ÍNDICE

RAMÓN CARNICER

Donde las Hurdes se llaman Cabrera

Estampas de Castilla la Vieja

Las Hurdes

Sobre la literatura y su historia

El imperativo

 

Donde las Hurdes se llaman Cabrera (fragmentos)

NOTICIA DE DOS PUENTES

E

n tiempo antiguo y difícil de averiguar pero que imagino perteneciente a la primera Edad Media  _a causa de unos nombres visigóticos de tan hirsuto pelaje como puedan serlo los de Liuva o Chindasvinto_ , un miembro de la familia Froylaz, descendiente del conde don Fruela, Señor de Valdeorras, construun puente sobre el río Cabrera. El libro de donde tomo la noticia califica de famoso a don Fruela, fama de la cual no es lícito dudar, dada la sonoridad del nombre. Con su puente, el diligente vástago del conde, amén de enlazar sus posesiones de manera confortable, facilitó a los habitantes de la Cabrera la entrada y salida hacia Galicia por su acceso natural y el tnsito seguro y en seco sobre el río, mediante pago del pertinente pontazgo.

El puente de este Froylaz o el que sobre sus bases fue edificado más tarde, sigue en pie todavía en sus estructuras laterales. El arco se hundió, pero los carpinteros locales reemplazaron lo caído con un aparejo de vigas y tablones que permiten libre paso a los "habitantes de los barrios que hoy en día une.

De esta vieja obra y el nombre de Domingo antepuesto al evolucionado patronímico medieval, resultó  el Puente de Domingo Flórez, caserío opaco y de escasa monta.

En el siglo pasado, y en el ardor ferroviario que hacia su mitad agitó a nuestros antepasados, se concedió la construcción de la línea que uniría la meseta castellana con Galicia, No tardó en llevarse a cabo, a pesar de las dificultades orográficas. Mirando desde el Puente de Domingo Flórez, se la ve discurrir entre túneles y peñascales al otro lado del Sil, y justamente enfrente se encuentra una estación llamada Quereño, con una población exigua, no obstante el ferrocarril y los años. Si nos atenemos a deducciones lógicas, ha de suponer se que la estación de Quereño obedeció al propósito de proporcionar a la Cabrera comunicación por su entrada occidental, .abierta por el río de su nombre. Para ello era preciso construir un puente sobre el Sil, a fin de salvar el único obstáculo en los dos kilómetros escasos que separan ambos pueblos. Pero como el puente, que tendría un extremo en la provincia de Oren se y el otro en la de León _por ser el río allí la divisoria_, no llevaba camino de construirse, la iniciativa particular vino a suplirlo con una enorme balsa movida a impulso de largas pértigas, y en la que a la vez que las personas podían pasar carros y caballerías, con el consiguiente pago de barcaje. Esta barca acabó por vincularse, ya en nuestro siglo, a otro hombre que enlaza onomásticamente con el viejo Froylaz, ya que su nombre es también visigodo: Ramiro.

Pero el desarrollo y las exigencias de velocidad que el paso del tiempo comporta, hicieron insuficiente y anacrónica la barca de Ramiro, y así, empezaron a menudear las instancias y viajes a Orense y a León para que se construyera el puente. Inútil. No había sonado aún la hora de tales adelantos. Hasta que un día, llegadas acaso las presiones a su límite, Ramiro pidió permiso para levantar sobre el Sil tres machones que servirían de soporte a un puente colgante. Los machones llenaron de esperanzas  _si no fuera la aprensión de su estrechez_ a los habitantes de ambas riberas, pero se desvanecieron en elevado porcentaje cuando a los machones fueron amarrados dos cables describiendo muy cóncavas líneas sobre el río, y a los cables, una sucesión de estrechas tablas, con la protección a derecha e izquierda de una sutil tela metálica para los que sintieran vértigo en las alturas inestables.

No a todos los mortales les es dado caminar por la cuerda floja de un circo, pero se puede tener muy aproximada idea de tal ejercicio balancndose por el puente colgante de Ramiro, con la particularidad de que después de pasar dos o tres veces y en la confianza de que los cables y las tablas no se romperán, resulta más atractivo y gimnástico que otro puente cualquiera.  Concluida la travesía si se va hacia el tren, o al iniciada en sentido inverso, hay que acercarse a la caseta en que Ramiro o sus delegados cobran una peseta por cabeza y viaje.

ALGO DE GEOGRAFÍA Y UN POCO DE HISTORIA.

L

a Cabrera se encuentra situada en el ángulo este de la provincia de León. Se divide en Cabrera  Baja, al oeste, y Cabrera Alta, al este; pero estas denominaciones no han de entenderse literalmente respecto al relieve, mucho más complejo y abrupto, según todos los testimonios, en la Baja que en la Alta. Mal podrían considerarse como bajas en aquella área alturas que muy frecuentemente exceden de los 1.500 metros y que en ocasiones se alzan sobre los 2.000.

Aunque el río Cabrera dé nombre al conjunto, discurre exclusivamente por la Baja, a la que otorga perfecta unidad. Todos sus pueblos, en efecto, pertenecen al curso del Cabrera o de sus riachuelos y arroyos afluentes. El Cabrera va a parar al Sil, marcando la entrada natural por el oeste, y el Sil es el afluente principal del Miño. Las aguas de la Cabrera Alta, en cambio, concluyen en el Duero.

Las vaguedades terminológicas, ralas y de pasada, que he podido hallar en algún que otro libro acerca de la geología de la Cabrera, se concretan con alguna mayor precisión en uno de ellos, que asegura ser ambas Cabreras una región natural, no sólo en lo geográfico, sino también en lo geológico, a continuación de lo cual se enzarza el autor en la referencia a sinclinorios y sus flancos y a cuarcitas de esto y de aquello, que no dicen mucho al profano _que es mi caso_ y que no transcribo por no convertirme en alforja de palabras esotéricas. El centro del sinclinorio a que pertenece la región, se dice que está formado casi íntegramente por pizarras silúricas. Y esto es una verdad como un templo; me refiero a lo de las pizarras, que forman la totalidad de los montes y sierras con lajas de espesor variable que dan híspidas y oscuras tintas a las zonas más peladas, así como a las casas construidas con estos materiales. Lo de si son silúricas o no, es algo en que no me es posible entrar, pero ahí queda el adjetivo para quien tenga ideas concretas sobre el período así llamado de la Era Primaria o Paleozoica, allá en los tiempos geológicos.

No son del todo concordes las noticias concernientes a la extensión de la Cabrera, pero se aproximan en atribuirle unos 900 Km2, bastante más de cuya mitad, y aun casi los dos tercios, corresponden a la Cabrera Baja.

La población se distribuye en proporciones parecidas. Hay en la Cabrera Baja veinticinco pueblos y más de 6.000 habitantes. La otra, la Alta, tiene trece pueblos y poco más de 3.000 habitantes.

Las referencias a su historia son tan vagas como las alusivas a su geología. Se sabe que un rey de León, Fernando II, se entrevistó allí con el rey de los portugueses; hubo un conde de Cabrera con jurisdicción feudal sobre la región, y existieron en ella tres señoríos que en tiempos modernos recayeron en el marqués de Villafranca; está documentada además la existencia de un castillo, objeto de cambalaches y garantías militares y políticas en distintas épocas.

Cuando en 1922 Don Alfonso XIII hizo un viaje a las Hurdes y se descubrió la mísera existencia de los habitantes de aquella región, se alzaron en la península muchas voces apuntando a otras partes de España donde la vida no se diferenciaba gran cosa. Tal vez la más estrictamente análoga era ésta de la Cabrera, hasta el punto de que suele llamársele _y esta denominación la utilizan los propios cabreirenses_ las Hurdes leonesas.

Por los archivos ministeriales de la capital de España deben de andar voluminosos legajos llenos de informes y papel de barba relativos a la redención de las Hurdes, pero un libro sobre la comarca extremeña publicado no hace mucho en esta misma colección, puso de manifiesto el escaso fruto de las resoluciones, comisiones y papeleo que sucedieron al viaje real. Me parece recordar la existencia de un patronato de las Hurdes, a cuyos fines y cuidados creo que se añadió la Cabrera leonesa. Y en la Gaceta del 3 de julio de 1932 hay un decreto donde con acuciosa urgencia se crea una comisión constituida por representantes de las Direcciones generales de Caminos, Sanidad y Primera Enseñanza y de la Diputación de León, con el fin de informar en seguida al Gobierno sobre las medidas necesarias para acabar con el "estado de pobreza y de atraso material y cultural" de la Cabrera. Inútil también. De vez en cuando, alguna autoridad u organización provincial ha vuelto los ojos a la Cabrera, pero en forma discontinua o puramente lírica, sin otra realización práctica que el lentísimo y deficiente desarrollo de una carretera por la Cabrera Alta, y tal que otra escuela. Salvo esto y lo poco que los cabreirenses han podido hacer por sus propios medios, todo sigue igual que en tiempos de Don Alfonso.

HISTORIAS DE POMBRIEGO

L

lego a Pombriego a media tarde, subiendo gradualmente de nivel. Pombriego está a 481 metros y es por su población el segundo pueblo de la Cabrera Baja: quinientos cuarenta habitantes.

La carretera concluye a poniente en unas peñas agresivas que cierran como dientes la boca u hoya circular en que se asienta el pueblo. Hasta pasar entre aquellos dientes, Pombriego permanece oculto. Su espalda, el Sardón, se eleva hacia las cumbres rocosas en que concluye la Aguiana. La parte más antigua del pueblo es la próxima a la carretera, donde las casas son de piedra pizarrosa sin revocar, con huecos estrechos y sin vidrios y con techumbres de pizarra negra, características comunes a todos los pueblos de la Cabrera. En el resto, esparcido a la redonda de la hoya, las casas antiguas alternan con las de ladrillo revocado y enlucido, con marcaciones de madera pintada y ventanas vidrieras. La carretera, la posición "fronteriza" y cierta habilidad de sus habitantes para el negocio, hacen que Pombriego se diferencie de los restantes pueblos de la Cabrera. La visión que ofrece desde su entrada es la que los viajeros presurosos califican de pintoresca.

Al entrar en el pueblo, y siguiendo los consejos del cantinero de Castroquilame, me encamino a la fonda de Antonio Armesto. Me recibe la hija, que por estar muy preñada no quiere aumentar su trabajo, y sólo accede a darme cena y cama cuando le anuncio que marcharé al día siguiente.

Con aquel seguro recorro el pueblo. En un arroyo próximo a la iglesia, lava una mujer que está casada en Madrid. A su lado charla una moza, hermana suya; se le ha pegado el acento de la capital y cuenta muchas cosas dé la Gran Vía y la Feria del Campo. La escuchan dos o tres viejas que no esperan ya ver Madrid. Más abajo, sentado en una piedra junto al buzón del cartero, un viejo, sonriente y remendado hasta lo inverosímil, algo lelo y con las encías completamente mondas, me mira .curioso y con ganas de hablar. Tiene una pierna de palo. Le pregunto por las cosechas.

_ Mal- responde_. Las aguas no vinieron bien este año. Marzo y abril fueron buenos y creció la paja, pero en mayo no cayó una gota y no granó el trigo ni el centeno.

_ Y la yerba, ¿qué?

_ ¡Vaya ... ! A ver si pinta la castaña.

Enfrente hay una vieja con la cara llena de costras. Atiende a la conversación, toda relativa a las cosechas presentes, pasadas y futuras, pero no tercia en ella.

Al poco rato se aproxima otro hombre, también con una pierna de palo. Debe de tener sesenta años. Pálido y seco, sonríe igual que el otro, y al hacerlo enseña dos dientes negros y solitarios. Entra en seguida en la conversación de las cosechas, pero a mí lo que me preocupa ahora son las piernas de palo.

En cuanto se hace un vacío en el lento diálogo, pregunto al segundo la causa de su cojera. Tose y sonríe a un tiempo y luego empieza a contar que en 1936 se cayó de un castaño y se fracturó un pie.

_Al día siguiente y al otro rabiaba de dolores y me llevaron en unas angarillas al Puente, pero el médico de allí dijo que tenía que ir a Ponferrada para que me operaran. Llegamos en el auto de línea a Ponferrada, pero como el hospital estaba lleno de heridos de la guerra, no había sitio para mí y dijeron que me llevaran a León. Cuando llegamos en el tren a León, se me había declarado la gangrena y tuvieron que cortarme la pierna por más arriba de la rodilla.

_¡Mala suerte! _digo.

_¡Eso es! Mala suerte  _confirma sonriendo entre toses y enseñando los dos dientes.

La cena en casa de Armesto empezó con una especie de caldo gallego y terminó con dos huevos fritos. Al sentarme a la mesa se presenta el propio Armesto, que resulta ser el del trasiego en el puente roto. El del tubo era su yerno, el marido de la preñada. Armesto es un campesino corpulento y hablador. Mientras ceno me cuenta mil cosas del pueblo, y cuando el tema, los personajes o el momento histórico lo requieren, se asoma cauteloso a la ventana antes de depositar el secreto en mi oído a través del tubo en que convierte su mano derecha. Después, según la naturaleza del secreto, se sacude en una carcajada o da un puñetazo en la mesa y hace vacilar la botella del vino, que me apresuro a sostener porque es muy bueno.

De vez en cuando llega desde la cocina la voz de la preñada:

_¡Padre! ¡Venga a cenar!

_ ¡Ya voy! _contesta, y se dispone a confiarme otro secreto.

Acabo la cena y Armesto sigue conmigo. Luego se incorporan para hacerme sobremesa la hija y su marido. Dice aquélla:

_A lo mejor le gustaría un poco de miel para postre. Podía ir a buscarla a casa de Encarnación. Antes teníamos abejas, pero padre no las quiere.

_No me hables de ellas  _salta Armesto _. No quiero nada con ganado que no respeta al amo.

Dan voces abajo, a la puerta de la cantina, y se va el matrimonio. Armesto vuelve a emprenderla con sus historias, ahora más misteriosas que nunca, pues se refieren a los "huidos", los guerrilleros que a partir de 1936 anduvieron dieciocho años a la defensiva por los montes de la Cabrera. El tubo en que Armesto convierte su mano para acercarme a a oreja las aventuras de entonces, se hace cada vez más estrecho porque la voz de Armesto se adelgaza como un hilo, mientras los ojos se le abren cada vez más. Ahora ya no se sienta; los viajes a la ventana suceden sin tregua y ha de permanecer en pie. La tensión es enorme, y llega un momento en que Armesto prescinde del tubo y ya no habla. Hace gestos indicadores de disparos, degüellos, prisiones, fugas y ahorcamientos que se duplican fantasmalmente en la pared frontera, Porque la luz eléctrica se ha estropeado y nos alumbra, puesta a mi lado, una lámpara de aceite.

Súbitamente, Armesto interrumpe sus movimientos y se aproxima a la ventana.

_¿Qué es?  _dice.

Se concentra con la mano en la oreja y suben inequívocos los tientos de una flauta.

_ ¡Un tamborilero! _exclama con una alegría que le hace olvidar la historia de los "huidos"._ ¡Vamos abajo!

BAUTIZO EN LLAMAS DE CABRERA

A

 la vuelta del tapial hay una portalada, y tras ella se abre un espacio que parece un huerto  abandonado e invadido por las yerbas y el tomillo. A la derecha corren las rústicas arcadas de un atrio. Su cal, vieja, remotísima, ha ido desprendiéndose de las piedras oscuras de la obra. En el suelo del atrio, que da entrada a la iglesia, sueltas y en desorden, quedan algunas de las baldosas de pizarra que un día lo cubrieron. Dentro de este atrio, sobre un basamento escalonado y al apoyo del muro, hay una cruz de madera con esta inscripción: "Santa Misión, 28 abril 1893".

Sentado en este basamento está don Manuel. La sotana, remangada hasta la cintura, deja ver unos pantalones de colorido complejo, tirando a pimentón. De los hombros de don Manuel desciende un roquete, muy largo porque en su origen debió de rizarse con almidón y hoy aparece liso en su perdida blancura. De su cuello, baja una estola de dos colores fundidos por el sudor y la grasa en un gris indefinible.

Don Manuel, con los codos apoyados en las piedra y la poderosa cabeza tan inclinada que apenas se le ve la cara, lee atentamente su breviario. Junto sus gruesas botas, hecho un ovillo, está un chucho blanco y negro de indescifrable ascendencia popular.

Don Manuel se levanta a mi saludo, y mirándome por encima de las gafas escucha mis explicaciones. A su visible curiosidad se impone algo que debe de ser más urgente. Hago una pausa y me dice sonriendo:

_¡Bueno, bueno, bueno ... !

A continuación añade:

_Tengo que acabar de rezar porque ahora van a venir para un bautizo y luego mengua la luz. Espere un rato por aquí.

Y como para disculparse y mostrar amistad, mete la mano en el bolsillo de la sotana y me da un puñado de caramelos.

Recorro el borde del tapial y contemplo el pueblo y la chiquillería que sube y baja por el camino. Después vuelvo hacia la portalada, en el momento en que suenan uno tras otro seis cohetes. Al poco rato oigo acercarse el agudo y alborotado ritmo de una flauta y el reflexivo bordoneo de un tambor. Momentos más tarde, precedido de ocho o diez chicos y seguido de otros tantos, aparece por la esquina Joaquín,  el tamborilero de Odollo. En cuanto ven que los enfoco con mi máquina fotográfica, se detienen como por ensalmo. Joaquín, en medio de todos, se estira, se pone de frente, y como si los sonidos hubieran de salir también retratados, sopla la flauta hasta desgañitarla y bate enérgicamente el tambor. Hecha la foto se adelanta el mozo principal y me invita a beber de una botella de vino. Mientras lo hago, el mozo ve en el fondo del atrio a don Manuel y se empeña en que beba de la misma botella. todos están ya, con Joaquín, dentro de la portalada. Don Manuel interrumpe el rezo y se acerca al grupo. Se quita gravemente la estola y el roquete y bebe. A continuación bromea un poco, y dice:

Este vino es tan sutil

que por las venas se mete

y de una luz hace siete,

y de siete,  siete mil.

Vuelve a ponerse con igual gravedad el roquete y la estola y prosigue la lectura de su breviario al pie de la cruz.

Joaquín y su música se alejan cuesta abajo, pero una parte de los chiquillos queda junto al atrio. Aparecen algunos más, y llega un momento en que son diez o doce. Corretean persiguiéndose por los yerbajos, y los más pequeños se apoyan en una especie de cercado próximo a la entrada. El cercado se compone de cuatro palos  verticales formando un rectángulo, unidos por otros cuatro horizontales .

Al cabo de un rato me doy cuenta de que en el interior de este cercado hay menos yerba y de que su tierra se levanta en un lomo longitudinal. Estoy en el cementerio, no hay duda, y aquella debe de ser la tumba más reciente. Entonces veo, dispersas y caía acá y allá, unas cuantas láminas de pizarra negra como las que forman los tejados de las casas. No tienen inscripción  alguna. A veces, a partir de ellas, se insinúa difícilmente entre las yerbas un ligero abombamiento de la tierra, pero en todo el recinto no se ve ninguna cruz.

Los niños, muchos de ellos rubios, siguen jugando.

La tumba de la estacada es la que más les ayuda en sus juegos. Dan vueltas a su alrededor o saltan dentro, como lugar en que el juego concluye y empieza otra vez.

Entre la chiquillería hay una niña que parece la mayor de todos. Debe de tener doce años. Es guapa y corpulenta. Está sentada en una piedra y no interviene en los juegos, pero sonríe con inagotable dulzura. Sonríe a todo: a los otros niños, a mí, al perro, que se ha puesto en pie, a los gritos, a la luz. Y cuando quiere decir algo no le sale más que una palabra, "mamá", que a veces repite como si tratara de hacer una frase.

De pronto, los chiquillos suspenden su griterío y sus juegos y corren hacia la entrada. Vienen los del bautizo: el padre y los padrinos _muy jóvenes los tres_  y un nuevo tropel de chiquillos. No hay ninguna persona mayor. Don Manuel, seguido de un rapaz que hará de monaguillo, entra en la iglesia en busca del libro, el agua, la sal... Mientras tanto, los chicos preguntan a los padrinos cómo se va a llamar la niña, pero se niegan a decirlo hasta el momento preciso en que el cura lo pregunte. Cuando éste lo hace y contestan "Julia", hay un rumor que don Manuel deja extinguirse con una sonrisa.

La ceremonia en medio del corro de la apiñada chiquillería, es como un rito rural y festivo; casi, casi, un cuento, cuyo final llega pronto: Julia. El interés del cuento está en las fórmulas que únicamente sabe aquella especie de segador viejo, tostado por el sol, que es don Manuel, cubierto con una indumentaria que parecen los arreos de un campesino estrafalario. Los latines que articula don Manuel con acento humilde y labriego, pierden el contenido simbólico con que salieron de algún lejano concilio y adquieren una significación local y antigua, como si se tratara de algo inventado, quién sabe cuándo, allí, en Llamas de Cabrera.

Terminado el bautizo, el padre y los padrinos van con don Manuel a la sacristía para registrarlo. En tanto, recorro el interior de la iglesia, tenebrosa, con unos retablos barrocos en que anidan los murciélagos. Todo está en el mayor abandono y pobreza, y todo  _cortinas, imágenes, altares_ cagado de los pájaros que entran y salen libremente por los cristales rotos.

Cuando el padre y los padrinos vuelven al exterior atardece. Las montañas de poniente se alzan como un rígido tiznón; a lo lejos, la flauta de Joaquín lucha inútilmente con la tristeza; a la luz menguante, los desconchados del atrio y las pizarra de las tumbas parecen decir algo confuso, difícil de entender. Los chiquillos gritan:

_Padrino reñoso, saca la mano del bolso. Madrina

reñosa, saca la mano de la bolsa.

La sacan al fin y caen a voleo los caramelos, que la chiquillería se disputa entre las tumbas hasta dar en tierra con la empalizada de la más reciente. Laniña tonta, en su piedra, sigue sonriendo y gritando:

_¡Mamá, mamá... !

RECORRIDO POR EL PUEBLO

E

l porche de la iglesia a un lado, la cantina y un par de casas enfrente, y al fondo la casa del cura, limitan lo que podría llamarse plaza de Odollo. En medio, en una nube de polvo encendido de sol, bailan los mozos y las mozas, vestidas de colorines. El grupo  de hombres, junto a la cantina, y el de mujeres, a la sombra del porche, son más numerosos que por la mañana, y aún baja gente por la cuesta. Predomina a entre los mayores la indumentaria negra. Muchas de las mujeres llevan pañuelo a la cabeza, cuyos bordes sirven para taparse el bocio, si lo hay. Casi todas se cubren con un mantón, no obstante la elevada temperatura. La mirada inmóvil de estos hombres y estas mujeres parece detenida en nuevas reflexiones sobre los bailes y las costumbres. Tal vez sientan a causa de ello, confusas nostalgias, y más probablemente resignación, una resignación extendida al hecho total de su vivir. Pero esto, ¿no será suponer demasiado? Porque resignarse es aceptar lo negativo o precario frente a lo positivo y prometedor, y casi toda esta gente carece de nociones ajenas al discurrir de una vida en que el día de San Pedro con su misa cantada y su cuarteto constituye la plenitud de plenitudes. En algunas de estas caras apunta una sonrisa mortecina, reveladora de taras biológicas y de nieblas mentales, En otras, la sonrisa surge por la extravagancia de un bailador joven o por la irrupción súbita de un hombre ya maduro que se lanza a la polvareda arrastrando a otra mujer aún mayor a quien empujan riendo otros bailadores.

Joaquín el tamborilero no toca hoy. Los mozos lo contratan algunos domingos y en las fiestas menos importantes. Se le ve un poco alejado del templete, con un punto de tristeza en los ojillos, pero es indudable que acepta la situación y reconoce las excelencias del cuarteto. Más aún, es seguro que admira la sabiduría del trompeta y del clarinete, que mientras soplan con los carrillos  hinchados, enrojecidos, a punto de reventar como bubas malignas, van leyendo _embizcados los ojos hacia la nariz_ los para él indescifrables papeles sujetos a lo alto de sus instrumentos. Y es que Joaquín no entiende de solfa. Pero en su tristeza se advierte una trabajosa alegría, porque la presencia del cuarteto le permitirá coger a oído los bailes de la capital. Claro que luego saldrán mucho más acelerados por los agujeros de su flautín, incapaz de mantener los sostenidos y el ritmo lento del tango que por ejemplo urden el clarinete y la trompeta entre el hipo del bombo y los prudentes redobles del tambor.

A1 cabo de un rato me encamino cuesta arriba. Las casas surgen acá y allá aprovechando un ensanche en el declive de la montaña y sin subordinarse a la línea de una supuesta calle. Son de canto pelado, a menudo con una segunda planta, total o parcialmente de madera. A estas casas les han ido saliendo raros apéndices, cuerpos laterales que por un lado tienen muro propio y por el otro cabalgan en el tejado de otra casa situada a nivel inferior. A su vez, sobre la espalda y el tejado de aquella casa coja, se apoya  otra, edificada más arriba. El enlace de estas construcciones es a veces intrincadísimo, y conduce fácilmente de la idea casa a la idea hombre, y a imaginar que se trata de grupos de pordioseros y tullidos apoyándose entre sí para no caer. La escalera, casi siempre exterior, es una maciza acumulación de piedras que acaba en un corredor, limitado por una tosca balaustrada o por un cerrado de tablones anchos y desiguales. Por las ventanas asoman trapos sucios, rotos, desvaídos. Y en lo alto, la techumbre, de lajas de pizarra irregulares y sueltas. Rarísimamente se descubre en estas casas un detalle decorativo, una superficie encalada o un tiesto .

