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Andrés Sorel

El crimen de Santa Bárbara

El secreto

 

 

EL CRIMEN DE SANTA BÁRBARA

I   Ocurrió en la madrugada de un viernes. Los fines de semana, como vomitados por todos los arrabales de la ciudad, llegaban miles de jóvenes a  tomar posesión de la plaza. Desde el atardecer y hasta que cobran fuerzas las luces de la mañana. El tiempo deja, durante esas largas horas, de existir para ellos. Se sientan en los bancos de madera, se derrumban en las aceras de las calles en las escalinatas de los soportales de las casas. Compran en los chinos la cerveza que sola, o mezclada con alcohol, consumen en botellones bebiendo a morro o en grandes vasos de plástico, y dejan pasar el tiempo hablando, cantando a veces, entonando guturales aullidos, permaneciendo en silencio, semiadormilados. Ríen estrepitosamente, se abrazan sin mucho convencimiento, vocean sus nombres al reconocerse como miembros de las distintas tribus que el lugar asuelan.

    Cuando salí de la cervecería aquella noche, él ya roncaba pacíficamente, los ojos cerrados, tirado en un rincón de la calle Orellana, bajo la ventana del Burger. Debía haber bebido más de la cuenta.

    En la cervecería, durante años, vengo observando a sus clientes más habituales. Con algunos, los menos, dado mi carácter hosco, entrecruzo algunos rituales saludos. Conversaciones nunca, que ya digo soy animal solitario. Y fuera del sagrado templo no abro mucho los ojos para contemplar el pelaje de los que deambulan por la plaza. Para mí, Santa Bárbara, es la cervecería. Y lo otro, el derrumbe del mundo del que yo mismo ya he dado la espantada.

    Si me fijé en él es porque siempre me había chocado su pinta de protagonista de La conjura de los necios. Gordo, tripudo, con visera a lo Jim Courier, gangoso en el habla y muy celoso de la defensa de su territorio. Recuerdo una tarde en que más que pedir un durito con su vieja lata en la mano, se dedicaba a increpar al medio jorobado que deambulaba por los alrededores de la entrada al metro Alonso Martínez. Argumentaba el visitante que había salido del Pirulí con Sida, y el gordo le contestó:

     _Sida no sé si tienes, pero como te vea otra vez por aquí, de la hostia que te doy te enderezo la chepa.

    Le miraba el colega con su lejano aire de intelectual venido a menos, realizando esfuerzos por no reírse del propio discurso con el que obsequiaba al necio. Ocultos sus ojos por gafas negras, se las quitó para mostrar uno de ellos, semiamoratado.

    _Son los cabezas rapadas quienes me lo han hecho, ¿te das cuenta?

    _ ¿Darme cuenta yo? Te juro, picha, que como no te pierdas te voy a poner el otro a tono.

     Y al verle cómo extendía su mano pidiendo ayuda a unos viandantes, salió de estampida hacia él bamboleando entre sus carnosos dedos la oxidada lata con la que pedía los mil duritos, gritando como un poseso:

    _Fuera de aquí, basura, pinchao, te he dicho que te largues...

    Le obedeció. Y es que ésta era zona del gordo: sus aliados son los guardias de seguridad, algunos porteros, policías, gentes de orden a las que informa de la presencia de posibles sospechosos por la zona. Nos obsequió, al deshacerse de su rival y recuperar para sí la integridad del territorio, con la mejor de sus sonrisas, diciendo:

    _Estos son como los de la ETA, había que matarlos a todos.

    Al pasar junto a él, aquel viernes, le deseé felices sueños. No eran sueños felices, precisamente, los que le aguardaban.

    Ahora ignoro por dónde comenzar mi narración, si por el asesinado, al que presenté someramente, por los clientes de la cervecería, por las circunstancias en que se produjo el crimen o por mí mismo. Tal vez esto último sea lo más fácil, dada la parquedad de datos que necesito aportar. Hace ya tiempo que nadie me espera en la casa donde llevo viviendo más de medio siglo. Eso indica que pronto me jubilaré, no sólo del trabajo, de la vida. Vivo solo, pues, obsesionado porque lleguen las horas del mediodía y de la noche en que, si no tengo trabajo, cosa habitual, me siento en la cervecería y voy trasegando uno tras otro los dobles hasta que el sopor y el embrutecimiento me vencen, conduciéndome, algo mareado, al lecho, en el que inútilmente intento conciliar el sueño. Consigo dormir al principio, con El Larguero como somnífero, pero me despierto apenas Manolete termina sus cada vez más breves comentarios. Momento de realizar la primera y sin duda copiosa meada. Y a partir de ahí, con intervalos de sueños, duermevelas, pesadillas y visitas al váter y al frigorífico donde, trago a trago apuro la botella de agua, dejo pasar, o sufro, las horas que restan hasta la amanecida: entonces me invaden las más hermosas, las de auténtico descanso. Una, dos horas, que me dan fuerzas para seguir viviendo.

