Camilo José Cela

ÍNDICE

Viaje a la Alcarria   

Judíos, moros y cristianos

El fantasma  de Dantón  

Marcelo Brito

Noventa minutos de rebotica

POEMAS

En forma de mujer que dicen...

Toshiba 5 (II)

Fray Trece de Minglanilla

  En la mesa de la profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos.
 Desde fuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y
niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una
niña.
  _A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?
  El niño no titubea.
  _Cristóbal Colón.
  La maestra sonríe.
  _Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?
  _Isabel la Católica.
  _¿Por qué?
  _Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.
  La maestra complacida, le explica al viajero:
  _Es mi mejor alumna.
  La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El
viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le
pregunta:
  _¿Cómo te llamas?
  _Rosario González, para servir a Dios y a usted.
  _Bien. Vamos a ver, Rosario, ¿tú sabes lo que es el feudalismo?
  _No, señor.
  _¿Y el Islam?
  _No, señor. Eso no viene.
  La chica está azarada, y el viajero suspende el interrogatorio
.

                                                              (Viaje a la Alcarria)

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Judíos, moros y cristianos

 

VI

DEL SACRO TORMES, DULCE Y CLARO RÍO

E

l vagabundo amaneció en la Venta de Pinilla, a una legua de Ávila, en el cruce de la carretera de Béjar, por Sorihuela, con la de Venta del Obispo, por el puerto de Mengamuñoz, entre la Serrota y los Baldíos. La mañana está fresquita y el valle Amblés, tierno y ventilado, se

ofrece, descaradillo y silencioso, casi como una niña: también esperanzado y recoleto, según se mire. La Venta de Pinilla es lugar que pertenece al Fresno, pueblo entre montes mansos. El vagabundo _la Colilla a la derecha _ camina contento y con las carnes alegres. Al vagabundo, como a la subigüela, le va bien el aire libre, le hace bien. En el arroyo Bascarrabas, que muere en el Adaja, no debe

ser nada fácil morirse ahogado; a veces, en el arroyo Bascarrabas,que pasa por la Colilla, no es fácil ni mojarse. El perro de un pastor ladra al vagabundo que va por el camino. El vagabundo, para no darle un cantazo, le amaga con la voz.

_¡To, chucho!

El perro, con el rabo entre piernas, sale huyendo despavorido y mudo; se ve que es un perro más bien previsor, un perro muy hecho a llevar las de perder, a salir siempre escaldado y con la peor parte. La Serrada _,¡qué bien se anda, cuando se anda bien! _ queda, allá en su dulce y ocre ladera, a la misma mano, y Salobral, en su vallecico, se enseña enfrente, a la mano contraria. Salobral es un poco el eje del valle Amblés, blanco y abierto, que se muestra,

amoroso y discreto, como una novia: también anhelante y tímido, según se quiera.

Frente a Muñopepe, el vagabundo hace su primer alto para repostar. El reposte que, a lomos, carga el vagabundo, ni está repleto, ni huele como la cocina de las bodas. La despensilla del vagabundo, a juego con el paisaje, presenta sobrias las inclinaciones y parda la color. En Ávila, el vagabundo gastó demasiado dinero y, en el camino, para reponer sus fuerzas, no ha de tentar su bolsa, flaca ya de todas

las flaquezas. Por el barbecho _ ¡ay, quién fuera lebrel! _salta la liebre, confiadamente, y a medio centenar de pasos del camino _ ¡ay, Dios, el perdiguero! _ revuela la perdiz, sin apresurarse. Sabe bien la cecina cuando no hay otra cosa, y cuando a la gana la sujeta la necesidad.

Desde la Venta del Peseto se ven Padiernos y Aldealabad, cada uno a vista. Los mozos de Padiernos, templados y de palo pronto, trabajan la tierra y miran por el ganado en la dehesa Adijos, en la dehesa Montefrío, en la dehesa del Pedregal, en la dehesa de la Rinconada. Por Muñochas, un clérigo caballero en un muleto castellano se cruza con el vagabundo.

_Buenos días nos dé Dios, buen hombre.

_Buenos días nos dé Dios, padre cura.

El clérigo lleva el bonete con barboquejo y el balandrán raído y desabrochado hasta la panza, para mejor cabalgar.

En Muñochas, pueblo algo retiradillo de la carretera, el vagabundo tuvo, hace ya muchos años, una novia albina que sabía guisar el cabrito como nadie. El vagabundo _ ¡lo que son los hombres! _ sólo recuerda que se llamaba Sebastiana, que tenía las caderas recias y que hablaba, a menudo, de una dehesa nombrada Pedrogallego. El tiempo, que todo lo borra, no había podido borrar del todo la memoria

de Sebastiana en el corazón del vagabundo.

Por el monte Garroza, en Muñogalindo, se apareció una vez un fantasma que espantaba al ganado, perseguía a las mozas y se llegaba, en la noche escura, hasta la huerta, a robar los tomates. Le dieron varias batidas, pero no lo pudieron coger, ni vivo ni muerto. Hay quien dice si no sería un chusco, medio lelo, que se llamaba Martín Domínguez y que mataba los lobos a cintarazos: un pastor de Muñana que no obedecía a su padre y que criaba pelo hasta en la palma de la mano. La verdad nunca se llegó a saber. Muñana, en sus cuatro arroyos _ Gallegos, Goril, del Molinillo y de Navatimal_, es pueblo que vio arder su caserío desde el monte Cabezo, cuando la de los franceses. El vagabundo, en Muñogalindo, tira por el camino de Solosancho y las ruinas de Ulaca, dando de lado derrotero, que tan bien conoce, de Villatoro, el único pueblo _ de Ávila a Piedrahita _ a horcajadas de la carretera.

A la altura de Solosancho, al pie del paso de Baterna, el vagabundo echó un par de tragos de su cantimplora. Por el camino, venía una mujer, greñuda y con cara de sargento seco, arreando un jaco matalón que cargaba un inmenso ataúd mal terciado. La mujer miró para el vagabundo con

un mirar que el vagabundo no se aclaró si era de súplica o de desdén. El vagabundo se quitó la boina.

_Dios se lo pague.

_Dios le dé resignación, hermana.

La culebra cruzó, sucia, taimada, y vestida de polvo. Un perro aulló, prolongadamente, poniendo un hipo de pavor en su quejido. El jaco pegó un bote al tiempo que la mujer pudo trincarlo del ronzal.

_¡So, macho! ¡Cabrón!

El caballo porfió, sacó fuerzas de flaqueza y, a poco da con el muerto en tierra.

_¡Ah, qué bestia del diablo, que ya me lo tiró, ahí más abajo! ¡Ah, qué macho gurrufero, que debía matarlo, de dos trancazos!

Un cuervo revolaba la escena, a lo que cayese. El vagabundo, mientras la mujer y su cadáver se perdían tras un recodo, pensó que el vino le había sabido a vinagre; para comprobarlo, el vagabundo volvió a atizarse otro latigazo al gañote.

_No; está bueno, debía ser aprensión ...

El vagabundo, aunque no es supersticioso, prefirió dejar el camino que llevaba.

Al sur de Solosancho, en el cerro Castillo, quedan los restos de la militar y prerromana Ulaca, capital de todos estos contornos. Ulaca fue plaza fuerte, que los hombres amurallaron en los estrechos pasos que Dios dejó entre piedra y piedra. En Ulaca encontraron, los pastores, los excursionistas y los sabios, por este orden, un inmenso toro de granito, duro y manso y con más de dos mil yerbas.

A orillas del Adaja y saltando tapias, el vagabundo, a eso de la media tarde, llegó a la Hija de Dios, lugar que se recuesta en los montes de Majafiores. Este Dios no es Dios Padre Todopoderoso, que gobierna el mundo desde su trono celestial, sino un ventero, Juan de Dios, que murió viudo y dejando en este valle de lágrimas a una hija moza que hubo de gobernar _ a la fuerza ahorcan _ la venta y su clientela de arrieros, trajinantes y truchimanes de todo pelaje. De la Hija de Dios a Blacha se va en un voleo y de Blacha otra vez a la carretera de Villatoro, en muy poco más.

El vagabundo, otra vez en terreno conocido, respiró:

_¡Ah!

La noche cayó sobre el vagabundo frente al camino de Muñana, y el vagabundo, al pie de unos álamos negrilIos, cayó rendido sobre el santo suelo. Contra todos los pronósticos, el vagabundo no soñó nada aquella noche.

El vagabundo, a la otra mañana, se despertó aún a oscuras, y los primeros claroles del día fueron a acariciarle pasando por el Gran oasis, cerrado, de tan temprano como era, a cal y canto. El Gran oasis, en término de Amavida, no es una venta, ni un parador, ni una posada; el Gran oasis, aunque parezca raro, es una pastelería. Su dueño, el repostero Pedro Martín, que es viejo amigo del vagabundo, estudió en Alcázar de San Juan las difíciles artes de las tortas, practicó en Madrid los cautelosos temples del oficio de confitero, e hizo la guerra del 14 con los

americanos, en la dulce Francia. Después, en la corte de España, abrió un establecimiento de bello nombre, La flor de Castilla, hasta que, nostálgico y harto del mundo y de sus vanidades, eligió, como fray Luis de León, la solitaria y escondida senda de la sabiduría y fundó el Gran oasis.

El hombre trabaja en lo que sabe y vive donde quiere, aquí no hay engaño. El que la oveja, el grillo y el verderol no compren pasteles, no es culpa suya; tampoco lo es el que los niños, las muchachitas en agraz y los padres de familia en mañana de domingo, pueblen las latitudes que a él no le gustan. Hay cosas de las que no se puede culpar a nadie, ésa es la verdad.

Una mala mañana, el pastelero Pedro Martín, en compañía de su colega de Béjar el señor Cela, se llegó a dejar unos postres en el vecino pueblo de Serranillos _ en las primeras trochas de Gredos y las últimas de la sierra de Mijares_ con tan mala fortuna que se le fue un pie entre dos peñas y allá rodó, envuelto en su manta y rebozado en su merengue y en su crema, hasta que San Cristóbal, patrono de los caminantes, y el señor Cela, dulcero bejarano, pudieron liberarlo de tan duro trance. A poco más, se mata.

Muñotello y Pradosegar, a un lado y Amavida y Poveal al otro, son pueblecitos de colina y sosiego, caza de pelo y cereal, tierra pobre y cielo azul y dilapidador. Los de Muñotello, en un alarde de imaginación y democracia, llaman río del Pueblo al río que pasa por el pueblo. Los de Pradosegar, los pastores y los cazadores de Pradosegar, pescan la anguila en el arroyo de los Tejas, que baja de

la Serrota. Los de Amavida, los labriegos y los leñadores, los hombres que fueron cabos en Melilla y los mozos sin historia, los carreteros y los taberneros y los quintos de las quintas, que rezan a Nuestra Señora de Izquierdos, ramonean la encina, cuando pinta en oros, por el monte Moheda. El Adaja cruza, camino de Ávila, por los tres términos. Poveda, en su pobreza, por no tener, no tiene ni un recodo del río Adaja en que mirarse.

El vagabundo, en Villatoro, palpa, emocionadamente, los lomos de los toricos ibéricos de la plaza, que son duros y humildes como soldados y que saben más historia de España que nadie. ViIlatoro, con lo poco que queda de su castillo y con lo que el tiempo _ esa muela de moler las piedras _ va dejando de su vieja parroquia, tiene un aire noble, vetusto y vergonzante, de hidalgo venido a menos: de hidalgo que, ya que no la panza, sigue manteniendo la frente en alto y orgullosa. En el monte de la Bardera nace, agua de piedra, el saltarín Adaja.

Sobre los tejados de Casas del Puerto de Villatoro, que llegan ya a la carretera, vuela, pausada y abacial, la alta cigüeña. La cigüeña, el búho y el golorito son los tres pájaros que más útiles y mejores cosas han enseñado al vagabundo. Casas del Puerto de Villa toro crece entre la Serrota, al sur, y al norte, la sierra de Ávila. La cigüeña inició al vagabundo en las conveniencias de no dejarse ver sino por temporadas. Casas del Puerto de Villa toro se estruja

entre las peñas que dicen Aguda, la Tocona, la Pajarita y los Cuartos. El búho adiestró al vagabundo a no pestañear y lo hizo, a fuerza de golpes, maestro en los nada fáciles arcanos de la paciencia. Casas del Puerto de Villa toro es pueblo con tres docenas de fuentes. El golorito instruyó al vagabundo en las sanas tendencias de cantar, pase lo que pasare, como un loco y sin pedir permiso.

