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Vicente Blasco Ibáñez

RELATOS

Dimoni

Noche Servia

El establo de Eva

Lobos de mar

Golpe doble

Primavera triste

La condenada

El maniquí

La Marsellesa

POEMAS

A María

Nostalgia

DIMONI

I

       Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna.      

      _¡Dimoni!... ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería.      

      Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas. Su fama de músico le hacía ser llamado por los clavarios de todos los pueblos, y veíasele llegar carretera abajo, siempre erguido y silencioso, con la dulzaina en el sobaco, llevando al lado, como gozquecillo obediente, al tamborilero, algún pillete recogido en los caminos, con el cogote pelado por los tremendos pellizcos que al descuido le largaba el maestro cuando no redoblaba sobre el parche con brío, y que, si cansado de aquella vida nómada abandonada al amo, era después de haberse hecho tan borracho como él.

       No había en toda la provincia dulzainero como Dimoni; pero buenas angustias les costaba a los clavarios el gusto de que tocase en sus fiestas. Tenían que vigilarlo desde que entraba en el pueblo, amenazarle con un garrote para que no entrase en la taberna hasta terminada la procesión, o muchas veces, por un exceso de condescendencia, acompañarle dentro de aquélla para detener su brazo cada vez que lo tendía hacia el porrón. Aun así resultaban inútiles tantas precauciones, pues más de una vez, marchando grave y erguido, aunque con paso tardo, ante el estandarte de la cofradía, escandalizaba a los fieles rompiendo a tocar la Marcha Real frente al ramo de olivo de la taberna, y entonando después el melancólico De profundis cuando la peana del santo patrono volvía a entrar en la iglesia. Y estas distracciones de bohemio incorregible, estas impiedades de borracho, alegraban a la gente.  

      La chiquillería pululaba en torno de él, dando cabriolas al compás de la dulzaina y aclamando a Dimoni, y los solteros del pueblo se reían de la gravedad con que marchaba delante de la cruz parroquial y le enseñaban de lejos un vaso de vino, invitación a la que contestaba con un guiño malicioso, como si dijera: «Guardadlo para después.» Ese después era la felicidad de Dimoni, pues representaba el momento en que, terminada la fiesta y libre de la vigilancia de los clavarios, entraba en posesión de su libertad en plena taberna.

      Allí estaba en su centro, junto a los toneles pintados de rojo oscuro, entre las mesillas de cinc jaspeadas por las huellas redondas de los vasos, aspirando el tufillo del ajoaceite , del bacalao y las sardinas fritas que se exhibían en el mostrador tras mugriento alambrado, y bajo los suculentos pabellones que formaban, colgando de las viguetas, las ristras de morcillas rezumando aceite, los manojos de chorizos moteados por las moscas, las oscuras longanizas y los ventrudos jamones espolvoreados con rojo pimentón.

       La taberna sentíase halagada por la presencia de un huésped que llevaba tras sí la concurrencia, e iban entrando los admiradores a bandadas; no habían bastantes manos para llenar porrones, esparcíase por el ambiente un denso olor de lana burda y sudor de pies, y a la luz del humoso quinqué veíase a la respetable asamblea, sentados unos en los cuadrados taburetes de algarrobo con asiento de esparto y otros en cuclillas en el suelo, sosteniéndose con fuertes manos las abultadas mandíbulas, como si éstas fueran a desprenderse de tanto reír. Todas las miradas estaban fijas en Dimoni y su dulzaina.

       _¡La abuela! ¡Fes l'agüela!

       Y Dimoni sin pestañear, como si no hubiera oído la petición general, comenzaba a imitar con su dulzaina el gangoso diálogo de dos viejas con tan grotescas inflexiones, con pausas tan oportunas, que una carcajada brutal e interminable conmovía la taberna, despertando a las caballerías del inmediato corral, que unían a la barahúnda sus agudos relinchos.

      Después le pedían que imitase a la Borracha, una mala piel que iba de pueblo en pueblo vendiendo pañuelos y gastándose las ganancias en aguardiente. Y lo mejor del caso es que casi siempre estaba presente la aludida y era la primera en reírse de la gracia con que el dulzainero imitaba sus chillidos al pregonar la venta y las riñas con las compradoras. Pero, cuando se agotaba el repertorio burlesco, Dimoni, soñoliento por la digestión de alcohol, lanzábase en su mundo imaginario, y ante su público, silencioso y embobado, imitaba la charla de los gorriones, el murmullo de los campos de trigo en los días de viento, el lejano sonar de las campanas, todo lo que le sorprendía cuando, por las tardes, despertaba en medio del campo sin comprender cómo le había llevado allí la borrachera pillada en la noche anterior. Aquellas gentes rudas no se sentían ya capaces de burlarse de Dimoni, de sus soberbias chispas ni de los repelones que hacía sufrir al tamborilero.

       El arte, algo grosero, pero ingenuo y genial, de aquel bohemio rústico, causaba honda huella en sus almas vírgenes, y miraban con asombro al borracho, que, al compás de los arabescos impalpables que trazaba con su dulzaina, parecía crecerse, siempre con la mirada abstraída, grave vieja, sin abandonar su instrumento más que para coger el porrón y acariciar su seca lengua con el gluglú del hilillo de vino. Y así estaba siempre.

      Costaba gran trabajo sacarle una palabra del cuerpo. De él sabíase únicamente, por el rumor de su popularidad, que era de Benicófar, que allá vivía, en una casa vieja, que conservaba aún porque nadie le daba dos cuartos por ella, y que se había bebido, en unos cuantos años dos machos, un carro y media docena de campos que heredó de su madre.       ¿Trabajar? No, y mil veces no. Él había nacido para borracho. Mientras tuviese la dulzaina en las manos no le faltaría pan, y dormía como un príncipe cuando, terminada una fiesta, y después de soplar y beber toda la noche, caía como un fardo en un rincón de la taberna o en un pajar del campo, y el pillete tamborilero, tan ebrio como él, se acostaba a sus pies cual un perrillo obediente.

 

II

      Nadie supo cómo fué el encuentro; pero era forzoso que ocurriera, y ocurrió. Dimoni y la Borracha se juntaron y se confundieron. Siguieron su curso por el cielo de la borrachera, rozáronse, para marchar siempre unidos, el astro rojizo de color de vino y aquella estrella errante, lívida como la luz del alcohol. La fraternidad de borrachos acabó en amor, y fuéronse a sus dominios de Benicófar a ocultar su felicidad en aquella casucha vieja, donde, por las noches, tendidos en el suelo del mismo cuarto donde había nacido Dimoni, veían las estrellas, que parpadeaban maliciosamente a través de los grandes boquetes del tejado, adornados con largas cabelleras de inquietas plantas.  Aquella casa era una muela vieja y cariada que se caía en pedazos.

      Las noches de tempestad tenían que huir como si estuvieran a campo raso, perseguidos por la lluvia, de habitación en habitación, hasta que, por fin, encontraban en el abandonado establo un rinconcito, donde, entre polvo y telarañas, florecía su extravagante primavera de amor. ¡Casarse!... ¿Para qué? Valiente cosa les importaba lo que dijera la gente. Para ellos no se habían fabricado las leyes ni los convencionalismos sociales. Les bastaba el amarse mucho, tener un mendrugo de pan a mediodía y, sobre todo, algún crédito en la taberna. Dimoni mostrábase absorto, como si ante su vista se hubiese abierto ignorada puerta, mostrándole una felicidad tan inmensa como desconocida.

       Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus pasiones; y ahora, a los veintiocho años, perdía su pudor de borracho insensible, y como uno de aquellos cirios de fina cera que llameaban en las procesiones, derretíase en brazos de la Borracha, sabandija escuálida, fea, miserable, ennegrecida por el fuego alcohólico que ardía en su interior, apasionada hasta vibrar como una cuerda tirante y que a él le parecía el prototipo de la belleza. Su felicidad era tan grande, que se desbordaba fuera de la casucha. Acariciándose en medio de las calles con el impudor inocente de una pareja canina, y muchas veces, camino de los pueblos donde se celebraba fiesta, huíana campo traviesa, sorprendidos en lo mejor de su pasión por los gritos de los carreteros, que celebraban con risotadas el descubrimiento.

