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Ricardo Palma

Palla_Huarcuna

La achirana del inca

Hermosa entre hermosas

Una aventura del virrey poeta

Crónica que trata de cómo el virrey poeta entendía la justicia

El inca Bohórquez

La pinga del libertador

La moza del gobierno

La cosa de la mujer

Pato con arroz

Palla-Huarcuna

       ¿Adónde marcha el hijo del Sol con tan numeroso séquito?

Tupac-Yupanqui, el rico en todas las virtudes, como lo llaman los haravicus del Cuzco, va recorriendo en paseo triunfal su vasto imperio, y por dondequiera que pasa se elevan unánimes gritos de bendición. El pueblo aplaude a su soberano, porque él le da prosperidad y dicha.

La victoria ha acompañado a su valiente ejército, y la indómita tribu de los pachis se encuentra sometida.

¡Guerrero del llautu rojo! Tu cuerpo se ha bañado en la sangre de los enemigos, y las gentes salen a tu paso para admirar tu bizarría.

¡Mujer! Abandona la rueca y conduce de la mano a tus pequeñuelos para que aprendan, en los soldados del Inca, a combatir por la patria.

El cóndor de alas gigantescas, herido traidoramente y sin fuerzas ya para cruzar el azul del cielo, ha caído sobre el pico más alto de los Andes, tiñendo la nieve con su sangre. El gran sacerdote, al verlo moribundo, ha dicho que se acerca la ruina del imperio de Manco, y que otras gentes vendrán en piraguas de alto bordo a imponerle su religión y sus leyes.

En vano alzáis vuestras plegarias y ofrecéis sacrificios, ¡oh hijas del Sol!, porque el augurio se cumplirá.

¡Feliz tú, anciano, porque sólo el polvo de tus huesos será pisoteado por el extranjero, y no verán tus ojos el día de la humillación para los tuyos! Pero entretanto, ¡oh hija de Mama-Ocllo!, trae a tus hijos para que no olviden el arrojo de sus padres, cuando en la vida de la patria suene la hora de la conquista.

Bellos son tus himnos, niña de los labios de rosa; pero en tu acento hay la amargura de la cautiva.

Acaso en tus valles nativos dejaste el ídolo de tu corazón; y hoy, al preceder, cantando con tus hermanas, las andas de oro que llevan sobre sus hombros los nobles curacas, tienes que ahogar las lágrimas y entonar alabanzas al conquistador. ¡No, tortolilla de los bosques!... El amado de tu alma está cerca de ti, y es también uno de los prisioneros del Inca.

La noche empieza a caer sobre los montes, y la comitiva real se detiene en Izcuchaca. De repente la alarma cunde en el campamento.

La hermosa cautiva, la joven del collar de guairuros, la destinada para el serrallo del monarca, ha sido sorprendida huyendo con su amado, quien muere defendiéndola.

Tupac-Yupanqui ordena la muerte para la esclava infiel.

Y ella escucha alegre la sentencia, porque anhela reunirse con el dueño de su espíritu y porque sabe que no es la tierra la patria del amor eterno.

       Y desde entonces,  ¡oh viajero !, si quieres conocer el sitio donde fue inmolada la cautiva, sitio al que los habitantes de Huancayo dan el nombre de Palla-huarcuna, fíjate en la cadena de cerros, y entre Izcuchaca y Huaynanpuquio verás una roca que tiene las formas de una india con un collar en el cuello y el turbante de plumas sobre la cabeza. La roca parece artísticamente cincelada, y los naturales del país, en su sencilla superstición, la juzgan el genio maléfico de su comarca, creyendo que nadie puede atreverse a pasar de noche por Palla-huarcuna sin ser devorado por el fantasma de piedra

 

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La achirana del inca

(A Teodorico Olachea)

         En 1412 el inca Pachacutec, acompañado de su hijo el príncipe imperial Yupanqui y de su hermano Capac-Yupanqui, emprendió la conquista del valle de Ica, cuyos habitantes, si bien de índole pacífica, no carecían de esfuerzos y elementos para la guerra. Comprendiolo así el sagaz monarca, y antes de recurrir a las armas propuso a los iqueños que se sometiesen a su paternal gobierno. Aviniéronse éstos de buen grado, y el inca y sus cuarenta mil guerreros fueron cordial y espléndidamente recibidos por los naturales.

Visitando Pachacutec el feraz territorio que acababa de sujetar a su dominio, detúvose una semana en el pago llamado Tate. Propietaria del pago era una anciana a quien acompañaba una bellísima doncella, hija suya.

El conquistador de pueblos creyó también de fácil conquista el corazón de la joven; pero ella, que amaba a un galán de la comarca, tuvo la energía, que sólo el verdadero amor inspira, para resistir a los enamorados ruegos del prestigioso y omnipotente soberano.

Al fin, Pachacutec perdió toda esperanza de ser correspondido, y tomando entre sus manos las de la joven, la dijo, no sin ahogar antes un suspiro:

_Quédate en paz, paloma de este valle, y que nunca la niebla del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna merced que a ti y a los tuyos haga recordar siempre el amor que me inspiraste.

_Señor _le contestó la joven, poniéndose de rodillas y besando la orla del manto real_, grande eres y para ti no hay imposible. Venciérasme con tu nobleza, a no tener ya el alma esclava de otro dueño. Nada debo pedirte, que quien dones recibe obligada queda; pero si te satisface la gratitud de mi pueblo, ruégote que des agua a esta comarca. Siembra beneficios y tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones agradecidos más que sobre hombres que, tímidos, se inclinan ante ti, deslumbrados por tu esplendor.

_Discreta eres, doncella de la negra crencha, y así me cautivas con tu palabra como con el fuego de tu mirada. ¡Adiós, ilusorio ensueño de mi vida! Espera diez días, y verás realizado lo que pides. ¡Adiós, y no te olvides de tu rey!