Al río Corneja, allá por Mesegar, cae el río Sancedoso; el frío y limpio Corneja brota en el Burladero, cerro de Navacepedilla. El vagabundo _ y ya fuera de cuenta también_ aprendió, del gorrión, a poner buena cara al mal tiempo; de la zurriaga, a dormir en el suelo; de la nevatilla, a vivir del aire, entre sorbo y sorbo de agua. Al río Sancedoso, acá por Casas del Puerto de Villatoro, cae el río Merdero; el vagabundo recuerda que atrás dejó, por Papatrigo, otro río Merdero. Del águila, del loro y del canario, el vagabundo no sacó jamás una sola provechosa consecuencia.

A media legua de Casas del Puerto de Villatoro, después de la venta del Alto, el vagabundo tira a la mano izquierda, por el camino de Villafranca. Ahorrada la sierra los Baldíos y el puerto de Mengamuñoz, el vagabundo confía en no volver a toparse con apariciones. La Serrota es la tierra de Villafranca de la Sierra, pueblo entre los montes de Matapalacios y Navalvillar. En el parador de Antonio, al vagabundo, a cambio de tocar la flauta, dan aceite para mojar, pan con qué hacerlo, y vino para beber.

_¿Sabe más piezas?

_Sí, señora, también sé Ondiñas veñen.

Navacepedilla de Corneja, en una poza a la sombra del parededón Pie de Mula, es aldea graciosa y resignada. El vagabundo, antes de meterle mano al puerto de Chía, por donde ha de llegarse hasta San Martín de la Vega, ya en el camino de Gredos, se prepara para el encuentro _ el mirar alerta, la voluntad en calma y el ánimo dispuesto _ con el altivo y amplio paisaje de la sierra. En la dehesa de Pinarepas , en Navacepedilla, se crían la útil escoba y el vetusto roble.

Desde el puerto de Chía se ve, noble, solemne, misterioso, el aún lejano y ya sobrecogedor panorama de Gredos. A Gredos, un poeta cantor del Tormes, le llamó espalda de Castilla, El vagabundo, solo y frente a Gredos, no se siente ni disminuido ni atónito, sino dichoso, inmensamente dichoso y libre: quizás, tampoco, alegre. Gredos no es tierra alegre. Para el vagabundo, la dicha y la libertad son cosas de mayor substancia que la alegría. Antonio Machado

hablaba _ sin pensar en Gredos _ de tierras tristes, tan tristes que tienen alma. Gredos es tierra con alma, tierra con el alma pegada a sus altos riscos, como las primeras nubes setembrinas; tierra con el alma aérea, inconsútil, cambiante como las primeras brumas setembrinas; tierra con el alma transparente y fría como las primeras nieblas setembrinas. El vagabundo piensa que Gredos, quizás por pétreo y eterno, tiene el alma, igual que los niños, de blanda y alba nieve pasajera.

Al vagabundo, con sus cavilaciones, le sorprende la noche en el solitario puerto de Chía: la Serrota, al norte; Gredos, al sur; el valle Amblés, a levante, y, a poniente _ y calculado su punto cardinal a ojo, como siempre_, el valle de Corneja y, adivinada y señora, Piedrahita. El vagabundo; huyendo del relente, se bajó a dormir a San Martín de la Vega, que guarda el nacimiento del río AIberche.

En San Martín el vagabundo preguntó por su buen amigo Gregorio Lozano, alias Cagarremiendos, y supo, con gran pena de su corazón, que había muerto.

_¿Y cómo fue?

_¡Pues mire ... !

El vagabundo, después de mucho inquirir, averiguó que el pobre Gregorio se había ido para el otro barrio, dos o tres semanas atrás, y pasando el puerto de Chía, del verrojazo que le metió un jabalí furioso. ¡Vaya por Dios!

Con el día rompiendo agua por los vientres del cielo. el vagabundo, subiendo y bajando un cordelillo, se acerca al Tormes por Hoyos del Espino. El Tormes, por Hoyo del Espino, cruza distante de las casas y bajo el puente del Duque. Hoyos del Espino, entre mil colores _ los cien rojos de la mora madura, el blanco y el oro de la manzanilla, el azul del agua y el azul del cielo, los mil verdes que van del verdinegro pino hasta el pasto albiverde _, es pueblo que ve la sierra, bien dibujada, aunque no completa, desde cualquier esquina.

Un niño de boina y pantalón de pana a media canilla, casi no puede con la excusabaraja estallante de truchas que lleva al brazo.

_¿Las vendes?

_No, señor, que no puedo, que todas las tengo pesquizadas. ¿Quería comprar alguna?

_No, hijo, que yo ni compro ni vendo, que no hago más que preguntar. Te lo decía por saber...

Al niño pescador le brillaron, como azarados, los azules ojillos. La hacendosa abeja libaba en el clavel. El niño pescador abrió la cesta y escogió una trucha grandecita. La gentil mariposa revolaba el rosal. Al vagabundo le parpadearon, como agradecidos y sonrientes, los ojos de su collor.

_Gracias, hermoso.

El aire estaba fresco y el cielo, limpio.

_No se merecen. Oiga ...

Hacia la parte del río se oía al mirlo silbar.

_Qué.

A la puerta de un chozo jugaba un niño de un año con gato de un mes.

_Que no se la vean.

En Nuestra Señora del Espino, dieron las doce por el sol. .

_Descuida.

El vagabundo se echó la trucha al macuto y, por el camino del río, bajó hasta Navacepeda sin meterse en Hoyos Collado, el caserío al que guarda el Santo Cristo de la Humildad y al que abrigan los montes de Majadillas y del Calvario. Por el Tormes, los pescadores dicen pesquizar a apalabrar la pesca antes de ser pescada. Las aguas del río cantan, sobre las piedras, como canta la trucha sobre las aguas.

El vagabundo, desde donde está _ a la desde donde está, _a la derecha del río y con la falda del cerro Chamuerco al otro lado _, sube hasta el pueblo y, desde el pueblo, hasta la estancia del Almanzor, que está sobre la carretera.

_¡Ama!

_¡Va!

_Traiga usted una cántara de vino. Oiga, ¿me puede freír esta trucha?

_¡Si es capricho!

El vagabundo, sentado a la desnuda y honesta mesa de pino crudo, sacó su cuadernillo y se puso a escribir. Por el Tormes, los pescadores, hablando de truchas, dicen cantar por saltar.

_¿Qué hace!

_Escribir, ¿no lo ve? ¡O es que se cree usted que yo no sé escribir!

El vagabundo, que en ningún libro encontró, por más que buscara y rebuscara, una descripción que le llenase sobre estas dos o tres primeras leguas de Tormes _ una descripción no literaria, sino real y verdadera _, arbitrió el fabricarse, sobre el camino, una geografía para su uso, y aún más para calmar su conciencia, que aquí pone, por si a alguien le sirve y aunque no sepa, ésa es la verdad, si viene muy a pelo, que cree que sí.

El sendero que, hasta Navacerrada, trae desde el puerto del Arenal, por el cerro del Trueno y el Mojinete, divide las aguas del Alberche, que manda hacia levante, de las del Tormes, que se viene hacia poniente y más o menos paralelo a la sierra. El río Tormes, según las experiencias del vagabundo, que, como suyas, muy bien pudieron no valer un chavo, nace donde le da la gana, y tanto importa imaginarse que brota en la fuente Tormellas, en la pradera

Tormejón, a las que bautiza o por los que se deja bautizar, como decir que viene al mundo, entre piedras y monte arriba, en la triple cuña de la cañana del Polvo y de los puertos de las Cabrillas y de la Estaca, y con el nombre, que tan pronto ha de perder, de garganta del Cuervo. En todo caso, la piedra que, en el cerro del Cuervo, marca el nacimiento del Tormes, es muy pedagógica y hace bien para que después lo cuenten los excursionistas y la retraten las

parejas de recién casados del parador, que queda enfrente. En la loma de Cañada Alta, tras el collado de Cepeda Villosa, que queda al norte del Tormes, afloran los arroyuelos Navahondillo y Cepedilla; el regato Rastrilleja, que viene del cabezo Castaño; los chorros de Navarredonda, el Espino y los Cuarenta Pinos, y la garganta de la Garbanza que toma fuerza en los arroyos que dicen Cortos, Gargantilla y de las Carúpanitas, De los montes de Villafranca llega el

arroyo de la Dehesa y, por Zapardiel, el regajo de las Caceras, que nace en tierras de Navaescurial. Todas son aguas que entran por la banda de estribor.

El arroyo Valdeascas o del Jabalí, que cae al Torrnes o a la garganta del Cuervo, que tanto monta, por la orilla de sierra, viene escurriéndose, por el canal del Águila, desde el cerro del Mediodía, y se nutre de la fuente del Charco de los torrentillos de los Horcos, olla del Pino, el Ranito, las Pilas y los Pastores. A la mano contraria se presenta el arroyo Mesogos o del Prado de la Puente. El vagabundo quisiera decir que no sabe, aún después de mucho

pensarlo, qué es lo que encuentra más bello en este Tormes niño; si los pinariegos pañales con que se arropa o los nombres con que los serranos llaman a sus primeros y tímidos andares.

Poco después del puente del Duque, a mano izquierda, frente a Hoyos del Espino y con los pinares de Toyos, a un lado, y del Umbriazo, al otro, se suma al Tormes el arroyo que dicen de la Isla, que recoge las mansas aguas de la dehesa de Sanchiviesco. Las gargantas Honda y de Pradoelpino son de igual parecer.

Tras el puente de Navacepeda asoma el arroyo Barbellido, que viene del puerto de Candeleda y del llano Barbellido; que corre por la cañada de la Yegua, donde algunos le llaman arroyo de Prado Puerto, y que, antes de meterse por la Callejuela, recibe al arroyo Covacha, que se trae el agua del lancho de la Manzanilla, de la Regetta y del risco peluca.

Pasado el puente de Navalperal, y entre jilgueros que silban y truchas que saltan, salta al Tormes el silbador río Gredos o arroyo de Navalperal, o aún, para algunos, arroyo de las Pozas, que funde las albas nieves de la garganta de los Escobos y de las Pozas, allá por la Majasomera y los Regajos Llanos, y que en puente de las Quebraíllas sonríe y agradece el agua que viene de la laguna de Gredos, en la hoya Antón, pura como no hay otra. Las Cinco Lagunas_ la más grande, la Cimera, al sur _ también se vierten, por la garganta del Pinar, en el arroyo de las Pozas. Las Vegas, la Cepeda, la Butrera, son las tierras que se miran, como doncellas, en las aguas de la garganta del Pilar.

El Hornillo, regato de pocas carnes que viene del Ortigal y del portillo de Mari-Olalla y por el mismo lado, se ofrece casi sin decirlo y poco más abajo. Al vagabundo, en el regato Hornillo, hace dos o tres años, le preguntó un guardia civil si era vegetariano o masón.

_No, señor, yo no soy más que coruñés. ¿Por qué lo dice?

_Nada, ¡como lleva una plumita en el sombrero!

El vagabundo, hace dos o tres años, se ponía una plumita en el sombrero, en la época del celo. Ahora ya no.

Después del espaldar de Portilla Colorado aparece el arroyo Horcajo o callejón de los Lobos, que se mete en el Tormes antes de llegar a Angostura, lugar del ayuntamiento de Zapardiel de la Ribera, pueblo que baila, chupándose los dedos de frío, por Santa Apolonia. El callejón de los Lobos viene del risco Redondo, aunque se deje querer por las aguas de Periquito Mocho y del risco del Rayo.

Antes de bañar la Aliseda, el Tormes crece con los caudales del barranco del Corzo o arroyo del Berrueco, cuando los trae, cauce que se empieza a dibujar allá por los canchales del Horco y de la peña del Águila. El vagabundo no advierte, porque ya supone que todos los supondrán, que estas piedras del Horco y este peñón del Águila, están a más de cuatro leguas en línea recta, y a seis o siete de andar,

la torrentera de los Horcos y del canal del Águila que,

tierras de Navarredonda, atrás quedaron.

La garganta de la Aliseda, que también cae al Tormes por su izquierda, suele traer aguas en cierta cantidad.

Desde el Calvitero y el risco del Corchuelo, y mojando las casas de Navamediana, aldea de Bohoyo, se va el arroyo de Navamediana a meterse, poco más abajo, en el fluir, crecidillo y aparente, del Tormes. Este arroyo de Navamediana pregona su cascabel por los cerros que nombran Mediodía y Berrueco y por el collado, tierno y sosegador, de la Belesa. En Gredos, y a naciente del puerto del Peón, hay otro cerro Mediodía más robusto que el navamedianero.

Al norte de Bohoyo, y en su término municipal, se vacían  en el Tormes la roza de Navamojados y el fragüín de Guijuelos, que vienen de los neveros de la serrotilla del Bohoyo, y la garganta del Bohoyo, larga y de bonito camino, que nace en la fuente de los Serranos, en la sierra Llana y que medra cantando entre el berrueco del Boboyo y el collado de las Cerraíllas, el mojón del Caramito y el cabezo del Horcajo, el revolar del gavilán y el agrio arrufarse de

la garduña. Esta garganta del Bohoyo, al pasar por los Garellanes, tañe melodiosamente el verde laúd del praderío.

