobres hurdanos con su madrastra tierra.

Cuando descansábamos en las escarpadas callejuelas de Las Erías, al ir cayendo, como un celeste consuelo, una noche de serena majestad sobre la ceñuda desolación de la madrastra, empezaron a volver al pueblo las cabras, las cabritas enanas de las Hurdes. ¡Pobres animalitos!

La pobre gente hablaba de su vida mansa, humilde, resignadamente. Me entró la duda de si las quejas eran rituales, eco de lo que han oído a los que se constituyen en sus abogados, o una forma más de nuestra característica quejumbrosidad española, de esta detestable manía de pordioseros de estar siempre lamentándonos de nuestra suerte y la de nuestra patria. Me entró la duda de si todo ello no era sino la voluptuosidad de la queja. Porque es el caso que ellos apenas emigran, y si salen, vuelven pronto a encerrarse allí. ¿Y el secreto de esto? Ya os diré lo que de ello creo.

Partimos al amanecer de Las Erías trepando a unos altos para llegar a Horcajo. ¡Estupendo panorama! Me acordé de la frase de Obermann, de que jamás se podrá expresar el sentimiento de la montaña en una lengua hecha por los hombres de las llanuras. Allá, en lo hondo de la encañada, se apeguñaban los tejados de pizarra de las casucas de Las Erías, bien apretados unos a otros, como un testudo romano. Y todo ello, la alquería, como una roca en pedazos. Diríase un fenómeno de mimetismo; que los pobres hombres querían confundir sus pobrísimas viviendas con las rocas de la madrastra, para escapar así al ojo del Supremo Cazador.

En Las Erías, en invierno, el sol no dura más de cinco horas, de nueve a dos. Pero allá arriba, en otra mucho más miserable alquería, colgada en las abruptas cuestas de un sombrío repliegue de la montaña, allí apenas si hay sol. Sus misérrimos moradores son, en su mayoría, enanos, cretinos y con bocio. Nuestros informantes atribúyanlo a la falta de luz del sol. Otros lo han atribuido, al buen tuntún, a lo corrompido de las aguas. Y parece ser que es todo lo contrario: que ello se debe a la pureza casi pluscuamperfecta de las aguas, a que las beben purísimas, casi destiladas, recién salidas de la nevera, sin sales, sin iodo sobre todo, que es el elemento que, por el tiroides, regula el crecimiento del cuerpo y la depuración del cerebro. Y esta explicación, que parece satisfactoria, me despierta una analogía. Y es que también los que no beben sino ideas puras, destiladas, matemáticas, sin sales ni iodo de la tierra impura, acaban por padecer bocio y cretinismo espirituales. El alma que vive de categorías se queda enana.

¡Pobres hurdanos! Pero... ¿salvajes? Todo menos salvajes. No, no, no es una paradoja lo de mi amigo Legendre, el inteligente amador de España; son, sí, uno de los honores de nuestra patria.

 

3

C

 

uando entramos en Horcajo hirió lo primero mi vista, como ya en Las Erías me pasó, las macetas de flores en ciertos salientes de las casucas. Bien se conocía que estábamos en Extremadura, donde se rinde a las flores mucho mayor culto que en Castilla. Y vi en Horcajo, al entrar de improviso en él, las hurdanas lavando a sus chiquillos. Y arrullándolos con maternales caricias.

Una de las cosas que más han llamado mi atención en las Hurdes es la gran cantidad de niños preciosos, sonrosados, de ojillos vivarachos, que he visto. Luego se estropean en aquella horrible lucha por el miserable sustento. Y es curioso también ver las grandes diferencias de unos a otros. Paréceme que el tipo medio como si se borrase. Junto a hombres entecos, esmirriados, raquíticos, se ven recios mocetones quemados del sol, ágiles y fuertes, y junto a pobres mujerucas, prematuramente decrépitas, encuéntranse muy garridas y guapas mozas.

Desde Horcajo para pasar al Gasco, al valle _o, mejor que valle, barranca_, en cuyo fondo corre el río de Fragosa, una imponente cuesta. Desde lo alto, abierto el pecho, respirando a todo pulmón el aire de las cumbres, se veía allá abajo el que dicen el volcán de las Hurdes. No voy a hablaros de él, ni de las cascadas. Otros han dicho muy bien de esto.

Esta barranca del río Fragosa, este valle central de las Hurdes, es lo más miserable de éstas. Difícilmente se encontrará peores poblados que el Gasco, Fragosa, Martilandrán. Al atravesar el Gasco por aquellas infernales callejuelas, entre aquellos hombres ceñudos y negros, me asomé a la puerta de un casuco. La carita, fresca como una rosa y brillante como un lucero, de una niña hacía resaltar la hórrida y sucia negrura de aquella zahúrda.

Y siempre las quejas. «Por aquí debía venir el rey a comer lo que comemos», decía una mujer que, si no era vieja, lo parecía. Y decíalo en muy claro y muy neto castellano. Porque eso de que ladren, o poco menos, es otra patraña. Hablan castellano, y lo hablan muy bien. Y no huyen de los visitantes. Al contrario, acércanse a ellos para pedirles cigarrillos y por si cae alguna perrilla que les remedie.

Por fragosísimo sendero, desde el Gasco a Fragosa. Y aquí a bajar al río, a damos un baño en su lecho de rocas redondeadas y dulcificadas por el agua. Un agua clara, tibia, rumorosa, soleada. «¡No hay agua como la de aquí!», decían con orgullo. Y esto lo oímos en las Hurdes por dondequiera. La tierra es mísera, dura, pedregosa; pero, ¿aguas? ¡No las hay mejores en el mundo! Esto mismo dirán, me figuro, aquellos pobres enanos cretinos y con papera de la alquería colgada de la cumbre. Como los otros, los de los conceptos destilados y sin sal alguna, dicen: «¡No hay ideas como las nuestras, como las ideas puras!».

Junto al lugar del baño, a la sombra de unos castaños y al son del canto del agua, nos pusimos a comer. Bajó una buena parte del pueblo, mozos y mozas sobre todo, y nos rodearon en tertulia. Logré un muy halagüeño éxito poniéndome a dibujar. «¡Y lo hace sin máquina, como escribiendo!» Un chicuelo hizo gala de su conocimiento en lectura. Y un mozo, ya hombre, fuerte, limpio, garboso, de nombre Bernardo, nos mostró lo claro y vivo de su inteligencia. El pobre hurdano ansiaba conocer las lenguas de los distintos reinos _nos oyó hablar francés_, correr tierras, ver mundo, salir de las fragosidades de Fragosa. Sabía que para ir a Roma por tierra hay que pasar por Francia. Mas de seguro que si sale volverá a su pobre Fragosa, a la miserable alquería tan heroicamente arrancada a los furores de la madrastra, allá, entre sus pobres olivos, su huertecillo de patatas, sus cabritas enanas. ¿Por qué?

De Fragosa, pasando junto a la alquería de Martilandrán, pero sin entrar en ella, a Nuñomoral. ¿Para qué habíamos de entrar en una más de esas miserables mazorcas de tugurios? ¿A qué conduce apurar el espectáculo de la miseria? Además, no íbamos a hacer estadística, ni menos sociología. Y Dios les libre a las Hurdes de que caiga en ellas un sociólogo.

Nuñomoral, en una vega algo más extensa que lo son en los barrancos de las Hurdes, es ya otra cosa que esas miserables alquerías que acabábamos de atravesar. Hay, sí, en Nuñomoral viviendas deplorables; pero junto a ellas se alzan algunas excelentes casas modernas. La de D. Patricio Segur, de cuya hospitalidad cordial y franca gozamos, es una muy buena casa para fuera de las Hurdes.

Y es así como va transformándose aquella región, partiendo el cambio de ciertos centros tales como Pinofranqueado y Nuñomoral, y aun Las Mestas, especie de capitales. Siempre la civilización ha sido de irradiación urbana. Y se consigue, sin duda, más mejorando esas capitales y que de ellas irradie la mejora, que pretendiendo levantar homogéneamente el nivel civil del campo. Mas veo que caigo en sociólogo, y esto es peor que verse obligado a no beber sino agua purísima de las cumbres, agua destilada del cielo.

De Nuñomoral, en un principio por el nuevo camino vecinal que se está haciendo a Casares, pasando por La Segur. Esta alquería de La Segur es tan mala como cualquiera de las del valle de Fragosa. Me asomé a la vivienda de uno que me dijeron era uno de los ricos del pueblo, y aquella visión cortaba el respiro.

Por todas aquellas abruptas faldas había grandes manchones de quemado, para que el brezo retoñe más lozano. Pero queman también los pinares, los persiguen. Es decir, cuando son del común, cuando el Concejo los hubo plantado, no cuando son de particulares. Hay lo de que los cabreros son los enemigos más acérrimos del arbolado; pero hay también la guerra a la propiedad comunal. El hurdano es radical y fundamentalmente individualista. Como que por eso brega y pena allí y apenas emigra, y si emigra vuelve.