Y el caballeroso monarca, subiendo al anda de oro que llevaban en hombros los nobles del reino, continuó su viaje triunfal.

       Durante diez días los cuarenta mil hombres del ejército se ocuparon en abrir el cauce que empieza en los terrenos del Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad o pago donde habitaba la hermosa joven de quien se apasionara Pachacutec.

El agua de la achirana del Inca suministra abundante riego a las haciendas que hoy se conocen con los nombres de Chabalina, Belén, San Jerónimo, Tacama, San liarán, Mercedes, Santa Bárbara, Chanchajaya, Santa Elena, Vista-alegre, Sáenz, Parcona, Tayamana, Pongo, Pueblo Nuevo, Sonumpe y, por fin, Tate.

Tal, según la tradición, es el origen de la achirana, voz que significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso.

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Hermosa entre hermosas

(A Ricardo Rossel)

Dice usted, amigo mío, que con cuatro paliques, dos mentiras y una verdad hilvano una tradición. Pues si en esta que le dedico hay algo que peque contra el octavo mandamiento, culpa será del cronista agustino que apunta el suceso, y no de su veraz amigo y tocayo

Gran persona es en la historia de la conquista del Perú Diego Maldonado. Compañero de don Francisco Pizarro en la zinguizarra de Cajamarca, tocole del rescate del inca Atahualpa la puchuela de siete mil setecientas setenta onzas de oro y trescientos setenta y dos marcos de plata; y fue tal su comezón de atesorar y tan propicia fuele la suerte, que cuando se fundó Lima era conocido con el apodo de el Rico.

A ser más justiciera la historia debió cambiarle el mote y llamarlo el Afortunado; que fortuna, y no poca, fue para él librar varias veces de morir a manos del verdugo, albur que merecido se tenía por sus desaguisados y vilezas. No hubo pelotera civil en la que no batiese el cobre, principiando siempre por azuzador de la revuelta para luego terminar sirviendo al rey. Dios lo tenga entre santos; pero mucho, mucho gallo fue su merced don Diego Maldonado el Rico.

El aprieto mayúsculo en que se vio este conquistador fue cuando el famoso Francisco de Carvajal, que entre chiste y chiste ahorcaba gente que era un primor, quiso medirle con una cuerda la anchura del pescuezo. Carvajal, que ahorcó al padre Pantaleón con el breviario al cuello, sólo porque en el bendito libro había escrito con lápiz estas palabras: «Gonzalo es tirano», tenía capricho en dar pasaporte para el mundo de donde no se vuelve al revoltoso y acaudalado don Diego. Pero el poeta lo dijo:

 

«Poderoso caballero

es don dinero»;

y Maldonado compró sin regatear algunos años más de perrerías. Un día de éstos me echaré a averiguar cuál fue su fin; que tengo para mí debió ser desastroso y digno de la ruindad de su vida.

Cuando, afianzada ya la conquista, se vieron los camaradas del marqués convertidos de aventureros en señores de horca, cuchillo, pendón y caldera, que no otra cosa fueron por más dibujos con que la historia se empeñe en dorarnos la píldora, hizo don Diego venir de España a un su sobrino, llamado don Juan de Maldonado y Buendía, el cual, si bien heredó una parte de las cuantiosas riquezas del tío, no heredó su felonía, pues sirvió siempre con lealtad las banderas de Carlos V y Felipe II.

Precisamente cuando la rebeldía del entendido, popular y generoso don Francisco Hernández Girón, que en tan serio conflicto puso a la Real Audiencia de Lima, era ya don Juan de Maldonado y Buendía capitán de crédito en las tropas reales, y a él se debió en mucho el vencimiento de aquel tan valiente como infortunado caudillo.

Pacificado el país, retirose don Juan a cuarteles de invierno. En el Cuzco estaba su casa solariega, y en el valle de Paucartambo poseía una valiosa hacienda.

Tras de las luchas de Marte vienen las de Venus. Ésta es verdad rancia, y a nadie pasmará la novedad de la noticia.

El gallardo capitán no podía dejar (¡otra verdad como el puño!) de rendir vasallaje a Cupido, y enamorose hasta las uñas de una paucartambina.

       Le alabo el gusto, porque la muchacha no era bocado para ningún sopatintas enclenque, sino para un mozo de mucho ñeque y muy echado para atrás, como Buendía.

Imasumac o «Hermosa entre las hermosas» (que así traduce Calandra esta palabra indígena) era una preciosa joven por cuyas venas corría la sangre de los Incas. Princesa o ñusta nada menos.

Imagínate, lector, su belleza y adórnala con los detalles que a tu fantasía cuadren; que yo, francamente, me declaro lego en esto de hacer retratos. Dala, si quieres, dientes de marfil, mejillas de grana, blancura marmórea, labios de rubí, ojos de azabache, zafiro o esmeralda, cabellos de oro, y añade las demás piedras e ingredientes de estilo para hacer un retrato, que hable por lo parecido lo mismo que un guardacantón.

Yo no me meto en esas honduras, y me conformo con decir que la chica era linda como un rayo de luna, que no a humo de pajas había de llamarla el historiador Hermosa entre las hermosas, como quien dice, el sulfato, la quinta esencia de todo lo remonono que Dios crió.

La joven princesa no fue indiferente al cariño del galán español, y todas las tardes al ponerse el sol iba a la campiña a esperar a su amante.

      Maldonado echábase al hombro el mosquete o arcabuz, y cazando palomas torcaces, de que hay abundancia en el valle, hacía diariamente la legua de camino que lo separaba de su hacienda al sitio de la amorosa entrevista.

     Si quieren ustedes formarse cabal idea de los transportes de esos felices amantes, lean la primera égloga o idilio pastoril que les caiga a mano. En seguida bébanse un vaso de agua para que no empalague el almíbar.