     Cuando al despacho acudo, escucho los mensajes, si los hay, y revuelvo papeles que de seguro carecen de importancia, buscando desesperadamente un asunto, cualquiera, por imaginario o despreciable que sea, al que asirme, en el que ocuparme, para no soportar la consciencia de la soledad, y lo que es peor, sufrir los pensamientos que con la presencia de la muerte me angustian. Resulta fácil pronunciar frases tópicas semejantes a las de "para qué vivir", "qué esperas ya de la vida", "por qué le tienes miedo a la muerte", etc., cuando la realidad es que uno sabe que no tendrá otra posibilidad, y que esta, que absurdamente le fue concedida, también la está perdiendo. Son mis cosas y circunstancias, y aun tan someramente explicadas justifican las razones por las que me tocó a mi ocuparme del caso que refiero, el asesinato ocurrido junto a la cervecería, en la Plaza de Santa Bárbara. Un crimen que al fin a nadie importa, y que yo fui obligado, sin presiones, por mera rutina, tal vez como muestra de compasión hacia el estado de nulidad y acabamiento en que vegetaba, a investigar y esclarecer, dado que pocos eran los que ignoraban que los asesinos se encontraban cerca, entre nosotros, respiraban a nuestro alrededor, se mofarían incluso de lo ocurrido, conscientes de que difícilmente se les podría declarar culpables. No parecía existir otro móvil que el de la estupidez, estulticia humana. (Algunos hemos leído El extranjero de Camus; aunque parezca extraño en mi caso, yo también he sido lector y devorado buena literatura). No voy a referirme aquí a valores humanos, a ética, a historias y filosofías que ya suenan tan lejanas como el paso de los carruajes de caballos por los bulevares de la ciudad. Si no se han producido muchos crímenes similares al que nos ocupa aquí, donde yo casi habito permanentemente, se debe a la casualidad.

II

    Como ya he dicho, yo era cliente habitual de la cervecería. Y casi siempre solitario. Eso me permitía observar más detenidamente a los contertulios habituales y a quienes allí se refugiaban también sin compañía. Algunos, después de acudir habitualmente durante meses y permanecer horas en ella, desaparecían. Ocasionalmente o de manera definitiva. Nadie les daba importancia. Si hablo de ellos, los unos y los otros, ahora, es porque encontraría en una de sus mesas la clave de la resolución de esta historia. Por eso cuenta narrar las circunstancias que contribuyeron a esclarecer el asesinato que tuvo lugar a sus puertas, en el chaflán de la calle Orellana con la plaza, bajo las ventanas del King.

    Era mi mesa preferida. En verano me llegaba el viento suavizante provocado por las aspas de uno de los ventiladores en el techo instalados. En invierno me resguardaba de las corrientes de aire entrecruzadas al abrirse las puertas. Y siempre me ofrecía las mejores perspectivas de los clientes habituales del local. Recostado contra la pared observaba el trasiego de gentes, me llegaban apuntes de algunas conversaciones, sorprendía besos no recatados de parejas impacientes, repasaba las líneas del texto de Galdós que coronaba prácticamente mi cabeza. Muchas horas medité en la mesa, apurando una cerveza tras otra, sobre el asunto. Largas noches preguntándome a mí mismo no ya el significado del asesinato, sino la estupidez que suponía el intento por resolverlo. A nadie interesaba que se hiciera. Por mera rutina me lo habían encomendado. Y esto fue precisamente lo que despertó mi celo, no profesional, sino humano. ¡Dios Santo! Cuánta basura semejante existe, se encuentra esparcida en todas las ciudades del mundo. Nos preocupamos de reciclar la otra, pero a esta la dejamos que se pudra sola, cuando no contribuimos a extinguirla. Es una de las consecuencias del progreso: aumenta su cantidad en número no proporcional, sino infinitamente superior, al de quienes se benefician de los logros de la civilización. ¡Gloria a la Ciencia! Al fin, por cada Claudia Schiffer o Antonio Banderas que por nuestros ojos desfila con toda la expresión de belleza y felicidad programadas en sus rostros y cuerpos, se contabilizan miles de ciudadanos como el que ocupa mi caso.