       El vino y el amor engordaban a Dimoni: echaba panza, iba de ropa más cuidado que nunca y sentíase tranquilo y satisfecho al lado de la Borracha, aquella mujer cada vez más seca y negruzca que, pensando únicamente en cuidarle, no se ocupaba en remendar las sucias faldillas que se escurrían de sus hundidas caderas. No lo abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto a peligros; y no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba a su lado al frente de la procesión, sin miedo a los cohetes y mirando con cierta hostilidad a todas las mujeres.

       Cuando la Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ella la solemnidad de las procesiones.

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Noche Servia

     Las once de la noche. Es el momento en que cierran sus puertas los teatros de París. Media hora antes, cafés y restaurants han echado igualmente su público á la calle.

     Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectáculos. Los faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fúnebre, rápidamente absorbida por la sombra. El cielo negro, con parpadeos de fulgor sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sólo tenía estrellas; ahora puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo extremo amarillea el zepelín como un cigarro de ámbar.

     Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor francés, dos capitanes servios y yo. ¿Adonde ir en este París obscuro, que tiene cerradas todas sus puertas?... Uno de los servios nos habla del bar de cierto hotel elegante, que continúa abierto para los huéspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren trasnochar se deslizan en él como si fuesen de la casa. Es un secreto que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan unos días en París.

     Entramos cautelosamente en el salón, profusamente iluminado. El tránsito es brusco de la calle obscura á este hall, que parece el interior de un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de ampollas eléctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos años atrás. Mujeres elegantes y pintadas, champaña, violines que gimen las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las romanzas desgarradoras. Es un espectáculo de antes de la guerra. Pero en la concurrencia masculina no se ve un solo frac.

     Todos los hombres llevan uniformes—oficiales franceses, belgas, ingleses, rusos, servios—, y estos uniformes son polvorientos y sombríos. Los violines los tocan unos militares británicos, que contestan con sonrisas de brillante marfil á los aplausos y aclamaciones del público. Sustituyen á los antiguos ziganos de casaca roja. Las mujeres señalan á uno de ellos, repitiéndose el nombre del padre, lord célebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, que mañana hemos de morir.»

     Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar de la diosa pálida, beben la existencia a grandes tragos, ríen, copean, cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la tempestad

 

     Los dos servios son jóvenes y parecen satisfechos de que las aventuras de su patria les hayan arrastrado hasta París, ciudad de ensueño que tantas veces ocupó su pensamiento en la bárbara monotonía de una guarnición del interior.

     Ambos «saben relatar», habilidad ordinaria en un país donde casi todos son poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Servia feudataria de los turcos, quedó asombrado de la importancia de la poesía en este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocían el abecedario, emplearon el verso para guardar más estrechamente las ideas de su memoria. Los «guzleros» fueron los historiadores nacionales, y todos prolongaron la Ilíada servia improvisando nuevos cantos.

     Mientras beben champaña, los dos capitanes evocan las miserias de su retirada hace unos meses; la lucha con él hambre y el frío; las batallas en la nieve, uno contra diez; el éxodo de las multitudes, personas y animales en pavorosa confusión, al mismo tiempo que á la cola de la columna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblos que arden; los heridos y rezagados aullando entre llamas; las mujeres con el vientre abierto, viendo en su agonía una espiral de cuervos que descienden ávidos; la marcha del octogenario rey Pedro, sin más apoyo que una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando su calvario á través de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso, desafiando al destino como un monarca shakespiriano.

     Examino á mis dos servios mientras hablan. Son mocetones carnosos, esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileña, un verdadero pico de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que tiene la forma de una casita con doble tejado de vertiente interior, se escapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el «artista», tal como lo veían las señoritas sentimentales de hace cuarenta años, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo y audaz de los que viven en continuo roce con la muerte.

     Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses, y parece que recitan las remotas hazañas de Marko Kralievitch, el Cid servio, que peleaba con las wilas, vampiros de los bosques, armadas de una serpiente á guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un bar de París han vivido hace unas semanas la existencia bárbara é implacable de la humanidad en su más cruel infancia.

     El amigo francés se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe su relato para lanzar ojeadas a una mesa próxima. Le interesan, sin duda, dos pupilas circundadas de negro que se fijan en él, entre el ala de un gran sombrero empenachado y la pluma sedosa de un boa blanco. Al fin, con irresistible atracción, se traslada de nuestra mesa a la otra. Poco después desaparece, y con él se borran el sombrero y el boa.

     Me veo a solas con el capitán más joven, que es el que menos ha hablado. Bebe; mira el reloj que está sobre el mostrador. Vuelve á beber. Me examina un momento con esa mirada que precede siempre á una confidencia grave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormentaba memoria con una gravitación de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.

     —Fue a esta misma hora—dice sin preámbulo, saltando del pensamiento á la palabra para continuar un monólogo mudo—. Hoy hace cuatro meses.

     Y mientras él sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto de nieve, las montañas blancas, de las que emergen hayas y pinos sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo también las ruinas de un caserío, y en estas ruinas el extremo de la retaguardia de una división servia que se retira hacia la costa del Adriático.

   Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres que fué una compañía y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se han adherido campesinos embrutecidos por la persecución y la desgracia, que se mueven como autómatas y á los que hay que arrear á golpes; mujeres que aullan arrastrando rosarios de pequeñuelos; otras mujeres, morenas, altas y huesudas, que callan con trágico silencio, é inclinándose sobre los muertos les toman el fusil y la cartuchera.

     La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo surgiendo de las ruinas. De las profundidades lóbregas contestan otros fulgores mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles insectos de la noche.

     Al amanecer será el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quién es el enemigo que se va amasando en la sombra. ¿Alemanes, austríacos, búlgaros, turcos?... ¡Son tantos contra ellos!

     —Debíamos retroceder—continúa el servio—, abandonando lo que nos estorbase. Necesitábamos ganar la montaña antes de que viniese el día.

     Los largos cordones de mujeres, niños y viejos se habían sumido ya en la noche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sólo quedaban en la aldea los hombres útiles, que hacían fuego al amparo de los escombros. Una parte de ellos emprendió á su vez la retirada. De pronto, el capitán sufrió la angustia de un mal recuerdo.

     —¡Los heridos! ¿Qué hacer de ellos?...

     En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, había más de cincuenta cuerpos humanos sumidos en doloroso sopor ó revolviéndose entre lamentos. Eran heridos de los días anteriores que hablan logrado arrastrarse hasta allí; heridos de la misma noche, que restañaban la sangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por las salpicaduras del combate.

     El capitán entró en este refugio, que olía a carne descompuesta, sangre seca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos los que conservaban alguna energía se agitaron bajo la luz humosa del único farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor, como si estos moribundos pudiesen temer algo más grave que la muerte.

Al oír que iban á quedar abandonados a la clemencia del enemigo, todos intentaron un movimiento para incorporarse; pero los más volvieron á caer.

     Un coro de súplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, llegó hasta el capitán y los soldados que le seguían....

     —¡Hermanos, no nos dejéis!... ¡Hermanos, por Jesús!

     Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando su suerte con resignación. ¿Pero caer en manos de los adversarios? ¿Quedar á merced del búlgaro ó el turco, enemigos de largos siglos?... Los ojos completaron lo que las bocas no se atrevían a proferir. Ser servio equivale á una maldición cuando se cae prisionero. Muchos que estaban próximos a morir temblaban ante la idea de perder su libertad.

     La venganza balkánica es algo más temible que la muerte.

     —¡Hermano!... ¡hermano!...

     El capitán, adivinando los deseos ocultos en estas súplicas, evitaba el mirarles.

     —¿Lo queréis?—preguntó varias veces.

     Todos movieron la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso este abandono, no debía alejarse la retaguardia dejando a sus espaldas un servio con vida.

     ¿No hubiera suplicado el capitán lo mismo al verse en idéntica situación?...

     La retirada, con sus dificultades de aprovisionamiento, hacía escasear las municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.