      Aquellos amores eran un cielo sin nubes. Pero ¡cuán cierto es que del bien al mal no hay el canto de un real!

Una tarde acudía el capitán, afanoso, como siempre, a la deliciosa cita, cuando al salir de un bosquecillo para entrar en el llano, oyó un grito que vino a repercutir en su corazón.

Aquel grito era lanzado por Imasumac.

Un tigre perseguía a la linda princesa, que corría desalada.

Maldonado estaba a doscientos pasos de distancia, y le era físicamente imposible llegar a tiempo para luchar brazo a brazo con la fiera.

Hizo fuego y la bala pasó sin tocar al tigre.

Cargó nuevamente el arma y apuntó en el momento mismo en que el irritado animal hacía presa en la joven. No había salvación para la infeliz. Entonces el español vaciló por un segundo, y se sintió morir; pero, haciendo un esfuerzo supremo; descargó el arma.

Era preciso hacer menos cruel y dolorosa la agonía de su amada. Cuando Maldonado llegó al llano, el tigre se revolcaba moribundo, pero sin desprenderse de su presa.

La bala del capitán había atravesado también el corazón de la princesa.

Y aquella alma de bronce que no se había conmovido ante un cataclismo universal, aquel hombre curtido en los peligros, sintió desprenderse de sus ojos una lágrima, la primera que el dolor le había arrancado en su vida, y se alejó murmurando con la sublime resignación de los fatalistas:

_¡Estaba escrito! ¡Dios lo ha querido!

Una semana después tomaba el hábito de religioso agustino, en el convento del Cuzco, el capitán don Juan de Maldonado y Buendía.

Catequizó muchos infieles, merced a su profundo conocimiento de las lenguas quichua y aimará, alcanzó a desempeñar las primeras dignidades de su orden y murió en olor de santidad por los años de 1583..

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UNA AVENTURA DEL VIRREY POETA

E

 

l bando de los vicuñas, llamado así por el sombrero que usaban sus afiliados, llevaba la peor parte en la guerra civil de Potosí. Los vascongados dominaban por el momento, porque el corregidor de la imperial villa don Rafael Ortiz de Sotomayor les era completamente adicto.

Los vascongados se habían adueñado de Potosí, pues ejercían los principales cargos públicos. De los veinticuatro regidores del Cabildo, la mitad eran vascongados, y aun los dos alcaldes ordinarios pertenecían a esa nacionalidad, no embargante expresa prohibición de una real pragmática. Los criollos, castellanos y andaluces formaron alianza para destruir o equilibrar por lo menos el predominio de aquéllos, y tal fue el origen de la lucha que durante muchos años ensangrentara esta región y a la que el siempre victorioso general de los vicuñas don Francisco Castillo puso término en 1624, casando a su hija doña Eugenia con don Pedro de Oyanume, uno de los principales vascongados.

En 1617 el virrey príncipe de Esquilache escribió a Ortiz de Sotomayor una larga carta sobre puntos de gobierno, en la cual, sobre poco más o menos, se leía lo siguiente: «E catad, mi buen don Rafael, que los bandos potosinos trascienden a rebeldía que es un pasmo, y venida es la hora del rigor extremo y de dar remate a ellos; que toda blandura resultaría en deservicio de su majestad, en agravio de Dios Nuestro Señor y en menosprecio de estos reinos. Así nada tengo que encomendar a la discreción de vuesa merced que, como hombre de guerra, valeroso y mañero, pondrá el cauterio allí donde aparezca la llaga; que con estas cosas de Potosí anda suelto el diablo y cundir puede el escándalo como aceite en pañizuelo. Contésteme vuesa merced que ha puesto buen término a las turbulencias y no de otra guisa; que ya es tiempo de que esas parcialidades hayan fin antes que, cobrando aliento, sean en estas Indias otro tanto que los comuneros en Castilla».

Los vicuñas se habían juramentado a no permitir que sus hijas o hermanas casasen con vascongados; y uno de éstos, a cuya noticia llegó el formal compromiso del bando enemigo, dijo en plena plaza de Potosí: «Pues de buen grado no quieren ser nuestras las vicuñitas, hombres somos para conquistarlas con la punta de la espada». Esta baladronada exaltó más los odios, y hubo batalla diaria en las calles de Potosí.

No era Ortiz de Sotomayor hombre para conciliar los ánimos. Partidario de los vascongados, creyó que la carta del virrey lo autorizaba para cometer una barrabasada; y una noche hizo apresar secreta y traidoramente a don Alfonso Yáñez y a ocho o diez de los principales vicuñas, mandándoles dar muerte y poner sus cabezas en el rollo.

Cuando al amanecer se encontraron los vicuñas con este horrible espectáculo, la emprendieron a cuchilladas con las gentes del corregidor, quien tuvo que tomar asilo en una iglesia. Mas recelando la justa venganza de sus enemigos, montó a caballo y vínose a Lima, propalando antes que no había hecho sino cumplir al pie de la letra instrucciones del virrey, lo que como hemos visto no era verdad, pues su excelencia no lo autorizaba en su carta para decapitar a nadie sin sentencia previa.

Tras de Ortiz de Sotomayor viniéronse a Lima muchos de los vicuñas.

 II

Celebrábase en Lima el Jueves Santo del año de 1618 con toda la solemnidad propia de aquel ascético siglo. Su excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, con una lujosa comitiva, salió de palacio a visitar siete de las principales iglesias de la ciudad.

Cuando se retiraba de Santo Domingo, después de rezar la primera estación tan devotamente cual cumplía a un deudo de San Francisco de Borja, duque de Gandía, encontrose con una bellísima dama seguida de una esclava que llevaba la indispensable alfombrilla. La dama clavó en el virrey una de esas miradas que despiden magnéticos efluvios, y don Francisco, sonriendo ligeramente, la miró también con fijeza, llevándose la mano al corazón, como para decir a la joven que el dardo había llegado a su destino.