    Pienso, y esto sí que parece broma del destino, en los dos jóvenes drogadictos que con sus perros ocupan las noches de los viernes a domingo la anteoficina de la Caja de Madrid de la calle Sagasta, donde se ubican los cajeros automáticos, permaneciendo el resto de los días y las noches del año tumbados en la marquesina de la parada del 21 de la calle Génova. Acarrean agua para sus, por lo dóciles y pasivos, castrados animales, a veces piden para un bocadillo, un café, e ignoro de dónde sacan el dinero para la droga que a la vista de todo el mundo _que naturalmente les contempla sin querer darse por enterados de lo que sus ojos ven, pasan ante ellos como si fueran ciegos_ consumen, realizando sus rituales operaciones de cuchara, mechero y polvos, parsimoniosamente, con delectación. Pudieron ser los asesinados. O los asesinos. Ni lo uno ni lo otro. Y desaparecieron del lugar. Yo creí que habían muerto. O tal vez se encontraban en la cárcel. En algún hospital. Nadie concedía importancia a su ausencia. Dos desgraciados menos, si acaso, se decía. Le pregunté a Aquiles, el de los pies ligeros, por ellos y no supo darme respuesta. Agamenón, caudillo de los anchurosos dominios del sagrado templo, creyó haberlos visto el sábado anterior con un botellón de cerveza en la mano, pero no estaba muy seguro de si ya solos, si con los perros, e incluso en compañía de alguien que parecía tener buena pinta. Néstor, el de la palabra suave, que estaba a punto de jubilarse, habló de la incomprensión que le producían las jóvenes generaciones, gentes que optaban por matarse en plena juventud en vez de disfrutar de los placeres de la naturaleza. Llera, la de los ojos de novilla, que limpiaba las baldosas sobre las que alguien había derramado un vaso de cerveza, hizo ademán de pronunciar unas palabras, pero al fin se abstuvo de intervenir. Desde el fondo, atrincherada en su caja, Atenea, la de los bellos cabellos, seguía nuestra conversación sonriendo como siempre. De la vida sabe el cazador tanto, que nada ha de extrañarle. ¡Contemplaron sus ojos tantas escenas, que ya no concede ninguna importancia a la existencia de tipos semejantes!. Y guardián de su vida privada y celoso de su trabajo, tan eficiente como atento, se limitó el hombre de los largos silencios a menear la cabeza conmiserativamente. Pero no tardamos en conocer la noticia, que con un gran despliegue publicó un diario madrileño. Uno de los jóvenes era belga y su padre, al morir, le había legado, como único heredero. una suma de alrededor de 500 millones de pesetas. De su asombro no salía el lotero. Mas el contador de infortunios poco podía aducir, él, que vendía sueños argumentando que de todas formas los sueños nunca se realizaban.

    Masqué el cigarro _por mal que me supiera, daño que me produjese, no podía abandonarlo_, lo estrujé sobre el cenicero sin gesto de mala leche alguna, y dije: así es la vida.

    Pero como cuento, el muerto fue otro. Hora es que me ocupe de él.

III

   Al parecer la plaza había ya desocupado a la mayor parte de sus ocupantes. Entonces llegaron ellos. Tres. Armados con bates de béisbol. Se situaron ante él, en círculo. Sin hablar. Contemplándole como presa codiciada que apenas opondría resistencia. Y de pronto comenzaron a golpearle. Sin mediar palabras, sin explicaciones. Unos segundos más tarde, el mendigo, despertando o agudizando tal vez la pesadilla de sus sueños, intentó defenderse. Bailaban sus manos de gordezuelos dedos sobre el rostro queriendo proteger sus ojos. Mas las maderas golpeaban su cráneo, su pecho, su espalda, sus piernas. Manaba la sangre a borbotones de su carne, empapando las ropas. Ya estaba tendido en el suelo, no lograba incorporarse. Las piernas, como si sufrieran corrientes eléctricas, se convulsionaban.

    _Sangra como un gorrino. Vamos a limpiarle _dijo uno de los agresores. Y los tres, al unísono, se desabrocharon las braguetas, extrajeron sus engurruñidos miembros y volcaron sobre el caído copiosos chorros de meada que se unieron a la sangre que manaba de sus heridas.

    _Esto se llama limpiar España.

    _Purificar España. Con todos los detritus que nos llegan y contaminan debiera hacerse _dijo otro. Y el tercero:

    _No más negros, comunistas, moros, gitanos. Son un estorbo. Corromperán la raza. No debiera dejarse uno vivo.

     Y continuaron golpeando a quién ya apenas si le restaban hilos de vida.

    _Mirad, mirad, como los conejos, como los conejos.

    Y reían todos. Hasta que en un último estertor _le manaba una tenue corriente de sangre por la comisura de los labios_, el necio se quedaba encogido sobre la acera.

    _Vámonos, es una basura, no ha aguantado nada _dijeron, y se marcharon entonando una vieja canción de los Beatles.

