índice

Pío baroja

POESÍA

Café cantante

Prólogo un poco fantástico

RELATOS

Los panaderos

Elizabide el vagabundo

Olaberri el macabro

Las familias enemigas

Los herejes milenaristas

Mary Belcha

Elogio sentimental del acordeón

Lo desconocido

Medium

Memorias de un hombre de acción (Fragmentos)

ENSAYOS

Cuadros del Greco

Ciudades de Italia: Pisa

De Madrid a Tánger: Tánger

 

LIBRETO DE ZARZUELA

Adiós a a la bohemia

CAFÉ CANTANTE

 El guitarrista aparece

circunspecto en el tablado,

y se sienta en una silla

con poco desembarazo;

el cantador, cerca de él,

va a colocarse en un banco,

y con una vara corta

que lleva a la diestra mano

a su manera, sin duda,

va los compases marcando.

 El guitarrista es cetrino,

moreno, peludo y flaco.

El cantador es un gordo

con cierto aire de gitano.

 Comienzan las florituras,

los arpegios complicados,

en la guitarra, y de pronto,

empieza el gordo su canto.

 Se eleva una queja extraña

en el aire, como un pájaro,

y cae después como cae

un ave con un balazo;

vuelve a subir nuevamente,

otra vez, por lo más alto,

y tan pronto es una queja

de teológico arrebato,

que llega casi a tener

la emoción de algo sagrado,

como parece una broma

o un comentario muy zafio.

 Bailan después seguidillas,

sevillanas y fandangos

unas mujeres morenas

con grandes ojos pintados

y batas con faralaes

que les llega a los zapatos.

 Alguna estrella del arte

se menea como un diablo,

y danza con tanta fuerza

un bailoteo tan bárbaro,

con un estrépito tal,

que tiembla todo el estrado.

PRÓLOGO UN POCO FANTÁSTICO

 Locura, humor, fantasía,

ideas crepusculares,

versos tristes y vulgares,

eterna melancolía,

angustias de hipocondría,

soledad de la vejez,

alardes de insensatez,

arlequinada, zozobra,

rapsodias en donde sobra

y falta mucho a la vez.

 Viviendo en tiempo brutal,

sin gracia y sin esplendor,

no supe darles mejor

contextura espiritual.

 Es un pobre Carnaval

de traza un tanto harapienta,

que se alegra y se impacienta

con murmurar y gruñir,

con el llorar y reír

de su musa turbulenta.

 Y como no hay más recurso

que escuchar a esta barroca

furia, que siga su curso

y que lance en su discurso

la amargura de su boca.

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Los panaderos

    El coche del muerto se dirigía por la ronda hacia el Prado. Era un coche de tercera, ramplón, enclenque, encanijado; estaba pintado de negro, y en las cuatro columnas de los lados se sostenía el techo y en la cruz que lo coronaba tenía vivos amarillos, como los de un uniforme de portero o de guardia de orden público.

No se parecía en nada e esas carrozas fúnebres tiradas por caballos empenachados, de movimientos petulantes; no llevaba palafrenes de media blanca y empolvada peluca; no; era un pobre coche, modesto, sin pretensiones aristocráticas, sin más aspiración que la de llenar la carne el pudridero del Este y no romperse en pedazos un día de toros, camino de las ventas.

Lo arrastraban dos caballos escuálidos y derrengados, en vísperas de entregar sus almas al dios de los caballos; uno de ellos era cojitranco, y hacía bambolearse al coche como un barco en alta mar y le arrancaba unos crujidos y unos rechinamientos que partían el alma.

    El cochero, subido en el alto pescante, enfundado en su librea negra y raída, el sombrero de copa metido hasta las cejas y la corbata subida hasta las barbas, dirigía los caballos con las riendas en la mano y el látigo en la otra, y sonreía benévolamente desde sus alturas a la Humanidad que se agitaba a sus pies, como toda la benevolencia que da a un espíritu recto y filosófico una media docena de quinces introducidos en el estómago.

Era un cochero jovial, un cochero que comprendía el mérito de ser jovial, y seguramente que los que él conducía no podían quejarse, porque cuando iba un poco cargado, lo cual pasaba un día sí y el otro también, entretenía a los señores difuntos por todo el camino con sus tangos y playeras, y saltaban los buenos señores sin sentirlo, en sus abrigados ataúdes, de los puertos de la muerte a las orillas de la nada.

    El cortejo fúnebre no era muy lucido, lo formaban dos grupos de obreros: unos, endomingados; otros, de blusa, en traje de diario; por el tipo, la cara y esa palidez especial que da el trabajo de noche, un observador del aspecto profesional de los trabajadores hubiese conocido que eran panaderos.

Iban por el medio de la calle, y tenían las botas y los pantalones bastante llenos de barro, para no tener necesidad de fijarse en dónde ponían los pies.

    Primero, junto al coche, presidiendo el duelo, marchaban dos primos del difunto, bien vestidos, hasta elegantes; con su pantalón de pana, y su gran cadena de reloj, que les cruzaba el chaleco.

Luego iban los demás formando dos grupos aparte. La causa de aquella separación era la rivalidad, ya antigua, existente entre la tahona del Francés y la tahona del Gallo, las dos colocadas muy cerca, en la misma calle.

    Al entierro de Mirandela, antiguo oficial de masas, de la tahona del Gallo, y luego hornero de la tahona del Francés, no podía faltar ni los de una casa ni los de la otra. Y, efectivamente, estaban todos.

    Allí se veían en el grupo de los del Gallo: el maestro, conocido por el sobrenombre de O ferrador: el Manchego, uno de los antiguos de la tahona, con su sombrero de alas anchas, como su fuera a cazar mariposas, su blusa blanca y su bastón; el Maragato, con su aspecto de sacristán; el Moreno, y Basilio el americano.

    El otro grupo lo capitaneaba el mismo Francés, un auvergnat grueso y colorado, siempre con la pipa en la boca; junto a él iban los dos hermanos Barreiras, con sombreros cordobeses y vestidos de corto: dos gallegos de instintos andaluces y aficionados a los toros; y detrás de ellos le seguía Paco, conocido con el mote de la Paquilla; Benito el Aragonés y el Rubio, el repartidor.

    De cuando en cuando, de alguno de los dos grupos partía una sentencia más o menos filosófica, o más o menos burlesca: “La verdad es que para la vida que uno lleva, más valiera morirse.” “¡Y que se va a hacer ¡” “Y que aquí no se puede decir no quiero…”

El día era de invierno, oscuro, tristón; las casas, ennegrecidas por la humedad. Tenían manchas negruzcas y alargadas en sus paredes, lagrimones que iba dejando la lluvia; el suelo estaba lleno de barro, y los árboles descarnados entrecruzaban en el aire sus ramas secas, de las cuales aun colgaban, temblorosas, algunas hojas mustias y arrugadas…

Cuando el coche fúnebre, seguido por el acompañamiento, bajó la calle de Atocha y dio la vuelta a las tapias del Retiro, comenzaba a llover.

    A la derecha se extendía la ancha llanura madrileña, ya verde por el trigo que retoñaba; a lo lejos surgía, entre la niebla, la ermita del cerrillo de los Ángeles; más cerca, las dos filas de casas del barrio del Pacífico, que iban a terminar en las barriadas del puente de Vallecas.

    Al pasar por una puerta del Retiro, próxima al hospital del Niño Jesús, propuso uno echar unas copas en un merendero de allí cerca, y se aceptó la idea.

    _Aquí vaciamos un frasco de vino con el pobre Mirandela cuando fuimos a enterrar a Ferreiro; ¿os acordáis? – dijo el Marangato.

    Todos movieron la cabeza tristemente con aquel recuerdo piadoso.

    _El pobre Mirandela decía –añadió uno de los Barreira_ que camino del Purgatorio hay cuarenta mil tabernas, y que en cada una de ellas hay que echar una copa. Estoy seguro de que él no se contenta sólo con una.

    _Necesitarás al menos una cuartilla, porque él era aficionado, si bien se quiere –añadió el Moreno.

    _¿Y qué se va a hacer? –repuso con su habitual filosofía O ferrador, contestándose a sí mismo_. Va uno a su casa y la mujer riñe y los rapaces lloran, ¿y qué se va a hacer?

Salieron del merendero, y al cabo del poco rato llegaron a la calle de Alcalá.

    Algunos allí se despidieron del cortejo, y los demás entraron en dos tartanas que anunciaban unos cocheros, gritando: “¡Eh! ¡Al Este, por un real!”

    El coche del muerto empezó a correr de prisa, tambaleándose con la elegancia de un marinero borracho, y tras de él siguieron las dos tartanas, dando tumbos y tumbos por la carretera.

    Al paso se cruzaban otros coches fúnebres, casi todos de niños. Se llego a las ventas, se cruzó el puente, atravesaron las filas de merenderos, y siguieron los tres coches, uno tras otro, hasta detenerse en la puerta del cementerio.

    Se hizo el entierro sin grandes ceremonias. Lloviznaba corría un viento frío.

    Allá se quedó el pobre Marinuela, mientras sus compañeros montaron en las tartanas.

    _Esta es la vida_ dijo O ferrador_. Siempre dale que dale. Bueno. Es un suponer. Y después viene un cura, y ¿qué? Nada. Pues eso es todo.

    Llegaron a las Ventas. Había que resolver una cosa importante: la de la merienda. ¿Qué se iba a tomar? Algo de carne. Eso era indudable. Se discutió si sería mejor traer jamón o chuleta; pero el parecer general fue el de traer chuleta.

    El Marangato se encargó de comprarlas y volvió en un instante con ellas envueltas en un papel de periódico.

    En un ventorro prestaron el sartén, dieron unas astilladas para hacer fuego y trajeron vino. La Paquilla se encargo de freír las chuletas.

    Se sentaron todos a la mesa. Los dos primos del muerto, que presidían el duelo, se creyeron en el caso de poner una cara resignada; pero pronto se olvidaron de su postura y empezaron a engullir.

    Los demás hicieron lo mismo. Como dijo O ferrador. “El muerto al hoyo y el vivo al bollo.”

    Comían todos con las manos, embutiéndose en la boca pedazos de miga de pan como puños, llenándose los labios de grasa, royendo la última piltrafa de los huesos.

    El único vaso que había en la grasienta mesa pasaba de una mano a otra, y a medida que el vinazo iba llenando los estómagos, las mejillas se coloreaban y brillaban los ojos alegremente.

    Ya no había separación: los del Gallo y los de Francés eran unos; habían ahogado sus rivalidades en vino y se cruzaban entre unos y otros preguntas acerca de amigos y parientes: ¿y Lenzuela, el de Goy? ¿Y Perucho, en de Puris? ¿Y el Farruco de Castroverde? ¿Y el   Tolo de Monforte? ¿Y Silvela?...

     Y llovían historias, y anécdotas, y risas, y puñetazos en la mesa, y carcajadas, hasta que de pronto el Manchego, sin saber por qué, se incomodó y con risa sardónica empezó a decir que en Galicia no había más que nabos, que todos los gallegos eran unos hambrientos y que no sabían lo que era el vino.

    _¡Claro! Y en la Mancha, ¿qué hay? –le preguntaban los gallegos.

    _El mejor trigo y el mejor vino del mundo_ replicaba el Manchego.

    _En cuanto a trigo y a centeno –repuso el Maragato_, no hay tierra como la Maragatería.

    Todos se echaron encima, protestando: se generalizó la disputa, y todos gritaban, discutían, y de cuando en cuando, al terminar el barullo de cada período oratorio, se oía con claridad, a modo de interrogación:

    _¿Entonces?

    Y luego, con ironía:

    _¡Claro!

    O ferrador sacó el reloj, vio que era tarde y hora de marcharse.

    Afuera se presentaba un anochecer triste. Corría un viento helado. Una nubecilla roja aparecía sobre Madrid, una lejana esperanza de buen tiempo.

    El Manchego seguía vociferando en contra de los gallegos.

    _Léveme o demo _le decía uno de ellos_. A pesar de eso, ya quieres casar a tu hija con un gallego.

    _¡Yo! ¡Yo! –replicó él, y echó el sombrero al suelo con un quijotesco desdén por su mejor prenda de vestir_. Antes la quiero ver entre cuatro velas.

    Entonces O ferrador quiso calmarle con sus reflexiones filosóficas.

    _Mira Manchego –le decía_, ¿de dónde son los gobernadores, ministros y demás?... Pues de la Galicia, hombre, de la Galicia. ¡Y qué se va a hacer!

    Pero el Manchego, sin darse por convencido, seguía furioso, ensuciándose en el maldito barco que trajo a los gallegos a España.

    Luego, con el frío, se fueron calmando los excitados ánimos. Al llegar a la estatua de Espartero, los de la tahona del Gallo se separaron de los de la tahona del Francés.

    A la noche, en los amasaderos sombríos de ambas tahonas, trabajaban todos medio dormidos a las vacilantes luces de los mecheros de gas.

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ELIZABIDE EL VAGABUNDO

¿Cer sala usté cenuben

enamoratzia?

Sillau is hiri eta

guitarra jotzia.

(Popular)

     Muchas veces, mientras trabajaba en aquel abandonado jardín, Elizabide el Vagabundo se decía al ver pasar a Maintoni, que volvía de la iglesia:

    "¿Qué pensará? ¿Vivirá satisfecha?" ¡La vida de Maintoni le parecía  tan extraña! Porque era natural que quien como él habían andado siempre a la buena de Dios, rodando por el mundo, encontrara la calma y el silencio de la aldea deliciosos; pero ella, que no había salido nunca de aquel rincón, ¿no sentiría deseos de asistir a teatros, a fiestas o diversiones, de vivir otra vida más espléndida, más intensa? Y como Elizabide el Vagabundo no se daba respuesta a su pregunta, seguía removiendo la tierra con su azadón, filosóficamente

    "Es una mujer fuerte _pensaba después_; su alma es tan serena, tan clara, que llega a preocupar. Una preocupación científica, sólo científica, eso, claro.» Y Elizabide el Vagabundo,  satisfecho de la seguridad que  se  concedía a sí mismo de que íntimamente no tomaba parte en aquella preocupación, seguía trabajando en el jardín abandonado de su casa.

    Era un tipo bastante curioso el de Elizabide el Vagabundo. Reunía todas las cualidades y defectos del vascongado de la costa: era audaz, irónico, perezoso, burlón. La ligereza y el olvido constituían la base de su temperamento; no daba importancia a  nada, se olvidaba de todo. Había gastado casi entero su escaso capital en  sus correrías por América, de periodista en un pueblo, de negociante en  otro, aquí vendiendo ganado, allá comerciando en vinos. Estuvo muchas veces a punto de hacer fortuna, lo que  no consiguió por indiferencia. Era de que esos hombres que se dejan llevar por  los acontecimientos sin protestar nunca. Su vida, él la comparaba con la  marcha de uno de esos troncos que  van por el río, que, si nadie los re coge, se pierden, al fin, en el mar.

     Su inercia y su pereza eran más  de pensamiento que de manos; su alma huía de él muchas veces; le bastaba mirar al agua corriente, contemplar una nube o una estrella, para  olvidar el proyecto más importante de  su vida, y cuando no lo olvidaba por  esto, lo abandonaba por cualquier  otra cosa, sin saber por qué muchas  veces.

    Últimamente se había encontrado  en una estancia del Uruguay, y como ,  Elizabide era agradable en su trato y  no muy desagradable en su aspecto, aunque tenía ya sus treinta y ocho años, el dueño de la estancia le ofreció la mano de su hija, una muchacha bastante fea, que estaba en amores con  un mulato. Elizabide, a quien no le  parecía mal la vida salvaje de la estancia, aceptó, y ya estaba para casarse cuando sintió la nostalgia de su pueblo, del olor a heno de sus montes, del paisaje brumoso de la tierra vascongada. Como en sus planes no entraban las explicaciones bruscas, una mañana, al amanecer, advirtió  a los padres de su futura que iba a ir a Montevideo a comprar el regalo de bodas; montó a caballo, luego en el tren, llegó a la capital, se embarcó en un trasatlántico, y después de saludar cariñosamente la tierra hospitalaria de América, se volvió a España.

    Llegó a su pueblo, un pueblecillo de la provincia de Guipúzcoa; abrazó a su hermano Ignacio, que estaba allí de boticario; fue a ver a su nodriza a quien prometió no hacer ninguna escapatoria más, y se instaló en su casa. Cuando corrió por el pueblo la voz de que no sólo no había hecho dinero en América, sino que lo había perdido, todo el mundo recordó que antes de salir de la aldea ya tenía fama de fatuo, de insustancial y de vagabundo.

    El no se preocupaba absolutamente nada por estas cosas; cavaba en su huerta, y en los ratos perdidos trabajaba en construir una canoa para andar por el río, cosa que a todo el pueblo indignaba.

    EIizabide el Vagabundo creía que su hermano Ignacio, la mujer y los hijos de éste le desdeñaban, y por eso no iba a visitarlos más que de cuando en cuando; pero pronto vio que su hermano y su cuñada le estimaban y le hacían reproches porque no iba a verlos. EIizabide comenzó a acudir a casa de su hermano con más frecuencia.

    La casa del boticario era de éstas: en el jardín se veían jacintos, heliotropos, rosales y enormes hortensias, que llegaban hasta la altura de las  ventanas del piso bajo. Por encima de la tapia del jardín caían como en cascada un torrente de rosas blancas,  sencillas, que en vascuence se llaman  chornas (locas), por lo frívolas que  son y por lo pronto que se marchitan y se caen. La casa del boticario estaba a la salida del pueblo, completamente aislada; por la parte que miraba al camino tenía un jardín rodeado de una tapia, y por encima de ella salían ramas de laurel de un verde oscuro, que protegían algo la fachada del viento del Norte. Pasando el jardín estaba la botica.

    La casa no tenía balcones, sino sólo ventanas, y éstas abiertas en la pared, sin simetría alguna; quizá esto era debido a que algunas de ellas estaban tapiadas.

Al pasar en el tren o en el coche  por las provincias del Norte, ¿no habéis visto casas solitarias que, sin saber por qué, os daban envidia? Parece que allá dentro se debe de vivir bien,  se adivina una existencia dulce y apacible; las ventanas, con cortinas, hablan de interiores casi monásticos, de grandes habitaciones amuebladas con arcas y cómodas de nogal, de inmensas camas de madera; de una existencia tranquila, sosegada, cuyas horas pasan lentas, medidas por el viejo reloj de alta caja, que lanza en la noche su sonoro tic_tac.

     Cuando Elizabide el Vagabundo fue  a casa de su hermano, ya con más  confianza, el boticario y su mujer, seguidos de todos los chicos, le enseñaron la casa, limpia, clara y bien oliente; después fueron a ver la huerta, y aquí Elizabide el Vagabundo vio  por primera vez a Maintoni, que, con  la cabeza cubierta con un sombrero de paja, estaba recogiendo guisantes  en la falda del delantal. EIizabide y  ella se saludaron fríamente.

     _ Vamos hacia el río _le dijo a su  hermana la mujer del boticario_.  Diles a las chicas que lleven el chocolate allí.

    Maintoni se fue hacia la casa, y  los demás, por una especie de túnel largo, formado por perales las ramas extendidas como las varillas de un abanico, bajaron a una plazoleta que estaba junto al río, entre árboles en donde había una mesa rustica y un banco de piedra. El sol, al penetrar entre el follaje, iluminaba el fondo del río, y se veían las piedras redondas del cauce y los peces que pasaban lentamente, brillando como si fueran de plata. La tarde era de una tranquilidad admirable; el cielo, azul, puro y tranquilo.

    Antes de caer la tarde, las dos muchachas de casa del boticario vinieron con bandejas en la mano, trayendo chocolate y bizcochos. Los chicos se abalanzaron sobre los bizcochos como fieras. Elizabide el Vagabundo habló de sus viajes, contó algunas aventuras y tuvo suspensos de sus labios a todos. Sólo ella, Maintoni, pareció no entusiasmarse gran cosa con aquellas narraciones.

     _Mañana vendrás, tío Pablo, ¿verdad? _le decían los chicos.

     _Sí, vendré.

     Y  Elizabide el Vagabundo se marchó  a su casa y pensó en Maintoni y soñó con ella. La veía, en su imaginación  tal cual era: chiquitilla, esbelta, con sus ojos negros, brillantes, rodeada de sus sobrinos, que la abrazaban y la besuqueaban.

     Como el mayor de los hijos del boticario estudiaba el tercer año del Bachillerato, Elizabide se dedicó a darle lecciones de francés, y a estas lecciones se agregó Maintoni.

    Elizabide comenzaba a sentirse preocupado con la hermana de su cuñado, tan serena, tan inmutable; no se  comprendía si su alma era un alma de  niña, sin deseos ni aspiraciones, o si era una mujer indiferente a todo lo que no se relacionase con las personas que vivían en su hogar. El vagabundo la solía mirar absorto. "Qué pensará?», se preguntaba. Una vez se  sintió atrevido, y le dijo:

    _ Y usted, ¿no piensa casarse, Maintoni?

    _ ¡Yo!  ¡Casarme !

    _¿Por qué no?

    _ ¿ Quién va a cuidar de los chicos si me caso? Además, yo ya soy nescazarra (solterona) _contestó ella, riéndose.

    _ ¡A los veintisiete años solterona! Entonces, yo, que tengo treinta y ocho, debo de estar en el último grado de la decrepitud.

    Maintoni a esto no dijo nada; no  hizo más que sonreír. 

    Aquella noche Elizabide se asombró al ver lo que le preocupaba la Maintoni.

    «¿Qué clase de mujer es ésta? _se  decía_. De orgullosa no tiene nada, de romántica, tampoco, y, sin embargo...»

    En la orilla del río, cerca de un estrecho desfiladero, brotaba una fuente, que tenía un estanque profundísimo; el agua parecía allí de cristal, por lo inmóvil.  "Así era, quizá, el alma de  Maintoni _se decía Elizabide_ , y, sin embargo...» Sin embargo, a pesar de  sus definiciones, la preocupación no se desvanecía; al revés, iba haciéndose mayor.

    Llegó el verano; en el jardín de  la casa del boticario reuníase toda la  familia, Maintoni y Elizabide el Vagabundo. Nunca fue éste tan exacto como entonces, nunca tan dichoso y  tan desgraciado al mismo tiempo. Al anochecer, cuando el cielo se llenaba de estrellas y la luz pálida de Júpiter brillaba en el firmamento, las conversaciones se hacían más íntimas, más familiares, coreadas por el canto de  los sapos. Maintoni se mostraba más expansiva, más locuaz.

    A las nueve de la noche, cuando se oía  el sonar de los cascabeles de la diligencia que pasaba por el pueblo, con un gran farol sobre la capota del  pescante, se disolvía la reunión, y Elizabide se marchaba a su casa, haciendo proyectos para el día de mañana, que giraban siempre alrededor de Maintoni.

    A veces, desalentado, se preguntaba: «¿No es imbécil haber recorrido  el mundo para venir a caer en un pueblecillo y enamorarse de una señorita de aldea?» i Y quién se atrevía a decir nada a aquella mujer tan serena, tan impasible!

    Fue pasando el verano, llegó la época de las fiestas, y el boticario y su familia se dispusieron a celebrar la  romería de Arnazábal, como todos los años.

    _¿Tú también vendrás con nosotros?_le preguntó el boticario a su hermano.

    _Yo, no

    __¿Por qué no?

    _ No tengo ganas.

    _Bueno, bueno; pero te advierto que te vas a quedar solo, porque hasta las muchachas vendrán con nosotros.

    _¿Y usted también?_dijo Elizabide a Maintoni.

    _Sí. ¡Ya lo creo! A mí me gustan mucho las romerías.

    _No hagas caso, que no es por eso  _replicó el boticario_. Va a ver al médico de Arnazábal, que es un muchacho joven, que el año pasado le hizo el amor.

    _¿Y por qué no? _exclamó Maintoni, sonriendo.

    Elizabide el Vagabundo palideció, enrojeció; pero no dijo nada.

    La víspera de la romería, el boticario le volvió a preguntar a su hermano:

    _Conque vienes, ¿o no?

    _Bueno. Iré _, murmuró el vagabundo.

    Al día siguiente se levantaron temprano y salieron del pueblo; tomaron la carretera, y después, siguiendo veredas, atravesando prados cubiertos de altas hierbas y de purpúreas digítateles, se internaron en el monte. La mañana estaba húmeda, templada; el  campo, mojado por el rocío; el cielo, azul, muy pálido, con algunas nubecillas blancas que se deshilachaban  en estrías tenues. A las diez de la mañana llegaron a Arnazábal, un pueblo en un alto, con su iglesia, su juego de pelota en la plaza y dos o tres  calles formadas por caseríos.

     Entraron en el caserío propiedad de la mujer del boticario y pasaron a la cocina. Allí comenzaron los agasajos y los grandes recibimientos de la vieja de la casa, que abandonó su  su labor de echar ramas al fuego y de mecer la cuna de un niño; se levantó del fogón bajo, en donde estaba sentada, y saludó a todos, besando a  Maintoni, a su hermana y a los chicos.  Era una vieja flaca, acartonada,  con un pañuelo negro en la cabeza. Tenía la nariz larga y ganchuda, la boca sin dientes, la cara llena de arrugas y el pelo blanco.

   _ ¿Y vuestra merced es el que estaba en las Indias? _preguntó la vieja  a EIizabide, encarándose con él.

   _Si, yo era el que estaba allá. 

   Como habían dado las diez, y a esta hora empezaba la misa mayor, no  quedaba en casa más que la vieja.    Todos se dirigieron a la iglesia. 

    Antes de comer, el boticario, ayudado de su cuñada y de los chicos,  disparó desde una ventana del caserío  una barbaridad de cohetes, y después  bajaron todos al comedor. Había  más de veinte personas en la mesa, entre ellas el médico del pueblo, que se sentó cerca de Maintoni y tuvo para ella  y para su hermana un sinfín de galanterías y de oficiosidades.

    Elizabide el Vagabundo sintió una tristeza tan grande en aquel momento, que pensó en dejar la aldea y volverse a América. Durante la comida, Maintoni le miraba mucho a Elizabide.

    «Es para burlarse de mI _pensaba éste_ . Ha sospechado que la quiero, y coquetea con el otro. El golfo de  Méjico tendrá que ser otra vez conmigo.»

    Al terminar la comida eran  más de las cuatro; había comenzado el baile. El médico, sin separarse de Maintoni, seguía galanteándola, y ella mirando a Elizabide.

    Al anochecer, cuando la fiesta estaba en su esplendor, comenzó el aurrescu. Los muchachos, agarrados de las manos, iban dando vuelta a la plaza precedidos de los tamborileros; dos de los mozos se destacaron, se hablaron, parecieron vacilar, y descubriéndose, con las boinas en la mano, invitaron a Maintoni para ser la primera, la reina del baile. Ella trató de disuadirlos en vascuence; miró a su cuñado, que sonreía; a su hermana, que también sonreía, y a Elizabide, que estaba fúnebre.

    _ Anda, no seas tonta _le dijo su hermana.

    Y comenzó el baile, con todas sus ceremonias y sus saludos, recuerdos de una edad primitiva y heroica.  Concluido el aurrescu, el boticario sacó a bailar el fandango a su mujer, y el médico joven a Maintoni.