En Casares, un buen refrigerio, gracias a D. Santiago Pascual, y un buen reposo, una siesta restauradora. Y desde allí a trasponer un alto para dar vista al otro valle, o mejor barranca, al de las Hurdes Altas. Y una vez más volví a gozar la emoción, tan familiar a mis mocedades, de estas ascensiones lentas, en rodeos y vueltas, abriendo más cada vez el pecho, ganando más horizonte cada vez, viendo achicarse lo que abajo queda y mirando de rato en

rato a la nítida línea en que la cumbre corta al cielo e imaginándose uno cómo será el otro mundo _porque es un mundo también_ que del otro lado se extiende. El macho se detiene a las veces a comer un poco de carqueja y uno se impacienta. Es mejor ir a pie, llevarse a sí mismo, que llevar un macho. «¡Qué brutos animales!», repetía, como un estribillo, el tío Ignacio.

Y por fin en la cumbre, habiendo domeñado al coloso, puéstole los pies en la cabeza, y contemplando, mientras se toma huelgo, cuál será la mejor bajada. Allá en el fondo la entrada de la tercera barranca, la del río Hurdano, que se hurta a la vista en el intrincamiento de los montes, cuyos perfiles se cruzan como en el corte que llaman los carpinteros cola de milano. Y al pie de nosotros, en la hondonada, la testudo de tejados pizarreños de Riomalo de Arriba. Al acercarse al cual, una chicuela que estaba en un huertecillo salió disparada, saltando de risco en risco, como una cervatillo a la que se sorprende. Ysubían cantares del fondo. Y no la primera vez, pues ya otras, al acercamos a estos misérrimos pueblecitos, oímos algún cantar humano subir barranca arriba, hacia los cielos.

 

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L

as Hurdes Altas, desde Riomalo de Arriba a Las Mestas, es, en conjunto, lo menos malo de toda la región hurdana. Las parras que sombrean de un lado a otro la callejuela principal de Riomalo, al despedazar la luz que en ella entra, como que la viste de un abigarrado traje. Al salir del pueblecillo, sus habitantes casi todos habíanse congregado a vemos marchar. «¿Qué serán? ¿Los del camino? ¿Ingenieros? ¿Acaso algunos que vuelven de América?»

Junto al río, entre las piedras, la moza que estaba a macerar el lino, se lavaba las ágiles piernas. Y era un espectáculo de paz y de sosiego. Una moza esbelta, firme como un arbolillo silvestre que no conoce la poda. Me acordaba de Rousseau y de sus teorías, tan en boga en un tiempo, sobre el estado de naturaleza.

Un alto en el Ladrillar, a tomar huelgo y agua, esa agua como no la hay otra. Y reunión de comadres y las lamentaciones de rigor. Hasta que un recio mocetón, curtido de sol, que llevaba a un niño en brazos, exclamó que estaba ya harto de oír tanto repetir que era aquélla la peor tierra; que esto no era así, ni mucho menos; que él había corrido mundo, habiendo estado en el Canal _el de Panamá_, en el Brasil, en la Martinica, en Jamaica... y que había visto muchas tierras peores que la que ellos habitaban. «¿Pero esas tierras están habitadas?», le pregunté, y él: «No, señor, porque no las cultivan», me contestó. «Ésa es la diferencia _le dije_; que allí no se empeñan en habitar y cultivar lo que no lo merece.»

¿Tuve razón? Porque ved por qué esos pobres heroicos hurdanos se apegan a su tierra: porque es suya. Es suya en propiedad; casi todos son propietarios. Cada cual tiene lo suyo: cuatro olivos, dos cepas de vid, un huertecillo como un pañuelo moquero (y no es que usen de estos últimos). Y prefieren mal vivir, penar, arrastrar una miserable existencia en lo que es suyo, antes que bandearse más a sus anchas teniendo que depender de un amo y pagar una renta. Y luego es suya la tierra porque la han hecho ellos, es su tierra hija, una tierra de cultivo que han arrancado, entre sudores heroicos, a las garras de la madrastra Naturaleza. Ellos la han hecho, cada uno la suya, apoyando un olivo, construyendo un bancal para una cepa, rehaciendo la cerca que destrozó la avenida de aguas o el jabalí.

No ha faltado filántropo hurdanófilo _todas estas palabras cuyo primer componente es «filo», ¿no os huelen un poco a sociología?_, no ha faltado filántropo hurdanófilo _y son dos filos_ que haya propuesto como remedio al que llamaremos problemas de las Hurdes despoblarlas, sacar a sus habitantes y darles modo de vivir en otra parte. Pero si un padre tuviese una hija enferma, enferma de una enfermedad crónica que la sujeta y clava a su lecho de dolor, de donde no se puede moverla, y ese padre hubiese luchado un día y otro, y meses y años por arrancar a su hija de la muerte, y en esta lucha se hubiese extenuado, ¿le diríais que abandonase a su hija, que la dejara morir y salvase su vida? Pues la pobre tierra cultivada de las Hurdes es la hija de dolores, de afanes, de sudores, de angustias sin cuento, de esos heroicos españoles a quienes se llama salvajes. Ellos la han hecho.

Fueron allá, Dios sabe cómo, huyendo acaso de persecuciones de raza _¡quién sabe si hasta de religión! ..._, fugitivos tal vez, o bien, vagueando, y allí, donde ni el amo ni el fisco les perseguía, empezaron a crearse una tierruca. Salen algunos, sí, pero en cuanto hacen unos puñados de pesetas vuelven a comprar. Hace unos años lo más de Las Mestas era de albercanos _casi todas las Hurdes pertenecieron antaño a la Alberca_, mas hoy han comprado ya los que la habitan sus propias tierras, y aun alguno empieza a comprar su terreno de la Alberca.

Del Ladrillar fuimos a hacer noche al Cabezo. Noche en una buena cama, por mi parte, pues mis compañeros durmieron al sereno, en el porche de la iglesia. Yo en una buena cama, en un cuarto amplio, decorado con cuadros hechos con portadas en colores de novelas por entregas, junto a estampas de la Virgen, San Antonio y el Corazón de Jesús. Allí, la portada de El Barquero de Cantillana, por D. Rafael Benítez Caballero, que editó D. Felipe González Rojas; allí, un retrato del marqués de la Habana; allí, el rey Amadeo, yendo, apenas llegó a Madrid, a ver el cadáver de Primo.

En el Cabezo nos ofrecieron si queríamos comprar un loro, y vino un pobre hombre a que le tradujese una carta en inglés, que había recibido de la Compañía del Canal de Panamá, en que trabajó. Sin duda el tío Ignacio le había dicho que yo sé las lenguas de todos los reinos. Y esto da tanto prestigio como el saber dibujar un poco.

Entre el Cabezo y Las Mestas, en un repliegue del camino, ciertos restos o despojos humanos con unos pedazos de periódicos al lado. ¡Y luego dirán que es un país salvaje! Y no es que me escandalice yo mucho de la porquería, no. Hasta he pensado escribir un ensayo sobre la voluptuosidad del pringue. Ensayo lo menos sociológico posible.

Dimos vista a los cipreses de Las Mestas. Pueblecillo encantador a la distancia, que ni pintado para un pintor. Aquel río limpísimo, aquel puentecillo, aquellos remansos a la sombra, entre piedras redondeadas de apariencia mórbida, aquellas cuestas por fondo y la corona del cielo. Y dentro ya del pueblecillo, aquella callejuela cubierta de la fronda de las vides. Y todo ello engastado entre frescas y verdes arboledas.

Desde Las Mestas al famosísimo y ya leyendario valle de las Batuecas, donde estuvo el convento carmelitano en un tiempo. El camino de Las Mestas a Batuecas es de lo más frondoso que se puede encontrar. Después de la desolada aridez de las cuestas hurdanas, pobremente vestidas de brezo, helecho y jara, viene aquel camino sombreado por prietas frondas.

Las Batuecas, como obra en gran parte de los frailes que poblaron su soledad, como obra de solitarios contemplativos, ofrece una riquísima variedad de especies arbóreas. Diríase un jardín botánico abandonado. Y en esto me recordaba el valle de Guadalupe _éste mucho más extenso_, obra de aquellos jerónimos de que nos ha dejado perenne recuerdo el padre Sigüenza. Alcornoques, encinas, robles, tejos, avellanos, cipreses, madroños, olivos ... y luego frutales de varias clases. Y allá, por los riscos, la ruina de una ermita junto a un ciprés.

Pero no voy a descubriros las Batuecas. Sentíame embargado por esa extraña sensación de la reminiscencia de ir despertando a la vista de la realidad presente mi viejo recuerdo de la visita que hice a las Batuecas hace dieciséis o dieciocho años.