     El capitán desenvainó el sable. Algunos soldados habían empezado ya el trabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmañada, ruidosa: cuchilladas á ciegas, agonías interminables, arroyos de sangre. Todos los heridos se arrastraban hacia el capitán, atraídos por su categoría, que representaba un honor, y admirados de su hábil prontitud.

     —¡A mí, hermano!... ¡A mí!

     Teniendo hacia fuera el filo del sable, los hería con la punta en el cuello, buscando partir la yugular del primer golpe.

     —¡Tac!... ¡tac!...—marcaba el capitán, evocando ante mi esta escena de horror.

     Acudían arrastrándose sobre manos y pies; surgían como larvas de las sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. Él había intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le llenaban de lágrimas.... Pero este desfallecimiento sólo servía para herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor. ¡Serenidad! ¡Mano fuerte y corazón duro!... ¡Tac!... ¡tac!...

     —¡Hermano, á mi!... ¡A mí!

     Se disputaban el sitio, como si temieran la llegada del enemigo antes de que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habían aprendido instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el cuello en tensión ofreciese la arteria rígida y visible á la picadura mortal. «¡Hermano, á mí!» Y expeliendo un caño de sangre se recostaban sobre los otros cuerpos, que iban vaciándose lo mismo que odres rojos.

     El bar empieza á despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con galones, dejando detrás de ellas una estela de perfumes y polvos de arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus últimos lamentos, entre risas de alegría infantil.

El servio tiene en la mano un pequeño cuchillo sucio de crema, y con el gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidará, nunca, sigue golpeando maquinalmente la mesa.... ¡Tac!... ¡tac!...

 

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El establo de Eva

         Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

       Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

      El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ...

      Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

      Y al ver que sus compañeros de trabajo _muchos de los cuales lo conocían poco tiempo_ mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

      El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

     Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.

      De cuando en cuando revoloteaba por allí algún serafín, que venía a dar un vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí abajo después del primer pecado.

     _Niño!... ¡Pequeñín! _gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas_. ¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando le hables, dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡Tan ricamente que lo pasábamos en el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver a verle para convencernos de que no nos guarda rencor.

     _Se hará como se pide _contestaba el serafín.

     Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes. Menudeaban los recado s de este género, sin que Eva fuese atendida. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no le dejaban un momento de reposo.

     Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía.

     _Oye, Eva: si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el señor baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba: «Qué será de aquellos perdidos?»

     Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos a Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo, cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras. Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estudis; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.

      Ya creía tenerlo todo corriente, cuando le llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta..., o Dios sabe cuántos. ¡Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.

      _,Cómo presento esta pillería _gritaba Eva_. El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡Claro, los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo!

      Después de muchas dudas, escogió los preferidos (qué madre no los tiene!), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el retablo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo, a pesar de sus protestas.

Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la melodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía: ¡Hosanna!, ¡hosanna!...Ya echaban pie a tierra, ya venían por el camino, con tal resplandor que parecía que todas las estrellas del cielo habían bajado a pasear por entre los bancales de trigo.

      Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envainaron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos a Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subiéndose a las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando ya por perdida su cosecha.

     Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata, y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él, San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial. Acogió el Señor a Adán con una sonrisa bondadosa, y a Eva le dió un golpecito en la barba, diciéndole:

      _¡Hola, buena pieza! ¿Ya no eres tan ligera de cascos?

      Emocionados por tanta amabilidad los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo fuerte, y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la pueda tener el cura del pueblo.

      El Señor arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.

      _Bien, muy bien _decía_. Esto te enseñará a no aceptar los consejos de tu mujer. ¿Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso? Rabia, hijo mío; trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus mayores.

      Pero el Señor, arrepentido de su rudeza, añadió con tono bondadoso:

      _Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva: acércame esos chicos.

      Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.

      _Tú _dijo al primero, un gordiflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz_, tú serás el encargado de juzgar a tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.

      Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para sacudir a sus hermanos.

      _Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hombres como el rebaño que marcha al matadero, y, sin embargo, te reclamarán: la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destruye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.

      Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.

     _Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás dinero a los reyes, tratándolos como iguales, y si arruinas a todo un pueblo, el mundo entero admirará tu habilidad.

      El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, si decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos encerrados en el establo que iban a quedar excluidos del reparto de mercedes.

      _Voy a enseñárselos _decía por lo bajo a su marido.

      Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando:

      _Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.

      Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa de aquellos réprobos, daba prisas a su Amo.

      _Señor, que es tarde.

      El Señor se levantó; la escolta de arcángeles, bajando de los árboles, acudió corriendo para presentar armas a la salida. Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.

      _Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.

      El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un motón de gusanos.

      _Nada me queda que dar_;dijo_. Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer; ya veremos más adelante.

      San Miguel empujaba a Eva para que no importunase mas al Amo; pero ella seguía suplicando:

      _Algo, Señor; dadles cualquier cosa. ¿Qué van a hacer estos pobres en el mundo?

      El Señor deseaba irse, y salió de la masía.

      _Ya tienen destino _dijo a la madre. Estos se encargarían de servir y mantener a otros.

      _Y de aquellos infelices _terminó el viejo segador_, que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros que vivimos sobre la tierra.

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  Lobos de mar

Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda clase de riesgos y aventuras el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardientes de sol, semejante a una pequeña ciudad americana.

La gente de Valencia que veraneaba allí miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados a la intemperie, en la cubierta de un buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y esclavo del reuma, permanecía en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.

Había pasado su vida en continua lucha con la Marina Real inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto de carne negra que transportaba desde la costa de Guinea a las Antillas. Audaz y de una frialdad inalterable, jamás le vieron oscilar sus marineros.

Contábanse de él cosas horripilantes. Cargamentos enteros de negros arrojados al agua para librarse del crucero que le daba caza; los tiburones del Atlántico, acudiendo a bandadas, haciendo hervir las olas con su fúnebre coleteo, cubriendo el mar de manchas de sangre, repartiéndose a dentelladas los esclavos, que agitaban con desesperación sus brazos fuera del agua; sublevaciones de tripulación contenidas por él solo a tiros y hachazos; raptos de ciega cólera, en los que corría por cubierta como una fiera; hasta se hablaba de cierta mujer que le acompañaba en sus viajes, la cual, desde el puente, fue arrojada al mar por el iracundo capitán, después de una disputa por celos. Y junto con esto, inesperados arranques de generosidad: socorros a manos llenas a las familias de los marineros. En un arrebato de cólera era capaz de matar a uno de los suyos; pero si alguien caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin miedo al mar ni a sus voraces bestias. Enloquecía de furor si los compradores de negros le engañaban en unas cuantas pesetas, y en la misma noche gastaba tres o cuatro mil duros celebrando una de aquellas orgías que le habían hecho famoso en la Habana. «Pega antes que habla», decían de él los marineros, y recordaban que en alta mar, sospechando que su segundo conspiraba contra él, le había deshecho el cráneo de un pistoletazo. Aparte de esto, un hombre divertidísimo, a pesar de su cara fosca y su mirada dura. En la playa del Cabañal, la gente, reunida a la sombra de las barcas, reía recordando sus bromas. Una vez dio un convite a bordo al reyezuelo africano que le vendía sus esclavos, y viendo borrachos a la negra majestad y sus cortesanos, hizo como el negrero de Mérimée: desplegó velas y los vendió como esclavos.

Otra vez, viéndose perseguido por un crucero británico, desfiguró su buque en una sola noche, pintándolo de otro color y cambiando la arboladura. Los capitanes ingleses tenían datos en abundancia para conocer el buque del audaz negrero; pero como si no tuvieran nada. El capitán Llovet, como decían en la playa, era un gitano del mar y trataba su barco como a un burro de feria, haciéndole sufrir transformaciones maravillosas.

Cruel y generoso, pródigo de su sangre y de la ajena, duro para el negocio y manirroto para el placer, los negociantes de Cuba le habían apodado el Capitán Magnífico, y así seguían llamándole los pocos marineros de su antigua tripulación que todavía arrastraban por la playa las piernas reumáticas, tosiendo y encorvando el pecho.