_¿Y más allá de Bohoyo, por los Llanos y el Barco de Ávila?

El vagabundo se encogió de hombros y cerró su cuadernos; al vagabundo no le gustó la curiosidad.

_ No sé; pregúnteselo a cualquiera. Más allá de Bohoyo. El Tormes, ya hecho un hombre, cuenta sus aventuras al más siso y desangelado bachiller que se le arrime.

El vagabundo llamó a la posadera.

_¡Ama!

_¡Va!

_¡Traiga usted una cántara de vino!

El ama de la estancia del Almanzor, en  Navacepeda, sabe freír la trucha y escanciar el vino; asear el lechón y guisar la liebre; mirar para el suelo, con dignidad y guardar silencio discretamente, cuando los pastores de la Extremadura y los carreros de Navarredonda riñen, en un castellano sonoro y sabio, por mor de la fatiga de cada oficio. El ama de la estancia del Almanzor, con su pasito corto y sosegado, enseña unos andares muy señores. Navarredonda, cabeza del sexmo de la Sierra _ Hoyos del Espino, Hoyos del Collado, San Martín de la Vega, San Martín del Pimpollar, Garganta del Villar y el pueblo cabecero_, gozó, en tiempos, de los Privilegios de la carretería, por los que se libraba a los mozos de los seis pueblos de la obligación de servir al rey.

Por el Tormes, los pescadores, los leñadores, y los pastores, dicen siso al peal. El vagabundo, aún el sol colgándose en el cielo más alto, piensa en dejar el Tormes y meterse _ con el ánimo fijo en que al Tormes volverá, y no tarde _, por las cuestas arriba de la Herguijuela: el camino de Piedrahita, por el puerto de la Peña Negra. El vagabundo, que se halla muy a gusto sentado a la puerta de la estancia del Almanzor, frente a los castaños y a los olmos copudos de la carretera, no pierde ni mucho tiempo ni demasiadas energías en convencerse a sí mismo de que lo más prudente es pensar lo contrario. Da gusto cuando se llega tan pronto a los acuerdos.

Al otro día, como el camino hasta Piedrahita no es demasiado largo, el vagabundo no sale de Navacepeda de Tormes basta que el sol asoma ya por entre las ramas de los árboles.

La Herguijuela, a menos de una legua, es pueblo que _ al viejo uso _ vive de cazar, de pescar y de pastorear. El vagabundo, a quien nada se le había perdido en la Herguijuela, pasa sin detenerse aunque no de prisa, y se adentra por el repecho del puerto de la Peña Negra, entre piornos y mata de roble, pájaros veloces y silbadores y yerba que brota, arriesgada y fresca, en medio del camino.

Desde lo alto del puerto de la Peña Negra, el paisaje se abre ante la vista: con Piedrahita, al fondo, y el río Corneja, más allá, y la Serrota, a un lado, y, al otro, la sierra de Piedrahita.

Hace sol, un sol templado y acariciador, y el vagabundo piensa, por entretenerse, en mil cosas banales y que le reconfortan.

Un pastor adolescente está tumbado sobre una piedra, con la gorrilla sobre los ojos y con el sexo erecto y al sol; el pastor, que tiene las manos en la nuca, finge una antigua y ejemplar imagen de la paganía. El vagabundo, por no interrumpirle su difícil ciencia, le hace la caridad de pasar de largo.

Piedrahita es villa de buen ver y de elegido emplazamiento. El vagabundo _ con el monte de la Jura detrás y algo a la izquierda _, entre praderas verdes, cornejas pícaras, árboles frutales y huertos de limpio cuidado, entra en Piedrahita a tiempo de darse, aún con clara luz, unas vuelta por su caserío.

Cuéntase que Piedrahita, muerta y antes de llamarse así, fue encontrada, hace ya muchos años, por unos guerreros avileses que, en la paz y por no perder el hábito, andaban por el monte, en pos del ciervo. Los cazadores, en un bosque umbrío, hubieron de toparse con una manada de cervatillos airosas que, al verse vistas, se perdieron, espantadas y alegres, entre la espesura. Por seguirlas, los caballeros fueron conducidos, de la firme mano de la providencia, hasta un claro del bosque en el que, entre flores y suave paz, yacía embalsamada, una rústica y bellísima ciudad muerta. Los paladines de Ávila, por no olvidar la presa que se les daba a cambio de las ciervas huidas, sembraron el camino  de vuelta de hitos de piedras, y las gentes a quienes lo fueron contando, llamaron a tan poético rincón _ de poética manera nacido _lugar de la piedra hita. Cierta o no cierta, el vagabundo piensa que la leyenda de Piedrahita es delicada como una rosa de jardín.

Dícese que en el monte de la Jura, entre robles y retamas y hace ya más de mil años, las mesnadas de Ordoño II y del conde Fernán González derrotaron a los moros en una memorable batalla que duró tres días. Dícese también _ y de ahí el nombre del monte _ que los caudillos victoriosos juraron, sobre el terreno y en el momento, no comer pan a manteles, no dormir en lecho y no holgar con mujer, hasta que la morisma hubiera desaparecido, sin excusa ni

pretexto alguno, del país. También se dice _ que en esto hay opiniones _ que fueron los agarenos quienes juraron no comer, ni dormir, ni holgar como mandan los cánones, hasta que los cristianos, a punta de lanza y también sin excusa ni pretexto alguno, devolvieran el campo recién conquistado.

El vagabundo no sabe, ni le importa, quién fue capaz de Jurar semejante grandilocuente memez. En los campos de batalla suelen jurarse cosas muy trascendentes que después, como es lógico, nadie cumple. El vagabundo, sobre el incumplimiento de lo jurado en Piedrahita, no admite lugar a dudas. El pleito de moros y cristianos duró, en nuestro paisaje y desde la batalla de la Jura, más de cinco siglos y medio. Si el bando que juró no holgar con mujer hubiera hecho honor a su palabra, ¿de dónde diablos estuvieron sacando los soldados durante tanto tiempo?

Los moros, con o sin juramento, volvieron a estas tierras en tiempo de Almanzor, suave sujeto a quien no se le ocurrió más oportuna cosa que plantar su tienda en pleno Grodas, en el pico que lleva su nombre y que, aunque no el más difícil, es el más alto de todos.

Doña Berenguela, cuando el naipe cristiano ganó la última baza, se fue a vivir, según se cuenta, al palacio que después cedió para parroquia. Hasta hace no demasiados años aún, los viernes de cuaresma se rezaba un responso por el alma de doña Berenguela, ante el catafalco de terciopelo de luto y fleco de oro, calavera y corona real, que se alzaba al pie del Cristo de las Batallas, un Cristo con una recogedora mueca de sufrimiento.

El primer señor de Valdecorneja, don Alvaro García de Toledo, fue bisabuelo del fundador del linaje de los Alba, primer conde de Alba, padre del primer duque. El apellido  Alvarez de Toledo lo fijó el segundo señor de Valdecorneja.

El vagabundo recuerda que, de niño, una tía suya, la mar de culta, doña Virtudes Fernández Montenegro, que era  un poco la oveja negra de la familia, le explicaba esto de los apellidos y de los patronímicos diciéndole:

_Es fácil, quitas la o y pones una e y una z al final y listos. ¿Qué tu papá se llama Pedro? ¡Pues tú te llamas Pédrez! Bueno ... , no; esto debe ser excepción ... Claro, esto excepción; como Pédrez queda mal, se dice Pérez. ¿Me tiendes?, ¿me comprendes? En Rusia les ponen vich y dicen Pedrovich. Bueno ... , no; esto debe ser excepción... Claro, esto es excepción; como Pedrovich queda mal, se dice Petrovich, que queda mejor. ¿Me entiendes?, ¿me comprendes?

_Sí, sí.

La regla de tía Virtudes _ quizás esto también quede mal_ le fue siempre muy útil al vagabundo.

El gran duque de Alba, general en Flandes; nació en Piedrahita, con el siglo xvI aún niño. En el XVIII, don Fernando de Silva y Alvarez de Toledo, el duque viejo, mandó levantar el palacio que ardió medio siglo más tarde. En este palacio vivió Goya, invitado por la duquesa. Goya, en Piedrahita, en la finca de la Cera y con el cerro de la Cruz, como fondo, pintó La Vendimia, que está en el museo del Prad0, y algunos cartones para sus tapices. La duquesa también fue anfitriona de Quintana y de Meléndez Valdés.

El vagabundo, en sus vueltas por el pueblo, se da de manos a bruces con un tonto cincuentón que, a la altura de Pilillas, le pide el raro auxilio de una petaca.

_¿Y para qué la quieres?

_¡Anda, para regalarla!

El vagabundo, en las casas que quedan a la parte de la carretera de Ávila, se mete en el parador de Elías Hernández, a ver de dormir un poco en un banco del zaguán.

En el parador de Elías Hernández, unos camioneros jugaban a la baraja. El vagabundo prefirió no picar.

_Buenas.

_Buenas.

Los camioneros tenían negras manchas de grasa hasta en las camisetas.

_¿A dónde van?

_¡Uf, a donde quiera! Éstos se van a Béjar; éstos, a Ávila; nosotros, a Plasencia. ¿Le sirve?

En el escudo de Piedrahita se pintan dos cornejas, y un roble y un pino sobre unas peñas.

_Hombre, ¡si me acercan al Barco!

Por el término de Piedrahita, además del Corneja, que va entre los mismos chopos que Goya llevó a sus tapices, corren otras tres venas de agua: el río Santiago, el arroyo del Espinar y la garganta de la Sierra.

_¿Cuándo salen?

_Dentro de un par de horas; le da tiempo de dormir un rato.

_Usted me avisa.

_Descuide.

Se va bien en el techo de un camión, sentado encima de la garita del chófer, dentro de un neumático y con un perrillo acurrucado entre las piernas. Al vagabundo le hubiera gustado poder encender un cigarro, pero ni lo intenta. Los faros de un camión que viene en sentido contrario, brillan como candelas. Deben ser, más o menos, las diez o

las diez y media de la noche.

Las luces de Santiago del Collado, allá a la izquierda, tiemblan como gusanos de luz. Da gusto adelantar a los carros, con su abrigoso toldo y su mozo dormido. Santiago del Collado es lugar que capitanea a muchos lugarejos. Casas de Navancuerda, el Poyal, la Lastra, Navalmahillo, Navamuñana, Navarreja, están a la sombra, en las laderas de sierra de Piedrahita que miran al camino; la gente les llama los poblados de la Umbría. El Nogal y Valdelaguna, están al sol, en las cuestas de la sierra de Piedrahita que caen hacia la parte de Avellaneda; la gente les dice los poblados del Sol. Desde el techo de un camión, siempre parece que se va a aplastar a los de las bicicletas; al final, sin que se sepa cómo, se acaban librando. De noche no se distinguen los lugares de Santiago del Collado.

Aldehuela y Santa María de los Caballeros, son pueblos de valle, pueblos que riega el río Caballeruelos. Santa María queda entre las cabezas Pelada y de los Ceños. El camión corre como un condenado. San Lorenzo de Tormes está a las mismas puertas del Barco. El camión, en menos de una hora, se ha venido desde Piedrahita, que está a cuatro leguas.

_¿Fue bien?

_¡Ya lo creo, muy bien! ¿Les debo algo?

_No, nada ... ¡Si hubiera usted venido dentro!

       En el parador del Corneta, al vagabundo, con los lomos bien asentados en una enjalma aún tibia y aromática, los ojos no del todo abiertos y el vientre a su punto, le da por pensar en los raros orígenes del nombre de Barco de Ávila, villa que llevó a su escudo un barco de vela que no es muy del sentido común que hubiera venido navegando jamás por jamás por el Tormes abajo. Ni por el Caballeruelos. Ni por el Aravalle.

El vagabundo, que en tiempos fue amigo de etimologías y otros cultivos del espíritu, piensa que barco, dando nombre a un pueblo _ Barco de Ávila, Barco de Valdeorras_, es voz de raro origen. Quienes la prefieren latina y quizás, remotamente, hispánica, la hacen valer por henil, o por gavilla de cereal, o por choza. Quienes la suponen céltica, la traen de berg, altura, y la hacen medio prima de varga, parte más pendiente de una cuesta. Varga, viniendo, como también puede hacerlo, del latín virga, vara, significa en español casilla con cubierta de paja o ramaje; barchessa, por el Trentino, quiere decir lo mismo. En el Tirol, bark es establo en la montaña. Quienes la traen del árabe barr, arrabal, también aducen sus razones. Y quienes la igualan, en su significado, con nava, tampoco se quedan atrás. El vagabundo, sin pronunciarse, no se anima por ninguna de estas dos últimas candidaturas y, a la vista del paisaje de Barco de Ávila, prefiere emparentarla con el latín, que es lengua noble.