Oscureció. Fueron encendiéndose hogueras en la plaza, y la gente fue pensando en la vuelta. Después de tomar chocolate en el caserío, la familia del boticario y Elizabide emprendieron el camino hacia casa.

    A lo lejos, entre los montes, se oían los irrintzú de los que volvían de la romería, gritos como relinchos salvajes. En las espesuras brillaban los gusanos de luz como estrellas azuladas,  y los sapos lanzaban su nota de cristal en el silencio de la noche serena. De cuando en cuando, al bajar alguna cuesta, al boticario se le ocurría  que se agarraran todos de la mano, y bajaban la cuesta cantando: 

Aita, San Antoniyó

Urquiyolacua .

Ascoren biyotzeco

santo devotua.

     A pesar de que Elizabide quería alejarse de Maintoni, con la cual estaba indignado, dio la coincidencia de que  ella se encontrara junto a él. Al formar la cadena, ella le daba la mano, una mano pequeña, suave y tibia. De pronto, el boticario, que iba el primero, se le ocurría pararse y empujar  para atrás, y entonces se daban encontronazos los unos contra los otros, y a veces, Elizabide recibía en sus brazos a Maintoni. Ella reñía alegremente a su cuñado y miraba al vagabundo, siempre fúnebre.

    _ Y usted, ¿por qué está tan triste? _le preguntó Maintoni, con voz  maliciosa, y sus ojos negros brillaron en la noche.

    _ ¡ Yo! No sé.  Esta maldad de  hombre que, sin querer, le entristecen las alegrías de los demás.

     _ Pero usted no es malo  _ dijo  Maintoni, y le miró tan profundamente con sus ojos negros, que Elizabide el Vagabundo se quedó tan turbado, que pensó que hasta las mismas estrellas notarían su turbación.

    _ No, no soy malo _murmuró Elizabide _; pero soy un fatuo, un hombre inútil, como dice todo el pueblo.

    _ ¿Y eso le preocupa a usted, lo que dice la gente que no le conoce?

   _ Sí; temo que sea la verdad, y  para un hombre que tendrá que marcharse otra vez a América, ése es un temor grave.

    _ ¿Marcharse? ¿_Se va usted a marchar? _ murmuró Maintoni con voz triste.

    _Sí

    _Pero ¿por qué?

    _¡Oh! A usted no se lo puedo decir.

    _¿Y si yo lo adivinara?

    _Entonces lo sentiría mucho, porque se burlaría usted de mí, que soy viejo.

    _ ¡ Oh, no!

    _Que soy pobre.

    _No importa.

    _iOh  Maintoni! ¿De veras? ¿No me rechazaría usted?

    _No, al revés.

    _Entonces..., ¿me querrás como yo te quiero? _murmuró Elizabide el Vagabundo en vascuence.

    _Siempre, siempre... 

    Y Maintoni inclinó su cabeza sobre el pecho de Elizabide, y éste la  besó  en su cabellera castaña.

    _¡Maintoni! ¡Aquí!  _le dijo su  hermana; y ella se alejó de él; pero se volvió a mirarle una vez, y muchas.

    Y siguieron todos andando hacia el pueblo por los caminos solitarios. En derredor vibraba la noche llena de misterios; en el cielo palpitaban los astros. Elizabide el Vagabundo, con el corazón anegado de sensaciones inefables, sofocado de felicidad, miraba  con los ojos muy abiertos una estrella lejana, muy lejana, y le hablaba en voz baja...

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                          Olaberri el macabro
   Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y doloroso, que eran principalmente las facturas.
   _¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? _me preguntó hace tiempo con aire de profunda conmiseración.
   _Sí.
   _¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.
   A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en pequeño, las facturas eran como la sombra de Banquo, que aparece en el banquete de la vida.
   Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto, diría que en la vida hay un 75 por ciento de facturas.
   _Ya le he dicho al párroco _me contó una vez_: usted, con un cubo de agua y un hisopo, ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas, siempre a vueltas con las facturas.
   Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.
   Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo de artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a su charla pintoresca.
   Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los detalles realistas eran tan terribles que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos de punta.
   Salían a relucir los gusanos blancos y las burbujas verdes, y al último la gente no sabía si temblar de asco o echarse a reír.
   Él no tenía repugnancia por nada.
   _Los mejores caracoles que hay comido _solía decir_, los hay cogido en la tumba del difunto párroco. Nunca los hay comido mejores.

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Las familias enemigas

      Ahora, por las muestras, tengo algún pequeño público femenino que lee mis relatos; ahora. la verdad, que no siento tanto interés en tenerlo como antes. Todo viene tarde en la vida, menos las facturas y los pagarés. También los políticos llegan a tiempo,  si no para el país, al menos para ellos.

     Una lectora de un pueblo vecino a Bilbao, que no dice su nombre, me roprocha que mis historias son siempre viejas y de época antigua. «¿Es que no hay en este momento cosas que contar?», me pregunta. «¿Es que necesario que hayan pasado cuarenta o cincuenta años para que un hecho sea interesante?», dice.

    Yo no he afirmado nunca eso. No dudo de que actualmente haya sucesos privados dignos de la narración _públicos hay, seguramente, demasiados; pero esos los conoce la gente joven, que vive con energía su tiempo. El viejo es histórico sin querer, vive de sus recuerdos, y casi vale más sea así, y que se refugie en el pasado.

     También me reprocha mi lectora crítica el que dé a todo una irnpresión gris y el que muestre sin reparo la vejez y la desilusión.  ¡Qué se va a hacer!

     Respecto a lo gris y a lo opaco, está en mi tendencia literaria. No soy de los flaubertianos, que consideran el summum literario poner un adjetivo sonoro al lado de un sustantivo. Ando, en cambio, muy cerca de admitir como ideal el deseo de Verlaine:

Car nous voulons la Nuance encore,

Pas la Couleur, rien que la Nuance!

   Respecto a la vejez y a la desilusión, yo creo que cada cual debe mostrarse como es, sin ficciones ni retoques.

   Hay que tener, si se puede, el espíritu de la juventud cuando se es joven, y el de la vejez cuando se es viejo, cosa que no siempre es fácil. Como dijo Voltaire en sus versos, muy ingeniosos y muy bonitos, dedicados a madame Du Chátelet:

Qui n'a pas l'esprit de son âge,

De son âge a tout le malheur.

   Hoy como ayer, y probablemente como mañana, habrá en el individuo las mismas pasiones y parecidos conflictos. Lo esencial, lo humano, seguirá siendo siempre idéntico; lo accidental es lo que puede variar.

   Si uno fuera un señor viejo de esos que van a los teatros y a los cafés y resisten al licenciamiento de la edad, quizá podría contar una historieta moderna oída a algún jovencito; pero uno no es un viejo de esa clase, sino de los retirados de la circulación, de los que se pasan media vida leyendo infolios o mirando el fuego.

   Es ésta una actitud propicia para los recuerdos que se presentan en la memoria a retazos, por fragmentos y sin orden, y que si se pretende ordenarlos, hay que añadirles y remendarlos con algo de fantasía, mejor o peor.

   Hecha esta aclaración, dedicada a la lectora del pueblecito próximo a Bilbao que me escribe, no dice su nombre y me reprocha lo viejo de mis narraciones, me voy a sumergir en otra más antigua que las precedentes. Los datos de ella los oí en el comedor de la venta de Yanei, en la orilla del Bidasoa, hace más de cuarenta años. No recuerdo bien detalles, nombres de lugares y de personas; creo que para el caso es igual.

I

ANTECEDENTES

   La historia de la rivalidad y de los odios de los Capuletos y Montescos, que tuvo su asiento en Verona en la Edad Media, y que inspiró la literatura dramática y produjo obras maestras, se ha repetido frecuentemente en aldeas y ciudades, sobre todo en épocas de lucha.

   La vecindad, la pasión del mando, el interés, la divergencia en ideas políticas, crea un comienzo de odio y de aversión en los vecinos rivales, y esta aversión se va alimentando poco a poco, y si comienza en una pequeña hoguera, termina en ocasiones en un incendio.

   Entre los vascos, la posesión de la tierra es _quizá porque es escasa_da  una idea no sólo de riqueza, sino también  de dignidad. Antiguamente,  y en época pastoril, la propiedad del ganado debió de ser el índice de la riqueza,  y la vieja palabra vasca aberatza(rico) quería decir, en su origen, abundante en ganado. Es posible que esto sea común a la mayoría de los idiomas, porque también en latín la ideas del dinero (pecunia) procede de posesión del ganado (pecus ).

     Al comienzo del siglo XIX, en Elizondo, centro del valle del Baztán, en Navarra, en la vieja calle del pueblo con arcadas, había dos casas vecinas y de rivalidad hostil: una, la casa  Ursúa y otra, la de Sanjuanena,

     Las familias que habitaban en ellas no llevaban estos apellidos. Los que vivían por entonces en la casa de Ursúa, con su escudo en la clave del arco de la puerta, con tres palomas, se I llamaban Almandoz, y los que habitaban en la casa de Sanjuanena se denominaban Goyeneche.

   Los de la casa de Ursúa _había en  Elizondo otro palacio de Ursúa, llamado Arrechea_ tenían algún parentesco con esta familia. Los de Ursúa procedían de una vieja torre gótica de Arizcun. Se habían distinguido antaño en América. Dieron en el siglo XVI uno

L de sus grandes capitanes, Pedro de  Ursúa, que fue muerto, con su mujer, por Alvarado y por aquel energúmeno vasco Lope de Aguirre,  el de la expedición de los  Marañones. cuya cabeza se guardó en una jaula en la iglesia de Barquisimeto, de Venezuela, y que se firmaba unas veces  Lope de Aguirre, el Peregrino, y otras, Lope de Aguirre, el Traidor.

      Los de Goyeneche tenían también  parentesco con los Sanjuanenas. El escudo del caserón donde vivían  representaba dos caballeros armados  sobre sus caballos, con la espada en alto, y entre las espadas, una estrella de ocho puntas.  Según los entendidos, estas armas no eran las de los Sanjuanenas, quizá procedían de una casa con el mismo blasón próxima a la iglesia, en Vera del Bidasoa. Las armas de Sanjuanena eran un San Juan con el cordero y un castillo.

      La gente del pueblo tendía a dar a individuos de las familias rivales nombre de la casa donde habitaban.

      En las aldeas y villas del país vasco, hasta hace poco, el nombre de la familia quedaba para lo oficial. En la corriente se usaba el de la casa.

      El motivo primero de la enemistad entre los Ursúas y los Sanjuanena de la calle de Elizondo fue la compra de un molino de los alrededores. Los de Sanjuanena querían quedarse con él y redondear una propiedad; pero los de Ursúa les ganaron la partida y lo compraron antes.

      Ya desde entonces unos y otros no se saludaban. Años más tarde hubo y nuevo y mayor motivo de hostilidad. Uno de los jóvenes de la casa de Ursúa, Pedro Almandoz, tenía una novia: una muchacha de Irurita, hija de un molinero rico; una chica esbelta, rubia, con cierto aire cólico. Se decía que su padre era de la raza de los agotes. Esta raza vive en un barrio aparte de Arizcun, el el barrio de Bozate, y lleva en en la comarca ochocientos años de humillación y de desprecio sin motivo conocido, pues unos la consideran descendiente de gafos y de leprosos, y  otros, de heréticos.

        Los Sanjuanenas y sus amigos prepararon una conjura contra el joven Ursúa y  su novia. Lo realizarían durante las fiestas de Santiago.

       En el el escudantza, o baile de mano, una figura en la cual la primera pareja , llamada aurrescu, o delantera, suele agarrarse de las manos, formando como un arco con los brazos levantados y van pasando por debajo las demás parejas. Se decía que alguna  vez, muy rara, cuando entraban a bailar gitanos, agotes u otras gentes poco estimadas en el pueblo, los brazos de la primera pareja se bajaban, como  impidiéndoles el paso, por considerarlos indignos de estar entre los demás.

     Esto ocurrió en las fiestas, durante el baile. Al ir a pasar el joven Almandoz, de la casa de Ursúa, de la mano de su novia, la primera pareja, formada por uno de los Sanjuanenas muy jaque y por una muchacha, bajaron los brazos y los detuvieron, sin dejarlos pasar. Era un insulto público.

     Se consideraba a la hija del molinero como agote. La muchacha salió del baile llorando, y el joven Almandoz desafió y se pegó con uno de los Sanjuanenas y dijo en todas partes que los apellidos de terminación en  ena, como Amorena, Sanjuanena, etcétera, eran, precisamente, de los agotes.

       Durante la guerra de la Independencia, Ursúas y Sanjuanenas tuvieron grandes pérdidas. Uno de los Ursúas, más decidido que los otros, Ignacio Almandoz, fue a Méjico, pasó  allí veinte años, se enriqueció con un negocio de harinas y volvió a Elizondo con mucho dinero.

       Seguramente, en América no se había ocupado para nada de la antigua enemiga existente entre los Ursúas y Sanjuanenas; pero al volver al pueblo natal comprendió que seguían los viejos resquemores entre las dos familias.

       Don Ignacio pagó las hipotecas que tenían sus fincas y sus tierras y se estableció en Elizondo, como hombre rico, en la antigua casa de los Ursúas,  de la vieja calle de las arcadas.

       Era don Ignacio muy liberal, y hasta se sospechaba por algunos si en Méjico habría ingresado en la masonería. Le gustaba manifestar sus ideas en público, en conversaciones y en discursos.

     En tanto, los Goyeneches, o Sanjuanenas, habían decaído. Uno tenía una tienda en la casa de la calle de las arcadas, hipotecada tres o cuatro veces, y el más viejo, Martín, arruinado duorante la guerra de la Independencia y en la época de trastornos de 1820 al 23, se había ido a vivir al caserío de una aldea llamada Lecaroz, que era la única propiedad que le quedaba.

    Al comenzar la guerra carlista, dos individuos de los Sanjuanenas fueron a la facción; uno de ellos, Rosario Goyeneche, hombre soltero, que se alistó con las fuerzas de Guibelalde, llegó a teniente y cayó herido de un balazo y le tuvieron que cortar una pierna ; el otro, un nieto de Martín, hijo de una hija, llamado Esteban Urroz, a quien todos conocían por el sargento Sanjuanena, del quinto de Navarra.

     El sargento Urroz peleó con brío a las órdenes de Sagastibelza, y después con Zumalacárregui, Elío y Gómez, que se acercaron desde la Navarra baja a la parte de la montaña para atacar los pueblos del valle del Baztán.

    Como era lógico y sucede en todas las guerras, los carlistas se lanzaban, a expoliar a los contrarios, aunque no respetaban  siempre a los suyos. Lo mismo hacían sus enemigos. En los  pueblos de la comarca, sobre todo en Elizondo, había bastantes liberales que tenían fincas en las aldeas y campos próximos. Tierras y caseríos se vieron saqueados y robados.

   El viejo indiano de la casa de Ursúa, don Ignacio Almandoz, supo, con cólera, que los robos e incendios de sus propiedades fueron hechos por tropas del quinto de Navarra, entre las que estaba como sargento Esterban Urroz, alias Sanjuanena. En un de los incendios, un pariente de Almandoz fue herido y escapó de milagro. El mismo don Ignacio, al salir a visitar un caserío en un período de tregua, fue tiroteado por los carlistas.

    La enemistad por la familia rival se exaltó entre los Ursúas con estas fechorías y se habló entre ellos de tomar venganza fiera. Uno de los nietos del viejo Almandoz, José, de diecinueve años, se alistó entre los voluntarios liberales.

  Había entrado en Elizondo el  5 enero de 1834 el general Rodil, y dejó de guarnición en la villa quinientos hombres, al mando del coronel Ramón de Zugarramurdi. El  bravo Zugarramurdi se batió con un jefe carlista de gran prestancia y de gran valor: don José Miguel de Sagstibelza, caudillo nacido en Donamaría, que murió más tarde, en la batalla de Oriamendi, y que sitiaba el pueblo.

 Carlistas y liberales lucharon esperadamente por ocupar la casa Domingonea. En estos combates se distinguió José Almandoz.

 Sagastibelza abandonó el asedio al entrar en Elizondo la brigada provisional del coronel Ocaña.

      Poco después, José Almandoz, icorporado a la brigada, estuvo metido en la pequeña aldea de Cig, sufriendo grandes penalidades, cercado por  la nieve, por el hambre y por los carlistas.

   La familia pasó también mu apuros y se entusiasmó y consideró salvada la situación cuando el coronel don León Iriarte, por mote Charandaja, tipo original y estrambótico, con doscientos hombres y una impedimenta considerable, salió de Pamplona, y, cruzando los Alduides con un  gran temporal de agua y de nieve, logró entrar en Elizondo con sus cuerpos francos y sus carros de municiones,   muerto de fatiga y de fiebre.

     La empresa atrevida de Charandaja, realizada con éxito, maravilló a amigos y a enemigos, y al mismo Mina, que la ordenó; pero éste no se decidió a premiada, porque el viejo general , con su maquiavelismo de campesino y de zorro vasco, no quería que se dijera que favorecía a los suyos,

     José Almandoz (Josecho) volvió a pueblo después de conocer las miserias de la guerra.

     Como joven, y, en general, desocupado,  se pasaba el tiempo charlandoen los portales y en las tiendas. En una de  éstas, de la calle de los arcos,  en un pequeño bazar de la casa de Sanjuanena, conoció a Gabriela Urroz, nieta del viejo Goyeneche, enemigo de su familia, y hermana de Esteban,  el sargento del quinto de  Navarra.

     Gabriela iba a Elizondo desde Lecaroz  a aprender a coser, y pasaba cortas temporadas en casa de sus parientes. Era una muchachita muy esbelta, muy graciosa y muy simpática.

      Josecho y Gabriela se conocieron, se hicieron amigos y llegaron a ser novios. Pensaban que eran  jóvenes y que podrían casarse en una época más tranquila  y acabar con el odio ya legendario de sus respectivas casas.

      Josecho conocía de la familia enemiga desde antes de la guerra, al hermano de Gabriela, Esteban rroz, que le pareció siempre oscuro y cerril. También conoció después a un tío de su novia, Trinidad Goyeneche, hermano de Rosario, hombre simpático, que se mostraba comprensivo y de genio abierto.

      Varias veces, Trinidad, al verle hablanddo con su sobrina, le decía a Josecho:

      _Yo no creo que tú tengas nada contra mí.

      _Yo, no.

      _Pues podemos ser amigos.

      _Por mi parte, con mucho gusto.

   Y los dos, al encontrarse o al despedirse, se daban la mano cordialmente.

 

II

LA LLEGADA DE MINA

   Aquel día de primavera oscuro y triste, el Ayuntamiento del Baztán había mandado salir a los tamhorileros del pueblo, dicho en vasco los chistularis, a que tocasen por las calles para festejar la entrada del general Mina, que iba a llegar a Elizondo a primera hora de la tarde. Los virtuosos del chistu, dos con tamboril y uno con un tambor, dieron una vuelta por la villa, y al comenzar un aguacero se refugiaron en los arcos del palacio de las Gobernadoras, en el fondo de la plaza.

    Alguna gente, no mucha, hizo lo mismo. Los jóvenes Se acercaron a los tamborileros para aprovechar sus tocatas y bailar al son de la música, y los demás se quedaron también en los arcos.

   En un grupo se veía a varios oficiales del ejército de la brigada de Ocaña, y, en otro, al coronel don León Iriarte, alias Charandaja, que formaba corro con sus soldados francos, de los tiradores de Navarra, y hablaba con desprecio y con sorna de los carlistas.

   Casi todos los francos eran pamplonicas alborotados, mujeriegos y calaveras y celebraban las gracias de Charandaja, a quien admiraban por su osadía y por su valor.

    Charandaja, con voz aguda, contaba las luchas que tenía en el valle de Orba y de Aibar, entre Aoiz, Lumbier y Sangüesa, con las partidas de Lucus, alias Manolín, y Cordeu, el Rojo de San Vicente, para impedirles que se aprovisionaran de trigo en los pueblos carlistas. Les hacía una guerra de trampas y de sorpresas, Charandaja veía que sus relaciones irónicas se celebraban, y contó en burla cómo en uno de los encuentros contra las tropas de Zumalacárregui, en el instante más intenso de la acción, la yegua que montaba él parió un mulo, cuya paternidad achacaba a un maldito burro de un cantinero.

    Sin hacer caso de la gente que ocupaba aquella tarde los arcos, varios mozos campesinos se habían puesto a  jugar a la pelota; el alguacil les mandó que se fueran, y como no hacían caso, la autoridad municipal, que tenía malas pulgas, enarboló el bastón y echó de allí a los jugadores,

      Entre los grupos, un hombre viejo y manco, con boina de punto y bufanda, y un paquete de papeles en una mano, cantaba canciones Iiberales en vascuence y las ofrecía al público por dos cuartos, Algunos casheros le escuchaban sonriendo, sacaban una moneda con grandes dificultades del bolsillo del pantalón y la cambiaban por una de aquellas canciones; otros le oían serios y enfurruñados.

   Sostenidos en una de las colunmas de la arcada, hablaban dos viejos, el uno carlista, el otro liberal. Se referían al encuentro de Zumalacárregui y Mina entre Elzaburu y Santesteban, ocurrido hacía pocos días y cuyos detalles se empezaban a conocer en Elizondo.

   _Más militar es Zumalacárregui que Mina_aseguraba el carlista.

   _Sí; quizá; pero Mina ha pasado  y el otro decía que no pasaría_contestaba el liberal.

   _Pero ¿por qué ha pasado? Por trampa, porque le engañó a Elío mandándole una carta falsa como si fuese de Zumalacárregui, y Elío, en vez seguir adelante, volvió atrás y le de el camino libre.

   _¡ Ahí está, pues! i Claro! No haber sido tonto. En la guerra todo sirve; unas veces tener más fuerza  y otras más maña.

      La maña es una palabra que le gusta mucho al vasco.

     _¿ Y tú crees que una cosa así está bien hecha? Eso no es propio de general_decía el carlista.

     _ ¡Ah ! Según. Un general no sólo él, sino sus soldados, mil o dos mil o más. Está encerrado entre los montes, ¿qué hacer?; ¿va a dejar perder  a su gente? No. Tiene que salir del paso como pueda.

     El carlista hacía sus objeciones volvía a sus argumentos. Cerca de dos hombres se hallaban dos viejas;  también se referían a Mina en charla.

   _Ese hombre es malo, es un impío _decía una de ellas, con aire de beata, muy acicalada y expresiva_. Ha  renegado de su sangre yendo contra la religión. Es como un diablo de malas entrañas.

     _Pues yo he oído decir a muy gentes muy sabias que se puede ser liberal y buen cristiano_afirmaba la otra con trazas de más pobre y de más tosca.

    _¡Ah! Parece mentira que dias tú eso, Cataliñ; eso no es posible, todos los liberales están perdidos, todos; todos se condenarán e irán al infierno.

    _¿ Y los carlistas no, Madalen?

    _No.

    _Pues también hay malos entre ellos.

    _Sí, pero no es lo mismo, Cataliñ,  no es lo mismo, no; porque los carlistas pueden tener los defectos de cualquier otra persona, pero los liberales tienen esos mismos defectos y, además, los pecados contra la Iglesia. Nunca  hemos oído decir entre los vascos que haya habido liberales. ¡Vergüenza  grande es eso! ¡ Ese desprecio de las cosas santas ! , mucha vergüenza es. 

     Josecho  Alrnandoz había oído parte de la conversación de las viejas, y como joven escéptico, se rió. El mozo andaba mirando entre la gente por los arcos  para ver si encontraba a Gabrielas, su novia; pero no estaba. Poco después la vio llegar con otras muchachas.

    Hablaron los dos largamente de sus asuntos, y Josecho recordó que tenía que decirle algo importante.

    _ ¿ Qué es? _preguntó ella.

    _Los liberales del pueblo le han indicado a ese coronel Charandaja, que está ahí, una cosa muy grave.

    _¿A ese cojo?

    _

    _¿Y qué es?

    _Le han dicho que los viejos  de Lecaroz han escondido unos cañones y unas armas de los carlistas para que no se apoderen de ellos los liberales, y Charandaja se lo va a contar a Mina. Creo que lo que debes hacer es ir al pueblo cuanto antes y decirle a tu abuelo  que se vaya por unos días a Francia.

    _Bien, ya se lo diré.

    Gabriela no se había puesto a pensar que la advertencia era grave, y no la tomó en consideración.

aq       En aquel momento la lluvia cesó, se abrieron las nubes y empezó a brillar un sol  pálido de primavera en las casas próximas. Los tamborileros salieeron al centro de la plaza y comenzaron a tocar  una canción alegre, que no se  sabía de dónde había venido, probablemente de la parte de Cuipúzcoa, y que comenzaba a tener gran boga

     La primera estrofa, en vasco, que todo el mundo la sabía, decía así:

 

Azpeitico nescachac

arrasoyarequin

eztute nai dantzatu

chapelgorriyaquin.

¡Ay, ay, mutillá,

chapela gorriyá!

      (Las chicas de Azpeitia, con mucha  razón, no quieren bailar con los que llevan la boina roja. ¡Ay, ay, muchacho, la boina roja!)

 

     La boina roja era la que habían  adoptado los liberales. Uno de los regimientos que más daba que hacer a los carlistas era el de los Chapelgorris (Boinas rojas), que mandaron Cotoner y Echagüe.

      La gente joven se había puesto a bailar alrededor de los tamborileros. Gabriela y Josecho entraron en el corro a hacer lo mismo.       Las parejas saltaban con brío. Ya nadie se acordaba de Mina. Algunos pensaban:

        «Quizá no venga al pueblo. Mejor.»

        Se bailaron otras tocatas con aire de fandango, con el ritmo muy vivo,  que llaman en el país ariñ_ar.

      En esto se nubló de nuevo, apareció un nubarrón oscuro y violáceo y a se oyeron ruidos de tambores y de cornetas .

 _Ya vienen, ya vienen~se comenzó a decir.

         Los concejales del pueblo, y entre ellos don Ignacio Almandoz, salieron se a la entrada de la plaza a recibir a las tropas, y les siguió un corto número de curiosos.

     Aparecieron los gastadores con sus morriones, y después la banda, que tocaba el himno de los nacionales. Los soldados traían un aire cansado, sucio y fiero.

    Después se presentó en la plaza el general Mina, montado sobre una mula, rodeado de sus jefes y ayudantes. Tenía aire de enfermo grave. La mirada, triste. Llevaba una levita de paisano, una capa parda sobre los hombros y un sombrero de copa alta, redondo, forrado de hule, puesto sobre un pañuelo de colores liado a la cabeza. Mina se colocó frente al palacio de de las Gobernadoras con su Estado  Mayor, y las tropas desfilaron ante él.

     _ ¡Viva Mina! ¡Viva la reina!  ¡Viva la libertad! _gritaron con furia los francos de Charandaja y algunos pocos liberales del pueblo. Al  final del desfile, la música comenzó a tocar el Himno de Riego, y los oficiales de la escolta saludaron militarmente con las espadas en alto. Los comentarios en el pueblo eran grandes. Algunos de los francos daban explicaciones.

  _El general tiene mala cara _decían_, está enfermo; por eso los soldados le llaman el Esqueleto; pero ya  saldrá adelante, porque tiene mucha  fibra.

    _¿ Y ese aldeano joven que está detrás de él entre los oficiales?  