Las Batuecas tienen su valor proverbial en nuestra literatura. Y Legendre me dijo que madame de Genlis escribió una novela, Les Battuecas, donde una batueca, que vive arcádicamente y en estado de naturaleza rousseauniana en ese feliz valle del corazón de nuestra España, sale a correr mundo y a enterarse de su degeneración. Y Jorge Sand dice que esa novela, que siendo niña le leyeron, influyó en su vida toda.

De las Batuecas salimos a la Alberca. Y luego a nuestra querida Peña de Francia, a tomar aire, sol y paz en aquella cumbre de silencio y de sosiego.

(Salamanca, agosto de 1914)

 

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CARTAS

       Sr. Don Federico Urales    

      Mi muy estimado amigo: Ante todo mil gracias por la atención que ha prestado a mi artículo en Vida Nueva, «¡Muera Don Quijote!» y por el interés que demuestra hacia mí. Que no caiga en el vacío lo que predica es lo que todo escritor debe desear.

      Usted en su «Crónica» opone, siguiendo la general costumbre, a Don Quijote, Sancho, dejando vislumbrar que a un explícito ¡muera Don Quijote! ha de corresponder un tácito ¡viva Sancho Panza! Y no es así, por lo menos en mi modo de ver las cosas. Bien claro escribí al final de mi artículo: «¡Muera Don Quijote para que renazca Alonso el Bueno!»

      Todo lo de generoso, todo lo de noble, todo lo de cristiano que había en Don Quijote arrancaba de aquel honrado Hidalgo Manchego, que mereció por sus virtudes ser llamado el Bueno, y todo lo que en él hubo de violento y bárbaro, todo lo pagano del caballero andante se debió a su condenada lectura de aquellos libros de caballería, que, trastornándole el juicio, le hicieron creer en su invencible brazo y confiarlo todo a la fuerza las armas.

      Así cometió tantos atropellos con gente inocente e indefensa. Creyó en el bárbaro Juicio de Dios, en la ley de la espada.

      En lo de borrar todo el pasado bárbaro, sea de aquí o de allí, tiene usted razón. No me ha pasado nunca por las mientes creer que la Historia de España sea más bárbara que la de los demás pueblos. Hay que renunciar a los libros de caballerías de la historia que nos trastornan el juicio, y reducirla a su papel y oficio. Lo eterno de la historia, su sedimento estable, el legado que no por las guerras, sino a pesar de ellas nos deja, lo lIevamos dentro.

      De lo que en su «Crónica» atañe directamente a mí, poco he de decir, por la sencilla razón de que yo no debo importar a nadie más que a mí mismo, pues soy yo, y no otro, quien de mí ha de dar cuenta.

       Usted parece lamentar el que después de haber andado yo ejerciendo de Quijote haya empezado a descubrir en mi interior a mi Alonso el Bueno, al que vivifican las locuras de aquél.

       Y pasando a otra cosa: hace usted bien en renegar de los Sanchos que obran pensando en ganancias, aunque Sancho el Bueno, como su amo le llamaba, llevaba por debajo de su codicia una fe robusta en Don Quijote, fe que le dio esperanza en alcanzar la ínsula. ¿Qué hubiera hecho Don Quijote sin Sancho? ¿Y qué supone más fe: meterse en aventuras por propia locura, o seguir a un loco siendo cuerdo, sin desengañarse, a pesar de ver a ojos claros sus desvaríos?

       Mas hace usted bien en renegar de los Sanchos que piden ahora la paz por razones sanchopancescas: todos los que invocan la ruina de la riqueza pública, la bancarrota de la Hacienda y otras razones parecidas. No es lo peor de la guerra los daños que en vida y haciendas causa; lo peor de ella es que mantiene el pecado original de salvajismo, que provoca impulsos de odio, que fomenta el bárbaro sentimiento del honor pagano.

      ¡Paz, paz! La predican muchos, muchos la piden, otros la razonan. Hay Congresos de la paz, asociaciones internacionales para acabar con ella, publicistas que la combaten, escuelas que la anatematizan. Pero en este movimiento en contra de la guerra, que las gentes sin fe creen un mal necesario, ¿quiénes se mueven con actos positivos, con heroísmo cristiano, llegando hasta el martirio? ¿Quiénes son los que en silencio, sin ruido de disputas ni teorías de escuelas, oponen a la guerra una heroica resistencia?

      Son los cuáqueros en los países anglosajones, los nazarenos en Austria, los menonitas y los dukhobortsi en Rusia; son otros de la misma índole. Los cuáqueros han sufrido el martirio antes que armarse en guerra; los nazarenos sufren prisión durante el plazo usual del servicio militar; a los menonitas se les computa por trabajos forzados en obras públicas; doce mil dukhobortsi, perseguidos por el Gobierno ruso, se disponen a abandonar el Cáucaso, emigrando en masa antes que pecar contra su fe. Y a todos estos les mueve la fe religiosa. Piden la paz en nombre de Cristo, no de Mercurio, ni siquiera de Minerva.

      Es decir que mientras los sentimientos meramente humanitarios y las convicciones progresistas no pasan de propaganda oral y escrita contra la guerra, y hasta la toleran provisionalmente, es fe religiosa lo que lleva a los hombres al martirio antes que faltar al claro, limpio y terminante ¡no matarás!, que no pueden empañar casuísmos farisaícos.

      ¡No matarás! Precepto claro, limpio, terminante, voz de lo divino que hay en la conciencia humana, estrella polar de la trabajosa ascensión del pobre linaje humano a la Verdad. Es cosa que apena ver como los que más sistematizan el duelo entre individuos son los que más exaltan las virtudes de la guerra, siguiendo a aquel monstruoso De Maistre, que hizo su apología. Entristece, por otra parte, ver que los que no dejan caer de sus labios las palabras libertad y progreso tampoco callan en su cantilena de la honra nacional lavada en sangre.

      Se oye por un lado pregonar la monstruosa leyenda de aquella cruz que apareció en un campo de batalla con la inscripción: in hoc signo vinces, se oye por dentro exaltar a Napoleón, que dicen llevó a sangre y fuego la libertad, la igualdad y la fraternidad por Jena, Austerliz y Marengo, sembrados de cadáveres. Todos son unos, y a unos y a otros les causan compasión risa esos pobres y ridículos cuáqueros, nazarenos, menonitas, dukhobortsi y otros locos de remate por fanatismo.

   Y aquí tiene usted explicado lo que constituye el nervio de «Crónica». Aquel cristiano viejo de Alonso Quijano se volvió loco con el paganismo de los libros de caballerías, e hizo una monstruosa mescolanza de su fe de acuerdo con su ideal de loco, de Cristo con Dulcinea, de la caridad con el honor. Por esto al decir: ¡muera Don Quijote! digo: ¡Viva Alonso el Bueno!

      El tema es casi inacabable; la fuerza de atención, limitada.

      Como si Dios me da tiempo he de continuar en una u otra forma, por ahora basta.

      Suyo afectísimo.

                                 Miguel de Unamuno.

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      Mi estimado señor Palma: Conocía a usted por diversos escritos suyos _las Tradiciones peruanas, en especial_ y lo estimaba en mucho. Vea, pues, si me habrá sido bienvenida su obra de Papeletas lexicográficas. La anterrotula usted a: «dos mil setecientas voces que hacen falta en el diccionario»... ¡Si no fueran más!

      Me dedico, como tal vez sepa usted, desde hace años a la lingüística de los idiomas neo-latinos; explico en esta Universidad la cátedra de filología comparada del latín y castellano _que estaría mejor llamar Gramática histórica de la lengua española_ y cada vez me arraigo más en mis convicciones en punto á lenguaje. Muchos extranjeros se lamentan de no encontrar un inventario de la lengua española, es decir, un registro de 1as voces todas usadas por escritores y por el pueblo en las distintas regiones. El pecado original de la Academia es aspirar a ser una autoridad que define lo que es bueno y lo que es malo, y no una corporación que investigue el lenguaje. Tan absurdo me parece que niegue entrada a un vocablo usado en extensa región, como el que una Academia de Ciencias naturales rechace a un insecto porque no lo conoció antes.

      Dice usted, señor Palma, en su libro, que soy el más fecundo de los neólogos. Puede ser; pero esto arranca del ideal que me he formado del idioma. No riqueza, sino fecundidad hay que pedirle. Un idioma no tiene tantas o cuantas voces sino todas las que hagan falta, siempre que la forme uno con arreglo a su índole propia y al modo de composición y derivación normal. Los prefijos y sufijos los tenemos para algo. Y no se diga que a las veces se inventa palabras inútiles, pues producida la dualidad de forma, al cabo se produce dualidad de significado. La palabra juerga que va entrando en circulación, es huelga pronunciada a la andaluza, y tienen ambas muy distintos significados. Con los llamados dobletes (derecho-directo, estrecho-estricto, hastío-

astidio, lidiar-litigar, etc., etc.) se enriqueció el castellano.