A la entrada de algunas se ve un viejo o una vieja sentados en una piedra o un poyo, indiferentes al trompeteo de la plaza y a mi paso. Su perfil, gastado como el de un relieve antiguo, se insinúa sobre la negrura total que domina el interior, de donde sale un olor difuso cuyos componentes más perceptibles son el humo y el estiércol.

Visto desde su cumbre, la nota dominante del pueblo es el negro ruinoso de los tejados, bajo lo cuales se adivinan miserias, conciencias embotada por la fatalidad de la costumbre, personas que oirían sin comprenderlo  _porque "siempre ha sido así, y así seguirá siendo"_ al reformador teorizante que puesto en pie en esta peña donde estoy sentado perorara colérico en nombre de la igualdad de derechos, el progreso y el nivel de vida.

Desde un poco más arriba, la vista se amplía y lo humano se aleja. Los cultivos y los pastos rodean el pueblo. Las tintas negras del conjunto aparecen moderadas por el albear de dos o tres casas encaladas y por los árboles plantados entre construcciones y tierras. "Sí, algo hay que hacer aquí: una repoblación forestal por aquella parte, una concentración parcelaria por aquella otra... Lo pensaremos mientras la gente baila en la plaza", diría un experto en estadísticas y en informes ministeriales

Subo más y abarco la totalidad del pueblo, en mitad del monte, entre el río y la cumbre, rematada por unas nubes que empiezan a colorear y a ponerse en marcha. Porque sopla una brisa suave que aletea en las hojas lanceoladas de los castaños y deja el ardor de la tarde en un punto delicioso. La música de la trompeta y del clarinete, limadas sus aristas por la distancia, llega ahora blandamente, como una canción pastoril. Sale humo de algunos tejados y alguien hace sonar la esquila más grave de la torre: una, dos, tres, cuatro ... treinta y siete campanadas. Las voces suben apacibles y prolongadas, con un toque de imperceptible tristeza que presagia el crepúsculo. Un poeta lírico y dolido, puesto aquí, acabaría  recitando el beatus ille. Y si el poeta fuera bucólico se pondría a tocar el caramillo.

Desciendo otra vez. Los viejos se han recogido y hay más puertas cerradas. Cuando llego a la casa parroquial, se apea de un caballejo un hombre de Llamas

_Don Manuel_ dice al ver salir al cura_, el niño murió a poco de nacer.

 _¿Y cómo está la madre?

 _Bien, parece. ¿Qué hacemos con el niño?

_¿Lo bautizasteis de socorro?

_No, señor.

_Bueno, pues entonces enterrarlo vosotros mismos.

 

LA LUZ DEL CANDIL

E

n Odollo hay luz eléctrica, pero don Manuel no la tiene. Se alumbra con candiles de aceite, que lanzan al aire un humo negro y presuroso. Tampoco dispone del raro adelanto conocido en estos pueblos por "cocina económica", con el nombre de Bilbao puesto en sus hierros. En el negror absoluto de la cocina, avivando con un soplillo las brasas adormecidas entre las trébedes y el caldero pendiente de la cadena, Fermina cobra una importancia insospechada. Da la impresión de ser un allegado de Prometeo, ladrón de un antiguo secreto de los dioses, el fuego, que de pronto aparece a mis ojos como un fenómeno trascendental y cargado de misterio.

La luz del candil, la lumbre baja y otros detalles me llevan a la conclusión de que don Manuel es partidario

de la autarquía. Hasta ahora no ha intentado hacerse unas botas, aunque sabe arreglarlas, pero en una ocasión triunfó de la tiranía de los sastres haciéndose unos pantalones. "Parecen plisados, don Manuel", le dijo un maestro zumbón al vérselos puestos; pero eran sin duda alguna unos pantalones con su bragueta, sus bolsillos _los grandes y el relojero_ y toda la virguería de trabillas, vuelta, hebillas y botones. Claro que estas economías y la derivadas de prescindir de sábanas y otros lujos, se las lleva la trampa de los pedigüeños, pero el cura aún salva lo suficiente para ir fundando becas en lo seminarios.

La luz del candil, puesto en la mesa entre don Manuel y yo, describe en torno una esfera luminosa, cerrada en la oquedad de las sombras. Esta luz concentra la atención y anima al diálogo. Cuento a don Manuel mi recorrido por la aldea y la impresión de pobreza que me produjo.

_No son ricos los de OdolIo, no _confirma el cura_,  pero lo más duro son las cuestas enormes que han de subir y bajar para atender los trabajos: ellos y el ganado. ¡Se empeñan en labrar las tierra altas ... ! Y entre unas cosas y otras agotan las vacas y no les dan tiempo para criar. ¿No se ha fijado en lo ruines  que son los animales de la Cabrera? Más cuenta les tendría que las vacas criaran, porque los terneros valen más que todo el centeno que cosechan.

_He visto tierras y prados pequeñísimos.

_ Sí; la propiedad está muy dividida, y aún verá pueblos en que lo está más. Esto hace que para ir de una pieza a otra pierdan mucho tiempo por los caminos.

_¿Y no podría modernizarse algo el modo de labrar la tierra? No se ven más que arados romanos a la puerta de las casas.

_¡Ah, sí! Algunos les llaman fenicios. ¡Fíjese si serán  antiguos! Pero no pueden usarse otros. La tierra es muy delgada, y si se ahonda un poco, sale en seguida la peña. Lo peor es que la poca tierra que hay encima de las peñas se va perdiendo. Ya se habrá  dado cuenta: labran las cuestas sin hacer bancales, como los gallegos, y en cuanto llueve un poco fuerte, marcha la tierra al río, y el abono también, si se lo echan.

_¿ Qué solución habría para estos pueblos?

_¡Qué sé yo! Ellos dicen que los caminos. Pero ¿y  las casas? ¿Sabe usted lo que es un leito?

_Algo oí decir.

_ Pues es un gran cajón de madera. Le ponen por dentro  una mullida de paja, y con una manta encima duerme allí el matrimonio. Si tienen hijos, al leito van a parar también, porque durmiendo todos juntos se mata mejor el frío. Pasan años, y muchas veces, cuando acuerdan ponerlos a dormir en otro sitio, los hijos son ya bastante mayores. Ahora los leitos van desapareciendo, pero aún verá más de uno en la Cabrera.

De cuando en cuando, la mecha del candil parpadea y agita la luz, dando mayor viveza al sano color del cura y al brillo de sus ojos.

Me habla después don Manuel de sus años de seminarista en Astorga, y se levanta, va y viene con el candil a la habitación contigua para enseñarme viejos boletines del obispado donde figuran las listas de exámenes. Entre las calificaciones de don Manuel abundan los meritissimus, que debe de ser el sobresaliente de los curas.

Por último, la conversación entra en comparaciones sobre viejos y nuevos tiempos, y acaba en ese terco quehacer, tan grato a la gente de nuestro país consistente en averiguar durante horas y horas cómo somos los españoles. Don Manuel, como cualquier otro español, se adentra locuaz en el asunto, porque tiene cosas que decir, algunas tocantes a su ministerio. Por ejemplo, ésta:

_Los españoles acomodan la religión a sus conveniencias personales.

Bueno.

DE ODOLLO A CASTRILLO DE CABRERA

E

 

l camino Sigue descendiendo. De pronto inicia un brusco repecho hasta el arroyo de Peña Franca. A continuación vuelve a hacerse llano, Media hora después de salir de Odollo, veo abajo, junto al río, el molino de Bárcena. La euforia de las fuerzas recuperadas me anima a descender los cien metros de altura que me separan del molino.  Me lavo los pies y reanudo la marcha. Al poco rato, el viaje vuelve a las asperezas de los días anteriores. El camino sube, baja, se retuerce y complica por barrancos y quebradas. Salgo después a un sendero entre tierras de labor y emprendo la última subida. Al final de ella, echando el bofe, desemboco en un robledo, desde donde se ven los repliegues de Odollo y el revuelto macizo montañoso, difuminado a lo lejos por la calina. Cuando llego a la ermita de la Virgen del Castro, en la parte opuesta del robledo, he alcanzado los mil metros de altura.

La ermita es una obra pobrísima, de hiladas de piedra seca. La espadaña recuerda las construcciones que hacen los chicos con piezas de corcho, y como en ellas, se ven en lo alto tres huecos, donde algún tiempo debió de haber campanas. Tras descansar un poco hago unas fotografías. "Procura que haya siempre un primer término, una rama, por ejemplo", me había recomendado un amigo. Pero no siempre es fácil. Las ramas suelen resultar demasiado altas o demasiado bajas.

Comienza aquí la parte más dura de la región. Dicen de ella:

Castrillo, Noceda, Saceda y Marrubio:

cuatro lugares donde Cristo no anduvo.

No muy lejos de la ermita está el barrio de abajo:

dos hileras tortuosas de casucas a lo largo de un cenagal donde picotean tres gallinas, se enlodan unos niños y hoza un cerdo. A mi paso, recelosos y sorprendidos, se asoman a las puertas hombres y mujeres. Me acerco a uno de los hombres:

_ Buenos días. ¿Por dónde se va al barrio de arriba?

Con los ojos fijos en mi máquina fotográfica, hace una indicación con la mano y pregunta:

      _¿Viene usted por eso de las tarjetas?

      _¿Qué tarjetas?

      _Esas del Gobierno.

      Tras muchas vueltas y preguntas, averiguo que esperan hace tiempo un fotógrafo que ha de retratar a la  gente para el documento nacional de identidad. Después explica:

_Siga por ahí, y luego tuerza a la derecha.

Veinte minutos más tarde estoy en el barrio de arriba, el de la iglesia, y pregunto por la cantina de Laureano. Al llegar a ella me entero de que Laureano anda guadañando con un jornalero. Me lo dice su mujer, de unos cuarenta años, toda enharinada y con la greña al aire. Está de mal humor y me mira con recelo, pero cuando le digo que soy amigo de don Manuel, me manda pasar.

Lo primero que veo es la cocina, "económica" y un fregadero encajado en un mostrador corrido, de azulejos, como el del Puente. Es casi la una y hace  mucho calor, pero el que sale de la cocina, cargada de humo aceitoso, es temible. La mujer de Laureano está friendo filluelas, una especie de churros en figura de tortilla, que luego se espolvorean con azúcar. Mientras la mujer hace las filluelas, una niña de tres años, sentada en el fregadero y empadada de sudor, llora a moco tendido sobre la fuente de filluelas, ya fritas, colocada a sus pies. Una hija moza se mueve con desgana y se resiste a llevar la comida a Laureano y su jornalero. Para fastidiar del todo el humor de la madre, otro chico, de nueve o diez años, se niega a traer de la fuente una barrila de agua. La pequeña sigue alborotando encima de las filluelas, y la sartén es una catarata de aceite hirviendo donde se agita ruidosa la fritanga. La madre, que lleva un rato dando voces, arroja de repente la espumadera contra los hierros de la cocina económica y grita desaforada:

_¡Me cago hasta en la leche que mamasteis!

El chico y la moza salen arreando a sus mandados y la mujer me dirige una mirada justificativa. Después, y farfullando condenaciones sobre la mala voluntad de los hijos, me conduce al comedor, donde además de una mesa hay una cama matrimonial con una colcha amarilla encima y un orinal debajo. En las paredes se ven los cromos de tres vírgenes muy frívolas, de colores estridentes y cargadas de collares, pulseras, pendientes y broches de pedrería.

Me asomo a la ventana y oigo el zumbido de una colmenas.

_¿Hay muchas abejas en la Cabrera?  _pregunto a la mujer mientras me prepara la mesa.

_Hay bastantes, sí señor.

_¡Pero no se ve miel por ninguna parte!

_Ya se acabó la del año.

La comida es buena: jamón y chorizo; lacón y queso, con buen pan y mejor vino. De postre, decido comer una filluela, más que por gusto, por hacer homenaje a las inocentes lágrimas de la niña y a la buena voluntad de la madre, que a pesar de la perrerías de los chicos me la ofrece con mucha amabilidad.

La habitación donde dormiré está en otra casa en un saliente del derrumbadero por donde trepa, resbala y se hunde el pueblo. La casa es vieja, pero no hace mucho apañaron en ella una habitación con ventana,  cristales y hasta cortinillas, encalando de encalando de camino parte de la pared.

El sopor de la comida y del vino, combinado con el bochorno del mediodía, me anima a echar unasiesta  en mi habitación. Las tablas del piso no ajustan muy bien, y por las rendijas sube intenso olor a cuadra, pero tal vez se alivie con la ventana abierta. No es mala cama. Ya estoy tumbado en ella, boca arriba. Lo malo es que las moscas se ponen un poco pesadas. Algunas son gordas y torpes y chocan contra los cristales. A veces asoma una abeja y queda detenida unos segundos en el aire, zumbando aguda. Ahora  empiezan a oírse, cortos, intermitentes, los gruñidos de un cerdo. Al principio me molestan, tal vez por el escaso prestigio civil de estos animales, pero poco a poco, y mientras la laxitud precursora del sueño me va ganando, advierto la armonía _primero sorprendente y luego  inconcebible, perfecta_ del gruñir de un cerdo en paz. El cerdo debe de hacer  como yo, en los instantes previos y beatíficos en que la conciencia, libre de sus ataderos, va y viene debilitándose como un humo cada vez más tenue y blanquecino, cuya total desaparición nunca logramos ver. El gruñir del cerdo, ahora más largo y acompasado, es un bordoneo semejante al de un violoncelo que no tuviera más que una cuerda, la más grave, y con la que no pudiera dar más que una nota. La armonía es tan extraordinaria que recobro la lucidez de los sentidos, levanto la cabeza de la almohada y me alzo cuidadosamente unos centímetros hasta quedar apoyado en los codos. Entonces pienso que, efectivamente, el gruñir del cerdo es el violoncelo, la voz "de cuerda" _como diría un entendido en música_ de los animales, y esto me lleva a pensar que la maravillosa nota y media del sapo _el solitario músico de la noche_ es la flauta, la "voz de aire".

Acariciado por el prodigioso bordoneo, tiendo los brazos y caigo de nuevo en la almohada. Pero súbitamente, cuando la conciencia vuelve a adelgazarse, alguien abre con violencia y ruido la puerta de la cuadra. Se oyen unas voces destempladas _las de la mujer de Laureano_, luego dos o tres vareazos contra unas tablas, y el cerdo, perdida su ventura preonírica, sale huyendo, vulgar, chillón, exagerado.

De todos modos, acabo por dormirme entre los torpes e inconstantes violines de las moscas.

 

JUSTINA

D

 

espués de la siesta y cruzando unos huertecillos, me encamino a una de las fuentes del pueblo. La mujer de Laureano asegura que es mejor que la otra, la de arriba. La fuente está a la sombra fresquísima de un nogal y el agua es exquisita, como toda la de la Cabrera. Quizá por esto último, los cabreirenses tienen un sentido muy agudo para advertir sus diferencias, aunque al avanzar el viaje descubro la falta de objetividad del supuesto sentido. Porque, indefectiblemente, cuando llego a un pueblo y pregunto acerca del agua, me dicen que es la mejor de la Cabrera, y que la del pueblo de donde vengo es muy mala. Además de beber, me lavo los pies _ placer extraordinario para el caminante _, y también unos, calcetines y un pañuelo.

Subo otra vez a la aldea. Las casas son parecidas a las de Odollo. Acaso abunden más las segundas plantas de madera, y hay también más casas con techumbre de paja, pero ya no se utilizan como viviendas, sino como cuadras y pajares.

Van y vienen algunas mujeres con un cántaro o un cesto y contestan con curiosidad a mi saludo. Al llegar a lo alto del pueblo, sopla una brisa fresca que da fin a los ardores de la tarde.

Mientras observo una de las casucas y me dispongo a fotografiarla, percibo unas ahogadas risas infantiles. Se repiten una y otra vez entre cuchicheos, y acercándome a la casa, las localizo tras el agrietado pilar de pedruscos que sostiene uno de sus ángulos. Con la mano en la boca y apretándose unas contra otras, aparecen al fin cuatro niñas. La mayor debe de tener seis o siete años; las otras, cuatro o cinco. Dos de ellas son muy rubias. Una ya descalza, y las demás llevan zapatos o botas de goma de una sola pieza. Al decirles que voy a retratarlas, echan a correr hacia el pilar y se esconden de nuevo. Pero vuelven a salir en cuanto me alejo, porque sería una lástima no ver lo que hace el hombre del bastón y el sombrero de paja. Me siguen desde lejos y poco a poco acortan la distancia. Si les pregunto algo, apiñan las cabezas, ríen avergonzadas y hacen ademán de retroceder a su escondite. Pero al final acaban por convertirse en alegres lazarillos que no me perderán de vista hasta el oscurecer. Ya sé cómo se llaman: Amelia, Basilisa, Enedina y Ludivina. Tan líricos nombres resultan más sorprendentes bajo la capa de mugre, tierra y mocos que cubren los vertidos y la cara de las niñas. La alegría de mis acompañantes crece por momentos, y no hay duda de que lo están pasando muy bien. Palmotean y saltan, y escoltado por ellas llego a una explanada donde se alza la escuela. Es de una planta y está bastante desmochada y decrépita, pero recién construida, con sus paredes encaladas, debió de parecer una paloma en medio de la negrura ruinosa del pueblo.

Cuando las niñas se colocan en el escalón de entrada a la escuela para que les haga una fotografía, pasa una mujer conduciendo un carro y me pregunta si puede poner en el grupo a su hija. Le digo que sí y la baja del carro. Esta lleva un pañuelo a la cabeza y se llama Doralina.

Después llego a un descampado, no lejos de la escuela, desde donde puede contemplarse una dilatada acumulación de montes entre cuyos pliegues se adivina el río. Son las eras del pueblo. Me siento un rato en la yerba, al sol y a la ventolina, mientras las niñas corren y se persiguen sin alejarse de mí, aunque un tanto decepcionadas de mi quietud, que se prolonga demasiado y parece indiferente a sus gritos y risas.

Por el camino suben dos carros con verba. Delante de uno va un hombre, y encima de la carga un chico. El otro lo conduce una mujer con un niño en brazos, y arriba se bambolean un chico y una chica, más pequeños que el primero. Las vacas que tiran de los carros son mínimas, flacas y de pelo amarillo. Las ruedas, hechas de maderas ensambladas y con dos huecos pequeños hacia el centro, tienen una llanta de hierro dentado que a primera vista parece un círculo de gruesos clavos. Las ruedas van fijas al eje, de madera también, que gira debajo del carro entre dos pares de vástagos verticales, igualmente de madera. El roce del eje arranca una melancólica sucesión de aparentes gritos, lamentos y quejas, con alguna nota prolongada, pura y musical. De los bordes laterales del carro suben unos palos puntiagudos para sostener la carga de yerba.

Los carros se detienen no lejos de la escuela, y el hombre y la mujer, con sus horcas, empiezan a meter la yerba en dos pajares contiguos. Al cabo de un rato me acerco a ellos. Responden a mi saludo; el hombre, curioso pero tímido; la mujer, dispuesta a conversar. No sé si estarán casados.

_ ¿Son ustedes matrimonio? _ pregunto.

_ No, señor _ contesta rápida la mujer.

Después de una pausa digo a ésta:

_ ¡Duro trabajo!

_ Sí, señor; ya puede decirlo.

_ ¿Y dónde está su marido, que no viene a ayudarla?

Vacila un poco y responde:

_ Está allá..., en las minas.

Al decirlo señala a poniente, mira al hombre y sonríe. El hombre sonríe también, mete la horca en la yerba, la levanta a lo alto y avanza con su carga hacia la puerta del pajar.

 El chico mayor, con una horca pequeña, ayuda muy serio a su padre. Debe de tener nueve años. Otro más pequeño, de cinco o seis, hace lo mismo respecto de la mujer. La chica de ésta, tal vez de tres años, juega con unas piedras y unos palitroques. El niño que la mujer llevaba en brazos, está tendido en una frazada junto al muro.

La mujer es enjuta, pero fuerte y guapa. Es la primera mujer guapa que veo en la Cabrera, la única de aspecto decidido y voz resuelta. Veintitantos años debe de tener. Su pelo _lo que de él se entrevé por debajo del pañuelo que le cubre la cabeza _ es rubio, rojizo. Cuando acaba de empujar hacia la choza un montón de yerba, hinca en el suelo el mango de la horca, apoya la mano derecha en lo alto, en el ángulo de las dos púas, y me dice:

_Buen señor, ¿usted escribe en los papeles?

_ No. ¿Por qué me lo pregunta?

_ Porque antes, al subir por la cuesta, lo vi escribiendo.

También lo decían ayer en la fiesta de Odollo. Y además trae una máquina de retratar.

_ Pues, bueno, supongamos que sí. ..

_ Entonces, buen señor, diga cómo estamos aquí; a ver si se acuerdan de nosotros, que vivimos como los animales del monte.

Hace ademán de volver a su trabajó, pero desiste y continúa:

_ En verano, aún se puede ganar un jornal, ir a una romería y echar un baile; pero en invierno, ¿sabe usted?, se acaba la comida, nos morimos de frío y no podemos salir de estas peñas. Y si una tiene que parir, revienta. Y si alguien se pone enfermo, se muere, porque el médico está muy lejos. Y si viene el médico es igual, porque la botica está a muchas leguas y las penicilinas esas que dan cuestan mucho y no tenemos dinero para comprarlas. ¡Y mire, mire cómo andamos vestidos y cómo andan esas criaturas! ¡Y las vacas, más secas que una cabra! ¡Maldita, sea... !

A medida que habla, la va ganando la cólera, y sus palabras se encrespan en una acusación que parece dirigida a mí, para concluir en un rosario ininteligible de maldiciones. La actitud de esta mujer es algo nuevo, y enteramente distinto de la resignada y fatal conformidad vista en días anteriores.

El hombre, ahora en lo alto de su carro, con los dientes de la horca en la yerba, las manos en el extremo del mango, y la barbilla apoyada en ellas, escucha silencioso mirando a lo lejos.

Inesperadamente, el niño de la frazada empieza a llorar y a mover las piernas y los brazos, y cuando el llanto acaba en rabieta, la mujer lanza la horca lejos de sí y con gesto desesperado y grandes zancadas va hacia el niño y lo coge con violencia, como si fuera a pegarle o a lanzarlo al aire también.

Pero sus voces de protesta se van ahogando entre los movimientos bruscos con que suelta los botones de la blusa para sacar la teta y en la quietud forzosa que sigue.

Los chicos mayores han quedado inmóviles y con los ojos muy abiertos. Amelia, Basilisa, Enedina y Ludivina, asustadas por la actitud de la mujer, se alejan volviendo la cabeza. El sol, ya en su caída, va enrojeciendo la tarde. La brisa es ahora más fuerte, viento casi.

Cuando la pequeña parece harta y tranquila, la madre vuelve a ponerla en la frazada, que pliega a continuación sobre el menudo cuerpo.

Por último, coge otra vez la horca y reanuda su trabajo. De pronto, parece darse cuenta de que sigo allí, y con una ironía que apaga definitivamente su cólera, apunta a sus tres hijos y me dice:

_ Yo ayudo al Gobierno. A ver si el Gobierno me ayuda a mí.

El hombre, en lo alto del carro, sonríe de nuevo, escupe en las palmas de las manos, clava los dientes de la horca en la yerba y aprieta.

_ ¿Usted cómo se llama? _ pregunto a la mujer.

_Justina.

¡POR FIN SE HAN IDO LOS ROMANOS!

M

e despierta el alborotado volteo de una campana, y mientras me dejo dominar por la pereza de volverme a un lado y alcanzar el reloj, voy echando la cuenta de los días de mi viaje. Resulta que hoy es domingo. Al concluir el volteo, miro el reloj: las siete menos cuarto nada más. ¡Con lo bien que estaba durmiendo! Después de recorrer con la vista las tablas del techo y las mondas paredes, de cal muy sobada, empiezo a planear mi próximo itinerario: primero, a Noceda, y a mediodía, a Saceda; y una vez allí, ya veremos. Al ponerme en pie comienza a desgranarse una ristra de treinta o cuarenta campanadas.

El palanganero, bailón y endeble, es de metal; debajo hay una lata de escabeche para recoger el agua sucia, y a la derecha, un garrafón con la limpia. La palangana es de esmalte y tiene un agujero en medio, tapado con un corcho. La palangana reluce igual que un plato, y como además hay un pedazo de espejo colgado de una punta, decido afeitarme. Mientras me afeito suenan tres campanadas para indicar que la misa empieza. Después de lavarme, ordeno un poco el morral, apunto lo sucedido por la noche y consulto mis dos mapas. Mala suerte, porque uno de ellos, que abarca lo recorrido hasta ahora, termina, por el ángulo inferior derecho, a kilómetro y medio de Castrillo, cortando el camino de Noceda y el río. En la horizontal del mismo lado, se lee 42° 20', el paralelo de Corea; y en la vertical, 2° 50'. Es un mapa muy bueno, pues además de longitudes y latitudes trae cotas y gran variedad de signos y perendengues. Y para que no haya duda de su autenticidad, dice al pie: "Efectuados los trabajos geodésicos y topográficos por la Dirección del Instituto Geográfico". El otro mapa, donde reaparece el curso del Cabrera al remontarse hacia el oeste camino de sus fuentes, empieza cerca de Robledo de Losada, en los 42° 17' (y medio), horizontal, y los 2°.50', vertical. Desde que se hizo el primer mapa hasta que se hizo el otro, algo debió de ocurrir en Madrid. El papel del segundo es peor y se me va partiendo por los dobleces, pero al organismo aquel le ha crecido el nombre; se llama ahora "Dirección General del Instituto Geográfico y Catastral". En fin, la cuestión es que por espacio de dos días habré de andar sin mapas. Pero aquí está la brújula, cedida no sin resistencia por mi hijo, a quien se la dejaron los Reyes. Un viaje a pie sin brújula ni cuchillo de monte, supondría renunciar a la emoción de poderse extraviar en una sierra infestada de lobos. Es curiosa la aguja del instrumento este, bailando indecisa mientras se da vueltas a la caja para hacer que la punta coincida con la letra N. Ya está. La meto en el bolsillo alto de la camisa.