   Tardaron en llegar  los municipales. Buscaron una manta con la que cubrir aquel rostro, cuerpo, deshecho por los bastonazos recibidos. Con desagrado acudió el juez, que entre maldiciones levantó acta de los hechos.

    Y luego me llamaron a mí.

IV

   Los solitarios como yo, he de repetirlo, beben y apenas si ya contemplan a quienes a su alrededor se mueven. Conocen a los fieles y devotos consumidores y se sienten protegidos con su presencia. Y los otros, turistas ocasionales, no le importan, son como las aves de paso. Llegan, desaparecen, vuelven a venir y perderse, ellos u otros semejantes, da igual, sólo por el pelaje se distinguen, ni tienen nombre ni importan sus vidas, pues a los que mueren suceden otros, miméticos, que los resucitan.

    Por eso, a partir del momento en que inicié las investigaciones _es un decir_ presté atención a las palabras o movimientos sucedidos en la cervecería. Ignoraba las razones que me hacían presuponer que en ellos encontraría la resolución del caso. Algunos fines de semana acuden hinchas de los equipos de fútbol. Entre ellos pululan gentes extremistas, tan bárbaros como irresponsables. No muchos entran en mi sancta sanctorum, que los precios ahuyentan tanto como las prematuras horas en que el establecimiento se cierra. Como adivinando las razones de mi inusitado interés, uno de los contertulios me habló de ellos, un grupo que ocupaba el centro de la plaza, junto a la tradicional librería que de por vida en ella se asienta. Era del Atlético. Se encontraba eufórico tras haber sufrido lo indecible el pasado año, y por cierto, ¿quién le iba a decir a Rimbaud que prestaría su imaginación al equipo de Gil, luminaria como todo el mundo sabe de la cultura?. Se asombró de que mis investigaciones rozaran a aquella gente. Incluso en algunas ocasiones se dejaban caer por la cervecería algunos afamados futbolistas. Raúl, Mendieta, Roberto Carlos... Mas salvo cierto comedido alboroto de la chiquillería, que hacia ellos tendían bolígrafos y papeles surgidos de cualquier parte, nadie reparaba más de la cuenta en su presencia.

    La peña de los hermanos, a la que acompañaba un atípico y bonachón ex-ministro socialista no se interesó por el tema. Imperturbable se mantuvo la vieja devoradora tanto de cerveza como del ABC, mujer que parecía surgida de una novela de Agata Christie, y que para rendir homenaje a la autora de obras de misterio, desapareció de pronto y por más preguntas que realicé, investigaciones levemente insinuadas, nada logré esclarecer. Vivía sola. Tenía una hermana. Eso fue todo. Se había perdido, desaparecido y punto. El asesinato me estaba descubriendo de pronto un mundo ignorado, sugestivo, con el que había convivido años, al que no prestara importancia y que ahora cobraba una fuerza sugerente. ¿Qué podría decir del joven nervioso, cetrino, que a sí mismo se hablaba, gesticulando ruidosamente, riendo, y no reparaba jamás en los ojos que en él pudieran fijar su atención? ¿Qué misterio envolvían, a quién dirigía aquellas palabras que no lográbamos entender? ¿Y cómo explicar las apariciones desapariciones del enteco que se sentaba con los cascos puestos mientras devoraba ensimismado gambas y cerveza sin levantar la vista de la mesa? Soliviantaban al personal masculino las apariciones de la bella Paula, demasiado espectacular y atractiva para que las miradas a ella dirigidas vieran más allá de la mujer a la escritora. Defendían su soledad los lectores enfrascados en libros que consumían al par que la cerveza, gentes de izquierda, republicanos, que contrastaban con las esporádicas visitas, casi siempre en días festivos, de figuras  públicas como Alberto Ruiz Gallardón, Juan José Lucas, Luis Alberto de Cuenca o María Fernanda Rudi, pero también se dejaban caer por allí Ana Botella, o Carmen Alborch y ¡hasta la alegría de saber vivir en la longevidad!, el hombre que era historia viva de la literatura y de la propia España, Francisco Ayala.  Transparente en su alegría nunca contenida se nos mostraba en cambio el ex senador romano, de rostro bonachón y mirada estrábica, que una noche se enchispó tal vez algo más de la cuenta _era ya casi la hora del cierre de uno de esos plácidos domingos_ y nos obsequió a los cervezónamos con el baile de una jota. Interés mostraron los componentes de la peña de los rojos y el asunto leas sirvió para enardecerlos más en sus ideas críticas contra el Gobierno, el antecesor de Felipe González, el monarca, Estados Unidos y cuanto a su mente saliera al paso. Se reunían siempre los martes en la noche, bebían como posesos y los capitaneaba con sus soflamas incendiarias, a las que todo el mundo, trabajadores e invitados ya habían terminado por acostumbrarse, el gran poeta esquinado Carlos Álvarez. Podía hablar de los actores famosos que por aquí se descolgaban, Resines, Jorge Sanz, Gamero, locutores y presentadoras de televisión, la simpática peña de los músicos, tal vez una de las más plácidas y sosegadas de cuántas aquí se reúnen, la de los médicos y sus largas disquisiciones sobre comida, bebida, conciertos, lecturas…mas ninguna de ellas se preocupó, si acaso de pasada, por el asunto.