    _Ese no es un aldeano. Es la mujer de Mina, doña Juana, que le acompaña en la guerra.

    _Pues ya será decidida y valiente.  

    _Figúrese usted. tt

 El franco parlanchín señaló al brigadier don Marcelino Oraa, el Lobo Cano, con su aire de aldeano deseenfadado y su rostro agrio y de mal genio, y a los ayudantes del general, gallardos y pintureros: Serrano, con aspecto de palaciego; Narváez, de bigote y perilla, con cierto aire de andaluz fanfarrón; Gurrea, tipo melancólico, y Ros de Olano, alto, flaco, melenudo, de bigote caído por las puntas, con vitola de poeta. 

     Cuando el desfile militar terminó, Josecho Almandoz preguntó a GabrieIa:

     _ ¿ Vas al pueblo ahora?

     _Sí.

     _Pues yo te acompañaré.

     _Bueno, vamos. Podremos ir en el carrucho de Pella el panadero, y luego vuelves con él.

     _Muy bien. Tú no te olvides de decir al abuelo lo que te he dicho.  Mira que es cosa seria.

     _No, no tengas cuidado; se lo diré en cuanto llegue.

   _Sí, díselo, porque este hombre_se refería a Mina_no tiene trazas de andarse en bromas.

     Los novios entraron en el carrito,  llegaron a Lecaroz, y, al anochecer,  Josecho volvía a Elizondo, Estaba lloviendo. En los arcos de la calle había gran zambra de los soldados recién venidos.

   Josecho, al entrar en casa de su abuelo, supo que el brigadier Oraa dos oficiales jóvenes de Mina, Narváez y Ros de OIano, estaban alojados al.

     La cena en casa de don Ignnaccio,  el viejo indiano liberal, fue un tanto ceremoniosa. Estaban varias personas  principales del pueblo. Oraa explicó las peripecias de la marcha de Elzaburu a Santesteban, hecha dos días antes, en que la columna liberal estuvo a punto de ser copada y de quedar enterrada en la nieve. El oficial Narváez contó algunas anécdotas micas con su acento andaluz, y

mostró su entusiasmo ardoroso por Mina, que era, según él, un hombre llano, sencillo, que comía con una cuchara de palo en la misma caldera que los soldados el rancho o las habas.  El viejo don Ignacio habló espíritu de los pueblos de las orillas del Bidasoa y de algunos, como Lecaroz, que eran carlistas y que habían  escondido los cañones dejados por  éstos para que no se apoderasen de ellos los liberales. Según don Ignacio había que dar a estas aldeas un castigo ejemplar.

   Joseecho torció el gesto al oír a su abuelo expresarse así.

   _Qué ganas de ponerse en evidencia_murmuró_. Después, si se vengan de él, se quejará.»

    Al acabar la cena, Ros de Olano dijo a Josecho :

    _¿Vamos a dar una vuelta por el pueblo?

    _Sí, vamos.

    _Ya hemos hablado bastante de política y de guerra.

    Salieron los dos. Había serenado la noche. Brillaban las estrellas. Dieron _varios paseos arriba y abajo y recalaron en un café medio taberna lleno oficiales, soldados y de francos de Charandaja, Reinaba gran bullicio. Se hablaba a gritos, y la nota común era la violencia. Se quería tomar venganza de los carlistas.

     Después de las discusiones se cancon furia el Trágala, el Himno de Riego y el de los nacionales, que termiinaba con este llamamiento belicoso:,

 Guerra, guerra a muerte

 a tiranos y esclavos.

 Guerra, guerra, guerra,

guerra, guerra, y después habrá paz.

 

     Aquellos gritos, en medio de una atmósfera de humo irrespirable, daban una impresión poco tranquilizadora.

    _Si quiere usted, salgamos_dijo de Olano a José.

li      Salieron y pasearon de nuevo por las calles. El ayudante del general tenía curiosidad por la vida del pueblo. Josecho le contó

   varias anécdotas, y ya en  la corriente de las confidencias, le habló de la rivalidad de los Sanjuanena con su familia, y le explicó

e llo  ocurría con su novia y el miedo que iba teniendo de que le pasara algo al abuelo de Gabriela por la cuestión de los cañones ocultos en Lecaroz.

     _Ahora mismo me voy a enterar yo_dijo Ros de Olano_. Tengo que  verle al general por si tiene que dar órdenes mañana. Le hablaré de ese asunto, y lo que me diga se lo comunicaré a usted.

_Muy bien; entonces, en casa le  espero.

      _Dentro de media hora estaré allí .

 

               

      III

 

       LA NOCHE DEL GENERAL

      Mina estaba alojado, con su mujer, doña Juanita, en uno de los palacios de la plaza, el de Arizcunea. No aceptaba convites; como enfermo, tenía que cuidarse, y el médico que le asistía en Pamplona le había sometido a régimen.

   Después de una cena frugal, el caudillo navarro, envuelto en su capote, sentado en un sillón cerca de la chimenea, en donde ardía un hermoso fuego, estaba silencioso y pensativo. En una mesa próxima, a la luz de una lámpara de aceite, se veían mapas, papeles y un tintero.

      Su mujer, doña Juanita, hacía lospreparativos para pasar la noche.

      _¿ Vas a acostarte pronto? _ lepreguntó a su marido.

   _No. Hasta las diez o diez y media estaré aquí. Vendrán los ayudantes.

      Poco después apareció Gurrea, saludó a doña Juanita; habló un momento con ella y se acercó al general.

      _Siéntese usted_le dijo éste. Hablaron los dos de la campaña en el norte de Navarra, de los pueblos que necesariamente habría que abandonar y de los que era necesario defender. Mina se resistía a dejar sin guarniciones casi toda la parte montañosa de la provincia, pero ante el  argumento de que no había fuerza liberal bastante para proteger la comarca, se manifestaba desalentado y  sombrío.  

   Mientras conversaban entró en la sala Ros de Olano y bromeó un rato con doña Juanita. Le contó lo que había oído por las calles y la entretuvo con sus anécdotas.

   Cuando se levantó y se despidió Gurrea, el general llamó a Ros de OIano.

   _¿Qué se cuenta por ahí?_le dijo.

   El oficial poeta tenía la especialidad, que podía llamarse literaria, de enterarse del espíritu de los pueblos, de lo que se decía y murmuraba, de  las noticias y mentiras que corrían en las tertulias. Doña Juanita era muy amiga de este ayudante de su marido,  que a veces la leía sus versos y los de Espronceda, de quien era amigo, y le contaba sus aventuras amorosas.

    Ros de OIano llevó la conversación  hábilmente al asunto de los cañones escondidos en Lecaroz por los carlistas, como un problema que preocupaba a la gente del pueblo. Mina, al rlo, quedó meditabundo.

    _Sí ... , estoy enterado del hecho ... ; yo no quisiera tomar una actitud violenta con esos aldeanos ... ; si ceden, no haré nada ... ; pero si  me obligan, seré implacable ... y se acordarán de mí.

     _¿Quiere usted que vaya oficiosamente a Lecaroz a enterarme con detalles de lo que allí pasa, mi general?

     _Sí, me parece bien ... Vaya usted.

     _Porque quizá particularmente se  pueda hacer que alguno de esos aldeanos diga lo que sabe.

    _Sí, me parece bien. Entonces vaya usted y me cuenta lo que pasa allí.

      Estuvieron un rato más charlando.

    _Es raro_dijo de pronto Ros de Olano, mirando el interior de la chimenea.

      _¿Qué?

     _Que estamos pensando en cañones y ahí, en esa placa de hierro del hogar, hay representado un cañón.

      _Es verdad. No me había fijado.

      Efectivamente; en el guardafuegos había un escudo con una corona, y en él, como cuarteles, el ajedrez del valle del Baztán, dos estrellas, un cañón sobre ruedas y una pirámide de  bombas. Eran las armas de un Aritzcun, marqués de Iturbieta, que tenido una fundición en este 1ugar, llamado también Zumarrista.

    Ros de Olano, como aficionado  a la teosofía, era amigo de encontrar relaciones misteriosas entre los hechos y de no creer en lo fortuito ni casual.

    Tras  de comentar la coincidencia al ver que entraban en la sala Charandaja y Narváez, el oficial se despidió y se marchó.

      Al entrar en casa de Ursúa, se encontró con Josecho, y le dijo:

     _Mañana por la mañana vamos dos a Lecaroz.

     _Muy bien.

     _Diga usted que me llamen, porque si no, no me despertaré.

     _¿ A qué hora le parece a usted? ¿ A las siete?

     _Bueno. Me parece bien.

     Se fue cada cual a su cuarto.

   En tanto, en el salón de la casa Arizcunea, al lado de la chimenea, cerca de Mina, se habían sentado Charandaja y Narváez. Habían hablado de la guerra y de sus posibles eventualidades, y después se había discutido la cuestión de los cañones de Lecaroz, ocultos por los carlistas en algún sitio ignorado.

     Charandaja, hombre violento, de odios feroces, creía que debía resolverse el asunto por el terror. Con una voz aguda, aseguraba que había que fusilar a los carlistas del pueblo si no confesaban dónde estaban escondidos los cañones.

     Mina le escuchaba, sin hacer más que vagas observaciones. La severidad le parecía bien; pero dejar un reguero de odios no era conveniente.

     _¿A usted qué le parece, Narváez?  _preguntó el general.   .

     _Hay que examinar las circunstancias y obrar según sean éstas _conntestó el ayudante andaluz, con acento cerrado.

      Quedaron de acuerdo en que al día siguiente fuera un capitán que sabía el vascuence a Lecaroz, que indagase a los campesinos, y que hiciese una información detallada de los hechos.

     Ya se acababa la entrevista entre jefes cuando le presentaron al general una tarjeta cortada caprichosamente. Mina la contempló un tanto extrañado.

     _Es un señor que viene de Francia _dijo, levantándose_. Voy a recibirle.

     Charandaja y Narváez salieron de la habitación, y poco después entun hombre vestido de negro, con capa y sombrero ancho en la mano. El hombre  le invitó a sentarse y estuvieron los dos hablando en voz baja al lado del fuego.

     Doña Juanita, sin duda con cierta alarma, intentaba oír lo que decían. El emisario explicó, al parecer, el estadode los pueblos, la opinión que había  en Francia y en los demás pses acerca de España. Era necesario, según él, acabar la guerra haciendo terribles escarmientos.

     Mina creía que tenía razón, pero aseguraba nada; hablaba con vacilaciones, se quejaba de sus heridas.

   Al terminar la conferencia, el desconocido salió de la habitación, se caló el sombrero, se embozó en la capa y se marchó a la calle.

  El general quedó solo cerca de la lumbre, puso el codo en el brazo del sillón y apoyó la cabeza en la mano. Luego tuvo un momento de sueño, de esos sueños de viejo: pesados. Su memoria inconsciente barajó recuerdos antiguos de guerra, de incendios, de fusilamientos_¡ tantos había presenciado en su vida!_; después vio a la Libertad como dentro de un halo luminoso, de apoteosis. A los po­cos minutos se despertó. Su mujer le decía que era hora de acostarse.

   Le habían calentado la cama y preparado la medicina.

     _Ya voy, ya voy_dijo él.

     _¿ Quién era éste? ¿ Algún masón? _le preguntó doña Juanita.

     _Es un carbonario.

     _No te preocupe lo que ha dicho. Haz lo que convenga sin hacer caso de exageraciones.

     _No tengas cuidado. Así lo haré.

 

IV

EN LECAROZ

    Al día siguiente, a las siete de la mañana, Ros de Olano y Josecho Almandoz montaban a caballo a la puerta de la casa de Ursúa y marchaban al trote largo a Lecaroz. El día, de comienzos de primavera, estaba claro y frío; el cielo, azul con nubes blancas; el campo, con las cumbres de los montes nevadas y las partes bajas, con los prados muy húmedos y verdes.

   Al llegar a la aldea, Josecho se dirigió a la casa del viejo Martín. Desmontó, hizo lo mismo el oficial Ros y condujeron los caballos a la cuadra.

     Después pasaron a la cocina. Al lado del fuego estaban el viejo, su mujer, la Andre Mari y un niño en la cuna.

   Gabriela y su hermana, la madre del niño, hacían los trabajos de la casa, porque no quedaba por entonces ningún hombre joven en ella.

    La cocina era grande, bastante clara, con su chimenea ahumada, su cadena, de la que colgaba la caldera, y los hierros para sostener el fuego. Alrededor del hogar había unos bancos de pino.

    Al asomarse a la cocina oyeron a la vieja, que cantaba con voz cascada una canción al niño, mientras movía la cuna.

 

Aurcho chiquia negarrez dago.

Ama emayozu titia.

Aita gaiztoa tobeman dago

Jocatzen chopinerdía.

Pícaro jocalaria.

(El niño pequeño está llorando. Madre, dale de mamar. El granuja del padre está en la taberna, jugando media pinta. ¡Ah, pícaro jugador!)

    _¡Qué bien! ¡Qué vida patriarcal !_murmuró Ros de Olano_.­¿Por qué nos enviarán a nosotros a perturbar la vida de esta pobre  gente?

    _Está ya perturbada_dijo Josecho.

     _¿ Usted cree?

     _Me parece evidente. Todo esto da la impresión de algo muy sencillo y muy cándido, pero por debajo hay las mismas pasiones que en todas partes.

     _Sí; tiene usted razón.

   Josecho presentó el viejo Martín al oficial, que quería hablar con él, y fue a buscar a Gabriela para que le ayudara a convencer a su abuelo. Ella no quería intervenir en la cuestión y discutieron largo rato.

     _A mí no me hace caso_dijo ella, resistiéndose.

     _No importa. Ven. Piensa que si a tu abuelo le ocurre alguna desgracia, me echarán la culpa a mí y no podremos casarnos.

     Ante este argumento, Gabriela se decidió a presentarse en la cocina. El viejo Martín y Ros de Olano habían hablado de la cuestión de las armas y cañones escondidos por los carlistas. El viejo aseguró repetidas veces que no saa nada. El oficial le hizo algunas advertencias prudentes, pero Martín no se convenció.

   _Voy a tomar unas notas_dijo Ros de Olano.

Le llevaron a una sala del primer piso, donde escribió algo.

   Gabriela y Josecho quedaron cocina e insistieron con el viejo, diciéndole que ya que no quería hablar que se marchara a Francia cuanto antes.

    _Yo le llevaré a usted en hora y media por la parte de Echalar o, si quiere, por los Alduides_dijo Josecho.

     _Yo ya sé por dónde se puede ir _contestó el viejo, con petulancia_ pero no quiero, y no iré. Si el general Mina es un déspota, que me fusile.

     No había manera de sacarle de esto. Su mujer, la Andre Mari, se eenfureció de pronto y, levantándose y accionando, echó la culpa de todo a la familia de los Ursúa. Para ella, se trataba, sin duda, de un pleito de aldea y no de una guerra de toda España. Flaca, esquelética, vestida negro, con el pelo blanco y la mirada brillante, la vieja se expresaba con furia.

     Gabriela quiso calmarla, pero no  lo consiguió. La muchacha comenzó a llorar.

      José le dijo que en este asunto lo que le interesaba principalmente era ella.

      El viejo Martín seguía las distintas actitudes de las personas de su familia con una indiferencia sombría y sarcástica y con un puntillo de vanidad. Debía de considerarse en aquel momento un personaje importante, y aseguraba a cada paso que si que querían  echarle del pueblo, no lo conseguirían.

      No había manera de convencerle.

      _Está bien_le decía Josecho_. ¿No quiere usted decir dónde están los cañones? Muy bien, pero escápese usted.

      _No. Yo no me escapo. Yo no he hecho nada malo. Que me fusilen.

      José iba sintiendo cierto odio por aquel hombre terco y caprichoso que se atravesaba en su camino por petulancia y por vanidad.

        Se  oyó a Ros de Olano que bajaba del primer piso por la escalera. Josecho salió al portal a su encuentro.

     _¿ Qué han decidido ustedes?_preguntó el oficial.

     _Nada. El viejo no se aviene a razones.

     _Es un hombre valiente_dijo Ros de Olano__; pero si al general se le mete entre ceja y ceja, no tendrá consideración alguna y le mandará fusilar . Bueno. Hablemos con otras dos o tres personas del pueblo y vámonos.

      Lo hicieron así, Vieron a otros dos viejos. No se obtuvo el menor resultado.  Nadie confesaba. Decían y porfiaban todos que no sabían nada del asunto de los cañones.

      Josecho, descorazonado, sacó los caballos de la casa del viejo Martín, montaron Ros de Olano y él y volvieron  a Elizondo.  

v

MINA Y LOS VIEJOS

    Por la noche, Ros de Olano fue a visitar a Mina en Arizcunea.

     _¿Qué hay de Lecaroz?_preguntó el general.

     _Allí la gente asegura que no conoce el paradero de las armas ocultas.

     _No puede ser.

       _Eso dicen.

       _Muy bien. Veremos quién es más terco: si ellos o yo.

     Al día siguiente, los francos de Charandaja y un oficial tomaban declaración a los vecinos.

     _¿Dónde están enterrados los cañones? _preguntaba.

       _Yo no sé_le contestaban.

     Nadie sabía nada. Los jóvenes habían huido o estaban de antemano en la facción. No quedaban más que los viejos, que fueron encerrados, con centinelas de vista, en una de las casas principales del pueblo. Entre ellos se encontraba Martín Goyeneche. Todos negaban; ninguno podía aportar el menor dato. Seguramente unos ignoraban en absoluto el paradero de las armas escondidas y se mostraban asombrados y estupefactos; otros sabían algo, pero se hallaban dispuestos a no hablar.

     Por la noche, el capitán encargado del proceso, al llegar a Elizondo se presentó en el alojamiento del general y le leyó las declaraciones de los vecinos de Lecaroz.

     Mina, irritado, no dijo nada, y concibió una de sus terribles decisiones. Mandó a un oficial que con una compañía se presentara al día siguiente en la aldea a primera hora y reuniese a todos los presos. El iría después.

       Los pelotones de francos debían de estar también allá.                

     Se cumplieron las órdenes. A media mañana, el general apareció con sus ayudantes. En la plaza estaban todos los hombres de Lecaroz en número de veinte; todos eran viejos.

     Mina bajó de su mula, y, encarándose con ellos, les dijo en castellano que era indispensable que indicaran dónde se habían escondido los cañones de los carlistas.

       _¿ Dónde están los cañones enterrados?                               

       _No sabemos.                   

      Algunos, que apenas hablaban el castellano, decían:              

       _No saber.                        

    Mina repitió la pregunta en vascuence, y los viejos repitieron la contestación:

       _No sabemos.                   

       Algunos se encogieron de hombros. Mina frunció el ceño y se fijó en que todos los vecinos eran viejos.   

       _¿Y los jóvenes?_preguntó.

     No era difícil comprenderlo. Los jóvenes estaban en la facción. Uno de los viejos se sonrió con ironía. Mina se enfureció. Se encaró de nuevo con ellos, y les dijo: 

  _ Es mi última pregunta. Si no  contestáis, seréis fusilados inmediatamente. ¿ Dónde están los cañones? 

    _No sabemos.                   

  El general, furioso, decidió diezmarlos. Los mandó contar de cinco en cinco; el que hacía el quinto quedaba preso y condenado a muerte.

     Fueron cinco los elegidos: entre ellos, Martín Goyeneche.    

   _¿ Se les va a fusilar ahora, mi  general ?_preguntó uno de los ayudantes;

     _¿Por qué?

     _Habrá que darles tiempo para confesarse. Si no, hará mal efecto en toda la comarca.                 

      _Sí; está bien. Que les lleven a la casa donde han estado. Mañana  por la mañana, se les fusilará.

      Fueron los cinco al caserío entre los soldados. La puerta quedó guardada con centinelas.

 Por la tarde, el cura los confesó  y les dio la absolución. Los cinco viejos estaban tranquilos, resignados a su suerte. Todos ellos recibieron a las personas de su familia con cierta indiferencia.

     Al anochecer entraron en la casa Gabriela y Josecho. Gabriela llevaba  a su abuelo una onza de chocolate y un vaso de leche, porque ésta era cena. El viejo la tomó con gran serenidad. Después hablaron. Josecho quiso convencerle de que dijera dónde estaban los cañones.

     _No lo sé. Si lo supiera, no lo diría tampoco.

     _¿ Por qué no? Con eso no hace usted daño a nadie. Salva usted vida y la de esos cuatro hombres.

El viejo Martín movió la cabeza en señal negativa. Al hablar tenía un rictus amargo en la boca. Parecía que le  había entrado una mezcla de terquedad, de desesperación vanidosa y de soberbia. Se creía, sin duda, un hombre importante.

     _Escriba usted una carta a mi abuelo diciéndole que es verdad que no sabe usted dónde están los cañones. Mi abuelo hablará a Mina y Mina le dejará libre.

    _No, no quiero. Jamás.

    _Pero ¿ por qué? ¿Por esas antiguas riñas estúpidas entre los Ursúa y los Sanjuanena? Eso es una cosa ridícula.

    _ El viejo no contestó.

    Josecho, volviendo a la carga, dijo:

    _Escríbale usted al general Oraa; yo le presentaré la carta.

    _No; no quiero deberles nada a  ellos.

    Josecho estuvo un momento silenciosxo.

    _Bueno. Ahora que está oscuro,  tome usted mi capote y mi boina y salga usted con Gabriela. A ver si consigue usted escaparse.

    _¿Y tú?

    _Yo me quedaré aquí.

    _Te fusilarán.

    _Que me fusilen.

    _No, no quiero. Tú eres joven y yo viejo. Gabriela tiembla cuando me propones eso.¡Hala, idos! No os necesito para nada. Marchaos. 

     _Pero, abuelo, ¿ qué le hemos hecho a a usted ?_preguntó Gabriela, llorando

    _Nada, nada. Sobran palabras. Idos, o diré al soldado que os eche. Gabriela quiso abrazar al viejo, pero éste la rechazó desdeñosamente. Josecho sal de mal humor.

    _ ¿Qué se figura este pobre hombre?_pensó_. ¿ Creerá que el mundo entero se va a ocupar de él?

 

VI

 POR LA MAÑANA

      Gabriela y  Josecho fueron al caserío de Martín. La vieja, la Andre Mari, estaba irritada, furiosa. Se expresaba de una manera incoherente y parecía sentir más cólera que dolor.

     Gabriela le había hablado a la abuela y a su hermana del desinterés de Josecho. La vieja no quería oír. Paseaba de un extremo a otro de la cocina pronunciando palabras sin sentido. Josecho, Gabriela y su hermana al lado del fuego.

n        La noche fue larga y pesada para ellos.  Al comenzar la claridad del día, la vieja quedó dormida en el baln con  la cabeza entre los hombros.

   Josecho salió a la puerta de la casa. Iba clareando. Cruzó un pelotón de soldados llevando el paso. Sin duda, comenzaban los preparativos de la ejecución.

     En esto se presentó Ros de Olano delante del caserío y bajó del caballo rápidamente. Se le acercó Josecho.

      _¿Qué noticias hay?_preguntó.

      _Ninguna. No sé nada.

      _¿No se podría hacer confesar a esos hombres dónde tienen esos miserables cañones?

    _No. Es imposible. No sé qué creen. Se figuran que el asunto es de una importancia trascendental. Quieren ser mártires.

    _El general no cederá si no hablan.

      _Pues no hablan.

      _¿No cree usted que se podría hacer una última tentativa?

      _Vamos. Venga usted conmigo.

   Se acercaron a la casa donde estaban los prisioneros. Los centinelas les dejaron pasar. Los viejos estaban esperando el desenlace tranquilos. El cura les exhortaba.

   _Aún hay tiempo_les dijo Ros de OIano_, aún hay tiempo. Basta con que digan ustedes lo que saben de los cañones para que el general les conceda el indulto.

   Josecho tradujo la frase al vascuence, e insistió en que si declaraban sólo lo que habían oído, se les indultaría.

   _No sabemos nada_contestaron los viejos.

   _ ¡Nada ! _gritó Martín, con jactancia_; y yo, aunque lo supiera, no lo diría.

     Era inútil insistir.

   _Esto es horrible_exclamó Ros de Olano_. Matar a esos pobres viejos es una barbaridad.

   Salieron de la casa y se encontraron a la puerta con una patrulla de soldados y de voluntarios francos de Charandaja.

     _¿ Está formado el cuadro? _preguntó Ros de Olano a un sargento.

     _Sí, mi teniente.

    Bajaron los presos, y la patrulla, rodeándolos, comenzó a marchar al compás del tambor.

      En esto la abuela de Gabriela salió a la calle y comenzó a dar voces, mostrando el puño, desmelenada, furiosa, con aire trágico.

    _¡Ya los llevan! ¡Ya los llevan! ¡Miserables! ¡Malditos!

    Un soldado la amenazó con la baoyoneta, y la vieja, dando un grito agudo, volvió a meterse en su casa.

    Ros de Olano y Josecho quedaron, indecisos, sin querer avanzar hacia el sitio de la ejecución.

      La puerta del caserío del viej o Martín se cerró por dentro.       

      Al poco rato, se oyó una descarga cerrada. Luego, tiros aislados.        

     _El golpe de gracia_dijo Josecho.

     _¡Qué barbaridad!_exclamó Ros de Olano_. ¡Qué oficio el nuestro! 

     _Sí. Es un horror.             

     Después del estruendo de la fusilería vino un momento de silencio y de  calma. Una mujer pasó llamando en las puertas y dando gritos.        

     _¿Qué hay?_le preguntaron aquí y allá.                                 

     _Que van a quemar el pueblo.       

   Salieron de las casas mujeres, viejos y chicos espantados, con paquetes  de ropa en la mano, y echaron a correr en todas direcciones.  

     Poco después empezaron a salir columnas espesas de humo blanco por encima de los tejados.

     _¿Qué va usted a hacer?_preguntó Ros de Olano a Josecho.

     _Esperaré aquí, por si me necesitan estas mujeres.                 

     _Está bien; yo vuelvo a Elizondo.

      El oficial montó a caballo y fue reunirse con la compañía, que estaba formando a la salida del pueblo.

     _¡Viva la reina! ¡Viva Mina _gritaron los francos de Charandaja, con furia.

      Las cornetas sonaron, y los tambores comenzaron a redoblar.

      Al ponerse en marcha, la música comenzó a tocar el Himno de Riego.

    Josecho quedó solo delante de puerta cerrada de la casa de su novia contemplando el humo de los incendios.

 

 

VII

 CUATRO AÑOS DESPUES

 

    Pasados unos días del incendio Lecaroz y del fusilamiento del viejo Martín Goyeneche, murió su mujer, la Andre Mari, y Gabriela y su hermana fueron a vivir a Elizondo, a casa de su pariente de la calle de los arcos. Las dos se pusieron a trabajar costureras.

      Don Ignacio Almandoz, quizá poco arrepentido de sus opiniones violentas y vengativas sobre las represalias que había que tomar contra los carlistas de Lecaroz y que dieron un resultado tan funesto, protegía a las dos hermanas y les proporcionaba trabajo.

      Al principio, cuando supo que Josecho pensaba casarse con Gabriela protestó de esta unión, que no le parecía muy brillante; pero como la muchacha era huena y de carácter apacible, transigió y comenzó a considerarla como su futura nieta.