Casi arruinado por empresas comerciales, al retirarse de la trata se había metido en su casa del Cabañal, viendo pasar la vida ante su puerta, sin otras distracción que jurar como un condenado cuando el reuma le hacía permanecer inmóvil en su asiento. Por una respetuosa admiración venían a sentarse en la acera algunos de aquellos vejestorios que habían recibido de él en otros tiempos órdenes y palos, y juntos hablaban con cierta melancolía de la gran calle, como el capitán llamaba al Atlántico, contando las veces que habían pasado de una acera a otra, de África a América, corriendo temporales y chasqueando a los polizontes del mar. En verano, los días que no apretaba el dolor y las piernas estaban fuertes, bajaban a la playa, y el capitán, enardecido a la vista del mar, desahogaba sus odios. Odiaba a Inglaterra por haber oído silbar más de una vez las balas de sus cañones. Odiaba a la navegación a vapor como un sacrilegio marítimo. Aquellos penachos de humo que pasaban por el horizonte eran los funerales de la Marina. Ya no quedaban sobre el agua hombres de oficio; ahora el mar era de los fogoneros.

En los días tempestuosos del invierno siempre le veían en la playa con la nariz palpitante, olfateando la tormenta, como si aún estuviera sobre cubierta preparándose a resistir el tiempo.

Una mañana lluviosa vio correr la gente hacia el mar, y allá fue, contestando con gruñidos a la familia que le hablaba de su reuma. Entre las negras barcas encalladas en la orilla destacábanse sobre el mar, lívido y cubierto de espumarajos, los grupos de blusas azules; las faldas ondeantes por el vendaval, con las que se resguardaban de la lluvia las mujeres. Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las olas, entre los cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.

Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la siniestra punta. La gente gritaba en la playa viendo a los tripulantes tendidos en la cubierta, anonadados por la proximidad de la muerte. Se hablaba de ir hasta la barca, de echarle un cabo, de atraerla a la playa; pero los más audaces, mirando las olas que se desplomaban, llenando el espacio de polvo de agua, callábanse atemorizados. La barca que saliera daría la voltereta antes de mover un remo.

-A ver: ¡gente que me siga! Hay que salvar a esos pobres.

Era la voz ruda e imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro. Las mujeres le miraban asombradas; los hombres retrocedían, formando ancho corro en torno de él, que prorrumpió en juramentos, agitando sus manos como si fueran a cerrar a golpes con toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente como si estuviera ante una tripulación insubordinada.

-¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra en su pueblo hombres que le sigan al mar?

Lo dijo rugiendo como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que contempla la huída de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera.

-Presente, capitán -gritaron a un tiempo unas cuantas voces temblonas.

Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roídos por el mar y las tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Avanzaron unos arrastrando los pies; otros, con saltitos de pájaro; alguno, con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil; todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados a las sienes. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo. De los grupos salían mujeres y niños que se arrojaban sobre ellos queriendo detenerlos: «¡Agüelo!», gritaban los nietos. «¡Padre!», gemían las mocetonas. Y los animosos vejetes, irguiéndose como los rocines moribundos al oír el clarín de las batallas, repelían los brazos que se anudaban a sus cuellos y piernas, y gritaban, contestando a la voz de su jefe: «Presente, capitán.»

Los lobos de mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron mover la barca y que se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre protestaba contra su locura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias.

-¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato! -rugía el capitán Llovet.

Pero por primera vez, aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano en él. Le sujetaron como a un loco, sordos a sus súplicas, indiferentes a sus maldiciones.

La barca, abandonada a todo auxilio, corría a la muerte, dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima a los peñascos, ya iba a estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre, que tanto había despreciado la vida del semejante, que había nutrido a los tiburones con tribus enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase furioso, sujeto por cien manos, blasfemando, porque no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo a unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño.

-¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra en su pueblo hombres que le sigan al mar?

Lo dijo rugiendo como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que contempla la huída de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera.

-Presente, capitán -gritaron a un tiempo unas cuantas voces temblonas.

Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roídos por el mar y las tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Avanzaron unos arrastrando los pies; otros, con saltitos de pájaro; alguno, con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil; todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados a las sienes. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo. De los grupos salían mujeres y niños que se arrojaban sobre ellos queriendo detenerlos: «¡Agüelo!», gritaban los nietos. «¡Padre!», gemían las mocetonas. Y los animosos vejetes, irguiéndose como los rocines moribundos al oír el clarín de las batallas, repelían los brazos que se anudaban a sus cuellos y piernas, y gritaban, contestando a la voz de su jefe: «Presente, capitán.»

Los lobos de mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron mover la barca y que se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre protestaba contra su locura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias.

-¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato! -rugía el capitán Llovet.

Pero por primera vez, aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano en él. Le sujetaron como a un loco, sordos a sus súplicas, indiferentes a sus maldiciones.

La barca, abandonada a todo auxilio, corría a la muerte, dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima a los peñascos, ya iba a estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre, que tanto había despreciado la vida del semejante, que había nutrido a los tiburones con tribus enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase furioso, sujeto por cien manos, blasfemando, porque no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo a unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño.

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Golpedoble

      Al abrir la puerta de su barraca, encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura...

      Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.

      Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta podía despertar a media noche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.

      Gafarró, que era el mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirles, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha... y adivina quién te dio.

      Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde al anochecer se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar con aquella calamidad.

      A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.

       Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el horno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse, con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtraba el sol con palpitaciones de oro Vivo; los macizos de geranios y dompedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de cañas; y más allá de la vieja higuera el horno, de barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.

       ¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones que desde su bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de la cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!... Él era un hombre pacífico; toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas a la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mucho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero ya que querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejan apalear por el beduino, pero se toman leones cuando les tocan su hacienda sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud había puesto más de dos a pudrir tierra.

       Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban sus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en la carretera como los hombres, cara a cara, exponiendo la piel. Setenta años tenía, pero podían irle con tales cartitas. Vamos a ver: ¿tenía agallas para defender lo suyo?

       La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sento, que se sentía capaz de todo para defender el pan de sus hijos.

      El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente.

      La cargaría él, que entendía mejor a aquel amigo. Las temblorosas manos se rejuvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco o seis; a granel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indigestión de muerte, sería misericordia de Dios.

      Aquella noche dijo Sento a su mujer que esperaba turno para regar, y toda la familia le creyó, acostándose temprano.

      Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio a la luz de las estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle el pistón al «amigo».

      Le daría a Sento la última lección, para que no errase el golpe. Apuntar bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el «gato» en el interior... ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.

      Sento, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad, y darle al  gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos los arregla mejor uno solo.

      Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar la huerta, esperando un enemigo en cada senda.

      Sento creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega, estremecida por la brisa, no había más seres  vivientes que él y «aquellos» que iban a llegar. i Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera.

      Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.

      Sento contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón? 

      Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas oscuras que a Sento le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.

      _Ya están ahí _murmuró; y sus mandíbulas temblaban. Los dos hombres volvíanse a todos lados, como temiendo una sorpresa. Fueron al cañar, registrándolo; acercáronse después a la puerta de la baestas maniobras pasaron dos veces por cerca de Sento, sin que éste pudiera conocerles. Iban embozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las escopetas.

      Esto aumentó el valor de Sento. Serían los mismos que asesinaron a Gafarró. Había que matar para salvar la vida.

      Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó, metiendo las manos en la boca y colocándose ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero ¿y el otro que quedaba libre?

      El pobre Sento comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en la frente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si les dejaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.

      Pero el que estaba en acecho se cansó de la torpeza de su compañero y fue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una oscura masa obstruyendo la boca del horno. Aquélla era la ocasión. ¡Alma, Sento! ¡Aprieta el gatillo!

      El trueno conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos y ladridos. Sento vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara; la escopeta se le fue, y agitó las manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el «amigo» había reventado.

      No vio nada en el horno; habrían huido; y cuando él iba a escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta, en enaguas, con un candil. La había despertado el trabucazo y salía impulsada por el miedo, temiendo por su marido que estaba fuera de casa.