    Hora es, sin embargo, de que lo confiese. Porque en una de las mesas encontraría respuestas a mis no siempre pronunciadas preguntas. El éxito del desenlace se lo debo a una hermosa profesora de inglés que compartía mesa con un viejo escritor, creo que era, que alguna vez contemplo su foto en los periódicos, sobre todo en uno de ellos en el que colaboraba habitualmente, y, Dios, bebe casi tanta cerveza como yo mismo,  casi siempre sentado  cerca de donde yo me ubicaba. Desde luego, como náufragos, buscaban siempre este lado de la pared, pienso que él gustaba de observar igualmente al personal cervecero. Aquel mediodía, que se convirtió en mi tabla de salvación, a la que me así desesperadamente y que me llevó a resolver felizmente el caso, ella venía casi histérica por culpa de la rebelión de un par de alumnos del instituto en el que impartía clases, que habían sobrepasado en intensidad y cinismo a la cotidiana y cada vez más insufrible protesta diaria. Sus palabras pronto me interesaron. Contaba cómo al comentar su caso en el claustro, otra profesora vino a decirle que aquello no era nada en comparación con lo que ella venía soportando los últimos días, por culpa de unos cafres, no podía darles otro nombre, que tenían relación con unos indeseables que vivían al parecer por Canillejas, violentos, malencarados y a los que nadie se atrevía a poner freno. La profesora no podía contener la emoción mientras narraba lo sucedido. Dicen que están en guerra con todos los que vienen de fuera a corromper nuestra raza y que si los profesores no les apoyamos acabaremos pagándolo también, que en el fondo somos como la mayor parte de los de la prensa, judíos, o que estamos al servicio de los intereses sionistas. Que debiéramos estar agradecidos a sus organizaciones porque lo único que hacen es defender a la raza blanca en las escuelas. Continuó hablando del debate mantenido eh el claustro. Todo parecían quejas normales, que ya sabían que por Internet anunciaban que terminarían con todos los negros, moros, rumanos, gitanos de la zona, que no permitirían la contaminación eh los barrios y las escuelas. Pero al fin dijo algo que encendió todas mis alarmas: al parecer  habían sorprendido a algunos de ellos con navajas y punzones eh el instituto. Y lo que era más grave: en una de las clases se armó cuando dos del último curso se jactaron de tener unos amigos que eran unos héroes, que actuaban de verdad y no solamente con palabras, y que bien lo habían demostrado con el escarmiento que dieron a uno de aquellos miserables en Alonso Martínez. No quisieron aclarar más sus palabras, pero se mostraban orgullosos de ellos, incluso dijo uno: así tendríamos que portarnos todos. Esos sí que son españoles de verdad. Si a nosotros nos dejaran, veríais cómo terminábamos igualmente con los vascos. Tuvieron que expulsarlos del aula y, al irse, amenazaron a la propia profesora, que tuviera cuidado si no quería recibir ella misma un escarmiento. Luego lo de siempre, quitar hierro a aquellas palabras, contemporizar, era mejor no meterse en líos, por otra parte los padres y su asociación defendían a sus hijos y echaban la culpa a los profesores... Ya se entró eh el tema ce la degradación de la enseñanza, pero a mí me habían abierto una autopista para que por ella corriera mi investigación. A partir de ahí lo demás fue coser y cantar. No sólo el asesino regresa siempre al lugar del crimen, o el cartero llama dos veces, sino que hay descerebrados que encima se creen inmunes y piensan que van a colgarles una medalla por sus hazañas. ¿Iba a culpabilizarles alguien por deshacerse de la basura que a todos estorbaba? Regresarían al lugar acechando una posible nueva víctima. Y allí me encontraba yo. Luego resultarían tan matones en sus palabras como cobardes eh sus actos. No tardaron en derrumbarse. Eso sí, sufrí insultos, amenazas, hasta que con astucia, persuasión y algunos golpes, leves, que yo a diferencia de otros colegas nunca fui torturador, logré que confesaran.

    Y me sentí feliz. Para mí esta era la mayor basura que sufrimos y soportamos en nuestros días. Y al menos había conseguido removerla.

