Meliano Peraile

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Los chicos

 

 

 

Gran negocio

LOS CHICOS

En el patio, alrededor del pozo, están la media tarde, cribada por la higuera, y el taller: martillo, tafilete, chaira, cerapez, suela. El pozo exhala frescor. La higuera derrama sombra. Por eso Wences, el zapatero, traslada puntual, cada 15 de abril, su obrador de invierno, desde la sala ancha, con vigas negras en el techo y baldosas de tierra sanguina en el piso, al patio espacioso, su obrador del tiempo amable, con rosales que pintan rosas blancas, rosas amarillas y rosas color de rosa. El lilial de Doña Manolita, encaramado en lo alto de la tapia medianera, asoma al patio un urgente olor a lilas.

_Que a ver cuándo me tiene usted el aparejo de la pierna tonta.

El zapatero Wences, sentado en la silla de zapatear, levanta los ojos del encerar el cabo con la cerapez, vuelve la cara y encuentra a Sixto el Perniquebrado en el marco del postigo que da a la calleja de la Melancolía.

_Si tienes mucha prisa, échate a buscar otro maestro que te guarnicione el pie que llevas en altar, porque estoy con las botas de don Pedro Angel y tengo corte hasta..., miércoles, jueves, viernes..., hasta el sábado. Conque ya tienes razón y cuenta.

_Pero si le vine con el encargo por la Pascua y estamos en la linde de la Ascensión. . .

_¿Tú me has visto algún día mano sobre mano? Desde el portal del año, allá por los Inocentes, me empleo en las botas de don Pedro Ángel, mañana a mañana, tarde a tarde, sin levantar cabeza, y ha de estremarlas el día del Arcángel.

_Mírela usted, mi bota de escalón. ¡En la agonía! Que en mi pie, no; que en el muladar debiera estar su sitio.

_Acércate en pasando la Ascensión a ver si te he podido aviar la bota de la pierna ascendida.

_Es que si no me apareja usted, me deja en casa más quieto que San Román, que no sale más que el año que no llueve, a ver si nos allega la lluvia... y de los chicos qué me dice...

_Pues, no sé, hombre; no sé qué te diga. Ayer los esperaba. Rematé la tarea y me estuve aquí donde me ves, al acecho, hasta el anochecido, hasta que la campana dio el signo de la oración, esperando de una luz a otra verlos llegar. Porque tenía un porqué. El lunes, de hoy en dos días estuve en Valdeálamos, a probarle a don Pedro Ángel que anda transpuesto allí como albacea de la ,muerte de su hermana, pues, como te digo, en Valdeálamos me encontré unos compañeros de los chicos. De modo que éstos no deben tardar.

_Bueno, Wences, a ver si llega bien campante esa familia. Y no me eche en olvido la bota, que mi pierna, sin su trono, pues no me responde. Sin su escaño, mi pierna marchita es cosa baldía. Como jilguero sin aire.

La manzanilla silvestre abre sus mínimos parasoles amarillos en un rincón. La higuera aplaca al sol y asombra al patio. El lilial se asoma gigante por sobre la tapia, desde el patio de doña Anita. El lilial asomado huele a lilas.

         "Encaramado en la horca del pozo, hijo mío, cómo las robabas."

Wences el zapatero cultiva las futuras botas de don Pedro Ángel, laborea el curtido y habla solo.

"Y luego componías un ramo para Rosarito."

Wences el zapatero habla solo. Le oyen la higuera, la hondura que respira el pozo y la malva que engendraron el rincón y el agua de mayo. Tal vez le oye el lilial de doña Anita, preso y medio fugado, amarrado a la tierra y huido; por sobre las tapias medianeras. Pero nadie escucha a Wences el zapatero. El retrato del hijo está allí en el alféizar de la ventana de la sala al patio; está allí desde que Wences lo trasladó del obrador de invierno al obrador del tiempo amable. Pero el retrato del hijo no dice nada. Ya, ni siquiera "padre". Antón, el carpintero retirado, cuando los hijos le acicalaron la carpintería con máquinas: serradora, cepilladora, portaserrín, se esmeró en el marco.  Wences el zapatero forró el marco de piel de cabritilla color pergamino.