Al acercarme a la cantina veo bajar de la iglesia un grupo de mujeres envueltas en sus mantones. La cantinera me sirve el desayuno, y a continuación voy a la tienda a despedirme de Laureano. La tienda está llena de gente, y en ella hay de todo: zapatos, botas y trajes usados, que un pariente de Laureano, establecido en Madrid, adquiere en los tugurios del Rastro; arroz y pimentón ensacados, que han de extraerse con el platillo de latón de la balanza; y un cajón de sal gorda, tabaco, sellos, galochas, piezas de ferretería, vasos de vidrio grueso y turbio, y también de plástico amarillo; piedras de afilar, hoces, alpargatas, dos pellejos de vino y un adelanto nuevo que Laureano explica a un hombre. Se trata de una argolla articulada que ha de clavarse con ayuda de una tenaza especial _puesta por Laureano a disposición del comprador_ en el hocico de los  cerdos.

Según Laureano, sangran y chillan muchísimo menos que con los antiguos alambres.

_ Lo inventó uno de Sanabria _ dice al receloso cliente _. Cuando el animal se da cuenta, ya tiene la argolla dentro.

En una pausa, y para satisfacer mi sorpresa ante la abundancia de compradores, me aclara Laureano:

_ La gente viene a comprar los domingos, después de misa. Los días de semana, en esta época de la yerba, no les queda tiempo. Pero el negocio se acaba pronto. En el pueblo sólo hay sesenta vecinos, y casi todos compran al fiao, hasta que venden algo. Menos mal que vienen algunos de Noceda, y de Saceda también, sobre todo para asunto de ropas y calzado.

Con Laureano despachan la hija y el hijo regordete.

Veo en la tienda a Justina dando vueltas a unos pantalones de niño, usados. Al final no los compra, pero dice que volverá. Me saluda al salir, y entonces pregunto a una mujer vivaracha que está a mi lado con ganas de hablar:

_Oiga usted, ¿ dónde anda el marido de esa Justina?

_ ¡ Marido!_ dice burlona _. ¡Nunca lo tuvo!

_ Entonces, ¿los tres niños de quién son?

_ ¡Esos son concejiles !_ contesta entre risas y guiños.

Pago a la mujer de Laureano las treinta y cinco pesetas de la pensión completa, y me echo el macuto a la espalda. Laureano me acompaña un rato para ponerme en camino, y al llegar a un claro explica alzando el dedo:

_ Mire, allá arriba estaba el castro. El señor Cura dice que era de los pequeños y que por eso le pusieron al pueblo Castrillo. ¿Y no ha visto los carriles?

_ ¿Qué es eso?

_ Son los canales de los romanos.

Laureano con una mano hace visera contra el sol y con un dedo de la otra apunta a la línea recta, exacta, del carril y me encamina a él. Finalmente me advierte lo que debo hacer para no perder de vista el camino de Noceda.

Desde entonces no dejo de preguntar por los romanos, y compruebo que han dejado pocas simpatías en la Cabrera. Resulta que allá, en la vertiente occidental de la Aguiana, donde concluyen las pizarras silúricas y empiezan los aluviones, dando vista a la llanura del Bierzo bajo, los romanos encontraron unas minas de oro magníficas. Pero tenían la pega de que a su alrededor no había una gota de agua para lavar las tierras. Entonces discurrieron llevarla de los afluentes del Cabrera mediante siete canales. Los canales los hicieron con una precisión absoluta, y a trechos tienen acueductos y túneles. Cuando se domina un trozo largo de terreno, se ve su suavísimo desnivel, calculado con la exactitud necesaria para conducir las aguas a los lavaderos de las minas. La gente de la Cabrera está segura de que los romanos eran mejores ingenieros que los que de algún tiempo acá andan haciendo mediciones por la Herrería de Llamas y que se presentan de vez en cuando con mucho aparato de polainas, banderines, palos blancos y rojos, lentes de larga vista y máquinas de retratar.

Cuando terminé el recorrido de la Cabrera fui a ver las minas, llamadas Las Médulas. Antes de ello, en La Baña, había encontrado una "Guía de la Diócesis de Astorga", con la noticia de que los romanos llegaron a sacar de la explotación 20.000 libras de oro al año, y a ocupar en ella, en trabajo simultáneo, hasta 60.000 esclavos. Aunque la guía se apoye en el testimonio de Plinio, parecen muchos esclavos,  más de los que en las películas históricas suelen hacer las pirámides de Egipto. Da la impresión de que la guía trata de desacreditar a los romanos, en pago de las matanzas de Nerón, Diocleciano y otros emperadores infieles y de las juergas que se corrían en el Coliseo de Roma merendando y bebiendo vino mientras los leones devoraban mártires cristianos.

En fin, la cuestión es que Las Médulas es uno de los lugares más impresionantes de la antigua Híspania. La obra de las minas y la erosión ulterior han producido un paraje de grandes hondonadas y precipicios, de cumbres afectando formas caprichosas y fantásticas _a veces, cierto es, un tanto impúdicas _ que esperan ser bautizadas por los turistas, hasta ahora inexistentes. Y esta fantasía y apariencia irreal se acentúa por el agudo contraste entre el rojo vivísimo, ardiente, de las arcillas y el verde del espeso castañar que cubre la zona.

Todo el conjunto está minado por un laberinto de galerías, naves y pozos entretejidos de manera complejísima. Se conservan practicables dos grandes entradas, con arco y bóveda de unos cuarenta metros de altura, de donde arrancan galerías a diferentes niveles. Para dar salida al agua de la Cabrera, una vez cumplido su fin, los romanos la precipitaron por lo que hoy es una vasta extensión de pedruscos, hacia la llanura del Bierzo, donde con tal agua se formó el lago de Carucedo. Por la superficie de este lago, en una falúa, pasearía sus tuberculosas melancolías amatorias, andando el tiempo, doña Beatriz Ossorio, personaje de "El Señor de Bembibre", novela histórica compuesta hace más de un siglo por el grave poeta Enrique Gil. En la actualidad se proyecta desecar el lago y ponerlo en cultivo, con pérdida segura de todas sus truchas y anguilas.

Pero volviendo otra vez a la Cabrera, diremos que los habitantes de los pueblos próximos a los canales, vivían metidos en un puño porque, según nos cuentan sus descendientes, los romanos no los dejaban en paz. Primero, los habían requisado para los desmontes y el acarreo, haciéndoles trabajar de sol a sol, y luego, acabadas las obras, los vigilantes andaban siempre a vergajazo limpio con la gente, porque las cabras y otros ganados se arrimaban a beber a los canales o porque al andar por la parte alta desprendían piedras y tierra sobre los cauces. Y no eran lo peor los vergajazos, porque si a mano venía les echaban una cuerda al cuello y los mandaban a Las Médulas, de donde era difícil volver.

La gente, además, al romperse los pies por los pésimos caminos, miraba con mucha gula la raya, tirada a nivel, de los canales, así como las piedras llanas y bien cortadas de los bordes, por donde, si los vigilantes bajaban a los pueblos a comer o a fornicar, se iba muy descansadamente. Hasta que un día, sin saber por qué, los romanos se largaron de Las Médulas, de los fuertes de Castrillo y Castroquilame y de más lejos aún, del castro de Bérgidum, y según algunos de la ciudad de Astorga. Tan pronto como se aseguraron de que la marcha era definitiva, los cabreirenses, libres del temor al vergajo, se aplicaron a cortar las bocas de los canales y a rellenar de tierra y piedras los cauces para poder andar como Dios mandaba, incluso con los carros, porque la anchura de los canales era de vara y media, más o menos. Y de esta forma, los canales acabaron en carriles. La lástima fue que no estaban hechos para ir de pueblo a pueblo, por lo cual, pasada la alegría de utilizarlos sin pena del cuerpo, se vio que no eran de mucho provecho y dejaron de interesar.

La mañana está fresca mientras avanzo cómodamente por el carril. Al cabo de un rato, abandono la ilustre vía y tomo el camino de Noceda, tan pedernoso, áspero y malo como el que me llevó a Castrillo, y por donde no veo una alma. A eso de las diez y media me aproximo a Noceda, con el sol ya crecido y con ganas de soltar el macuto. Al pie del pueblo, por el lado de la iglesia, se abre la Fraga, una sima muy trabajada por el arroyo que le va comiendo las bases. Aunque encima mismo del precipicio haya un viejo escardando, la gente de Noceda, poca, ciento treinta y seis habitantes, está muy asustada. No hace mucho hubo un desprendimiento, y allá abajo se ve fresca aún la tierra recién caída, las peñas y los troncos derrumbados. Si viene otro envite como el pasado, dicen, se llevará una parte del barrio de la iglesia, y hasta puede que la iglesia misma.

SACEDA

E

 

l caserío de Saceda se encarama por una vertiente erizada de peñascales, unas veces bajos, otras erguidos como barbacanas. El sol arde violento, y por el norte se alzan unas nubes muy blancas. Bajo el fulgor agresivo de la luz que enciende las mondas cumbres, negrea el desamparo deforme de las casas.

La primera persona que encuentro es una mujer. Indiferente al ardor del sol y bajo sus negras ropas de domingo, está sentada en el reborde inferior de un muro, y agita con meneos circulares un odre vuelto del revés. Algo suena dentro, opacamente. Al acercarme a ella interrumpe su quehacer y contesta a mi saludo.

_ ¿Qué hace usted? _ le digo.

_ Mantequilla.

No debo de parecerle muy convencido, y añade:

_ A este pellejo le llamamos boto, y dentro va la leche. ¡Mire!

Abre el odre _de cabra o de oveja _ y veo en su fondo una pelota de mantequilla y un cuartillo o dos de leche. Luego, la mujer recoge en el puño la boca del odre y la deja reducida a un agujero; a continuación le aplica los labios y sopla hasta hinchar completamente el pellejo. Acto seguido, reanuda los movimientos circulares y vuelve a oírse el bailoteo de la pelota. Se deja retratar, y mientras continúo pueblo arriba, veo otras tres o cuatro mujeres entregadas al mismo y remoto 'trabajo.

Cuando alcanzo la mitad del pueblo, oigo unas campanadas y vuelvo la vista a lo hondo. Allá está la iglesia, entre unos sembrados minúsculos y con su torre inclinada. No tardan en salir el cura y un tropel de mujeres y chiquillos. El cura, revestido de roquete y estola y con algo cuidadosamente tapado entre las manos, sube a paso de carga entre un par de rapaces muy ágiles _ uno de ellos con una campanilla_ y se despega pronto de las mujeres, arrebujadas en sus mantones. Al pasar junto a mí va rezando una oración, contestada a lo lejos por la comitiva. Acomodándome a la larga zancada del cura, sigo tras él y al poco rato penetramos en una choza. Dentro, se apretujan otras mujeres y críos. Cuando me acostumbro a la oscuridad con que pugna la luz de una vela, distingo al fondo una mujer echada en un camastro. Es muy vieja y se le ve un manchón sobre un ojo, lo que la gente llama un capricho. Le cubre la cabeza una toquilla negra, y para adornar el antro y la vieja _señora Lucía, la llama el cura _ han echado una sábana limpia encima del camastro; otra sábana sube de la almohada a la pared; y una tercera, como una cortinilla, pende de un palo junto a la cabecera. En un alto en las oraciones, y mientras la gente se aprieta en un vaho sofocante, agrio y pobre, hago señas al cura preguntando si puedo hacer una fotografía. Asiente, y cuando brilla el fogonazo, la vieja y todos los circunstantes se mueven con asombro hacia mí, que subido a unas tablas me he quedado sin sitio para volver al suelo. El cura da la comunión a la vieja, y una vez fuera de la choza, se lanza seguro y veloz por el derrumbadero, seguido únicamente del monaguillo, que trata de darle alcance saltando de peña en peña y haciendo sonar la esquila.

Entre el acompañamiento está doña Virginia, la maestra. Me presento a ella y me dirige a la casa donde habré de dormir. Después de dejar allí la mochila, subo a la escuela, situada en lo alto del pueblo, en un saliente de la ladera. Es pequeña, porque Saceda no debe de llegar a los cuarenta vecinos, pero está bien cuidada.

La maestra, de pelo blanco, es fuerte y alta. Viste de negro. Aunque próxima a jubilarse, anda muy derecha. Debió de ser guapa.

Me invita a entrar y nos sentamos en unas butacas de mimbre, junto a una mesa colocada en el pasillo, entre la puerta y una ventana por donde entra el fresco. Encima de la mesa hay un barril. La maestra se dispone a informarme sobre el pueblo, pero antes me pregunta:

_ Usted escribe, ¿verdad?

_No mucho.

_ A mí me encanta. Si le interesa, puedo leerle las memorias que he ido escribiendo aquí.

_ ¿Cuántos años lleva en el pueblo?

_Doce.

_ Pues vamos a verlas _ digo, un tanto preocupado por lo que en la soledad de Saceda puede escribirse en doce años.

La maestra se levanta, va a su cuarto y vuelve con un par de cuadernos, no muy voluminosos.

_ ¿Qué quiere que le lea?

_ Lo que a usted le parezca. Costumbres, cuentos del pueblo...

Hojea uno de los cuadernos buscando algo, y al final decide animada:

_ Empezaremos por el principio, y si le cansa, me lo dice.

La maestra, conforme al método y orden de la pedagogía tradicional, abre sus memorias con la descripción geográfica de la Cabrera, y sigue con dos capítulos titulados "Flora'; y "Fauna". La flora la he venido contemplando en mis cuatro días de viaje, pero en la lista de plantas silvestres figuran muchos nombres, en latín y en castellano, desconocidos para mí. En cuanto a la fauna, me entero de que además de lobos, hay en la Cabrera corzos, gatos monteses, zorros y tejones. A continuación pasa la maestra al escenario de su propia vida: Saceda. Describe las casas y el mobiliario, con la novedad, muy reciente, de las sillas. Habla después de la indumentaria de las mujeres, de sus blusas, faldas y delantales, de las medias de lana y las toquillas de pelo de cabra; y de las camisas de lino, los sombreros anchos y los trajes de pana negra de los hombres; todo en decadencia, pero minuciosamente registrado en el cuaderno. Luego entra en las bodas y me dice:

__ ¡Qué lástima que usted no pueda ver una! La víspera, los novios invitan a todo el pueblo. Al día siguiente, al salir de la ceremonia, la madrina va delante con una cesta, echando golosinas a la gente. Antes de entrar en casa de la novia, los padres dan la bendición al nuevo matrimonio, y a continuación viene la comida. Se sirve todo en una gran fuente, donde los invitados van picando, y mientras se come, dos mujeres dan vueltas alrededor de la mesa cantando las virtudes de la novia. Terminada la comida, empieza el baile, y después de cenar vienen las prindas,los regalos que cantando coplas ofrecen a la novia. Ella, al recogerlos, dice: "Gracias, no lo merezco". También se hace una colecta en dinero.

_ Muy lírico todo, pero, francamente, no soy capaz de imaginar una boda así en la pobreza de este pueblo.

_ Pues, sí, señor; así es. El pueblo es de una pobreza inconcebible; la cantidad de dinero que reúnen es irrisoria, y los regalos son humildísimos: un saquete de castañas, un ovillo de lana...; pero si se piensa en la intención, son un verdadero tesoro. Tan pobre es la gente, que los novios casi nunca disponen de casa para vivir juntos. Lo normal es que el novio siga comiendo y viviendo con sus padres, y la novia con los suyos, hasta que pueden tener vivienda y enseres propios, a veces después de muchos años. Dormir, duermen en casa de la novia, pero no la noche de la boda, en que cada uno vuelve a la suya.

_ ¿Y tienen mucha descendencia? _pregunto recordando lo del malthusianismo.

_ Regular, aunque no es mucho lo que se preocupan de los hijos; me refiero sobre todo a la instrucción. Mire usted, yo me paso aquí el curso entero, sin perder un día, y también parte de las vacaciones. Me conocen muy bien, me respetan y saben que soy exigente, pero hasta que llegan los fríos y las nevadas fuertes, en noviembre, no se presenta una alma en la escuela, y en marzo desaparecen y me quedo sola. ¡Qué se puede esperar, si empiezan por venir al mundo igual que los animales! ¿Sabe usted cómo es el parto aquí?

_No.

_ Pues de pie en la cocina. Allá está la parturienta tomando cuencos de chocolate desleído, hirviendo casi. Suda por cada pelo una gota, y mientras tanto, su marido y su madre, en los escaños o moviéndose de una parte a otra, lloran a gritos haciéndole coro. Constantemente entran y salen las vecinas, y para ayudarla al buen parto, la tocan y aprietan donde mejor les parece. Cuando al fin nace la criatura, la mujer ha de seguir en pie hasta librar; entonces la meten en la cama, y en seguida le dan una sopa de  mantequilla, muy fuerte.

_ ¿Y no hay medio de hacerles cambiar de procedimiento?

_ Es muy difícil. Yo, al principio, obligué a unas cuantas a acostarse. Pero ¿y si la cosa sale mal?

        La luz del día ha disminuido mucho, y el calor también. La maestra descorre la cortina, de la, puerta, y penetran en la casa, enrojeciendo las cales del pasillo, los reflejos del crepúsculo.

Cuando el atardecer adquiere tonalidades verdosas, doña Virginia reemprende la lectura. Explica ahora lo que es el serano, una reunión nocturna de mozos y mozas, donde éstas hilan.

_ ¿Cantan en los seranos? _ pregunto.

_ Más que nada cuentan historias, porque aquí la gente, aunque tiene buena voz, canta poco.

_ Por eso se lo preguntaba. En cuatro días que llevo por la Cabrera no he oído cantar a nadie. ¿A qué es debido?

_No lo sé.

_ ¿Y qué sale de esos seranos?

_ De todo, bueno y malo. Pero de esto último prefiero no hablar. Se han maleado mucho las costumbres de estos pueblos.

_ ¿Conoce usted a Justina, la de Castrillo?

_ ¡Hay muchas Justinas en esta tierra, por desgracia!_. Luego añade: _ ¡Claro, no tienen otra distracción!

Concluida la lectura de un cuaderno, la maestra, que se había quitado las gafas, vuelve a ponérselas y echa mano al otro. Doña Virginia entra ahora en el relato de su propia vida en Saceda, pero apenas se ve, y enciende una bombilla debilísima que la obliga a levantar el cuaderno hacia su luz. Cuenta el entusiasmo de los primeros años. Por Navidad hizo un belén y organizó una cabalgata de Reyes, preparó un monumento para Jueves Santo, y en las temporadas en que el pueblo estaba sin cura y no había misa, hacia una especie de oficio, con lectura y comentario de salmos y evangelios, y hasta con homilía. Ha hecho bautizos de socorro, ha actuado de médico poniendo inyecciones, haciendo diagnósticos y recetas, y hasta llegó a representar "Genoveva de Brabante".

_ Los actores _ dice _ eran casi todos analfabetos, y tuve que repetirles su papel docenas de veces, hasta que los aprendieron.

_ ¿Y cómo vino a este pueblo y ha resistido tantos años en él?

Se quita las gafas, calla un rato y responde:

_ Primero por el magisterio, que es mi vocación, y luego, aunque no sé si luego o primero, por mis desgracias.

En lucha con sus sentimientos, que acaban por imponerse cargados de reprimida cólera, doña Virginia me cuenta la mala muerte que dieron a su hijo cuando la guerra, a continuación de lo cual quedó viuda.

       _Y para no hundirme _ dice_ en una tristeza superior a todos mis esfuerzos, decidí volver a la carrera y dedicar mi vida a este pueblo, donde nadie quería venir. Y conseguí dominarme y ser útil, y aprendí a dominar también a estos desgraciados, porque en el trato con ellos descubrí que con la gente débil de talento y fuerte de instintos, hay que mostrarse firme y darle batalla; si no, está una perdida. El resultado es que me quieren, ¿sabe usted? ¡Pobres! Al irme de vacaciones se quedan muy tristes, aunque no manden los chicos a la escuela. Y saben tan bien como yo el día que se acaban. Ahora tengo ganas de jubilarme, pero muchas veces pienso: ¿Quién estará dispuesta a venir aquí? Y yo misma ¿me habré curado de mis penas y podré prescindir de ellos?

La maestra se pone triste y parpadea. De pronto parece advertir que soy testigo de su depresión, y se levanta llamando a la chica, una muchacha de catorce o quince años:

_¡Niña, vamos a preparar la cena! Usted cenará con nosotras. Ahora puede dar una vuelta. El sol se ha puesto y empieza a notarse frío.

Efectivamente, al salir a la plataforma en que se alza solitaria la casa-escuela, he de abotonarme el cuello de la camisa y meter las manos en los bolsillos del pantalón. Estamos a más de mil metros de altura. Los montes, a poniente, son una masa oscura y sin relieves, de donde se ha borrado el verde gris de las matas y el amarillo pálido de los rastrojos. Sobre el perfil de las cumbres corre una cinta de luz, plateada, verdosa, debilitada poco a poco por la oscuridad del cielo. Mientras paseo de un lado a otro de la plataforma, se encienden luces en algunas casas, y baja del cielo, o sube de la tierra, una rara tristeza, cargada de filosofías confusas. Al llegar de nuevo a uno de los ángulos de la casa, oigo ruido de platos y olor de algo que se fríe en una sartén. Siento entonces un apetito violento, y concluyen las insidias literarias del crepúsculo.

Después de la cena, doña Virginia me lee unas cuartillas, una especie de crónica sobre la ceremonia en que le impusieron la cruz de Alfonso el Sabio. Fue en el teatro de la capital, y a través del texto, aparecen alineadas en el escenario las "autoridades provinciales y locales", cubierta la pechuga de metales, cintas, bandas y emblemas y madurando para la apoplejía a golpe de "tedeums" y primeras piedras; funerales, entierros, misas y procesiones, ostras y juegos florales, berrinches y sobresaltos por conservar sus empleos: Doña Virginia las enumera, aplicándoles puntualmente sus títulos: el "Excelentísimo Señor", el "Ilustrísimo Señor", el "Señor Don"...Luego resume los floridos discursos, y por último llega a la emoción extraordinaria del suyo propio, único vacío en la detallada crónica.

_Estaba tan conmovida, que no puedo recordar lo que dije. Sólo sé que hablé, y creo que mucho. Al final, todas las autoridades vinieron a felicitarme. Yo lloraba corno una tonta, y el Señor Obispo me dijo cogiéndome una mano y dándome palmaditas con la otra: "¡Vaya, vaya! Tranquilícese. Ha estado usted muy bien". El Señor Gobernador Civil se acercó para decirme: ''¡Ahora ya es usted Excelencia!".

El Señor Inspector-Jefe estaba entusiasmado: "¡Es usted el orgullo, la prez del Magisterio español!"

 Después me enseña la cruz y le prometo retratarla con ella. Pero doña Virginia tiene más papeles para leer, entre otros un mazo de cartas de inspectores y autoridades felicitándola por su labor y enviándole cosas para la escuela. Por último, y a la vista de mi vulnerabilidad, doña Virginia me lee una comedia. Es un discreteo delicado, lleno de finura y amores tiernísimos entre jóvenes puros, doncellas tímidas y madres sapientes y experimentadas, con el contrapunto de una tercería y un taimado y lúbrico tenorio, que lleva oculto el mal bajo el corazón. El lenguaje y los diálogos son exquisitos, y todo acaba felizmente, incluso, creo, con la conversión del libidinoso, que al fin divisa las doradas luces de la moral y el bien. Sin embargo, queda algo en el aire, el lugar de la acción, aunque podría pensarse en Versalles, Aranjuez o Viena.

_ Está muy bien _le digo _. ¿Y dónde sitúa usted la historia?

_ En Saceda. Todos los personajes son de aquí.

_ Pero ¿no le parece que están muy mejorados?

_ Desde luego, pero así me gustaría que fueran.

A medianoche, dando traspiés ladera abajo, me retiro adormir. La puerta de la casa está abierta y no debe de haber nadie. La cama promete mucho, y a su lado hay una silla, pero a poco de matar la luz de la vela, compruebo que no me será fácil dormir. En la cuadra de abajo se mueven dos o tres vacas. El olor ya no me importa mucho, como a Eutiquio, pero el techo _ el piso de mi cuarto _ debe de ser bajísimo, y los animales se entretienen rozando en él, con grandes rasgueos, las puntas de la cuerna. De vez en cuando mugen. Después noto carrerillas presurosas por las tablas y algo así como débiles chillidos. Al fin me animo a encender la linterna y veo tres ratas corriendo torpes y con el culo encogido hacia un agujero. Al cabo de un rato vuelvo a encender y las veo de nuevo, pero una de ellas, la última, después de entrar por el agujero, se vuelve, asoma la cabeza y se queda mirando la linterna. Me levanto y cuelgo en un clavo el morral y las alpargatas, no vaya a ser que se las lleven. Antes de volver a acostarme, doy unos bastonazos contra las tablas, y las vacas se ponen a mugir. Más tarde me quedo dormido, pero antes de amanecer, noche cerrada todavía, oigo hablar en la cuadra a una mujer y un hombre. Al mismo tiempo ordeñan las vacas, pero deben de estar muy secas, porque los chorrillos son pocos y suenan agudos contra un recipiente metálico. A continuación uncen a un carro y se van. La cuadra queda en silencio y vuelvo a dormir. Cuando despierto definitivamente son las ocho. La mañana está fresca. Arreglo el macuto y subo a desayunar con doña Virginia, a quien hago el retrato. Después echo cuesta abajo y me vuelvo de vez en cuando para decirle adiós, mientras se oyen por los caminos y en la estrechez del valle los ejes de los carros, agudos unos, graves los otros, con una quejumbre extraña al esplendor del día.