      El viejo y la costurera hablaban de José con frecuencia, y don Ignacio llegó a escribirle diciéndole que era tiempo de que dejara la guerra y de que volviera.

      José era capitan en el ejército de Espartero.  Contestó que su mayor ilusion era volver y casarse con Gabriela, pero que la campaña carlista estaba terminando y que no le parecía bien abandonar por entonces el ejército. Los soldados le tenían cariño; los jefes le consideraban mucho. Le parecía algo como una deserción dejar las armas.

      Don Ignacio insistió. Le decía que era viejo, que no sabía el tiempo que viviría, y que desearía que su heredero volviera a la casa de Elizondo a vivir en ella; que había luchado como bueno por la libertad, que ya  bastaba. José no se convenció, y respondió que por muchas razones no podía volver hasta terminar la campaña.

     Los parientes de Gabriela tampoco abandonaban la guerra.

     A su tío Rosario Goyeneche, después de  cortarle una pierna por el muslo, lo llevaron al castillo de Guevara. 

     El castillo de Guevara, construido en el siglo xv, tomando como modelo de San Angelo, de Roma, era para los carlistas una posición importante porque dominaba la llanada de Vitoria y defendía el paso de los desfilñaderos de la Borunda, por si los liberales pretendían entrar en Guipúzcoa, que constituía el baluarte del carlismo.

      Este castillo servía a los carlistas de vigía para averiguar los movimientos militares de Vitoria. En dos ventanas altas de la fortaleza se habían colocado dos grandes catalejos: uno, apuntando a una buhardilla de la capital alavesa; el otro, en dirección de la carretera de Elgorriaga.

      Desde la buhardilla se hacían señas convenidas, con luces, y los carlistas de Guevara sabían si iba a salir con sus fuerzas Zurbano o algún otro jefe, y por dónde.

      Generalmente, la salida hacia la  montaña era por la carretera de Elgorriaga, y se podía señalar_si no el con exactitud, al menos muy aproximadamente_el número de los enemigos, y si traían cañones.

      Cuatro oficiales inválidos, entre ellos Rosario Goyeneche, estaban destinados a este servicio y se relevaban por turno. Su misión consistía únicamente en sentarse en una silla cerca  de la ventana y en observar sin interrupción con los anteojos. Si anunciaban movimientos de tropas liberales que se acercaban, se disparaba un cañonazo en el castillo. Los soldados carlistas se preparaban y tomaban posiciones, cerraban puertas y ventanas y los aldeanos huían a esconderse a pueblos próximos.

     Rosario Goyeneche parecía encontrarse muy a gusto con esta vida pacífica y tranquila.

     Cobraba algún dinero, leía todo lo que caía en sus manos y casi prefería esta existencia quieta a la que había pasado el primer año de guerra con  Zumalacárregui, siempre marchando de un lado para otro, muerto de fatiga.

   El hermano de Gabriela, Esteban Urroz, no había pasado de sargento. Era hombre poco inteligente, fanático y malhumorado. El quinto de Navarra, al que pertenecía él, figuró en varios motines. Los oficiales del batallón tenían fama de fanáticos y de indisciplinados, y promovían desórdenes con cualquier motivo.

   Unos meses antes de terminar la guerra, Espartero decidió inutilizar y destruir, si era necesario, el castillo de Guevara.

     Entre las tropas que se enviaron para el ataque, iba una compañía  mandada por Josecho.

  Los cañones de Espartero comenzaron a bombardear la fortaleza, destrozaron la puerta y las ventanas y produjeron el incendio del tejado y después el de todo el edificio. Como todavía se disparaban tiros, los liberales entraron al asalto. Josecho iba al frente, y cuando se rindieron los carlistas que estaban dentro, se prepararon los asaltantes a sacar de allí a los heridos y a los enfermos para librarlos del incendio.

  No había bastantes camillas, y tuvieron que emplear escaleras y tablas, sobre las que colocaban algún colchón.

     Uno de los heridos graves, con un balazo en el vientre, era Rosario Goyeneche. Rosario reconoció a José:

     _¿ Tú has venido con los liberales? _le preguntó con voz apagada.

     _Sí.

     _Chico, ¡qué destino el nuestro! La casualidad nos hace enemigos. Ni tú sabías que yo estaba aquí, ni yo sabía que tú estabas fuera, y, ya ves, parece que nos perseguimos con odio.

    _Sí, es verdad,

    _Me han dicho que te quieres casar con mi sobrina.

    _Sí.

    _Pues, chico, sé feliz. Dame la mano. Yo me muero. ¡Adiós!

  Pocas horas después de ser trasladado a una casa próxima, Rosario Goyeneche expiró. Esta muerte tranquila produjo en José una impresión melancólica, que no mitigó el ascenso que tuvo por su comportamiento heroico en la toma del castillo de Guevara.

  Desde esta época, los acontecimientos de la guerra se precipitaron. Vino el Convenio de Vergara, y poco después, la marcha rápida de Espartero hacia Tolosa, donde los carlistas tenían sus almacenes y pertrechos de guerra, y el avance de don Diego León por la Borunda, camino de la  frontera.

    Espartero, al llegar a Oscoz, cerca del valle de Ulzama, conferenció con don Diego León, y se decidió a pasar el alto de Belate y a entrar en la línea del Bidasoa. El general Jáuregui ocuparía la misma línea, internándose por Irún.

    Cuando el Ejército liberal, victorioso, se acercaba a la frontera, se supo que las fuerzas carlistas intransigentes, enemigas de Maroto, se habían sublevado en Etulain. Las mandaban el canónigo Echevarría, Guibelalde, don Basilio y el coronel Aguirre. El quinto y undécimo de Navarra secundaban el movimiento revolucionario, y,  convertidos en una serie partidas, se dedicaban al robo y pillaje.

  Don Carlos, que había querido jugar con dos barajas de una manera maquiavélica, precipitaba la disolución de su ejército.

    Echevarría, Maroto, Elío y Zaratiegui intentaron sincerarse y explicar la disolución de las fuerzas carlistas y se acusaron unos a otros de miserables, de vendidos y de traidores.  Don Carlos intentó a última hora una soldadura. Fue imposible.

     El ejército carlista de la línea Bidasoa se dividió en dos partes:  una, la disciplinada, acompañó al Pretendiente, y, dirigida por Elío, Villarreal, Zabala y otros generales, ocupó Elizondo, se acuarteló en Arizcun y en los pueblos de los alrededores; la otra, la rebelde, se estableció Vera y sus proximidades.

    El canónigo Echevarría, con el quinto y el undécimo de Navarra, se  fortificó en el monte de Santa Bárbara, y desde allí se dedicó a expoliar  y a desvalijar a los carlistas ricos que intentaban pasar la frontera.

     Los soldados se creían vendidos y traicionados, y, más que a los liberales odiaban en aquel instante a los marotistas y a los que llamaban "hojalateros", a quienes achacaban la de rrota del carlismo.

       José Almandoz, entonces comandante de un batallón a las órdenes del general Jáuregui, recibió órdenes de marchar hacia Vera por Irún.

      Ya para entonces las partidas de chapelgorris, dirigidas por Elorrio, Zubeldía y Noaín, aparecían por el alto de Belate e iban fusilando a todo carlista que cogían con las armas en , mano.

     José Almandoz avanzó por la orilla del Bidasoa, en dirección a Vera, reconociendo con cuidado casas y rincones que podían servir para una emboscada. Recogió algunos cadáveres en el camino, que mandó trasladar al cementerio.

     Al llegar a Vera, supo que los carlistas del quinto y del undécimo de Navarra iban pasando a Francia.

     Aunque sus soldados tenían gran deseo de atacarles y de cortarles la retirada, José pensó que no valía la pena, puesto que la guerra estaba terminando.

     Al día siguiente, al llegar el general uregui, algunos campesinos de caseríos se quejaron de que había patrullas que les robaban las ovejas y las vacas.

     uregui mandó hacer un reconocimiento por los alrededores, y Almandoz, con una compañía a caballo, recorrió la línea de la frontera. No encontraron más que grupos a lo lejos, que les tiroteaban y se dispersaban, echando a correr para meterse en Francia. Al anochecer, al bajar al baorrio de Alzate, desde un robledal les hicieron una descarga, y José quedó herido en el pecho. Le llevaron al pital de Vera y perdió mucha sangre. La herida era grave.

    Pasó muchos días con fiebre, y  cuando ya le comenzaba a ceder la calentura, una de las personas que vio delante de su cama fue a Esteban Urroz, el sargento Sanjuanena. Se ha hallaba éste flaco, desfigurado, con una  cicatriz terrible en la cara, aún no del  todo curada. Ya no tenía petulancia ni agresividad; estaba triste y apagado.

    _¿Qué te pasa?_le preguntó Jo secho,

    _He pasado unos días horrorosos.  ¡La guerra! Es una porquería. Y tú, ¿ cómo estás?

    _Ya parece que tengo más ánimos. ¿ Tú sabes escribir?

    _Mal, muy mal.

    _Pues escribe a tu hermana Gabriela y dile dónde estoy y cómo estoy.

    _¿ Y no sería mejor que escribiese el capellán del hospital?

    _Bueno. Luego de escrita la carta,  busca alguno que la lleve a Elizondo; yo le pagaré.

    _No te preocupes. Ya lo haré, ya no hables más, porque te cansas.

    Esteban Urroz hizo que le escribieran la carta y la mandó a Elizondo.

Pasaron varios días y no se recibía contestación. Al mismo tiempo, José iba empeorando. Se pasaba el a día y la noche con unas fiebres altísimas. Una mañana lo encontraron muerto.

   _El mismo día aparecieron en el pueblo don Ignacio Almandoz y Gabriela. Al entrar en el hospital les dieron la noticia.

   El no encontrarse la muchacha por aquellos días en Elizondo, sino en Lecaroz, había hecho que no recibiera la carta a tiempo y viniera tarde.

   Don Ignacio Almandoz dispuso Ilevar el cadáver de su nieto a Elizondo.  Gabriela, presa de la mayor desesperación, entró de monja en el convento de Carmelitas de Lesaca.

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LOS HEREJES MILENARISTAS

    Con frecuencia, la lectura de un libro aviva una impresión antigua y olvidada que duerme en las zonas de oscuridad de la memoria. Esto me ha ocurrido a mí hoy al repasar una obra francesa sobre el milenario.

    Me ha recordado una historia que oí contar a un indiano de San Sebastián hace cerca de cuarenta años.

    Yo solía ir entonces a pasar el rato Círculo Easonense, que estaba en vida el edificio del Gran Casino.

    Había allí tertulia de indianos; hablaban éstos de los lugares que habían dejado en América, de las portunas y de la gente que tenía mucha plata; leían los periódicos, jugaban al billar y la mayoría eran muy roñosos.

    Yo solía acudir a la biblioteca, donde no había casi nunca nadie más que alguno que iba a escribir cartas.

    El empleado de la biblioteca, un gallego amable, me traía los libros que le pedía a un sillón, al lado de la chimenea. Hablábamos, y yo le exponía mis opiniones revolucionarias, que rechazaba, aunque sonriendo, quizá por influencia de la casaca azul que vestía.

    A veces se acercaba a mí uno de los indianos, hombre de unos sesenta años, asmático, pesado y de buen humor.

    Este indiano __creo que se llamaba don Ignacio, aunque no estoy seguro__ tenía cierta curiosidad por la Historia y por la literatura, y a mí me hacía preguntas acerca de autores y de libros y de cuestiones religiosas, preguntas a las que yo contestaba a propósito de una manera tajante, lo que a él le hacía reír de tal manera que a veces le entraba la tos y se sofocaba.

    Un día, al empleado de la biblioteca y a mí nos contó una historia que ahora he recordado al leer el libro sobre el milenarismo.

    Este don Ignacio era soltero.

  _Hace años _nos dijo_ , poco después de la guerra civil, con mi pacotilla hecha en Chile, vine  a España con intención de casarme con alguna paisana. Tenía veintiocho o veintinueve años. Representaba más. Para las chicas de aquí era un mutil zarra, es decir, un mozo viejo.

En mi pueblo, que está cerca de Vergara, no tuve ningún éxito. El cura quiso casarme con solteronas ya de mal genio, y a eso dije: «No. Que sea joven o vieja, guapa o fea, lo primero que exijo es que mi mujer tenga buen genio.»

    En esto me escribe un lejano pariente mío, don Fermín; no digo el apellido, ¿ para qué?    Alguno de ustedes puede conocer a la familia. Este pariente había estado en América, por entonces vivía en Durango y tenía dos hijas. El buen señor me invita a ir a su casa. «Bueno, iré__le dije__; quizá esto termine en matrimonio.

    Llegué a Durango, me instalé en casa de don Fermín, el lejano pariente mío, y conocí a sus hijas. La menor, Carmen, tenía un novio en Bilbao, y la mayor, Shele, estaba un poco entregada al misticismo. A mí ésta me convenía, por su edad y por sus circunstancias, aunque su carácter era un poco triste.

    El padre, don Fermín, me dijo:

    _La chica mayor mía es buena chica, aunque tiene el defecto de que se come los santos; pero ahí usted, a ver si la puede distraer y hacer que se ocupe de cosas más mundanas.

Lo intenté; era imposible. Si le hablaba a Shele, hacía como que oía, pero se notaba que estaba pensando en otra cosa. Pregunté a alguna gente del pueblo si la muchacha tenía o había tenido novio, pero todos me dijeron que no; que lo que se decía es que quería ser monja. «¡Qué se le va a hacer!», pensaba yo. Y para no entristecerme, solía dar grandes paseos por los alrededores.

    Un día, al anochecer, al pasar por delante de una ermita, vi una fila de hombres con la cabeza descubierta, que iban rezando el rosario a grandes voces. Al frente marchaban una mujer, un niño tuerto y un hombre de barba larga y melenas. Los seguí de lejos por curiosidad, y vi que se acercaban al pueblo, y, a la entrada, se metían en una casa pequeña y cerraban la puerta.

    Al volver a casa de don Fermín,  y  al contar en la cena lo que había visto en el campo, me pareció que la Shele, mi presunta novia, quedaba un poco desasosegada y sorprendida.

    Expliqué a unos y a otros lo ocurrido, y pregunté qué podía ser aquello. El médico, joven, me dio la clave de la cuestión. Un aldeano de un pueblo próximo se había presentado meses antes en Durango con su mujer y su hijo, que era tuerto. Este hombre _el de las melena_ aseguraba que él era una encarnación de San José; su mujer, de la Virgen, y el chico tuerto, del Niño Jesús; el melenudo, a quien llamaban el divino, o el profeta, comenzó a predicar la proximidad del fin del mundo, la llegada del Juicio final, la inutilidad de los bienes materiales y el comunismo _yo creo que de las cosas y de las mujeres_. La mayoría de los adeptos al profeta eran forasteros de sitios próximos, campesinos arruinados por la guerra civil.

    Algunos aldeanos, catequizados, abandonaron sus caseríos y se fueron a hacer vida común en la casa de Durango. El médico me aseguró que los curas estaban ya alarmados, y que iban a dar parte al obispo.

    Tres o cuatro días después, vuelvo a la ermita de donde había visto salir al profeta y a su gente en fila rezando; hacen la misma ceremonia, les sigo, y al llegar al pueblo le paro a una vieja mendiga y le pregunto en vascuence qué significaba aquello, porque yo tenía gran curiosidad de saberlo.

    La vieja me preguntó si le interrogaba con malas intenciones. Le contesté muy seriamente que no, que quería únicamente aprender. Entonces la vieja me contó una serie de historias raras; me dijo que el fin del mundo se iba acercando; que aparecería un hombre a caballo, peor que el diablo, que mandaría en toda la tierra; sería como un falso Cristo salido del infierno; que andarían las serpientes por los caminos, y los dragones por el aire, y que uno de los signos del cataclismo sería que en todas las casas de todos los pueblos habría una tienda.

    Yo pensé que esto podría ser malo para el comercio, pero no comprendía qué relación podría tener lo de las tiendas con el Juicio final. Después de estas catástrofes, Dios haría descender el fuego sobre el mundo, aparecerían Jesucristo y la Virgen en las nubes y vendría la felicidad humana.

    Le di las gracias a la vieja por sus noticias, y ella me recomendó que si quería más detalles, visitara al profeta. Una semana más tarde, estaba acostado cuando oigo ruido por la parte al de la huerta. Me visto a oscuras, abro la ventanas y me asomo a ella. La muchacha, la Shele, estaba hablando con alguien. La voz de la persona extraña, la reconocí enseguida. Era la de la vieja mendiga que me había contado tantas historias absurdas días antes.

    A pesar de que yo no soy hombre de imaginación, estos misterios exasperaron mi curiosidad, y a la noche siguiente me fui a una taberna próxima a la casa de don Fermín y me embosqué allí. A las once y media o doce aparecieron la mendiga y el melenudo _que debía de ser el adivino o el profeta_, silbaron muy suavemente, se abrió la ventana del cuarto de la Shele y al poco tiempo ésta apareció en la puerta y fueron los tres a la casa pequeña de las afueras del pueblo.

     Inmediatamente volví a casa de don Fermín, entré en su cuarto, le llamé y le conté lo que ocurría. El hombre se levantó de la cama como una exhalación, se vistió y salió conmigo; hallamos a un sereno, y los tres llegamos a la casa pequeña de las afueras y comenzamos a llamar dando aldabonazos.

     Se abrió la puerta, y vimos a quince o veinte personas arrodilladas en círculo alrededor del melenudo _entre ellas, la Shele_, rezando el rosario a la luz de una lamparilla de aceite. Don Fermín cogió a su hija de la mano y la sacó violentamente de la casa.

     Al otro día yo tuve una explicación con la muchacha. Me dijo que no quería casarse y que deseaba ir monja. Yo me despedí de don Fermín y me volví a San Sebastián

     _¿Y aquí acabó la cuestión? _le preguntamos a don Ignacio el empleado de la biblioteca y yo al ver que callaba.

    _Aquí acabó para mí _contestó don Ignacio.

    _Pero ¿ tendría usted noticias de lo que pasó a la muchacha y a aquella gente?

    _Sí. Un cura de Vergara me dio noticias de los herejes, como les llamaban allí. El profeta o adivino, al parecer, tuvo un momento de éxito: hizo curaciones milagrosas, y por las noches tenía éxtasis, en los que se le aparecían los ángeles. Las mujeres, sobre todo, eran entusiastas suyas y hubo cura rural que dijo que era santo. Al enterarse el obispo, dio parte al Gobierno, pero no se hizo nada. En esto, el profeta cayó enfermo; su mujer pretendió ver al párroco, pero el cura no la quiso recibir Entonces fue a buscar a uno de los médicos; el profeta tenía una enfermedad contagiosa; el médico hizo que le trasladaran al hospital, y después de muchos ruegos consiguieron que un cura viera al enfermo y lo confesara. Pocos días después murió, y la familia, la mujer y el chico tuerto fueron expulsados de Durango.

    _¿Y se acabó, con esto, la secta?  _pregunté yo

    Por entonces parece que no _contestó don Ignacio_. Siguieron todos reuniéndose a rezar. Seguían con sus rezos y ceremonias. Algunos sospechaban  que la secta iba tomando un aire erótico marcado. Una tarde de Navidad entraron los miñones en la casa pequeña y metieron a todos los aldeanos que estaban allí en la cárcel. Los caseríos de algunos de éstos fueron vendidos en pública subasta. Tiempo después, una noche, el día de San Juan, la gente del pueblo comenzó a encender hogueras en sitios próximos, y no se sabe lo que ocurrió, si fue intención o casualidad, pero la casa pequeña de las reuniones del. profeta se quemó. Entre los escombros había, según dijeron, unos huesos de niño calcinados.

    _Y la muchacha, la Shele, ¿ qué fue de ella?

    _La muchacha parece que  escapó de casa y se marchó a un convento del mediodía de Francia; pero se cansó, enfermó del estómago y volvió a su pueblo. Pasó algún tiempo y luego se marchó a Barcelona o a Valencia, y allí vive.

   Hoy , leyendo un libro sobre el milenario, recordé esta historia. Sabido es que en la Edad Media hubo la creencia popular de que el mundo se acababa en el año 1000. La proximidad de este año terrible despertaba la imaginación de las gentes unas visiones siniestras. En cartas y en documentos de  la época se leía  esta fúnebre indicación de la proximidad del fin del mundo: Mundi fine appropinquante.

   En estas tendencias milenarias se unía el misticismo, el erotismo, el comunismo y algunas extravagancias oscuras del Apocalipsis. Lo mismo ocurría con los herejes de Durango de que nos hablaba don Ignacio en la biblioteca del Casino de San Sebastián.

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Mary Belcha

      Cuando te quedas sola a la puerta del negro caserío con tu hermanillo en brazos, ¿en que piensas, Marí Belcha, al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?

      Te llaman Mari Belcha, María la Negra, porque naciste el día de los Reyes, no por otra cosa; te llaman Mari Belcha, y eres blanca como los corderillos cuando salen del lavadero, y rubia como las mieses doradas del estío...

      Cuando voy por delante de tu casa en mi caballo te escondes al verme, te ocultas de mí, del médico viejo que fue el primero en recibirte en sus brazos, en aquella mañana fina en que naciste.

      ¡Si supieras cómo la recuerdo! Esperábamos en la cocina, al lado de la lumbre. Tu abuela, con las lágrimas en los ojos, calentaba las ropas que habías de vestir y miraba el fuego pensativa; tus tíos, los de Aristondo, hablaban del tiempo y de las cosechas; yo iba a ver a tu madre a cada paso a la alcoba, una alcoba pequeña, de cuyo techo colgaban trenzadas las mazorcas de maíz, y mientras tu madre gemía y el buenazo de José Ramón, tu padre, la cuidaba, yo veía por las ventanas el monte lleno de nieve y las bandadas de tordos que cruzaban el aire.

      Por fin, tras de hacernos esperar a todos, viniste al mundo, llorando desesperadamente. ¿Por qué lloran los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les presenta?

      Como te decía, te presentaste chillando rabiosamente, y los Reyes, advertidos de tu llegada, pusieron una moneda, un duro, en la gorrita que había de cubrir tu cabeza. Quizá era el mismo que me habían dado en tu casa por asistir a tu madre...

      Y ahora te escondes cuando paso, cuando paso con mi viejo caballo. ¡Ah! Pero yo también te miro ocultándome entre los árboles; ¿y sabes por qué?... Si te lo dijera, te reirías... Yo, el medicuzarra que podría ser tu abuelo; sí, es verdad. Si te lo dijera, te reirías.

     ¡Me pareces tan hermosa! Dicen que tu cara está morena por el sol, que tu pecho no tiene relieve; quizá sea cierto; pero en cambio tus ojos tienen la serenidad de las auroras tranquilas del otoño y tus labios el color de las amapolas de los amarillos trigales.

      Luego, eres buena y cariñosa. Hace unos días, el martes que hubo feria, ¿te acuerdas?, tus padres habían bajado al pueblo y tú paseabas por la heredad con tu hermanillo en brazos.

      El chico tenía mal humor, tú querías distraerle y le enseñabas las vacas, la Gorriya y la Beltza, que pastaban la hierba, resoplando con alegría, corriendo pesadamente de un lado a otro, mientras azotaban las piernas con sus largas colas.

      Tú le decías al condenado del chico: «Mira a la Gorriya.., a esa tonta.... con esos cuernos.... pregúntale tú, maitia: ¿por qué cierras los ojos, esos ojos tan grandes y tan tontos?... No muevas la cola.»

      Y la Gorriya se acercaba a ti y te miraba con su mirada triste de rumiante, y tendía la cabeza para que acariciaras su rizada testuz.

      Luego te acercabas a la otra vaca, y señalándola con el dedo, decías: «Ésta es la Beltza... Hum... qué negra... qué mala... A ésta no la queremos. A la Gorríya sí»

      Y el chico repitió contigo: «A la Gorriya sí>; pero luego se acordó de que tenía mal humor y empezó a llora.r

      Y yo también empecé a llorar no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos dentro del pecho corazón de niño.

      Y para callar a tu hermano recurriste al perrillo alborotador, a las gallinas que picoteaban en el suelo, precedidas del coquetón del gallo a los estúpidos cerdos que corrían de un lado a otro.

     Cuando el niño callaba, te quedabas pensativa. Tus ojos miraban los montes azulados de la lejanía, pero sin verlos; miraban las nubes blancas que cruzaban el cielo pálido, las hojas secas que cubrían el monte, las ramas descarnadas de los árboles, y, sin embargo, no veían nada.

      Veían algo; pero era en el interior del alma, en esas regiones misteriosas donde brotan los amores y los sueños

      Hoy, al pasar, te he visto aún más preocupada. Sentada sobre un tronco de árbol, en actitud de abandono, mascabas nerviosa una hoja de menta.

      Dime, Mari Belcha, ¿en qué piensas al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?

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ELOGIO SENTIMENTAL DEL ACORDEÓN

 ¿No habéis visto, algún domingo, al caer la tarde, en cualquier puertecillo abandonado del Cantábrico, sobre la cubierta de un negro quechemarín, o en la borda de un patache, tres o cuatro hombres de boina que escuchan inmóviles las notas que un grumete arranca de un viejo acordeón?

Yo no sé por qué; pero esas melodías sentimentales, repetidas hasta el infinito, al anochecer, en el mar, ante el horizonte sin límites, producen una tristeza solemne.

A veces, el viejo instrumento tiene paradas, sobrealientos de asmático; a veces, la media voz de un marinero le acompaña; a veces también, la ola que sube por las gradas de la escalera del muelle y que se retira des­pués murmurando con estruendo, oculta las notas del acordeón y de la voz humana…

Pero luego aparecen nuevamente y siguen llenando con sus giros vulgares y sus vueltas conocidas el silencio de la tarde del día de fiesta, apacible y triste.

Y mientras el señorío del pueblo torna del paseo; mientras los mozos campesinos terminan el partido de pelota, y más animado está el baile en la plaza, y más llenas de gente las tabernas y las sidrerías; mientras en las callejuelas, negruzcas por la humedad, comienzan a brillar, debajo de los aleros salientes, las cansadas lámparas eléctricas, y pasan las viejas, envueltas en sus mantones, al rosario o a la novena, en el negro quechemarín, en el patache cargado de cemento, sigue el acordeón lanzando sus notas tristes, sus melodías lentas, conocidas y vulga­res, en el aire silencioso del anochecer.

¡Oh la enorme tristeza de la voz cascada, de la voz mortecina que sale del pulmón de ese plebeyo, de ese poco románticos instrumento!

Es una voz que dice algo monótono, como la misma vida, algo que no es gallardo, ni aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario, ni grande, sino pequeño y vulgar, como los trabajos y los dolores cotidia­nos de la existencia.

¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares!

Esa voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia al principio, revela poco a poco los secretos que oculta entre sus notas, se clarea, se transparente, y en ella se traslucen las miserias del vivir de los rudos marineros, de los infelices pescadores; las penalidades de los que luchan en el mar y en la tierra, con la vela y con la máquina; las amarguras de todos los hombres uniformados con el traje azul sufrido y pobre del trabajo.