      Paréceme que a usted le ha llamado la atención la cantidad de voces nuevas que empleo. Pues bien, muchas las formo con arreglo al espíritu formativo de la lengua misma (metafisiquear, chirigotizar, gramatiquería, fulanismo, etc., etc.), y su legitimidad se basa en que las entiende todo el que las lee. Pero hay otras, las más, que las tomo del pueblo, y que son usuales y

corrientes no ya sólo en esta provincia, sino en el antiguo reino de León. Tales son, por ejemplo: mejer (revolver, mezclar), garullo (pavo macho), cogüelmo (colmo), enfusar (embutir), retuso (rehacio, retraído), etc., etc. Y las hay curiosas. El retuso es latín, participio de retundere y el enfusar, un verbo principal, (infusare de infusus, participio de infundere) por el tipo de osar (ausare, de ausus), cantar, cantare (de cantus) hurtar furtare, de furtus), etc., etc.

      Otras son voces científicas a las que extiendo el empleo, como anabolismo.

      Tres son, pues, las fuentes de enriquecimiento: 1 La analogía o formación de nuevos derivados al modo de las ya existentes. 2.° Los dialectos y hablas populares, en cuanto no se aparten de la índole general del idioma. 3.° La generalizaón de términos técnicos.

      He repasado su libro y le dedicaré artículo en La Lectura, revista mensual de Madrid. Con ocasión de su libro, ampliaré mis  teorías lingüísticas sobre neologismos. Gracias, pues, por haberme  ofrecido coyuntura para ello. Y ya que me ha venido a los puntos de la pluma la voz coyuntura ¿por qué, teniendo descoyuntar, no hemos de tener coyuntar o encoyuntar y envencijar, ya que hay desvencijar?

      Mil gracias, señor Palma por las benévolas referencias que a mi  persona atañen en su libro.

       Me interesa mucho todo lo que se refiere al movimiento literario de los países americanos de lengua española. Del que más sé, es de la Argentina, y luego de Venezuela. Cualquiera noticia que me proporcione acerca de tal movimiento en el Perú _la república de más abolengo, la más tradicional_ se la agradeceré muchísimo. De la patria de usted sólo conozco al señor Maúrtua y al señor Prada de quien por cierto hace tiempo que nada sé.

      Me felicito de que el envío de su libro sea origen de una relación que me será provechosa y muy grata. Desde luego  que se le ofrece como amigo su afmo. S.S.       

                                                   Miguel de Unamuno.

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        Sr. D. Benito Pérez Galdós

      Ante todo mi más cordial enhorabuena porque oigo decir que va usted mejorando de su vista, mi querido amigo y maestro. Y mi enhorabuena también por la laboriosidad y brío juveniles que a sus años conserva cuando tantos otros muchos más jóvenes y que han trabajado menos decaen. Siga usted dándonos ese ejemplo y ese consuelo.

      Y ahora a mi pleito. El cual es que tengo escrita desde hace cerca de un año una tragedia: Fedra, con el argumento mismo de las de Eurípides y Racine, sólo que modernizado, cristianizado y puesto en la época actual. Es una tragedia en que he tendido a la máxima sencillez; el número de personajes, tres principales (Fedra, su marido e Hipólito, hijo de éste y entenado de aquella) y tres accesorios; la misma decoración _que puede ser de cualquier casa_ en los tres actos y nada de episodios. Trajes los de la calle. Quisiera llevarlo al Español a ver si en la temporada que va a empezar me lo ponen y por eso le escribo a usted. Dígame, pues, si se la envío a usted ahí, o a Madrid, o a otra persona.

      Creo haber hecho una obra de pasión, sin doble fondo ni intención didáctica alguna y con un máximo de concentración de frase y un mínimo de retórica. Usted lo juzgará.

      Ya sabe usted, mi querido maestro y amigo, que soy un profesor de lengua y literatura griegas _no me atrevo a decir un helenista_ y este es un ensayo de renovación y modernización de los viejos temas. Y este del amor irresistible de la madrastra por su hijastro es el primero que me tentó.

      Supongo que estará usted lleno de compromisos para el Español, mas espero que haya un hueco para mí.

      Otro día de otras cosas.

      Y ya sabe cuan de veras es su amigo, su admirador

                                                                                        Miguel de Unamuno.

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Salamanca, 15 de febrero de 1916

      Sr. D. Francisco de Cossío

      Qué le he de decir, amigo mío, de su artículo? Que aquí, para inter nos, estoy conforme en general con usted. Gozo fama de cínico, pero aún guardo como buen vizcaíno, mi hipocresía. Mi artículo de El Imparcial, fue, en cierto modo, un alegato propio. Iba allí a definir mi actitud y en cuanto a mis compañeros de egolatría acaso les dejé un poco al descubierto. Yo no he sido, no soy de la generación del 98; creo que no soy de ninguna generación en ese sentido. Y ellos los otros, no me han contado en su cofradía nunca. He arado solo, demasiado solo acaso! Como que hoy siento la soledad. En el fondo nunca hice migas con ellos. Es usted, sin embargo, algo injusto. Ne quid nimis. Ni tanto ni tan calvo. Insisto en que yo, por lo que a mi hace, descubrí la personalidad. No la mía; la de todos. Y le aseguro que a los maduros cuando yo era joven, aun a los mejores, no les sentí personalidad. Nuestra literatura es terriblemente impersonal. Parece que los más escriben como por deber u oficio. Se hacen escritores y no son hombres que escriben. Zorrilla se creía de oficio poeta. Conocí y traté a Núñez de Arce, a Pereda, he tratado a Galdós, a otros. Pero lo que se decirle es tan cínicamente desnudo que prefiero dejarlo para cuando nos veamos.

       Sí,  lo de Azorin diputado por Cierva es verdad. Pero ... Dejémoslo.

      Y Baroja, qué le voy a decir? Tampoco yo puedo con esos diálogos que empiezan: _«Ola Pedro! _y tú, Juan?» para  acabar «pst! Bah!». Tanta materia conjuntiva hace un estilo atrozmente cirrótico. Y luego una filosofía de estudiante de medicina, no de médico siquiera, y menos de fisiólogo o patólogo.

      No,  no quiero ceder a la tentación que contestar a su nuevo artículo. Me temo a mí mismo. Hay cosas que no se pueden decir. Los que hayan adivinado que me las atribuyan luego que yo me muera

      Me parece bien esa labor iconoclástica. ¡ Que se nos discuta a todos! Yo, ya lo sabe usted, encantado con que se me discuta. Más, mucho más, con que se me elogie como se ha elogiado a Azorín,   a Valle y a Baroja.              

       No quiero llegar a ser un valor indiscutido que es un valor entendido. Cuando nos veamos, se lo repito, le diré más.

       Acabo de hacer para Sunma y realmente conmovido una cosa en recuerdo del pobre Rubén, con quien fuí, en su vida, desdeñoso en extremo. ¡Cómo ablandan los años el corazón!

      Adiós.

      Sabe que es su amigo

                                        Miguel de Unamuno

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       Sr. D. F. Villaamil Secretario de «El Sitio»

      Adjunto, mi estimado señor, lo que me piden para Galdós.

      Lo he escrito en una hoja de igual tamaño y de papel lo más parecido al que venía marcado. (Aunque cierta variedad en ellos le hará más pintoresco al álbum.)

      Que ese homenaje al maestro Galdós resulte digno de éste y digno de ese mi Bilbao y de esa mi Sociedad «El Sitio» _el primer hogar de mi inteligencia civil_ es lo que desea

                                                                                      Miguel de Unamuno

 

Salamanca, 17 de mayo de 1916

      Yo no puedo hablar con claro sentido crítico de la obra literaria de don Benito Pérez Galdós. Esa obra entra, en su parte que estimo mejor, en la formación del subsuelo de mi fantasía. Por encima de mis recuerdos de niñez, entre los que descuellan las memorias sagradas del sitio de Bilbao, en la capa de la mocedad de mi mente está el fruto de mis lecturas de las primeras novelas de Galdós. Ellas me nutrieron la imaginación preparándomela para obra propia y ellas, además, obrando sobre mi visión directa del heroísmo de mi pueblo natal contribuyeron a liberalizarme. El chicuelo que a sus diez años de edad presenció, subido en un banco del Arenal de Bilbao, la entrada de las tropas liberales liberadoras, en su villa, e12 de mayo de 1874, sorbió más tarde, cinco o seis años después, en Doña Perfecta, en Gloria, en La familia de León Roch, en otras obras galdosianas, la esencia del liberalismo español. No puede, pues, juzgar serena y desapasionadamente la obra literaria de su maestro.