V

   Ni que decir tiene que la resolución del caso me proporcionó una inusitada publicidad. Imágenes en los telediarios _breves, cada su escasa trascendencia_, fugaces apariciones en programas más o menos sensacionalistas. Mi fotografía _como ocurría en el viejo concurso de reina por un día_ salió en algunos periódicos. Y las mayores mieles del triunfo las gusté en la propia cervecería. La bella cajera me dedicó una de sus espléndidas sonrisas. Y los camareros me atendieron no sólo con la prontitud y corrección de siempre, sino, yo diría, con un trato deferencial. Incluso los clientes, salvo los solitarios a los que ya me he referido, se daban codazos o realizaban leves señales y saludos amistosos al verme. Habían descubierto además que yo era un policía como los que salen en las películas de Hollywood, algunos incluso habían leído novelas de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, o al menos Simenon. ¿Acaso no era esto la felicidad? La mesa de Galdós casi me estuvo reservada en exclusiva durante unos días, y donde dice: "su almuerzo, el cual según después observé, era el mismo todos los días", pudo trasmutarse en "los dobles, como todos podían observar, no bajaban ahora de tres todos los días". Yo sé que el éxito es pasajero, que el tiempo a todos nos devora y que pronto otros clientes ocuparán el lugar que yo deje vacío.

    Apenas transcurrida una semana, todo recuperó su normalidad. Yo contaba ya los meses que restaban para jubilarme, tal vez para morir. Se habían renovado algunos clientes, otros permanecían. Algo debió fallar en la herencia del drogadicto, porque habían regresado con sus perros y dormían de nuevo bajo la marquesina de la parada del autobús 21. Del muerto nadie se acordaba, tampoco persona alguna le había reclamado. Pero la prensa informaba de nuevos ataques a rumanos, mendigos, árabes, por jóvenes incontrolados en algunos barrios de Madrid. Un tal Azurmendi, que ocupaba un puesto responsable en un Foro de la Inmigración, supongo que abierto para resolver sus problemas, escribió que la culpa de cuanto estaba ocurriendo era de ellos, los propios inmigrantes, que no sabían integrarse, adaptarse a nuestra cultura y formas de vida y no aceptaban las leyes, costumbres y normas de trabajo de nuestra sociedad. Lo de siempre: oportunistas y advenedizos, no los desgraciados del mundo, sino los teóricos que viven a su costa. Ahora es la policía quien ocupa la plaza y se manifiesta en ella los viernes y sábados por la noche, para evitar que se congreguen allí los jóvenes, que no dudan en desplazarse por las calles aledañas. Mis achaques se acentúan. Lágrimas internas corren mi cuerpo al pensar que tal vez me vea forzado a disminuir la dosis de cerveza trasegada. Porque aquí la soledad es menos soledad. Ver gente es como si conversara con ella. En cambio, en la casa en que me refugio, la soledad aúlla, dispara sus garras hacia mis nervios, retumba en mis pensamientos, congestiona mi cabeza. No se puede hablar a los muros. Y la televisión hace tiempo que solamente emite sombras, odiosas sombras que ya nunca consiguen atraer mi atención. Regresar de la cervecería es internarme por caminos que conducen a la rutina del sueño, a las imágenes de fantasmas con los que lucho pero que al menos alimentan mis restos de vida. Cuando pienso estas cosas me veo como aquel desgraciado escapado de La conjura de los necios que encontró en la placidez de su último sueño la muerte violenta ejecutada por los muertos vivientes de nuestro tiempo histórico. Es como si a mí también me hubieran golpeado. Como si mi oficio, en los años de mi vida, hubiese consistido igualmente en transportar una oxidada lata para que en ella el tiempo depositara las escasa monedas de felicidad con las que fui obsequiado.

    Y hora es que diga cómo los identificados, encarcelados y procesados por aquel crimen que a nadie interesara fueron condenados levemente _travesuras de juventud al fin, dijo o pensó la mayor parte de la gente_ y recuperarán pronto la libertad para regresar a esas u otras andadas hasta que sienten la cabeza y se conviertan en gentes de orden. La vida sigue. Y Santa Bárbara también. Sólo el tiempo pasa, irremisiblemente, y terminará borrándonos de ella. Del resto, mejor no ocuparse. Se encanecen tan pronto la ilusión y la belleza….

 

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El secreto

Era como mi segunda madre. De no ser tan niño me hubiese enamorado de ella. Para toda la vida. Joven, dulce, bellísima. Me recordaría, años más tarde, su rostro, su figura, al de la actriz Alida Valli, sin duda una de mis heroínas cinematográficas predilectas. Me acogía entre sus suaves pechos, en ellos dejaba reposar mi cabeza, se movían más allá de la blusa que los contenía al contacto de mi rostro mientras me besaba inundando de miel mis mejillas; me hablaba con cantarinas palabras y yo cerraba los ojos, envuelto por el calor que ella me insuflaba, concentrándome en un sueño que parecía iba a acunar eternamente mi existencia.