¡Oh modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no contáis grandes mentiras poéticas, como la fastuosa guitarra; vosotros no inventáis leyendas pastoriles, como la zampoña o la gaita; vosotros no lle­náis de humo la cabeza de los hombres, como las estridentes cornetas o los bélicos tambores. Vosotros sois de vuestra época: humildes, sinceros, dulcemente plebeyos, quizá ridículamente plebeyos; pero vosotros decís de la vida lo que quizá la vida es en realidad: una melodía vulgar, monótona, ramplona, ante el horizonte ilimitado...

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VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

ANTONIO MARTÍNEZ MENCHÉN

 

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Lo desconocido

      Se instalaron, marido y mujer, en el vagón; él, después de colocar las carteras de viaje, se puso un guardapolvo gris, se caló una gorrilla, encendió un cigarro y se quedó mirando al techo con indiferencia; ella se asomó a la ventanilla a contemplar aquel anochecer de otoño.

      Desde el vagón se veía el pueblecillo de la costa, con sus casas negruzcas, reunidas para defenderse del viento del mar. El sol iba retirándose poco a poco del pueblo; relucía entonces con destellos metálicos en los cristales de las casas, escalaba los tejados, ennegrecidos por la humedad,_y subía por la os_ cura torre de la iglesia hasta iluminar solamente la cruz de hierro del campanario, que se destacaba triunfante con su tono rojizo en el fondo gris del crepúsculo.

      _Pues no esperamos poco _dijo él, con un ceceo de gomoso madrileño, echando una bocanada de humo al aire.

      Ella se volvió con rapidez a mirarle, contemplé a su marido, que lucía sus manos blancas y bien cuidadas llenas de sortijas, y, volviéndole la espalda, se asomó de nuevo a la ventanilla.

      La campana de la estación dio la señal de marcha; comenzó a moverse el tren lentamente; hubo esa especie de suspiro que producen las cadenas y los hierros al abandonar su inercia: pasaron las ruedas con estrépito infernal, con torpe traqueteo, por las placas giratorias colocadas a la salida de la estación; silbó la locomotora con salvaje energía; luego el movimiento se fue suavizando, y comenzó el desfile, y pasaron ante la vista caseríos, huertas, fábricas de cemento, molinos, y después, con una rapidez vertiginosa, montes y árboles, y casetas de guardavías, y carreteras solitarias, y pueblecillos oscuros apenas vislumbrados a la vaga claridad del crepúsculo.

      Y, a medida que avanzaba la noche, iba cambiando el paisaje; el tren se detenía de cuando en cuando en apeaderos aislados, en medio de eras, en las cuales ardían montones de rastrojos.

      Dentro del vagón seguían, solos, marido y mujer; no había entrado ningún otro viajero; él había cerrado los ojos y dormía. Ella hubiera querido hacer lo mismo; pero su cerebro parecía empeñarse en sugerirle recuerdos que la molestaban y no la dejaban dormir.

      ¡Y qué recuerdos! Todos fríos, sin encanto. De los tres meses pasados en aquel pueblo de la costa, no le quedaban más que imágenes descarnadas en la retina, ningún  recuerdo intenso en el corazón.

      Veía la aldea en un anochecer de verano, junto a la ancha ría, cuyas aguas se deslizaban indolentes entre verdes maizales; veía la playa, una playa solitaria, frente al mar verdoso, que la acariciaba con olas lánguidas; recordaba crepúsculos de agosto, con el cielo lleno de nubes rojas y el mar teñido de escarlata; recordaba los altos montes escalados por árboles de amarillo follaje, y veía en su imaginación auroras alegres, mañanas de cielo azul, nieblas que suben de la marisma para desvanecerse en el aire, pueblos con gallardas torres, puentes reflejados en los ríos, chozas, casas abandonadas, cementerios perdidos en las faldas de los montes.

      Y en su cerebro resonaban el son del tamboril; las voces tristes de los campesinos aguijoneando al ganado; los mugidos poderosos de los bueyes; el rechinamiento de las carretas, y el sonar triste y pausado de las campanas del ángelus.

  

      Y, mezclándose con sus recuerdos, llegaban del país de los sueños otras imágenes, reverberaciones de la infancia, reflejos de lo inconsciente, sombras formadas en el espíritu por las ilusiones desvanecidas y los entusiasmos muertos.

      Como las estrellas que en aquel momento iluminaban el campo con sus resplandores pálidos, así sus recuerdos brillaban en su existencia, imágenes frías que impresionaron su retina, sin dejar huella en el alma.

      Sólo un recuerdo bajaba de su cerebro al corazón a conmoverlo dulcemente. Era aquel anochecer que había cruzado sola, de un lado a otro de la ría, en un bote. Dos marineros jóvenes, altos, robustos, con la mirada inexpresiva del vascongado, movían los remos. Para llevar el compás, cantaban con monotonía un canto extraño, de una dulzura grande. Ella, al oírlo, con el corazón aplanado por una languidez sin causa, les pidió que cantaran alto y que se internaran mar adentro.

      Los dos remaron para separarse de tierra, y cantaron sus zortzicos, canciones serenas que echaban su amargura en un crepúsculo esplendoroso. El agua, teñida de rojo por el sol moribundo, se estremecía y palpitaba con resplandores sangrientos, mientras las notas reposadas caían en el silencio del mar tranquilo y de redondeadas olas.

      Y, al comparar este recuerdo con otros de su vida de sensaciones siempre iguales, al pensar en el porvenir plano que le esperaba, penetró en su espíritu un gran deseo de huir de la monotonía de su existencia, de bajar del tren en cualquier estación de aquéllas y marchar en busca de lo desconocido.

      De repente se decidió, y esperó a que parara el tren. Como nacida de la noche, vio avanzar una estación hasta detenerse frente a ella, con su andén solitario, iluminado por un farol.

      La viajera bajó el cristal de la ventanilla, y sacó el brazo para abrir la portezuela.

      Al abrirla y al asomarse a ella, sintió un escalofrío que recorrió su espalda. Allá estaba la sombra, la sombra que la acechaba. Se detuvo. Y, bruscamente, sin transición alguna, el aire de la noche le llevó a la realidad, y sueños, recuerdos, anhelos, desaparecieron.

      Se oyó la señal, y el tren tornó a su loca carrera por el campo oscuro, lleno de sombras, y las grandes chispas de la locomotora pasaron por delante de las ventanillas como brillantes pupilas sostenidas en el aire...

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MEDIUM

 

       Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo tranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

      Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueños; al menos, cuando despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

      La medula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterías en mi cerebro.

      Pero mi cerebro no piensa, y sin embargo está en tensión; podría pensar; pero no piensa. Ah, ¿os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

      Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés y su madre española.

      Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

      A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

      La casa do Román era muy grande y estaba junta a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

      Mi amigo y yo jugábamos en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho con losas que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

     Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados, y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre do Román nos llamaba.

      Bajamos del terrado, y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junta a un balcón, estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

      La madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sin número de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara... Hay que estudiar _dijo a modo de conclusión la madre.

      Salimos del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

      Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román.

      Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío al verlas.

      Cuando concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré en la cama llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara ...

      Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor

      _¿Qué tienes? _le pregunte_, y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró:

      _Ha sido mi hermana.

      _¡Ah! Ella ...

      _No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

      Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

      Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junta a la puerta... llamaban... abríamos... nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en enseguida... llamaban... nadie.

      Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó... y los dos nos miramos estremecidos de terror.

      _Es mi hermana, mi hermana_dijo Román_, y convencidos de esto buscamos los dos amuletos por todas partes y pusimos en su cuarto una herradura, un pentágramo, y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica abrakadabra.

      Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

      Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

      Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo é1se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha obscura.

      Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar los positivos.

      Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.

      Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

      Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre .

      ¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

 

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Cuadros del Greco

LOS RETRATOS DEL MUSEO DEL PRADO

UN MEDICO (240)

      Anciano de barba y cabellos blancos, de cara alargada y triste; tiene la expresión del hombre cuya vida se desliza entre miserias del alma y dolores del cuerpo. Es alto y de gallarda figura. Su rostro tiene palidez de espectro. La barba, gris, abundante, termina en punta y se destaca sobre la blanca gorguera. El traje, negro, tiene algo de vestidura talar, y en los puños termina en puntillas lechugadas. La mano derecha, amarilla, como si estuviera iluminada por la luz de un cirio, señala algo que los ojos del médico no ven; la izquierda, en cuyo dedo pulgar se ve un anillo, descansa sobre un libro abierto de algún comentarista de Galeno o de Avicena, y al apoyarse la mano en las hojas del antiguo infolio, parece que afirma rotundamente algo de lo que allí está escrito.

EL CABALLERO DE LA MANO EN EL PECHO (242)

      No está pintado, vive; se asoma a la ventana del marco desde el fondo del lienzo, como la evocación de un mundo de dolor, de tortura y de tristeza. Es un caballero joven, de bello rostro pálido, con grandes ojeras negruzcas. Su mano derecha, linda y pizarrosa, se apoya delicadamente en su pecho; el dedo índice señala una cadena de oro que cruza la negra ropilla. Los ojos del caballero son grandes, tristes, llenos de resignación; miran de frente a un punto del vacío; son ojos de alucinado o de sonámbulo, que miran y no ven, absortos en la contemplación del mundo interior. Sus pupilas parecen buscar con un anhelo doloroso algo que calme la angustia de su espíritu y deletrear en las sombras los grandes y extraños misterios que nadie ha descifrado, que. nadie descifrará en los caminos del espacio y del tiempo...

UN MISANTROPO (244)

      Hombre joven aún, de treinta a treinta y cinco años; tiene la cara delgada y pálida; el gesto, entre desalentado, humilde y severo. Su aspecto es lánguido, triste y algo enfermizo; el cabello, corto y negro; el bigote, castaño, partido en el centro, lacio y caído por las puntas, como formado por hebras de color pajizo que cuelgan por encima del labio. Su nariz es larga, afilada; los ojos, profundos; las pupilas, grandes, negras como dos moras; la perilla, de color castaño; la frente, estrecha; el traje, negro; la gorguera, encañonada.
      Una huraña y fosca meditación consume su alma; idealista exaltado, se encuentra en el momento en el cual un sueño que fracasa por el choque de la realidad impura de la vida se transforma en ansia de apartamiento y de soledad.

ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ

      La iglesia de Santo Tomé es una obra de estilo mudéjar. Según dicen, fue edificada, en el lugar de otra iglesia derruida, por don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de Orgaz. En una capilla de esta iglesia está el célebre cuadro del Greco. Una lápida negra, colocada bajo el cuadro, explica lo que esta obra representa. La lápida, cuya inscripción está en latín, dice primeramente que don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la villa de Orgaz y notario mayor de Castilla, entre otras muestras que dejó de su piedad, una de ellas fue la de cuidar de la iglesia de Santo Tomás, apóstol, restaurada, y donarle una porción de joyas de oro y plata. Después se cuenta en la lapida el milagro sucedido en el entierro de don Gonzalo con estas palabras:

      «Dum eum humare sacerdotes parant, ecce res admirando et irdelita divus Stephanus et Augustinus coelo delapsi propriis manibus hic sepelierunt, quae causa hos divos impuberit. Quoniam longum est augustinionus sodales non longa est vía: si vacat roga. Obiis ann. Ch. MCCCXIl.» Lo cual, traducido, como puede hacerlo un mal discípulo de latín del bachillerato, dice : «Al prepararse los sacerdotes a inhumarle, cosa admirable e insólita, los santos Esteban y Agustín, descendidos del cielo, con sus propias manos aquí le enterraron. Qué causa imspulsó a los santos, como es larga (de contar la causa) y el convento de los agustinos no está lejos: vete allí y pregunta. Murió en el año 1312.»
      Después de esto dice la inscripción que el señor de Orgaz legó a la iglesia de Santo Tomé dos carneros, dieciséis gallinas, dos pellejos de vino, dos cargas de leña y 800 marevedises por año, y que recabaron estos derechos de la Chancillería de Valladolid el cura don Andrés Núñez, de Madrid, y el ecónomo don Pedro Ruiz.
      Esta es la tradición que dio el asunto al cuadro, y este asunto está realizado de la manera más acabada y perfecta. Es uno de esos cuadros en los cuáles la reproducción fotográfica no da más que un trasunto lejano de lo que es. La copia que hay de este cuadro en un pasillo de la Academia de San Fernando, encima de una puerta, copia hecha por el mismo Greco, y a la cual le falta la parte alta del cuadro, ya da más idea de lo que es el lienzo que se halla en Santo Tomé.
      El momento del milagro está representado admirablemente. Un grupo de caballeros, de clérigos y de frailes, se aperciben para los preparativos del enterramiento; la huesa está abierta, el párroco lee el oficio de difuntos, las luces de las hachas brillan en la oscuridad del templo, cuando de repente, bajados del cielo, San Agustín y San Esteban toman delicadamente entre sus manos el cuerpo muerto del señor de Orgaz y lo van a depositar en la fosa. El asombro de los caballeros no es asombro de gente incrédula, sino la admiración de personas que encuentran lo sobrenautral dentro de lo real.
     Y, sin embargo, todo es irreal en este cuadro, dentro de su realismo; las luces de los cirios tienen tanta alma como los hombres: parecen llamas de otro mundo; las cabezas todas son admirables de color y de expresión; encima de ellas se ve la Gloria, llena de nubarrones crudos, sostenida por un ángel.
      Las figuras de la parte de abajo no son alargadas ni tienen colores amarillentos; en cambio, las de la Gloria son todas alargadas, extrañas y de actitudes violentas, lo cual prueba que no hubo decadencia en el Greco al pintar como pintó en su última época, sino la idea de que no debía representarse lo sobrenatural como lo real.
      El cuadro del Enterramiento está colocado en una capilla de la iglesia, a la derecha de la puerta de entrada; tiene un marco dorado muy sencillo y su estado de conservación es perfecto.
      En el centro, San Agustín y San Esteban sostienen el cuerpo del conde de Orgaz. San Agustín es un viejo de barba blanca muy larga, nariz afilada y ojos hundidos; lleva mitra y una capa pluvial llena de preciosos bordados, en cuyos paños exteriores se ven las figuras de dos evangelistas y la de un rey. San Esteban, protomártir, revestido con una capa de diácono, sostiene por las piernas al señor de Orgaz; es joven, imberbe; en el vuelo de su capa hay un bordado que representa el martirio del santo.
      El de Orgaz viste una armadura del tiempo de Felipe II, anacronismo adorable. Su cabeza, dolorida y pizarrosa, es de un hombre joven y bello, y la apoya en la capa pluvial de San Agustín.
      Contemplando el grupo que forma un semicírculo al borde de la fosa, hay hasta veintitrés figuras, entre caballeros, sacerdotes y frailes.
      Al lado derecho del espectador, en primer término, un cura, con una larga sobrepelliz, de espaldas, alto, de bigote y barba rala, extiende las manos y mira hacia la Gloria. Es, según se dice, el retrato de don Andrés Núñez, el que encargó el cuadro al Greco.
      Empezando, de derecha a izquierda, en segundo término, primeramente se ve al cura párroco, con capa pluvial bordada, leyendo en un libro las oraciones de los difuntos. Es calvo, tiene la nariz larga, la barba y el bigote poco abundantes; la expresión, severa.
      A su lado está el sacristán, con la cruz alzada: hombre de frente estrecha, ojos pequeños, bigote caído y perilla en punta. Mira de frente con indiferencia y cansancio.
      Después de éste, asoma la cabeza un hombre de unos treinta y tantos años, de frente despejada, vestido de negro y sin golilla, que mira a la fosa con tranquilidad filosófica.
      Junto al anciano, un caballero joven, de larga perilla, bigote fino y gola lechugada, le muestra con la mano derecha a los santos.
      Siguen al caballero tres señores de unos cuarenta años, los tres delgados, escuálidos, de largas perillas; dos miran a la fosa; el otro levanta los ojos al cielo con una gran exaltación mística.

      Al lado de él, en el centro del cuadro, hay un joven alto, barbilampiño, de frente muy pequeña, el cual debió de servir de modelo para la figura de San Esteban.
      Luego hay un señor de cara cervantesca, con la mano derecha en alto y la izquierda baja, que mira al suelo con cierta indiferencia, amable y sonriente, y se ven después la cabeza enérgica de un hombre, que parece la de un militar; la de un fraile dominico o cartujo; la de un señor de barba blanca, severo y triste, y, por último, en el extremo de la izquierda, se ven dos frailes demacrados, con hábito y capucha.
      Cerca de San Esteban, y, en primer término, hay un niño, muy bonito, vestido con faldas y golilla, con un cirio en la mano derecha y que con la izquierda señala al muerto. De la faja del niño escapa un pañuelo, y allí se ve la firma de Dominico Theotocópuli, en caracteres griegos.
      En la parte alta del cuadro, la Gloria está como sostenida por un ángel con grandes alas. Se ve en el centro, muy arriba, a Cristo, entre nubes, que señala con la mano derecha el Paraíso a las almas que van llegando en terrible legión; en primer término, el alma del señor de Orgaz, postrada sobre una nube, está a los pies de Cristo.
      A la izquierda del espectador, la Virgen, con su manto sobre una nube, y junto a ella San Pedro. Entre las nubes vuelan ángeles y serafines.
                                                                    ***
     Este cuadro, del cual no es fácil dar una idea describiéndolo, es de los más maravillosos que se han. pintado; es, indudablemente, la idea madre, el origen de algunos cuadros de Velázquez, entre ellos el de las lanzas.
      La manera como están tratadas las cabezas de los personajes de La rendición de Breda recuerda de un modo claro la del Entierro del conde de Orgaz, aunque éstas, para mi gusto, son mejores.
      Velázquez es el desarrollo al máximo de ciertas facultades pictóricas del Greco.
      De un Ticiano, quizá menos pintor pero más exaltado y más poeta, al sentir el espíritu de las llanuras castellanas, nació el Greco; el Greco, más pintor y menos poeta, es Tristán. Tristán, más pintor aún, Tristán en su última hipostasis, en su devenir, es Velázquez.
       De los dos principios que integran el espíritu del Creco, uno de observación y otro de fantasía, que en el cuadro del conde de Orgaz se funden en un verdadero nexus; el elemento de observación, en Velázquez, forma una curva completa. Velázquez, en el aire, es una circunferencia.
       El otro elemento de fantasía del Greco no se pierde, porque sigue en Zurbarán y luego en Goya, pero tampoco se completa. Actualmente, un chispazo de aquella fantasía del Greco
brilla en Rusiñol.
                                                                                                            9 julio 1900.
 

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CIUDADES DE ITALIA

PISA

      Me andaba en la imaginación la idea de que quizá encontraría aquella  señora con los ojos brillantes que había entrado en el tren conmigo en la frontera y había bajado en la ciudad de la torre inclinada. ¡Quién sabe! Quizá la suerte se quisiera mostrar propicia.
      Me enteré de cuándo salía el tren por la mañana. Si me despertaba a buena hora, me iba, y si no, me quedaba.
      Me desperté temprano. Salí a la ventana. Parecía que iba a hacer un hermoso día.
      « ¡Hala, vámonos!»
      Salí de casa, fui a la estación y tomé un billete para Pisa. A medida que avanzaba la mañana iba viendo, con desagrado que el tiempo, que tanta confianza me había dado, se iba empeorando. Llovía que era un gusto..., para el que tuviese algo sembrado.
      Al llegar a Pisa me dije:
      «Voy a pasar un rato en la fonda de la estación. Veré si pasa la lluvia.» ,
      Pedí un desayuno, me dispuse a tomarlo con la mayor lentitud posible, como el que no tiene absolutante nada que hacer, y aun así, el tiempo iba más lento que lo que yo hubiese querido.
      El mozo que me había servido el café con leche me dijo, un tanto sorprendido de mi cachaza:
      _¿No tiene usted nada que hacer?
      _Quería ver el campo santo.
      _Hoy,: con esta lluvia, no abrirán.
      _Pues entonces_dije_me voy a divertir.
      _Puede usted hacer una cosa.
      _¿Cuál?
      _ Yo le puedo prestar a usted un paraguas, toma usted el tranvía aquí cerca y va, por lo menos, a ver el Duomo. Véalo usted, porque vale la pena, y si hay un momento que pase la lluvia, entonces aprovecha usted la cosa y se va al campo santo. Está cerca.
      _Sí, me parece buena idea_le dije_. Iré a ver el Duomo.
      El mozo me dejó su paraguas.
      _Diga usted. Le voy a hacer una pregunta que probablemente no podrá usted contestarme.
      _Diga usted.
      _¿ Quién sería una señora joven, vestida de blanco, que vino aquí hace unas semanas?
      _,No sé.
      Ya me lo figuraba que no lo sabría.
      Le expliqué sus señas. No caía en quién podía ser.
      «Bueno, pues nada. Hay que olvidar », me dije.
      Salí de la estación. Tapándome con el paraguas, alcancé el tranvía; lo tomé, y al poco rato lo dejé para meterme en la catedral. Vi los altares y sus retablos, di vueltas y más vueltas por el interior del templo; pero no encontré ni el más breve instante en que
cesara la lluvia.
      Pisa es un pueblo cruzado por el río Arno, un poco triste, al menos con lluvia. El río resulta bonito, encerrado en sus muelles, y pasa por en medio de la ciudad.
      La famosa torre inclinada, que llaman el Campanile, está cerca del camposanto, y no parece que se pudiera hacer así, de una manera deliberada. Probablemente, falló el terreno, se produjo la inclinación y luego la consolidación. Creo que ésta es la tesis más admitida.
      Las calles de Pisa tienen muchos nombres de santos: San Martín, San Francisco, San Apolonia, San Lorenzo, San Lorenzo, San Silvestre, San Andrés, San Pablo, San Sebastián; luego, nombres de la historia moderna de Italía: Garibaldi, Víctor Manuel, Mazzini, etc.
      La catedral de Pisa es un edificio muy grande, cuyas obras parece que comenzaron en el siglo XI y terminaron en el siglo XII. Vi que allí todo era mármol: las cúpulas, los muros, los pavimentos, los arcos, las columnas; mármol sometido a los caprichos de una arquitectura de varios tiempos, Descubrí con cuánta verdad había dicho Vasari que los pisanos, en la cima de su grandeza, siendo dueños de Cerdeña, de Córcega y de la isla de Elba, se llevaron para su corte, de los sitios más apartados, trofeos y despojos en abundancia.
      El Duomo se construyó para agradecer a la Virgen la victoria que los naturales de la ciudad habían obtenido sobre los sarraceno s de Cerdeña.
      La basílica de Pisa presenta en su fachada cinco series de columnas formando pórticos superpuestos. Emparejadas, sostienen arcos pequeños, componiendo un conjunto de blancos mármoles brillantes, muy rico y decorativo. La cúpula descansa sobre una corona de finos capiteles, y un par de columnas corintias dan guardia a la puerta principal. Anuncian, en el exterior, la graciosa esbeltez de las cuatro hileras de columnas que dividen en cinco naves el interior, con sus entrecruzamientos de mármoles blancos y negros.
      Pocas ventanas, y las que hay, pequeñas y sin vidrieras, se abren en los los muros grandes, lisos, que evitan distraer de la impresión que causan las columnas que custodian las naves. Las puertas de entrada, obra de Juan de Bolonia, ofrecen un mundo de figuras animadas, de animales, de flores y de frutos.
      Me habría gustado poder moverrne con libertad por el rincón pisano donde se alzan, próximos el Duomo, el Baptisterio, la Torre inclinada y el campo santo. Es decir, recorrer la Pisa del turista, donde reina como soberano el silencio. Toda esa parte de la población parece un cementerio, un lugar donde la vida se ha extinguido. La lluvia no me permitió más que una visión exterior rapidísima, pasada por agua.
      El Baptisterio, cúpula aislada, y la Torre inclinada, ambas revestidas de columnas, tienen siluetas bien típicas.
      Dicen que la torre, cuando estaba a medio construir, se torció, y que los arquitectos encontraron más fácil acabarla torcida que enderezarla. Puede que así sea; pero como hay en Italia torres deliberadamente construidas con inclinación, siempre queda la duda.
      Estando en el Duomo, un momento que me pareció que escampaba, salí l un poco para ver si estaba abierto el campo santo, y me puse a contemplar la Torre inclinada, el célebre campario.
      Este cilindro enorme, torcido, en medio de la lluvia, daba la impresión de si uno se habría vuelto loco. Pisa está rodeada de montes bastante altos, y el clima debe de ser húmedo y tibio,  malo para los reumáticos.
      Los muelles próximos al Arno son hermosos.
      Pisa, con lluvia, con sus amplios muelles, solitarios en un domingo, ¡qué melancolía! Era un tiempo de Ondárroa o de Bermeo.
      Pisa me pareció un pueblo de aire noble y pomposo, algo paralelo a lo que son en España Santiago de Compostela o Salamanca.
      En el campanil, cilindro enorme, era donde trabajaba Galileo. Citando esta torre, dicen los pisanos el campanil torto, es decir, torcido.
      Como seguía lloviendo, sin consideración alguna a los turistas, esperé inútilmente algún tiempo, mirando a menudo con cara de pocos amigos al cielo,  y acabé por tomar de nuevo el tranvía y marcharme a la estación.
      Seguía lloviendo. Era una lluvia espesa, de puerto de mar, de las que no dejan posibilidad de pasearse. No era de las lluvias que cantó Verlaine:

Il pleure dans mon coeur
comme il pleut sur la ville.
Quelle est cette langueur
qui pénétre mon coeur?

      Comí en la fonda, devolví, el paraguas al mozo del café, me despedí afectuosamente de él y me volví a F1orencia.
      En Pisa me falló la dama de los ojos brillantes, a quien no vi, y el campo santo que no estaba abierto.
      Lo único que tuve que reconocer fue que el mozo de la cantina de la estación había estado muy amable conmigo, dándome datos y prestándome el  paraaguas.
      Al salir de Pisa comenzaba a despejar y a  salir el sol.
 

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DE MADRID A TANGER

TANGER

                                                                                                                                              2 enero 1903.
     