      Lo que sí quiero decir aquí es que si creo dejar a mi querida villa, a mi entrañado bochito, algún monumento perenne _perdóseme o nó la arrogancia!_ en mi novela histórica Paz en la Guerra, donde vivirá para siempre con el alma de mi mocedad el alma liberal del heróico Bilbao de la lucha por la libertad civil, esa alma que Galdós encerró también en su Luchana, y ojalá que mi obra pueda ir unida a la obra del maestro! Pues mi novela se la debo en gran parte a don Benito Pérez Galdós. El fué uno de los que más, con sus obras, me nutrió y calentó la fantasía para que llegase a escribir, cuando abandonaba mi terruño _esa mi obra_. Obra que, en un cierto sentido _no hablo de su mérito literario ni pretendo medirme con nadie pues los hombres somos respectivamente inconmensurables_ es una novela más galdosiana, un episodio nacional como nos enseñó a hacer el maestro.

       Salamanca, abril de 1916

                                                Miguel de Unamuno

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Salamanca, 1 de enero de 1918

      Al Sr. D. Marcelo Rivas Mateos

      ¡Gracias a Dios! Ya hay una autoridad oficial, el director general de primera enseñanza, que le declara la guerra al Epítome de Gramática Castellana de la Real Academia de la Lengua. ¡Ya era hora!

      Los disparates de ese Epítome son muchos. Entre los más gordos, recordamos ahora el de decir que en castellano todos los monosílabos son agudos, desconociendo que los hay, como las preposiciones, átonos proclíticos; aquello otro de confundir el condicional _v.gr.: supiera_ con el potencial _sabría_,bajo la en castellano bárbara denominación común de pretérito _que no lo es_ imperfecto de subjuntivo; como falta de lógica lo de clasificar las irregularidades de los verbos, etc., etc., etc.

      Pero lo más grave de ese Epítome es lo grave de casi todos nuestros libros de texto, es lo grave de nuestra enseñanza, es el vicio radical y cardinal y capital _porque ese vicio es a la raíz y gozne y cabeza_ de nuestra pedagogía corriente. Este vicio es el clasificacionismo, es la manía de clasificar por clasificar, sin fin ulterior. Diríase que se padece aquel error fundamental de la filosofía mecanicista de Spencer; el error de que conocer es clasificar. Con lo que se le quita al conimiento su origen intuitivo.

       Para esos señores, la inteligencia humana no es más que un casillero cuyas casillas hay que ir llenando, y no una tabla rasa. Y la pedagogía es a modo de una colección de moldes de quesos de todas formas y tamaños. Mas como no hay leche, leche de  intuición, no es posible hacer quesos.

      El vicio fundamental del Epítome y de casi todos los textos de nuestras escuelas y el de nuestra enseñanza es el de enseñar

a clasificar sin fin ulterior. Diríase que el fin de la ciencia es catalogar el universo para devolvérselo a Dios en orden.

      ¿Qué aprende el niño con aprender que a tales vocablos les llaman sustantivos y a los otros adjetivos y así los demás?

Fundamentalmente, nada: nada más que palabras. Y palabras que no tendrá que usar muchas de ellas. ¿Es que por no saber que a había tenido se le llama pluscuamperfecto no ha de aprender a usarlo?

     En el catecismo de la doctrina cristiana se les enseña a los niños, como si no lo supieran sin eso, que los sentidos corporales son cinco: ver con los ojos, oír con los oídos, tocar con las manos _o comn los pies_, gustar con la boca y oler con las narices. Y bien, ¿qué tiene que ver esto con la doctrina cristiana, con la moral o con el dogma católicos? Lo mismo podría decir que el olivo da aceitunas, y le encina bellotas. Pero aún hay más, y es que tomándolo de los estoicos, dice que las virtudes cardinales son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza: ¡Muy bien! Supongamos que es así, que sean cuatro y no tres _si reducimos la templanza a prudencia_ o cinco, si le añadimos otra _sea la equidad o la misericordia_. Pero ¿es que con eso aprende el niño a ser prudente, o justo, o fuerte, o templado?

      En la Geografía se les enseña que, según la posición respectiva que ocupan en el globo como habitantes respecto a otros, se les puede llamar antecos, periecos, metecos o antípodas. Y en su vida volverán a oír hablar de antecos, ni de periecos, ni de metecos _como no sea esto último en otro sentido, en un sentido político_, porque aunque se les puede llamar así, no hace falta llamarles, ni con aprender eso se aprende nada.

      En Geometría se les enseña el disparate de que las líneas pueden ser rectas, curvas, mixtas y quebradas. Las curvas se diferencian tanto entre sí como cualquiera de ellas de una recta _a la que se podría considerar como un caso de una curva; v.gr.: una circunferencia de radio infinito_; la circunferencia, la elipse, la parábola, la hipérbole, el epicicloide, la espiral, etc. La llamada línea mixta no es tal línea, sino una sección de recta que se une a una sección de curva, y la quebrada no es línea, sino secciones de rectas unidas entre sí. Y a una consecución continua de secciones de curvas _segmento de circunferencia unido a otro de parábola o de elipse o de lo que sea_, ¿cómo le llamarán? De este error fundamental de no estudiar la ley genética, la fórmula de las verdaderas líneas _que si no son cerradas, como lo es la circunferencia, han de suponerse infinitas, no confundiéndolas con sus secciones_, viene el que en los manuales de Geometría para uso de los maestros se llame espiral a una que no lo es, y si, sólo semicircunferencias, que al partir de una van uniéndose y con radio doble la una de aquella a que se unió primero. Y se da el caso de que el maestro, no ya el niño, suele ignorar que la más pequeña sección de una curva, curva cualquiera, no puede coincidir en todos sus puntos con la más pequeña sección de otra curva cualquiera, por pequeña que se la suponga. Verdad es que tampoco sacan un concepto claro de la inconmensurabilidad y del infinito. Y esto es fundamental, mientras que aquello de recta, curva, mixta y quebrada no es más que perder el tiempo en aprender vaciedades, cuando no disparates.

     En Historia de España se les enseña todo aquello de iberos, celtíberos _¡menudo lío!_, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, godos _¡¡¡con la lista de sus Reyes!!!_, árabes, etc., y debajo de eso no se pone nada, absolutamente nada.

      En la llamada Historia Natural _que no es tal Historia_ ... , aquí más vale no hablar. Aquí el clasificamiento llega al delirio. Y luego no hay un niño que salga sabiendo qué parte de la pata del caballo corresponde al talón del hombre, y cuál otra de  la rodilla, y dónde están los cinco dedos en la pata del buey, con qué dedo pisa el caballo y ni siquiera que su pezuña corresponde a uno de nuestros dedos. ¡Pero clasificaciones, sí! ,sí! Y mal hechas, por supuesto. La cuestión es clasificar.

      Si alguien, al entrar en mi despacho, se encuentra con que tengo las sillas numeradas: 1,2,3,4 ... , o alfabetizadas: a, b, c,d... , pensará que soy un hombre muy cuidadoso y metódico; si luego al preguntarme para qué las numero o alfabetizo y si ha de tomar la silla 1,2 ó 3, o la a, la b o la e, le contesto que es igual y que las catalogué no más que para catalogarlas, pensará, y pensará bien, que soy un mentecato. Pues de mentecatadas de estas se compone mucha parte, pero mucha, de nuestra pedagogía y de nuestra enseñanza pública.

       Y luego para enseñar esas cosas del Epítome, y lo de prudencia, justicia, fortaleza y templanza _y aquí se queda todo_, y lo de antecos, periecos, metecos y antípodas, y lo de ta, curva mixta y quebrada, y lo de iberos, y celtas, y celtíberos, y fenicios, y cartagineses y godos ... , y etc.; para enseñar estas cosas, el señor Andrés Manjón y otros señores se les ocurrió aplicar el juego de la rayuela y el del corro y otros juegos, y jugando aprenden los niños las mismas vaciedades, las mismas tonterías que aprendían sin jugar. Y no quieren entender los maestros que en pedagogía lo que importa es lo que se ha de enseñar y no cómo se ha de enseñarlo, y que enseñar jugando puede parar en jugar a que se enseña. Y que lo mismo da aprender puras clasificaciones, clasificaciones como fin, jugando que sin jugar. Y hay en los altos puestos administrativos de la enseñanza quienes se entusiasman de esta vana pedagogía manjoniana, en la que todo el viejo vicio del clasificamiento _escurrieja de las postrimerías de la escolástica_, lejos de corregirse, se agrava.

      Hemos de volver a insistir sobre esto. Mas antes de concluir, un ruego al señor director general de primera enseñanza, ya que le vemos tan bien dispuesto. Suprima de una vez de los ejercicios de oposiciones a escuelas ese bárbaro ejercicio de llamado análisis gramatical, modelo de mazorral clasificacionismo, ejercicio que ni ideado aposta para embrutecer inteligencias. -Que se acabe, por Dios, de una vez aquello de: «En el párrafo que nos ha tocado en suerte hay doce palabras monosílabas y ocho bisílabas y cinco polisílabas ... », y lo de clasificar las sílabas en puras mixtas y de juego duplo y qué sé yo qué más! ¡Que se acabe esa barbarie de una vez! La ciencia no consiste en catalogar el universo _y además, mal_ para devolvérselo a Dios en orden; es decir, numerado y alfabetizado.