 «A la mar, por ser honda,
se van los ríos,
y detrás de tus ojos
se van los míos».

 Era su excelencia muy gran galanteador, y mucho se hablaba en Lima de sus buenas fortunas amorosas. A una arrogantísima figura y a un aire marcial y desenvuelto, unía el vigor del hombre en la plenitud de la vida, pues el de Esquilache apenas frisaba en los treinta y cinco años. Con una imaginación ardiente, donairoso en la expresión, valiente hasta la temeridad y generoso hasta rayar en el derroche, era don Francisco de Borja y Aragón el tipo más cabal de aquellos caballerosos hidalgos que se hacían matar por su rey y por su dama.

Hay cariños históricos, y en cuanto a mí confieso que me lo inspira y muy entusiasta el virrey-poeta, doblemente noble por sus heredados pergaminos de familia y por los que él borroneara con su elegante pluma de prosador y de hijo mimado de las musas. Cierto es que acordó en su gobierno demasiada influencia a los jesuitas; pero hay que tener en cuenta que el descendiente de un general de la Compañía, canonizado por Roma, mal podía estar exento de preocupaciones de raza. Si en ello pecaba, la culpa era de su siglo, y no se puede exigir de los hombres que sean superiores a la época en que les cupo en suerte vivir.

En las demás iglesias el virrey encontró siempre al paso a la dama y se repitió cautelosamente el mismo cambio de sonrisas y miradas.

 «Por Dios, si no me quieres
que no me mires;
ya que no me rescates,
no me cautives».


En la última estación, cuando un paje iba a colocar sobre el escabel un cojinillo de terciopelo carmesí con flecadura de oro, el de Esquilache, inclinándose hacia él, le dijo rápidamente:

_Jeromillo, tras de aquella pilastra hay caza mayor. Sigue la pista_. Parece que Jeromillo era diestro en cacerías tales, y que en él se juntaban olfato de perdiguero y ligereza de halcón; pues cuando su excelencia, de regreso a palacio, despidió la comitiva, ya lo esperaba el paje en su camarín.

_Y bien, Mercurio, ¿quién es ella? _le dijo el virrey que, como todos los poetas de su siglo, era harto aficionado a la mitología.

_Este papel, que trasciende a sahumerio, se lo dirá a vuecencia _contestó el paje, sacando del bolsillo una carta.

_¡Por Santiago de Compostela! ¿Billetico tenemos? ¡Ah, galopín! Vales más de lo que pesas y tengo de inmortalizarte en unas octavas reales que dejen atrás a mi poema de Nápoles.

Y acercándose a una lamparilla, leyó:

«Siendo el galán cortesano
y de un santo descendiente,
que haya ayunado es corriente
como cumple a un buen cristiano.
Pues besar quiere mi mano,
según su fina expresión,
le acuerdo tal pretensión,
si es que a más no se propasa,
y honrada estará mi casa
si viene a hacer colación».

 

La misteriosa dama sabía bien que iba a habérselas con un poeta, y para más impresionarlo recurrió al lenguaje de Apolo.

_¡Hola, hola! _murmuró don Francisco_ Marisabidilla es la niña; como quien dice, Minerva encarnada en Venus. Jeromillo, estamos de aventura. Mi capa, y dame las señas del Olimpo de esa diosa.

Media hora después el virrey, recatándose en el embozo, se dirigía a casa de la dama.

III

Doña Leonor de Vasconcelos, bellísima española y viuda de Alonso Yáñez, el decapitado por el corregidor de Potosí, había venido a Lima resuelta a vengar a su marido, y ella era la que tan mañosamente y poniendo en juego la artillería de Cupido atraía a su casa al virrey del Perú. Para doña Leonor era el príncipe de Esquilache el verdadero matador de su esposo.

Habitaba la viuda de Alonso Yáñez una casa con fondo al río en la calle de Polvos Azules, circunstancia que, unida a frecuente ruido de pasos varoniles en el patio e interior de la casa, despertó cierta alarma en el espíritu del aventurero galán.

Llevaba ya don Francisco media hora de ceremoniosa plática con la dama, cuando ésta le reveló su nombre y condición, procurando traer la conferencia al campo de las explicaciones sobre los sucesos del Potosí; pero el astuto príncipe esquivaba el tema, lanzándose por los vericuetos de la palabrería amorosa.

Un hombre tan avisado como el de Esquilache no necesitaba de más para comprender que se le había tendido una celada y que estaba en una casa que probablemente era por esa noche el cuartel general de los vicuñas, de cuya animosidad contra su persona tenía ya algunos barruntos.

Llegó el momento de dirigirse al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres o cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. Al sentarse a la mesa cogió el virrey una garrafa de cristal de Venecia que contenta un delicioso Málaga, y dijo:

_Siento, doña Leonor, no honrar tan excelente Málaga, porque tengo hecho voto de no beber otro vino que un soberbio pajarete, producto de mis viñas en España.

_Por mí no se prive el señor virrey de satisfacer su gusto. Fácil es enviar uno de mis criados donde el mayordomo de vuecencia.

_Adivina vuesa merced, mi gentil amiga, el propósito que tengo.

Y volviéndose a un criado le dijo:

_Mira, tunante llégate a palacio, pregunta por mi paje Jeromillo, dale esta llavecita y dile que me traiga las dos botellas de pajarete que encontrará en la alacena de mi dormitorio. No olvides el recado y guárdate esa onza para pan de dulce.

El criado salió, prosiguiendo el de Esquilache con aire festivo:

_Tan exquisito es mi vino, que tengo que encerrarlo en mi propio cuarto; pues el bellaco de mi secretario Estúñiga tiene, en lo de catar, propensión de mosquito, e inclinación a escribano en no dejar botella de la que no se empeñe en dar fe. Y ello ha de acabar en que me amosque un día y le rebane las orejas para escarmiento de borrachos.