DE QUINTANILLA A LA BAÑA

E

l mozo, Alberto, dice que le da reparo ir en el mulo, pero yo, libre del morral, voy contento a pie, a la sombra de los árboles. El camino avanza en suave pendiente, la del río, que corre a la izquierda, cada vez con menos agua pero muy alborotador en su cauce de peñas y morrillos. La gente anda segando la yerba de unos prados estrechos, junto al río. Algunos han comido ya y duermen la siesta bajo las hayas. A la derecha queda Castrohinojo, y no tardamos en pasar el molino de Paramio. El camino se mete entonces por unas tierras de sembradura y nos aproximamos a Encinedo.

A Alberto es difícil hacerle hablar, pero algo le voy sacando. Tiene dieciocho años. Un hermano suyo trabaja en Francia, y otro en Alemania. En cuanto salga de quintas, él se irá también.

Encinedo se levanta a medio kilómetro del río, tras una cuesta temible. Alberto ha de detenerse allí para decir algo a una hermana. La subida se alivia un tanto gracias a la contemplación de las espléndidas ancas de tres mozas que van delante. De vez en cuando vuelven la cara y miran con unos ojos negrísimos. La cuesta y la falda corta  _de ciudad_ proporcionan una excelente perspectiva de las estupendas mujeres.

_ La del medio sirve en Madrid _ me dice Alberto.

Al llegar arriba entramos en un amago de plazuela. En uno de sus lados está el ayuntamiento, porque Encinedo, aunque no tenga más que ciento cincuenta habitantes, es la capital de un municipio formado por diez pueblos. Y tiene médico.

A la entrada de esta plazuela hay dos mozos de nariz ganchuda, pálidos, enclenques, con el pelo al rape y gafas muy gordas. Con una escopeta de aire comprimido, se entretienen en disparar contra un pollo de gavilán. Lo han puesto, medio muerto ya, en un tapial bajo, y los balines le dan en una pata, en las alas o le arrancan una pluma. El animal se agita tembloroso, con el pico abierto. Los enclenques, vestidos de pantalón negro y camisa limpia, con una sonrisa estúpidamente cruel que deja al aire unos

dientes caballunos, amarillos, se turnan en los disparos. Al parecer, se trata de darle en la cabeza, y debe de hacer mucho que lo intentan porque a su alrededor hay varios chiquillos _ que son los encargados de poner el pájaro en el tapial cuando por sus temblores cae al suelo _ y dos o tres hombres. Ahora miramos también Alberto y yo, pero entran ganas de arrancarles la escopeta, acabar de un culatazo con el animal y dar fin a la estúpida tortura.

Alberto tira del ramal y se pone en marcha, y yo lo sigo, pero antes dice:

__ ¿Eso es lo que vos enseñan en Astorga? Iréis  al infierno.

Los aludidos regañan los dientes y ríen encogiendo la nariz, mientras Alberto me explica:

_ Andan en el estudio del seminario. ¡Vaya señores curas que serán ésos!

La hermana de Alberto vive en la primera calle auténtica que encuentro en La Cabrera. La forma una hilera de casas, algunas encaladas. Por la parte opuesta corre un regato, y ante éste hay una fila de negrillos. Resulta casi una avenida. A la entrada de la calle, una mujer lava ropa en el regato. Es una mujer extraordinaria, de cara tersa y brillante que parece coloreada por un pintor veneciano. Entre el escote de la blusa, sueltos los botones, y al compás de los golpes y restregones dados a la ropa, bailan unas tetas poderosas, rotundas. El mismo movimiento agita sus magníficas caderas. Después de una semana de camino por fragosidades eremíticas, entre gente gastada y prematuramente envejecida, no tendría nada de particular, ni acaso se juzgaría de modo severo, que esta súbita aparición despertara en el caminante apetencias eróticas (con perdón sea dicho). Pero no es así (en cierto modo). Porque la mujer esta resulta una especie de elemento creador de la naturaleza, y más que en el mecanismo generatriz (repito que en cierto modo), hace pensar en el resultado: la reproducción de la especie. Y la impresión se confirma cuando al oír un gimoteo, descubro a su lado, encima de una manta, un crío rubio, fuerte y casi en cueros. La mujer se levanta, lo coge, y afirmando en el suelo las piernas, abiertas, lo alza en alto con sus brazos vigorosos, al tiempo que le habla y gesticula con unos ojos azules y unos labios muy gruesos.

La hermana de Alberto vive en una casa a medio hacer, sin maderas ni tabiques, bajo el tejado y su armazón, única parte definitivamente concluida. Se dedica a hacer los vestidos de las mujeres del pueblo. Al poco rato de nuestra llegada, se presenta el marido. Nos hacen comer y beber, y cuando Alberto y yo reanudamos el viaje es la una y media. El cuñado nos acompaña hasta el camino, y en el derrumbadero del pueblo me enseña tres nogales que vendió hace unos días y con cuyo dinero piensa acabar la casa. Aún están sin cortar.

_ ¿Cuánto le dieron por ellos?

_ Ochenta mil pesetas, pero al día siguiente apareció otro forastero y me ofrecía cien mil.

_¿Y cómo no plantan más?

_ Tardan mucho en hacerse. .

El camino es semejante al anterior. Alberto se anima a hablar y va señalando lugares, con sus nombres:

_ Ese monte de ahí es la Cruz del Campo, y por encima va el camino de Forna, un pueblo más grande que Encinedo. A las tierras de más arriba les llaman Las Casas. Por allá _ señala la parte opuesta _ está el Sierro y el Peñón de los Lobos; y mucho más arriba, Valdepuertas.

_ ¿Sabes alguna historia de la Cabrera?

_ Historias, historias ... , no sé muchas. Oí contar una de Truchas, de cuando el moro.

_ Pues venga, cuéntala,

_ Pues era que los de Truchas no podían echar a los moros de un castillo que tenían encima del pueblo. Entonces inventaron juntar unos rebaños de cabras, atarles velas encendidas a los cuernos y arrearlas de noche para el castillo. Cuando los moros las vieron _ eran más de mil cabezas _ escaparon del castillo. Sólo quedó uno, que estaba tullido del poralí, pero aún pudo escapar de que vio cerca las cabras, que los otros cuidaron que eran hombres, fantasmas o qué sé yo. Cuando aquel tullido se juntó a los otros moros, les dijo: "Cabra era". Y por eso le llaman a esta tierra la Cabrera, cabra era. ¿Entiende?

_ Sí, claro. ¿Y sabes más historias de los moros?

_ Hay muchas. Le contaré una de una cueva.

La historia de Alberto se refiere a una mora encantada; ya la había oído en Llamas, y me la volverían a contar en La Baña. Casi todas las historias de moros se desarrollan en cuevas y se complican con encantamientos, arcas de oro y esclavas. La gente las cuenta con enorme impresión de lejanía, superior siempre a la de los romanos. A través de ellas se saca la consecuencia de que los romanos practicaban un positivismo duro y sin contemplaciones, mientras que los moros, más que ejercer un poder, andaban constantemente por los vericuetos de la magia, enredados en pactos confusos y en líos de mujeres.

A eso de las tres llegamos a Losadilla, muy cerca del río. Es un pueblo destartalado y pobretón. La parte alta de las casas la forma a menudo un entramado de cañizos, dándoles apariencia de grandes cestos. Hace calor, y en el silencio no se oye otra cosa que los cascos del mulo. De sus cien habitantes vemos solamente una niña, y pasamos de largo. Nos queda apenas una legua hasta La Baña. A la izquierda brillan en lo alto unas manchas de nieve.

_ Por allá, por el pico aquel de la nieve, y tirando por los montes hasta el lago, entre yo y otros de La Baña cogimos el año pasado, en cosa de un mes, seis mil kilos de genciana. Nos la pagaron a trece pesetas.

_¿El kilo?

_ Sí, señor.

_ Buen negocio, entonces. ¿Y cómo se llama ese pico, el de la nieve?

_ Se llama el Picón.

El camino, a mil metros de altura ya, sigue al lado del río. Entre Peña Cruces a la derecha y el Cabecino a la izquierda, se abre la huerta de La Baña, de tierra oscura, y muy extensa si se compara con las otras. Poco después aparece el pueblo, grande, dominado hacia el sur por un macizo montañoso con las cumbres del Verdugueo, el Cueto y el Picón. En la negrura de las casas se alzan dos iglesias. La torre de una es cuadrangular y con una pirámide sobrepuesta; la otra tiene una cúpula. Ya dentro del pueblo y atravesado un puente, nos acercamos a un grupo de casas carcomidas, anárquicas. Son de tres pisos, pero dan la impresión de rascacielos a punto de desplomarse. A su pie hay un camión con un hombre debajo y otro encima, hurgando los dos el mecanismo.

_ El de arriba es mi primo _ dice Alberto_. Por poco se matan ayer.

_¿Yeso?

_ Es el primer auto de La Baña. Lo trajo ayer de Galicia, cargado de vino. Venía con él ese otro que está debajo, que era la primera vez que conducía .Cuando bajaban por allá arriba, por el Cabezo, se les escapó el camión al cambiar la marcha, y al verse perdidos, se tiraron los dos a tierra. Gracias a que el camión chocó con una peña y volcó, pero perdieron el vino de la cuba.

El camión está pintado con colores chillones, como una cafetería de suburbio, y en él se leen con letras malamente trazadas el nombre de un pueblo de Galicia y el de un tal Rudesindo, o algo así, que debe de ser el fabricante. Galicia es una tierra donde la fabricación de camiones ha pasado a los dominios de la artesanía. Lo que hace falta es traer de fuera el motor. El resto se hace a base de martillo, fragua y lima, como los antiguos carros.

A la vista de un corro de chiquillos y viejos, el primo de Alberto y el otro remiendan y componen las averías para volver mañana a Galicia y repetir la aventura del vino.

_ ¡Vos mataréis! _les dice Alberto.

_ ¡Qué coño sabes tú! _ responde el primo.

Continuamos hacia la fonda, y comenta Alberto:

_ Hasta que no hagan la carretera es imposible meter autos por aquí. Pero, claro, un camión dedicado a diario a los viajes daría mucho, porque aquí lo que más sube es el acarreo.

A las cuatro de la tarde llegamos a la fonda por una calle tortuosa y larga. A un lado de la calle hay una especie de acera de dos palmos de altura, cubierta con grandes láminas de pizarra. Según me dice Alberto, es para que en invierno pueda andar la gente sin hundirse en el barrizal que forman el agua y la nieve.

La fonda es un caserón de piedra labrada, arco de dovelas y gran patio. Entra delante Alberto, y a poco, dando voces incomprensibles y levantando los brazos, sale una moza de ojos muy vivos. Me mira con asombro. Es sordomuda. Pasamos a un camaranchón roto y lleno de mugre. Una mesa larga indica que es el comedor de la fonda. Encima de la mesa, unas cuantas gallinas picotean restos de comida y simultáneamente defecan, según su costumbre. En seguida aparece una vieja, la madre de la muda; espanta las aves y pasa un trapo por las tablas, lo cual activa el olor de la gallinaza, que distribuida ahora regularmente, hace brillar el nogal de la mesa. Encima de ello nos sirve unas gaseosas yanquis, de esas que se anuncian por las paredes occidentales.

EL INDIANO Y EL MÉDICO

E

l camino por donde subo es el de la Sierra, entre miserables campos de arcilla que labra un hombre: Dejo atrás Sigüeya, sobre un fondo de levantados pedernales a cuyo pie corre el río Silván en busca del Cabrera. Al concluir las rapadas sembraduras, alcanzo una sorprendente plataforma, el alto de Piedrafita, donde el sofocón de la subida se ve compensado por un viento fresquísimo. Está a más de mil trescientos metros, y desde allí se domina un horizonte increíble. Es uno de esos lugares en que la naturaleza parece acumular energía para imponer una incómoda admiración hacia su fuerza, una fuerza que simultáneamente protegiera y amenazara. Mirando al norte desde esta especie de músculo del mundo, se ve a mano derecha la larga y azulada cresta de la Aguiana _ acrópolis del Bierzo bajo_, de donde arranca el tendón de los montes Aquilanos para unirse a la izquierda con el fulgor enrojecido de Las Médulas. Más allá del Bierzo, se elevan entre brumas las serranías gallegas que culminarán en el Cebrero. Al sur se ven ahora Sigüeya, Lomba y Silván, y avanzando un poco, Yebra, Santalavilla y la hondonada de Benuza.

La fuerza del viento crece, y después de contemplar repetidamente la redondez del inmenso circulo, continúo la marcha y me meto en el Sierro de Benuza, un tupido robledal por donde caminaré una hora.

Al poco rato veo venir a lo lejos un individuo que parece de ciudad. Cuando nos encontramos compruebo que es un indiano a la antigua usanza, con los dientes forrados de oro y con sombrero de paja. La cinta del sombrero es de los mismos colores que el cinto con que aprieta la rotunda barriga. Amarrada al cinto, una cadena de oro se introduce en el bolsillo relojero del pantalón. Éste y la camisa son de seda color caña. El indiano lleva la guayabera colgada del brazo izquierdo, y en la mano derecha mueve un bastón de bambú. Al dar las buenas tardes se detiene dispuesto a hablar, y sin necesidad de preguntárselo, me dice que es de Sigüeya, que tiene sesenta y dos años y vive en Maracaibo, y que desde hace diez o doce no venía a ver la parentela que aún le queda en el pueblo.

_ Subo casi todos los días, pero me alojo en Benuza, que es un pueblito algo más arreglado y donde uno puede asearse un poco y dormir más limpio, porque allá, en América, estamos acostumbrados al agua, el jabón y la colonia, y en cuanto que uno se descuida, nota rápido su propio olor.

Con el anticipo de su vida y milagros en Maracaibo, su negocio de muebles, neveras y aparatos eléctricos y la enumeración de los componentes de su familia, me veo obligado a responder a sus preguntas, que no son pocas. El hombre este no se anda por las ramas y va directamente al asunto. Y una vez desembuchado todo lo que personalmente nos concierne, y explicado el curso de mi viaje, me pregunta:

_ ¿Y qué le ha parecido de esta tierra?

_ ¿Usted la conoce bien?

_ Palmo a palmo y sin dejar un pueblo.

_ Pues ya puede figurárselo.

_ Una vergüenza, un escándalo humano, ¿no es eso?

_ Desde luego.

_ Y más aún si se piensa que todo esto existía en

tiempos de Colón, cuando los indios de Venezuela andaban en pelota. ¡Pero vaya, vaya usted ahora a Maracaibo, y después venga aquí y vea! Yo tuve la suerte de que me llevara allá el maestro de uno de estos pueblos, que acabó poniendo escuela libre en Altagracia. Es lo que tendrían que hacer todos, marcharse a escape.

_ Me parece que no lo harán.

_ ¡Claro que no!, pero ¿qué hacen aquí?

_ Ellos piensan en la carretera y en el pantano de  Llamas.

_ ¡Qué carretera ni qué pantano! El pantano será para hacer luz o para llevarse el agua, como hicieron los romanos con los carriles. Y la carretera, ¿para qué? Aquí no hay nada que sacar porque no producen lo necesario para ellos mismos, ni nada que meter porque no tienen mi centavo. Para lo único que valdría la carretera es para ir al jornaleo a los pantanos, mientras duren las obras, pero después, ¿qué? Además, ¡óigame!, una carretera de Pombriego a Quintanilla, para empalmar con la de Truchas, costaría unos cuarenta millones de pesetas; a millón por kilómetro, según me dijo un ingeniero en Ponferrada. ¿Y cree usted que el Gobierno va a gastar esos millones para que unas cuadrillas de jornaleros vayan en bicicleta dos o tres años? ¡Ni hablar!

_ Entonces, ¿qué solución ve usted?

_ Que el Gobierno saque a toda esta gente de los pueblos comprendidos entre Pombriego y Quintanilla, y también de Silván, Lomba y Sigüeya, y la instale en esos otros que según tengo entendido hacen de planta en los nuevos regadíos.

_ ¿Usted cree que se acostumbrarían?

_ ¿Cómo no? ¿No me acostumbré yo a los calores de Maracaibo ? Después, ¡óigame usted bien!, y porque la cabra tira al monte, habría que pegar fuego a todos estos pueblos para que no se les ocurriera volver. A continuación, repoblar los montes con pino, castaño, roble y nogal y acotarlos para la caza. Y dentro de cuarenta años, allá para el año dos mil, cuando yo y acaso usted estemos en el otro mundo, abrir unas pistas y empezar la explotación forestal, con un aserradero, una usina de papel y otra de celulosa en Pombriego; y lo mismo por la otra parte, en Robledo o Quintanilla. ¡Lo tengo muy pensado!

_ ¿Y qué haría usted con los pueblos que hay de Quintanilla a La Baña?

_ Igual: fuego y repoblación. Si acaso, salvaría La Baña, pero sacando a la mitad de la gente. La carretera de Quintanilla, sí que la haría llegar allá para montar un negocio de turismo en el lago. Es un laguito de risa al lado del de Maracaibo, pero para España sería un asunto, créame.

_ Supongo que en Sigüeya no sabrán nada de sus planes.

_ Lo digo a todo el que quiere oírme, y lo mismo en la cantina y en la fonda de Benuza, porque yo predico con el ejemplo. Aquí, ¡convénzase, amigo!, no hay más solución que ésta, muy parecida, por cierto, al trabajo de las bouzas: quemar y después sembrar.

El indiano remacha, repitiéndolas, sus teorías, y luego se despide ofreciéndome con mucha insistencia su hatico de Maracaíbo:

_ Es una quinta muy linda, con acondicionado y piscina. ¡Véngase un día a verme!

No tengo más remedio que ofrecerle, aunque con menos entusiasmo, mi piso de Barcelona, y le digo adiós.

A medida que me aproximo al hondón de Benuza, el calor se hace sofocante. Cerca del pueblo, dos mujeres que andan a la yerba me dan un trago de vino de un porrón y me encaminan a la taberna. Son las cuatro y media cuando el tabernero me sirve una botella de cerveza, muy calentona. Al terminar de beberla, asoma a la puerta un hombre delgado y pregunta con cara de susto:

_ ¿Visteis por aquí una vaca negra, de seis años?

_ No. Pasa _ dice el tabernero _. Echa un vaso. ¿Cuándo se perdió?

_ Esta noche _ contesta sentándose _. Desde las cuatro de la mañana ando corriendo las cañadas y los pueblos de esta parte, y ahora me echaré a la otra banda del río.

_ ¿Tú eres de Sigüeya?

_ Sí.

El tabernero me explica que si una res desaparece de la vacada y los pastores no la encuentran, avisan al dueño para que la busque. Si la res no aparece, el dueño la pierde, pero si dan con ella herida o muerta por las fieras, los pastores son responsables.

Después, el tabernero indaga sobre las veces que había parido el animal, y comenta con el hombre lo que vale una vaca y lo que se paga en el Puente por un ternero, todo en reales; y que si van a subir o bajar en la próxima feria. Finalmente, al ver que el de Sigüeya se pone en pie, el tabernero lo invita:

_ Come algo. ¿Quieres una lata de sardinas?

_No, traigo pan. Ahora subo a Sotillo.

_ ¿Con este calor?

_ ¡Qué remedio! _dice saliendo.

El tabernero, además de este oficio tiene el de retratista, y lo que al entrar tomé por papeles matamoscas, son rollos de películas, pendientes de clavos en la alacena donde se alinean las latas de conserva y de galletas, las pastillas de chocolate, las botellas de coñac y anís.

Desde la puerta veo unos albañiles levantando una pared de ladrillos, y por las cercanías hay casas del mismo material, revocadas y con aire urbano. La taberna misma tiene unas mesas redondas con plancha de mármol, como las de los cafés antiguos. A lo lejos, en las laderas, verdean unos viñedos.

_ Esto ya no parece la Cabrera _ digo.

_ Pues aún lo es. Claro que vale más que los pueblos de por ahí arriba. Se cosecha mucha castaña y bastante patata pero de un tiempo acá a la gente le da por emigrar y el pueblo se vacía. Allá ellos. Mejor para los que se quedan, porque así dejan las tierras malas y labran sólo las buenas.

El tabernero me cuenta otras novedades de Benuza y me enseña su máquina de retratar; y cuando ya no hay otra cosa que decir, le pregunto por el médico.

_Vive ahí enfrente, en ese cacho de fonda que tenemos, pero hoy fue a comer de campo con la familia de la patrona, que anda segando yerba. ¿Está usted enfermo?

_ No, pero me gustaría verlo.

_ Pues ahora debe de dormir la siesta en el prado. ¡Eh, chaval! _ grita a uno que pasa _. Vete con este señor al prado de los castaños, a ver si está allí el médico.

Efectivamente, allí está, tendido bajo un castaño pero despierto. Es hombre joven y entramos pronto en conversación. Le cuento mi viaje y él me habla de las limitaciones profesionales con que ha de trabajar en la Cabrera.

_ El origen de todo _resume _ está en la alimentación escasa y en la miseria general, cuyas derivaciones más comunes son el bocio y el cretinismo.

_ ¿Y no hay bocio en otras regiones más afortunadas?

_ Sí, pero se da sobre todo en aquéllas en que las condiciones de nutrición y vida son deficientes. En cuanto al cretinismo, suele ir acompañado de bocio, y resulta frecuentemente de la miseria y de la consanguinidad; muy común aquí por el aislamiento y reducida población de las aldeas y por cálculos muy comprensivos en la sucesión a unos bienes vitales.

_Entonces, la atribución del bocio a las aguas finas o frías, al efecto que puedan producir en ellas los castaños y los nogales absorbiendo su yodo, o bien a lavar en los ríos, a llevar pesos en la cabeza, a los esfuerzos del parto y a otras causas que enumeran por aquí, ¿carece de fundamento?

_No puede negarse (y repetiré lo dicho hace años por Marañón) que el agua influye en ciertos casos y que en otros interviene la carencia de yodo, pero tampoco puede rechazarse la existencia de infecciones y agentes microbianos con predilección especial por el tiroides. Algunas de aquellas atribuciones, apoyadas en la aparición de bocios gravídicos y climatéricos, las funda la gente en la realidad de que el bocio afecta más a las mujeres que a los hombres, como habrá usted observado.

El médico, que parece muy seguro de sus explicaciones, está sentado _lo mismo que yo _en el suelo, con un codo en la yerba. Satisfecho de mi interés, levanta el codo y continúa:

_Mire usted, el tiroides regula el metabolismo celular, el crecimiento y las distintas fases de la evolución sexual, y lo hace mediante una secreción interna rica en yodo. Cuando el tiroides no dispone de yodo, padece, y su hiperplasia, el bocio, no es más que un proceso compensador de aquella falta. Es probable que la insuficiencia de yodo se deba a que la enfermedad incapacita al tiroides para aprovechar el yodo del ambiente. Cada uno de aquellos factores (genital, carencial, infeccioso) predomina según causas o regiones, pero no es exclusivo; los demás serán coadyuvantes. Resumiendo: el bocio endémico, tal como lo tenemos aquí, no es una enfermedad de etiología única, sino una peculiar reacción del organismo ante un conjunto de factores etiológicos diversos. Pero en el fondo de todas las posibles patogenias hay una constante en el bocio endémico: la alimentación insuficiente y la miseria general. Porque la alimentación insuficiente determina una lesión del sistema endocrino, lesión que se traduce clínicamente en un trastorno del metabolismo general y del crecimiento, muy próximos a la distrofia cretínica. Por otra parte, la gente que come mal, que vive sin higiene, en chozas o casas exiguas, sin ventilación, cerrada y entre humo para defenderse del frío, amontonada con los animales, uniendo a los excrementos de éstos los propios, es fácil presa para las más variadas infecciones, no siempre ajenas, como le dije, a la aparición del bocio.

_ En definitiva, ¿qué tratamiento aplica usted a sus bociosos?

_ Por lo que llevo dicho, el ataque serio contra las causas del mal cae fuera de mis recursos individuales. La receta más segura (Marañón lo decía) es ésta: civilización. Pero este producto no se despacha en la farmacia del Puente ni en la de Truchas. Ha de venir de más lejos y de más arriba y tiene poco que ver con los últimos descubrimientos. El bocio disminuye cuando se eleva el nivel de vida de las regiones afectadas, cuando la alimentación es abundante y variada, cuando los caminos acercan a la gente y la liberan de la consanguinidad. Gracias a todo esto el bocio disminuye en todo el mundo. A los de Castroquilame, por ejemplo, ahí abajo, les llamaban antes los papudos porque raro era el que no tenía bocio. Ahora, con la carretera y la posibilidad de moverse hacia los centros de trabajo, ver algo de mundo y tratar de emularlo, la situación es muy diferente. Ya no hay mayoría de bociosos, sino minoría. Le diré otra cosa. El racionamiento dio a conocer a esta gente alimentos que nunca había visto: aceite, arroz, azúcar, chocolate, pastas para sopa..., y aunque en cantidades mínimas, estos productos engendraron en los más pudientes un hábito, y en los más pobres una apetencia, que procuran satisfacer cuando se presenta la ocasión. ¡Ya ve por qué caminos más insospechados y paradójicos llegan a veces los remedios!

_ ¿Y qué le parece la solución radical del indiano de Maracaibo?

_ ¿Lo conoce usted?

_Sí, lo encontré hoy en el camino.

_ ¡Buen tipo! La solución del indiano sería, desde luego, la más rápida.