      La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.

      Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, y cuando Sento y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.

       Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil, el Sigró. La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.

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PRIMAVERA TRISTE

El viejo Tófol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigados por una incesante producción.

Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra _no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos_, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.

Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco; y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tófol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diecisiete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aún más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia afuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era fea; angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta; pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora! ... Horas antes de amanecer, ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón y, con las faldas arremangadas, ayudaba al tío Tófol a abrir bocas en los ribazos por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra, sedienta, y requemada, engullía con un glu_glu de satisfacción; y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto, saqueando los bancales, trayendo a brazados los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.

Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Había que estar siempre sobre ella, tratándola como bestia reacia que necesita del látigo para marchar. Era una parcela de un vasto jardín, en otro tiempo de los frailes, que la desamortización revolucionaria había subdividido. La ciudad, ensanchándose amenazaba tragarse el huerto en su desbordamiento de casas, y el tío Tófol, a pesar de hablar mal de sus terruños, temblaba ante la idea de que la codicia tentase al dueño y los vendiese como solares.

Allí estaba su sangre: sesenta años de trabajo. No había un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no de veían las tapias: tal era la maraña de árboles y plantas; nísperos y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines: todas cosas útiles, que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.

El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería segar las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro e insaciable martirizaba a la pobre Borda, que apenas descansaba un momento, vencida por la tos, oía amenazas o recibía como brutal advertencia un terronazo en los hombros.

Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaban matando a la chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo: había que trabajar mucho; el amo no atendía razones en San Juan y en Navidad, cuando correspondía entregarle las pagas de arrendamiento. Si la chica tosía era por vicio, pues no le faltaban su libra de pan y su rinconcito en la cazuela de arroz; algunos días hasta comía golosinas: morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo; los domingos la dejaba divertirse, enviándola a misa como una señora, y aún no hacía un año que le dio tres pesetas para una falda. Además, era su padre, y el tío Tófol, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos, sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad; pero demostrándolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo.

La pobre Borda no se quejaba. Ella también quería trabajar mucho, para que nunca le quitasen el pedazo de tierra, en cuyos senderos aún creía ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana, a la que llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.

Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de pequeña y las flores, que en su pensamiento inocente hacían surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su infancia, y todas las mañanas experimentaba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surgían de sus capullos, siguiéndolas paso a paso en su crecimiento, desde que, tímidas, apretaban sus pétalos, como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que con repentina audacia estallaban como bombas de colores y perfumes.

El huerto entonaba para ella una sinfonía interminable, en la cual la armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el monótono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo bucólico.

En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado a otro, admirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estación. ¡ Qué hermosa primavera! Sin duda, Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproximándose a la Tierra.

Las azucenas de blanco raso, erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias, de color carnoso, hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus garras de terciopelo morado, y, guiñando las caritas barbudas, parecían decir a la chica:

_Borda, Bordeta..., nos asamos. ¡Por Dios, un poquito de agua!

Lo decían, sí; oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dolían de cansada, corría a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos.

Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, allí se quedarían hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban a Madrid.

Enviaba a las flores viéndolas emprender el viaje. ¡Madrid!... ¿Cómo sería aquello? Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas señoras que lucían sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta creía haber visto todo aquello en otros tiempos; tal vez antes de nacer.

En aquel Madrid estaba el señorito, el hijo de los amos, con el cual había jugado muchas veces siendo niña, y de cuya presencia huyó avergonzada el verano anterior, cuando, hecho un arrogante mozo, visitó el huerto. ¡Pícaros recuerdos! Ruborizábase pensando en las horas que pasaron siendo niños, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa.

La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huerto; una hermosa señora la llamaba: «Hija mía!..., por fin te encuentro»; ni más ni menos que en la leyenda; después, los trajes magníficos, un palacio por casa, y, al final, como no hay príncipes disponibles a todas horas para casarse, contentábase modestamente con hacer su marido al señorito.

¿Quién sabe?... Y cuando más esperanzada se ponía en el futuro, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo decía con voz áspera:

_¡Arre!, que ya es hora.

Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubriéndose de flores.

El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los árboles, en las tibias madrugadas sudábase al trabajar como si fuese mediodía, y a pesar de esto, la Borda, cada vez más delgada y tosiendo más.

Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.

Nadie pensó en llamar al médico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío Tófol no creía en ellos. Los animales saben menos que las personas y lo pasan tan ricamente sin médicos no boticas.

Una mañana en el mercado, las compañeras de la Borda cuchicheaban, mirándola compasivamente. Su fino oído de enferma lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las hojas.

Estas palabras fueron su obsesión. Morir... ¡ Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risueño su loca carcajada de colores: no cuando se despuebla la tierra, cuando los árboles parecen escobas, y las apagadas flores de invierno se alzan tristes de los bancales.

¡Al caer las hojas!... Aborrecía los árboles, cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes; esbelto gigante, con la cabeza coronada de un surtidor de ondulantes plumas.

Aquellas hojas no caían nunca. Sospechaba que tal vez fuese una tontería; pero su afán por lo maravilloso le hacía sentir esperanzas, y, como el que busca la curación al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la protegía con la sombra de sus punzantes ramas.

Allí pasó el verano viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí la sorprendieron los primeros vientos del otoño, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal de percepción que oía los sonidos más lejanos, Las mariposas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor frío de su frente, como si quisieran tirar de ella, arrastrándola a otros mundos, donde las flores nacen espontáneamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.

Las lluvias de invierno no encontraron ya a la Borda. Cayeron sobre el encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siempre, con la azada en las manos y la vista en el surco.

Cumplía su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho para que no faltase la cazuela de arroz y la paga al amo.

Estaba solo: la chica había seguido a su madre. Lo único que le quedaba era aquella tierra traidora que se chupaba a las personas y acabaría con él, cubierta siempre de flores, perfumada y fecunda, como si sobre ella no hubiese soplado la muerte. Ni siquiera se había secado un rosal para acompañar a la pobre Borda en su viaje.

Con sus setenta años tenía que hacer el trabajo de dos; removía la tierra con más tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible a la engañosa belleza que le rodeaba, sabiendo que era el producto de su esclavitud, animado únicamente por el deseo de vender bien la hermosura de la Naturaleza, y segando las flores con el mismo entusiasmo que si segara hierba.

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LA CONDENADA

       Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

        Tenía por mundo aquellas cuatro paredes de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos, apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

       Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose como animado cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo, que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

       Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos;aquellas paredes, en las que no se dejaba parar ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarles como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.

       No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba Rafael!, un gorrión asomó a la reja cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió de asustarle aquella cara angustiosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de piel roja, y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.

       El único rumor de la vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio. Aquellos, al menos, veían cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quien hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael. Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad; y los que a aquellas horas transitaban por las calles, tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!... Merecían estar presos.

       Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y amenazadora. Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre y que sólo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? A ver, mucho silencio. Le querían guardar entero sano de cuerpo y espíritu para que el verdugo no operase en carne averiada.

      ¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos, molestado por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que durante el sueño sus enemigos, aquellos que querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago al revés; por esto le atormentaba con crueles pinchazos.

       De día pensaba siempre en su pasado; pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.

       Recordaba su regreso al pueblecillo natal, después de su primera campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo: «¡Qué bruto es Rafael!» La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban, dándole escopeta de guarda rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído en un puño, hasta que, cansados éstos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael.

       ¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarlo con la culata para que no chillase ni patalease más.

       En fin: ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaron de los miedos que habían pasado declarando contra él: la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte que, por lo que se hacía esperar, sin duda, venía en carreta.

       No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romance, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance.

       Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño, y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.

       Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para acabar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses, y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar otros catorce en aquella miseria.

       Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo.¡Malo, malo!

       Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca los había faltado en tanto así; y de la familia no había qué decir; todos los suyos habían ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mando el párroco del pueblo. Y para afirmar sus cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.

       Después, el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero, aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.

       Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muerte, pero a gran velocidad, por el telégrafo.