Y una tarde los dos, Wences el zapatero y Antón el carpintero, enmarcaron la foto del muchacho, en uniforme militar. "Tal vez se me quedó en la mili." "Tal vez se me emigró." "Quizá se me murió aquel día." "Quizá aún me vive."

_¿Qué se hace el maestro?

_ Hola, Antón! No te empantanes en el postigo. Anda, pasa, que te guardo un mandao.

_¿De tu cosecha? ...

_Hombre, ya sabes que Wences ni siembra ni coge; que mi almazara y mi jaraiz son el taller donde mismo me ves aparando las piezas de las botas de don Pedro Ángel…Pero, de mi cosecha o no, tú pruébalo, y después de probar, habla.

_…¡Buen vino, sí, señor! Esto me huele a bodega de don Pedro Ángel... Y que ya debes andar rematándole la guarnición del andar, que estamos asomaos a la Ascensión.

_Hombre, ya va quedando menos... Con motivo de la segunda prueba, me regaló media arroba, de la cual acabas de beneficiarte.

_Y de los chicos ¿qué?

_Pues que ya han de venir llegando.

_¿Vas a acudir a la partida?

_Hacerme un sitio, para las siete. A esa hora ya he de haber recibido a los chicos y me agrego al tute.

Antón, el carpintero, primoroso con con el haya, único con el nogal, admiración con el castaño y el envero, jubilado por la máquina que concluía antes, se marcha hacia la partida. Vences sigue casando las piezas de las botas de don Pedro Ángel. A cada rumor suspende la aguja y aplica el oído al aire y vuelve al vaivén de la aguja: un ladino animalillo inquietante, de rabo de cáñamo lúcido, que desaparece en el espesor de la piel y aparece al otro lado. Vences ha oído ruido, murmullo. Suelta la lezna, ausculta el ámbito, ladeando la oreja…Descubre el abejorro autor de la inquietud, en la sombra íntima de la higuera que tiene sus múltiples manos abiertas.

_Quiere Dios alargarme esta ansiedad.

Vences corta una retajadura de piel con la chaira; encera el cáñamo; se detiene en la faena y clasifica y relaciona los tonos, los crujidos, las voces que el aire porta y mantiene. Tafiletes, adornando. Se dispone a solar las botas de don Pedro ängel.

_Hola, chicos.

Entre los alones de la higuera y el ventano del granero, vuelan y revuelan los chicos. Ella, la frente dorada, la cola blanquinegra, aletea abriendo y cerrando el abrazo del saludo contra el pecho amarilloso. Él pía en su garganta color ocre, hinchando la banderola negra que le cruza el pecho.

_¡Bienvenidos, chicos! Hala, ahí, donde siempre, tenéis vuestra casa lista y vuestra habitación compuesta, aderezada con yerbas, mullida con plumas, y unas moscas de cena. ¡Todo el año esperándoos!

La chica chisporrotea, planea aliabierta bajo la umbría de las ramas y, antes de concluir la segunda vuelta, sesga, cruza el umbral del ventano alto y entra en el granero, vestíbulo de un piso colgado en una viga, junto a la tejavana. El chico esprinta a toda ala el circuito libre entre  el desparramarse de la higuera y las paredes del patio. De pronto, sigue a su chica.

En el tute, Antón el carpintero, destituido por "Hijos de Antón Guijarro, Carpintería mecánica", pregunta a Wences el zapatero:

_y ¿cómo te aventuras tú a certificar sin una pizca de quién sabe que éstos y ningunos otros que se presenten son tus chicos?

_Pues porque tengo una certeza fija como los olmos de la olmeda. Una señal tan sin fallo como el que vive en Roma. .. Vienes mañana, te los presento: "Aquí, mi chica; aquí, mi chico". Tú fíjate bien, él porta en el pestorejo dos lunares encarnados, y ella, con decirte que está enamorada, no te digo más: "En la sombra de mi amor resido".

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GRAN NEGOCIO

DON EUSEBIO y Sebín entran en el despacho, secándose el sudor.

_Ahora guarda eso _dice el padre, lanzando el balón_ y vete a la ducha.

El muchacho atrapa el cuero en el aire y remolonea.