 

FINAL

E

l médico me invitaba a cenar, pero aunque al salir de La Baña mi propósito era dormir en Benuza, la brisa del atardecer me animó a concluir el viaje y llegar de noche al Puente. Esto suponía una caminata más que regular, puesto que de La Baña a Benuza debe de haber, con sus curvas, subidas y bajadas, unos treinta kilómetros. Pero en esto de andar a pie el entrenamiento hace milagros, y si al principio de mi viaje un par de horas me llenaba de agujetas, aquel día, después de caminar durante ocho, con las paradas de Silván y Lomba y el descanso en conversación con el médico, no me pareció cosa del otro mundo la legua y media de camino a Castroquilame, donde tal vez encontraría algún vehículo para llegar al Puente. Y cuando, no, tampoco eran para asustar ocho kilómetros más, cuesta abajo y a sol puesto. Habían transcurrido ocho días desde mi salida, con ciento cincuenta kilómetros a pie, y ya no me quedaba que ver en la Cabrera.

Me despedí del médico y empecé a bajar el derrumbadero escalonado que conduce al puente del río Benuza, para subir inmediatamente y alcanzar la misma altura en la parte opuesta, a través de un espléndido soto de castaños que bordea el pico de Santaolalla. A mitad de la cuesta me crucé con el peatón de Correos, y al atravesar el vértice de San Roque fui viendo durante un rato la hoya de Pombriego. Después cogí el camino de Robledo de Sobrecastro, sin entrar en el pueblo, y por último, a la vista de Castroquilame y creyendo atajar, tiré hacia abajo por un sendero que se fue complicando entre pizarras agudas como puñales que me horadaban las alpargatas y me hicieron soltar más de un taco. Al concluir el pizarral, llegué a un punto desde donde se dominaba enteramente Castroquilame, partido en dos por el río. El sol acababa de ponerse dejando en las nubes restos de su escenografía de cobres recién lustrados. Visto el pueblo así, a contraluz, con su puente y sus casas fundidas en una ligerísima bruma, creí contemplar Florencia, a la misma hora, desde el Piazzale Michelangelo, entre pintores acuciados con la captación del crepúsculo y gentes gordas de Tejas con el organillo de sus tomavistas. Al pronto, me pareció un  tanto grotesca e irreverente la asociación de Florencia a Castroquilame, pero después llegué a la conclusión de que el atardecer en uno y otro lugar respondía a idéntica fórmula: un valle de este a oeste, con su río, uno o más puentes, y al fondo lo últimos y teatrales reflejos de un sol menopáusico y llorón. Lo único que faltaba allí, en mi plataforma pizarrosa, eran los pintores, los turistas, los recién casados ojerosos y soñolientos, las estatua y alegorías del Piazzale con sus inscripciones en prosa y verso y el perfil de bruja del Dante gravitando sobre la totalidad de la escena. Cuando las nubes empezaban a palidecer, reanudé la marcha a través de tierras y prados para evitar un camino que en aquella hora hacía oficio de canal de riego. Al llegar al pueblo, cantaban frenéticas las ranas. Subí a la carretera y tuve la suerte de encontrar junto a la cantina de abajo, a punto ya de salir, la desvencijada camioneta de Servando, consocio de mi fondista del Puente en la fabricación de gaseosas.

La camioneta llevaba media carga de botellas vacías. Me acomodé en el pescante y salimos, y luego paramos dos o tres veces para recoger más cajas de botellas vacías. En el descenso, la prudencia de Servando no cedió a la tentación de apagar el motor, con lo cual fuimos más despacio que cuesta arriba. Cuando embocamos la primera calle del Puente de Domingo Flórez, eran las nueve, casi de noche. El paso de la camioneta fue acompañado por gran alboroto de chiquillos y perros. Al llegar a la curva de la fonda me apeé. El capó echaba humo por todas sus junturas, y la tapa del radiador subía y bajaba como la de una cacerola de agua hirviendo. Del motor salían ruidos variados y desacordes que obligaban a pensar con el mayor respeto en las complejidades e importancia del motor de explosión y en sus inventores. Desgañitándome para dominar los ruidos, grité:

_ ¿Cuánto le debo, Servando?

Como respuesta, Servando cerró la desajustada portezuela, alzó la mano en ademán de saludo, y sin darme tiempo a insistir manipuló los pedales y palanca del vehículo y lo puso en movimiento. Mientras se alejaba con el entrechocar de todas sus botella pude leer entre humo y polvo el número de su matrícula: el seiscientos no sé cuántos de Soria.

En la cantina de la fonda, con las moscas algo más sosegadas que de día, unos paisanos, tentándose el cogote y las orejas, hablaban pausadamente ante unos vasos de vino.

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Estampas de Castilla la Vieja

 

Peñaranda de Duero

D

 

e Peñaranda de Duero (provincia de Burgos) al río de su nombre, hay más de una legua. El frescor de sus campos y arboledas procede del Arandilla, afluente de aquel, que pasa junto al caserío de la villa y recibe, medio quilómetro antes, las aguas del Pilde. Las de uno y otro riegan una vega amplia y fértil cuyos cultivos principales son la remolacha azucarera y la vid, y luego los cereales y la patata. Pero los quehaceres del campo interesan cada día menos a los habitantes de Peñaranda, en +continuo descenso. El primer punto de atracción para la gente joven es Aranda de Duero, a dieciocho quilómetros, donde una enorme vega regada por tres ríos va  degradándose en un abandono sorprendente mientras,

por ser Aranda «zona de preferente localización industrial» y «polígono de descongestión de Madrid», se montan industrias y su correlativo tinglado de comercios, boites y otros establecimientos especializados en destilaciones exóticas. La huida general hacia las ciudades y la ilusión industrializadora son notas comunes hoy a casi toda Castilla. Los viejos  siguen aún en Peñaranda. Aferrados a sus mulos, se resisten tercamente a la concentración de parcelas y a las reales o supuestas ventajas de la mecanización agraria.

En su día, Peñaranda de Duero fue villa amurallada. Queda en pie todavía, como parte de sus lienzos, una de las puertas principales, flanqueada por dos torres cilíndricas. Por otro de sus antiguos arcos se llega a la plaza principal, que ofrece a los ojos del viajero uno de los conjuntos rurales más nobles de Castilla la Vieja. Pasado el arco, apoyo, en parte, de una bella casa popular con soportales que sostienen un segundo y un tercer cuerpo entramados, el contemplador tiene ante sí el palacio del conde de Miranda, del siglo XVI, con buena portada y una hermosa serie de ventanas platerescas. A la derecha del contemplador se alza un monumental rollo gótico, y tras el rollo se ve, formando otro frente de la plaza, la antigua colegiara, con cuyos escuetos muros hacen contraste las buenas proporciones y el lujo de su porrada. Iniciada a comienzos del siglo XVII por el conde de Miranda y primer duque del lugar, se perfeccionó y concluyó en 1732. A la izquierda de la colegiata unos peldaños salvan el desnivel del suelo y conducen a una ancha calle en declive, porticada por el lado derecho y con el castillo como telón de fondo, en la cumbre de un cerro. Si el no lejano castillo de Peñafiel, por su perfecta línea, su estructura alargada y la torre del homenaje, hace pensar en un gran navío, hasta el punto de poderse decir con fácil metáfora que es el navío almirante de los castillos españoles, este de Peñaranda, aunque no tan lujoso ni perfecto, se le asemeja mucho, y lo supera en la finura de la torre.

Los elementos hasta aquí mencionados se ofrecen a un tiempo a la vista si el contemplador se sitúa convenientemente en la plaza.

Transitando por la villa encontrará el viajero una puerta tosca y almenada perteneciente a una muralla anterior a la aludida. La remata una cruz y ostenta dos escudos ya indescifrables. No lejos de allí encontrará una farmacia con potería y laboratorio datados a partir del siglo XVII, farmacia regentada sin interrupción hasta el presente por sucesivas generaciones de una misma familia de farmacéuticos, los Jimeno. Extramuros, podrá acercarse el viajero al antiguo hospital, obra renacentista de gran finura, dedicada hoy a alpende, granero, cuadras y otros usos por el agricultor que la posee o utiliza.

Vuelto otra vez a la plaza, podrá entrar en el palacio del conde y ver su grandioso patio. A la escalinata de acceso al segundo cuerpo se llega por una puerta plateresca incomparable; bajo los artesonados de la escalinata y la galería inferior corren unos frisos de yesería mudéjar.

La colegiata, de espléndido interior, tiene una increíble cantidad de relicarios y ofrece al curioso la sorpresa de albergar empotrada en el murete que limita el presbiterio una lápida de mármol negro donde en letras doradas se lee: «Detrás de esta lápida está el corazón del excelentísimo señor don Cipriano Porrocarrero y Palafox, conde del Montijo y de Miranda, duque de Peñaranda, etcétera, etcétera, cuatro veces grande de España de primera clase, patrono de esta insigne iglesia colegial. Falleció el 15 de marzo de 1839».

Se trata del conde de Teba, heredero, por muerte de su hermano mayor, de los títulos enumerados y padre de la emperatriz de los franceses conocida por Eugenia de Montijo. Este don Cipriano, afrancesado y entusiasta de Napoleón, oficial de la guardia de su hermano José, rey de España, emigrado con él y favorecido más tarde, a la caída del imperio napoleónico, por una amnistía decretada por Femando VII, se casó, siendo simple conde, con la culta y activa dama doña María Manuela Kirkpatrick, hija de un

escocés metido a negociante de vinos de Andalucía. Educada en Francia, a Francia volvió llegado el tiempo de ilustrar a las dos hijas habidas de don Cipriano. Las instaló en el colegio del Sagrado Corazón, y mientras, en sus estancias en la capital francesa, alternaba con lo más florido de la literatura y el arte, entre otros con Próspero Merimée y Stendhal, don Cipriano prefería permanecer en España. Hombre de pocas palabras, melancólico, mermado físicamente por accidentes y acciones bélicas (era tuerto, cojo y tenía un brazo casi impedido), no imaginaba que su inquieta esposa, además de casar a su hija mayor con el duque de Alba, casaría a la segunda con el sobrino de su gran admirado, con Napoleón III, de quien sería suegro póstumo. Al producirse la muerte de don Cipriano, doña María Manuela y las niñas estaban en París. ¿Por qué dispuso don Cipriano el envío de su corazón a la colegiata? ¿Fue un mudo reproche al afán andariego de doña María Manuela o realmente llegó a encariñarse con Peñaranda, desde cuyo castillo se contemplan unos llanos inmensos y unos crepúsculos dramáticos hacia Aranda, Roa y Peñafiel, Duero abajo?

(1977)

Madrigal de las Altas Torres

N

 

o sería fácil hallar en la toponimia española un nombre tan eufónico como el de Madrigal de las Altas Torres. Ni tan sugeridor tampoco, tanto por la asociación de su primer componente con lo poético y lo musical como por lo de las torres, que por ser altas hacen pensar en grandezas de ayer y de hoy.

Si indagamos sobre el ayer de esta villa, situada en la parte septentrional de la provincia de Ávila, nos enteramos de que en ella se alzó en el siglo XIII una curiosa muralla de línea absolutamente circular, con cuatro puertas orientadas a los cuatro puntos cardinales, puertas donde nacían los caminos a otras tantas poblaciones principales: Medina del Campo, Peñaranda de Bracamonte, Arévalo y Cantalapiedra. Y nos enteramos de que precisamente a las fuertes y elevadas torres erigidas al flanco de dichas puertas y no a las de sus iglesias o palacios alude el nombre de la villa.

En el siglo XV, Madrigal aparece muy vinculado a la corte de Juan Il. Su primera esposa, doña María, fundó el hospital, y en Madrigal reunió Cortes el rey; en ellas (1438) los procuradores formularon, entre otros, dos importantes ruegos: uno _cumplido cuatro siglos después_, poner fin a la amortización de bienes en manos de la Iglesia; otro, evitar la gran salida de monedas de oro para el Papa _cosa que bajo el nombre de divisas y con diferentes destinatarios sigue preocupando a los economistas de hoy_. El mencionado Juan II contrajo matrimonio en Madrigal con la portuguesa Isabel, su segunda esposa, de quien nació, en Madrigal también, la que habría de ser Isabel la Católica. En el convento-palacio de las agustinas donde a temporadas residían los reyes, se conserva la alcoba del nacimiento, la sala de embajadores, la capilla privada de la real familia y otras estancias, cubiertas algunas con excelentes artesonados mudéjares. En la iglesia mayor de la villa, la de San Nicolás, fue bautizada la futura reina; de este templo se ponderan sus dos grandiosos artesonados, asimismo mudéjares. Y en Madrigal reunieron Cortes (1476) Isabel y Fernando.

Otra gloria de Madrigal es aquel don Alonso, obispo de Ávila, conocido por el Tostado, a quien el proverbio define como el escritor más copioso de nuestra lengua. Madrigal fue cuna además de Vasco de Quiroga, contemporáneo de Cortés y fundador con los dineros de su propio sueldo del primer hospital mejicano; después de pacificar por vía persuasiva a los tarascos de Michoacán, fue nombrado por Carlos I obispo de aquella región, donde fundó colegios y estimuló la economía de los indígenas. No hace mucho los mejicanos de Michoacán levantaron en la villa un monumento a este hombre. Y en Madrigal murió fray Luis de León.

En el siglo XVI, en medio de una vida comercial extraordinariamente próspera, se produjo en Madrigal un hecho que daría tema a la literatura dramática y narrativa de siglos posteriores. Aludimos al más sonado de los procesos subsiguientes a la desaparición del rey don Sebastián de Portugal en Alcazarquivir. Fue su protagonista Gabriel Espinosa, que ejercía de pastelero en la villa, donde vino a coincidir con el agustino portugués y antiguo confesor de don Sebastián fray Miguel de los Santos  _confinado allí por enemigo de la proclamación de Felipe II en Portugal_ y con la monja del citado convento doña Ana de Austria, hija de don Juan de Austria y prima del desaparecido rey portugués. El proceso, que concluiría con la ejecución del pastelero y del fraile, supuesto urdidor de la impostura de don Sebastián por parte del primero _muy parecido a él, con maneras de gran señor y que como tal supo morir_, deja en la incertidumbre la verdadera personalidad de Espinosa y sus relaciones con la monja, a quien unió, no se sabe si como esposa o como prometida, el referido fraile. La sensibilidad de Mercedes Fórmica, en libro publicado en 1973, apunta como víctima sentimental del suceso a doña Ana de Austria, obligada como muchas doncellas de la época a profesar sin voluntad ni vocación y enamorada sin duda del supuesto impostor.

Y ahora vengamos al hoy de Madrigal, loado a cuenta de su nombre por casi toda la nómina de poetas nacionales y loado igualmente como cuna de Isabel la Católica por quienes colocaron o colocan la efigie de esta reina en la pared principal de sus despachos. Pues bien, la muralla _restaurada su puerta de Cantalapiedra con el más villano de los cementos_ ha desaparecido en gran parte y corre riesgo de desaparecer del todo por arranque y sustracción de sus ladrillos mudéjares. El hospital, en absoluto abandono, ha dejado de funcionar por desaparición _eso dicen_ de las «láminas» de que dependía; de su capilla, donde se venera el Cristo de las Injurias, desaparecieron también la magnífica reja del presbiterio y el magnífico púlpito. El convento-palacio se conserva con cierto decoro, no obstante haber decaído mucho la calidad de sus profesas, un día procedentes de los estratos superiores del reino y hoy de los no siempre sensibles al valor de cuanto está bajo su custodia, profesas que apuntan al retrato de doña Ana de Austria diciendo: «Esta es la Pastelera». La iglesia de San Nicolás, donde nada se hace para su buena conservación, se cubre aún con sus grandiosos artesonados, que bien podrían venirse a tierra en cualquier momento.

Mi última estancia en Madrigal de las Altas Torres fue en una tarde de otoño. Había llovido mucho y las calles eran un mar de barro. Las nubes, esas nubes de los llanos de Ávila que tanto pueden sugerir glorias celestiales como catástrofes terrenas, derramaban sobre el silencioso caserío muy destructoras melancolías. Con la puerta de Cantalapiedra a la vista, junto a la que hubo de pasar doña Ana de Austria cuando, hecho cuartos el cadáver, pendía de lo alto la cabeza de Espinosa, me di cuenta una vez más de la enorme distancia que media entre las retóricas líricas y grandilocuentes y el abandono y el olvido en que a menudo se hunde la realidad de donde arrancan esas retóricas.

(1977)

Santo Domingo de Silos

L

 

os antecedentes del monasterio de Silos datan del siglo VII, tiempos visigóticos. Al igual que en otros lugares de la península, se cree que en el valle burgalés de Tabladillo, en cuya parte oriental se asienta el monasterio, existía entonces una considerable población monástica; sus componentes simultaneaban la vida eremítica con la comunitaria. Tras el desastre producido por la invasión de los árabes y gracias a las conquistas de los primeros condes castellanos, durante el siglo X se rehizo la vida monacal, y en el año 954, en su visita a Silos, el conde Fernán González concedió territorios al monasterio, junto con jurisdicción civil y eclesiástica. A finales de la misma centuria las expediciones de Almanzor lo dejaron en ruinas, y no volvió a rehacerse del todo hasta mediados del siglo siguiente, cuando fue abad (1040-1073) el antes prior de San Millán de la Cogolla y luego Santo Domingo de Silos, cuya vida y milagros están prestigiados literariamente por las lentas y a la vez vivaces estrofas de Gonzalo de Berceo. Es la gran época de Silos, que habría de prolongarse a lo largo de los siglos XII y XIII; y bajo la advocación de Santo Domingo figura hoy el monasterio, en lugar de la primitiva de San Sebastián. En el curso de los dos siglos siguientes, el monasterio decae entre pleitos, sublevación de los colonos y un incendio, en 1384. Después, aunque sin el esplendor antiguo, volvió a recobrarse y continuó su vida hasta la exclaustración y disolución de la comunidad, en 1835.

El monasterio actual da testimonio de su larga historia. Lo más valioso de él es el claustro románico, iniciado en el siglo XI. La cerca almenada que ciñe la huerta conventual y empalmaba con la muralla de la villa corresponde a los siglos XVI y XVII, siglos que vieron alzarse otras edificaciones aún subsistentes y ampliadas en el XVIII, tales la lujosa escalera de los leones y el patio o claustro de San José.

Desde la exclaustración hasta 1880, el monasterio fue despojado de su archivo, su biblioteca y su tesoro, librados antes, a fuerza de habilidad y astucia, de la rapiña napoleónica, la más destructora, desde el punto de vista del arte, de todas las calamidades sufridas por nuestra nación. Parte de aquellos despojos fueron a parar al Museo Provincial de Burgos, al Museo Británico de Londres y a la Biblioteca Nacional de París. Por fortuna, en dicho año 1880 y a causa de una ley de asociaciones que les impedía permanecer en su país, unos monjes franceses establecidos no lejos de Lyon se asentaron en Silos; ellos evitaron la ruina total del monasterio, logrando reunir además, en parte, lo disperso de su archivo y biblioteca, formada hoy por unos 100.000 volúmenes.

En el conjunto del monasterio lo más valioso, como hemos dicho, es el claustro románico, de dos plantas. Los lados este y norte de la inferior son obra de finales del siglo XI. Los otros dos y el claustro alto se construyeron en el XII y el XIII. Algunos de los grandes relieves  dispuestos en los ángulos de la planta inferior no tienen par en nuestro románico, y hay capiteles de extraordinaria calidad. En la parte mudéjar del techo correspondiente a esta planta aparecen pintadas figuras y escenas de variada temática, todo un veraz y animado documento gráfico de la vida a fines del siglo XIV, del cual datan.

La antigua iglesia románica mandó derribarla un abad, y en su lugar se alzó, en el siglo XVIII, la actual, a base de unos planos de Ventura Rodríguez. Hoy, picado el enlucido interior, hecho de cal, arena y yeso, queda a la vista la piedra de sillería original. El esquematismo neoclásico del templo y la desnudez posconciliar de nuestros días se compensan con la calidez del canto gregoriano de la comunidad benedictina. Lejos del purismo frío y académico de los monjes de Solesmes _a quienes corresponde el mérito de haber fijado y depurado el venerable canto_, los de Silos lo entonan con una  vibración muy natural y humana, y en latín casi siempre, que es la lengua con que el gregoriano nació y de la cual no puede disociarse sin quebranto de su propia naturaleza, pues para el ritmo y el sistema acentual y silábico del latín fue concebido.

El constante y cristalino manar de un surtidor situado en el centro del claustro antiguo y el altísimo y perfecto ciprés de uno de sus ángulos dan inigualable contrapunto al gregoriano de la iglesia contigua, pues el ciprés alberga una legión de pájaros del valle de Tabladillo, que empiezan sus cantos antes de levantar el vuelo, a la hora de laudes, y tornan a hacerlo al recogerse, a la hora de vísperas. Y frente al portón de entrada al monasterio crece otro ejemplar botánico poco común entre nosotros, una secoya casi centenaria que comparte con el ciprés la función de refugio para la pajarería del valle y de cuyos conciertos matutino y vespertino pueden beneficiarse quienes, alojados en la hospedería conventual, frente a la secoya, acuden a visitar Silos. Estos visitantes, a la hora de comer y entre plato y plato, pueden dialogar con el camarero, el hermano Florentino, experto en cuidar y castrar colmenas y en calibrar el tempero de las próximas sembraduras.

En los últimos años, los monjes han organizado un museo, enriquecido, entre otras cosas, con piezas labradas en su taller de orfebrería. Otra de las curiosidades del monasterio es una farmacia del siglo XVIII. Se compone de casi cuatrocientos tarros salidos de los alfares de  Talavera con el escudo de armas monacal, un laboratorio anejo y una biblioteca farmacológica de casi igual cifra de volúmenes, algunos muy raros a estas alturas.

Unida al monasterio está la villa de Santo Domingo de Silos. En la plaza, una iglesia gótica y dos armoniosos palacios son prueba de un pasado mejor. Hoy, como ocurre en casi toda la parte central de Castilla la Vieja, la población decrece y emigra. Quedan sólo cuarenta y tantas familias, es decir, la cuarta parte de no muchos años atrás. «Las chicas no se casan más que con los chicos dispuestos a marcharse del pueblo», me dicen. Y las ovejas, antes numerosísimas, se reducen hoy a cuatro rebaños. Los viejos no comprenden esto, pues bajo la corona de enebros de las cumbres que limitan el valle, las tierras son fértiles, y a un lado y a otro del río, libre aún de contaminación, hay buenas huertas y hermosos nogales.

(1977)

Pedraza de la Sierra

E

 

l viaje a Pedraza por el camino de Velilla permite contemplar largamente, creciendo a medida que se avanza, la parte. posterior de su castillo, al noroeste del cerro donde se asienta la población. La hoy arbolada vertiente forma bello contraste con la fortaleza, gótica y de líneas un tanto palacianas. A su pie corre el menguado caudal del arroyo de los Batanes. Con restos de la muralla que en tiempos la circuía, se entra en Pedraza por la única puerta existente en tales tiempos, aún en pie. En lo alto, el escudo de los Velasco; y en edificación montada sobre la puerta, la que fue cárcel.

El trazado urbano de Pedraza lo definen tres calles más o menos paralelas dirigidas hacia la plaza Mayor, con otras transversales de menor entidad. Hay en aquellas, sobre todo en la más importante, la llamada Real, sólidas casas de piedra, con el ensanche de sus solanas y con los escudos de quienes un día las habitaron y fueron gente principal: Ladrón de Guevara, Ladrón Concretas, Escobedo, Pérez de Zúñiga, Bernaldo de Quirós ... La plaza Mayor, en parte porticada, tiene, al igual que las mencionadas calles, una nobleza digna y sin alharacas, eco de un sentido de la convivencia muy propio de las tierras de origen celtibérico que forman una parte del sur de Castilla la Vieja. En ellas, la vitalidad de los municipios, agrupados en comunidades de «ciudad y tierra» o de «villa y tierra», nació del esfuerzo de la reconquista inicial, de donde, contrariamente a lo ocurrido en el reino leonés, no salieron privilegios señoriales. El amplio margen de acción de municipios y comunidades regidos por sus hombres en pie de igualdad dio lugar al entramado de derechos y deberes regulados según usos, costumbres y acuerdos en que había de basarse la excepcional prosperidad de Segovia y de las villas y pueblos integrantes un día de la hoy olvidada provincia.

Más acá de la decadencia institucional de Castilla la Vieja, iniciada al unirse con León, los historiadores hablan del empuje de Pedraza, visible aún en el siglo XVI y en parte del XVII. Su gran riqueza era el ganado lanar. Según el señor Arnanz, cronista de la villa, los rebaños invernaban en Andalucía y Extremadura, y en vez de enajenar toda la reducción, construyeron los de Pedraza importantes esquileos y lavaderos y crearon con sus telares, extendidos por los lugares de .los cuales era cabecera, una industria textil especializada en determinados reductos. De este modo, frente a la aburrida ociosidad de la mayor parte del agro español de nuestros días (mientras las ciudades superindustrializadas se pudren atmosféricamente y se convierten en centros de tensión económica y social), equilibraban el quehacer intermitente de la agricultura con el de aquella y otras industrias menores, compensando a la vez la eventualidad de una mala cosecha determinada por contratiempos meteorológicos.

Si en el siglo XVIII vivían aún en Pedraza ciento cincuenta familias, hoy quedan unas treinta. La agricultura ha sido abandonada casi del todo, los rebaños han desaparecido y no quedan telares. Se explota una porción de vacas lecheras, y la gente joven ocupa la veintena de empleos existentes: la mitad en la hospedería montada por el turismo oficial en la antigua Casa de la Inquisición, y la otra mitad en un taller dedicado a la elaboración de piezas decorativas de estaño, muy bonitas por cierto. En época de calor, Pedraza se puebla de veraneantes de Madrid, dueños ahora de las más antiguas y blasonadas viviendas, gracias a lo cual siguen en pie y son objeto de restauración. En invierno, ahora, el pueblo no da otra señal de vida que el leve runrún de algún bar y los fantasmas de la televisión, avivados los domingos y días de partido internacional por el entusiasmo mercenario de los rapsonas del fútbol.

