JUAN VALERA

ÍNDICE

RELATOS

Las gafas

Fecundidad de la memoria

Charadas

Milagro de la dialéctica

Los emigrantes

La Virgen y el niño Jesús

Por no perder el respeto

El espejo de Matsuyama

La reina madre

 

POEMAS

Amor

Cual la perla viste la mañana..,

A Rojana

Cuando robó Plutón, enamorado...

Las gafas

       Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.

      Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e  invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.

      Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el  punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas.

      Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:    

      _Con éstas no leo.

      Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.

      _Con éstas leo perfectamente.

      Luego las pagó y se las llevó.

      Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:

      _Con éstas no leo.

      Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:

      _No leo con éstas.

      El tendero entonces le dijo:

      _¿Pero usted sabe leer?

      _Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?

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Fecundidad de la memoria

      El señor no estaba en casa, y el negrito que le servía, abrió la puerta a un forastero muy pomposo.

      _¿Está en casa su amo de usted? _preguntó el forastero.

      _Ha salido, _contestó el negrito.

      _¡Cuánto lo siento! _exclamó el forastero._ No traigo tarjetas.

      _¿Qué importa eso? No se apure: diga su nombre; el negrito tiene buena memoria y no le olvidará.

      _Pues bien: diga usted a su amo que ha estado aquí a visitarle D. Juan José María Díez de Venegas, Caballero Veinticuatro de la ciudad de Jerez. ¿Se acordará usted?

      _¿Y cómo no? _dijo el negrito.

      En efecto; cuando volvió su amo el negrito le dijo:

      _Zeñó, aquí han estado a visitar a su merced D. Juan, D. José, doña María, diecinueve negas, veinticuatro caballeros y la ciudad de Jerez.

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 Charadas

      En la misma tertulia del ya citado Capitán general, se entretenían una noche las señoritas y caballeros jóvenes en ponerse charadas.

      Estaba allí un estudiante de leyes, que iba ya a graduarse de Licenciado,  y que era guapo y listo, si bien poco dichoso en amores.

      Entre las señoritas presentes, así por lo graciosa como por lo coqueta, sobresalía Dª Manolita. Nuestro estudiante la había requerido de amores,  y ella, durante algún tiempo, le había querido o había fingido quererle.

      Después le había dejado por otro. De aquí que el estudiante estuviese con  ella, y no sin razón, algo fosco y rostrituerto.

      Le llegó su turno de poner una charada y le excitaron para que la pusiese.

      El estudiante, encarándose con Dª Manolita, la puso en estos términos.

      _Mi primera y mi segunda, lo que es usted; mi tercera, lo que usted me dice; el todo, lo que yo siento.

      En vano se calentaban la cabeza todos los del corro. No pudieron adivinar  la charada y se dieron por vencidos. El estudiante entonces explicó la charada de esta manera:

      _Mi primera y mi segunda; lo que es usted, infiel: mi tercera, lo que usted me dice; no: y el todo, lo que yo siento; infierno.

      La charada fue muy aplaudida por los circunstantes; pero Dª Manolita tuvo alguna turbación y se sonrojó. Procuró, sin embargo, mostrarse fría,  tranquila e indiferente, y para ello puso también su charada, que fue como  sigue:

      _Mi primera y mi segunda, una ninfa; mi tercera, un signo de música; mi cuarta, otro signo de música; y el todo, una cosa que he hecho muy bien en el día de hoy.

      El auditorio no fue más feliz con esta charada que con la del estudiante  quejoso. Doña Manolita tuvo también que explicarla y dijo:

      _Mi primera y mi segunda, una ninfa; Eco: mi tercera y mi cuarta, dos  signos de música; mi, do: y el todo, lo que he hecho muy bien hoy; he comido.

      Y Dª Manolita recalcó el he comido para que todos, incluso el estudiante, comprendieran que no había perdido el apetito y que no le importaban nada  los celos y las quejas de aquel pretendiente abandonado y burlado.

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Milagro de la dialéctica

      De vuelta a su lugar cierto joven estudiante muy atiborrado de doctrina y con el entendimiento más aguzado que punta de lezna, quiso lucirse mientras almorzaba con su padre y su madre. De un par de huevos pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:

      _¿Cuántos huevos hay en el plato?

      El padre contestó:

      _Uno.

      El estudiante puso en el plato el otro que tenía en la mano diciendo:

      _¿Y ahora cuántos hay?

      El padre volvió a contestar:

      _Dos.

      _Pues entonces _replicó el estudiante,_ dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego son tres los huevos que hay en el plato.