Es difícil formar una idea clara de Tánger; parece, a primera vista, que España es la nación que tiene mayor influencia.
      Para un español, el cambio de Andalucía a Tánger apenas podría notarse si los hombres de esta tierra no llevaran sus ropajes árabes y no hablaran árabe.
      El aspecto de la población es casi idéntico al de una población agrícola española. Una gran parte de los habitantes, los hebreos y españoles, hablan castellano; la moneda que circula es española; los letreros de las tiendas, en español aparecen; los anuncios, en español, y el periódico que veo en mano de los que charlan en el zoco, está escrito en castellano también. La colonia española es numerosísima: bastantes miles de almas. Por cierto que se dijo en Madrid que España enviaba a Tánger al Infanta Isabel para que, en caso de un levantamiento de los indígenas, la colonia española se refugiase en el barquito de guerra. Es una idea graciosa.
      Pues, a pesar de toda esta influencia española, parece que España es la que menos pito toca en este desafinado concierto tangerino.
      Para un artista, claro es que este país es admirable; los espectáculos pintorescos se presentan a cada paso. Cuando, desde el barco, llegamos a la puerta de la ciudad, tuvimos que comparecer con nuestras maletas delante de unos moros que estaban sentados, formando tribunal, en la entrada de Aduana.
      Un viejo magnífico, que presidía, el jefe, nos miró benévolamente; le habló al oído a un joven de cabeza afeitada y ropaje amaranto; luego se dignó echar una ojeada sobre nuestras pobres camisas, y nos dejaron pasar sin más obstáculo.
      Las calles de esta ciudad ofrecen un aspecto abigarrado y pintoresco.
      Como ayer, día primero del año, por rara coincidencia, fue día de fiesta para judíos, mahometanos y cristianos, todo el mundo se echó a la calle, y era el ir y venir de moros, árabes, hebreos y negros, rifeños, admirables tipos de fiereza, que deben dormir con un fusil; judíos de finísima cabeza y hopalandas oscuras, cubiertos con el fez negro o azulado; mujeres moras, envueltas en inmensos jaiques blancos; aguadores medio desnudos, de tipo egipcio, que proceden del Sur, en los confines meridionales del Imperio; soldados mulatos,  y luego la muchedumbre europea.
     De cuando en cuanto pasan algún genthleman a caballo, alguna miss espiritada, montada en un borrico, al que un morazo que grita «Balac! Balac!» hace correr a palos.
      En las tiendas parece que lo que está en venta es el tendero, generalmente un moro que ha engordado con la inacción, y que ofrece al comprador un semblante rollizo y barbudo,  como el de un fraile español; otras veces, entre las mercancías amontonadas, se ve a un judío greñudo, que mira con sus ojos tristes a la multitud abigarrada que corre por la calle.
      El Zoco chico es la Puerta del Sol de Tánger; se charla, se fuma, se toma café y, sobre todo, se miente, como en la famosa plaza madrileña.
      El Zoco grande es una explanada que ahora está intransitable de fango y porquería, rodeada de tenduchos, y en el que las freidurías ponen un olor insoportable de aceite de argán.
      Al ver freír estos pastelillos y buñuelos que un moro o un judío cochinísimo manosea, se encontrarían apetitosas las gallinejas del puente de Toledo.
      En los cafés moros, concurridos desde la mañana hasta la noche, se toma café con posos y se fuma kif, una mezcla de tabaco, cáñamo índico y salvia, bastante agradable, pero que adormece a los moros y hace que sus cánticos sean más lánguidos. El encargado del café va y viene con sus pies descalzos entre las tazas de café puestas en el suelo sobre una estetilla.
      Los mendigos son horribles; nada tan aparatoso como algunos de estos desgraciados, de cuyo rostro apenas queda más que los agujeros purulentos de los ojos y otra .caverna en el lugar de la nariz. Los hay de todos colores; pero principalmente mulatos; pasan la vida acurrucados en un rincón pidiendo limosna con voz quejumbrosa.
      En algunas tiendas se ven unos moros con barbas blancas y anteojos; me dice un indígena que son notarios, y un europeo añade, sonriendo:
      _Notarios y memorialistas de portal.
      Esta mañana vi al célebre Harris, corresponsal del Times, según se dice, más bien agente diplomático de Inglaterra.
      Parece que su retirada de Fez se debe a que su presencia comprometía al sultán.
      Los moros le llaman el Diablo. Es un hombre delgado, bajito, de barbucha roja, puntiaguda; tiene tipo de judío. Hace diez años que vive en Tánger. Tiene una casa al otro lado de la bahía, casi ya en la cabila. Debe de ser hombre enérgico y a propósito para la misión que desempeña. Inglaterra hace las cosas bien.
      Veo a Canalejas con la plana mayor de su partido. Se pasea por las calles; yo creo que habla de política. En España no se hacen las cosas tan bien como en Inglaterra.
      Cuando supe que había noticias de  Fez y todo el mundo decía que los santones han aconsejado a Abd-el-Aziz que llame a su hermano, el Tuerto _cosa que, entre paréntesis, me parece que nadie cree_, fui al teléofo; era ya anochecido y llovía de una manera horrorosa.
      El telégrafo inglés está fuera de la ciudad, y no hay más remedio que telegrafiar por él, porque el español (cosa castiza) está roto hace días.
      Pues en el camino del telégrafo encontréme con rifeños atléticos, tremendos, con sus fusiles, que pasaron tranquilamente a mi lado. No ocurre nada; pero, sin embargo, al principio, la cosa impone.
      Otro espectáculo hermoso:
      Un rifeño, guapo chico, de veinticinco años, y una famosa inglesa, borrachos perdidos, haciendo eses por las calles.
      _¡Menuda ha sido la algazara que han armado los mozos!
      La inglesa se agarraba al rifeño con una fuerza que demuestra su entusiasmo por el mahometismo.
      He notado que a los soldados los desprecian; dicen los moros paisanos que aquéllos venden el fusil y las babuchas por un tarro de ginebra.
      Lo cierto es que, en parte, la sublevación de los Hiata ha sido delbida al desenfreno de esa soldadesca desharrapada, que se entregó a toda clase de barbaridades cerca de Taza.
      Según se dice, cambiaban los cartuchos por comida, creyendo encontrarse en terreno amigo; pero un un día agarraron cuarenta mujeres Kabilas y no hay imaginación calenturienta que se figure lo que allí ocurriría. Se armó una de tiros horrible, y aquello fue causa de que los Hiata formaran en la horda de ese Roghi misterioso, del que los moros tienen una idea tremenda.
      Creen que es un hombre que posee artes mágicas, que obtiene dinero por medios ocultos a todos los mortales. Sin embargo, algunos más avisados aseguran que las armas de los sublevados son de fabricación francesa, y que allí abundan las buenas monedas de cinco francos.
 

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 (Fragmentos de Memorias de un hombre de acción)

SORPRESA

En medio de estas preocupaciones masónicas, revolucionarias y filantrópicas, recibimos el anuncio de la entrada de los franceses en nuestro país. Se decía que iban a cruzar España para intervenir en Portugal.

Efectivamente; poco después pasaron el Bidasoa  Junot, y luego Dupont. Yo no me hallaba entonces bien enterado de la política de aquel tiempo, y no podría trazar un cuadro completo de! estado de España en 1808; no conozco bastante la Historia para eso, y en el fondo de esta cárcel no puedo proporcionarme libros ni datos.

Además, como hombre de acción, he vivido al día y el recuerdo de tanto acontecimiento favorable y adverso, más adverso que favorable, batallas, matanzas, epidemias, unido a los sufrimientos de la cárcel, han llevado la confusión a mi memoria.

Contaré, pues, las cosas conforme las vaya recordando.

[…] Al final de enero de 1808 tuvimos en Irán el espectáculo de ver entrar al Mariscal Moncey con un Cuerpo de ejército de veinticinco mil hombres. Era el Cuerpo de Observación de las costas dell océano, el tercero que pasaba la frontera.

Mi tío Fermín Esteban, que leía muchas gacetas y se enteraba de la marcha política de los imperios, era de los más desconfiados y más llenos de preocupación con las expediciones francesas.

¿Para qué querían los imperiales aquellos inmensos acopios de galleta en Bayona, San Sebastián y Burgos?

¿Por qué tantas vituallas en ciudades tan distantes de los puertos de  Andalucía, donde los franceses iban  a embarcarse para entrar en Portugal?

Por otra parte, la Caballería, que pasaba por Irún, necesitaba, para ser  transportada, una enormidad de buques, que, según mi tío Fermín Esteban, no había.  

Ignacio Arteaga venía a verme siempre que su general le dejaba libre.

 

EL PATRIOTISMO DE IGNACIO

 Ignacio se manifestaba muy patriota, cosa que yo entonces no comprendía, porque la patria no se siente fuertemente más que cuando se está fuera de ella y cuando se encuentra uno en peligro de perderla.    

  Ignacio pensaba que España se perdía por las maquinaciones del rey, de la reina, de Godoy y del príncipe el Fernando; de sus odios, disputas y  maquinaciones.

Esta vida doméstica de los reyes y de sus serviles palaciegos a mí, al menos, no me interesaba nada. Ignacio era enemigo del Choricero, como llamaban a Godoy, y creía que bastaba  la subida al trono del príncipe Fernando para que España fuese feliz.

Ignacio, por orden del general Buria, mandaba todos los días informes alarmantes acerca de los propósitos de los franceses, y desde Madrid solían contestarle diciendo: «Enterado.»

En febrero se supo en Irún que el general Darmagnac se había apoderado por sorpresa de la ciudadela de Pamplona.

Mi tío FermÍn Esteban dijo:

_ Esto va mal; los franceses nos están engañando.

            Cuando vinieron las noticias del motín de Aranjuez contra Godoy, Ignacio Arteaga, muy enemigo del favorito, aseguró que con aquel cambio  iba a arreglarse todo.

 Los aristócratas que produjeron la caída de Godoy valían mucho menos  que él; los Montijo, los Infantado, los  Orgaz, los Ayerbe, eran unos botarates ambiciosos de poca monta que querían rivalizar en el honor de cepillar la casaca y lustrar las botas del e monarca con otros palaciegos.

 Difícilmente se puede dar un caso de ineptitud mayor que el de la aristocracia española y el de todas las clases pudientes en el reinado de Carlos IV y en la invasión francesa.

.           Sin el arranque y la genialidad del pueblo, la época de la guerra de la  Independencia habría sido de las más  bochornosas de la historia de España.

 No se habría sabido qué despreciar más, si al rey, a los aristócratas, a los  políticos o a los generales.

Las clases directoras fueron de una esterilidad absoluta; no salió un hombre capaz de dirigir a los demás.

Como era natural, el motín de Aranjuez no arregló nada; las tropas  francesas siguieron avanzando por España y Murat entró en Madrid.

 Yo le encontraba a mi tío Fermín  Esteban leyendo gacetas, consultando  mapas, lleno de preocupaciones. En un hombre egoísta y poltrón como aquél era extraño verle tan agitado.

FERNANDO VII Y SUS SATELITES

En abril pasó el príncipe Fernando por Irún. Ignacio Arteaga le vio; según dijo, venía muy receloso. En Vitoria, para impedir su viaje, le habían cortado los tirantes del coche, y en Guipúzcoa, en Astigarraga, los

campesinos se acercaron a Fernando con hachas encendidas gritando:

 _ jNo ir a Pransia! ¡No ir a Pransia!

Este amor por un rey que recomendaba a sus vasallos no le siguiesen, a mí, revolucionario y jefe del l«A ven tino», me parecía algo ridículo y vergonzoso.

 A la semana de la marcha del rey se levantaba Tolosa, entonces capital ie Guipúzcoa, y luego, Bilbao.

Unos días más tarde se presentaron  en Irún Carlos IV y María Luisa con  Godoy, y pasaron a Bayona.  

Una nube de aristócratas, de militares y de intrigantes aparecieron en la frontera. Entre ellos se encontraba don José Palafox, que luego tuvo tanta fama de patriota por la defensa de Zaragoza, y a quien conocí más tarde y me pareció un hombre inepto, ambicioso y de poca integridad moral.

Palafox venía con el hijo del marqués de Castelar, y quería pasar a Bayona a olfatear lo que allí se guisaba, aunque él dijo después que iba a arrancar al príncipe Fernando de las garras de Napoleón. Le preguntaron a Arteaga si podrían entrar en Bayona, e Ignacio les contestó que serían detenidos si se presentaban de uniforme, e igualmente si se disfrazaban, porque Bonaparte tenía miles de espías en la frontera

Castelar y Palafox no se determinaron a pasar, al menos por Irún.

Arteaga, que estaba muy enterado de las murmuraciones de la corte, me dijo que Palafox había sido uno de los intermediarios del príncipe Fernando con el embajador de Francia en Madrid, Beauharnais, para concertar el matrimonio del príncipe con una sobrina de Napoleón.

Había tomado también parte Palafox, unido con Montijo, en el motín de Aranjuez y aconsejado a Fernando que marchase a Bayona.

Al ver que la cosa salía mal, Palafox se hizo el sorprendido, y pocos meses después estaba en Zaragoza echándoselas de héroe y dando proclamas elocuentes, que se las escribían los frailes.

La misma conducta artera ha seguido conmigo veinticinco años después, con motivo de la conspiración isabelina por la que estoy preso.

Sabia lo que pasaba, dejaba que los demás se comprometiesen. ¿Salía el movimiento bien? Pues el duque se aprovechaba. ¿Salía mal? El no tenía nada que ver.

Este Palafox, hombre que une la ineptitud con la ambición, cuya vida pública y privada ha sido sospechosa, que hizo una salida de Zaragoza dejando abandonado al pueblo en el momento de más peligro, pasa por una de nuestras grandes figuras.

Así es la Historia. En cambio, i cuántos hombres no han muerto haciendo verdaderas heroicidades y han quedado ignorados!

En el fondo, es igual. La inmortalidad es una poética superstición.

Como decía, ni Palafox ni Castelar fueron a Francia por Irún.

Días más tarde, el general Rodríguez de la Buria, Ignacio y yo marchábamos a Bayona.

Ni el general ni Ignacio sabían bien  el francés, y me llevaron como intérprete.  

El general se presentó al príncipe , Fernando, quien le dio la comisión de  proponer a los reyes padres un acomodamiento: el cederles Mallorca o  Murcia durante sus días.

 El pobre calzonazos de Carlos IV dijo que había que consultar a Godoy, a su querido Manuel, y Godoy,  cuando se lo dijeron, no aceptó.

Entonces hubo una serie de conferencias secretas y de líos en Bayona y en Irún, en que intervinieron Fernando, Godoy, los dos Palafox, el conde de Belveder, el cónsul en Bayona, Iparraguirre y otros.

Yo sabía algo de estas maquinaciones por Ignacio.

Un día nos encontramos Ignacio y yo en la fonda, en Bayona, esperando  a que llegase el general Buria, cuando se presentaron unos cuantos oficiales franceses. Iban a Burgos, estaban muy contentos, pidieron café y licores y brindaron por la conquista de  España.

Ignacio Arteaga se puso pálido como un muerto; me miró y no dijo nada.

Al día siguiente, Rodríguez de la Burla y Arteaga pasaron a Irún y siguieron hacia Madrid.

VACILACIONES

Desde entonces comencé yo a preocuparme de los acontecimientos de actualidad.

Yo no sospechaba que la invasión: francesa produjera el alzamiento del país y aquel incendio que acabó con una España y dio principio a otra.

Pocos años antes, los españoles habían invadido el Rosellón, y  los franceses, después, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya, y no se conmovieron ninguna de las dos naciones.

Esta vez la cosa iba tomando otro carácter.

Mientras se hablaba de los arreglos y componendas de Fernando, Carlos IV y Napoleón, se supieron los sucesos del 2 de mayo en Madrid.

En la Gaceta del Comercio, que se publicaba en Bayona, en castellano, leí un relato de estos sucesos, escrito por algún afrancesado. El artículo terminaba diciendo:

« Valúase la pérdida de los franceses en 25 hombres muertos y 45 a 50 heridos; la de los sublevados asciende a varios millares de los mayores calaveras de la villa y de sus inmediaciones.»

 Un comerciante de Bilbao nos contó la verdad de lo ocurrido en Madrid el día 2 de mayo. Tuvimos junta en el «Aventino». Todos, hasta Michelena, se manifestaron patriotas y guerreros. El teofilántropo no pudo menos de confesar que 108 pases magnéticos no significaban nada ante un trabuco. La opinión general estuvo de acuerdo en abandonar por entonces las cuestiones políticas y hacer la guerra a los franceses. Los mismos enciclopedistas vascos, que antes, en 1795, habían querido la separación de Guipúzcoa de España con la protección de la República francesa, se decidían con entusiasmo por la causa española. A uno de los más significados separatistas, don Fernando de Echave, le  acababan de prender los franceses en Usurbil por manifestarse enemigo de los invasores.

 A mí, la posibilidad de una campaña anticlerical, hecha por Napoleón, me hacía esperar

 Me encontraba así fluctuando; mi tío, a pesar de su españolismo, me  aconsejaba que me dejara de guerras  y fuera cuanto antes a Méjico; mis amigos excitaban mis sentimientos patrióticos.

Yo les aconsejaba calma; que esperaran el giro de los acontecimientos.

 Aquella pobre familia de los Borbones se mostró ante Napoleón ridícula y servil.  Los padres, el hijo, el favorito, todos rivalizaron en abyección y vileza.

 El amo de Europa presenciaba sonriendo aquellas escenas vergonzosas, como un juez desdeñoso el escándalo de una casa de vecindad.

Los grandes de España que se encontraban en Bayona se mostraron también cobardes y sumisos.

Más que los grandes de España, parecían los enanos de España.

Yo tenía interés en ver cómo terminaba aquello. En el verano se iban a celebrar Cortes en Bayona.

        ¿Qué podía salir de tanto enredo?

LAS ESPERANZAS DE LAZCANO

Por esta época me encontré a Lazcano y Eguía. Acababa de llegar a Irún e iba de paso para Francia. Hablamos extensamente de los asuntos de actualidad.

Lazcano se mostró entusiasmado.

_Estamos de enhorabuena  _me dijo

_ ¿Cree usted?

_ Si, sí. España entra en un nuevo período. Esto se va a transformar.

_ Me parece difícil.

_ A mi, no. Marchena ha dicho muchas veces: “Francia necesitaba de una regeneración; España no necesita más que una renovación.”

_ ¿Y quién o quiénes van a hacer esa renovación? _pregunté yo.  

_Bonaparte. José Bonaparte. Es un hombre de talento grande. El será  el eje de la transformación de España; hará lo que ha hecho su herman(o en Francia. La verdadera obra revolucionaria ha sido la de Napoleón. 

No quise discutir su aserto, con el cual no estaba conforme.

No creía tampoco en la eficacia liberal de la invasión francesa. Si el  pensamiento de Napoleón hubiera sido liberalizar a España, podía haber dejado en Madrid un rey español, por ejemplo, a Fernando, rodeado de bayonetas; hacer lo que hicieron los franceses con Angulema quince años: después para asegurar la reacción; pero Napoleón no quería liberalizar, quería reinar; nacido de la Revolución, aspiraba a ahogarla.

Lazcano me invitó a ir con él a conocer a los notables que en Bayona estaban preparando el cambio de dinastía: Azanza, Urquijo, Arribas, Hermosilla, etc.; pero no quise ir.

No creía tampoco que tuviera gran eficacia una Constitución que, aunque se decía se estaba elaborando en Bayona por españoles ilustres, realmente se había redactado calcándola sobre la francesa por un señor llamado Esmenard, que, al parecer, conocía bien los asuntos de España.

PLANES DE «GANISCH»

Al proyecto de Lazcano oponían Ganisch y Cortázar el de salir al campo a luchar con los franceses.

A Cortázar le inspiraba el patriotismo; Ganisch tenía, más que nada, afán de aventuras.

Al final del verano se supo en lrún la noticia del triunfo de los españoles en Bailén. En todas partes se hablaba de la victoria obtenida en esta gran batalla, y como no había periódicos ni noticias oficiales, se aumentaba o disminuía la importancia de los acontecimientos al capricho..

Ganisch y Cortázar decidieron que debíamos echarnos al campo.

Era difícil; las provincias vascas se hallaban ocupadas militarmente en su  totalidad por los franceses, y aunque se hablaba de partidas de patriotas,  nadie sabía con exactitud por dónde andaban.

 Se citaban nombres de guerrilleros  hasta entonces desconocidos. Los franceses decían que eran sólo ladrones y no patriotas. El primero que se citó en el Norte fue Javier Mina, a quien  luego, cuando su tío don Francisco Espoz adquirió más fama, se le llamó  Mina el Mozo o Mina el Estudiante

Cortázar, Ganisch y yo intentamos ir hacia Navarra; pero viendo la dificultad de pasar, nos volvimos de nuevo a Irún.

Entonces a Ganisch se le ocurrió que fingiéramos una carta diciendo que me llamaban a casa desde Madrid.

Hicimos esto, y yo recibí la falsa carta. Mi tío Fermín Esteban no sospechó la superchería, y me dio sesenta duros para el viaje.

Hice mis preparativos, e inmediata_ mente Ganisch y yo nos fuimos a San Sebastián, el San Sebastián quemado por los ingleses el año 1813, que era un pueblo parecido al actual, con casas altas de cuatro o cinco pisos, encerradas dentro de la muralla, y calles estrechas, iluminadas de noche con faroles de reverbero.

Nos hospedamos en el Parador Real, y yo tuve el capricho de comprar en una tienda nueva un anteojo de larga vista.

En San Sebastián supimos que comenzaba a haber partidas de patriotas en los puntos de paso obligado de Madrid, y pensamos en reunimos con cualquiera de ellas. Tomamos nuestro pasaporte, yo a nombre de Eugenio  Echegaray, mi tercer apellido, y Ganisch  con el de Juan Garmendia.

 Desde San Sebastián fuimos a Vitoria en un cochecito. En la ciudad alavesa estaba el rey José con su cuartel general. Allí iba a esperar a Napoleón, que pocos días después estaría en España a la cabeza de su ejército con los mariscales Soult y Lannes.

ENCUENTRO

             En Miranda de Ebro nos topamos con unos arrieros en el mismo puente, y en su compañía pasamos el desfila dero de Pancorbo y pasamos hasta Briviesca.

Nos detuvimos ellos y nosotros a la salida del pueblo, en el mesón del Segoviano, que entonces pertenecía a un tal señor Ramón, de Pancorbo. Los arrieros hicieron la comida aparte, y Ganisck y yo pedimos de cenar y nos sentamos a la mesa redonda.

Estaban de comensales dos militares franceses, uno de ellos capitán y el otro subteniente, hombre este de largos bigotes rubios, y dos mujeres españolas, una muchacha y una vieja.

Los militares intentaban entrar en conversación con la muchacha, pero ella, seca y desabrida, no contestaba.

Durante la cena, las dos mujeres, Gasnisck y yo no dijimos nada. Los oficiales franceses, atrevidos v fanfarrones, se hartaron de reírse y de ínsultarnos en su lengua. Ya veríamos los españoles lo que nos iba a ocurrir cuando llegara el gran Napoleón con Soult. Tendríamos que arrodillamos todos a sus pies si no queríamos ser pasados a cuchillo.

Al levantarse los franceses, el odio español estalló como una mina, y hablamos los cuatro que quedábamos en la mesa de que había que exterminar a aquellos estúpidos y petulantes invasores. Al momento, Ganisck y yo nos hicimos amigos de las dos mujeres.

La muchacha se llamaba Fermína y la vieja doña Celia..

Hasta mucho tiempo después no supe que las dos no se conocían en el momento de encontrarlas nosotros en el parador.

Fermina era una mujer bonita, de ojos negros; tenía la nariz recta, la boca pequeña, la cara ovalada, la estatura algo menos que mediana, pero erguida y esbelta de talle; la tez morena pálida. Vestía de luto; parecía una señorita de pueblo.

La vieja, doña Celía, era de esas viejas que cuentan desdichas y hablan constantemente de su padre el general, de su tío el oidor del Perú y de  su juventud deslizada entre condes y s marqueses.

Charlamos largo rato Fermina y doña Celia, Ganisch y yo, y expusimos nuestras aspiraciones patrióticas.

La moza del mesón, que nos oía, se  adhirió y fue de las más entusiastas.

Ganisch, entonces, confesó que él y yo nos íbamos a echar al monte, lo que produjo que las tres mujeres nos miraran con admiración y enternecimiento.  

_ Nada; si quieren ustedes venir, vengan con nosotros _añadió Ganisch, que tenía grandes salidas.

_ ¿Adónde?

_ AI monte. A matar franceses.

Fermina afirmó que ella iba; tal odio sentía por los invasores; la criada del mesón dijo que también. Estaba cansada de servir en la posada y  ansiaba marcharse a recorrer tierras.

_ ¿Cómo te llamas? _le pregunté yo. 

_ Maria la Riojana.

La Riojana tenía la nariz remangada, los ojos muy claros, la boca entreabierta, como expresando una interrogación; el pelo rubio rojizo, la piel blanca y abundante.

Hablaba con mucha gracia, una gracia picante, burda; su conversación era como esos guisos de arriero; salpimentados con especias fuertes.

Una sociedad como la nuestra, hecha en un mesón entre cinco personas desconocidas, no podía verificarse más que en un momento de inquietud como aquél.

Realmente, había una enorme ansiedad en toda España; en las ciudades, en las aldeas, en los rincones apartados no se hablaba más que de la invasión francesa.

Se citaba en los pueblos la gente, preparada para echarse al campo; en ninguna parte se sabía nada de cierto, y las noticias, contradictorias y absurdas, aumentaban la confusión.

En las ciudades, el elemento culto se dedicaba a escribir y a publicar hojas sueltas.

 Era aquél el sacudimiento de los nervios y de la inteligencia de una nación aletargada y casi moribunda.

 Después de hablar en el mesón largamente quedamos de acuerdo en que por la mañana la vieja doña Celia, con Fermina y la Riojana, salieran en dos mulos camino de Hurgos; horas después marcharíamos Ganisch y yo a  reunirnos con ellas.

LA MAÑANA SIGUIENTE

 De acuerdo en el plan, nos fuimos  a la cama. Noté, ya medio en sueños, que Ganisch entraba y salía en el  cuarto, pero no hice caso. Me figuré que andaría rondando la alcoba de la Riojana. Al día siguiente, muy de mañana, pedimos el desayuno y la cuenta. Nos  la trajo la dueña del mesón. Concluido el refrigerio bajamos a la cuadra  y vimos Ganisch y yo cómo se preparaban para la marcha las tres mujeres.  Iban a montar la vieja y la Riojana en un mulo y Fermina en otro, cuando  acertó a venir el subteniente francés de los largos bigotes rubios, nuestro comensal de la noche anterior, con un s sargento.

 Este, haciéndose el distraído, pasó  por cerca de Fermina y le dio un pellizco en sitio blando y carnoso. Fermina se volvió como una víbora, y con el puño cerrado le pegó un golpe en la cara al francés.

 Al soldadote bárbaro, que creía, sin duda, que la milicia era una institución sagrada hasta cuando pellizcaba, no se le ocurrió otra cosa más que echar mano al sable y desenvainarlo.

Nos mezclamos Ganisch  y yo con idea de apaciguar a tales brutos, y el subteniente y el sargento la tomaron con nosotros hasta atacamos a sablazos.

Yo, con un palo que cogí de un rincón, paré varios mandobles de aquellos bárbaros; pero el subteniente me tiró una estocada que me hirió encima  de la clavícula.

 El mesonero, mientras tanto, echaba a correr al pueblo, y poco después volvía con un capitán muy desdeñoso y antipático.

Como el subteniente y el sargento querían tergiversar la cuestión diciendo que les habíamos insultado, y llamándonos a cada momento brigands, tercié yo, y, en francés, expliqué al capitán lo ocurrido.

El capitán nos preguntó quiénes éramos y a qué íbamos a Burgos; mostramos nuestros pasaportes, y con

aire displicente y poco amable exclamó:

_Está bien; váyanse ustedes.

Salimos del pueblo. Yo tenía la camisa empapada en sangre. Empezaba a sentir por aquellos estúpidos galos un odio que no había sentido nunca. .

A los pocos minutos de Briviesca nos encontramos con un carromato cargado de pellejos de vino. Contamos al carretero lo que nos ocurría y nos invitó a montar. Puso un saco de  paja y unas mantas sobre los pellejos,  y yo me eché encima.

Poco después, en el sitio que se llama  la Lengua Negra, entre Santa Ola]a de Bureba y Santa María del Invierno, encontramos a Fermina, la Riojana y la vieja; nos esperaban con ansiedad. Ganisch contó lo ocurrido, y todas las atenciones de las tres mujeres fueron para mí.