Desde la plaza Mayor, donde se alza la hermosa torre románica de la iglesia de San Juan, única de las cinco existentes antaño, se llega a la plaza del Ganado, importante un día, donde crece una corpulenta olma. Y fuera de la villa ya, el castillo. Formando lote con las ruinas de una iglesia románica, lo compró hace muchos años por 12 000 pesetas el pintor Zuloaga, quien hizo habitable la torre del homenaje, no sin daño de la estructura primitiva. En este castillo vivieron los últimos de sus cuatro años en España, hasta 1530, el Delfín de Francia _Francisco_ y su hermano Enrique, duque de Orleans, hijos de Francisco 1. Porque después de la derrota de Pavía (24 de febrero de 1525) y de su cautiverio en nuestro país, conforme a las estipulaciones del tratado de Madrid firmó Francisco I una serie de compromisos con Carlos 1, de cuyo cumplimiento y a cambio de su libertad serían rehenes los mencionados hijos. Tenían estos al llegar a España ocho y siete años, respectivamente. El canje del rey por los rehenes se hizo junto al Bidasoa en marzo de 1526, y los rehenes quedaron bajo custodia de don Íñigo Fernández de Velasco, Condestable de Castilla. Estuvieron primero en Villalpando y luego en Berlanga de Duero, pero al desentenderse el rey francés de sus compromisos y ante el temor de que fueran secuestrados o envenenados, fueron conducidos, en busca de mayor seguridad, a este castillo de Pedraza, propiedad de los Velasco. Se dijo que estaban mal cuidados y atendidos, pero no era verdad; tanto Carlos I como su esposa les dieron reiteradas pruebas de comprensión y afecto. Claro que no debían de tener grandes diversiones, ni en Pedraza ni en sus dos residencias precedentes. Según testimonio de un visitante francés, se entretenían a ratos con dos perrillos falderos alojados en una de las estancias del castillo y al parecer habían olvidado casi su lengua. Un año antes del traslado de los príncipes a Pedraza, falleció don Íñigo, por lo que fueron encomendados a los hijos del Condestable. Como queda dicho, Francisco I no cumplió lo pactado, y además movió contra Carlos I nueva guerra, concluida por la paz de Cambrai, ratificada en 1529. Al año siguiente, los rehenes tornaron a Francia. El Delfín no llegaría a reinar; murió en 1536. Lo hizo, como Enrique II, el duque de Orleans, suegro años después del hijo del emperador, Felipe II, por matrimonio de este con Isabel de Valois.

En tiempo bueno, Pedraza, próxima a Guadarrama y Somosierra, es lugar ideal para entrar en contacto con una naturaleza purísima. Ello aminora la melancolía de su decadencia, fenómeno común a Otras ilustres villas castellanas.

(1978)

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Las Hurdes

 

Origen y difusión de una leyenda

S

egún Menéndez Pelayo, el primer texto de la leyenda que va a ocupamos es Las Batuecas del duque de Alba, comedia escrita tal vez entre 1604 y 1614 por Lope de Vega tras una estancia en Alba de Tormes como huésped del duque. Hacia 1597, hallándose el autor allí, sonaba mucho el nombre de las Batuecas, donde los carmelitas descalzos fundarían dos años después un convento. En 1633, Alfonso Sánchez, amigo de Lope, en De rebus Hispaniae, cuenta una historia relacionada con los duques y alude a la obra del dramaturgo, no publicada hasta 1638. Antes, en Breve y verdadera relación de los sucesos del reino de Camboxa (1604), fray Gabriel de San Antonio habla de aquella tierra, dada por Carlos V, dice, al duque por haberla descubierto en época de aquel un cazador de este. En el primer acto de la comedia, don Juan de Arce, criado del duque, y Brianda, doncella de la casa ducal, huyen de Alba para salvar su amor, amenazado por los designios del duque. La doncella ya había dejado de serlo y estaba preñada, pues dice Sánchez que los amantes, cuyos nombres no da, habían caído en «turpi consuetudine(...) lntumescente utero scelus proditum», En su huida, hacia el sur, subían tanto que creyeron llegar al cielo, hasta que al descender a un valle se encuentran con gentes desnudas que, ignorantes de la lengua castellana, se valían en la suya de voces semejantes a las de la época goda. Aun cuando hubiera allí cruces, rendían culto al demonio.

El padre Nieremberg, amigo también de Lope, en Curiosa filosofía, edición de Barcelona de 1644 (al parecer hay otra de 1630), se refiere a las Batuecas y a sus recién descubiertos pobladores, que se criaban como bestias, sin religión y sin noticia de más mundo que el propio. Insiste (1683) en la leyenda fray Alonso de la Madre de Dios en su crónica de la reforma del Carmen descalzo y dice que, por creerlas habitadas de demonios, los pastores eludían internarse en las Batuecas. No mucho más tarde (1693), en su Verdadera relación y manifiesto apologético de la antigüedad de las Batuecas, Tomás González de Manuel, presbítero de La Alberca, basándose en documentos del archivo municipal, denuncia lo falso de la leyenda, por ser inmemorial la sujeción de aquel territorio a La Alberca. Feijoo, en el tomo IV del Teatro crítico, intenta desmentirla también. Y Ponz, con mejor información, habla asimismo de las Batuecas en el tomo VII del Viage de España.

Pero volvamos a Lope. En su comedia, situada en vísperas de la conquista de Granada, aparece una porción de personajes («bárbaros», dice) de las Baruecas, vestidos de pieles. Recoge su obra la tradición de ser gente goda, refugiados de la pérdida de España; rinden culto al sol y, al invocar al demonio, este se les aparece en figura de cabrón. En un embrollo de amores encontrados y parida ya la ex doncella, tras haber llegado a conocimiento de aquella tierra aparecen el duque y sus hombres dispuestos a ganarla; don Juan, a cambio del perdón, la entrega al duque sin batalla.

La leyenda iba a tener muchas derivaciones. Dentro de España y como refundiciones de la obra de Lope, en El nuevo mundo en Castilla, de Mares Fragoso (1608-1689), y en El descubrimiento de las Batuecas, de Hoz y Mota (1622-1714), y Hartzenbusch compuso una obra de magia con el título de Las Batuecas (1843). Las Batuecas pasaron, además, a formar parte de expresiones indicadoras de ignorancia o de atención distraída. Aparecen en cartas de «el pobrecito hablador», de Larra, fingidamente fechadas allí para simbolizar la España de su época, y a sí mismo se llama batueco.

Fue muy considerable el eco de la leyenda en Francia. Al filo de consideraciones históricas o políticas o como lugar geográfico, figura en un libelo anónimo de 1784, en los viajes de Bourgoing (1789) y Laborde (1808), en los libros de Davillier (1874) y de Amoine de Latour (1877) sobre España, en la LXXVIII de las Cartas persas (1721) de Montesquieu, en la Grande Encyclopédie, el diccionario histórico de Morery (1698), etc., y en artículos posteriores aparecidos no sólo en Francia, sino también en Inglaterra.

Pero lo más sonado dentro de la literatura francesa fue la novela de Stéphanie-Félicité du Crest de Saint-Aubin (1746-1830), condesa de Genlis. Partidaria al principio de la Revolución, hubo de emigrar al ser decapitado en 1793 el conde, del bando girondino. Compuso esta mujer medio centenar de libros, hoy olvidados, a excepción de sus Memorias. Entre aquellos figura Las Batuecas, traducido al castellano en Valencia (1826) bajo el título de Plácido y Blanca o Las Batuecas. Se trata de una novela rousseauniana, más o menos socialista, que influiría en las ideas de George Sand, tanto que, declara esta al autobiografiarse, a tal novela debe sus primeros instintos sociales y democráticos.

Es también curiosa la atracción que la leyenda y todo lo concerniente a la Hurdes han ejercido sobre eruditos y estudiosos franceses. Sobresale entre estos el médico Bide, y más aún el hispanista Maurice Legendre. No ha de excluirse de tal atracción el hecho de que en la toponimia cercana se encuentran la Sierra de Francia, y el río y la Peña del mismo nombre, asiento esta del santuario donde Legendre, amigo de Unamuno, dispuso ser sepultado. Semejante toponimia se halla en conexión con tradiciones acerca de Carlomagno y de la presencia de franceses en aquellos lugares durante el siglo VIII, y es chocante que la imagen venerada en dicho santuario fuese descubierta en el siglo XV por el francés Simón Vela.

Las Batuecas y las Hurdes.

Hipótesis acerca de su poblamiento

 

L

as referencias más antiguas incluyen en la denominación Batuecas un territorio de evolución muy diferente: las Hurdes. El hecho se explica, en parte, porque Batuecas y Hurdes constituyeron una unidad dependiente de La Alberca y porque la parte norte del conjunto, las Batuecas, es visible desde el Portillo (a 1265 m de altitud), próximo a aquella localidad. La diferencia fundamental radica en que las Baruecas, salvo en tiempos prehistóricos, atestiguados por las pinturas de un canchal, nunca tuvieron más población que la del convento carmelitano y sus ermitas, iniciada en 1599 y concluida en 1836, para restablecerse tras la guerra civil de 1936. Temporalmente, a partir de la primavera, anticipada en Hurdes y Batuecas por su clima benévolo y su menor altitud, se establecían allí las majadas de pastores de La Alberca, adonde acudían también los meleros albercanos con sus colmenas.

Los primeros en diferenciar las dos zonas y abrir brecha en la leyenda fueron Ponz y, en 1795, Eugenio Larruga en sus Memorias políticas y económicas. En un valle profundo, abierto en la serranía por el río Batuecas, se halla el convento (a 630 m de altitud), y en ella y una serie de gargantas angostas crecía, antes de la repoblación forestal, una variada flora, con predominio de brezo, jara, madroño, encinas y alcornoques; su extensión es de 25 km2. A través de las Batuecas, yendo de norte a sur, se pone pie en las Hurdes por Las Mestas (a 480 m de altitud).

El conjunto de ambos territorios, pertenecientes a la provincia de Salamanca hasta 1833, limita al N. con la sierra de Francia, al O. con la de Gata (las dos del Sistema Central), al S. con el río de los Ángeles y al E. con el Alagón, afluente del Tajo. En lo geológico, se trata de terrenos paleozoicos con esquistos precambrianos y silúricos, es decir, pizarras. Encajonados por sierras más o menos paralelas, desprendidas de las dos últimamente mencionadas, discurren los ríos Malo o Ladrillar, Hurdano y de los Ángeles, a los cuales afluyen otras aguas por barrancos y vallecillos aún más angostos. Todas ellas van al Alagón, que alimenta hoy el embalse de Gabriel y Galán.

La extensión de las Hurdes (a partir de 1833 de la provincia de Cáceres, en su parte norte) es de unos 471 km2. La población en 1920, según Legendre, era sorprendentemente alta: 5565 habitantes, con una relativa de 19, superior a la media provincial (18,5). Madoz daba, en 1842, 4053 habitantes; y Romualdo Martín Santibáñez (1876), 5200. En su diccionario enumera Madoz 46 lugares y alquerías, que constan en el mapa confeccionado por Bide (1890) sobre el de Francisco Coello. Administrativamente, se agrupan en cinco municipios, del partido judicial de Hervás. Tres de ellos, en lo más estrecho y pobre de los valles, tienen por cabeceras Ladrillar (antes lo era Cabezo), Casares y Nuñomoral, y forman las Hurdes Altas, cuyas entidades más  características suelen hallarse por encima de los 550 m. Las Hurdes Bajas, con valles más abiertos y más posibilidades de cultivo, las forman los municipios de Caminomorisco y Pinofranqueado.

Dada la escasez de tierras laborables, supone Legendre que, aparte las posiciones ocupadas en su momento por romanos y árabes, la población establecida allí a lo largo de los siglos lo haría forzada por situaciones extremas: cántabros o godos, árabes o bereberes, moriscos, y judíos tal vez, si se tiene en cuenta el episodio de enfrentamiento racial y religioso documentado en el siglo XV en Casar de Palomero, próximo a las Hurdes, al sur, y el hecho de que en tiempos de Enrique IV (siglo XV, el de la expulsión) albergara Extremadura 1/5 de la población judía de Castilla-León, con centros importantes en las no lejanas Plase«ncia y Hervás. Las huellas de estos pobladores son un tanto problemáticas. Se cita como uno de los testimonios la vía y actual localidad de Caminomorisco (antes Calabazas), que el citado Coello atribuía a la tendencia popular, muy común en Extremadura y León, a conceder mayor antigüedad y presencia a los árabes que a los romanos. Cree que lo así denominado no es sino huella de una vía romana. Otras aportaciones procederían de los huidos de la justicia, con un elemento más: el determinado por la adopción de expósitos o pilus en los hospicios cercanos, «negocio» un tiempo en las Hurdes y que dan, por ejemplo, 170 procedentes del de Ciudad Rodrigo entre 1904 y 1907, y 817 del de Plasencia, de 1895 a 1907. Añádase la sedentarización de pastores llegados temporalmente. Con todo, y a falta de otros estudios, habremos de atenernos a la conclusión del antropólogo Hoyos, del grupo que con el doctor Marañón se trasladó a las Hurdes en 1922. Según él, los hurdanos, aparte la degeneración biológica de los más afectados por la miseria general, son extremeños, en nada diferentes de serranos, charros, andaluces de la Baja Extremadura y manchegos o centroibéricos. El acervo de sus tradiciones no revela nada muy típico.

La buena calidad del castellano hablado allí sorprendió hace tres cuartos de siglo a Unamuno. Es el común en la Alta Extremadura. Participa de los caracteres fonéticos de esta y revela, hoy todavía, el sedimento leonés determinado por la reconquista y repoblación de la Alta Extremadura por aquel reino. En relación con esto último se halla la denominación Hurdes. Respecto de ella se han montado, y a veces renacen, diversas teorías, la más llamativa concerniente al río Hurdano (Jurdano, Jurdán y Jordán también, del mismo modo que se dice Jurdes y Jurde), con cuyas aguas, reza una versión, y de aquí el nombre del río, fueron bautizados o rebautizados un día los radicados en la zona (*); la otra es que le dieron tal nombre (Jordán) los judíos refugiados allí.

Más razonable resulta ser lo que en su tesis doctoral El habla de las Hurdes (1956) expone Juan José Velo Nieto. Conforme queda dicho, la vegetación más extendida en las Hurdes era el brezo (ulice en latín). El trueque de l por r es fenómeno frecuente en la zona y muy repetido en la historia del castellano; lo es igualmente la pérdida de la vocal postónica, i en este caso, con lo cual el vocablo acabaría en urce (urce y un ,por apócope de la e final, son formas muy extendidas en León). En cuanto a la conversión de la c (sonido z) en d, la explica Velo por hallarse las Hurdes en zona donde se da una z sonora equivalente a d, y de ello aporta unas muestras, más frecuentes en las cercanías de la sierra de Gata. En cuanto a las variantes Urde, Surde y Jurde de algunos escritos, las explica por fonética sintáctica, la última al aspirarse la s del artículo las, que desde antiguo acompaña al topónimo analizado, aspiración manifiesta en Extremadura, Andalucía y la Mancha.

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(*) Fue costumbre antigua entre familias nobles bautizar a sus hijos con agua traída del bíblico Jordán, que tanto podía servir de nombre como de apellido, y como apellido persiste en toda Europa.

Testimonios de la realidad a partir de Madoz

 

F

rente a la idílica y rousseauniana de las Batuecas-(Hurdes), da Madoz en su Diccionario (1847) una visión negrísima de las Hurdes y sus habitantes. Al parecer, le fue proporcionada por un cura del territorio. Según ella, compone la población una raza degenerada e indolente. Sin creencias, dados al crimen _sin excluir el parricidio_ y a la embriaguez y proclives a todos los excesos y desviaciones sexuales, incluidos la poligamia y el incesto, eran sucios, profesionales de la mendicidad, adustos y de poco fiar; famélicos e ignaros, en medio de gran escasez de párrocos y de una carencia casi absoluta de maestros, ocupaban unas viviendas hórridas. Exceptúa las alquerías de Pinofranqueado, Sauceda y Ovejuela, gracias sobre todo al párroco de la primera, don Vicente Montero. De semejante abandono culpa Madoz a la nación e incita en  términos muy encendidos a la redención del territorio.

Todos los comentaristas posteriores juzgan de exagerado el informe de Madoz y claman contra él. Puede que, aun salvadas aquellas excepciones _en el ángulo suroccidental de la comarca_, el informe peque de generalizador, pero todos los clamantes, haciendo a su vez excepciones de mayor o menor amplitud, confirman lo dicho por Madoz. Es evidente que la intención de este y de su informante era denunciar una realidad vergonzosa. Sin su generalización, basada en la miseria de la mayoría, ¿qué eficacia podía tener la denuncia? Por otra parte, Madoz delimita muy bien Batuecas y Hurdes, excluyendo de estas el Casar de Palomero, pueblo que por el sur, como La Alberca por el norte, era centro comercial de la zona.

La protesta de Madoz no produciría efectos visibles hasta mucho más tarde. En 1876, el notario del Casar, Romualdo Martín Sanzibáñez, entre censuras a Madoz y elogios a Larruga, confirma la miseria atroz  de los habitantes de la comarca, medio en cueros, tumbados en pajas y helechos, hambrientos, estúpidos; e, insistiendo en lo dicho por Larruga, señala los abusos de los de La Alberca, a quienes considera culpables de la situación.

Según Santibáñez, Fernando I de Castilla y León despobló el territorio al expulsar a los moros. La nueva población, después de 1040, agregadas las Hurdes a la jurisdicción de la villa de Granada ( luego Granadilla, sin habitantes hoy a causa del pantano de Gabriel y Galán) la formaron pastores que por agrupación de sus majadas dieron lugar a las ulteriormente llamadas alquerías. Luego, por el crecimiento de La Alberca y Granadilla,  se dio a la primera, en 1288, la dehesa de Hurde y Batuecas, con el territorio del Camino Morisco, quedando Granadilla, de quien era señor el duque de Alba, con lo de lo Franqueado (es decir opuesto a dehesa, de «defensa», que quiere decir cerrado). Se pobló Franqueado por pastores de Granadilla, que podían hacer descuaje en terrenos aptos para el cultivo. El nombre actual de Pinofranqueado hace referencia a un gigantesco pino, donde luego se desarrollaría  el lugar. Tras porfiada lucha jurídica, en 1665 se liberaron los de lo Franqueado de su dependencia de Granadilla, nunca tan ominosa como la de los sometidos a La Alberca. Y en este municipio de Pinofranqueado, donde al parecer había nacido, se apoya Santibáñez para rechazar lo dicho por Madoz (que en parte lo exceptuaba, como queda dicho), pues en nada se parecía entonces al resto de las Hurdes. Pero, en su descripción de este resto, Santibáñez va confirmando a Madoz, y añade la implacable percepción del diezmo por parte del clero albercano, la decadencia de los curas de la zona, el caciquismo de los secretarios municipales, la carencia de caminos, la usura ejercida sobre aquel amasijo de desdichados, que calculaba, en el concejo de Nuñomoral, de un 30 a un 50% anual sobre lo prestado. A tal relación va añadiendo, en los concejos de las Hurdes Altas, crímenes monstruosos, abandono del hogar por muchos hombres, amancebamientos nefandos, incestos, hasta el punto de poderse dudar si se casan hermanos con hermanas y padres con hijas.

Con ello llegamos a 1890, cuando el francés J.  B. Bide, médico de los Ferrocarriles del Norte, recorre las Hurdes. Basado en la propia observación y en lo dicho por Santibañez, elabora el primer estudio amplio y acusa sin paliativos el despotismo de los albercanos, a quienes interesaba fomentar lo de los demonios y salvajes que habitaban las Hurdes, para lo cual obstaculizaron cuanto pudieron al duque de Alba en la fundación del convento batuecano. Alaba la ecuanimidad de Larruga y, aunque acepta con reservas la descripción de Madoz, rechaza los juicios de este en el orden humano. Para Bide, en general, los hurdanos son apacibles, melancólicos, resignados, muy laboriosos, y la criminalidad entre ellos es reducida. Dentro de la minuciosa seriedad del trabajo de Legendre, es de subrayar en él la fobia que atribuye a Bide respecto de los de La Alberca, a quienes, por su parte, no exculpa de todo, aunque se manifieste comprensivo. Acaso tenga un punto de razón, pero a la vez resulta chocante que al final de su libro declare Legendre que existen en la parroquia de La Alberca numerosos documentos sobre las relaciones de este pueblo con las Hurdes, cuya historia, agrega, está todavía por hacer, puesto que sólo se ha hecho parcial y polémicarnente. ¿Por qué no se adentro en aquellos papeles, dada la parsimonia y esfuerzo documental con que llevó a término su trabajo? El pueblo de La Alberca alzaría un busto a Legendre en las proximidades de la casa que habitó en sus muchas estancias allí.

De las vejaciones, del trato durísimo dado por La Alberca (antes Valdelaguna) a las Hurdes, había tratado Larruga, a quien sólo le fue permitido consultar una parte de aquellos documentos. Lo hace nuevamente Bide. Eran unas ordenanzas implacables, con visitas e inspecciones anuales, multas, derechos y socaliñas para cuya percepción llegaban incluso a despojar a los hurdanos de sus vestiduras. Las ordenanzas se encaminaban a mantener en Batuecas y Hurdes sus pastos de cabras en primavera y verano y la presencia de sus colmenas en primavera y otoño, pero resultaba que los intereses de cabreros y meleros se contraponían, pues si al cabrío le iba bien la roturación perseguida por los hurdanos para aumentar sus tierras de labor, tan escasas y poco profundas, a las abejas les perjudicaba. Las cabras y las abejas, a su vez, eran enemigas de la agricultura, anhelada por los hurdanos. Así, pues, los multaban por roturar monte bajo, por arrancar árboles, por plantarlos..., por todo. A ello se añadía la usura ejercida por los prestamistas de La Alberca, el trueque leonino de productos, la compra de casas y terrenos en condiciones despiadadas, ofrecidos por los hurdanos para abonar multas y para liberarse del apremio de los prestamistas.

 La división provincial de 1833, al separar Hurdes y Baruecas, permaneciendo las últimas en dependencia de La Alberca y en la provincia de Salamanca e integradas las Hurdes en la de Cáceres, parecía dar fin a la dependencia, pero no fue así, porque si la opresión feudal y las visitas habían concluido, los albercanos eran dueños de lo relativamente valioso de las Hurdes, sumidas en creciente degradación. Lo principal, los olivares, dice Bide, todavía en 1890 pertenecían en sus 9/10 partes a los de La Alberca.

Una vida catastrófica

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escribe Bide la casa hurdana común, construida generalmente, antes de casarse, por el novio y sus amigos, pues no había clase alguna de artesanos en las Hurdes. De piedra de pizarra sin argamasa, se cubre con lajas menos gruesas de lo mismo. Su único vano es la puerta de acceso a la sola planta .de que se compone. En su interior consta de una pieza en muchos casos, de dos en su mayoría y de tres como señal de lujo. Si es de dos aposentos, el de la puerta sirve de albergue al ganado, cubierto el suelo de helechos, hojas, brotes de jara y otros arbustos, que con las deyecciones y tras putrefacción sufrida allí mismo, fertilizarán lo labrado. La segunda pieza suele tener un tronco de árbol o batán donde se elabora el vino y el aceite y que, relleno de hoja seca o cáscara de habichuelas, se emplea a modo de cama. Si por azar la casa tiene tres piezas, la última sirve de despensa, bodega o dormitorio. En tal caso, los padres duermen en una de las piezas y los hijos en otra, «lo cual es raro, sin embargo». Muebles no había en tiempos de Madoz. Legendre dice que en 1922 eran un lujo y que mesa y cama no existían en las Hurdes Altas. Tales casas, añade Bide, agrupadas de manera informe, despiden a menudo un «olor nauseabundo y amoniacal». «Nadie, a no ser sus moradores, pudiera albergarse ni permanecer breves momentos en estas casas sin sufrir asfixia.»

      Pero aún eran peor las casas de los «pordioseros de oficio», con cama única, formada por hojas secas, helechos, donde dormían todos juntos, sin distinción de edad ni sexo. «Por este estilo son la mayor parte de las casas de Horcajada, Rubiaco, Fragosa, El Gasco, Martilandrán, Arrolobos, etc.». Estos pordioseros constituían la parte más numerosa de la emigración temporal. La segunda era la de los segadores. Descalzos, andrajosos, de todas las edades y con un saco al hombro, recorrían los pordioseros las provincias limítrofes a lo largo de la primavera, la estación de máxima penuria en las Hurdes. Al cabo de la campaña se habían agenciado unos duros, ropas usadas (en ocasiones de fallecidos por enfermedades contagiosas) y sobre todo mendrugos de pan, de aquí que se les diera también el nombre de «panaderos». Los mendrugos, endurecidos, mohosos, fermentados, se machacaban y, convertidos en pasta, eran cocidos otra vez. Esta mercancía se valoraba mucho para la venta o trueque, pues el pan, y más el blanco, era un auténtico lujo, dispensado a los enfermos o reservado para las fiestas más señaladas, igual que los huevos o la leche de cabra. De estos mendigos salía un número adicional de usureros. En tiempos de Legendre, la tasa fijada por estos y otros prestamistas era de un real al mes por duro prestado, es decir, el 60%. En la misma época, los vendedores ambulantes gravaban en un 50% el precio de las mercancías dadas a crédito. Como en todo lo peor, el concejo de Nuñomoral era el que más pordioseros producía, pero no le iban en zaga los de Ladrillar y Casares. Unos con Otros, un cuarto de su población salía a mendigar, según Santibáñez.