       Al decirle un empleado que su mujer, con la niña que había nacido estando él preso, rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima.

       Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida: era asunto de echar una firmica.

       Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber lo visitaban: abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

       _¿Qué les parece? ¿Echará la firmica?

       Al día siguiente lo llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verlo, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que, al mover su hueca faldamenta de zagalejos superpuestos, esparcía un punzante olor de establo.

       Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor; y únicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.

       _¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! ¡Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así! ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

       El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación. Aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar a su primer novio, un buen chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en el pueblo y en los campos, como si quisiera decirle algo.

       _No; hombres no faltan _decía tranquilamente con un conato de sonrisa_. Pero soy muy cristiana, y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.

       Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.

       Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado.

       El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiese recibido la orden de libertad.

       _Alégrate, mujer _decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado_. Ya no matan a tu marido, no serás viuda.

       La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.

       _Bueno _dijo al fin tranquilamente_. ¿Y cuándo saldrá?

       _¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.

       Por primera vez lloró la mujer con toda su alma, pero su llanto no era de tristeza; era de desesperación, de rabia.

       _Vamos, mujer _decía el cura, irritado_. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún te quejas?

       Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.

       _Bueno; que no lo maten...; me alegro. Él se salva; pero yo, ¿qué?...

       Y, tras larga pausa, añadió entre gemidos, que estremecían su carne morena, ardorosa y de brutal perfume;

       _Aquí, la condenada soy yo.

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El maniquí

Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje pasando ante él como un relámpago de belleza o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala de una intimidad sonriente.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y, sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarle en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.

Los rudos movimientos del coche de alquiler parecían hacer saltar los recuerdos del pasado de todos los rincones de su memoria. Aquella vida que no quería recordar iba desarrollándose ante sus ojos cenados: su luna de miel de empleado modesto, casado con una mujer bonita y educada, hija de una familia venida a menos; la felicidad de aquel primer año de pobreza endulzada por el cariño; después las protestas de Enriqueta revolviéndose contra la estrechez, el sordo disgusto al oírse llamar hermosa por todos y verse humildemente vestida; los disgustos surgiendo por el más leve motivo; las reyertas a medianoche en la alcoba conyugal; las sospechas royendo poco a poco la confianza del marido, y de repente el ascenso inesperado, el bienestar material colándose por las puertas; primero, tímidamente, como evitando el escándalo; después, con insolente ostentación, como creyendo entrar en un mundo de ciegos, hasta que, por fin, Luis tuvo la prueba indudable de su desgracia. Se avergonzaba al recordar su debilidad. No era un cobarde, estaba seguro de ello, pero le faltaba voluntad o la amaba demasiado, y por esto, cuando tras un vergonzoso espionaje se convenció de su deshonra, sólo supo levantar la crispada mano sobre aquella hermosa cara de muñeca pálida, y acabó por no descargar el golpe: Sólo tuvo fuerzas para arrojarla de la casa y llorar como un niño abandonado apenas cerró la puerta.

Después, la soledad completa, la monotonía del aislamiento, interrumpida por noticias que le hacían daño. Su mujer viajaba por el centro de Europa como una princesa: un millonario la había lanzado; aquélla era su verdadera existencia, para aquello había nacido. Todo un invierno llamó la atención en París; los periódicos hablaban de la hermosa española; sus triunfos en las playas de moda eran ruidosos; se buscaba como un honor arruinarse por ella, y varios duelos y ciertos rumores de suicidio formaban en torno de su nombre un ambiente de leyenda. Después de tres años de correría triunfal, volvió a Madrid, acrecentada su hermosura por el extraño encanto del cosmopolitismo. Ahora la protegía el más rico negociante de España, y en su espléndido hotel reinaba sobre una corte sólo de hombres; ministros, banqueros, políticos influyentes, personajes de todas clases que buscaban su sonrisa como la mejor de las condecoraciones.

Tan grande era su poder, que hasta Luis creía sentirlo en torno de su persona, viendo que se sucedían las situaciones políticas sin que le tocasen en su empleo. El miedo a combatir por el sostenimiento de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la que adivinaba la mano oculta de Enriqueta. Solo y condenado a trabajar para vivir, sentía, sin embargo, la vergüenza del miserable que tiene como único mérito ser esposo de una mujer hermosa. Todo su valor consistía en huir cuando la encontraba a su paso, insolente y triunfadora en su deshonra: huir perseguido por aquellos ojos que se fijaban en él con sorpresa, perdiendo su altivez de mujer codiciada.

Un día recibió la visita de un cura viejo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto a él en el coche. Era el confesor de su mujer.¡Bien había sabido escogerlo!: un señor bondadoso, de cortos alcances. Cuando dijo quién le enviaba, Luis no pudo contenerse. ¡Valiente tal!, y soltó redondo el insulto. Pero imperturbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era la había perdonado, y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta. Estaba enferma; apenas si salía de su hotel: una enfermedad que roía sus entrañas, un cáncer al que había que domar con continuas inyecciones de morfina para que no la hiciera desfallecer y rugir de dolor con sus crueles arañazos. La desgracia le había hecho volver sus ojos a Dios; se arrepentía del pasado, quería verle...

Y él, el hombre cobarde, saltaba de gozo al oír esto, con la satisfacción del débil que se ve vengado. ¡Un cáncer! ... ¡El maldito lujo que se pudría dentro de ella, haciéndola morir en vida! Y siempre tan hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza! ... No; no iría a verla. Era inútil que el cura buscase argumentos. Podía visitarle cuando quisiera y darle noticias de su mujer: aquello le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son malos.

Desde entonces, el cura le visitaba casi todas las tardes para fumar unos cuantos cigarros hablando de Enriqueta, y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid, como antiguos amigos.

La enfermedad avanzaba rápidamente. Enriqueta estaba convencida de que iba a morir. Quería verle para implorar su perdón: así lo pedía con tono de niña caprichosa y enferma que exige un juguete. Hasta «el otro», el protector poderoso, dócil a pesar de su omnipotencia, le suplicaba al cura que llevase al hotel al marido de Enriqueta. El buen viejo hablaba con fervor de la conmovedora conversión de la señora, aunque confesando que el maldito lujo, perdición de tantas almas, todavía la dominaba. La enfermedad la tenía prisionera en su casa; pero en los momentos de calma, cuando el pícaro dolor no la hacía ir de un lado a otro como una loca, hojeaba catálogos y figurines de París, escribía a sus proveedores de allá y rara era la semana en que no llegaban cajones con las últimas novedades: trajes, sombreros y joyas que, después de contemplarlos y manosearlos un día en el cenado dormitorio, caían en los rincones o se ocultaban para siempre en los armarios, como juguetes inútiles. Por todos estos caprichos pasaba el otro, con tal de ver a Enriqueta sonriente.

Estas continuas confidencias hacían penetrar lentamente a Luis en la vida de su mujer: seguía de lejos el curso de su enfermedad y no pasaba día sin que mentalmente se rozase con aquel ser, del que se había apartado para siempre.

Una tarde se presentó el cura con desusada energía. Aquella señora estaba en las últimas, le llamaba a gritos; era un crimen negar el último consuelo a una moribunda, y él no lo consentía. Sentíase capaz de llevarle a viva fuerza. Luis, vencido por la voluntad del viejo, se dejó arrastrar y subió a un coche, insultándole mentalmente, pero sin fuerzas para retroceder... ¡Cobarde! ¡Cobarde como siempre!

En pos de la negra sotana atravesó el jardín del hotel que tantas veces, al pasar por el inmediato paseo, había espiado con miradas de odio... Y ahora nada: ni odio ni dolor: un vivo sentimiento de curiosidad, como el que entra en país desconocido paladeando anticipadamente las maravillas que espera ver.