Faltaban unas cuatro o cinco leguas para Burgos, y en ocho o diez horas  llegamos al puente de Santa María.

UNA BELLA DAMA

Supusimos que en la puerta de la muralla, al verme pálido y manchado  de sangre, me detendrían.

         Bajé del carro, ayudado por todos, y estaba sin poder tenerme en pie, cuando llegó una señora en un coche.

_¿Qué pasa? _dijo, asomando la cabeza por la ventanilla.

            La vieja doña Celia, desde su mula, explicó lo ocurrido en Briviesca con los militares franceses.

_ Este pobre muchacho no va a poder ir andando_ _advirtió la dama.

Contemplé a la señora, que era una mujer soberbia; tenía unos ojos negros preciosos, la tez pálida y la expresión trágica. Yo la miraba absorto, lleno de admiración.

No sé si en premio de mi entusiasmo, la señora dijo:

_ Que suba en mi coche; yo le llevaré. ¿Dónde tiene que parar?

_En la plaza.

Abrió doña Cecilia la ventanilla y, ayudado por Ganisch, subí al carruaje, que echó a andar y entró por el arco de Santa María.

Al paramos en la puerta un momento se acercó al coche un oficial francés e hizo a la dama un saludo ceremonioso y le besó la mano. Seguimos adelante.

_ ¿Le duele a usted la herida? _me preguntó la señora.

_ Sí_contesté _; pero no me importa.

_ ¿Por qué? _preguntó ella, extrañada.

_ Por haberla visto a usted. Es usted muy hermosa, señora.

_ Y usted es un chico. ¿A qué viene usted a Burgos?

_  Vengo a hacerme guerrillero contra los franceses.

Ella se quedó asombrada. ]

_ No lo diga usted en todas partes _me dijo_. Le pueden prender a usted. Los franceses tienen muchos amigos. Yo soy amiga suya.

_¿De verdad?

_ Sí.

_ Pues lo siento.

_ ¿Por qué?

_ Porque son unos brutos.

 La señora me preguntó quién era y de qué familia; yo se lo dije, y llegamos a la plaza. El carruaje se detuvo

_ ¿Podrá usted bajar solo? _me di preguntó la dama_. ¿O quiere usted que llame a alguien para que le  ayude?

_ No, yo bajaré.

_Le mandaré a usted un médico  esta noche.

_ Muchísimas gracias, señora.

_ Adiós, y no haga usted más tonterías.

 Bajé del coche y me quedé inmóvil, agarrado a la portezuela.

_ ¿Qué espera usted?_me preguntó ella.

_ Que me dé usted a mí también la mano a besar.

_ Es usted un muchacho insoportable _replicó la señora, riendo.

Y  me alargó la mano, que yo besé con entusiasmo.

 

NOTICIAS DE MERINO

Jerónimo Merino había nacido en Villoviado, pueblo del partido de Lerma, en la provincia de Burgos.

A los siete años  Jerónimo era pastor. A pesar de ser cerril, y quizá por esto, le hicieron estudiar para cura, y, con grandes esfuerzos y la protección del párroco de Covarrubias, le ordenaron y lo enviaron a Villoviado.

Este clérigo de misa y olla no sabía una palabra de latín, ni maldita la falta que le hacía, pero, en cambio, con una escopeta y un perro era un prodigio.

La invasión francesa decidió el porvenir de Jeromo, el ex pastor, que, de cura de escopeta y perro, llegó a ser brigadier de verdad.

Un día de enero de 1808 descansó en Villoviado una compañía de cazadores franceses.

.         Querían seguir por la mañana su a. marcha a Lerma, y el jefe pidió al Ayuntamiento bagajes, y corno no se a. pudiera reunir número de caballerías necesario, al impío francés no se le  ocurrió otra cosa más que decomisar a los vecinos del pueblo como acémilas, sin excluir al cura.

Para mayor escarnio, le cargaron a Merino con el bombo, los platillos,  un cornetín y dos o tres tambores.

 Al llegar a la plaza de Lerma, Merino tiró todos  los instrumentos al  suelo, y, con los dedos en cruz, dijo:

_Os juro por ésta que me la habéis de pagar.

 Un sargento que le oyó le agarró de una oreja, y, a culatazos y a puntapiés, lo echaron de allí.

 Merino iba ardiendo, indignado.

¡ A él! ¡A un ministro del Señor hacerle cargar con el bombo!

 Merino, furioso, se fue al mesón de la Quintanilla, se quitó los hábitos, cogió la escopeta y se emboscó en los pinares. Al primer francés que ¡paf! abajo

 Por la noche entró en Villoviado y  llamó a un mozo acompañante suyo en las excursiones de caza.

.        Le dio una escopeta, y fueron los dos al pinar.

Cuando pasaban franceses el cura  le decía al mozo:

_ Apunta a los que veas más .majos, que yo haré lo mismo.

 Los dos se pusieron a matar franceses como un gato a cazar ratones.  Cada tiro costaba la vida a un soldado imperial.

La espesura de los matorrales y el conocimiento del terreno en todas sus sendas y vericuetos les aseguraba la  impunidad.

Poco después se unió a la pareja un sobrino del cura, y esta trinidad continuó en su evangélica tarea de ir echando franceses al otro mundo.

Semanas más tarde, el cura Merino contaba con una partida de veinte hombres, que le ayudó a armar el  Empecinado.

Todos ellos eran serranos de los contornos, conocían a palmos los pinares de Quintanar, no se aventuraban a salir de ellos y atacaban a los destacamentos franceses de escaso número de soldados, preparándoles emboscadas en los caminos y desfiladeros.

 

LOS GUERRILLEROS

Al principio de reunirse la gente nueva de la partida hubo gran confusión entre nosotros; luego vinieron a nuestro campamento de Hontoria los comandantes Blanco y Angulo, enviados por la Junta Central, y dos oficiales de Administración, y se comenzaron a poner las cosas en orden.

El comandante Blanco organizó las fuerzas de Caballería. Era hombre inteligente, buen militar, de valor sereno, sin petulancia alguna y sin ambición.

Probablemente por esto no prosperó.

Desde el momento que llegaron los  oficiales enviados desde Sevilla, yo dejé la oficina y me incorporé definitivamente al escuadrón.

Merino no quería tener mezclados los guerrilleros antiguos y los modernos, por el temor de las rivalidades y  peleas, y como tampoco quería disgustar a los antiguos de su partida,  formó tres escuadrones, dos de guerrilleros viejos y uno de los nuevos. Los dos de los viejos los mandaban el Jabalí de Arauzo y Juan el Brigante, que gozaban de cierta independencia; el moderno, más disciplinado y militar, tenía al frente al comandante Blanco.

Al mismo tiempo se comenzó a organizar un batallón de Infantería a  las órdenes del comandante Angulo.

A pesar de estas separaciones, estallaron las rivalidades. Todos aquellos guerrilleros antiguos eran hombres montaraces, sin instrucción; casi ninguno sabía leer y escribir.

Feroces, fanáticos, habrían formado igualmente una partida de bandidos.

Estaban seguros de que si los franceses llegaban a cogerlos les tratarían no como a soldados, sino como a salteadores. Su única idea era pelear, robar y matar.

Veían claramente los guerrilleros viejos que ellos habían tenido que resistir la parte más dura y peligrosa de la campaña, y que cuando la resistencia se iba organizando y llegaba el dinero, venían unos señoriítos a quedarse con los galones y las estrellas;  pensando en esto les llevaban los demonios.

Para evitar las riñas, nos mantenían separados. Yo, como he dicho, fui a parar al escuadrón del Brigante.

JUAN BUSTOS, EL VENTERO

La historia del escuadrón se condensaba en la historia de su jefe, Juan Bustos. Juan había tenido, hasta echarse al monte, un ventorrillo, en la calzada que va de Salas de los Infantes a Huerta del Rey.

Al llegar la invasión francesa, Juan Bustos comenzó a discutir y a disputar con los soldados imperiales que pasaban por su venta acerca de la cuestión candente de quién era el verdadero rey de España.

Poco a poco empezaron a motejarle de patriota, y como los franceses a todo el que se les manifestaba hostil le llamaban bandido, brigand, a Bustos le decían el Brigand.

El pueblo, que coge todo en seguia, castellanizó la palabra: llamó a Bustos el Brigante, y a su casa la venta o el ventorro del Brigante. .

Un día en que no estaba él entró en su casa un pelotón de franceses; mataron a su padre y violaron a su hermana.

Juan Bustos, al llegar a su hogar y ver aquel cuadro, el padre muerto la hermana gimiendo, salió como un león a buscar a los franceses; arrancó a uno el fusil, y, manejándolo como una maza, tendió a tres o cuatro, y luego, abriéndose paso por entre ellos, herido y lleno de sangre, se refugió en un pinar, donde se reunió con Merino.

El cura era astuto; el Brigante, esforzado y audaz. Los dos se habrían podido completar; pero Merino no quería rivales.

El cura llegó a temer al Brigante, y no quiso que estuviera a su lado. Vio que tenía arraigo entre los guerrilleros, y como Merino  era solapado y capaz de una traición, pensó que el Brigante podía serIo también.

EL «JABALI DE ARAUZO»

Merino, para contrarrestar los triunfos de la partida de Juan Bustos, el Brigante, fomentó el que otro guerrillero, el Jabalí de Arauzo, formara también un grupo con los antiguos incondicionales del cura.

 El Jabali era un tipo feroz, supersticioso y lujurioso. Se le creía medio  saludador, medio iluminado. Había forzado algunas muchachas, y se contaba que a una de ellas después la descuartizó. Así lo aseguraba un convecino suyo.

El Jabalí era merinista rabioso. Tenía esa fuerza de los hombres fanáticos y ardientes que saben arrastrar  a la gente de imaginación débil; pero, como muchos de los que se las

echan de iluminados, estudiaba sus  gestos y sus actitudes y concluía siendo un farsante.

Al Jabalí siempre se le veía con el rosario en la mano. Su tipo era tan extraño como su manera de ser moral; su aire, de hombre abstraído.  Gastaba pantalón corto, chaqueta de sayal y camisa de cáñamo.

Iba casi siempre mal afeitado; llevaba largas melenas, grasientas y negras, sombrero redondo con escarapela patriótica, y en el pecho una especie de escapulario grande, de bayeta, sobre el cual había fijado una porción de estampitas y medallas de la Virgen  y de todos los santos. Por lo que decían, dormía con este parche místico, al que consideraba como un amuleto.

 Los que le seguían tenían trazas parecidas: eran igualmente melenudos y sucios, Y se distinguían, como él, por su fanatismo religioso, por su ferocidad y por su crueldad. Este escuadrón contaba con muchos curas y frailes que habían decidido abandonar los hábitos mientras durara la guerra.

El hermano Bartolo y mosén Ra_ món eran los principales de la clerigalla. Tipos de energúmenos, exaltaban con sus palabras y sus pinturas de las llamas del infierno a los demás.

Los del Brigante, por oposición a los guerrilleros del Jabalí, se manifestaban algo incrédulos, todo lo incrédulos que se podía ser en la partida de Merino, en donde no había más  remedio que ir a la iglesia y darse golpes de pecho, y confesarse y comulgar con alguno de aquellos ganapanes de  sotana.

Los guerrilleros del Brigante, que al  principio me recibieron con burlas, luego me acogieron muy bien. Se sentían ofendidos, pues se les había apartado sistemáticamente del elemento  nuevo, casi aristocrático, y agradecieron que un señorito se mezclara con  ellos.

Poco después entró también en el escuadrón, por amistad conmigo, Miguel Lara.

Lara y yo fuimos los ayudantes de Juan Bustos el Brigante.  

Juan Bustos era un hombre bajo, ancho, forzudo, musculoso, con las espaldas y las manos cuadradas. Tenía el color tostado, la cabeza grande,

huesuda; la cara algo picada de viruelas, las facciones nobles, las cejas cerdosas y salientes, y los ojos hundidos, grises, con un brillo de acero.

La mirada y la sonrisa le caracterizaban. Sus ojos tenían una penetración extraña; cuando sonreía mostraba dos filas de dientes grandes, blancos, fuertes, cosa poco común entre montañeses, que suelen tener casi siempre mala dentadura.

Cuando Juan se exaltaba relampagueaban sus ojos, y tenía un gesto extraño, que al hacerlo mostraba sus dientes.

Entonces se me figuraba un tigre. Era Juan valiente hasta la temeridad; amigo de exponerse y de andar a cuchilladas.

A pesar de su acometimiento, era también muy zorro, muy sabio a su modo y de muchos refranes.

 

SILUETAS DE GUERRILLEROS

El Brigante tenía cuatro o cinco especialistas, de los que se guiaba. Para conocer el tiempo no había otro como el Abuelo; para distinguir el terreno, el más inteligente era el Apañado; para preparar una emboscada, ninguno como el Tobalos.

El Tobalos era un hombre pequeño, acartonado, de unos cincuenta años, rubio, con esa tez del castellano que toma el color de la tierra. Su cara impasible no temblaba ni se estremecía jamás.

Andaba siempre a caballo, por lo que tenía las piernas como dos paréntesis.

Valiente era como el mismo diablo. Así como el Brigante parecía un tigre, el Tobalos tenía algo del azor.

Para una descubierta audaz, para una emboscada atrevida, ninguno como él.

El Tobalos era muy silencioso; todos sus comentarios debían de ser interiores. Cuando el Brigante le preguntaba algo, contestaba con monosílabos o moviendo la cabeza.

El discutir, el hablar, eran cosas que le molestaban. El Brigante le trataba con mucha consideración.

_Oye _le solía decir en algunas ocasiones_, ¿podrías ahora hacer esto?

El Tobalos contestaba sí o no sin abrir apenas la boca. Y el Brigante no  replicaba nunca.

El Apañado, en cambio, era la antítesis del Tobalos: charlatán como él solo.

Tenía una conversación aguda, rápida; una penetración natural grandísima. Nunca se daba el caso de que el Apañado tomase un tronco de árbol por un hombre, ni a un pastor por un espía, ni que notara el último huellas de herraduras en un camino.

En medio de esta gente, que parecía haber nacido para la guerra de emboscadas, había algunos con otras aficiones. Uno de ellos era el herbolario de Santibáñez del Val, a quien no se le podía encomendar una guardia porque se le iba el santo al cielo, se dedicaba a buscar los simples y se olvidaba de lo que le habían encargado.  Otro tipo por el estilo era el cura de Tinieblas, con la diferencia de que, éste, en vez de preocuparse de los simples, pensaba en aumentar su colección de monedas.

 El herbolario y el cura estaban siempre juntos, porque sólo ellos podían' aguantar mutuamente sus disertaciones  botánicas o numismáticas.

Lara y yo teníamos en el escuadrón el negociado de la Historia y de la literatura.

Casi todos los guerrilleros del Brígante habían sido leñadores y aserradores, gente ágil, pero no buenos jinetes. Los mejores soldados de caballería del escuadrón eran los que habían sido cavadores de viña en la ribera del Duero.

 En este oficio se necesita mucha fuerza y un brazo muy membrudo. El  pastor y el leñador tienen la pierna fuerte, pero el brazo débil; a los cavadores les ocurre lo contrario.

La partida del Empecinado, formada casi en su totalidad por cavadores,  era la que contaba con los mejores jinetes de todo el centro de España.  

Lara y yo, a quienes nos hicieron  sargentos y luego alféreces en comisión, aunque en el haber apenas llegábamos a soldados rasos, solíamos  pasar lista al escuadrón del Brigante.

 Era indispensable llamar a los guerrilleros por el nombre y por los apodos, porque algunos se habían olvidado de sus apellidos y no sabían si al llamarles Matute, Chapero o Rebollo  era éste el nombre de la familia, o el de la casa, o simplemente un mote.

 Como varios de los nuestros tenían el mismo apodo, hubo que desbautizar a unos y darles a elegir otro nombre.

Del escuadrón del Brigante, además de los que he citado, recuerdo el Largo, el Zamorano, el Chato, el Arriero, el Rojo, el Canene, el tío Currusco, el  Estudiante, el Lobo de Huerrta, el Barbero y el Fraile. Algunos de ellos, dóciles, comprendían la superioridad del saber, se rendían a ella y se dejaban guiar por los más instruidos; pero otros querían considerar que ser cerril y tener la cabeza dura constituía un gran mérito.

Entre nosotros la disciplina no era la misma que en las tropas regulares.  Allí la ordenanza sobraba. Todo era  improvisado a base de brutalidad, de  barbarie y de heroísmo.

FERMINA LA «NAVARRA»

Nuestra vida era pintoresca y amena. Estábamos, mientras se organizaban las tropas, en Hontoria del Pinar, y nos reuníamos  formando un rancho en casa de un herrero, a quien llamaban el Padre Eterno por sus largas barbas.

El Padre Eterno era el maestro de taller de la herrería de Merino, y constantemente estaba arreglando las armas que se estropeaban y se cogían al enemigo.

En casa del Padre Eterno vivíamos Ferrnina, la Riojana, Ganisch, Lara y un curita joven que se decía Juanito Biones, mozo terne, bravío, de estos curas de bota y garrote, juerguistas y amigos de riñas.

Cada uno aportaba la menestra, que se repartía por las mañanas, y comprábamos a prorrateo, con la peseta del haber, el pan y el aceite.

 La Riojana se encargaba de guisar, y a fe que con sus platos se chupaba m uno los dedos. Había en nuestro escuadrón varias mujeres que montaban a caballo admirablemente. Además de Fermina la Navarra, teníamos a Juana la Albeitaresa,  Amparo la Loca, la Morena, la Brita, la Matahombres, la Montesina. y algunas más.

Estas amazonas no gastaban sable,  sino tercerola.  Las de nuestro escuadrón eran muy elegantes; llevaban uniforme, botas altas y morrión. Fermina hacía de capitana. Montaba admirablemente a caballo y solía andar a pie muy gallarda, haciendo sonar las espuelas con el látigo en la mano.

Esta Fermina era una mujer extraña, insoportable a ratos, a ratos todo simpatía y encanto.  

 Parecía a la vez dos mujeres: la  mujer pálida, verdosa, iracunda, llena de saña, y la mujer amable, humilde, cariñosa.  Por lo que me dijo doña Celia, la  vieja que fue con nosotros de Briviesca a Burgos, un jovencete había seducido a Fermina en su pueblo y sacado  de casa. El jovencete este había desconcertado la vida y hecho desgraciada a una de las mujeres más dignas de ser feliz.

 Varias veces, en el tiempo que pasé cerca de ella, pude ver a Fermina transformarse rápidamente de la hembra fiera a la mujer llena de encanto. ¡Qué trabajos se tomaba para hacerse desgraciada! Sus pasiones violentas luchaban con su bondad natural y le hacían sufrir.

Además de estas amazonas teníamos cantineras que iban vendiendo rosquillas y aguardiente.

Las de nuestro escuadrón eran  María la Galga y la Saltacharcos.  

María la Galga era alta, delgada,  morena, mujer valiente que tomaba la  carabina cuando llegaba la ocasión.

La Sauacharcos era pequeña y redonda, de ojos negros. Solía ir montada en una mula, a quien llamaban Paquita, con sus cachorros.

A la Paquita se le reconocía pronto, porque el esquilador de Hontoria solía ponerle un letrero de  ¡Viva España! en las ancas: ¡Viva! a un lado del rabo, y ¡España! al otro.

 

 

LOS PRIMEROS COMBATES

Las primeras salidas fueron para los guerrilleros bisoños de gran emoción; el toque de diana nos llenaba de inquietud; creíamos encontrar al enemigo en todas partes y a todas horas, y pasábamos alternativamente y con rapidez del miedo a la tranquilidad.

Esta primera hora de la mañana en que se comienzan los preparativos de marcha, aun en el hombre de nervios fuertes, produce al principio emoción.

Van viniendo los caballos de aquí y de allá; se oyen voces, gritos, relinchos, sonidos de corneta; las cantineras arreglan sus cacharros en las alforjas, los acemileros aparejan sus mulas, el cirujano y sus ayudantes preparan el botiquín, y poco a poco esta masa confusa de hombres, de caballos, de mulas y de carros se convierte en una columna que marcha  en orden y que evoluciona con exactitud a la voz de mando...

Pronto comenzamos a acostumbrarnos y a gustar de aquella vida.

La guerra en la montaña tiene, indudablemente, grandes atractivos; el paisaje cambia a cada paso, el aire está fresco, el cielo azul; no hay polvo, no hay marchas fatigosas, el agua brota de todas partes.

Para un hombre joven y lleno de entusiasmo se comprende el encanto de esta vida salvaje del guerrillero, que es la misma que la del salteador de caminos.

El ser guerrillero es, moralmente, una ganga; es como ser bandido con permiso, como ser libertino a sueldo y con bula del Papa.

Guerrear, robar, dedicarse a la rapiña y al pillaje, preparar emboscadas y sorpresas, tomar un pueblo, saquearlo, no es seguramente una ocupación muy moral, pero sí muy divertida.

Se ve la poca fuerza que tiene la civilización cuando el hombre pasa con tanta facilidad a ser un bárbaro, amigo de la carnicería y del robo. Los alemanes suelen decir: «Rascad en el ruso, y aparecerá el tártaro.»

Los alemanes y los no alemanes pueden añadir: «Rascad en el hombre, y aparecerá el salvaje.»

A veces nos parecían un poco pesadas las marchas y contramarchas, pero se olvidaba pronto la fatiga.

El comienzo del año 9 lo pasamos así en ejercicios y en maniobras, interrumpidos por alguna que otra escaramuza.

El director y la Junta de Burgos deseaban dar principio en marzo a las operaciones en cierta escala, y avisaron a Merino la inmediata salida de varios correos franceses .detenidos en aquella ciudad. Con ellos iba una berlina con sacos de dinero para pagar a las tropas, dos furgones con pólvora y varios otros carros.

Iban escoltados por unos ochenta o noventa dragones.

Merino decidió apoderarse de la presa. Apostó a sus hombres a un lado y a otro del camino, de manera que pudieran cruzar sus fuegos, y ordenó al Brigante quedara en un carrascal próximo a la carretera y no apareciese con su gente hasta pasadas las primeras descargas.

Estuvimos ocultos los del escuadrón, como nos había mandado, sin ver lo que ocurría. Sonaron las primeras descargas, transcurrió un momento de fuego, y cruzaron por delante de nosotros cuatro o cinco carros al galope con los acemileros azotando a los caballos.

HAY QUE CORRER

En esto nos dieron la orden de salir a la carretera.

Aparecimos a un cuarto de legua  del sitio de la pelea. Nos formamos allí y nos lanzamos al galope.  Los franceses, al divisamos, se parapetaron detrás de sus carros y comenzaron a hacemos fuego.  Nosotros embestíamos, retrocedíamos, acuchillábamos a los que se nos ponían por delante. Los guerrilleros, emboscados, hacían un fuego certero y terrible, pero los franceses no se rendían.

Nuestra victoria era cuestión de  tiempo.  

El Brigante y yo y otros dos o tres luchábamos en primera línea con un  grupo de soldados imperiales que se defendían a la bayoneta.

En esto se oyó un grito que nos alarmó, y los franceses se irguieron levantando los fusiles y dando vivas] al emperador.

Yo me detuve a ver qué pasaba. De pronto oí como un trueno que se c acercaba. Miré alrededor; estaba solo.

Varios escuadrones franceses llegaban al galope a salvar a los del convoy atacado.

Yo quedé paralizado, sin voluntad.

Afortunadamente para mí, el amontonamiento de carros y furgones del camino impidió avanzar a la caballería enemiga; si no, habría perecido arrollado.

Cuando reaccioné y tuve decisión para escapar, me encontré seguido de cerca por un dragón francés que me daba gritos de que me detuviera.

¡ Qué pánico! Afortunadamente, mi caballo saltaba mejor que el del francés por encima de las piedras y de las matas y pude salvarme.

Cuando me reuní con los míos me recibieron con grandes extremos.

Creían que me habían matado; como es natural, no confesé que el miedo me había impedido escapar, sino que lo atribuí al ardor bélico que me dominaba. Esta primera escaramuza me impresionó bastante. Realmente, produce efecto el ruido de las herraduras de más de mil caballos que parece que van galopando por encima del cráneo de uno.

Aquel fue mi primer hecho de armas. Después, hablando de este combate con el Brigante, yo le decía que nuestros escopeteros debían haber hecho frente a los franceses para detenerlos un instante y no dejarnos sin defensa. El Brigante se encogió de hombros, como dando a entender que no quería hablar. El Brigante y Merino no estaban conformes con muchas cosas. Para el cura, la cuestión en la guerra era exterminar al enemigo sin exponerse. El Brigante y yo creíamos que la cuestión era matar, pero matar con nobleza, dando cuartel, respetando a los heridos. Otros opinaban que no, que si se hubiera podido echar veneno al agua que habían de beber los franceses seria lo mejor. Las mujeres eran de este último partido; el odio al francés, sólo por extranjero, se manifestaba en ellas de  una manera selvática. Cuando yo le decía a Fermina la Navarra que había tenido amistad con  algunos franceses, le parecía una cosa  monstruosa.

En todo el mes de marzo, abril y mayo los nuestros se dedicaron a cazar correos y a atacar a los destacamentos enemigos. Solamente los dejábamos en paz cuando iban en grandes núcleos.     Merino mandaba exploradores para que no nos ocurriera lo de la primera escaramuza y no nos viésemos combatidos por la caballería.

Los generales del Imperio, en vista de las emboscadas de los guerrilleros, se decidieron a no enviar correos ni convoyes más que acompañados de grandes escoltas de caballería.

A Juan el Brigante y a los de nuestro escuadrón nos habría gustado luchar con los franceses en número igual para probar la fuerza y la dureza de los guerrilleros; pero Merino no atacaba más que emboscado y cuando contaba con doble número de gente que el enemigo.

Lo demás le parecían simplezas y ganas ridículas de figurar.

En cambio, nosotros encontrábamos su guerra una cosa ratera y baja.

Con tanto sigilo y tanta prudencia, sentíamos todos, por contagio, más inclinaciones para la intriga que para el combate a campo abierto.

 

 BARBARIE DECRETADA

 

En 9 de mayo de 1809 el mariscal Soult dio la orden furibunda por la cual, desde aquel momento, no se reconocía más ejército español que el de su Majestad Católica José Napoleón; por consiguiente, todas las tropas partidas de patriotas, grandes o pequeñas, las consideraría desde entonces como formadas por bandoleros y ladrones. Serían fusilados al momento los españoles aprehendidos con las armas en la mano, y quemados y arrasados los pueblos donde apareciese muerto un francés.

La Regencia, el Gobierno de los patriotas, contestó como réplica, meses después, al decreto de Soult, lo siguiente: «Todo español es soldado de la patria; por cada español que fusile el enemigo serán ahorcados tres franceses, y se tomarán represalias si éstos queman los pueblos y las casas sólo  por devastar el país.» Se añadía que, «hasta el momento que el duque de Dalmacia (Soult) no hubiese revocado su orden, sería considerado personalmente como indigno de la protección: del derecho de gentes y puesto fuera de la ley, caso de que le cogieran las tropas españolas».

Era la proclamación de la guerra sin cuartel.

La barbarie contra la barbarie.