El virrey fiaba su salvación a la vivacidad de Jeromillo y no desmayaba en locuacidad y galantería. «Para librarse de lazos, antes cabeza que brazos», dice el refrán.

Cuando Jeromillo, que no era ningún necio de encapillar, recibió el recado, no necesitó de más apuntes para sacar en limpio que el príncipe de Esquilache corría grave peligro. La alacena del dormitorio no encerraba más que dos pistoletes con incrustaciones de oro, verdadera alhaja regia que Felipe III había regalado a don Francisco el día en que éste se despidiera del monarca para venir a América.

El paje hizo arrestar al criado de doña Leonor, y por algunas palabras que se le escaparon al fámulo en medio de la sorpresa, acabó Jeromillo de persuadirse que era urgente volar en socorro de su excelencia.

Por fortuna, la casa de la aventura sólo distaba una cuadra del palacio, y pocos minutos después el capitán de la escolta con un piquete de alabarderos sorprendía a seis de los vicuñas, conjurados para matar al virrey o para arrancarle por la fuerza alguna concesión en daño de los vascongados.

Don Francisco, con su burlona sonrisa, dijo a la dama:

_Señora mía, las mallas de vuestra red eran de seda y no extrañéis que el león las haya roto. ¡Lástima es que no hayamos hecho hasta el fin vos el papel de Judith y yo el de Holofernes!

Y volviéndose al capitán de la escolta, añadió:

_Don Jaime, dejad en libertad a esos hombres, y ¡cuenta con que se divulgue el lance y ande mi nombre en lenguas! Y vos, señora mía, no me toméis por un felón y honrad más al príncipe de Esquilache, que os jura por los cuarteles de su escudo que si ordenó reprimir con las armas de la ley los escándalos de Potosí, no autorizó a nadie para cortar cabezas que no estaban sentenciadas.

IV

Un mes después doña Leonor y los vicuñas volvían a tomar el camino de Potosí; pero la misma noche en que abandonaron Lima, una ronda encontró en una calleja el cuerpo de Ortiz de Sotomayor con un puñal clavado en el pecho

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Crónica que trata de cómo el virrey poeta entendía la justicia

E

sta tradición no tiene otra fuente de autoridad que el relato del pueblo. Todos la conocen en el Cuzco tal como hoy la presento. Ningún cronista hace mención de ella, y sólo en un manuscrito de rápidas apuntaciones, que abarca desde la época del virrey marqués de Salinas hasta la del duque de la Palata, encuentro las siguientes líneas:

«En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillace, murió malamente en el Cuzco, a mano del diablo, el almirante de Castilla conocido por el descomulgado».

Como se ve, muy poca luz proporcionan estas líneas, y me afirman que en los Anales del Cuzco, que posee inéditos el señor obispo Ochoa, tampoco se avanza más, sino que el misterioso suceso está colocado en época diversa a la que yo le yo le asigno.

Y he tenido en cuenta para preferir los tiempos de don Francisco de Borja y Aragón, no sólo la apuntación ya citada, sino la especialísima circunstancia de que, conocido el carácter del virrey poeta, son propias de él las espirituales palabras con que termina esta leyenda.

Hechas las salvedades anteriores, en descargo de mi conciencia de cronista, pongo punto redondo y entro en materia.

I

Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache y conde de Mayalde, natural de Madrid y caballero de las órdenes de Santiago y Montesa, contaba treinta y dos años cuando Felipe III, que lo estimaba en mucho, lo nombró virrey del Perú. Los cortesanos criticaron el nombramiento, porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entonces de escribir versos, galanteos y desafíos. Pero Felipe III, a cuyo regio oído, y contra la costumbre, llegaron las murmuraciones, dijo: «En verdad que es el más joven de los virreyes que hasta hoy han ido a Indias; pero en Esquilache hay cabeza, y más que cabeza brazo fuerte».

El monarca no se equivocó. El Perú estaba amagado por flotas filibusteras; y por muy buen gobernante que hiciese don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, faltábanle los bríos de la juventud. Jorge Spitberg, con una escuadra holandesa, después de talar las costas de Chile, se dirigió al Callao. La escuadra española le salió al encuentro el 22 de julio de 1615, y después de cinco horas de reñido y feroz combate frente a Cerro Azul o Cañete, se incendió la capitana, se fueron a pique varias naves, y los piratas vencedores pasaron a cuchillo los prisioneros.

El virrey marqués de Montesclaros se constituyó en el Callao para dirigir la resistencia, más por llenar el deber que porque tuviese la esperanza de impedir, con los pocos y malos elementos de que disponía, el desembarque de los piratas y el consiguiente saqueo de Lima. En la ciudad de los Reyes dominaba un verdadero pánico; y las iglesias no sólo se hallaban invadidas por débiles mujeres, sino por hombres que, lejos de pensar en defender como bravos sus hogares, invocaban la protección divina contra los herejes holandeses. El anciano y corajudo virrey disponía escasamente de mil hombres en el Callao, y nótese que, según el censo de 1614, el número de habitantes de Lima ascendía a 25.454.

Pero Spitberg se conformó con disparar algunos cañonazos, que le fueron débilmente contestados, e hizo rumbo para Paita. Peralta en su Lima fundada, y el conde de la Granja, en su poema de Santa Rosa, traen detalles sobre esos luctuosos días. El sentimiento cristiano atribuye la retirada de los piratas a milagro que realizó la Virgen limeña, que murió dos años después, el 24 de agosto de 1617.

Según unos el 18, y según otros el 23 de diciembre de 1615, entró en Lima el príncipe de Esquilache, habiendo salvado providencialmente, en la travesía de Panamá al Callao, de caer en manos de los piratas.