      Del otro «negocio», el de los pilus o expósitos, decía Madoz que a veces una mujer criaba cuatro a un tiempo, con ayuda de una cabra. Lo niega treinta años después Santibañez, pero había toda una cadena de trampas, desde la presentación de una rolliza mujer en el hospicio, suplantadora de la madre adoptiva, hasta el retraso o malpago de lo establecido por la beneficencia para la crianza del exposito. En 1922, el negocio había dejado de serla, y dejó en el territorio, dice Legendre, la reliquia de la sífilis.

       Este estado de miseria se revela en el hecho de ser pocos los mozos útiles al llegar las quintas. La inutilidad solía provocarse trabajando mucho y comiendo poco (receta fácil, por lo demás), a fin de retrasar el desarrollo, fenómeno de suyo habitual. La maternidad anticipada antes de la plena pubertad, la consanguinidad y otras causas no proporcionaban frutos muy boyantes.

      La alimentación era a base de patatas y berzas cocidas _aderezadas, cuando más, con sebo de cabra_, bellotas y castañas, cuenta Madoz. Carne la comían si una res se desgraciaba; cerdo, temporalmente, quienes podían criarlo. Las cosas se agravaron hacia 1840, dice Bide, cuando los castaños, enfermos, se habían perdido casi por completo. El pastoreo de cabras de gran parte de la población inicial fue decreciendo por lo nocivo de estos animales para la agricultura, dificultada a su vez por la escasez de terrenos propicios y, antes, por la oposición de los de La Alberca; ello forzó a los hurdanos a crear tales terrenos mediante construcción de

bancales en las laderas, penosamente alzados y rellenos de tierra traída de lejos, malbaratada en ocasiones por los jabalíes o las avenidas fluviales. Se trataba siempre de parcelas insignificantes, asiento de un árbol frutal, una o dos vides (perdidas cuando la filoxera) o alguna legumbre u hortaliza, regadas con canalillos de ingenioso y a menudo difícil trazado.

      Para ayuda de su trabajo eran pocos los animales. Si acaso, algún muleto o asno, adquirido entre dos o más familias y aprovechado por turno. Una «pata» de asno podía ser un buen presente nupcial. Se consideraba rico a quien poseía las cuatro. Carros no existían, ni antes de 1922 era conocida la rueda.

      Ni siquiera enterrar un muerto era fácil, pues sólo había cementerio en las localidades provistas de iglesia parroquial, siete en tiempos de Madoz para las 46 localidades. En vísperas del viaje del rey se podía ver por los caminos el cadáver de un adulto transportado en caballería o el de un niño en brazos de su madre u otro deudo.

El camino hacia la redención

E

l mencionado convento de las Batuecas, al NE., y el de los franciscanos descalzos de los Ángeles, al SO., fuera de las Hurdes los dos pero próximos a ellas, fueron un día centros de evangelización y cultura y animaron la estrecha economía de la comarca mediante compra de sus productos y jornaleo de algunos hombres. El de los Ángeles, junto al río de este nombre, se debe a San Francisco de Asís, que yendo a Portugal en 1214 señaló el lugar de la fundación, realizada por el canónigo compostelano Clemente Paterna, al cual se unieron unos frailes italianos enviados por San Francisco. Uno de los guardianes habría de ser San  Pedro de Alcántara, en el siglo XVI. La exclaustración y la desamortización dieron fin a los dos centros.

        En cuanto al clero secular, su labor hasta finales del XVII fue muy parca. La dependencia y arbitrio del párroco de La Alberca, que durante un tiempo mermaba estipendios y enviaba allí lo peor del clero, así como lo poco estimulante del territorio, llevó a las Hurdes, con alguna excepción, curas verdaderamente calamitosos, cuando no verdaderos indeseables. En las postrimerías del XVII, el obispo Porras y Atienza, de la diócesis de Coria, cabecera eclesiástica de la zona, inició una labor muy efectiva; elevó a seis las tres parroquias existentes, animó la enseñanza, nula o desastrosa hasta dos siglos después, construyó puentes y realizó obras en beneficio de la comarca. Pero tras él, hasta finales del XIX, fue poco lo hecho por la Iglesia. Si en tiempos de Madoz (1847) eran siete las parroquias, las mismas dan Barrantes (1878) y Bide (1890). A finales del XIX apareció el más resuelto promotor del cambio en las Hurdes, el canónigo y luego obispo de Plasencia don Francisco Jarrín, que, con otros, tuvo como colaborador al canónigo de la misma diócesisy luego deán don José Polo Benito. A Jarrín se debe la fundación de «La Esperanza de las Hurdes» (1903), que además de lo religioso alentó y llevó a cabo una valiosa acción cultural, sanitaria, económica, de comunicaciones, etc., amén de la revista Las Hurdes, publicada en Plasencia de 1904 a 1908, año de la celebración, en Plasencia, del «Congreso Nacional de Hurdanófilos». Por desgracia, un encadenamiento de rivalidades dio en tierra con la institución.

      Años después, en 1922, no extinguido aún el eco de «La Esperanza», acciones parlamentarias y de otro tipo determinarían el envío a las Hurdes de la comisión presidida por Marañón. El dictamen fue concluyente. Se trataba, con la diferencia conocida entre Hurdes Altas y Bajas, de un problema predominantemente sanitario (jamás había habido médico ni boticario en las Hurdes) y alimenticio, tanto en cantidad como en calidad. Era común el «hambre aguda» (paliada, a ser posible, con alcohol, vieja lacra del territorio), cuyos dolores en el epigastrio obligaban a sus víctimas a permanecer sentadas y apretándose el vientre. Coincidió Legendre con los comisionados, y cuenta que el Sábado Santo, al entrar con Marañón, el doctor Goyanes y Hoyos en una cabaña de Martilandrán, se encontraron con unos ocupantes que hacía tiempo no comían, ni esperaban hacerlo hasta el retorno de los pordioseros, uno de ellos de la familia. Y lo decían con toda naturalidad, resignados a una irremediable autofagia. Con la miseria y otras causas se relacionaba el bocio, menos frecuente en los hombres que en las mujeres. El 50% de las de El Gasco y Martilandrán padecía la dolencia. Las aguas, tan abundantes y puras en las Hurdes Altas, al carecer de elementos minerales imprescindibles para el organismo, eran uno de los determinantes de la enfermedad, que, afectando a las funciones de la glándula tiroides, suele asociarse al raquitismo, el cretinismo y el enanismo, otras plagas de aquellos parajes. Si el bocio y sus concomitantes abundaban en las Altas, en las Hurdes Bajas, además de la contaminación procedente de aquellas, al disminuir la pendiente de los cursos de agua se formaban charcas corruptas, fuente del paludismo y determinante a su vez de lesiones hepáticas. Si Porras y otros habían propuesto la concentración de alquerías para facilitar una acción modernizadora y eficaz, Marañón y los suyos creían más conveniente la destrucción de una parte de ellas y el traslado de sus pobladores a tierras más afortunadas.

       Habrá sorprendido al lector que, según cifras precedentes, la población de las Hurdes haya sido siempre alta en proporción con las limitaciones del medio y a pesar de una terrible mortalidad, compensada siempre por una natalidad desaforada (A fame de pan, fartura de cona, se dice en Galicia) y por la aportación de los pilus. Para mayor sorpresa, mientras en las zonas altas, las más míseras, la emigración temporal era fuerte y escasa la definitiva, en las más progresivas (las bajas) sucedía lo contrario; y al paso que en zonas pobres de la España agraria la apertura de comunicaciones y la noticia de otros mundos acentúa la despoblación, esto  ocurre en menor medida en las Hurdes. El censo de 1981 da 7370 habitantes.

      El viaje de Alfonso XIII en junio de 1922 determinó la creación del Real Patronato de las Hurdes , y con ello las primeras medidas benéficas, sanitarias, culturales, etc. En mayo de 1931, a poco de su proclamación, la República, reconociendo la importancia de lo hecho y urgiendo el desarrollo y rapidez de la acción, convirtió el Real Patronato en Patronato Nacional. Pero lo efímero, cambiante y azaroso del nuevo régimen no ayudó a modificar la situación. Se volvió a ello tras la guerra civil, en particular después del viaje de Franco, en mayo de 1954.

      Quien esto escribe anduvo por las Hurdes en el otoño de 1981 y en el verano de 1982. Las viejas y más remotas alquerías muestran aún su miserable estructura, pero sobre ella o en sus ensanches, las casas y las formas de vida no difieren _y a menudo las mejoran_ de las de otros núcleos rurales españoles que a nadie horrorizan ni incitan a la protesta airada. A todos los órdenes ha alcanzado la labor. Quedan cosas por hacer, pero el nombre Hurdes ya no es paradigma de horrores ni afrenta para el aparato administrativo. En la gente anciana se advierten rastros de la pasada degeneración biológica. En los de media edad son escasamente

perceptibles, aunque no haya desaparecido enteramente el bocio, en formas por lo común atenuadas. La gente joven es normal y se han extinguido casi todas las antiguas lacras. La emigración temporal se encamina con preferencia a la ribera del Ebro, de Navarra a Burgos, para las faenas agrícolas. Otros emigran definitivamente o por períodos largos al norte de España y a diferentes países europeos, de donde suelen tornar para rehacer sus casas o construidas de nueva planta.

       Sobre una altura que domina Martilandrán y Fragosa, centro, con El Gasco, de la extinguida miseria y degradación, se alza desde 1951 el Cottolengo del Padre Alegre, institución privada que acoge enfermos incurables y subnormales.

      El cuadro general de aquella serranía, y lo mismo el de las Batuecas, se halla embellecido hoy por millones de pinos y de otras especies, cuyo cuidado y beneficio ocupa una mano de obra nada desdeñable. La forestación es el destino más adecuado a la mayor parte del territorio.

       En conclusión, las Hurdes, contempladas desde esta larga historia, son eso, historia. Sus problemas de hoy coinciden con los de otras muchas comarcas necesitadas de atención. Y si los de La Alberca, en 1833, eran propietarios de lo más lucido de las Hurdes, hoy, tras su venta a los hurdanos, han dejado de serlo, si se exceptúan unos cuantos olivares, allá por Caminornorisco y las Vegas de Coria.

(1984)

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Sobre literatura y su historia

Los ochenta años de Pío Baroja

E

n la vida hay impresiones decisivamente determinadas por otras precedentes o por afirmaciones más o menos aceptadas. Cuando no hace mucho me encaminaba a casa de Pío Baroja para verlo de cerca por primera vez, actuaban sobre mí una histriónica e inmediata experiencia de exhibición aparatosa de saber y unas definiciones y referencias pasadas y presentes sobre Baroja. De aquella exhibición vale más no hablar. Las viejas definiciones presentaban a Baroja como a un ogro insociable y gruñón. Las referencias próximas traían noticias de un Baroja chocho, una especie de descompuesto reló de cuco dando la hora sin acomodarse a las leyes cronométricas. No sé, pues, si por reacción ante lo extremoso de la experiencia y de las definiciones y referencias aludidas vendré a parar a una afirmación también extremosa: Pío Baroja es hoy, a sus ochenta años, uno de los seres de mayor categoría humana con que contamos.

Esta categoría arranca de donde arrancan siempre las calificaciones fundamentales de lo humano: de la identificación del hombre consigo mismo, de la sinceridad. A la hora en que la debilidad senil ve al espíritu despoblarse de máscaras acomodaticias o llamativas para llenar su vacío de un miedo temblón propicio a postrimeros retornos, Pío Baroja se nos ofrece idéntico a su obra. Este hombre no vuelve, arrastrando las zapatillas, a ningún camino abandonado ni pacta con posiciones que le aseguren la quietud y el halago apetecidos por los viejos.

Para muchos, esto resultará ser producto de terquedades nórdicas o de sectarismos jacobinos. Pero es algo mucho más significativo. Es la confirmación de que la sinceridad y la honradez creadora de Baroja no son meros ingredientes literarios manejados con destreza. Pío Baroja es un caso de veracidad humana que, como las monedas de buena ley, llega a su transacción última con la efigie y los signos bien visibles. De tal manera ha respondido siempre a su mundo interior, que no se acusa en él el menor asomo de esas angustias finales que atosigan a quienes, tras conducirse con arreglo a un plan calculado de principios o conveniencias, vienen a parar a la conclusión de haberse engañado a sí mismos y a los demás. Esto hace del Baroja de hoy un hombre alegre y reidor. A veces parece nostálgico de no sabemos qué lejanías o qué futuros imposibles. En ocasiones su risa es casi infantil, ante un mundo cuyas sorpresas nunca concluyen. En cualquier caso esta risa procede de un alma erigida sobre un sentido moral que no se siente acuciada in extremis por indulgencias ni jubileos. Pío Baroja espera la muerte con tranquilidad, como un episodio más, el último, de la vida.

Este hombre no intriga ni especula para que se le concedan condecoraciones o rentas más o menos disfrazadas, cosas todas a las que tendría perfectísimo derecho. Vive rodeado de unas cuantas devociones leales, pero el mundo literario oficial y ruidoso de Madrid no se porta con él en proporción a sus méritos. Carece de las comodidades que a sus ochenta años convendrían. Sin embargo, es cortés, amable, comprensivo. En él puede apreciarse esa contenida y sencilla elegancia de los pueblos viejos. Sabe escuchar con respeto cuando lo que se dice nace de una convicción honradamente sentida o de un entendimiento ingenuo de las cosas.

El mayor regalo es oír su charla. Cuenta historias tal vez narradas en sus novelas o memorias, pero siempre revividas con un detalle o una reflexión nueva; retrata a las gentes de la vecindad, comenta la política y los hechos más recientes... Su lenguaje es de una claridad y sencillez constructiva sorprendentes, fluye con una facilidad y una fuerza expreso extraordinarias y adquiere comicidad y contundencia con giros y formas populares de hoy. Físicamente produce una impresión agradable. Delgado y erguido de cuerpo, no se advierte en él la fatiga que cabría esperar de su edad. Lleva dos años metido en casa. Le parece que hay en la calle demasiados vehículos y demasiada gente. Ahora, en invierno, recibe a sus visitantes en el comedor, donde una estufa mantiene una temperatura muy fuerte. Se sienta en un sillón, en el rincón más recogido, y allí habla y oye hablar, incansable, de todo lo habido y por haber. Su actitud característica cuando habla consiste en pasarse de vez en cuando el pulgar y el índice por los labios. Cuando escucha apoya los codos en los brazos del sillón y entrecruza los dedos de ambas manos formando una ojiva con los pulgares. Sus ojos, siempre animados, inspiran una confianza absoluta, y lo mismo su palabra, que se da sin reservas ni tearralerías.

¿Será posible que en España, donde tan excesivos somos en el agasajo, no haya manera de coordinar las admiraciones a Baroja en un homenaje? Casi nadie ha comentado su llegada a los ochenta años. Todo lo cual además de injusto es repelente porque nos revela el sentido de muchos homenajes: la cochina adulación en espera del beneficio que pueda llegamos de un prestigio influyente, cosa que no se da en Pío Baroja, solo, independiente y veraz y sin influencias ni sinecuras que repartir.

(1953)

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Mor de Fuentes

D

 

on José Mor de Fuentes, nacido en Monzón, al parecer en 1762, es un singular tipo ibérico, una especie de Leonardo en tono menor, uno de esos hombres, hábiles para todo, que no toman nunca un rumbo definitivo. Escritor y traductor de muy variadas teclas, ingeniero de otras tantas, indagador de las lluvias y los vientos de España, estratega cuando los franceses, catedrático, arbitrista de todos los males e ilusiones españolas... Su libro más interesante es el titulado Bosquejillo de la vida y escritos de don José Mor de Fuentes, delineado por él mismo. Se publicó en Barcelona en 1836 y, redescubierto por Azorín, se editó de nuevo en 1943. Corto en extensión pero múltiple en contenido, el libro desborda simpatía y gracia. Desde la primera hasta la última página, no abandona al lector la sonrisa, que a veces se desata en carcajada. Y no porque el autor pretenda divertir. Lo que cuenta está casi siempre dicho con la mayor seriedad. Mor de Fuentes viaja, observa, indaga y ama incansable.

Los años finales de su vida los pasó en Barcelona, metido en traducciones y trabajos editoriales mal retribuidos. En Barcelona publicó en 1837 su poema Bilbao, en coincidencia con el período de máxima agresividad vital de otro tipo extraordinario, Pedro Mata, que lo comenta en El Vapor. El poema era desde luego malo, pero duele ver la apasionada y atractiva rebeldía de quien luego llegó a ser famoso médico aplicarse con saña contra la caduca senilidad de Mor de Fuentes. Claro que la pasión y la fe tienen siempre un punto de injusticia, que es precisamente lo distintivo de su autenticidad.

El 3 de abril de 1844 _y ello debió de aliviar un poco sus malbaratadas ilusiones_ aparece en El Imparcial de Barcelona esta rara noticia: «Hemos tenido la satisfacción de saber que la Sociedad Francesa de Estadística General ha invitado con una de sus plazas a nuestro paisano don José Mor de Fuentes, bien conocido por sus producciones literarias. La comunicación que con este motivo le dirige el señor duque de Montpensier está puesta en los términos lisonjeros que tan propios son de la nación francesa. El señor Mor de Fuentes ha merecido una distinción que no sabemos disfrutar otros españoles».

Pero el honorífico nombramiento no repercutiría en las estrechas finanzas del poeta. En 1846 y 1847 encontramos en la Revista Barcelonesa diversas composiciones de Mor, la mayoría de ellas de encargo o en retribución de ayudas, con felicitaciones por la llegada o el santo de esta o la otra señorita:

Tocaya, ven,

dame llantén

para el piquito

de mi canario,

que tanto tanto

con lindo canto,

gusto exquisito

y tono vario

trina y gorjea

y se menea,

………..

………..

Pepita, ven,

dame llantén.

………..

………..

 

A través del verso mercenario, urdido a veces con posible solfa de rumba, se traslucen ansias imposibles ya:

Brillará sin fin la lumbre

de mi poética gloria.

Y más a menudo aún, doloridas amarguras:

Así mi vida aciaga

es un dolor perenne,

es un morir viviendo,

es un vivir de muerte.

No mucho después, ácido y pobre, volvió a su pueblo, donde la caridad de un amigo, sastre, le ofreció el cobijo de un desván. Y allí murió, se cree, en 1848.

(1962)

Un romántico: Pablo Piferrer

A

 

la historia del romanticismo español pertenece un catalán importante: Pablo Piferrer. Su obra no es extraordinaria pero encierra valores muy considerables. Con sus Recuerdos y bellezas de España, es el creador en nuestro país de la literatura descriptiva de monumentos, paisajes y costumbres, elaborada en forma tal que bien puede considerarse un género literario menor. Sus artículos de crítica escénica y musical superan a todos los de su época. Inició la recopilación de poesía popular, salvó de la destrucción monumentos que gracias a él continúan en pie y contribuyó en forma decisiva a la valoración de lo autóctono, y con ello, al renacimiento literario del catalán, aunque siempre escribiera en castellano. Dejó además un breve puñado de poesías, entroncadas en lo popular y en la balada nórdica, y se anticipó a la moderna Estilística con un estudio sobre los clásicos castellanos que mucho más tarde entusiasmaría a Azorín.

Piferrer fue un escritor fiel a su época, incluso en los dos aspectos más visibles de la patología física y espiritual del romanticismo: la tuberculosis y el amor imposible. Pero en esto último hay algo que lo diferencia de la mayoría de los románticos. Su amor es un sentimiento recóndito, dignamente oculto y apenas visible en su obra. Unas cartas a sus amigos más íntimos cuentan el episodio final, un final semejante al de los amores de Espronceda. La amada de Piferrer, a quien hubo de renunciar  probablemente por diferencias sociales, murió antes que él y con dos hijos. La sublimación de este amor había sido el germen de sus ilusiones creadoras, pero ahora, tras el término definitivo, el escritor es una nube de amargor y desesperanza, no tanto por la muerte en sí como por las incontables calamidades físicas que pocos meses después concluirían con su propia vida.

Porque la tuberculosis perseguía a Piferrer desde 1842. Lucha contra ella denodadamente en un anhelo ardoroso de vivir y crear. A lo largo de cinco años, las cartas a sus amigos dan cuenta sobresaltada de calenturas, fríos inexplicables, cansancio, dolores de cabeza y de espalda, y reflejan alternativamente, ya esperanza en la medicina, ya tristeza y desencanto al comprobar el fallo sucesivo de todos los remedios: montaña, baños de mar «fríos y muchos», aguas ferruginosas en distintos balnearios «para contrarrestar la delicadeza y  susceptibilidad nerviosa» ...

Y todo ello sin pausas en el trabajo intenso _tanto para subsistir como para remediar continuas catástrofes familiares_ y sin poder desentenderse de la brutal jauría de alumnos del instituto ante quienes llegaba a perder la voz.

Murió en julio de 1848, y no mucho antes, en enero, comunicaba ilusionado a sus amigos el último hallazgo terapéutico con el que decía mejorar de manera increíble: unos asaltos de florete antes de la comida, a fin de compensar los paseos cotidianos por el campo, imposibles en lo más agudo del invierno.

La tensión y madurez de la obra de Piferrer nos causa la misma perplejidad que tantas otras vidas del romanticismo, a un tiempo plenas y efímeras. Tenía veintinueve años cuando falleció.

 (1962)

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Esquelas de defunción

C

uando una persona muere, además de engendrar dolor, acrecienta afectos inspirados en vida. Ello puede conducir a elogios excesivos y a no menos exageradas honras fúnebres, aunque no siempre el número de caballos _desaparecidos a causa de la motorización_ ni los restantes elementos del entierro sean referibles al orden de los afectos; porque muchas veces aquellas honras ocultan las más ridículas vanidades, de más provecho para la familia del muerto que para el muerto mismo, indiferente en su caja. (En determinadas partes de América, cadáver e indiferente son palabras sinónimas.)

Algunos periódicos, unificando el tamaño de las esquelas, han pretendido atajar el abuso económico de quienes alquilan la primera página para poner en ella un nombre absolutamente desconocido y desterrar al interior los hechos más importantes del día. Lo cual no ha sido obstáculo, sino espolique compensatorio, para que de un tiempo a esta parte proliferen en las esquelas barcelonesas unas denominaciones honoríficas («excelentísimo señor», «ilustrísima señora») que a veces se pretenden justificar con un «de» antepuesto a cada uno de los componentes de una sarta de apellidos vulgares, «de» no sometido a otro arbitrio que la voluntad de quien quiera ponérselo pero interpretado por mucha gente como signo nobiliario. Cuando no, viene al final una lista de «razones sociales», nombre ampuloso que acaso envuelva la realidad de una tiendecita modesta o de un chiribitil de ínfima cuantía comercial.

¡Qué distinto en Nápoles, por ejemplo! El barrio viejo de esta ciudad, colorista y vital, nos sirve el hecho de la muerte entre tendales atravesados como arcos verbeneros en el laberinto de sus calles, en medio de charlas gesticulantes, canciones, alboroto de niños, cacareos; entre atareados sastres y otros menestrales situados en medio de la calle con los útiles de su quehacer. Porque en Nápoles, y en otros sitios de Italia, las esquelas _más vistosas y de

orlas menos pesadas que las nuestras_ se pegan como pasquines por las paredes. El texto de estas esquelas, además, en vez de hinchar vanidades, tiende a lo puramente literario, hasta el punto de hacemos suponer que la muerte anunciada es falsa y que su intento es mostrar aptitudes literarias. Igual acontece si la esquela se redacta para el periódico. He aquí un ejemplo, en la traducción más literal posible: «Fulmíneamente abatido por un mal inexorable, al alba de ayer acabó de latir el gran corazón del Caballero Benedetto Angelini. Consternados, abrumados por el cruel dolor, participan la triste nueva su esposa...», etcétera.

Desde luego, preferimos las esquelas napolitanas.

(1969)

Cuatro libros

M

is primeros libros fueron la cartilla, el catón y el catecismo, no sé si el del padre Astete. De la cartilla recuerdo la impresión que me causaron tres letras minúsculas: la a, la efe y la ge. La a parecía un pato en el agua; la efe, una jirafa con un lazo en el cuello; la ge eran unos anteojos colocados verticalmente. Tales semejanzas me sugerían la presa del molino harinero, el circo ambulante, el médico. A estas sugestiones se unían estas otras: la merienda de la escuela (pan y una pastilla de chocolate), los grandes músculos del levantador de pesos, el aceite de hígado de bacalao. Si sólo tres letras hacían pensar en tantas cosas, cuántas maravillas no traerían los libros grandes. La lectura debía de ser una cosa sensacional. Pero el catón, mi segundo libro, ya para leer, no tenía la menor gracia y nada recuerdo de él. Y el catecismo, libro para aprender de memoria, era una sucesión de misterios que ni el maestro ni el cura de la doctrina se creían en la necesidad de revelar: «antes del parto, en el parto y después del parto» (ningún chico de mi banco sabía qué era aquello del parto), «a la manera que el rayo del sol pasa por un cristal sin romperlo ni mancharlo» (aquí se me venía a la cabeza, aunque resultara contradictorio, el cristal ahumado con que habíamos visto el eclipse; desde luego, la preparación del cristal con el humo de una vela y la inesperada suspensión de la clase habían sido lo más interesante del eclipse). Empezaba a sentir cierta aprensión hacia los libros voluminosos, más todavía al ver los de los chicos mayores, los de ocho o nueve años, libros llenos de números y de figuras incomprensibles, o como aquel grandísimo Quijote, que leían en voz alta en medio de la algarabía recitatoria de todos: «El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino». Se comprendía muy bien el aire preocupado de los lectores de libros de mi pueblo: don Dimas, don Antonio y el padre Díaz, inventor de una máquina para hacer subir y bajar del altar de los frailes _igual que una aparición_ la imagen de la Inmaculada.