      Suprímase de una vez ese bárbaro ejercicio, de la más hórrida escolástica del siglo Xl, ejercicio que nada prueba, como no sea la degradación mental a que han sido sometidos los que tienen que hacerlo, y sustitúyasele con otro de redacción libre. Escriban los opositores un relato, un cuento, una leyenda, lo que sea, y así se verá si saben su lengua y la manejan correctamente, y no con esas grotescas clasificaciones y esa broza de lo que llaman análisis gramatical. Hay que curar a los futuros maestros de la peste del clasificacionismo, de la triste manía de numerar o alfabetizar las cosas, como haría un coleccionista monomaníaco. Algo de filosofía no vendría mal para esto.

      Hay que acabar con las sílabas de juego duplo y los pluscuamperfectos, y con las virtudes cardinales, no mas que de nombre, y con los antecos y periecos y etcétera, y recta, curva, mixta y quebrada, y con iberos y celtas y demás puros nombres vacíos, y hay que enseñar. Y si no hay moldes, se hace el queso a mano. Esas clasificaciones ni siquiera facilitan nada.

                                                                                                                                                              Miguel de Unamuno

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 Salamanca, 25de octubre de 1923

        Sr. D. Juan Alsamora

       Gracias amigo mío, por su carta. De la actitud del alabardero Maetzu no hay que hacer mucho caso. Ahora se empeña en que masculinidad es lo mismo que virilidad, sin percatarse de que son machos, pero no varones (viri) el toro, el caballo, el carnero, el gallo, el garañón, el verraco, y...Primo de Rivera, el autor de aquel vergonzoso manifiesto dictado por las más bajas pasiones. Usted sabe cuán enemigo he sido de los que se llaman nacionalistas, el de esa Cataluña, el de mi Vasconia, el de Galicia, pero el decreto contra ellos es obra de gentes que odian la inteligencia. Tenía razón Ventosa y Calvell. Así no se hace la unidad española. Y vea lo de Alba. Así como en Francia se les llama dreyfussards a quienes ni eran del partido de Dreyfuss _el capitan judío no le tenía_ ni simpatizaban con él ni aún le creían inocente pero se revelaban contra el bárbaro sentido castrense de enjuiciamiento así habrá que defender a Alba de esa jauria de trogloditas y beocios, que le persiguen no por ladrón ni traidor, sino por inteligente.

      No sabe usted cómo están ejerciendo la censura esos pobres oficiales analfabetos por desuso debido a la deseducación cuartelaría y dementalizados por la ordenanza. Esto es una vergüenza. Se acabará por pedir a gritos que vuelvan los ya desacreditados políticos de la política que llaman del antiguo régimen. Todo menos estos señoritos de casino militar, peliculeros y espectaculosos, que no piensan sino en componerse ante el Kodak o en perseguir tobilleras.

      Por mi parte me ratifico en lo que dije la última vez que en el Ateneo de Madrid y es que mejor un Gobierno como el de la difunta concentración y cuidado que era malo!_ pero sin el rey que no creo compuesto por los de enfrente con el rey por pantalla. Mejor Alba sin el rey a Llaneza con el rey y no digo Lerroux porque este ni con él ni sin él.

      Pero ahora urge afirmar la inteligencia, del libre examen, la libre crítica, el derecho a discutido todo _incluso la patria ¡claro!_ ante estos no bárbaros sino majaderos, que quieren hacer de su mazorral patriotería una religión dogmática e inquisitorial.

       ¡La Razón salve a España! Le saluda.

                                                                  Miguel de Unamuno

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 Hendaya, 15 de febrero de 1927

      Srs. Jorge Guillén, José Bergamín, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Federico García Lorca y Rafael Alberti

      Recibo, amigos míos, su carta pidiéndome alguna colaboración para un homenaje a Góngora con motivo del tercer centenario de su muerte.  Y no debo dejarles sin respuesta _que es algo más que contestación_ habiendo sobre todo entre ustedes quien, como Bergamín, me es acreedor de respuesta epistolar que le debo y reconozco mi deuda.

      No parece que me pidan ustedes un trabajo sobre Góngora, lo que me sería en conciencia moral literaria poco hacedero. No puedo decir que le conozca. El gongorismo me lo veló siempre impidiéndome el deseo de llegar a él. Porque Góngora era, seguramente, él, Góngora y no gongorista, ya que todo  (dio)ista es un otro que sí mismo y presumo que Góngora era él mismo. Pero no he tenido ocasión de com-prender ni menos de con-sentir a Góngora. Lo leí, algo deprisa y flojamente y como por cumplir un deber de poeta español, en Tudanca, en casa de nuestro bonísimo José María de Cossio, pero se me escapó y no logré con-geniar con él, con Góngora. Sigue, pues siendo para mí un desconocido _nihil cognitum quin praevolitum_ y hoy es el día en que no puedo decir de él nada  que no sea decir del gongorismo que podríamos llamar oficial o tradicional _ya que la tradición se hace oficio_ y esto no lo quiero.

       Me dirán ustedes, mis buenos amigos, que puedo enviarles cualquier otra cosa, una poesía mía o cosa así, para comulgar con todos ustedes en un homenaje a un espíritu poético excelso, aunque me sea desconocido en especie. Tendrán ustedes razón, pero en esa fecha del 24 de mayo ¿estará ya pura esa ex-España? ¿podrá el espíritu en ella expresarse libremente? Y  digo esto porque la innoble censura que ahí se ejerce traspasa del orden meramente político. Y esto aunque yo crea que este es un orden supremo. Por lo que a mí hace me he propuesto desde hace algún tiempo y en virtud de experiencias íntimas de mi destierro, limitar mi contribución a la obra de la cultura española ahí, en esa ex-España, a lo estrictamente necesario que me imponga la dura necesidad del pan de mi familia, a obra de esclavo. Tengan en cuenta, además, que mi vida universal y persecular está dolorosamente suspensa por mi vida local y cotidiana y que la repugnante realidad histórica concreta en que todos los españoles dignos de nuestra españolidad nos consumimos me veda tomar parte en ciertas fiestas. Quiero guardar el luto en cuanto pueda. ¿Enviarles, por ejemplo, alguna de las poesías que me han brotado de la anacoresis de este rincón fronterizo? No debo a esa triste tierra en que bajo cuerda se persigue la difusión de mis obras puramente literarias y en que se llegó a procesar a un dignísimo profesor de una Normal por recomendar a sus alumnos la lectura de mis Recuerdos de niñez y de mocedad. No tengo ojos para mirar el resplandor de Góngora _véalo o no bien_ mientras ese consabido M. Anido _encarnación y símbolo de la innoble chusma pretoriana_ y su infame Compañía _los más infames lo viles ministros asistentes y sus ministriles_ sigan saqueando y envileciendo a la que fue mi patria y acaso vuelva a serlo. Todo mi esfuerzo ahora ha de concentrarse en otra obra. Ni tengo corazón para diversiones. Harto tristeza es que el duro oficio de ganarme la vida de cada día me obligue alguna vez a ciertas transacciones! Y ustedes, algunos de quienes son servidores asalariados del Estado hoy prostituido, lo saben tarmbien como yo. Y presumo, acá en mis ensueños metafísicos,  que el espíritu de Góngora me lo agradecerá más que otro tributo. No me es lícito celebrar a ningún espíritu de la España eterna mientras el ruin inespíritu de Primo de Rivera siga mandando y deshonrando el santo nombre de mi patria. Saben.. en todo caso, cuan su amigo es

           Miguel de Unamuno  

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Salamanca, 15 de mayo de 1936

         Sr. Spiros Melas Atenas

      Acabo de leer, mi querido amigo, sus dos crónicas ApoMuhMoueuMata Ihfou del 11. En aquélla dice usted que el régimen democrático de España prohibió las espectaculares procesiones de la Pasión. No es así. No han sido prohibidas aunque deberían haberlo sido y no por las autoridades civiles sino por las eclesiásticas. Y de hecho sucedió hace dos años aquí, en Salamanca, que un vicario capitular _hacía de obispo_ les negó el permiso para sacarlas a unos comerciantes que se lo pedían para atracción de forasteros y despacho de mercancías y fomento de hoteles. Les dijo que para eso organizaran una capea o novillada como festejo de feria. Como esas paganísimas e irreligiosas procesiones de Semana Santa en Sevilla, escándalo de buenos creyentes. Algún arzobispo las quiso suprimir pero el pueblo las habría sacado.