El recibimiento de este virrey fue suntuoso, y el Cabildo no se paró en gastos para darle esplendidez.

Su primera atención fue crear una escuadra y fortificar el puerto, lo que mantuvo a raya la audacia de los filibusteros hasta el gobierno de su sucesor, en que el holandés Jacobo L'Heremite acometió su formidable empresa pirática.

Descendiente del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y de San Francisco de Borja, duque de Gandía, el príncipe de Esquilache, como años más tarde su sucesor y pariente el conde de Lemos, gobernó el Perú bajo la influencia de los jesuitas.

Calmada la zozobra que inspiraban los amagos filibusteros, don Francisco se contrajo al arreglo de la hacienda pública, dictó sabias ordenanzas para los minerales de Potosí y Huancavelica, y en 20 de diciembre de 1619 erigió el tribunal de Consulado de Comercio.

Hombre de letras, creó el famoso colegio del Príncipe, para educación de los hijos de caciques, y no permitió la representación de comedias ni autos sacramentales que no hubieran pasado antes por su censura. «Deber del que gobierna _decía_ es ser solícito por que no se pervierta el gusto».

La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era puramente literaria, y a fe que el juez no podía ser más autorizado. En la pléyade de poetas del siglo XVII, siglo que produjo a Cervantes, Calderón, Lope, Quevedo, Tirso de Molina, Alarcón y Moreto, el príncipe de Esquilache es uno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por la lozanía y corrección de la forma. Sus composiciones sueltas y su poema histórico Nápoles recuperada, bastan para darle lugar preeminente en el español Parnaso.

No es menos notable como prosador castizo y elegante. En uno de los volúmenes de la obra Memorias de los virreyes se encuentra la Relación de su época de mando, escrito que entregó a la Audiencia para que ésta lo pasase a su sucesor don Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar. La pureza de dicción y la claridad del pensamiento resaltan en este trabajo, digno, en verdad, de juicio menos sintético.

Para dar idea del culto que Esquilache rendía a las letras, nos será suficiente apuntar que, en Lima, estableció una academia o club literario, como hoy decimos, cuyas sesiones tenían lugar los sábados en una de las salas de palacio. Según un escritor amigo mío y que cultivó el ramo de crónicas, los asistentes no pasaban de doce, personajes los más caracterizados en el foro, la milicia o la iglesia. «Allí asistía el profundo teólogo y humanista don Pedro de Yarpe Montenegro, coronel de ejército; don Baltasar de Laza y Rebolledo, oidor de la Real Audiencia; don Luis de la Puente, abogado insigne; fray Baldomero Illescas, religioso franciscano, gran conocedor de los clásicos griegos y latinos; don Baltasar Moreyra, poeta, y otros cuyos nombres no han podido atravesar los dos siglos y medio que nos separan de su época. El virrey los recibía con exquisita urbanidad; y los bollos, bizcochos de garapiña, chocolate y sorbetes distraían las conferencias literarias de sus convidados. Lástima que no se hubieran extendido actas de aquellas sesiones, que seguramente serían preferibles a las de nuestros Congresos».

Entre las agudezas del príncipe de Esquilache, cuentan que le dijo a un sujeto muy cerrado de mollera, que leía mucho y ningún fruto sacaba de la lectura: «Déjese de libros, amigo, y persuádase que el huevo mientras más cocido, más duro».

Esquilache, al regresar a España en 1622, fue muy considerado del nuevo monarca Felipe IV, y munió en 1658 en la coronada villa del oso y el madroño.

Las armas de la casa de Borja eran un toro de gules en campo de oro, bordura de sinople y ocho brezos de oro.

Presentado el virrey poeta, pasemos a la tradición popular.

II

Existe en la ciudad del Cuzco una soberbia casa conocida por la del Almirante; y parece que el tal almirante tuvo tanto de marino, como alguno que yo me sé sólo ha visto el mar en pintura. La verdad es que el título era hereditario y pasaba de padres a hijos.

La casa era obra notabilísima. El acueducto y el tallado de los techos, en uno de los cuales se halla modelado el busto del almirante que la fabricó, llaman preferentemente la atención.

Que vivieron en el Cuzco cuatro almirantes, lo comprueba el árbol genealógico que en 1861 presentó ante el Soberano Congreso del Perú el señor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y único representante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras, al ducado de Medina de Rioseco, al marquesado de Oropesa y varias otras gollerías. ¡Carrillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en casa! Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica o práctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta o constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito trajinero que llevamos.

Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fue don Manuel de Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y Lugo, al cual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de Vargas, siendo el cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya descendencia se pierde en la rama femenina.

Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían de su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: Santa María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos.

Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con león rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también de sinople.

Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de la tradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo a cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse de calumnia.

El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy pagado de sus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En el patio de la casa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que el vecindario acudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refrán de que «agua y candela a nadie se niegan».

Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los diablos, y dio orden a sus fámulos para que moliesen a palos a cualquier bicho de la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca del elemento refrigerador.

Una de las primeras que sufrió el castigo fue una pobre vieja, lo que produjo algún escándalo en el pueblo.

Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía la parroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad y se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigiose inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo llamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos y culebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberana paliza al sacerdote.

La excitación que causó el atentado fue inmensa. Las autoridades no se atrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el pueblo declararon ex comulgado al orgulloso almirante.

El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó a los pies del juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres. Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querella proveída con un decreto marginal de Como se pide: se hará justicia. Y así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa una horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadie alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos testimonios, probar la coartada.

En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que habían visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgo duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaron por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.

Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras, y no pudiendo proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.

Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente descreía de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido era obra de los jesuitas, para acrecer la importancia y respeto debidos al estado sacerdotal.

III

El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey, quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:

_¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mi buen Estúñiga?

_Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.

_Y entonces se pierde lo poético del sucedido _repuso el de Esquilache sonriéndose.

_Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.