Dentro del hotel la misma impresión de curiosidad y asombro. ¡Ah miserable! ¡Cuántas veces en los ensueños de su voluntad impotente se había visto entrando en aquella casa como un marido de drama: el arma en la mano para matar a la esposa infiel, y destrozando después, como una fiera loca, los muebles costosos, los ricos cortinajes, las mullidas alfombras! Y ahora la blandura que sentía bajo sus pies, los bellos colores, por los resbalaba la mirada, las flores que le saludaban con su perfume desde los rincones, causábanle una embriaguez de eunuco, y sentía impulsos de tenderse en aquellos muebles; de tomar posesión, como si le pertenecieran, por ser de su mujer. Ahora comprendía lo que era la riqueza y con qué fuerza pesaba sobre sus esclavos. Estaba ya en el primer piso y ni siquiera había percibido, en la calma solemne del hotel, ninguno de esos detalles con que se revela la muerte al entrar en una casa.

Vio criados, tras cuya máscara impasible creyó percibir un gesto de curiosidad insolente: una doncella le saludó con enigmática sonrisa, que no se sabía si era de simpatía o de burla para el marido de la señora; creyó distinguir en una habitación inmediata un señor que se ocultaba (tal vez era el otro), y aturdido por aquel mundo nuevo atravesó una puerta, empujado suavemente por su guía.

Estaba en el dormitorio de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol, filtrándose por un balcón entreabierto.

En medio de este rayo de luz se hallaba una mujer erguida, esbelta, sonrosada, vestida con un hermoso traje de soirée, las nacaradas espaldas surgiendo de entre nubes de blondas, el pecho y la cabeza deslumbrantes con el centelleo de las joyas. Luis retrocedió asombrado, protestando contra la farsa. ¿Aquélla era la enferma? ¿Le habían llamado para insultarle?

_Luis..., Luis... _gimió tras él una voz débil, con entonación infantil y suave que le recordaba el pasado, los mejores instantes de su vida.

Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental e imponente como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes, se incorporaba trabajosamente una figura blanca.

Entonces se fijó en la mujer inmóvil que parecía esperarle con su esbelta rigidez, y sus ojos de vaga mirada, como empañados por lágrimas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza con Enriqueta. Le servía para poder contemplar mejor aquellas novedades que continuamente recibía de París. Era el único actor de las representaciones de elegancia y riqueza que se daba a solas para remedio de su enfermedad.

_Luis..., Luis _volvió a gemir la vocecita desde el fondo de la cama.

Tristemente fue Luis hacia ella para verse agarrado por unos brazos que le apretaron convulsivamente y sentir una boca ardorosa que buscaba la suya implorando perdón, al mismo tiempo que en una mejilla recibía la tibia caricia de las lágrimas. Di que me perdonas; dilo, Luis, y tal vez no muera.

Y el marido, que instintivamente intentaba repelerla, acabó por abandonarse entre aquellos brazos, repitiendo sin darse cuenta las mismas palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos, habituados a la oscuridad, iba marcándose con todos sus detalles el rostro de su mujer.

_Luis, Luis mío _decía ella sonriente en medio de las lágrimas_. ¿Cómo me encuentras? Ya no soy tan hermosa como en nuestros tiempos de felicidad..., cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios!, dime qué te parezco.

Su marido la miraba con asombro. Hermosa, siempre hermosa, con aquella belleza infantil e ingenua que tan temible la hacía. La muerte aún no estaba allí; únicamente, por entre el suave perfume de aquella carne soberana, de aquel lecho majestuoso, parecía deslizarse un vaho sutil y lejano de la materia muerta, algo que delataba la interior descomposición y que se mezclaba en sus besos.

Luis adivinó la presencia de alguien detrás de él. Un hombre estaba a pocos pasos, contemplándolos con expresión confusa, como atraído allí por un impulso superior a la voluntad que le avergonzaba. El marido de Enriqueta conocía, como media nación, la austera cara de aquel señor ya entrado en años, hombre de sanos principios, gran defensor de la moral pública.

_Dile que se vaya, Luis _gritó la enferma_. ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo sólo te quiero a ti..., sólo quiero a mi marido. Perdóname... Fue el lujo, el maldito lujo; necesitaba dinero, mucho dinero; pero amar..., sólo a ti.

Enriqueta lloraba, mostrando su arrepentimiento, y aquel hombre lloraba también, débil y humilde ante el desprecio.

Luis, que tantas veces había pensado en él con arrebatos de cólera, y que al verle había sentido impulsos de arrojarse a su cuello, acabó por mirarle con simpatía y respeto. ¡También la amaba! Y la comunidad en el afecto, en vez de repelerlos, ligaba al marido y al otro con una simpatía extraña.

_Que se vaya, que se vaya _repetía la enferma con una terquedad infantil. Y su marido miraba al hombre poderoso con expresión suplicante, como si pidiera perdón para su mujer, que no sabía lo que decía.

_Vamos, doña Enriqueta _dijo desde el fondo de la habitación la voz del cura_. Piense usted en sí misma y en Dios; no incurra en el pecado de soberbia.

Los dos hombres, el marido y el protector, acabaron por sentarse junto al lecho de la enferma. El dolor la hacía rugir; había que darle frecuentes inyecciones y los dos acudían solícitos a su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorporar a Enriqueta, y no las separó una repulsión instintiva; antes bien, se ayudaban con efusión fraternal.

Luis encontraba cada vez más simpático a aquel buen señor, de trato tan llano, a pesar de sus millones, y que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados por aquella velada de sufrimientos, conversaban en voz baja, sin que en sus palabras se notara el menor dejo de remoto odio. Eran como hermanos reconciliados por el dolor.

Al amanecer murió Enriqueta, repitiendo: ¡Perdón! ¡Perdón! Pero su última mirada no fue para el marido. Aquel hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siempre, acariciando con los ojos el maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa: el ídolo del lujo que erguía cerca del balcón su cabeza hueca, sobre la cual, con infernal fulgor, centelleaban los brillantes, heridos por la azulada luz del alba.