A la vera del vagabundo, medio entrevisto en la penumbra del portal, un arriero pálido y quejumbrón se lamenta de un dolor de muelas.

_¿Tanto le duele?

_¡Y más aún, compañero, que la cabeza me pega semejantes retemblores que para, mí que va a acabar estallando!

Si el vagabundo hubiera tenido a mano a su amigo don Fabián Remondo y Larangas, natural de Valdepinillos, ayuntamiento de la Huerce, diócesis de Sigüenza, al arriero, a cambio de dos pesetas, cuatro voces y tres patadas al aire, se le hubiera sanado el mal de muelas, rabioso, cuando pega bien, como ninguno.

El vagabundo, entre las cavilaciones propias y el lamentarse ajeno, casi no pegó ojo en toda la noche, Con los gallos aún sin avisar, los arrieros aparejaron, silenciosos y hepáticos, las caballerías.

_¿Se queda?

_Sí, me voy a quedar.

Tras la copeja de aguardiente y con la noche agonizando por la peña de los Cotriles y el risco Santa Bárbara, los arrieros se echaron al camino. El vagabundo aprovechó para dormir un rato, quizás una hora, con un sueño egoísta, violento, a marchas forzadas, que lo dejó como un mozo.

El Barco de Ávila es pueblo próspero y de calles anchas y bien dibujadas, con el piso de chinarros y guijas. El vagabundo, que en todo su andar _ y ya lleva unas leguas a las espaldas _ jamás fue tan de prisa de un pueblo importante y con juzgado de primera instancia _ Piedrahita _a otro pueblo también con juzgado de primera instancia y también importante _ El Barco _, se siente a gusto paseando

entre las buenas casas entre las que va, con sus balcones florecidos y sus rejas de hierro. Tras una púdica persiana, un mozo con el paralís canta, para alejar la pena, una coplilla de pastor:

Alégrate, corazón

aunque sea por la tarde;

corazón que no se alegre

no viene de buena sangre.

Es por la mañana y, en el balcón del mozo, un sietecolores cieguito, canta, quizás para espantar la pena.

_El amo, el tío Treintarrobas, los ciega como nadie, arrimándoles un puro encendido. El pobre tiene un hijo, ya mozo, con el paralís ...

Frente al balcón del muchacho enfermo, de codos a su ventanillo, una criada de saludable y heridora voz grita Jalisco nunca pierde, igual que los mozos y las mozas de Cañicosa y de Matamala, de Matamorisca y de Cillamayor, allá por Segovia.

_Canta usted muy bien, joven.

_¡Cállese usted, tío barbas, y siga su camino!

Mientras el vagabundo, perplejo ante tan inútil y poco  justo desaire, siguió su camino, la calle se fue inundando, poco a poco, de un turbador silencio. La criada cerró, de un fiero y digno portazo, sus cristales. El mozo enfermo _todo oídos _ no arrancó con una nueva copla. El pintacilgo cegado a aromático fuego de tagarnina, dejó ir muriendo su silbo. Al vagabundo le preocupó, durante unos segundos,  saberse culpable del mudor del pájaro que no veía, del mozo que no andaba, de la moza obstinada en disfrazar los pudores con el feo ropaje de la ira, de la moza que _ ¡peor para ella! _ no sabía distinguir.

Es lunes y en el mercado de los soportales de la plaza, en medio de un hirviente guirigay honesto y artesano, se vende, y se regatea, y se tasa, y se compra el chorizo de Candelario, y el quesillo de la sierra, y la nívea harina del Tremedal, y el fino paño de Béjar, y la abarca pastoril, y el confite, y la vainica por varas, y el borceguí del ganadero pudiente, y la aromática yerba del país _ el laurel, la menta, la camomila _ al lado de la especia de Ultramar, y el

pimentón de la Vera, y el vino de Toro, y el  corderuelo, y la trucha, y la gallina en cuartos, y el infalible remedio para la calvicie, y el elixir de la eterna juventud que trajeron los españoles de las difíciles y escondidas fuentes del Dorado.

_¡Al pipo y a la judía! ¡Al pipo y a la judía! ¡Manteca, mismamente manteca! ¡Al pipo y a la judía!

El vagabundo, tras sosegarse en medio del bullicio, se mete en una taberna algo apartada, a refrescar el gañote.

Ante una mesa con un hule a cuadros y sentado en una banqueta sobre la que ni cabe, un tío de muchas arrobas y dentadura de oro, blusa negra de trujamán del toma y daca, ademanes de zarracatín de todo lo que salga y fauces grasosas de epulón repleto, se está zampando un cabrito asado del tamaño de un niño de primera comunión. Un perro _ vaga imagen de la esperanza _ lo mira, sumiso y tierno, con una cara indigna y suplicante; pudiera ser que también

eficaz.

_¿Usted gusta?

_Que aproveche.

Esta gente de Tormes sabe tratarse. Garcilaso de la Vega llamó sacro al Termes, que es río claro y dulce .

En la ribera verde y delectosa

del sacro Tormes, dulce y claro río,

         El vagabundo, en una tabernilla no muy a la mano, un lunes de mercado del año 1953, en Barco de Ávila, escuchó el regüeldo más detonador y alarmante de toda su existencia.

_Que aproveche.

Por Castilla, tierra de cuidadosos y no fáciles aprovechamientos, se desea provecho tanto para engullir como para digerir.

_Gracias.

El macho de reclamo aleteó, espantado, en su jaula de caña. El perro que tan bien ensayado tenía su piadoso gesto, salió huyendo despavorecido como alma que lleva el diablo.

Un gato rubio se cayó del estante en que dormía. La señorita del calendario, a pesar de estar retratada sobre cartoné de primera calidad, palideció. Una viejuca de media saya, toca de bayeta y justillo, asomó las narices por la puerta.

_¿Ha sido aquí? ¡Qué susto, si creí que había reventado un carburo!

Al vagabundo, una vez, en Carbajosa de la Sagrada, provincia de Salamanca, le explotó un carburo casi al lado; por poco lo mata. Pues bien: el vagabundo pondría una mano en el fuego porque un carburo, al estallar, no mete ni la mitad de ruido. Aquella vieja no distinguía.

El tío del cabrito, cuando le dio fin, rebañó la fuente con pan, se bebió un litro de vino, se comió un melón y un cestillo de ciruelas, encendió un farias, pagó, se levantó y fue. El tabarnero se quedó mirando para la puerta.

_Es muy buena persona.

_¿Es del pueblo? .

El tabernero habló con la voz muy, circunstanciada.

_Sí. El hombre es un santo, un verdadero santo... Y ahí  donde usted lo ve, es muy desgraciado... El pobre se quedó viudo muy joven y con dos hijos ... Jamás se le conoció ningún apaño... La hija le salió medio loquilla y se le escapó con un dependiente que tenía ... Dicen que ahora está de puta en Barcelona ... Bueno, ¡nunca peor!... El hijo se le quedó baldado de paralís... El hombre lo lleva todo con paciencia y no tiene más vicio que éste que usted ve: comer y comer. .. Un día, por una apuesta, le comió todo el género a un choricero de Candelario... ¡Qué cosas! ... También se da muy buena maña para cegar jilgueros ... Sus pájaros cantan mejor que los de nadie ...

_¿Y cómo se llama?

_Nosotros le decimos el tío Treintarrobas. ¡Cómo está tan gordo!

El vagabundo, al tercer vaso de vino, se despidió.

_¿Qué debo?

_Nada; paga el Treintarrobas, es costumbre.

El vagabundo sintió que la panza se le alumbraba con una feliz idea.

_¡Hombre, haberlo dicho! ¿Y no puedo pedir algo, ahora?

El tabernero debía estar ya muy hecho a oír la misma pregunta.

_¡Si se calla y no se le va la lengua ... ! El  Treintarrobas invita siempre con fina voluntad; lo que no quiere es que la gente se vaya de la lengua y lo tomen por tonto.

El vagabundo, a cambio de guardar silencio, sacó las tripas de mal año. De postre, y en homenaje al. tío Treintarrobas, discretísimo mecenas, el vagabundo eructó lo mejor que pudo. El tabernero se le rió en sus barbas.

_¡No hay color!

_Hombre, no, ésa es la verdad.

El vagabundo tampoco hubiera querido pintar su gratitud de competencia.

Del Barco de Ávila, igual que el Treintarrobas, fue el virrey del Perú don Pedro Lagasca, que murió de obispo de Sigüenza. Su historiador Juan Cristóbal Calvete de Estrella dice que Gasca, o Lagasca, nació "en un pequeño lugar del Barco de Ávila, que se llamaba Caballería de Navaragadilla, del cual y de otro lugar que llaman Gasca fueron sus antepasados señores", El vagabundo, en sus andanzas por esta tierra, jamás se dio con ningún poblado, por pequeño que fuese, ni aún majada, molino o lugarejo, llamado Caballería ni Navaragadilla; lo más parecido que  encontró fue NavarregadilIa, lugar de una centena de almas, en el término municipal de Santa María de los Caballeros, más menos a una legua del Barco. Lo que sí halló el vagabundo, aunque mirándolo con lupa y muy apartado de estos riscos, fue Gasca, un caserío de media docena de habitantes _ el guarda, su mujer y sus hijos, todos incluidos _ que depende del Ayuntamiento de Villañor, en un ramal de la carretera de Ávila a Salamanca por Peñaranda de Bracamonte.

Entreténganse los sabios en buscar el ovillo de estos cabos sueltos.

Por el Barco se asegura que Lagasca aquí nació y hasta señala la casa en que el suceso tuvo lugar. La casa de Lagasca no es de importante aspecto, y sólo el escudo que queda sobre el balcón del chaflán le da un cierto aire nobiliario, tampoco mucho.

También fue de estas trochas _ o tal se dice _ San Pedro del Barco, patrón de la villa, que está enterrado en Ávila en San Vicente. A San Pedro del Barco, cuando se murió lo llevaron hasta Ávila, según se oye contar, a lomos de una mula ciega. La casa en que se supone vino al mundo fue convertida en santuario, más tarde abandonado.

La iglesia de Barco de Ávila _ puestos a seguir por el camino de los santos y el hilo de lo clerical _ es sólida y hermosa, de bella traza románica y de satisfechas proporciones. La iglesia de Barco de Ávila esconde, en su sacristía, en sus primeros rincones, viejos tesoros de mérito: un Cristo, negro y amargo, que sobrecoge el corazón; varias tablas góticas y flamencas; un tríptico italiano; un relieve de alabastro, también italiano, dicen que de Benvenutto Cellini; un crucifijo de marfil; una dulce imagen de la Virgen y el Niño; las tallas de artístico palo de la antesacristía; las rejas platerescas, los férreos candelabros renacentistas, los atriles, la custodia, el cáliz, el copón. Como para compensar de tanta nobleza y tanta antigüedad, un Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen de Fátima de purpurina, yeso y mazapán, pregonan desde el altar mayor, el mal gusto y la insolvencia artística del señor cura párroco. Al vagabundo, que ama a España sobre todas las cosas, le duele ver que a España, desde hace trescientos o cuatrocientos años, se la vienen merendando, sin tregua ni piedad, la estulticia, la soberbia y la socarronería: ese gorgojo de tres patas que pudre las almas en las que hace su nido.

En la plaza que queda frente a la iglesia, una niña de delantal blanco juega al diábolo, altiva y sola como una infanta amenazada. El vagabundo, sentado en su poyo de piedra, la miró como quien mira una flor, como quien ve volar una paloma. Desde un balcón próximo salió una suave voz, cálida y cristalina, trémulamente firme y, quizás, suplicadora.

_¡Beatriz!

_¡Voy!

La niña recogió su diábolo y se marchó, digna y gentil.

Al vagabundo le gusta ver moverse a las niñas que juegan, ágiles, gráciles, dóciles, al alimón con su soledad, en las quietas placitas de los pueblos, con la madre _ joven aún _vigilando, tras la persiana, que nadie que pudiera robar les el candor se les acerque.

_Adiós, Beatriz.

_Adiós.

Barco de Ávila fue plaza murada. De las murallas de Barco de Ávila aún se ven restos, recios, poderosos. Por las puertas que cruzan los paladines _ puerta del Puente, puerta de la Horcajada, puerta de la Regadera, puerta del Ahorcado_ pasan hoy las bicicletas. En la puerta del Ahorcado, el gran duque mandó colgar a un alcaide que pensó que todo el monte era orégano y abusó de sus atribuciones.