El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose de su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:

_Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos libren de duendes y remordimientos.

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El inca Bohórquez

Si en el presente siglo tuvimos en América un aventurero francés que se proclamó rey de la Araucania, también a mediados del siglo XVII hubo otro europeo que bajo el nombre de Inca Huatlpa se exhibió como descendiente en línea recta de Manco_Capac y con derecho al trono de Huascar y Atahualpa. Así Aurelio I como nuestro Inca apócrifo encontraron partidarios entusiastas y fieles entre los indios y pusieron en graves atrenzos a los gobiernos.

Pocos, muy pocos son los datos que sobre el aventurero del siglo XVII nos suministran los escritores de aquel tiempo, y apenas si en alguno de ellos hemos bebido la noticia de su trágico fin. Con escasa tela no se hace cuadro de grandes dimensiones. Confórmese, pues, el lector con saber, que no es mucho, lo que hemos sacado en limpio sobre nuestro personaje.

Por los años de 1655 se presentó en Potosí, que era a la sazón el emporio de la riqueza, un don Pedro de Bohorques, natural de Granada, en España, a quien llama Mendiburu hombre tan astuto y emprendedor como un su colombroño andaluz nombrado don Francisco Clavijo de Bohorques, que quince años antes apareciera en Lima dándose por descubridor del país del Enim, donde el piso y techo de las casas eran de oro, las paredes de plata y los muebles incrustados de diamantes, rubíes, zafiros, ópalos y esmeraldas. ¡Bonito país, a fe mía!

Según el ameno escritor bonaerense don Lucio V. López, que de los dos Bohorques de que habla Mendiburu hace una sola personalidad, éste don Francisco, amén de embaucador de hombres éralo también de mujeres, con las que su marrullería en el hablar y la gentileza de su persona le conquistaron buenas fortunas. «Era un injerto (dice López) de Cagliostro, Mesmer y Casanova. Mentía por los codos, y como era el único que en aquel tiempo de la pajuela tenía fósforo en la imaginación, contaba con las enormes tragaderas de la naciente sociedad peruana para echar a rodar cada bola como un templo. Era además bruto de nota; porque cuando le convenía, para entretenerse con las muchachas, hacía dormir a las viejas, abuela, madre y tía, con un par de puñados de aire que los echaba a la cara; anunciaba temblores y la llegada de los galeones; hacía desaparecer y reaparecer las piochas del peinado de las damas; se tragaba agujas, partía naranjas que en lugar de pepitas escondían anillos; le sacaba sin que lo sintiese al mismo virrey las onzas del chupetín, o de las narices le extraía al alcalde de primer voto un par de huevos de gallina».

Para acometer la conquista del país del Enim, logró en 1643 enrolar hasta treinta españoles, azuzados por los vicios y por la codicia, y con ellos emprendió viaje por la ruta de Tarma y Jauja. Pero tales fueron los escándalos, abusos, trapacerías y extorsiones que él y sus compañeros cometieron en las primeras cincuenta leguas de camino, que la inquisición por un lado y la Audiencia por otro mandaron echarle guante. Traído a Lima Clavijo Bohorques, se le enjuició por ladrón, falsificador, embustero, sospechoso en materia de fe y venido a Indias para deshonra de andaluces. Se le desterró al presidio de Valdivia, y salió bien librado.

Volviendo al otro Bohorques (don Pedro), después de habitar por uno o dos años en Potosí, pasó en 1657 a Salta y Tucumán, donde engatusó tan por completo a los indios cachalquíes y de otras tribus, que lo paseaban en andas con escolta de ocho mil hombres, reconociéndolo por hijo legítimo del Sol e inca del Perú, con el nombre de Huallpa.

Bohorques se puso en relación con los jesuitas que por esas regiones catequizaban y hacían su agosto; y aunque diz que al principio anduvieron en buena inteligencia con el aventurero, a poco vino el rompimiento, y Bohorques expresó su resolución de ahorcar jesuitas si en término de tres días no se evaporaban, como en efecto se evaporaron, de los territorios sujetos a su imperial dominio.

La importancia del improvisado inca iba subiendo de punto, y tanto que alarmados el virrey, el gobernador de Tucumán y la Audiencia de Chuquisaca, despacharon contra los cachalquíes una expedición, compuesta de sesenta arcabuceros, cuarenta jinetes, cien infantes y dos cañoncitos pedreros. Aunque hubo muchas escaramuzas con éxito variado, corrió poca sangre; porque el gobierno quiso, antes de arriesgar batalla en forma, parlamentar con Bohorques, fiando acaso más en los recursos de la diplomacia y de la intriga que en el poder de las píldoras de plomo. No sé el cómo pasaron las conferencias; pero ello es que don Pedro se avino a volver a la vida civilizada, y que abandonó a sus vasallos, bajo el compromiso de residir en Lima, donde el gobierno lo asignaría para su manutención y decencia soldada de capitán.

Fuese que a los pocos años de estar en Lima la autoridad buscara pretexto para romper compromisos, o que en realidad se hubiera vuelto a despertar la ambición en Bohorques, lo positivo es que una noche dio con su humanidad en la cárcel de corte. Díjose que había llegado un chasqui de Chuquiavo con pliegos, en los que se hablaba de estar los cachalquíes alistándose para un nuevo alzamiento, que sería general en el Perú, y que Bohorques anclaba en conciliábulos con varios caciques de los pueblos vecinos al la capital del virreinato. Por si era cierto o no era cierto, la Real Audiencia resolvió cortar por lo sano, haciendo desaparecer el pretexto, por aquello de que muerto el perro se acabó la rabia. Suprimiendo al inca se mataba la revolución.

Bohorques tuvo, pues, como gráficamente escribe don Lucio, que entregar el rosquete al diablo.