      Este año, en esas procesiones de Sevilla _a que ha asistido un ministro sevillano, ni católico ni creo que cristiano_ se ha dado el caso de salir de debajo del paso de la Macarena un obrero encapuchado diciendo: «soy comunista pero al que falte a mi Virgen le mato». Y se siguió una ovación popular. Claro es que el pobre hombre ni sabe lo que es comunismo ni lo que es religión cristiana. Es un caso de esa terrible dementalidad fetichista y materialista que rinde culto a Marx o a Lenin y a la Virgen de su parroquia sin saber nada de ellos.

      Fue Lenin el que repetía que la religión es el opio del pueblo. Toda religión, sí, la cristiana y la marxista, que lo es. El pueblo necesita para poder vivir poder dormir _y soñar_ (la vida es sueño) y para ello opio. Opio deísta u opio ateísta ¿qué más da?

      Pues pobres hombres que somos ¿quién nos librará de nuestra pobre humanidad?

      Lo peor es que todo esto se está ahora aquí complicando un estado de ánimo de «a quién le pego?». «Qué es eso?» me preguntará usted. Y paso a explicárselo recordando una de sus últimas crónicas en que nos hablaba de esos pobre sujetos cargados de armas y que como algo han de hacer provocan una reyerta en cualquier taberna, entre soldados de  infantería y otros de marina, por ejemplo.

      Y llego al caso. Celebrábase en un lugar de una provincia próxima a esta una capea o novillada y hallábase en un asiento

de tendido, contemplándola, un buen hombre, al parecer, solo  entre la muchedumbre. Ciudadano tranquilo y sosegado, sereno de cabeza, sentado en su asiento, con una larga vara entre las piernas, comiendo lomo con pan y bebiendo vino de una bota mientras miraba, sin que nadie le molestara, el espectáculo. De pronto surgió cerca de él una riña, trabáronse de palabras y luego de manos unos «aficionados» y al advertirlo nuestro pacífico ciudadano, a quien nadie le tocaba,  pareció como despertar de un sueño y sacudirse del opio de 1a capea;  se irguió en pie, echó al suelo lomo y bota de vino,  levantó el brazo enarbolando la vara, hizo con ésta un molinete al aire y exclamó mirando amenazador al cielo: «a quién le pego?».  Situación de ánimo análoga a la del nazareno comunista de la  procesión de Sevilla.

       Y así estamos aquí, en «a quién le pego?» desde el fetichismo mágico pagano hasta el fetichismo mágico católico, desde la barbarie comunista hasta la barbarie fascista, que apunta ya. Pero pura emoción religiosa como la de los  aldeaoos bávaros de Oberammergaun en 1634? Ni pura emoció relucionaria _religiosa también_ en los otros. «A quién le pego?» Los unos quieren que haya un dios que condene a sus enemigos; los otros no quieren que haya Dios ninguna _a lo más un anti-Dios_ mas dudo que haya entre ello quien crea de veras que le hay ni que no lo hay. (Ya sabe usted ateo que cree que no hay Dios y hay ateo que no cree que le haya. Y son dos cosas diferentes.) Me preguntaba una vez un  pobre tonto: «pero usted cree todavía que existe Dios?». Al preguntarme: «pero usted cree todavía que existe Dios?» quiso acaso preguntarme: «pero usted cree que todavía que existe Dios?», Y hube de responderle: «Para contestar a eso tendríamos antes que ponemos de acuerdo sobre tres términos: 1, qué entendemos por Dios, y esto nos pediría tanto tiempo, tanto! En siglos no se ha aclarado ello. 2.°, qué entendemos por existir, que tampoco es cosa tan fácil. Y 3.° qué entendemos por creer, y como en esto último no es posible que lleguemos usted y yo a un acuerdo, vale más que hablemos de otra cosa o mejor que no hablemos de nada. Para qué?»

      Y basta de cosas en el fondo congojosas.

       Voy a hacer que le envíen a usted dos de mis obras teatrales, La Venda, en un acto, y Raquel desencadenada, en tres. Las creo, sobre todo para empezar, más apropiadas que Fedra, por ejemplo. Y también, para que usted la vea, El Otro.

      Le hago saber que le escribo esta desde la cama, en mi casa, a que me ha tenido sujeto durante diez días un ataque de reúma artrítico. Somos, pues, hasta en esto compañeros. Mas hoy he podido salir un rato a la calle y me siento ya muy aliviado.

      Alivio igual y ánimo y salud y fe le desea su verdadero amigo

                                                                                                        Miguel de Unamuno

      

      P.D. Es curioso. Escrita esta carta y antes de echarla al correo leo su carta del 11. Me dan ganas de comentársela, pero ... Solo que la religión es el opio del pueblo, sí, incluso la religión _que lo es_ marxista. Hay religión deista y religión atea. Las dos son opio. Hay quien cree que no hay Dios y quien no cree que hay Dios, que no es lo mismo. Pobres hombres que somos ¿quién nos librará de nuestra pobre humanidad?

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Salamanca, 23 de noviembre de 1936

      Sr. D. Esteban Madruga

      Rector de la Universidad

      Ahí le envío, mi muy querido amigo, por mano de mi hija Felisa las llaves del departamento de la antigua rectoral en que se queda la librería que fue mía y hoy es de la Universidad pues que a ella _a que tanto debía_ se la cedí. Cuando pueda traer lo libros que me quedan en Hendaya se los cederé también ya que este era uno de  de mis fmnes propósitos y no soy de los que se vuelven de ellos.  

       Tengo aquí dos o tres libros de la Biblioteca de la Facultad de Letras. Diga a su Decano que se digne mandar un bedel que los recoja y los guarden allí. Y que si no voy yo mismo a llevarlos _lo he hecho ¡claro está! muchas veces_ es por que he decidido no salir ya de casa desde que me he percatado de que el pobrecito policía esclavo que me sigue _a respetable distancia_ a todas partes es para que no me escape _no sé a donde_ y así se me retenga en este disfrazado encarcelamiento como rehén no se de qué ni porqué ni para qué. Nunca pude  creer que la inmunda falanjería _hija, en gran parte, del miedo servil de los cuitados_ pudiese llegar a tanta abyección y no quiero seguir.

       Ya sabe usted cuanto y cuan bien le quiere y ahora le compadece quien fué su compañero leal y fué y es y seguirá su amigo para siempre

                                            Miguel de Unamuno

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Salamanca, 1 de diciembre de 1936

      Sr. Dn. Quintín de Torre

      en Espinosa de los Monteros

      Ay, mi querido y buen amigo, qué impresiones me despierta su carta y en qué situación! Empiezo por decirle que le escribo desde una cárcel disfrazada, que tal es hoy esta mi casa. No es que esté oficialmente confinado en ella pero sí con un policía _pobre esclavo!_ a la puerta que me sigue a donde vaya a cierta distancia. La cosa es que no me vaya de Salamanca, donde se me retiene como rehén no sé de qué ni para qué. Y así no salgo de casa. La razón de ello? Es que, aunque me adherí al movimiento militar no renuncié a mi deber _no ya derecho_ de libre crítica y después de haber sido restituido _y con elogio_ a mi rectorado por el gobierno de Burgos, rectorado de que me destituyó el de Madrid, en una fiesta universitaria que presidí, con la representación del general Franco, dije toda la verdad, que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, que no se oyen si no voces de odio y ninguna de compasión. Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray! Resolución: que se me destituyó del rectorado y se me tiene en rehén.

      En este estado y con lo que sufro al ver este suicidio moral de España, esta locura colectiva, esta epidemia frenopática _con su triste base, en gran parte, de cierta enfermedad corporal_ figurese como estaré. Entre los unos y los otros _o mejor los hunos y los hotros_ están ensangrantando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo a España. Si, sí, son horribles las cosas que se cuentan de las hordas llamadas rojas, pero y la reacción a ellas? Sobre todo en Andalucía. Usted se halla, al fin y al cabo, en el frente, pero, y en la retaguardia? Es un estúpido régimen de terror. Aquí mismo se fusila sin formación de proceso y sin justificación.  A alguno porque dicen que es masón, que yo no sé que es que es esto ni lo saben los bestias que fusilan por ello. Y es que nada hay peor que el maridaje de la dementalidad (sic) de cuartel con la de sacristía. Y luego la lepra espiritual de España. el resentimiento, la envidia, el odio a la inteligencia.

       Tremendo hubiera sido el regimen bolchevista, ruso o marxista_como quiera llamársele_ si hubiera llegado a prevalecer pero me temo que el que quieren sustituirle, los que no saben renunciar a la venganza, va a ser la tumba de 1a libre espiritualidad española. Parece que los desgraciados falangistas empiezan a reaccionar y a avergonzarse, si es que no a arrepentirse, del papel de verdugos que han estado haciendo, pero la hidrófoba jauría inquisitorial ahulla más que nunca y me temo que una gran parte de nuestra juventud caiga en la innoble abyección en que han caído las juventude de Rusia, de Italia y de Alemania.