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La Marsellesa

    CUANDO Grecia veía en peligro su libertad y las proas de los navíos asiáticos rozaban las peñas de las helénicas costas espantando el enjambre de divinidades poéticas inventadas por la imaginación desbordada de un pueblo artista, la lira de marfil fue cambiada por una lira de hierro; sobre el dulce concierto de los amorosos poetas resonó la ruda voz de Tirteo, haciendo callar las otras voces, y toda la gran federación helénica, con el escudo cubriendo el pecho, la espada en la mano y la visera sobre los ojos, marchó al encuentro del enemigo, entonando el pean , el canto guerrero de un vate cojo y de menguada figura, pero que sentía arder en su interior el fuego de la patria y de la libertad.
      Las repúblicas dé Grecia se salvaron luchando fieramente a los sanes de bélicos himnos que hacían morir con la sonrisa del entusiasmo en los labios. Muchos siglos después, la República francesa triunfa de toda la Europa coaligada, llevando como mágico talismán de la victoria La Marsellesa inmortal, que convertía a los pilletes de París en héroes hornéricos.
      En la leyenda de la República, lo que más entusiasma, lo que más conmueve, es ver cuán íntimamente va ligada la aparición de aquella en todos lo pucblos, con el arte más puro y sublime, con la música, que conmueve el corazón, dulcifica las costumbres y presta al hombre nuevas fuerzas para sostener las luchas de la vida.
      En las monarquías, en los Estados despóticos, el pueblo reza cosas que no entiende.
      En las Repúblicas, el pueblo canta, y su misma voz, sus apasionadas frases a la libertad, hacen asomar a sus ojos lágrimas de enternecimiento.
      Por lo himnos populares puede conocerss el verdadero carácter de un pueblo y escribir toda su historia.
      La Francia revolucionaria del pasado siglo marcó las tres diversas fases de su sublime epopeya con los tres himnos que sucesivamente puso en moda.
      A principios de la revolución, cuando Luis Dieciséis gobernaba a la sombra de una Constitución que solo reconocía exteriormente, la Carmañola fue el canto revolucionario, atacando el pueblo en sus cstrofas ligeras y semibufas, las persona
del rey y de su odiosa esposa María Antonieta. Fue aquel canto algo semejante al grito vengativo, al par que inocente, del muchacho que se rebela contra el preceptor que le azota. Un conjunto de injurias y desvergüenzas que no encerraba ninguna idea.
      Después vino La Marsellesa, himno sublime, inspiración divina, evocación poderosa que con sus sones hace nacer de las piedras guerreros de la República y los empuja a las fronteras para pelear y morir por la patria. Fue el rugido del esclavo que en la suprema convulsión de la furia rompe las cadenas y jura perecer si no puede vivir libre.
      Y por último surgió el Ça irá, salmodia infernal, melopea espeluznante, casi idéntica al rugido de la fiera, y en cuya sorda armonía se cree percibir el fino chirrido de la cuchilla de la guillotina al caer sobre el cuello de las víctimas.
      Grito de cruel satisfacción, de venganza ahíta, que hiela la sangre en las venas y paraliza los latidos del corazón, como en la catástrofe final de una tragedia.
       Estos tres himnos sintetizan las tres diversas épocas de la gran Revolución. La Carmañola es el canto del pueblo que aún creía en el constitucionalismo, que respetaba a los reyes, aunque burlándose de ellos, y que consideraba como un Olimpo de dioses patrióticos la Asamblea Nacional reunida en Versalles.
      La Marsellesa es el himno de la victoria o la muerte; el rugido que lanza Francia cuando, entusiasmada por aquel trueno
elocuente que se llamaba Danton, corre en busca del suicidio o de la gloria; y el Ça irá es el himno grato a la Convención, asamblea extraordinaria, fría, fatal y gigantesca como una tragedia de Esquilo y que, sublime en su crueldad, pasa sin transición a discutir un reglamento para los museos o una ley de instrucción pública, después de haber decretado el exterminio de unos cuantos centenares
de aristócratas.
      De estos tres himnos, solo ha quedado en pie el segundo, como siempre queda lo más noble y elevado. Los otros han desaparecido de la memoria de los pueblos.
      El grandioso himno de Rouget de L'Isle ya no es patrimonio de Francia; ha tomado carta de naturaleza en todos los países donde la República tiene adoradores y ha dado la vuelta al mundo, como Lafayette profetizaba le ocurriría a la bandera tricolor.
      Escuchando La Marsellesa, un escalofrío de entusiasmo recorre los nervios y evócase en la imaginación el recuerdo de aquella gigantesca lucha por la República, en 1793, cuando toda la Francia civil, sin zapatos, quebrantada por el hambre, pero con el cerebro enloquecido por el entusiasmo, marchaba, fusil en mano, contra Europa entera, rogando al mismo tiempo con una grandeza de alma enternecedora a la divina libertad que perdonase a los soldados de los tiranos, los cuales, ignorantes y ciegos, se batían contra ella, a pesar de ser hijos del pueblo.
      Conmovido el ánimo por el sublime ritmo de La Marsellesa, es como se comprende el prodigioso efecto que produjo en Francia y como se aprecia la exactitud del parte de aquel general republicano que decía a la Convención: «Nos batimos uno contra diez; pero La Marsellesa venía con nosotros y vencimos.»

      La historia de este himno sin rival en el mundo es demasiado conocida para repetirla aquí.
     Su autor fue Rouget de L'Isle, músico y poeta, que a estas facultades reunía la de excelente soldado.
     Cuando la patria estaba en peligro en 1792 y una cruel carestía martirizaba la hambrienta Francia, el patriota Dietrich, alcalde de Strasburgo, ofreció una noche al militar soñador la única botella de vino que tenía en casa a cambio de un himno que inflamase el entusiasmo de los soldados que iban a marchar a las fronteras.
      Rouget pasó la noche llamando a la inspiración, luchando con lo desconocido, bregando por aprisionar en los hilos del pentagrama y en las sílabas poéticas aquellas vagas armonías que, indecisas como las neblinas del sueño, flotaban en su cerebro. El corazón compuso más que la mano; la obra fue creada a saltos, formándose y adquiriendo cuetpo al mismo tiempo la música y la letra, y al fin por las azuladas brumas del amanecer salieron revoloteando las primeras notas de La Marsellesa, que en su peregrinación por el mundo, debían pasar por todas las naciones dejando tras sí una estela de fuego.
      El soldado poeta tituló su himno Canto del ejército del Rhin, pero cuando los quinientos republicanos marselleses fueron desde la orilla del Mediterráneo a la ciudad del Sena, para derribar la monarquía en la sangrienta jornada del 10 de agosto, entonaron el himno, todavía desconocido, en su marcha por los caminos de Francia, y esto bastó para que el pueblo unánimemente lo bautizase con el nombre de Marsellesa.
      ¡Pobre Rouget! Su obra no le produjo más que disgustos, triste suerte reservada a todos los autores de invenciones sublimes.
Su madre, vieja realista y fanática, a la que él amaba con delirio, escribiale con dura expresión desde el castillo donde vivía rodeada de una altiva pobreza: «¿Qué himno es ese que canta una horda de bandidos al atravesar Francia y al cual va unido nuestro nombre»
      Tras la ruda reprensión de la madre, vino la ingratitud de la República con el artista que tantas victorias la proporcionaba, ingratitud que llegó hasta el sarcasmo.
      Rouget, que era girondino, al caer este partido en la desgracia fue condenado a muerte y tuvo que huir por las montañas del Jura, departamento donde había nacido.
     Cuando, ocultándose tras los gigantescos y calcinados peñascos, trepaba a las altas cumbres, abandonado de los hombres y confiando únicamente en Dios y en sus fuerzas, vio a lo lejos, en el fondo de un valle, un grupo de hombres con fusiles y gorros rojos, que marchaba en su persecución.
      De pronto, una ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un canto que le hizo palidecer, deteniendo su paso. Fijó más su atención, y las notas de aquel himno, aunque debilitadas por la distancia, despertaron en su memoria el doloroso eco que produce una frase de ingratitud.
      La República le perseguía cantando La Marsellesa; pero este sarcasmo, en vez de indignarle, solo le hizo caer al suelo desfallecido, arrancando a sus ojos lágrimas de inconsolable tristeza.
      Rouget sobrevivió a la Revolución, muriendo pobre y oscuro en la segunda década de nuestro siglo. Antes de morir, escribió  mucha música y no menos versos, pero su talento artístico en su incesante giro, solo una vez se puso en contacto con la divina inspiración, y de este luminoso beso nació La Marsellesa.
      Su nombre es inmortal, pues vive eternamente encerrado en las armonías de ese himno, que encontrará cantores mientras existan hombres en el mundo.
      La Libertad tiene su panteón, donde moran las sombras de los grandes hombres que por ella trabajaron.
      Allí, entre Danton y Hoche, la palabra y la espada de la República, y frente al gran satírico Desmoulins, que fue la pluma de la Revolución, álzase la melancólica figura del autor de La Marsellesa; sobre su pecho descansa la férrea lira que heredó de Tirteo y de cuyas cuerdas brotaron armoníastan enérgicas y sublimes cual las arengas de la Convención o tan potentes y arrolladoras como las
bayonetas de los soldados de la República.

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A MARIA

Asombrar todo el orbe con mi espada.

Ser fiero vengador del inocente.

Verme aclamado por extraña gente.

Conquistar la región más apartada.

Libertar a mi patria amenazada

y defendiendo lo que el pecho siente

escupir al tirano en su alta frente

y morir tras la heroica barricada.

Llegar al sol con vuelo violento.

Envolverme en mi haz de rayos rojos

y mecerme en las ráfagas de viento.

Son dichas que no acaban mis enojos,

como el perfume de tu tibio aliento

y las miradas de tus negros ojos.

 

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NOSTALGIA

¡Oh, vientos que pasáis barriendo el suelo

de la inmensa ciudad que el Sena baña!

¡Si es que a mi patria vais, os acompaña

de un proscrito infeliz el loco anhelo!

Cuando hasta ella lleguéis en vuestro vuelo

decid, por Dios, a mi querida España,

que el llanto del dolor mi vista empaña

al verme lejos de su hermoso cielo.

Decidla que me guarde mi tesoro;

la madre, cuya voz soñando escucho,

y la dulce mujer a quien adoro.

Y decidla también que si ahora lucho

con la nostalgia y desterrado lloro,

 

por el delito fue de amarla mucho.

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