Le dieron en 1667 garrote en la plaza de Lima, y su cabeza estuvo por un año aireándose en el arco del Puente, junto con las de ocho caciques considerados como sus cómplices de rebelión

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La pinga del libertador

Tan dado era Don Simón Bolívar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de su época. Donde un español o un americano habrían dicho: ¡Vaya usted al carajo!, Bolívar decía: ¡Vaya usted a la pinga!

Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla, gracias a la oportuna carga de un regimiento peruano, varios jinetes pasaron cerca del General y, acaso por halagar su colombianismo, gritaron: ¡Vivan los lanceros de Colombia! Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso: ¡La pinga! ¡Vivan los lanceros del Perú!

Desde entonces fue popular interjección esta frase: ¡La pinga del Libertador!

Este párrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho: “¡Zambos del carajo! Al frente están esos puñeteros españoles. El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los cojones y a ellos.”

En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona, ya con derecho al goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia; llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cócora o fastidiosa que una cama colonizada por chinches.

Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los valorizaba en precio módico.

—Esas cinco hectáreas de campo —dijo la jamona— no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.

—Señora —contestó el proponente— me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.

—Que por eso no se quede —replicó con amabilidad Doña Gila— pues siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale. ¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?

—Sí, señora.

—Pues recibo. ¿No tiene usted chanchos de ceba?

—Sí, señora.

—Pues recibo. ¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?

Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:

—¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?

Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el Diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de una alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:

—Dándomela a buen precio también, recibo la pinga.

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La moza del gobierno

Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de las once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de la dama.

El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anheIara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.

Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él arco de iglesia la conquista de Carolina.

Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.

Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.

Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:

Me dices que eres honrada,

así lo son las gallinas

que cacarean, no quiero...

Y tienen al gallo encima.

         El ministro de gobierno era un caballero que, por la talla, merecía ser tambor mayor y al cual había bautizado Castilla con el mote de Casa de Tres Pisos, añadiendo que el piso de abajo, corazón y barriga, estaban siempre bien ocupados, pero que el piso alto, el cerebro, era, a veces, habitación vacía.

El ministro tuvo la entereza para decir al Presidente, que encontraba arbitrarios la prisión y destierro de Proaño, a lo que contestó don Ramón:

— ¡Vaya unos escrúpulos de Fray Gargajo, los que tiene usted, señor ministro! Ni un colegial se queda tan fresco, cuando otro le birla su hembra... Soy ya gallo de mucha estaca...

— Pero, señor Presidente... _interrumpió el ministro.

— Nada, nada, señor don Manuel... este es asunto hasta de dignidad nacional. Este hombre va bien desterrado, porque siendo extranjero, ha tenido la insolencia de quitarle la moza al Gobierno del Perú... Y sépalo, señor ministro, el Gobierno no quiere aguantar cuernos.

 

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La cosa de la mujer

         Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.

En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.

No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.

Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.

Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.

La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.

El espectáculo fue para alquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!

Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faldelIín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.

Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:

— Muchas gracias, caballero. —Y luego, imaginando ella referirse al descuido de la autoridad en la limpieza de las calles, añadió: — ¿Ha visto usted cosa igual...?

Probablemente el marquesito no se dio cuenta del propósito de crítica a la policía que encarnaba la frase de la dama, pues refiriéndola a aquello, a la cosa, en fin, que por el momento halagaba a su lujuria, contestó:

— Lo que es cosa igual, precisamente igual, pudiera ser que no; pero parecidas, con vello de más o de menos y hasta pelonas, crea usted, señora mía, que he visto algunas.

 

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 Pato con arroz

Conocí a don Macario; era un honrado barbero que tuvo tienda pública en Malambo, allá cuando Echenique y Castilla nos hacían turumba a los peruanos.

Vecina a la tienda había una casita habitada por Chomba (Gerónima), consorte del barbero y su hija Manonga (Manuela), que era una chica de muy buen mirar, vista de proa, y de mucho culebreo de cintura y nalgas, vista de popa.

Don Macario, sin ser borracho habitual nunca hizo ascos a una copa de moscorrofio; y así sus amigos, como los galancetes o enamorados de la muchacha, solían ir a la casa para remojar una aceitunita. El barbero que, aunque pobre, era obsequioso para los amigos que su domicilio honraban, condenaba a muerte una gallina o a un pavo del corral y entre la madre y la hija, improvisaban una sabrosa merienda o cuchipanda.

En estas y otras, sucedió que, una noche, sorprendiera el barbero a Manonguita, que se escapaba de la casa paterna, en amor y compañía de cierto mozo muy cunda.

Después de las exclamaciones, gritos y barullo del caso, dijo el padre:

— Usted se casa con la muchacha o le muelo las costillas con este garrote.

— No puedo casarme —contestó el mocito.

— ¡Cómo que no puede casarse, so canalla! —exclamó el viejo, enarbolando el leño; es decir que se proponía usted culear a la muchacha, así... de bóbilis, bóbilis... de cuenta de buen mozo y después... ahí queda el queso para que se lo coman los ratones? No señor, no me venga con cumbiangas, porque o se casa usted, o lo hago charquicán.

— Hombre, no sea usted súpito, don Macario, ni se suba tanto al cerezo; óigame usted, con flema, pero en secreto.

        Y apartándose, un poco, padre y raptor, dijo éste, al oído, a aquél:

— Sepa usted, y no lo cuente a nadie, que no puedo casarme, porque...soy capón; pregúntele al doctor Alcarraz si no es cierto que, hace dos años, para curarme de una purgación de garrotillo, tuvo que sacarme el huevo izquierdo, dejándome en condición de eunuco.

— ¿Y entonces, para qué se la llevaba usted a mi hija? —arguyó el barbero, amainando su exaltación.

— ¡Hombre, maestrito! Yo me la llevaba para cocinera, porque las veces que he comido en casa de usted, me han probado que Manonga hace un arroz con pato delicioso y de chuparse los dedos

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