      El padre se maravilló mucho del saber de su hijo, se quedó atortolado y no atinó a desenredarse del sofisma. El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba a afirmar que había tres.

      La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se le comiera; tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio vástago:

      _El tercero cómetele tú.

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Los emigrantes

      El barco de vapor había tocado en varios puertos de España cuando abandonó definitivamente la península dirigiéndose a Buenos Aires. El   patrón, ya en alta mar, hizo que se presentasen sobre cubierta los  numerosos emigrantes de diversas provincias, contratados y enganchados por  él para que fuesen a fundar una colonia en la República Argentina.

      Al pasar aquella revista, era su intento confirmar los datos que ya tenía  y formar uno a modo de empadronamiento, inscribiendo en él los nombres y  apellidos de los colonos que llevaba y los oficios y menesteres a los que  cada cual pensaba y podía dedicarse. Fue, pues, preguntando sucesivamente  a todos. Uno decía que iba de carpintero; otro, de herrador; de zapatero,  otro; de albañiles, seis o siete; tres o cuatro, de sastre, y muchísimos, de jornaleros para las faenas del campo.

      Apoyado contra el quicio de la puerta de la cámara de popa estaba un mozo     andaluz, alto, fornido, de grandes y negros ojos, de espesas patillas,  negras también, y de muy gallarda presencia. Iba vestido con primor y  aseo, con el traje popular de su tierra; pero su porte era tan majestuoso  y era tan reposado y digno su aspecto, que, más que trabajador emigrante,  parecía príncipe disfrazado.

      Con gran curiosidad de saber a qué oficio se dedicaría aquel Gerineldos,  el patrón se acercó a él y empezó el interrogatorio:

      _¿Cómo se llama usted, amigo?_ le preguntó.

      Y contestó el mozo andaluz:

      _Para servir a Dios y a usted, yo me llamo Narciso Delicado, alias  Poca-pena.

      _Y ¿de qué va usted a Buenos Aires?

      _Pues toma... ¿de qué he de ir? De poblador.

      El patrón le miró sonriendo con benevolencia y no pudo menos de reconocer en su traza que el hombre había de ser muy a propósito para tan buen  oficio.

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La Virgen y el niño Jesús

      Paquita no era fea ni tonta. Pasaba en el lugar por muy despejada y graciosa; pero, como era pobre, no hallaba hidalgo que con ella quisiera casarse, y como se jactaba de bien nacida no se allanaba a tomar por marido a ningún pelafustán o destripaterrones. Paquita, en suma, llegó a los treinta años todavía soltera.

      Para un hombre, o para una mujer casada, la mejor edad es la de treinta años. Puede considerarse como el punto culminante de la vida. En nuestro sentir, sólo a la joven que llega a dicha edad sin hallar marido cuadra bien la sentencia del poeta:

¡Malditos treinta años,

funesta edad de amargos desengaños!

       En el fondo de su alma, Paquita deploraba mucho haberlos cumplido y no estar casada; pero, como era buena cristiana y piadosísima, buscaba y hallaba consuelo en la religión; decía: «a falta de pan, buenas son tortas» y trataba de suplir con el amor divino la carencia del amor humano.

      Con todo, no lograba conformarse con dicha carencia, a pesar de los grandes esfuerzos místicos que de continuo hacía.

      Impulsada por sus opuestos sentimientos, iba de diario a una hermosa capilla de la iglesia mayor, donde, en elegante camarín, habla una muy devota imagen de la Virgen del Rosario con un niño Jesús muy bonito en los brazos.

      Paquita, llena de fervorosa devoción, se encomendaba a la Virgen y le rezaba muchas salves y avemarías, rogándole que le diese conformidad para el celibato y que hiciese de ella una santa. A veces, no obstante, renacía en su corazón el deseo de matrimonio. Se entusiasmaba, hablaba en voz alta y pedía marido a aquella divina Señora.

      El monaguillo, que era travieso y avispado, hubo de oír las jaculatorias de Paquita y determinó hacerle una burla.

      Subió al camarín cuando ella estaba en la capilla y se escondió detrás de la imagen. Paquita tuvo aquel día uno de los momentos de exaltación de que hemos hablado, y con emoción vivísima rogó a la Virgen que no la dejase  soltera y sola en el mundo.

      El monaguillo, atiplando mucho la voz, dijo entonces:

      _¡Te quedarás soltera! ¡Te quedarás soltera!

      Creyó Paquita que era el niño Jesús quien le contestaba y exclamó con enojo:

      _¡Ea, cállate, niño, que estoy hablando con tu madre!