       Me pregunta usted de que le diga lo último que he publicado. Lo último fue El hermano Juan y San Manuel Bueno. Esto último es, creo, lo más íntimo que he escrito. Es la entrañada tragedia de un santo cura de aldea. Un reflejo de la tragedia española. Porque el problema hondo aquí es el religioso. El pueblo español es un pueblo desesperado que no encuentra su fé propia. Y si no se la pueden dar los hunos, los marxistas, tampoco se la pueden dar los hotros. Esos dos libro nose los  puedo procurar desde aquí ni sé donde los encontrará. Cuando se tome Madrid en Madrid acaso.

      Y lo que me suscita su mención a aquel libro _un poema_ en que canté al Bilbao de nuestra otra guerra civil. Que aquella si que fué civil. Y hasta doméstica. Esta no; esta es incivil. Y peor  que incivil. Por ambos lados, por ambos lado. Y luego por ambos lados a calumniarse y a mentir. Yo dije aquí, y el general Franco me lo tomó y reprodujo, que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana. Lo ratifico. Pero desgraciadamente no se está siempre empleando para ello métodos civilizados, ni occidentales ni me cristianos. Es decir, ni métodos civiles ni europeos. Porque África no es occidente.

     Nuestro Bilbao! nuestro pobre Bilbao! Ha visto usted cosa más estúpida, más incivil, más africana, que aquél bombardeo cuando ni estaba preparada su toma? Una salvajada; un método de intimidación, de aterrorización, incivil, africano, anticristiano y ... estúpido. Y por este camino, no habrá paz, verdadera paz. Paz en la Guerra titulé a aquel mi libro poemático. Pero esta guerra no acabará en paz. Entre marxistas y fascistas, entre los hunos y los hotros, van a dejar a España inválida de espíritu.

      Cuando nos metimos unos cuantos _yo el primero_ a combatir la dictadura primero-riberana y la monarquía lo que trajo la república no era lo que fué después la que soñábamos; no era la del desdichado frente popular y la sumisión al más desatinado marxismo y al más necio pseudo-laicismo _aquellos imbéciles de radicales socialistas!_ pero la reacción que sé prepara, la dictadura que se avecina, presiento que pese a las buenas intenciones de algunos caudillos, va a ser algo tan malo; acaso peor. Desde luego, como en Italia, la muerte de la libertad de conciencia, del libre examen, de la dignidad del hombre. Hay que leer las sandeces de los que descuentan el triunfo.

      Aquí me tiene usted en esta Salamanca, convertida ahora en la capital castrense de España anti-marxista, donde se fragua la falsificación de lo que pasa y donde se le encarcela a uno en su casa por decir la verdad a aquellos a quienes se adhirió y en una solemnidad en que llevaba la representación expresa del caudillo del movimiento.

      Basta.

      Necesitaba este desahogo.

      Reciba un abrazo de su amigo y co-bilbaino.

                                                                            Miguel de Unamuno

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       Salamanca, 13 de diciembre de 1936

       Sr. D. Quintín de Torre

      Acabo de recibir, mi querido amigo y co-bilbaino, su nueva carta y quiero contestarle arres (sic) y sin dejar que se me enfríe

el ánimo.

      Me dice usted que su carta, como todas las que escribe ahí, van abiertas, que así se lo recomiendan y es por la censura. Lo comprendo. Yo, por mi parte, cuando escribo calculo que  esa censura puede abrir mis cartas, lo que naturalmente _usted me conoce_ me mueve a gritar más la verdad aquí se trata de disfrazar.

      Le agradezco las noticias que me dá, pero en cuanto a eso de que los rojos _color de sangre_ hayan sacado los ojos, el corazón y cortado las manos a unos pobres chicos que cojieron no se lo creo. Y menos después de lo que me añade. Su «esto es cosa cierta» lo atribuyo, viniendo en carta  abierta y censurada, a la propaganda de exageraciones y hasta mentiras que los blancos _color de pus_ están acumulando. Sobre una cierta base de verdad.

        Me dice usted que esta Salamanca es más tranquila, pues aquí está el caudillo. Tranquila? Quiá! Aquí no hay refriegas  de campo de guerra, ni se hacen prisioneros de ellas, pero hay la más bestial persecución y asesinatos sin justifición.  En cuanto al caudillo _supongo que se refiere al pobre general Franco_ no acaudilla nada en esto de la represión, del salvaje terror de retaguardia. Deja hacer. Esto, lo de la represión de retaguardia, corre a cargo de un monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso, que es el general Mola, el que sin necesidad alguna táctica, hizo bombardear nuestro pueblo.  Ese vesánico no ha venido _al revés euqe Franco_si no a vengar supuestos agravios de tiempo de la dictadura primoriberana y a satisfacer los odios carlistas de los que en las anteriores guerras civiles se ensañaron  con nuestro Bilbao.

      Ahora, sobre la base, desgraciadamente cierta, de lo del Frente Popular, se empeñan en meter en él a los que nada con él tuvieron _tuvimos parte_ y andan a vueltas con la Liga de los Derechos del Hombre, con la masonería y hasta con los judíos. Claro está que los mastines _y entre ellos algunas hienas_ de esa tropa no saben ni lo que es la masonería ni lo que es lo otro. Y encarcelan e imponen multas _que son verdaderos robos_ y hasta confiscaciones y luego dicen que juzgan y fusilan. También fusilan sin juicio alguno. (Claro que los jueces carecen de juicio, estupidizados en general por leyendas disparadas) y «esto es cosa cierta» porque lo veo yo y no me lo han contado. Han asesinado, sin formación de causa, a dos catedráticos de Universidad _uno de ellos discípulo mío_ y a otros. Últimamente al pastor protestante de aquí, por ser. .. masón. Y amigo mío. A mí no me han asesinado todavía estas bestias al servicio del monstruo. Que pretendió que yo diera un certificado de buena conducta a quien creerá usted? A Martínez Anido, el mesánico.

     Qué cándido y que lijero anduve al adherirme al movimiento de Franco, sin contar con los otros, y fiado _como sigo estándolo_ en este supuesto caudillo. Que no consigue civilizar y humanizar a sus colaboradores. Dije, y Franco lo repitió, que lo que hay que salvar en España es la «civilización occidental, cristiana» puesta en peligro por el bolchevismo, pero los métodos que emplean no son civiles, ni son occidentales sino africanos _el africano no es, espiritualmente, Occidente_ ni menos son cristianos. Porque el grosero catolicismo tradicionalista español apenas tiene nada de cristiano. Eso es militarización africana pagano-imperialista: y el pobre Franco, que ya una vez rechazó _si bien tímidamente_ aquello de Primo de Ribera de «los de nuestra profesión y casta», refiriéndose a la oficialidad de carrera, que no es el ejército, como el clero no es la Iglesia, el pobre Franco se ve arrastrado en ese camino de perdición. Y así nunca llegará la paz verdadera. Vencerán, pero no convencerán; conquistarán, pero no convertirán.

      Lo que le digo desde ahora es que todos los buenos y nobles y patriotas españoles inteligentes, que sin haber tenido nada  que ver con el Frente Popular, están emigrados no volverán a  España. No volverán. No podrán volver como no sea a vivir aquí desterrados y envilecidos.               .

       Esta es una campaña contra el liberalismo no contra el bolchevismo. Todo el que fue ministro en la República por de  derecha que sea, está ya proscrito. Hasta a Gil Roble _figúrese, a Gil Robles!_ le tienen desterrado. Unos días que pasó aquí, en su pueblo, hace poco, tuvo que estar recluido en casa de un amigo. Como yo estoy recluido en la mía.

      Y basta.

       Haga usted de esta carta el uso que le parezca y si el pobre censor de esa quiere verla que la vea y si le parece, que la copie.      Pobre España! y no vuelva a decir «¡arriba España.» Este se ha hecho ya santo y seña de arribistas.

        Reciba un abrazo de

                                           Miguel de Unamuno

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[Diciembre de 1936. BORRADOR]

      [a José Manuel de Santiago Concha]

      Miguel de Unamuno, rector que fue hasta hace poco Universidad de Salamanca, a cuantos no les sea desconocido y tengan en algo su obra ruega en bien de España _si es que puedo  ahora tomar su nombre_ que ayuden a Don José Manuel de Santiago Concha, marqués de San Miguel de Hijar,  en la empresa que ha tomado a su cargo para dar a conocer en el extranjero nuestros valores y lograr aún apoyo para nuestro enderezamiento y que salgamos de la situación en que desgraciadamente nos encontramos. España necesita ser más y mejor conocida .  Y quien esto escribe que ha hecho tanto por darla a conocer, no puede ni debe dejar de apoyar la empresa de dicho Señor.

        Me temo que bajo la dictadura de Franco lo que menos se permita sea la franqueza. Lo que dominará será la molienda.

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