Un día, en mi sexto cumpleaños, mi madrina me regaló un libro, mi cuarto libro. «Ya verás qué cuentos más preciosos», dijo al entregármelo. El libro tenía en la cubierta un grabado en color donde un niño _al parecer_, con una gorra antigua y en ella una pluma de ave, se encaramaba por una escala de cuerda hacia un balcón voladizo, como de castillo. En este balcón, una niña _o así lo parecía_ lo esperaba con cara muy alegre, las manos en alto. Daba la impresión de que el niño subía a escondidas de sus padres para jugar con su hermanita, tal vez castigada; aunque también podía hacerlo con intención de coger un nido en el ramaje que crecía por la fachada, al lado mismo del balcón. El nombre del autor no podía leerse, porque las combinaciones de sus letras no venían en la cartilla. Debajo del grabado se veía el título: Romeo y

Julieta. Para corresponder a la amabilidad de mi madrina, abrí ante ella el libro y leí en una de sus páginas: «¡Galopad aprisa, corceles de flamígeros pies, hacia la morada de Febo! ¡Un auriga semejante a Faetón os fustigaría lanzándoos al Ocaso, y al punto reinaría la tenebrosa noche! ¡Extiende tu velo tupido, noche protectora del amor!».

«¿Qué?, ¿qué tal?», me preguntó sonriente. Dije que muy bonito y me fui. Decididamente, los libros eran misteriosísimos. Lo malo era que en casa estaban resueltos a hacerme estudiar una carrera, con libros acaso más misteriosos. ¿Cuál? La de abogado, la que estudiaban casi todos los chicos de mi pueblo; o mejor la de ingeniero, que aún no había empezado ninguno.

(1974)

El escritor y su obra

E

l quehacer del escritor, en particular del dedicado a lo que un poco pedantemente se llama obra creadora, supone, como el de otras muchas de las actividades humanas, una desigual suma de satisfacciones y de insatisfacciones. La obra _y me refiero, dentro de la prosa, a la novela_ puede planearse en sus líneas generales, en la idea o ideas rectoras, en su intención última, pero, puesto a la tarea, el autor se encuentra en ocasiones con la libertad, a veces sorprendente, con que sus personajes imponen directrices y crean situaciones acaso dispares y aun opuestas a las del plan concebido. El autor, al reflexionar sobre ellas, puede sentirse en cierto modo disminuido por una intrusión ajena a sus ideas y a su experiencia personal. Pero puede ocurrir también que le satisfaga el inesperado giro y llegue a identificarse con él. Porque ¿procederá acaso de un acervo oculto en las honduras de ese subconsciente señalado por los psicólogos? ¿Se tratará de lo que los viejos preceptistas llamaban inspiración? Si hace suyas aquellas directrices y situaciones, renuncia en parte a su condición de autor. Si las rechaza, desecha un beneficio que solo se obtiene en momentos de máxima tensión y que, por lo tanto, es producto de su propio esfuerzo. Lo malo de aquella intrusión y de la inspiración y sus rentas es que no siempre es posible provocarías. Porque en la vida del escritor abundan mucho las horas y los días negros, sin contenido, que ha de justificar ante sí con quehaceres superfluos o nimios, dramatizados exageradamente ante los demás.

De un modo u otro, la obra avanza. Lucha el autor _y esto es lo más insobornable y personal de su tarea, aquello en donde no hay regalos de procedencia más o menos misteriosa_ con los aspectos formales, con el equilibrio de las partes, con el sometimiento a la modalidad narrativa adoptada, con el tiempo y el ritmo adecuados a cada una de las situaciones, con la incorporación de datos ambientales que, sin ser prolijos, susciten en el lector la situación y el lugar imaginados. Tras la horas dedicadas al reposo o a otros trabajos, al reanudar la obra en marcha, le es preciso recobrar el tono y el talante de la sesión precedente, a fin de que en el enlace con lo que se dispone a iniciar no sean perceptibles las suturas. No menor es la lucha con el lenguaje. En primer lugar, la congruencia entre la expresión dialogal y el propio ser de cada uno de los personajes, la necesidad de que, mediante tal expresión, sean reconocidos por el lector. Después, la ponderación y el matiz de adjetivos, verbos etcétera, la evitación de asonancias y consonancias engendradoras de monotonía, la fluidez del discurso ... y como meta siempre a la vista, la impresión de espontaneidad que ha de producir lo escrito.

Al cabo, la obra está concluida. ¿Será buena? ¿Será mala? El autor al ver definitivamente mecanografiado el producto de su labor, tiende a las calificaciones negativas. Pero el editor ha dicho que sí, que el libro es bueno. ¡Alegría! Y, al fin, el libro editado. No, la cubierta casi nunca coincide con la imaginada en forma más o menos precisa. Por último, un ejemplar del libro se alinea con las obras anteriores del autor. Ha llegado el momento de compararlas y valorarlas en su conjunto. En general, el autor se inclina a creer que la última es la mejor porque el esfuerzo aplicado a ella está próximo todavía, mientras que el de las anteriores se ha atenuado o se ha extinguido por completo. Y después, ¿qué? Para emprender la obra siguiente es necesario recuperar la tensión creadora. ¿Le será posible superar la obra recién acabada? Y vuelta otra vez _voluntario Sísifo_ a meditar, a laborar, a no repetirse.

      Hay tantos métodos de trabajo como autores. Los unos componen su obra linealmente, desde el principio hasta el fin. Después, sobre esta primera elaboración, reelaboran, podan, añaden hasta darla por concluida. Otros avanzan por capítulos y no empiezan uno sin dejar acabado de modo definitivo el anterior. Hay quien compone su obra sincopadamente: construye primero las partes decisivas erigiendo una especie de islotes fundamentales, para rellenar después las zonas intermedias. Los unos empiezan por trazar un esquema o guión donde todo lo esencial está previsto. Otros arrancan de un personaje y una situación, a partir de la cual el propio personaje irá abriéndose al mundo exigido por su peculiar condición. Hay quien medita, toma notas, y luego, sin interferencias, abandona toda otra labor y compone en días o en pocas semanas su obra. Otros laboran con lentitud y se toman largos intervalos de meditación. Unos escriben por la mañana, Otros por la tarde o por la noche. Este lo hace a máquina, aquel a mano, con bolígrafo o con las ya vetustas estilográficas. ¿Y el ambiente del escritor? En general, la literatura es un producto urbano. El campo, la naturaleza podrán incitar al autor en determinado sentido, podrán sugerirle ideas o sentimientos, pero la elaboración tiene casi siempre como marco ese artificio de convivencia llamado ciudad. ¿Proporciona felicidad el escribir? Más bien ha de afirmarse lo contrario. El escritor es un ser a menudo contrariado, y aun triste. Primero, porque no le es posible valorar por sí su propia obra y porque, en consecuencia, casi nunca está conforme con las valoraciones de los demás. Después, porque sabe que originalidad, perfección y significación raras veces se logran. Y sobre todo porque su experiencia lectora le dice que de todos los libros de cualquier autor, realizados probablemente con el mismo afán, acaso uno sólo se aproxime a lo que a toda costa procuró alcanzar al escribirlos.

(1977)

Diarios, autobiografías, memorias

Y

o nunca me había propuesto escribir un libro de memorias y ello porque lo que de mi contorno podía testificar me parecía más bien limitado. Lo escribí respondiendo a reiteradas incitaciones de un amigo.

 

Memorias y autobiografía

La línea divisoria entre unas memorias y una autobiografía no es fácil de trazar. En principio, unas memorias son el testimonio de alguien respecto de su época o de un sector de esta. La intención del narrador es predominantemente histórica. Pretende, pues, suministrar elementos para la interpretación de aquella época o sector. Pero quien aporta tal testimonio es consciente de que su visión del mundo está determinada en buena parte por su propia y personal perspectiva, determinante a su vez de juicios y conclusiones susceptibles de alterar la objetividad del quehacer histórico. Esto hace ineludible que el autor de unas memorias se refiera a sí mismo, a fin de que cuanto expone sea interpretado a partir de aquella perspectiva. Y al referirse a sí mismo entra en el campo de la autobiografía.

Como consecuencia, y sin proponérmelo, me vi metido en una tarea un tanto diferente de la prevista. De hecho estaba escribiendo una autobiografía y engarzando en ella los sucesos más significativos de una fase histórica vivida más desde la orilla que en el torbellino de su discurrir.

Y si al comienzo de mi trabajo creí entregarme a una función de alcance limitado, no tardé en darme cuenta de que todas las vidas son importantes. Los hechos en que todos nos embarcamos pueden tener mayor o menor trascendencia, pero los móviles de nuestra acción son bastante coincidentes en todas las vidas y, en conclusión, el relato de cualquiera de ellas repite unos sentimientos, unas ilusiones y apetencias, unas alegrías y dolores que a todos nos asemejan. Las vidas, todas o casi todas, no son sino las líneas y relieves a escala variable _como en el alzado de un mapa_, de la diversa pero en esencia única realidad de la condición humana.

Puesto ahora a precisar si lo acabado por mí es una autobiografía o son unas memorias, diría que es tanto lo uno como lo otro, y si al título puse el subtítulo de «Memorias» fue para subrayar que, aun predominando

acaso lo personal y propio, la intención real y  posiblemente lo conseguido era dar testimonio de una época y de lo que dentro de ella puede ayudar a definirla.

 

Diarios y libros de memorias en España

        Es el nuestro un país parco en este tipo de elaboraciones, frente a lo que ocurre en los países anglosajones, más en particular en Inglaterra. Y es lástima, porque las precisiones y datos que pueden aportar revisten a menudo alcance considerable, al reflejar mejor que muchos tratados históricos la mentalidad de una época. Yo puedo dar fe, además, de la utilidad de un diario. Lo escribí de manera sistemática a mis diecinueve años, con prolongaciones intermitentes a lo largo de otros dos. Pues bien, gracias a él pude componer los dos primeros tercios de mi primera novela. La memoria es muy falible, las impresiones se superponen y se alteran con el paso del tiempo, y disponer de un registro, aunque sea sumario, de nuestro cotidiano acontecer es todo un tesoro, en particular para quienes nos dedicamos a esto de escribir. Por otra parte, si un diario puede ser un recordatorio de aquel acontecer (tal el caso de los escritos por Jovellanos), puede alcanzar también categoría literaria, como en el compuesto por el inglés Samuel Pepys.

         ¿Cuál es la edad más a propósito para escribir unas memorias? A mi modo de ver no han de demorarse hasta los años finales de la vida ni cerrar con ellas una dedicación literaria. Si he de atenerme a mi propia experiencia, el séptimo decenio es el mejor. Mantenemos hasta entonces una aceptable flexibilidad mental, la voluntad de escribir no ha perdido su tensión, ha desaparecido la gente de la generación previa y ello nos permite juzgarla con objetividad, porque la muerte de una persona equilibra nuestros juicios sobre ella y comporta también una equilibradora comprensión. Si las memorias se dejan para más tarde, se corre el riesgo de fatigarse en la tarea y crear zonas muertas o poco vitales, sentir hastío y embarullar las cosas, como a menudo ocurre en la parte final de las de Baroja, tan tensas y atractivas en su primera mitad, aproximadamente.

Unas memorias concebidas y realizadas por un hombre de pluma no constituyen un género literario menor. Son parientes próximas de la novela y, lo mismo que en esta, tienen cabida en las memorias la invención formal y la eficacia estilística, y las rige o debe regirlas la ley del interés, para mí la máxima capacidad literaria, esa capacidad de apoderarse de la atención del lector y llevarle a descuidar momentáneamente su quehacer. Es, en suma, la de las memorias una modalidad de la literatura en nada inferior a las reconocidas por la vieja y la nueva retórica, en nada equivalente a la última voluntad manifestada en plena senectud en la oficina de un notario o _con este al lado de la cama_ expuesta entre ahogos, toses e ingestión de fármacos de urgencia.

 

Desventajas y ventajas de las memorias

        Si la cualidad máxima del escritor está en el interés dado al relato, al poema, etc., este interés estriba sobre todo en su capacidad de eliminación de lo superfluo, amenaza continua para el redactor de unas memorias.

Partiendo de la ineludible imbricación de autobiografía y memorias, es indudable que al autor, por concerniente a sí mismo y al curso de su vida, le será más difícil que en una novela u otra creación literaria discernir lo que siendo importante para él puede dejar indiferente al lector. Porque en una autobiografía o en unas memorias todo está ligado a quien las escribe. Cuando no la lucha, el peligro o la victoria alcanzada, tendrá interés para él todo lo impregnado por lo afectivo y lo dramático, por las hostilidades y los sentimientos de amistad o rencor que puedan acercarlo o distanciado de determinadas personas o evocar situaciones que en nada o poco pueden afectar al lector. A veces será preciso sacrificar la mención del amigo más leal, olvidar los zarpazos aún visibles por sus cicatrices, y ello por comunes, repetidos y generales. Otras veces habremos de reflexionar en los artículos del Código Penal dedicados a la injuria y a la calumnia, y nos veremos obligados a silenciar hechos no respaldados por testimonios documentales o por personas con quienes comparecer ante la justicia, por grave que haya sido la índole de una bellaquería o por significativa y escandalosa que pueda haber resultado una confidencia. Pero el riesgo y el esfuerzo de componer unas memorias trae también inesperadas compensaciones. La primera, la de conocerse uno mejor a sí mismo, al verse forzado a recorrer el curso de su propia vida. La segunda, la de conocer mejor el período que uno se ha propuesto abarcar, la de cerner y ver subir poco a poco el montículo del grano cereal mientras el viento de la tarde se lleva la paja y las adherencias carentes de valor. La tercera, la de rescatar del olvido episodios y sucesos que de pronto vuelven a nosotros en toda su plenitud. Por último, y no es ventaja pequeña, aliviar de papeles nuestros cajones, armarios, estanterías y carpetas. Mientras iba componiendo mis memorias, experimenté innumerables melancolías y tristezas al entregar al fuego papeles y efigies que un día me afectaron profundamente, superadas en el momento de escribir por realidades venturosas o por el equilibrio que el paso del tiempo proporciona. A veces sentí también la dolorida sorpresa de revivir con frialdad o indiferencia lo antaño conmovedor.

 

Razón de un título

        Puse a mis memorias el título de Friso Menor. La primera palabra respondía al hecho de que en el elemento arquitectónico así llamado, a menudo decorativo, pueden aparecer trazos lineales sin intención figurativa, o bien representaciones de flora o fauna, y también de personas. A esto último quise aludir. Y le agregué el adjetivo «menor» porque si bien aparecen en aquel friso personas importantes y aun importantísimas de más de medio siglo de vida española, con sus concomitancias exteriores a veces, abundan más en él las personas pertenecientes a las capas medias e inferiores de la sociedad. Y ello por ser casi siempre más significativas que las primeras. Estas, aperentes de entrar de modo ostentoso en la historia, se falsean a menudo, componen ademanes aparatosos, ahuecan la voz en busca de artistas plásticos y de biógrafos reverentes y exaltadores. Las otras, en cambio, no esperan tales honores y se nos muestran con su propia voz, con sus propios ademanes, son más sinceras y espontáneas, no se falsean interesadamente y, como tales, son fuente documental más fiable para contribuir con su testimonio a la verdad histórica que en mayor o menor medida, según queda dicho, acucia al autor de un libro de memorias.

(1983)

La crítica literaria(**)

1

 La crítica no es una institución. No es tampoco una corporación. Ha de desecharse, pues, la idea de enjuiciarla como entidad sujeta a normas institucionales o corporativas. Será preciso venir a la acción individual del mayor número posible de críticos para llegar, si es posible, a unas conclusiones más o menos aplicables a la mayoría, sin excluir, por encima de esta posible mayoría, la existencia de críticos competentes, ecuánimes y aun ejemplares; y sin excluir, por debajo de aquella, a los críticos incompetentes y parciales.

Refiriéndose a la literatura actual, conviene distinguir dos grupos de críticos: a) los que realizan su labor en revistas literarias y en las secciones literarias de los periódicos, y b) los docentes de la literatura que ejercen la crítica en revistas universitarias, en compilaciones resultantes de congresos, conferencias y en libros donde se analiza, dentro de períodos más o menos extensos, determinado género literario.

        a) El núcleo central, el que forma tal vez la mayoría _con las exclusiones indicadas_, se nutre con frecuencia de un sentido reverencial respecto de autores que no siempre conoce a fondo, de reales o supuestas afinidades ideológicas o estéticas, de tributos a la amistad, de pertenencia a clanes geográficos que considera de obligada loa; y, ya dentro de la segunda exclusión, de razones más o menos comprensibles en las que no vale la pena entrar, dado que no sería sino una manifestación más del comportamiento raras veces equitativo de la condición humana en todos los órdenes. Sin olvidar el propósito «reventador», frecuente en quien da sus primeros pasos en el quehacer crítico.

Un personaje del grupo b), antes citado, refiriéndose a lo dificultoso de juzgar a los contemporáneos, puesto que el crítico _añadía_ es hombre y vive vinculado a un medio social (y así es, en efecto), afirmó un día: «Nada hay más estúpido ni más inútil en crítica que una total sinceridad»; lo cual no deja de sorprender, por realista o por arbitrario, según se mire.

Frente a todas estas contingencias y azares, el autor, al leer recortes de prensa o de revistas literarias relativas a él, sabe muy bien qué críticos han leído o no sus libros, quiénes reproducen fragmentos del dossier editorial o de las solapas de los propios libros, quiénes cumplen un trámite informativo o ceden a las cortesías de la amistad. Al cabo de un tiempo y publicado ya un número razonable de libros, se puede llegar a la conclusión de un conocido autor actual, que, refiriéndose a los recortes recibidos de la editorial o de las agencias, vino a decir, aproximadamente:

Lo importante es que haya muchos, que los sobres abulten; el contenido es lo de menos.

b) La crítica universitaria se distingue por su preocupación teorizante y por las numerosas notas al pie de página de sus escritos. La preocupación teorizante se caracteriza, a su vez, en el marco histórico, por el encasillarniento de los autores en generaciones, escuelas y modalidades formales y por el análisis de fuentes e influencias. En definitiva, hay en esta variedad crítica una obsesión linneana por situar autores y obras dentro de unos géneros, subgéneros, especies, subespecies, etcétera, que los dejen fijados para la eternidad, para la eternidad del crítico.

El lenguaje de estos críticos es a menudo sibilino, pródigo en neologismos que, en general, ninguno de los otros críticos gremiales hace suyo. Sus teorías son efímeras, sujetas a caducidad bajo la presión de otras teorías que surgen y acaban también por desaparecer, remplazadas por otras. La periodicidad de este surgir y fenecer es por lo común de ciclo breve, y a menudo está en función del tiempo que va de un congreso a otro. En estos congresos se riñen batallas con armamento de gran calibre nervioso, pero son incruentas y no tienen más objeto que el de enriquecer, mediante separatas, el currículo personal de los congresistas.

Otros datos comunes a este tipo de crítica b) son, de un lado, una especie de distante tutela ejercida por el crítico sobre los autores beneficiarios de su alta palabra; y, de otro, la persistencia de unos mismos autores en una especie de escalafones de inacabable vigencia.

Hace pocas semanas se encontraba en la ciudad donde vivo uno de estos críticos tutelares, ejerciente en una universidad de su país: los Estados Unidos. Coincidió su estancia con las declaraciones de un autor español acerca de una de sus escasas obras, aparecida hace al pie de treinta años pero atornillada de modo inconmovible en los departamentos de español de todo el universo. Las declaraciones del autor condenaban de manera abierta distintos aspectos de aquella obra. Pues bien, el crítico afirmó sin vacilar que el autor no sabía lo que se decía, y añadió que el autor, cualquier autor, nunca sabe lo que ha escrito. Quien sí lo sabe _concluyó_ es el crítico.

2. Mi experiencia personal no debe de diferir mucho de la de otros autores. He encontrado críticos de todas las especies: inteligentes, preparados, honrados, generosos, practicantes benévolos de la amistad, perezosos que (frente al tiempo requerido por la lectura de un libro) han tirado por el atajo del elogio gratuito, y también trotadores de dossiers y de solapas. Muchas gracias de nuevo a todos. Dos de ellos hablaron mal de dos de mis libros; de uno (cinco ediciones), por no mencionar su pueblo o provincia natal con la extensión esperada por el crítico; de otro (seis ediciones), por razones ni claras ni aun presumibles. Este último no firmaba; debía de ser un reventador, un crítico primerizo.

(1986)

 

(**) Se respondía a una encuesta formulada así:

1. ¿Es libre y objetiva fa crítica literaria, o está mediatizada por influencias económicas, ideológicas, de otra Indole?

2. ¿Cuál es tu experiencia como escritor respecto a la crítica literaria?

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El imperativo

A

 

todos nos constan las reducidas posibilidades de nuestro imperativo. Primero, porque en rigor no posee más que dos formas, las que corresponden a los pronombres “tú” y “vosotros” (“calla”, “callad”); luego, porque no siempre es grato mandar, ni ser mandado. Claro que la denominación de este modo verbal (relativa a “imperar”) no abarca todas sus funciones, puesto que podemos utilizarlo para el ruego o la invitación, valores que vendrían dados por la entonación, por el ademán o por los componentes del contexto en que se incluya. Por otra parte, podemos prescindir del imperativo y remplazarlo por esta o aquella fórmula de un vasto repertorio de expresiones amables. Con tales expresiones es posible suavizar la orden hasta hacer que formalmente deje de serlo, transfiriendo así a la persona mandada la decisión de hacer aquello que le impone nuestra autoridad o derecho y su dependencia u obligación. Intervienen en estos matices los tiempos verbales con que manifestamos nuestra voluntad: “Quisiera (o “querría”) un café”, omitiendo la condición que completaría la frase (“si usted pudiera traérmelo”); o bien: “Quería un café”, formulando nuestro deseo como cosa pretérita, lo cual, dentro de las sutilezas de lo cortés, podría eximir al camarero de la molestia de servirnos. Otras veces interrogamos: “¿Tendría usted la bondad de…?”, “¿Quiere usted…?”.

Pero estamos alejándonos de nuestro propósito inicial, que era el de subrayar la limitación de formas de nuestro imperativo. En efecto, si utilizamos el tratamiento de “usted”, habremos de acudir al presente de subjuntivo (“calle usted”, “callen ustedes”). Lo mismo haremos si nos incluimos entre las personas a quienes exhortamos (“callemos”). Y si nuestro mandato es indirecto, es decir, si va dirigido a personas ausentes, también nos valdremos del subjuntivo (“calle él”, “callen ellos”). Si el mandato es negativo, si ordenamos que no se haga algo, el imperativo se queda sin las dos formas al principio señaladas, y en lugar de “no calla” y “no callad”, acudiremos una vez más al presente de subjuntivo (“no calles”, “no calléis”). Esto no fue tenido en cuenta por los servicios municipales de Barcelona al rotular las primeras papeleras públicas, donde podía leerse: “No tirad papeles al suelo”. No es de creer que el concejal que dictó la orden fuera de tal manera amante del pasado que pretendiera emular al rey don Alfonso X el Sabio, a su sobrino el infante don Juan Manuel y a otros varones medievales, que usaron en ocasiones este imperativo negativo.

Lo que más importa señalar en el imperativo de nuestros días es la pérdida casi absoluta de la forma en -d, la más genuina e inconfundible. Nos referimos al lenguaje hablado, no al escrito, aunque dentro de éste vaya cediendo anchas parcelas. En lugar de “callad”, se dice muy a menudo “callar”. (Las papeleras municipales rezan ahora “No tirar…”) ¿Por qué? Las explicaciones son muchas. Una de ellas es la de considerar este infinitivo como el único elemento expresado de una oración en que se manifiesta la voluntad del que manda, ruega o invita (“¡Ahora mismo os vais a callar!”, “Os ordeno callar”, “Tenéis que entrar”, “Podéis entrar”). La forma del primero de estos ejemplos, con la preposición “a”, puede dar lugar a esta otra, sobremanera enérgica: “¡A callar!”, que a diferencia del simple infinitivo (que normalmente supone varias personas llamadas a ejecutar algo), puede dirigirse a uno o a varios oyentes. Esta explicación del infinitivo como imperativo suele apoyarse en antecedentes registrados en el latín y otras lenguas. Otra razón es que en órdenes o ruegos de carácter general, no dirigidos a nadie en concreto, parece más propia la forma abstracta del infinitivo (“Llamar”), en vez de “Llamad” o “Llamen”, que presuponen tratamiento de “tú” o de “usted”. (Aquí, y a manera de inciso, no tenemos más remedio que recordar la licencia de unos señores a quienes no teníamos el gusto de conocer y que hace poco, al presentarse como candidatos a procuradores por el tercio familiar, nos gritaban desde sus pasquines, con un confianzudo imperativo: “¡Vota a Fulano!”, tal vez para dar más impresión de familiaridad, o acaso porque a las divinidades _en este caso los electore_ se las trata también de “tú”.)

Tampoco han de estimarse ajenos a la decadencia de la forma en -d el cariz engolado que ofrece a estas alturas y su asociación al desaparecido tratamiento de “vos”. Nuestro teatro _el barroco y el romántico_ está lleno de hombres armados que cruzan la escena gritando: “¡Escuchad, bellacos!”, y de rendidos galanes que arrastrando el sombrero invitan: “Decid, señora”. En la lírica antigua también abunda este imperativo; baste recordar el famoso madrigal del ejemplo: “ya que así me miráis, miradme al menos”.

Uno, que no es un hippie del lenguaje, sino que más bien tira a conservador, no ha utilizado en su vida, en forma hablada, el imperativo en -d, ni se propone utilizarlo. Prefiere acudir a alguna de las fórmulas enumeradas o a otras parecidas, y hasta al infinitivo. Por escrito, y en diálogos incluidos en sus relatos, ha usado alguna vez la forma en -d, pero siempre le ha producido cierta incomodidad y ha cavilado en el gesto socarrón con que habría de leerla algún amigo; Álvaro Ruibal, por ejemplo.

(Sobre el lenguaje de hoy Madrid, 1969).

 

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