La niña de la estación. La fusilaron contra las tapias del cementerio de Segovia un día invernal del año 1944. Mi madre aullaba de desesperación al conocer la noticia mientras mi padre intentaba contener sus propias lágrimas al tiempo que sofocaba los gritos de su mujer, impidiendo se expandieran más allá de los muros de la oscura y pobre vivienda que habitábamos en la calle de Ochoa Ondátegui.

«Tu madrina, hijo, tu madrina, no la verás más, nos la han matado, nos la han matado, hijo», y ahí cortaba su voz, no podía articular ya más palabras.

Pero no pretendo ahora, que tantos años han transcurrido, hablar de aquel crimen, uno más entre los cometidos por los fascistas después de la guerra, sino recordar la última entrevista que con ella, mi madrina, mantuve, hacerme eco de sus palabras y sobre todo del regalo con el que me obsequió y el secreto que lo envolvía.

Aquella mañana a la que me refiero apareció el cielo despejado, pero tan intenso fue el frío en la madrugada que se helaron las cañerías. Sólo pudo mi madre restregar mi rostro con un paño húmedo, frotar mis manos después, peinarme a duras penas utilizando incluso su saliva para fijar mis rebeldes rizos. Mis dedos amanecieron amoratados en la helada habitación donde dormíamos los dos hermanos. Madre me los frotó durante unos segundos, y luego envolvió con la bufanda mi cuello atándomela a la altura de la boca. Apenas podía respirar. Cogí la cartera con los libros, lápices y cuadernos. Me empujó a la calle un beso de despedida, situándome en la acera, «ten cuidado con los coches al cruzar», me recomendó como siempre hacía. No tardé en ascender la cuesta que conducía, pasada la plaza de El Salvador, al colegio de los Padres Misioneros, canturreando, quizá para darme ánimo y no tiritar, el tema que corearíamos los alumnos en el viaje dominical a San Rafael: «Qué buenos son, los Padres Misioneros, qué buenos son, que nos llevan de excursión.»

 

Hoy en la mañana, durante el recreo, jugaríamos los pequeños contra los de un curso superior al nuestro un partido de fútbol. Hablo del año 1944 y yo contaba siete de edad. Imposible recordar ahora los goles que nos marcaron aquel día. Pese a mi corta estatura, los compañeros de equipo me eligieron como portero, quizá por mi falta de agresividad, mi afición a la lectura, la debilidad que me presuponían y, ciertamente, la agilidad a la hora de tirarme a tierra y anticiparme a la llegada de los delanteros. Esto desencadenaba las mayores regañinas de mi madre, cuando me veía regresar con la ropa sucia. Lloraba. «Sabes lo que me cuesta, me tienes todo el día lavando, y el agua está helada, mira mis manos.» Yo bajaba la cabeza no sabiendo responder. Pero ella terminaba cediendo. Enjugaba sus lágrimas, me abrazaba: «Bueno, ten más cuidado, hijo, ya sabes lo que cuesta la ropa, pero si tienes que jugar, juega». Yo no era un portero estático, de esos que se clavan bajo los tres palos y allí aguardan a verlas venir. En nuestro caso, las porterías se señalaban  simplemente con piedras, y ahí se las vela el árbitro para dar legalidad o no de gol a los disparos que por encima de ellas cruzaban. Ahora pienso que me anticipé a la figura del  líbero pues me situaba muy al borde del área, era rapidísimo en las carreras cortas y tenía una gran precisión para enviar la pelota siempre al jugador que se mantuviera más solitario y avanzado, que no podíamos hablar entonces de marcas. Sé que siempre se consideró, entre los chavales, muy mal vista la figura del portero. Por eso, ya mayor, me sentí reconfortado al enterarme de que también ése fue el puesto cubierto por Nabokov, Mario Benedetti y sobre todo por uno de mis escritores preferidos, Albert Camus. Y que Rafael Alberti dedicó uno de sus primeros poemas a la figura de un guardameta: Platko. Yo entonces ya me adelantaba a la llegada de los delanteros como si fuera un Molina de la prehistoria. Mi defecto mayor era, lógicamente, el no atajar los balones bombeados: un peligro cada  córner o  faltaron  las que el padre Jesús nos castigaba.