 _¡Hala! _ordena don Eusebio_. Que te enfrías.

_Es que la alcachofa está atorá y el herrero no ha hecho caso del mandao de que venga a arreglarla.

_"Recado", Sebín; ahora se dice "recado".

_Los amigos dicen mandao y si tú les sales con "recado", se vuelven a acordar de cuando vinimos y te saltan con "el Melindres".

_Bueno, busca la regadera; estará en el patio, al lado del brocal, o mejor, aguarda, nos ducharemos abajo, no sea que enredes en el pozo.

Don Eusebio va en busca de una toalla.

_jSebilín! ¿Tú sabes dónde hay toallas?

_iEn el segundo cajón de la cóoomoda!

El padre riega al hijo en mitad del patio. Después, tapan el pozo, Sebín se sienta en la tapa, don Eusebio le da la regadera y se mete en el pilón.

_Uf, Uf. Más flojo, Sebín. Uf. Basta. Ahora vete a tu cuarto y haz veinte minutos de gimnasia. A ver si tocas el dintel con las yemas de los dedos.

_iY más! Ayer daba en el montante.

_Pues, a seguir. Y luego respiratorios.

_Pero si "el Rafa" brinca menos que yo, por alto nada, y lo quieren poner. Y por lo ratero no se estremece ¡como un mojón!

_"Rastrero", Sebín, "por lo rastrero".

_Quiá, ratero, padre, como las ratas.

_¿ Ya no me dices papá?

_Se me ha ido. En el pueblo todos los muchachos dicen padre y, si te calan el dengue, te empinan como a un santo y los otros detrás:

"¡Melindres, fulero,

 no tiene camisa,

se merca un chaleco!"

_Anda, sube a tu alcoba; mira en el libro, ejercicio dieciséis, me parece que son veinte minutos.

_¡Si al remate no me ponen! Al maestro le choca más el Rafa, como ainas fue su tío.

_Te he dicho que saldrás tú. ¡Dónde va a parar el Rafa contigo! El maestro me ha pedido que lo reciba. Vendrá a rogarme que te deje. ¡Cuidado con la escalera! ...

 Poco después, don Eusebio sube a su despacho, abre las ventanas, mira afuera. Por las anchas veredas del solano van tardas las palomas, sombríos los vencejos. El conjunto de las golondrinas lo está haciendo "más difícil todavía" en la cuerda floja del viento. Señor de un dilatado feudo azul, el gavilán asoma, inmóvil, en su torre de acecho y de traición.

Don Eusebio manipula en la radio. Antes de sentarse, mira otra vez por la ventana, estirando el cuello, volcando el esternón en el antepecho, de puntillas. Por fin, deja caer su cansancio en un sillón. Tiene enfrente su título; sobre una fecha que fue clara y es borrosa, su nombre y apellidos rodeados por una orla que él sabe cómo era dorada. Más abajo, en un anaquel de la biblioteca, ve las cubiertas de su tesis, que tenían un color vivo, candente, escandaloso, y tienen un tono desvaído, gris, apagado. Dentro de un marco, Aurora le sonríe. Es aquella sonrisa que le sacaba los libros del estante y los abría para que se oreasen y desentumeciesen.

Hacía muchos años que don Eusebio no entraba en el despacho. Antes, porque él y Sebín no vivían en el pueblo y, después, porque temía afrontar el compendio de una historia que le abruma: tres capítulos breves, directos: el título, la tesis, la sonrisa de Aurora dentro de un marco. Pero esta mañana buscó el llavín, fue por una pluma al gallinero, se encaró con los vasares de la alacena, cubiertos todavía con los papeles historiados del último jueves de Aurora, como balconcitos peripuestos en día de función, revolvió, sin reparos, la clara estirpe de la porcelana con la alfarera estofa de los pucheros, mezcló sin miramientos el tono grave de las orzas y  grito agudo del almirez, y descubrió, por fin, la alcuza. Purgó cerradura y abrió la puerta del despacho vuelve a mirar por la ventana, escruta la esquina de una bocacalle. Allí, el sol afila, con dorados destellos, su embotada armería tardecina, y don Eusebio clava los ojos; allí las golondrinas toman la curva, a toda ala, con asombroso estilo.