Sobre el Tormes, el vagabundo camina por un puente que tiene arcos para los dos gustos, de medio punto y en ojiva. La ermita del Santísimo Cristo del Caño queda junto al puente. Más allá y con Gredos al fondo, se alza el castillo de Valdecorneja. El señorío de Valdecorneja abarcaba Piedrahita, el Barco, la Horcajada, el Mirón y todas aldeas. La Horcajada y el Mirón, hoy en tierra de Ávila, caen hacia la parte del campo de Salamanca. El castillo de Valdecorneja,  casi en el suelo, no es de los más arruinados por el tiempo.

A las puertas del Barco, el vagabundo, mientras merienda un pan cenceño y riguroso que sabe a gloria, no decide qué camino tomar: si el que le lleve, en derechura, a Gredos, desde donde se encuentra y cuanto antes; o si el que, por el puerto de Tornavacas, la llave de Extremadura, siguiendo el fluir del Jerte y remontando, más tarde el del Tiétar, lo ponga, ahorrándole la dura sierra, en el paraíso de la Ávila baja, entre vides, almendros y limoneros.

        Echada al aire la perra gorda de la suerte, el vagabundo la cogió del suelo por la cruz de Gredos. El vagabundo, al tiempo de guardar su perra, pensó que en este mundo todo es para bien

 

El vagabundo, aquella noche, durmió en los Llanos de Tormes, en un corral de cómodo abrigo donde lo dejaron meterse.

_¿Cuándo se va?

_Al amanecer, lo más tarde.

_Bueno, quédese ... Para eso nos ha hecho Dios, para nos ayudemos los unos a los otros, ¿verdad usted? La noche está como húmeda y desamorada ...

Los Llanos dista una legua, o muy poco más, de Barco, pueblo desde el que el vagabundo se va a meter en Gredos. Al amanecer, lo más tarde, como había prometido, el vagabundo se desperezó y salió al camino. Son bellas las amanecidas del Tormes, altas, rosadas, color violeta, fresquitas, limpias, despejadoras, honestas.

El vagabundo, en el camino de Bohoyo, amigó con un pastor muchacho que se entretenía en tirar lejos su cachava para que el perrillo se la trajese.

_¡Hala, Morito!

Y Morito, tras, tras, incansable, obediente, alegre, retozón, le traía el cayado para que se lo volviese a lanzar.

_¡Hala, Morito!

El vagabundo suele tener buena mano para los perros y los gatos, los pájaros y los grillos, los erizos, el galápago, la ardilla y demás animales.

_Parece bueno, el perro ...

_Sí, señor, para lo ruin que es, no me salió malejo del todo.

Los pájaros mañaneros, los más pequeños y bullidores pájaros del día, silbaban, múltiples y enloquecidos, en el firme castaño.

_Pero no me vale para el lobo, ya lo ve usted.

A las ovejas, como sin quererlo nadie, hay nombres que las sobresaltan.

_Éste queda de carea, para las ovejas, ¿sabe usted?

_¡Claro!

El vagabundo recuerda que el diccionario pone: Carea. f. Sal. Acción y efecto de carear, 3.a acep. El vagabundo, que lo tiene por cierto, estimaría como más cierto y completo poner, Salamanca, lo siguiente: Áv. después de la f. de femenino y antes de la Sal. de Acción y efecto de carear, 2.a acep.

El pastor habla un castellano eficaz, inmediato, ilustre. Las gentes del Tormes traen sus palabras, sin rodeos ni peores atajos, de los siglos XV y XVI; quién sabe si aún de antes.

_Para el lobo necesito un perro más grande ...

_Claro.

_Un perro que aguante bien la carlanca ...

_Claro.

El lobo es uno de los azotes de Ávila. El lobo es una de las maldiciones de Castilla, de Extremadura, de León, de Galicia, de Asturias, de Navarra, de Aragón... En España hay, entre otras, tres vergüenzas nacionales: el analfabetismo, los lobos y las Hurdes. El vagabundo piensa que la única provincia española que sabe pelear con el lobo es Santander, que tiene a sus alimañeros todo el año en el monte.

_Con mi palo y un perro que tenga corazón, no hay lobo que se arrime.

El lobo es fiera astuta, con la cabeza cruel y siempre acosada. El lobo mata por matar y, una vez que hace sangre, sigue tirando bocados a troche y moche hasta que lo ahuyentan, o lo desloman, o lo tumban con una descarga de postas en la cabeza o debajo del codillo.

_Lo que yo le digo es que con un buen mastín ...

El lobo no suele fajarse con el hombre más que si viene con las ayunas muy duras. Por estas peñas y por estas gargantas se dice que el hombre, si sabe guardar la calma, puede sujetar al lobo con la palabra dura, bien dicha, sin temblor, a condición de que no intente entrar en poblado o en tierra pinariega.

_A un soldado de Navalperal, que venía de permiso, se lo zamparon los lobos, entero y verdadero; no dejaron más que las botas con el pie dentro y la hebilla del cinto. La madre empezó a gritar y a pegar voces; lleva ya más de dos años aullando como el lobo. Lo más seguro es que se volviese loca, ¿verdad usted?

El lobo huye del fuego y del pinar. El lobo teme el quemarse vivo y se cuida de la emboscada; por eso es difícil acorralarIe.

_El soldado era muy buen mozo; alto, así como usted, y más fuerte. Se llamaba Nemesio González; yo lo conocí en su pueblo, en la posada del tío Saturnino. Dicen que se alobó…

Las batidas suelen planearse mal, casi siempre se organizan para que vengan los señoritos y corran la pólvora los amigos del gobernador civil. Hace unos años trajeron unos fotógrafos y operadores de cine y el lobo, que es más listo que ellos, ni se asomó. En las batidas hay muchas escopetas, y más ojeadores de los necesarios, y merienda para y tomar, y demasiado lujo, pero lo que es lobos, no matan ninguno ni de milagro; a cambio, eso sí, suelen dejar malherido a algún ojeador, a algún mozo de panilla y flor de cantueso en la oreja, que quiso ganarse unos reales de plus. Al tiempo de esa famosa batida que los papeles anunciaron a bombo y platillo, el marqués de Villanueva de Valdueza y su hija María, a la chita callando y sin pregonarlo, mataron cuatro lobos, ellos solos, en su dehesa de ViIlagarcía.

_El que se aloba, ¡malo! [Como un hombre se alobe, ya puede rezar lo que sepa! El Nemesio tenía novia, una moza de Matacabrones, allá por Burgohondo; dicen que si la había preñado y que venía a casarse. ¡Vaya usted a saber! La moza, cuando se enteró de que a su galán se lo había comido el lobo, se tiró por un barranco abajo. ¡Qué cosas!

_¿Y también se la comió el lobo?

_No sé... , ¡lo más fácil!

El caminante, ni ve ni escucha al lobo. El caminante va silbando, va tranquilo, por el senderillo. A lo mejor, el caminante piensa en el fuego de su cocina, que arde entre dos piedras y no se apaga en toda la noche. Se está a gusto sentado en el escabel, al lado del fuego de la cocina, ya mortecino, pero aún calentador, descabezando el último  sueñecico de la madrugada, con el gato al lado y un cuenco de leche tibia esperando. La noche está algo dura, pero el caminante, la boina calada, las manos en los bolsillos, la bufanda de tres vueltas guardándole el aliento, se defiende pisando, bien pisado, el suelo. El caminante, ¿qué le ha sucedido?, de repente tiene miedo. El caminante ni ve ni escucha al lobo.

El caminante nota que un tiritón le corre por el espaldar. El caminante alerta la vista y aguza el oído. No; el caminante ni ve ni escucha al lobo. Al caminante la frente le suda frío, las carnes le tiemblan, el cabello se le eriza, el corazón parece como desbocársele. Al caminante le golpea la sangre en las sienes. El caminante se vuelve y allí está el lobo, con los ojos como carbunclos, la boca abierta enseñando el colmillo poderoso, la lengua fuera, el pecho fuerte, el espinazo hirsuto. El caminante se alobó.

_Un servidor piensa que es como para desorientarse; ¿verdad usted?, y el que se desorienta... , ¡malol

Para el vagabundo, y para las gentes de Ávila de quienes lo aprendió, esto de alobarse es como una inmediata adivinación del lobo, algo así como saber al lobo con el alma antes de que con los sentidos. Al alobado, le suele avisar el canguelo; en este entendimiento lo decía el pastor muchacho del camino de Bohoyo.

_¡Pero con un buen mastín! Por aquí no hay buenos mastines; criar un mastín, vale un riñón ... Eso es para ricos ...

El lobo ataca sin avisar a las mujeres y a los niños, se conoce que prefiere ir más sobre seguro. A los hombres los aloba, antes. Alobarse también puede ser encogérsele a uno el ombligo ante el lobo, como al pajarito ante la serpiente.

El caminante ve al lobo, que está sentado sobre los cuartos de atrás, tan flamenco. El caminante, que tiene ya muchas noches de lobos en la memoria, sabe que su papel es no dar la espalda.

_¡To, lobo! ¡To, lobito, lobo! ¡To, lobo!

El lobo lo deja pasar sin tocarle. El caminante confía en que la palabra lo escude. A nadie se le ocurre pegarle un palo al lobo, de buenas a primeras.

_¡To, lobo! ¡To, lobito, lobo!

El lobo comienza a seguir al caminante por veredas y prados, por desgalgaderos y relejes y trochas. No caen cerca ni el poblado ni el pinar, y el lobo, que es un buen táctico del monte y de la nava, jamás ataca a destiempo. El caminante no vuelve la cabeza. El caminante habla procurando templar la voz.

_¡To, lobo! ¡To, lobito!

El lobo da una corta carrera _ ¡ay, el trote lobero estremecedor!_ y pasa pegando al caminante; tan pegando que, al pasar, le pega con el rabo, suave, suave, en las piernas.

El caminante fuerza por mantener la voluntad.

_¡To, lobo, to ... ! .

El lobo lo espera, veinte pasos más adelante, para repetir la maniobra, dos, tres, cinco veces, las que haga falta; todo es cuestión de paciencia. El caminante sabe que si aguanta hasta las primeras luces del alba, está salvado; el lobo huye con el día.

_¡To, lobo ... !

El caminante, a la segunda, a la tercera, a la quinta vez, ¿qué más da, si todo es cuestión de paciencia?, siente flaquearlas piernas, ve turbia la estrella que veía clara, nota un tembleque en la voz. El caminante quema su último fervor, ya desesperado.

_¡To ... !

El lobo vuelve a la carga, gruñendo raramente, extrañamente, regocijadamente.

_¡Ab!

El caminante, con su postrer aliento, se derrumba. El caminante se alobó. El lobo se echa sobre el caminante y lo mata de un bocado en el cuello. Es muy rápido el lobo, muy limpio para matar. El caminante, que sufrió con el alma mientras aún de pie y caminando, agonizaba, casi ni nota dolor en el cuerpo, en el instante de morir.

_¿Y si se sube a un árbol?

_No le da tiempo; si prueba a subirse a un árbol, como si intenta guarecerse en las casas o en el pinatar, el lobo le presenta batalla.

El chucho Morito, con las orejas enhiestas, no perdía detalle.

Si viene de hambre o en compañía, el lobo también va a la guerra con derechura y sin mayor cuidado ni preparación.

A Morito, como de San Roque, se le fue el hilo por distraerse persiguiendo a la pintada mariposa.

Los animales no se aloban, sólo se aloba el hombre. La oveja se entrega; se le vidrian los ojos, se le engrasa el hocico y se entrega. La cabra huye por el monte arriba, a las peñas a las  que no llega el lobo. Las vacas forman un redondel, culo con culo, y reciben al lobo a cornadas. Las yeguas también pintan la rueda, cara con cara, y saludan al lobo a coces.  Las vacas y las yeguas guardan, con sus cuerpos y en medio del aro, al ternero y al potrillo. El lobo brinca, para morder a las vacas en la ubre y a las yeguas detrás de la oreja, donde nace la crin. El perro, pelea.

_Un buen mastín, o dos mastines medianos y bravetes, pueden dar cuenta de un lobo.

Algunos hombres pudientes, serranos caballeros, aquellos que no cruzan el monte a pie, suelen atar una soga al rabo del burro, una cuerda a la cola de la mula, para que vaya arrastrando como la bicha. Hay quien dice que la bicha le mete el resuello en el cuerpo al lobo.

_El Morito, para lo ruin que es, no me salió malo del todo, ya ve usted. Es noble, pero para el lobo no sirve.

Ávila es tierra de lobos. En el paisaje de Ávila _ en cualquier de los cuatro paisajes de Ávila: el del cereal y el negrillo, el del castaño y la pradera, el de los riscos nevados, el del olivo y la vid y el limonero y el almendro; en la Moraña, en el Tormes y el señorío de Valdecorneja, en Gredos y la Serrota, en la Vera y el Tiétar _ el desolado y hondo aullido del lobo sirve de contrapunto al viento. El refrán dice que que el lobo viejo, a la tarde aúlla. En el invierno de Ávila el lobo aúlla desde las cinco de la tarde hasta que el día, a trancas y barrancas, se levanta.