De joven hay momentos en que la guerra llega a parecer algo hermoso y sublime; indudablemente, todo ello es vida, y vida fuerte e intensa; pero por cada instante de generosidad, de abnegación, de heroísmo que se encuentra en los campos de batalla, ¡cuánta miseria, cuánta brutalidad!

 Guerrear es suprimir durante un período de la civilización el orden, la justicia; abolir el mundo moral creado con tanto trabajo, retroceder a épocas de barbarie y de salvajismo.

Así, nosotros teníamos en nuestras filas al Jabalí de Arauzo.

El Jabalí, en circunstancia., normales, habría estado en un presidio o colgado de una horca; en plena guerra, convertido en un jefe respetable, lleno de galones y de prestigio, podía asesinar y robar impunemente, no por afán patriótico, sino por satisfacer sus  instintos crueles.

Muchos, y yo mismo, han asegurado que de la guerra de la Independencia surgió el renacimiento de España. Sin tanta matanza habría surgido también.

(Capítulos de El escuadrón del Brigante)

 

NOCHEBUENA EN LA VID

El día de Nochebuena Aviraneta y sus compañeros lo pasaron espléndidamente en el convento.

Se comió bien, se cenó bien, se bebió un vino ribereño excelente, y después de cenar y de cerrar las puertas con cuidado, se quedaron todos delante de la chimenea del archivo, al

amor de la lumbre. Habían llevado 4 los sillones más cómodos del convento y los tenían colocados alrededor de la chimenea, formando un semicírculo.

El Lobo y su gente amontonaron leña de roble y de encina, y en un rincón, grandes brazados de jara, de retama y de sarmientos.

Tenían allí provisiones de combustible para toda la velada.

Diamante, como oficial, pensaba .no debía descender a ciertas cosas, y no se ocupaba de detalles vulgares.

Aquella noche hacía mucho viento. Sus ráfagas impetuosas parecían frotar con violencia las paredes del monasterio. El aire silbaba y entraba por r la chimenea y hacía salir el humo como una gruesa nube redondeada, que rebasaba el borde de la campana y se metía en el cuarto.

Una constelación de pavesas flotaba en el aire, y unas caían a la piedras del hogar y otras subían rápidamente en el humo.

Se oía el murmullo del río, que parecía cantar una canción monótona; sonaba el tictac de un reloj de pared, y a intervalos, solemnemente, llegaban con estruendo las campanadas del reloj de la torre, que daba las horas, las medias horas y los cuartos.

Aviraneta, hundido en su sillón, miraba las vigas grandes, azules, del techo, que se curvaban en medio, y el escudo que adornaba la chimenea.

Este escudo era del cardenal don Iñigo López de Mendoza, arzobispo de Burgos y abad comendador del convento de Premonstratenses de La Vid.

En el silencio se oían las ratas, que corrían por los armarios, royendo las maderas y los pergaminos.

_Hablemos, contemos algo _dijo Aviraneta.

_ ¿Qué vamos a contar?_murmuDiamante.

_Contemos la mejor y la peor Nochebuena que hemos pasado cada uno en la vida.

_Pues empiece usted _dijo Diamante.

Aviraneta contó su mejor Nochebuena, en Irún, de joven, y la peor, guarecido en una cueva del Urbión, en la época en que estaba en la partida de Merino.

Diamante no recordaba ni las noches buenas ni las noches malas que había pasado.

El Lobo dijo:

_Yo recuerdo una Nochebuena, en tiempo de la guerra de la Independencia, que todavía, al pensar en ella, se me ponen los pelos de punta.

_ ¿Qué fue?

_ Verán ustedes. Esto pasó hacia la sierra de Albarracín. Fue un año de  mucho frío. Habíamos salido de Priego, camino de la Muela de San Juan,  persiguiendo a unos franceses; estábamos en una aldea, cuando los franceses se volvieron contra nosotros y  nos obligaron a dispersarnos. No conocíamos aquel terreno; la noche estaba oscura y el suelo lleno de nieve. Después de desperdigamos por el campo, quisimos reunimos; pero fue imposible. Al revés, nos fraccionamos, más; el uno decía por aquí; el otro,  por allá. No quedamos más que tres juntos.  

Llevábamos más de una hora de  marcha cuando salió la luna, y nos encontramos rodeados de franceses. . Quisimos escapar, pero fue imposible. Nos cogieron a los tres y decidieron  lo que iban a hacer con nosotros. Ya comprendíamos que se les ocurriría una judiada; pero, en fin, al principio, cuando supimos lo que habían  pensado, no nos pareció nada. Nos agarraron y nos ataron fuertemente a unos pinos. Después se fueron, riéndose y diciendo de cuando en cuando: Le lup, le lup. Los tres presos nos hablábamos de árbol a árbol para animamos un poco, cuando vimos unos puntos brillantes entre las matas.

Eran los ojos de los lobos. Había una manada. Entonces comprendimos  la crueldad que habían hecho los franceses con nosotros. Los lobos, al principio, se asustaron algo de nuestros  gritos; pero luego se lanzaron a atacarnos y a mordemos. Yo me veía sofocado, desgarrado, cuando uno de mis compañeros apareció libre. Sin duda, los lobos habían mordido y roto una de las cuerdas que le sujetaban. El  compañero se acercó a mí; yo llevaba un cuchillo en el bolsillo del pantalón, y se lo indiqué; él lo sacó y me cortó las cuerdas que me oprimían. El otro compañero estaba muerto; los lobos le habían estrangulado.

Aquellos furiosos animales nos habían dejado a los dos que estábamos vivos y se habían echado sobre el guerrillero muerto. Sentíamos crujir sus huesos. No quisimos escapar ni correr, creyéndolo más peligroso. Mi compañero había oído decir que encendiendo fuego no se acercaban los lobos, y con gran esfuerzo logró hacer arder unas matas. Yo corté una vara larga de un árbol y até en la punta, con un bramante, mi cuchillo..

Toda la noche estuvimos oyendo el crujir de los huesos del muerto, y defendiéndonos cuando se nos acercaban los lobos. Al amanecer nuestra situación fue peor, porque la hoguera se consumió y no teníamos ramas para alimentarla. Entonces, mi compañero ató a una cuerda un tizón encendido y trazaba círculos en el aire;  yo pinchaba, si podía, al lobo que se  acercaba. Así estuvimos la noche entera, y así nos llegamos a salvar.

_Un Lobo contra otros lobos _dijo  Aviraneta.

_Eso es.

_Fue una Nochebuena superior esa.

(Capítulo de Con la pluma y con el sable)

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GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER      EMILIA PARDO BAZÁN   GÓMEZ DE LA SERNA    MANUEL MUJICA LÁINEZ

 

 

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PERSONAJES

Ramón, treinta años

Trini, veinticinco

Un mozo, cincuenta

Un chulo, veinte

Un señor viejo que lee el Heraldo

Un señor de capa

Varios jóvenes que discuten.

        EL MOZO (al señor que lee el Heraldo). _ Ayer se quedaron hasta muy tarde. Luego vino don Julio, y cuando se fueron a casa serían ya cerca de las dos.

           EL SEÑOR DEL «HERALDO». _ Cerca de las dos, ¿eh?

           EL MOZO. _ Sí: cerca de las dos.

                                                                              (En el grupo de artistas.)

         UNO DE LOS ARTISTAS. _ El Greco, Velázquez, Goya ... : ¡ésos son pintores!

         EL OTRO. _ Y Pantoja de la Cruz y  Sán­chez Coello ...

        UN TERCERO. _ Para mí, donde esté el Ticiano se acabaron todos los pintores...

       RAMÓN (sentado a una mesa, cerca del señor que lee el Heraldo, toma un vaso de café. Es un hombre flaco, de barba, sombrero blando y pañuelo en el cuello)._ ¡Si no vendrá! Sería una desilusión más y ella misma me citó. (Mira a la puerta.) No, no es ella. Sentiría que no viniese. (Se abre la puerta.) No, no es ella tampoco. Quizá no venga.

         UN SEÑOR DE CAPA (que ha entrado y cruza el café. A Ramón )._ ¡Hombre, usted por aquí! Hace mucho tiempo que no se le ve.

            RAMÓN. _ Si ya no vengo. ¿Y usted?

           UN SEÑOR DE CAPA. _ Yo voy a jugar arriba una partida al tresillo y luego me voy temprano a casa. ¿Y qué es de su vida?   

            RAMÓN. _ ¡Psch! Vamos viviendo.

            UN SEÑOR DE CAPA. _ ¿Espera usted a alguno?                      _

            RAMÓN. _ Sí; a un amigo.

          UN SEÑOR DE CAPA. _ Bueno; pues no le entretengo más. Adiós. Mucho gusto.

         RAMÓN. _ Adiós. (Solo.) Si no vendrá . (Mira al reloj.) Son las diez y cuarto. (Se abre la puerta nuevamente.) ¡Ah! Aquí está. (Entra la Trini, muy garbosa, con talma y una toquilla a la cabeza. El señor que lee el Heraldo la contempla.)

            TRINI. _ ¡Hola!

          RAMÓN. _ ¡Hola, Trini! Siéntate. Por fin has venido.

          TRINI. _ Chico: no pude antes. (Sentándose.) Llegó mi hermano del cuartel...

          RAMÓN. _ ¡Tu hermano! ... ¿Y qué dice ese ilustre golfo?         

          TRINI. _ ¡Golfo! Eso, tú ... El marqués sin domicilio.

            RAMÓN. _ Habrá ido a pedíros dinero; como si lo viera.

            EL MOZO. _ Buenas noches.

           TRINI. _ Tráigame usted café, Antonio. (A Ramon.) ¿Y qué? Que nos ha pedido dinero, ¿y qué? No parece sino que te lo pide a ti.

            RAMÓN. _ Sería igual. Aunque lo tuviera, no le daría un cuarto.

            TRlNI. _ ¡Roso!

            RAMÓN. _ ¡Si ese hermanito tuyo es un ganguero! Y vosotras le habéis dado... ¡Qué primas!

            TRINI. _ Y bien. ¿Te importa a ti algo?

            RAMÓN. _ ¿A mí? ... Nada, mujer ... Tu dinero es, y tú lo ganas con tu honrado trabajo.

            TRINI. _ ¡«Asaúra»! Tienes la asaúra en la boca. A mí tu risa, ya sabes ..., cero. ¿Te ríes, calamidad?

           RAMÓN (riéndose). _ Es que me haces mucha gracia, chica.

           TRINI. _ Pues a mí tú ninguna. (Irritada.) ¿Pero de qué te ríes?

            RAMÓN. _ Me río de que reñimos como antes, como cuando nos queríamos.

            TRINI. _ Es verdad.

            EL MOZO (con las cafeteras). _ ¿Café?

            TRINI. _ Bueno; ya basta. Eche usted en la copa un poco de leche. Bueno. (Se guarda los terrones en el bolsillo.) Le guardo terrones al chico de la Inés, a mi sobrino... ¡Es más mono! ... (Sorbe el ca.) Conque la Petra te puso al fresco, ¿eh?

           RAMÓN. _ ¿Qué quieres? Ahora se ha arreglado con un gomoso... Hay que vivir.

           TRlNI. _ ¿Y tú, tan... tranquilo?

           RAMÓN. _ ¿Y qué voy a hacer?

           TRINI. _ ¿Pero tú has estado enamorado de ella?

           RAMÓN. _ Creo que sí. Estuve enamorado unos días ... , seis o siete ... , entre  siete u ocho días.

           TRINI. _ Chico: ¿tú enamorado?... ¿De la Petra? ¡Tiene gracia!

           RAMÓN. _ ¡Gracia! ¿Por qué? No tiene nada de particular.

           TRINI. _ Sí; verdad es que ni ella, ni su marido, ni tú tenéis tanto así de vergüenza.

           RAMÓN. _ Gracias.

           TRINI. _ Sí; ¡es verdad! ¡Valiente gentuza os reuníais en esa casa!

           RAMÓN. _ lo faltabas tú allá para que estuviese el cuadro completo.

          TRINI. _ ¡Jesús, qué asco! Ni que fuera una...

          RAMÓN. _ ¿ Qué?

          TRINI. _ Que yo, aunque soy una mujer ... así, si hubiera tenido la suerte de esa tía, de casarme, no le engañaría a un hombre por un golfo como tú ni por otro que valiera más que .                                                  '

           RAMÓN. _ ¿Por qué no te has casado, entonces?

           TRINI. _ ¿Por qué? ¿A ti qué te importa?

           RAMÓN. _ Nada; pero te quejas ... Como se casó tu hermana la Inés, podías tú también ...

        TRINI. _ Sí; pero la Inés se casó cuando mi padre trabajaba en el taller y había dinero en casa; luego se quedó enfermo, y ¿qué? ... Ni agua. La Milagros y yo empezamos de modelos en los, talleres, y como los pintores sois unos sinvergüenzas ...

          RAMÓN. _ ¿No tenías un novio?

        TRINI. _ Mira: no me hables de esas cosas... Madre mía es, pero algunas veces me han dado ganas de retorcerla el pescuezo por la mala obra que me hizo. (El señor que lee el Heraldo mira con asombro.)

        RAMÓN. _ Si te hablaba en broma. Hay que tener filosofía, como yo... Te advierto que así te pones hasta fea.

        TRINI. _ Tanto da. Para como vive una, lo mismo daría morirse. (Apoya la cabeza en la mano.)

        RAMÓN. _ No hagas caso... Sé filósofa, mujer. ¿Vamos a dar una vuelta? Hace una noche pistonuda.

        TRINI. _ No, no, porque luego la Milagros va a venir a buscarme aquí.

          RAMÓN. _ Como quieras.

          TRINI. _ No hablemos de . ¿Y de ese empleo que tú buscabas, ¿qué?

          RAMÓN. _ Chica, del empleo, na.

          TRINI. _ ¿De manera que te vas?

          RAMÓN. _ Me parece. ¿Qué voy a hacer? Me voy a mi tierra, a destripar terrones.

        TRINI. _ ¡Qué lástima! Tú hubieras sido un gran pintor.

        RAMÓN (con sonrisa dolorosa). _ ¡Bah! ¿Tú qué sabes?

        TRINI. _ Sí, todos lo  decían cuando vivíamos juntos. Ramón es un artista; Ramón llegará.

        RAMÓN. _ Pues ya ves; todos se han equivocado.

        TRINI. _ Oye, ¿qué hiciste de aquella tela?... Estaba yo con el corazón en la mano, sonriendo...

       RAMÓN. _ La quemé... Aquella figura es la mejor que me ha salido ... ; no podía hacer otra cosa que resultase a su lado... Hubiera tenido necesidad de tiempo... , de tranquilidad... , y ya sabes, no tenía tiempo, ni tranquilidad, ni dinero... Me quísíeron comprar el cuadro sin concluir y dije: ¡No; qué demonio, lo quemo!.. Y le prendí fuego. Romperlo me hubiera hecho daño. Ya no pienso coger los pinceles. (Se queda mirando fijamente al suelo.)

         TRINI. _ ¿Ves? Ahora tú te pones triste.

         RAMÓN. _ Sí, es verdad; se me había olvidado que era filósofo. ¡Perra vida! (Saca del bolsillo de la chaqueta dos o tres papeles de fumar, grasientos; estira uno y va sacando motas de tabaco de todos los bolsillos, hasta que reúne bastante para liar un cigarro.)

       TRINI _ Oye, di: ¿por qué eres tan desaborío.

         RAMÓN. _ ¿Yo? ¿Pues qué he hecho?

         TRINI. _ No tienes ni una mota de tabaco, y te crees rebajado por pedirme a mí un real para una cajetilla.

         RAMÓN. _ No; sí tengo.

         TRINI. _ ¡Mentira!

         RAMÓN. _ Era para aprovechar.

         TRINI. _ ¡Qué gili! Si tú nunca aprovecharás nada. ¡Desgraciado! ¡Calamídad!

         RAMÓN. _ No tengo tabaco, pero tengo dinero.

       TRINI. _ Sí; para pagar los cas y nada más.

         RAMÓN. _ Sí; tengo más.

         TRINI. _ ¡Qué vas a tener! (Al mozo.) ¡Eh, Antonio! Traiga usted cigarros, pero buenos. (Echando un duro sobre la mesa.)              RAMÓN. _ No seas bestia, Trini; guarda esos cuartos.

         TRINI ._     No me da la gana. Ea! ¿No gastaste cuando tú tenías tu dinero conmigo?

         RAMÓN._ Pero ...

         TRINI. _ Nada.

       EL MOZO (con una caja de puros). _ ¿Qué, se han hecho ustedes amigos de nuevo?

       RAMÓN. _ Ya ves ... ¿Qué, no tocan ya, Antonio?

         EL MOZO (mirando hacia el fondo). _ Sí. Ahora van a tocar. Esta es una buena breva, don Ramón.

         RAMÓN. _ ¿Cuál?

         EL MOZO. _ Esta que le ofrezco a usted.

         RAMÓN. _ ¡Muchas gracias, Antonio! Trini me regala el cigarro. Toma los cafés ...

         TRINI. _ No; yo pago todo.

      RAMÓN. _ Déjame convidarte por última vez. Aunque sea un miserable, que me haga la ilusión de que no lo soy por un momento.

          TRINI._ Bueno, bueno; como quieras. (El mozo enciende un fosforo y se lo da a Ramón. El piano y el violín del café comienzan  a tocar la sinfonía de Cavalleria rusticana. Ramón y la Trini escuchan sin hablar . Sólo se oyen las voces de los artistas que discuten, y los siseos del público, que protesta de la charla.)

          RAMÓN. _ ¡Esta música cómo me recuerda aquellos tiempos! ¿Te acuerdas de nuestro estudio?  

          TRINI. _ Sí. ¡Qué frío era! , ¿eh?

          RAMÓN. _ El polo. Pero, frío y todo, lo pasamos bien, ¿verdad?                                           

          TRINI. _ Ya lo creo.

          RAMÓN. _ ¿Te acuerdas la apuesta que hicimos: yo, a que te subiría en brazos hasta arriba, y tú, a que no?                                 TRINI. _ Sí.

         RAMÓN. _ ¡Y la gané! Luego aquel periodista que venía aquí dea que eso lo había había copiado yo de no sé de dónde.  ¡Copiar nosotros, éramos de una originalidad salvaje!                      

          TRINI. _ Tú, sí; siempre has sido un poco chiflado...; vamos, original.

          RAMÓN. _ Y tú también. ¿ Te acuerdas primera noche que pasaste allá, cuando me decías que me brillaban los ojos como a un aguilucho? ...

          TRINI. _ Sí. Era verdad.  

          RAMÓN. _ Es que te quería .

          TRINI. _ ¡Bahl

          RAMÓN. _ Sí; me parece que tú no lo has creído nunca.                                                             

          TRINI. _ ¿Y aquella tarde que fuimos a la Moncloa?                                                              

          RAMÓN. _ Es verdad ... Yo no sé qué pasa; ya no hay tardes ahora como aquella. Al llegar hacia la Florida había un charco grande, ¿recuerdas? Tú no querías pasar para no mojarte los zapatitos de charol yo te cogí en brazos, con gran algazara de unos golfos, y al llevarte así me mirabas sonriendo...                                          

          TRINI. _ Es que te quería.                                    

          RAMÓN. _ Un poco, quizá, pero mucho menos que yo... ¿ Y cuando vino aquel poeta enfermo a casa, no recuerdas?              TRINI._ Sí.                                      .                           

          RAMÓN. _ Lo estoy viendo entrar; nevaba, y nosotros hablábamos con una vecina alrededor de la estufa. ¡Cómo temblaba el pobrecillo! «No he encontrado a nadie en el café», recuerdo que nos dijo, cañasteándole los dientes, «y voy a pasar aquí un rato, si no os estorbo Tú le invitaste a cenar y cuando él nos dijo que hacía ya mucho tiempo que no dormía en una cama, tú le dijiste que se acostara en la nuestra y te tendiste en el so. Yo pasé la noche sentado, fumando, y al verte dormida pensaba: Es una mujer buena, muy buena. Y ya ves. cuando después reñíamos algunas veces...                         

          TRINI. _ ¿Algunas veces sólo?

        RAMÓN. _ No; muchas veces. Pues bien: cuando reñíamos, yo pensaba: Sí; tiene estos y estos defectos, pero es una mujer buena.

        TRINI (avanzando la mano). _ Tú también has sido bueno para mí.

        RAMÓN (tomando la mano entre las suyas). _ No; Yo, no.

        TRINI. _ ¿ Y qué se hizo de aquel pobre hombre, del poeta?

          RAMÓN. _ Murió en un hospital.

        TRINI. _ ¿ Y hacía versos bonitos de verdad?

       RAMÓN. _ No sé ... Yo no leí nunca nada, suyo; pero tan injusto me parece que muera un genio en un hospital, abandonado, como que muera allí un pobre hombre.

       TRINI. _ ¿ Y aquel escultor catalán del pelo largo?

       RAMÓN. _ Creo que dejó el oficio. Se hizo vaciador. Ahora come. Ha bajado de categoría y ha subido de alimentación.

       TRINI. _ ¿Y el otro? El francés flaco de la perilla, que cantaba y accionaba ...

       RAMÓN. _ ¿El que recitaba los versos de Paul Verlaine por la calle? Creo que murió; lo cogió un ómnibus en París.

         TRINI. _ ¿Y el anarquista?

         RAMÓN. _ Ese se hizo de la policía.

         TRINI. _ ¿Y el otro, el de los bigotes?

         RAMÓN. _ ¡Ah, sí! ¡Qué tipo! Recuerdo la disputa que tuvo con otro amigo, los dos, en aquella época desastrados y zarrapastrosos; llegaron a insultarse discutiendo cuál de los dos hubiera llevado mejor un frac en un sarao elegante. El de los bigotes, que después llegó a conseguir buena posición, gastaba unos pantalones extraordinarios. Eran unos pantalones que no tenían más que los dos tubos para las piernas, esos tubos que no sé cómo se llaman en sastrería. Los llevaba atados con unas cuerdas al cinturón, y disimulaba aquel espectáculo complicado con un gabán raído. Conservaba también un bastón sin contera, tan desgastado, que para tocar con la punta en el suelo tenía que agacharse y bajar el brazo. A pesar de su indumentaria, que no era precisamente la de un Petronio, me decía una vez, paseando él y yo por la Castellana y mostrándome las damas reclinadas en sus coches: "_Estas señoras nos miran con un desdén... ínexplícable."                                                       

         TRINI. _ ¡Inexplicable! ¡Tiene gracia!

         RAMÓN. _ ¡Pobre hombre! ¡Qué fuerza de ilusión tenía!

         TRINI. _ ¿Murió también?

       RAMÓN. _ Sí; murió. Casi todos los que nos reuníamos aquí desaparecieron. Nadie ha triunfado, y otros muchachos, llenos de ilusiones, nos han substituido y, como nosotros, sueñan y hablan del amor y del arte y de la anarquía. Las cosas están igual; nosotros únicamente hemos variado.

       TRINI. _ No, chico, todo no es igual. Se conoce que no has pasado por nuestra antigua casa.

       RAMÓN. _ ¡No he de pasar! La han tirado, ya lo sé. El otro día me asomé al solar; no hay allá más que un agujero muy grande, tan grande como el que hay en mi corazón. No sé, no me hagas caso, pero creo que lloré.

       TRINI. _ Yo también he llorado algunas veces al pasar por allá.

       RAMÓN. _ Uno quisiera que las cosas unidas a sus recuerdos fueran eternas, pero nuestras vidas no tienen importancia para eso. (Dan en la parte de fuera y asoma una cara. a través del cristal.)

 

          TRINI. _ Es la Milagros con ése, que vienen a buscarme.

         RAMÓN. _ ¿Te vas?

         TRINI._ Sí, chico.

      RAMÓN. _ Parece mentira que nosotros podamos despedimos así. En fin, tú aquí, en Madrid, estás mejor que yo. Me olvidarás pronto.

       TRlNI. _ Más pronto me olvidarás tú a mí. Tú tienes vida por delante. En tu pueblo te casarás...;puedes tener mujer..., hijos... ; yo, en cambio... ¿ Qué le queda a una como yo? El hospital..., el Viaducto... (Se tevanta.)

       RAMÓN (sujetándola de la mano). _No, Trini, no. Yo no te puedo dejar así. Tú has sido mi mujer. A mí no me importa que la sociedad, los poderosos, puedan decir que hemos vivido amancebados: a mí no me importa que nos desprecien... Yo soy un humilde, como tú... ; mi padre era labrador..., un pobre trabajador del campo... ; para mí has sido mi mujer, y yo no puedo dejarte así, no.

       TRINI. _ ¿ Y qué puedes hacer tú, pobrecillo? Dinero no tienes. ¿Casarte conmigo? Pero es que yo no lo querría, ¿sabes?, porque aunque no soy una mujer como debía ser, tengo corazón y vergüenza... , más que otras... , y tú ni nadie me pueden dar lo que he perdido. (Vuelven a llamar en los cristales. La Trini, tendiendo la mano.) Conque, chico ...

         RAMÓN. _ ¿Y ya no volveré más a saber ti?

         TRINl. _ ¿Para qué?

         RAMÓN. _ Eres muy cruel conmigo.

         TRINl. _ Más cruel soy conmigo misma. (Está sin hablar, mirando al suelo, Entra un chulito, de capa y sombrero ancho, y se acerca a la mesa.)

         EL CHULO (tocándose el ala del sombrero). _ ¡Buenas noches!

         RAMÓN. _ Buenas.

         EL CHULO (a la Trini ). _ Conque, ¿vienes o no? Esos nos están esperando.

         TRINl. _ Ya voy. ¡ Adiós, chico! (Alarga la mano a Ramán.)                             ..

         RAMÓN. _ ¡Adiós! (La Trini va con el chulo, se acerca a la puerta, se vuelve, con  vacilación, ve a Ramán con la cabeza baja, suspira y sale. Ramón. se levanta decidido a ir tras ella.)

         EL SEÑOR QUE LEE EL «HERALDO» (cogiendo Ramón del gabán). _ Pero ¿qué va a hacer, hombre? Si ella no quisiera no se iría.

       RAMÓN. _ Es verdad; tiene usted razón. (Se sienta de nuevo. El mozo se acerca a la mesa, retira los vasos y platillos y pasa el paño por el mármol.)

          EL MOZO. _ No se apure usted, don Ramón. Cuando una mujer se va, otra viene.

          RAMÓN. _ Es que no es una mujer la que se va, Antonio. Es la juventud... , la juventud... , y ésa no vuelve.

          EL MOZO. _ Es verdad. Pero ¿qué se le va a hacer? Así es la vida, y hay que tener paciencia... ; porque todo pasa, y bien pronto, no crea usted.

          EL SEÑOR QUE LEE EL «HERALDO» (moviendo afirmativamente la cabeza). _ Ya lo creo.

          EL MOZO (a Ramón), _ ¿Qué, se va usted, señorito?

        RAMÓN. _ Sí, me voy a dar un paseo largo..., muy largo. (Levanndose y saludando con el sombrero al señor del «Heraldo».) Buenas noches.

          EL SEÑOR QUE LEE EL «HERALDO» (amablemente)._ ¡Muy buenas noches! (Ramon cruza el café y sale a la calle.)

          UNO DE LOS ARTISTAS. _ ¡El Greco! Ese era un pintor sabiendo...

          OTRO DE LOS ARTISTAS. _ Para mí no hay más técnica que la del Ticiano.

 

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