Don Eusebio sale del despacho, grita: _

_Voy abajo, a la bodega. Basta, Sebín.

 Se le apaga la vela en el sótano, anda a tientas, escupe telarañas.  

Oye llamadas en la puerta de la calle. Sube de dos en dos los peldaños, quiere contestar, carlea en el rellano, logra hacerse con la garganta.

_¡Vaaa...!

¡Quieto Sebín! ¡Voy yoo!

En la calle, bajo el dintel, frente al solano, tiemblan golpeados, los viejos cuarterones de la puerta.

Echando el bofe, don Eusebio sopla el polvo de la mesa del despacho, vuela al comedor, vuelve con unas copas, descorcha una botella, vacía cuatro dedos de vino en un cesto colmado de rotos papeles amarillentos.

_¡Vaaa! ¡Sebín, cierra la puerta de tu cuarto! Baja de prisa, desecha las aldabas.

_Buenas tardes, señores. ¡Cuidado don Julián que hay un escalón!

_No se apure, don Eusebio, esto me lo ventilo a ciegas. Venía yo con mi abuelo hace. . . Vean ustedes; mi madre murió de treinta y uno y mi abuela la tuvo de veintidós; así que. . .

_Voy a hacerles subir, pero en esta planta no tengo habitación visible.

_Por Dios, sin cumplidos _dice don Félix.

 Don Julián sube terne en sus cálculos:

_Pues la friolera de cuarenta años que trasteaba yo zaguán, arañando el rodapié... _

Don Eusebio extrema la amabilidad:

_Siéntense, amigos. Don Félix que los enfermos cansan. Y no digamos la escuela, don Julián. ¿Cómo va esa cañada, Marcelo? ¿Y el cargo? Pesa la alcaldía, pesa. . .

_Hombre _dice samugo el alcalde_, no es que llegue mayores, pero cada majuelo, pongamos, tiene su filoxera.

Adula don Eusebio:

_Ya, ya se nota su presencia en la Casa consistorial.

_Pues que uno tiene buenos vientos y se bandea.

 Don Eusebio coge la botella.

_Yo ya le di un tiento. ¡Es gloria!

El maestro se sienta. El médico paladea con morro de catavinos. El alcalde, amorrado, farfulla.

 _No... no veníamos propiamente a sentamos. Aquí... don Julián le dirá...

_Pues, sí, a mí me toca. Es el oficio. "Que usted sabe decir las cosas, don Julián", "Don Julián que usted entiende los problemas...

El maestro ha enmudecido. El alcalde saca la yesca, el eslabón, apuña el pedernal. Don Eusebio escancia, tieso, frente al gesto taimado del alcalde. El médico se distrae ojeando los tejuelos de la librería. Don Eusebio descarga su copa sobre la mesa.

_¿No irán a decirme que lo han descartado?

El maestro se ladea y murmura, sin dar la cara: _

_Eso es lo que iba a decirle.

Después abre los brazos y recalca:

_Por encargo de la Comisión, naturalmente.

Don Eusebio sorbe de su copa, se enjuga un labio con el otro y deja caer las palabras.

_Quizá todavía podamos entendemos, señores. . .

El alcalde, zaíno, se justifica.

_ Tratándose de la dirniá de la Villa no podemos andamos con el almocafre, don Eusebio, hay que echar el azaón.

Los ojos del médico vuelven del ojeo por el coto de la librería, dejándose tocadas dos piezas que luego piensa cobrar, con el permiso del dueño. Explica:

_Al orgullo del municipio le ha entrado la calentura, don Eusebio, y yo no columbro más remedio que el de que los chicos ganen el partido.

El maestro concilia:

_Ya habrá coyuntura. En otro lance menos crítico, menos arriesgado, jugará Sebín, qué duda cabe.

Don Eusebio trasvasa, reparte las copas, pregunta, moroso:

_¿Pero la Comisión pensaba construir un campo de reglamento..?

El doctor descarga sus manos sobre sus rodillas. El alcalde alza la cabeza. El maestro, que ha leído a Calderón en "Joyas de la literatura universal", exclama, súbitamente en situación, recargando el énfasis: ¡Y los sueños, sueños son!