_Arrestos, sí que tiene el Morito; pero le faltan fuerzas.

En la geografía de Ávila se escucha al lobo hasta nombrando pueblos y lugarejos: el caserío de la Lobera, en Navaluenga; la finca de Arrelobo, en Hoyocasero; el lugar de Navalmahillo _ nava del lobo_, en Santiago del Collado; los ayuntamientos de Gimialcón, o fuente lobera Maello, o perro de monte, Monsalupe, o monte de la loba.

A veces se cuentan cuentos de una loba tierna, de una loba romana, que guarda niños en la noche para que no se hielen.

_Por aquí anduvo una loba cana que se pasó toda una noche dando calor a un muchachito perdido en la nieve. Era una loba grande, una loba que pesó cinco arrobas.

Por una loba dan cuatrocientos cincuenta duros; se lleva al ayuntamiento, el aguacil le corta el rabo para que no la presenten dos veces, el secretario escribe a Ávila y al cazador le dan cuatrocientos cincuenta duros de premio.

_No está mal, ¿verdad usted?

_Nada mal.

Por un lobo pagan trescientos duros. Los lobeznos no valen más que sesenta duros cada uno.

_Tampoco está mal.

_Tampoco; no, señor. ¡Quién se topase una camada!

_¡Hombre, sí, aún teníamos para unos vasos!

_Ya, ya ... ¡Y para hinchamos de jamón ... ! ¡Y hasta para ir a Ávila...!

Al pastor, con el recuento de tanta hartura, y de tal felicidad, se le puso la carita iluminada y tersa; pícara y hasta cachonda.

_¡Quién los cogiera!

El vagabundo, que vive de esperanzas propias y ajenas caridades, sacó la petaca que no quiso regalar al tonto de Piedrahita. En el Barco de Ávila y en día de mercado, quien no engorda su petaca hasta reventar es porque es haragán y medio lelo o dengue y aprensivo.

_¿Liamos un pito?

_Bueno ...

Sabe bien el tabaco en el monte, cuando las carnes están descansadas y tranquilo el ánimo; cuando en el quieto aire resuena el amargo cencerrillo del adalid capón, el balido sin respuesta de la artuña, el terne soplar del maroto; cuando el tiempo se brinda fresquito y algo húmedo; cuando ya por manga de la conciencia se han ido escapando, poco a, los pecados de la ciudad.

El vagabundo, que se encuentra a gusto ,donde está, conversando deleitosamente de lobos y de perros con un pastor del  que ni el nombre sabe, tiene que hacer un esfuerzo para arrancar.

_Me voy.

El pastor lo miró sin entusiasmo. El pastor tenía los ojos pardos y sosegados.

_Vaya usted con Dios.

El pastor tenía la mano pequeña y dura.

_Y si nos vemos ...

_No es fácil, pero, si nos vemos..;

_Ya seremos amigos, ¿verdad usted?

_Sí, eso, ya seremos amigos.

Mientras el vagabundo, desmadejadamente y sin mayor voluntad, orientó sus andares hacia Bohoyo, el pastor se quedó acariciando el gozquecillo Morito, el perro a quien Díos libre del lobo. Amén.

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EL FANTASMA DE DANTÓN

  Dantón se fue  para el otro mundo en bicicleta; la noticia no viene en las historias, pero sí en los periódicos. Dantón iba en su bicicleta, pin.., pan..., pin..., pan..., pin..., pan..., pedaleando por las afueras dc Champier, tan tranquilo, cuando de repente lo enguiló un Dauphine y lo dejó sequito, lo que se dice sequito. Esto es algo que le puede pasar a cualquiera, ¡Dios nos libre!, y que tampoco tiene mayor mérito ni curiosidad. Lo raro del lance fue que, según los primeros síntomas, Dantón parecía como haber pasado directamente de la bicicleta al purgatorio, sin las acostumbradas escalas administrativas del depósito de cadáveres y la fosa dcl cementerio.

   _¡ Con! _exclamaban los franceses que fueron testigos del tránsito (bueno, los franceses no dicen ¡con! cuando se sorprenden, que dicen otras cosas, a lo mejor peores; debían ser paisanos nuestros, se conoce que eran obreros españoles)_. ¡Con, con el occiso! ¿Dónde con está el occiso?

  Visto y no visto, Dantón había sido visto en su bicicleta, sí, pin..., pan..., pin..., pan..., pin..., pan..., pedaleando tan tranquilo, etc., hasta que de repente le dieron un golpe a modo y se esfumó sin dejar ni rastro. El fantasma de Dantón era muy ágil y aseado e inició el tránsito hasta el más allá (no el más allá de Champier, sino el otro: el Más Allá de la bola del mundo) sin descalzarse las sandalias, ni destocarse la gorra de visera, ni dejar el jersey _bien dobladito_  sobre el manillar. ¡Con! ¡Qué cosas pasan, a veces, por el mundo adelante! ¡ Para que después diga la gente que no hay fantasmas ni metempsicosis! ¡ Vaya si los hay! Como bien sostenía don Flegonte Melendo Gutiérrez, procurador por el tercio de representación familiar: cuando a las almas las contamina el disolvente escepticismo, ¡ se cohabitó la marrana! En fin, sigamos con Dantón.

   Los mirones, el dueño del Dauphine (que estaba más asustado que un gato) y los tres o cuatro gendarmes que acudieron atraídos por el tumulto, empezaron a buscar. y encontraron la bicicleta, que estaba ahí mismo, al ladito del coche, pero no a Dantón, ni vivo ni muerto.

   _Se conoce que salió galopando _aclamó una viejecita_; hay atropellados que salen galopando porque no quieren líos con la Policía; a lo mejor el atropellado que ustedes buscan es uno de éstos.

 _¡ Quién sabe! _le replicó un señor_. Ahora se ven sucesos muy extraños.

   El dueño del Dauphine terció en la conversación.

  _No, señora, perdón, no creo que haya salido galopando, perdón; a lo más se habrá ido cojeando, perdón. Quizás sea un caso de amnesia, perdón, y hasta se olvidó de que le atropellaron. ¡Ah, qué desgracia, qué desgracia, atropellar a un ciudadano y no poder decide: perdón, no pude evitarlo!

   _¡Cálmese, cálmese! _le dijo un gendarme, el más dicharachero y cumplidor de los tres o cuatro_. Procure usted reconstruir el suceso; siguiendo la trayectoria del cuerpo de la víctima, no hay duda de que acabaremos encontrándolo. A ver: usted venía por ahí, por su derecha, claro, ¿o no venía usted por su derecha?, sí, usted venía por ahí, por su sitio y a velocidad moderada, y entonces... A ver, siga usted.

     El dueño del Dauphine tragó saliva.

    _Perdón, el caso es que no sé seguir. Yo venía por ahí, perdón, por mi derecha, claro; y de repente oí un ruido y vi una bicicleta y un ciudadano por el aire. Perdón, eso es todo. Yo no sé más. La bicicleta es ésa, ¡qué barbaridad, perdón, como quedó!, pero la víctima, perdón, el ciudadano, salió volando y no le volví a ver más. Perdón, lo que le digo es todo lo que sé...

   Madame Beaurepaire, de soltera Sacramento Balbastre Butragueño, actriz dramática, que acertaba a pasar por el lugar, digo, por el escenario del suceso, recordó a don Pedro Calderón de la Barca, autor del que _dadas sus naturales inclinaciones_ no era muy partidaria, cuando, en Los hijos de la Fortuna, hacía exclamar a uno de los graciosos: "¿Aún no es muerto y ya es fantasma?"

   _No, no se dijo la Beaurepaire para su coleto, a fin de darse ánimos_, lo más probable es que ese fantasma ya esté muerto. como todos.

    Y se alejó. digo. hizo mutis mascullando los versos de El estudiante de Salamanca, de Espronceda. _

El vago fantasma que acaso aparece

y acaso se acerca con rápido pie.

y acaso en las sombras tal vez desaparece

cual ánima en pena del hombre que fue.

   _No se puso a cavilar la Beaurepaire, née Sacramento_, el primer verso no pega; este fantasma no aparece... Bueno, el segundo tampoco, i jopé, que tío!: este fantasma no se acerca ni con rápido pie ni de ninguna forma. El tercero ya cuadra mejor, y el cuarto,  ¡vaya!

   Sobre los tilos de Champier empezó a extenderse el manto de la negra noche. Si en Champier no hay tilos, ¡que los pongan y que no mareen! Sobre los tilos de Champier entonaba el mirlo su canción de amor... ¿Eh?, ¿qué tal?

*   *   *

 Chesterton, que era hombre dado a fantasmas, cuenta que una vez, en el rincón más tenebroso y atemorizador de la Torre de Londres _paraje propicio a fantasmagorías y otros dislates_, se encontraron dos personas y se pusieron a hablar.

   _¿ Usted cree en los fantasmas? _preguntó una de ellas.

    _Yo, no. ¿Y usted?

    _Yo, sí.

   Y desapareció.

   Dantón se hizo fantasma más discretamente y sin decir una sola palabra a nadie. Los franceses suelen ser más efusivos y parlanchines que los ingleses, pero con los fantasmas franceses e ingleses, por lo visto, pasa al revés; seguramente es por eso de la ley de las compensaciones.

   Sobre los tilos de Champier (habíamos quedado en que en Champier había tilos, vamos, que aquello está cuajadito de tilos), los fantasmas revoloteaban con alegría para recibir al fantasma de Dantón.

   _Hermano Dantón (los fantasmas se llaman hermanos entre sí, como los masones y los de la doctrina cristiana), sed bien venido al mundo de las sombras y del silencio.

   _j Sapristi! _exclamó Dantón, ya convertido en fantasma_. ¿ Y mi bicicleta? ¿ Quién con me va a pagar a mí la reparación de mi bicicleta? Estoy asegurado en la Muruelle Vélocipédiste del Isere, aqui tienen los papeles, pero no a todo riesgo, sino tan sólo en el caso de daños a terceros, por ejemplo, si escoño a una ancianita o desgracio a una criatura. ¿ Quién me va a pagar a mi la reparación de mi bicicleta?

   _Dejaos de preocupaciones mundanas, hermano Dantón _le respondió el que parecía mandar en todos los demás fantasmas_, en el mundo de las sombras y del silencio no es costumbre gastar bicicleta ni andar asegurándose, bien sea a todo riesgo, bien por el concepto de daños a terceros. En el mundo de las sombras y del silencio volamos como nubecillas, hermano Dantón, de un lado para otro y sin tropezar jamás, y no necesitamos asegurarnos ni asegurar a nadie porque nosotros somos la seguridad misma, la seguridad que no hiere ni puede ser herida.

   _j Hombre, siendo así!

   El hermano Dantón, o sea, el fantasma de Dantón, empezó a planear sobre los tejados de Champier.

   _¡ Qué bien se va!

   _¿Verdad que si?

   Abajo. sobre la costra de la dura tierra de la que brotan los frondosos tilos (y la sabrosa remolacha, y la endibia para hacer ensalada. y el tulipán), el dueño del Dauphine, la gendarmería y la afición seguían buscando. infructuosamente. algún vestigio que poder enseñar al señor juez cuando llegase, que ya no podía faltar tanto. El hermano Dantón, quiere decirse el fantasma de Dantón, empezó a despreocuparse de reparaciones y otros respetos humanos.

    _¡Qué muellemente se navega por el éter. sobre los más altos campanarios del caserío! comentó el fantasma de Dantón. vamos. el hermano Dantón, con su nuevo jefe.

   En efecto, hermano _hubo de decirle el jefe de aquella cuadrilla de fantasmas. que tampoco era, ni mucho menos. uno de los tres jefes importantes_. Mas no es preciso que hable tan relamido. hermano; aquí pueden decirse las cosas más a la pata la llana y en confianza.

   _Gracias.

   _No hay que darlas.

*    *    *

     Según los  periódicos, Fandre Danthon. de cuarenta y cinco años, padre de ocho niños, se dio tal golpe contra la proa del Dauphine que lo atropelló a la salida de Champier (¿habrá tilos en Champier ?), departamento de Isére, que abrió el maletero del coche con la cabeza y se coló dentro, muy limpiamente como un prestidigitador mañoso o un ágil volatinero de Chapinería, provincia de Madrid (que, como es bien sabido. son los mejores del mundo). El capot volvió a cerrarse, quizá del frenazo, y el cadáver de Fandre Danthon. como la merienda de las excursiones, quedó encerrado y a oscuras. Los guardias dieron una batida por los alrededores con el fin de encontrarlo y. cuando ya iban a abandonar la empresa (algunos empezaban a creer en fantasmas, cosa que prohíbe el reglamento), a un mirón listillo se le ocurrió preguntar:

   _¿ Por qué no miran en la maleta del coche?