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Por no perder el respeto

      La señora Nicolasa, viuda del herrador, recibió una carta en que le participaban la imprevista y repentina muerte de su tío, el más rico  tabernero de Córdoba. Convenía ir allí sin tardanza a recoger la herencia, antes que los entrantes y salientes de la casa lo hiciesen todo trizas y capirotes.

      Resuelta y activa, la viuda se puso el mantón y sin perder tiempo se fue a ver al tío Blas, el cosario, para que la llevase a la antigua capital de los califas.

      _Oiga usté, señá Nicolasa, yo estoy mal de salud, he tenido ciciones y aún no me he repuesto. Hasta dentro de siete u ocho días no pienso salir para  Córdoba.

      _Mucho me contraría lo que usted me dice _respondió la viuda. _¿Cómo me las compondré? Yo necesito ir a Córdoba inmediatamente.

      _Ya usted sabe _replicó el tío Blas_ que yo quiero complacerla siempre. Hay un medio de que mañana mismo, antes de rayar el alba, se ponga usted  en camino. Puedo dar a usted dos mulos muy mansos y que andan mucho y una persona de toda mi confianza para que la acompañe.

      _¿Y quién es esa persona?

      _Pues mi nieto Blasillo.

      _¡Jesús, María y José! ¿Qué no dirían las malas lenguas del lugar si yo me  fuese sola por esos andurriales con un mozuelo de veinte años a lo más, y  que, si mal no he reparado, es guapote y atrevido?

      _Deje usté que digan lo que quieran, señá Nicolasa. ¿Quién está libre de malas lenguas y de testigos falsos? Hasta de Dios dijeron. Y por otra  parte, créame usté, mi niño es un alma de Dios, mejor que el pan, incapaz de cualquier desacato. Con él irá usted más segura que con un padre  capuchino.

      La viuda estaba decidida a ir a Córdoba y pasó por todo.

      _Iré con Blasillo  _dijo por último._ Si murmuran, que murmuren. Yo confío en el buen natural y en la cristiana crianza del muchacho, y confío más aun en mi gravedad y entereza.

      _Tiene usted razón que le sobra, señá Nicolasa. El chico es tan bueno,  noble y tranquilo que no será menester que usté se haga de pencas.

      La claridad del día iba extendiéndose por el cielo, se teñía el Oriente de  un vago color de rosa que anunciaba la pronta salida del sol, y en la  mitad del éter, como joya de oro sobre obscuro manto azul, resplandecía el lucero miguero. Corría un vientecillo fresco; los pajarillos cantaban; el  rocío daba lustre y esmalte a la yerba nueva, blanqueaban los almendros en flor, y las nacientes hojas de los árboles deleitaban la vista con su  tierna verdura. Era uno de los primeros días del mes de Abril.

      La señá Nicolasa había enviudado temprano y tendría a lo más veintiséis o veintisiete abriles. Era alta y esbelta, aunque poco enjuta de carnes. Su  ademán decidido y su aspecto señoril, grave y casi imperatorio, se  hallaban en perfecta conformidad con la fama que tenía de honrada, severa, valerosa y sobrado capaz de tener a raya a los hombres más insolentes, y de no necesitar protección ni socorro para impedir que le perdiesen el respeto.

      En aquella ocasión salió del lugar montada en un poderoso mulo romo, sobre muy lujosas y cómodas jamugas, con blandos almohadones de pluma y con su tablilla para apoyar los piececitos. Iba con tanta majestad y era tan  gallarda morena que parecía la propia reina de Sabá cuando caminaba hacia  Jerusalén para visitar a Salomón y poner a prueba su sabiduría con  enmarañados acertijos.

      En el otro mulo, que llevaba el baúl de la viuda y algunos encargos,  Blasillo iba detrás muy respetuoso y sin atreverse a hablar a la adusta y floreciente matrona cuya custodia le había confiado su abuelo.

      Pasaron no pocas horas, callados siempre los dos caminantes y marchando los mulos a buen paso.

      Estaban en medio de la campiña. No había por allí olivares, ni huertas, ni  árbol que diese sombra, sino terrenos sin roturar, donde las plantas que más descollaban eran el romero y el tomillo, entonces en flor y que  exhalaban olor muy grato, o bien extensas hojas de cortijo, sembradas  unas, otras en barbecho o en rastrojo. Lo sembrado verdeaba alegremente, porque aquel año había llovido bien y los trigos estaban crecidos y lozanos. El suelo, formado de suaves lomas, hacía ondulaciones, y como no había árboles, la vista se dilataba por grande extensión sin que nada le estorbase. Aquello parecía un desierto. No se descubría casa ni choza, ni rastro de albergue humano por cuanto abarcaba la vista.