 Cuando aquella mañana terminamos el partido, ya a punto de entrar en la clase que iba por enésima vez a enfrentar a romanos contra cartagineses  _entre estos últimos me situaba yo, desde niño contra los imperios_ me anunciaron una visita. Al ver al hermano lego que venía a buscarme para conducirme a la sala habilitada para las entrevistas, un escalofrío de miedo recorrió mi cuerpo. Siempre el terror a lo imprevisto, a lo que pueda romper el cotidiano discurrir de la rutina diaria. Mas no se trataba de algo relacionado con mis padres o hermanos. Era ella, mi madrina, que necesitaba verme con urgencia. Una oleada de placer me invadió al abrazarla. Pero su expresión era doliente por mucho que intentara disimularla. «Me dijeron que estabas jugando un partido. No quise interrumpirte. ¿Habéis ganado, te han metido muchos goles?» Pero no era del partido, de mí, de quien quería hablar. Movía los dedos nerviosamente. « ¿Tienes mucho frío? ¿Te importa que salgamos a dar una vuelta? Anda, ponte el abrigo y la bufanda, te espero aquí, no tardes.» Había obtenido autorización para que faltara a la siguiente clase. Importante tendría que ser lo que pensaba comunicarme para que la concedieran. Salimos del colegio y cruzamos la carretera dirigiéndonos hacia las últimas estribaciones del Acueducto, su lugar de nacimiento. «Es posible que no te vea durante un tiempo, tengo que realizar un largo viaje, muy largo _me dijo. «Por eso vengo a despedirme de ti.» Yo no me atrevía a hablarle. Me cogió 1a mano estrechándola con fuerza entre las suyas. Nos quedamos recostados contra los arcos. Ella  me  miraba con una expresión de dolor que rara vez volvería  a contemplar en la vida. Instintivamente nos abrazamos. Unas lágrimas cálidas y dulces se desprendieron de sus

ojos, empaparon sus mejillas. « ¿Seré tonta? Pues no estoy llorando... Así que continúas siendo un Zamora... De eso venía a hablarte. Te traigo un regalo.»

Acarició mis cabellos. Le costaba trabajo articular las palabras. Yo no ignoraba que algo iba mal, no funcionaba.

«A mí también me gusta el fútbol, no creas, cuando vivía en Madrid iba al campo y si no se lo cuentas a nadie, te diré un secreto. Pero tienes que prometerme que lo guardarás para ti, será una cosa que quede entre los dos.»

Y muy seria insistió:

«¿Me lo prometes?»

Yo asentí con la cabeza.

«Tiene que quedar sólo entre nosotros, como este beso que te voy a dar.»

Se abrazó a mí. Sus labios corrieron mis ojos, mis mejillas, y por primera y última vez en mi vida, se estancaron en mi boca. Temblaba abrazándome.

Volvió a hablar. « ¿Sabes? Aunque no está bien visto, y menos entre las mujeres, yo soy una apasionada seguidora del Real Madrid. Y no hace mucho estuve en Chamartín, viendo el partido que jugaba contra el Sevilla. 5-3 ganamos. Mira, te cuento la alineación para que la recuerdes, pues no creo que pueda ver ya más partidos: Bañón en tu puesto. Querejeta y Corona en la defensa. Souto, Ipiña y Huete de medios. Y la delantera: Alsina, Alonso, Barinaga, Tamargo y Botella. Fue un partidazo emocionante. Lo pasé...»

De pronto se contrajo, dejando de hablar. Hacia nosotros caminaba, despacio, un hombre de mediana edad. Era alto y flaco y fumaba calmosamente. Vestía una gabardina que le llegaba casi hasta los pies. Cruzó a nuestro lado, sin miramos, o si acaso, echando una ojeada, de refilón, hacia mí. Ella le siguió con sus ojos hasta ver cómo desaparecía de nuestra vista por la cuesta que desciende hacia el Azoguejo.

«Me temo que no tengo mucho tiempo ya para estar contigo. El caso es que soy amiga de uno de los jugadores, no importa su nombre. Y ese día me regaló la camiseta con la que disputó el partido. Te la he traído, para que la guardes, es mi regalo de despedida, pero no se la enseñes a nadie, a nadie, ¿me lo prometes?»

Yo asentí. Ya caminábamos de regreso al colegio. Luego, años más tarde, supe que la detuvieron aquel mismo día, cuando se disponía a tomar el tren en la estación de Segovia con destino a Madrid. Y que la fusilaron unas semanas después. Por eso la llamamos La niña de la estación. Era enlace del Ejército Guerrillero del Centro, dijeron a mis padres.

Llevé muchos años conmigo la camiseta que me regalara, como oculto tesoro al que yo solamente tenía acceso. Se mantuvo largo tiempo inmaculadamente blanca, aunque yo siempre que la contemplaba creía ver en ella una gran mancha roja a la altura del corazón.

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