   _¡Pero; hombre! ¿A quién se le ocurre?

   _A nadie; bueno. se me ocurre a mí. ¿Por qué  no miran? ¿Qué trabajo les cuesta?

   Según los periódicos. el cadáver de Fandre Danthon apareció en la maleta del coche. Esto no es verdad, esto lo dicen los periódicos para tranquilizar a la gente. En la maleta del coche no había nada y Fandre Danthon, convertido en el fantasma de Dantón, se mecía _¡ qué  gusto!_ entre los leves jirones de la niebla.

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 Marcelo Brito

    Durante muchos meses no se habló de otra cosa por el pueblo... Marcelo Brito,  el mulato portugués, cantor de fados y analfabeto, sentimental y soplador de vidrio, con su terno color de café con leche, su sempiterna y amarga sonrisa y su mirar cansino de bestia familiar y entrañable, había salido de presidio. Tenía por entonces alrededor de cuarenta años, y allá _como él decía_ se habían quedado sus diez anteriores, mustios, monótonos, reducidos a una reproducción de la carabela Santa María, metida inverosímilmente dentro de una botella de vidrio verde, que había regalado _sabrá Dios por qué_, con una dedicatoria cadenciosa que tardó once meses en copiar de la muestra que le hiciera vaya usted a saber qué ignorado calígrafo presidiario a don Alejandro, su abogado, el mismo que no consiguió convencer al juez de su inocencia. Porque Marcelo Brito, para que usted lo sepa, era inocente; no fue él quien le pegó con el hacha en mitad de la cabeza a Marta, su mujer; no fue él, que fue la señora Justina, su suegra, la madre de Marta. Pero como parecía que había sido él, y como _después de todo_ al juez le era lo mismo que hubiera sido como que no, le mandaron a presidio, y allá le tuvieron casi diez años, metiendo las largas pinzas _con las jarcias y los obenques y los foques de la Santa María_ por el cuello de la botella. Sobre el camastro tenía una fotografía de Marta, su difunta mujer, de traje negro y con un ramo de azahar en la mano; y, según me contó José Martínez Calvet _su compañero dc celda, a quien hube de conocer, andando el tiempo, en Betanzos, en la romería D'os caneiros_, algunas veces su exaltación al verla llegaba a tal extremo, que había que esconderle la botella, con su carabelita dentro, porque no echase a perder toda su labor estragando lo que _cuando no le daba por pensar_ era lo único que le entretenía. Después volvía el retrato de su mujer de cara a la pared, y así lo tenía tres o cuatro días, hasta que se le pasaba el arrechucho y lo volvía a poner del derecho. Cuando esto hacía, la cubría materialmente de besos, con tal frenesí, que acababa derrumbándose sobre el jergón, boca abajo, postura en la que quedaba a lo mejor hasta tres o cuatro horas seguidas, llorando como un niño.

   Una vez fueron por la penitenciaria, en viaje de estudios, unos abogados recién salidos de la Facultad, sentenciosos y presumidillos como seminaristas de último año de la carrera, que hablaban enfáticamente de la Patología críminal y que no encontraban una cosa a derechas. Quiso la Divina Providencia que fueran testigos de una de las crisis de Marcelo, y como si se hubieran puesto de acuerdo, tuvieron a bien opinar _sin que nadie les preguntase nada_ sobre lo que ellos llamaban «caracteres específicos del criminal nato», sentando como incontrastable la teoría de que esos arrebatos del mulato no eran sino expresión del arrepentimiento que experimentaba por «haber segado en flor» _la frase es de uno de los letrados visitantes_ la vida de la mujer a quien en otro tiempo había amado. Los abogadetes se marcharon con su sonrisa satisfecha y su aire triunfal, y yo muchas veces me he preguntado qué habrán dicho, si es que llegaron a enterarse, de lo que más tarde hemos sabido todos: que la pobre Marta se fue para el purgatorio con la cabeza atada con unos cordeles, puestos para enmendar lo que su marido ni hizo ni probablemente se le ocurrió jamás hacer.

   La interpretación de los sentimientos es complicada, porque no queremos hacerla sencilla. Sin su complicación, mucha gente a quien saludamos con orgullo _y con un poco de envidia y otro poco de temor también_ y a quien dejamos respetuosamente la derecha cuando nos cruzamos con ella por la calle, no tendría con qué comprar automóviles, ni radios, ni pendientes para sus mujeres, ni nosotros, los que somos sencillos y no tenemos automóvil, ni radio, ni pendientes para regalar, ni, en última instancia, mujer a quien regalárselos, ¿para qué queremos complicar las cosas, si en cuanto dejan de ser sencillas ya no las entendemos? Usted se preguntará por qué sonrío cuando digo esto. Usted se pregunta eso porque no interpreta los sentimientos del prójimo _los míos en este caso_ con sencillez. Usted piensa que yo sonrío para hacerme enigmático, para llevar a su alma una sombra de duda sobre mi sencillez; pero yo le podría jurar por lo que quisiera que si sonrío no es más que porque me asusta el convencerme de que no entiendo as cosas en cuanto han dado más de dos vueltas por mi cabeza. Mi sonrisa no es ni más ni menos de lo que creería un niño que me viese sonreír y entendiese lo que digo; mi sonrisa no es sino escudo de mi impotencia, de esta impotencia que amo, por mía y por sencilla, y que me hace llorar y , rabiar sin avergonzarme de ello, aunque los abogados crean que si lloro y rabio es porque he dejado de ser sencillo, porque he matado _¡quién sabe si de un hachazo en la cabeza!_ mi sencillez y mi candor, recobrados ahora que ya soy viejo, como un primer tesoro...

   Lo que sí puedo asegurarles es que el llanto del desgraciado portugués no estaba provocado por arrepentimiento de ninguna clase, porque de ninguna clase podía ser un  arrepentimiento producido por una cosa de la que uno no puede arrepentirse porque no la hizo; el llanto de Marce1o no era ni más ni menos _¡y qué sencillo es!_ que por haber perdido lo que no quiso nunca perder y lo que quería  más en el mundo, más que a su madre, más que a Portugal, más que a los fados, más que a la varilla de soplar que le había traído don Wolf la vez que fue a Jena de viaje... El llanto de Marcelo era por Marta, por no poder tenerla,  por no poder hablarle y besarla como antes, por no poder cantar con ella _parsimoniosamente, a dos voces y a la guitarra_ aquellas tristes canciones que cantara años atrás...

   _¡Voy muy desordenado, don Camilo José, y usted me lo perdonará! Pero cuando hablo de todas estas cosas es cuando miro jugar a los niños, ¡que no importa adónde van a parar, como no importa mirar si es más hondo o menos hondo el agujero que hacen las criaturas en la arena de la playa!...

   Habíamos quedado en que no fuera él, sino la señora Justina, su suegra, la que diera fin a los veintitrés años de Marta. El caso es que tardó en averiguarse la verdad tanto  como la vieja tardó en morir, porque la muy bruja _que debía de tener miedo a la muerte_ tuvo buen cuidado de callar siempre, aun cuando más comprometido veía al yerno, y menos mal que cuando se la llevó Satanás tuvo la ocurrencia de dejar una carta escrita diciendo la verdad; que si no, a estas alturas el pobre Marcelo seguía añadiéndole detallitos a la Santa María... Tal maldad tenía. la vieja, que para mí no dijo la verdad ni aun en trance de muerte, al confesor ni a nadie, porque, aunque, según cuentan, pedía confesión a gritos, me cuesta trabajo creer que no fuese hereje. El caso es que, como digo, dejó una carta escrita diciendo lo que había, y al inocente le sacaron de la cárcel _con tanto, por lo menos, papel de oficio como cuando le metieron_, y como era un buen soplador y don Wolf le estimaba, volvió a colocarse en la fábrica _que por entonces tenía dos pabellones más_ y a trabajar, si no feliz, por lo menos descansado.

   Transcurrieron dos años sin que ocurriera novedad, y al cabo de ese tiempo nos vimos sorprendidos con la noticia de que Marcelo Brito, temeroso de la soledad, se casaba de nuevo.

   La soledad, con Marcelo tan al margen, tan a la parte de fuera de lo que le rodeaba, como tiempo atrás lo estuviera de su compañero José Martínez Calvet, era dura y desabrida, y tan pesada y tan difícil de llevar, que Marcelo Brito _quizá un poco por miedo y otro poco por egoísmo, aunque él es posible que no se diese mucha cuenta de este segundo supuesto y que incluso lo rechazara si llegase a percatarse de su verdad_ se decidió a dar el paso, a arreglar una vez más sus papeles (aumentados ahora con el certificado de defunción de Marta) y a «erigir un nuevo hogar», como don Raimundo, el cura, hubo de decir con motivo de la boda. Esta vez fue Dolores, la hija del guarda del paso a nivel, la escogida. Marcelo lo pensó mucho antes de decidirse, y su previsión, para que la triste historia no se repitiese, la llevó hasta tal extremo, que, según cuentan, sometió durante meses a su nueva suegra a las más extrañas y difíciles pruebas; la señora Jacinta, la madre de Dolores, era tonta e incauta como una oveja, y fueron precisamente su tontería y su falta de cautela las que la hicieron  salir victoriosa _la inocencia, al cabo, siempre triunfa_ de las zancadillas y los baches que, por probarla, no por mala intención, le preparara su yerno.

   Dolores era joven y guapa, aunque viuda ya de un marinero a quien la mar quiso tragarse, y el único hijo que había tenido _de unos cuatro años por entonces__ había sido muerto diez u once meses atrás, por un mercancías que pasó sin avisar... Los trenes _no sé si usted sabrá_, cuando van a ser seguidos de otro cuyo paso no ha sido comunicado a los guardabarreras, llevan colgado del vagón de cola un farolillo verde para avisar. El mixto de Santiago, que era el que precedió al mercancías, no llevaba farol, y si lo llevaba, iría apagado; porque nadie lo vio. El caso es que Dolores no tomó cuidado del chiquillo y que el mercancías _con treinta y dos unidades_ le pasó por encima y le dejó la cabecita como una hoja de bacalao... Al principio hubo el consiguiente revuelo; pero después _como, desgraciadamente, siempre ocurre_ no pasó más sino que a la víctima le hicieron la autopsia, la metieron en una cajita blanca _que, eso sí, le regaló la Compañía_ y la enterraron.

    El gerente le echó la culpa al jefe de Servicios; el jefe de Servicios, al jefe de la estación de La Esclavitud; el jefe de la estación de La Esclavitud, al jefe de tren; el jefe de tren, al viento... El viento _permítame que me ría_ es irresponsable.

   La boda se celebró, y aunque los dos eran viudos, no hubo cencerrada, porque el pueblo, ya sabe usted, es cariñoso y afectivo como los niños, y tanto Marcelo como Dolores eran más dignos de afecto y de cariño _por todo lo que habían pasado_ que de otra cosa. Transcurrieron los meses, y al año y pico de casarse tuvieron un niño, a quien llamaron Marcelo, y que daba gozo verle de sano y colorado como era. Marcelo padre estaba radiante de alegría; cuando vino el verano y ya el chiquillo tenía unos meses, iba todos los días, después del vidrio, al río con la mujer y con el hijo; al niño le ponian sobre una manta, y Marcelo y la mujer, por entretenerse, jugaban a la brisca. Los domingos llevaban, además, chorizo y vino para merendar, y la guitarra (mejor dicho, otra guitarra, porque la otra se desfondó una mañana que la señora Justina se sentó encima de ella) para cantar fados.

   La vida en el matrimonio era feliz. No andaban boyantes, pero tampoco apurados; y como al jornal de Marcelo hubo de unirse el de Dolores, que empezó a trabajar en una aserrería que estaba por Bastabales, llegaron a reunir entre los dos la cantidad bastante para no tener que sentir agobios de dinero. El niño crecía poquito a poco, como crecen los niños, pero sano y seguro, como si quisiera darse prisa para apurar la poca vida que había de restarle.

    Primero echó un diente; después rompió a dar carreritas de dos o tres pasos; después empezó a hablar... A los cinco años, Marcelo hijo era un rapaz moreno y plantado, con los labios rojos y un poco abultados, las piernas rectas y duras... No había pasado el sarampión; no había tenido la tos ferina; no había sufrido lo mismo para echar la dentadura...

   Los padres seguían yendo con él _y con el chorizo, el vino y la guitarra_ a sentarse en la hierbita del río los domingos por la tarde. Cuando se cansaban de cantar, sacaban las cartas y se ponían a jugar _como cinco años atrás_ a la brisca. Marcelo seguía gastándole a su mujer la broma de siempre _dejarse ganar_, y Dolores seguía correspondiendo al marido con la seriedad de siempre; una seriedad un poco cómica que a Marcelo _un sentimental en el fondo_ le resultaba encantadora.