Don Eusebio va calculando sus palabras:

 _Pues no; no me es grato, pero habré de rectificar mi propósito... Resulta que yo tenía pensado, ceder…, regalar... el haza de Rubielos. Naturalmente con una sola condición…

El maestro se pone en pie, insinúa:

_En ese caso, no estaría de más volver sobre el acuerdo. ¡Quién dice que no hay manera de entenderse! ¿Qué opina nuestro alcalde?

_Pues que Marcelo nunca ha retrancao para un apaño.

_¿Y usted doctor? _sondea el maestro.

 _Hombre, el haza de Rubielos tiene sus fanegas y el aparejo de las tapias… Podíamos probar al chico y si responde…

 Don Eusebio abre la puerta del despacho, grita:

_¡Sebiiín! ¡Coge el balón y baja al porche. Ahora voy yo!

 Después dice:

_Ustedes pueden observar desde las ventanas del troje. Ya saben, por aquí, al otro lado del pasillo.

Don Eusebio chuta fuerte. Sebín, entre los dos pinos puntales de un lateral del porche, bloca el balón que le llega franco, se estira, despeja el shoot esquinado. Arriba, en un ventanuco, el alcalde muerde impasible el faria, el maestro asiente, cabeceando, y el médico se apresta a no olvidar el pedirle a don Eusebio los dos libros, y vocea:

_¡Bien! ¡Basta! ¡Suficiente!

El alcalde escupe un caldo negruzco con peces de tabaco y se retira del antepecho. El maestro aplaude. Don Eusebio corre a la escalera.

Le aguardan en el despacho. El maestro con los brazos de par en par.

_Su palabra por la nuestra y, ¡hecho! _se refocila el doctor.

Don Eusebio echa en las copas. El médico le habla de los libros.

_¡Naturalmente, don Félix, cuantos guste! ¡Ah! Cuando ustedes dispongan se firma el documento. El maestro sonríe, diplomático:

_Eso cualquier día, ¿verdad, Marcelo?

 _La palabra de aquí digo que va a Roma, pero quién quita que. . .

_Nada, nada, esta noche queda arreglado _tranquiliza don Eusebio_. A las once en el casino. ¿Avisan ustedes a la notaría? El médico se guarda los libros, saca el reloj de un bolsillo del chaleco, y apremia:

_¡Hala! En el tresillo cogemos al notario.

El maestro estruja las manos de don Eusebio:

 _¡AlbrIcIas!

_Todo se agradece _camandulea el alcalde.

_Hasta las once, amigos.

Don Eusebio echa la aldaba, sube la escalera, lento, apoyándose en la baranda.

_¡Sebín! ¡Sebín! Esta noche tengo que ir al casino.

_¿Y yo aquí. solo? .

 _Cuando Justa nos dé la cena, le pedimos que te quede o que venga el Dimas.

 _¿Es un buen negocio, padre?

 _Pues, sí; un buen asunto, un negocio grande. ¡Ah, como dije,  vinieron a rogarme que te deje jugar el partido.

 Don Eusebio y Sebín, de codos en el alféizar, miran a la callé Los murciélagos relevan a las golondrinas. Una galera colmada de mies pasa como un raro galeón por un estrecho río de polvo. Cruza, despechugada, renegrida, corva, una cuadrilla de segadores Viene, abrumada bajo la toca, metida en una estameña halduda y parda, el paso menudo de la Justa. 

La Justa sirve al señor y al señorito. El reloj de péndulo, salmodia en la sala de al lado, su teoría del tiempo.

Don Eusebio se levanta.

_Ahora te acuestas.

_Si no estoy cansado.

_Pero es hora. ¿Quieres que te ayude?

_Mejor espero a que venga el Dimas.

_Sin triquiñuelas, Sebín. Ni álbum ni cuentos ni monsergas. Te dejo en la cama y apago.

En la alcoba, don Eusebio desata los cordones de las botas de su  hijo, le tira de la pierna ortopédica, y apaga la luz.

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C. J. CELA     JUAN GOYTISOLO    ANTONIO MARTÍNEZ MENCHÉN    ANDRÉS SOREL

  JUAN PEDRO  APARICIO     LUIS LANDERO     TERESA ARANGUREN

 

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