    Al niño le quitaban las alpargatas y correteaba sobre el verde, o bajaba hasta la arena de la orilla, o metía los pies en el agua, arremangándose los pantaloncillos de pana hasta por encima de las rodillas.

    Hasta que un día _la fatalidad se ensañaba con el desgraciado Brito_ sucedió lo que todo el mundo (después de que sucedió, que antes nadie lo dijo) salió diciendo que tenía que suceder: el niño _nadie sino Dios, que está en lo alto, supo nunca exactamente cómo fue_ debió de caerse, o resbalar, o perder pie, o marearse, el caso es que se lo llevó la corriente y se ahogó.  

   ¡Sabe Dios lo que habrá sufrido el angelito! Don Anselmo, que conocía bien los horrores de verse rodeado de agua por completo, que sabía bien el pobre _tres naufragios, uno de ellos gravísimo, hubo de soportar_ de los miedos que se han de pasar al luchar, impotentes, contra el elemento, comentaba siempre con escalofrío la desgracia de Marcelo hijo.

   No se oyó ni un grito ni un quejido; si la criatura gritó, bien sabe Dios que por nadie fue oída... Le habrían oído sólo los peces, los helechos de la orilla, las moléculas del agua... ¡lo que no podía salvarle! Le habrían sólo oído Dios y sus santos, los ángeles, niños a lo mejor como él, y quien sabe si, por la voluntad divina, parados en sus cinco años inocentes, aunque en sus alas hubieran soplado ya vendavales de tantos siglos...

    El cadáver fue a aparecer preso en la reja del molino, al lado de una gallina muerta que llevaría allí vaya usted a saber los días, y a quien nadie hubiera encontrado jamás si no se hubiera ahogado el niño del portugués; la gallina se hubiera ido medio consumiendo, medio disolviendo lentamente, y a la dueña siempre le habría quedado la sospecha de que se la había robado cualquier vecina o aquel caminante de la barba y el morral que se llevaba la culpa de todo...

   Si el molino no hubiera tenido reja, al niño no le habría encontrado nadie. ¡Quién sabe si se hubiera molido, poquito a poco; si se hubiera convertido en polvo fino, como si fuera maíz, y nos lo hubiéramos comido entre todos! El juez se daría por vencido, y doña Julia _que tenía un paladar muy delicado_ quizá hubiera dicho:

   _¡Qué raro sabe este pan!

   Pero nadie le hubiera hecho caso, porque todos habríamos creído que eran rarezas de doña Julia...

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NOVENTA MINUTOS DE REBOTICA

CRÓNICA DE UN PARTIDO DE FÚTBOL ENTRE BASTIDORES

Todos los oficios del mundo tienen su rebotica, su trastienda. Algunos, los más antiguos o los más perfectos _el del platero, el del cirujano, el del mago_, son todo rebotica y, a la vista del público, sus oficiantes hacen mangas y capirotes, y de tripas corazón. Otros, más modernos o aún no tan decantados _el del bisutero, el del poeta, el del prestidigitador_, distinguen todavía entre cuartito de estar y sala de recibo, entre taller y escaparate, entre camiseta y camisa.

El fútbol es un oficio moderno, rico, pujante y con rebotica; un oficio tan joven, tan áureo, tan arrollador y con tantos pasillos como la aviación, la radio o las organizaciones pacifistas. Cuando envejezca y se perfeccione, cuando ya esté con un pie en la tumba, todo él será rebotica y los partidos ya no habrá que jugarlos ni que disputados; entonces será llegado el momento en que, en los banquetes de confraternidad, ya nadie se levantará a decir que no hubo vencedores ni vencidos, frase que sólo podía justificarse en los tanteos de 5-0 para arriba, como los que les hacíamos a Portugal, aún no hace mucho. Entonces, los discurseadores de la hora del café y del puro alzarán la voz para congratularse ya de haber superado aquellos tiempos ominosos en que veintidós hombres tenían que reventarse para que cincuenta mil se divirtiesen.

Pero mientras llega la hora de la superación... ¡Caray, mientras llega la hora de la superación!

El escritor, que en su vida había escrito una sola línea sobre deporte, se echó al bolsillo su "Pase a los vestuarios" _algo así como el salvoconducto de la rebotica, el sésamo ábrete de todas las puertas cerradas_ y enfiló a pie, paseo de la Castellana arriba, el camino del estadio de Chamartín, donde  había de jugarse el partido Atlético de Bilbao-Real Madrid. Son las tres y media de la tarde. En los vestuarios _la caseta de aquellos tiempos en que, según las crónicas, se llevaban los palos al hombro_ aún no hay nadie; la piscina, las duchas, los largos bancos, las perchas están aún, aunque ya por poco tiempo, vacíos.

Un señor con bombín cruza un pasillo y uno ensaya su mejor sonrisa.

_How do you do, Mr. Keeping?

_Yo no soy Mr. Keeping, caballero; yo soy el marqués de la Valdavia.

 _ Usted perdone.

Luego resultó que tampoco era el marqués.

Otro señor que parecía alguien, pero que después resultó que no era nadie, se nos acercó, oficioso.

_ Mr. Keeping está con la gripe.

_¡Vaya por Dios!

_No, no se preocupe, ya parece que está mejor. ¿Quiere usted que le presente a Albéniz, el segundo entrenador?

_No, muchas gracias; yo quería un inglés.

_No se apure, los de Bilbao tienen otro que está también muy bien.

 _¡Ah!¿Sí?

_Sí, señor; la mar de bien.

El inglés del Atlético es un señor que no habla ni una palabra de español, y el escritor que, como todo el mundo, cuando algún extranjero no le entiende, le grita creyéndose que, además de inglés o alemán, es sordo, enronquece en el interrogatorio.

_¡Vaya campo! ¿Eh?

_¡Oh! ¡ Beautiful!

_¿ Le gusta Madrid?

_j Oh! ¡ Beautiful!

_¡Vaya! Oiga, ¿quién cree usted que va a ganar?

_ ¡ Oh ! ¡ Beautiful!

_Pues muy bien y muy agradecido a sus amables declaraciones.

 _¡Oh! ¡Beautiful!

_Sí, sí; ya entiendo.

Después se encuentra con Hernández Coronado y la cosa cambia. El inglés del Atlético, que no sabía español, tampoco debía de saber demasiado inglés.

El partido empieza. En la pecera del palco presidencial, el general Millán Astray, el canario Molowny, recién operado, un señor de Bilbao que se llama Isasi y que canta los goles, sin equivocarse, antes de que se produzcan; Hernández Coronado y el cronista, miran para el campo.

Lo que pasó en el campo ya lo saben ustedes. Llega el descanso y vuelta a los vestuarios. Hernández Coronado no está nada optimista.

_En este  partido vamos a perder la Liga.

_No, hombre; a lo mejor en el segundo tiempo da la vuelta.

_¡ Pché!

Los jugadores toman café puro muy caliente. A Azcárate le han partido una ceja. A Panizo también le han dado un golpe.

_Oiga, ¿qué llevan debajo de la camiseta?

Palliño mira al cronista con un extraño mirar.

_ Nada; la piel.

En el segundo tiempo viraron las tornas y la cosa se puso mejor para el equipo de casa. Con empate a dos goles, faltando cinco minutos para terminar el partido, el cronista vuelve a la rebotica. El tercer gol le coge en los pasillos. Hernández Coronado está impasible. A los treinta años de fútbol, verdaderamente, ya se deben desatar los nervios en muy pocas ocasiones. La  gente está desbordada, enloquecida. Unos se revuelcan por el suelo, otros  pegan patadas a las paredes y otros se abrazan entre grandes gritos. Un guardia tira su gorra al aire; está tan contento, que empieza a sacudir porrazos a diestro y siniestro. Esto de la alegría popular es algo muy misterioso. El cuarto gol se produce estando el cronista en los vestuarios. ¡ Menos mal!

Al minuto o minuto y medio empiezan a llegar los jugadores blancos (los críticos ingeniosos les llaman "merengues", que, como salta a la vista, es bastante original), y muy poco después hacen lo mismo los de la listada camiseta rojiblanca (a quienes los críticos ingeniosos llaman "colchoneros", lo que tampoco está nada mal, o "leones de San Mamés", lo que es también muy nuevo).

El vestuario del Real Madrid no tiene ya mucho interés: abrazos, sonrisas y ¡ahs! de alivio.

En el del Bilbao tres jugadores discuten a gritos hasta que el directivo señor Zabala los manda callar, gritando más que ellos. Ni un soto comentario, por parte de nadie, contra el Madrid.

_Están en un gran momento y van camino de campeones.

El inglés se peina en silencio.

El árbitro, en su cuarto, está en calzoncillos y camiseta. Así, en paños menores, parece mas joven.

Hace ya un cuarto de hora que el partido acabó y, afuera, los guardias siguen luchando a brazo partido con los que quieren colarse. Bien mirado, hay vocaciones de abordaje más fuertes que el tiempo o que el amor. .

Una señora gorda rueda por unos desmontes. Su marido, con la ayuda de dos o tres voluntarios, la iza a la superficie.

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En Forma De Mujer Que Dicen Temeroso, Matutino, Inútil

 Ese amor que cada mañana canta
y silba, temeroso, matutino, inútil
(también silba)
bajo las húmedas tejas de los más solitarios corazones
-¡Ave María Purísima!-

y rosas son, o escudos, o pajaritas recién paridas,
te aseguro que escupe, amoroso
(también escupe)
en ese pozo en el que la mirada se sobresalta.
Sabes por donde voy:

tan temeroso
tan tarde ya
(también tan sin objeto).
Y amargas o semiamargas voces que todos oyen
llenos de sentimiento,

no han de ser suficientes para convertirme en ese dichoso,
caracol al que renuncio
(también atentamente).
Un ojo por insignia,
un torpe labio,

y ese pez que navega nuestra sangre.
Los signos de oprobio nacen dulces
(también llenos de luz)
y gentiles.
Eran
-me horroriza decirlo-
muchos los años que volqué en la mar
(también como las venas de tu garganta, teñida de un tímido color).

Eran
-¿por qué me lo preguntas?-

dos las delgadas piernas que devoré.
Quisiera peinar fecundos ríos en la barba
(también acariciarlos)
e inmensas cataratas de lágrimas
sin sosiego,

desearía, lleno de ardor, acunar allí mismo donde nadie se atreve a
levantar la vista.
Un muerto es un concreto
(también se ríe)
 pensamiento que hace señas al aire.
La mariposa,

aquella mariposa ruin que se nutría de las más privadas
sensaciones,
vuela y revuela sobre los altos campanarios
(también hollados campanarios)
aún sin saber,
como no sabe nadie,

que ese amor que cada día grita
y gime, temeroso, matutino, inútil
(también gime)
bajo las tibias tejas de los corazones,
es un amor digno de toda lástima.

 

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TOSHIBA 5 (II)

Ahora, ahora mismo,

En este instante idéntico a niña embarazada,
en este instante mismo en que la sangre se agolpa por mis sienes,

en este instante, ¡oh muerta!, en que navajas, tréboles,
o espartos moribundos dan sabor a tu boca,

en que huracanes trémulos, musgos recién nacidos,
o gusanos sin boca son dueños de tus senos,

en que la tierra inmensa te ahoga por la garganta
por un instante no mayor que un beso,

en que lágrimas huecas o mechones de pelo perfectamente inútiles

no son lo que yo quiero: que es tu presencia misma,

que es tu carne dorada donde yo me dormía,
que son tus piernas tibias, tus muslos abarcados,

tus fecundas caderas donde yo cabalgaba
como un verano, hasta que te rendías,

tus fortísimos brazos con que, toda desnuda,
me levantabas sobre tu cabeza,?

en este instante en que un dolor inmenso
es incapaz de hacerme mover un solo dedo,

yo te prometo, oh dulce esposa mía asesinada,
oh madrecita sin haber parido, oh muerta,

colgar tu atroz recuerdo cada noche de un pelo,
y que desiertos de tinieblas moradas

o amargas noches de insomnio y sobresalto
sean incapaces de ahogarme como a un niño.

 

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FRAY TRECE DE MINGLANILLA

Soneto de los goces truncos o fabulilla

del carajo que, harto de pecar, rindió

su furia vagabunda.

 

Este que veis aquí, triste carajo,

pálido, desmedrado, ruin, canijo,

fuera en tiempos ya idos arquepijo

y rey de los cipotes a destajo.

¡Oh, el inclemente y fiero desparpajo

con que embestía contra el entresijo,

do lo hubiere!¡Oh, el ardido amasijo

que escupía su fiero y gentil tajo!

Pero el tiempo pasó y la calentura,

y aquella máquina infernal de entonces

ya no es héroe ni de héroe es su figura.

¡Ay, la miseria en que pararon bronces!

¡Ay, el dolor con que dejó el trabajo,

quien fue carajo y terminó en badajo!

 

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