      El sol casi culminaba ya en el meridiano, y nuestros viajeros, recibiéndole a plomo sobre las cabezas, apenas proyectaban sombra. Ni en  la vereda por donde iban, ni cerca ni lejos parecía bicho viviente.

      La señá Nicolasa empezó a sentir calor, fatiga y hambre, y mostró deseos de almorzar y descansar un poco.

      _Antes de diez minutos llegaremos _dijo Blasillo_. En cuantico subamos esta cuestecilla y estemos en lo alto de la loma, verá usted el arroyo que  está del otro lado, y allí en medio de los álamos negros y de los  mimbrones que crecen en la orilla, podremos almorzar muy regaladamente,  descansar tres o cuatro horas y hasta echar una siesta.

      Todo ocurrió como Blasillo lo anunciaba. Llegaron al arroyo cuya agua era limpia y cristalina. Cubrían su imagen tupido césped y silvestres flores.

      La espesura de los árboles formaba soto umbrío. En el follaje, por lo  mismo que había poquísima arboleda por aquellos contornos, venía a guarecerse innumerable multitud de pajarillos de varias castas y linajes que animaban la esquiva soledad con sus trinos y gorjeos.

      Como el tío Blas era muy buen cristiano, muy recto y temeroso de Dios, muy seguro en sus tratos y persona de estrecha conciencia, había, según suele decirse, leído la cartilla a Blasillo y encargándole que no se desmandase en lo más mínimo, que le sacase airoso y que no desmintiese con su conducta las alabanzas que había hecho de él a la joven viuda, aunque para este fin tuviese que luchar con todos los enemigos del alma y vencerlos.

      A la verdad, no necesitaba Blasillo de aquellas amonestaciones. Siempre había contemplado a la joven viuda con tan profunda veneración, que el discurso de su abuelo de nada servía para disuadirle de propósitos audaces que jamás había formado. Antes bien, si Blasillo no hubiera sido tan  bueno, el discurso del abuelo hubiera podido servir para despertar en su  alma candorosa los propósitos susodichos.

      Como quiera que fuese, Blasillo distaba tanto de haberlos concebido que se puso más colorado que un pavo cuando, con timidez que por dicha no  deslustró su agilidad, su buena maña y la fuerza de sus brazos, recibió a la viuda, que se dejó caer en ellos para echar pie a tierra. Extendió allí Blasillo una limpia servilleta que sacó de las alforjas y colocó sobre  ella los boquerones fritos, el pollo fiambre, el blanco pan y las apetitosas chucherías que para la merienda llevaba. Ni faltaron cuchillos  y tenedores ni vasos de bien fregado vidrio, en el mayor de los cuales trajo Blasillo agua fresca del arroyo, reservando otros dos vasos más pequeños para el añejo y generoso vino de Montilla que había en su bota.

      La viuda y su acompañante se sentaron amistosamente, él enfrente de ella,  y comieron y bebieron con fruición y como dos príncipes.

      Blasillo, más silencioso que parlanchín, apenas desplegaba los labios;  pero la viuda hablaba y procuraba hacer hablar a Blasillo con preguntas y consideraciones. Casi ya terminado el festín y más animada la viuda, dijo a Blasillo:

      _Estoy contenta de ti. Estoy satisfecha. Tu abuelito te ha dado muy buena crianza. Pero hablando con franqueza, bien es menester que tenga yo todo el valor que tengo para fiarme, como me he fiado, de un mozuelo como tú, y  para venirme sola con él y sin amparo ninguno a un sitio como éste, cuya  soledad aterra. Ya ves tú... Ahora serán las doce del día. La tranquilidad y el silencio de estas horas y en estos lugares son casi tan medrosos como  la tranquilidad y el silencio de la media noche. No parece sino que tú y yo estamos solitos en el mundo, o por lo menos que no viven en él seres humanos y de bulto, prójimos nuestros, sino pajarillos que cantan y que no saben ni entienden lo que nosotros somos ni lo que hacemos. Declaro que si  yo no estuviera tan segura de mí y de ti me arrepentiría de lo hecho como  del más osado y peligroso disparate.

      _Pues mire su mercé, señá Nicolasa, bien hace en no arrepentirse y mejor  aún en no creer disparate lo hecho. Ya me recomendó el abuelo que me  portase bien. Y no era menester que me lo recomendase. Yo soy quien soy, y conmigo va su mercé como bajo un fanal.

      _Lo sé, lo veo, hijo mío _replicó la viuda_. Tú eres de los que no hay; algo de extraño y que no se estila. Y sin embargo... a pesar de tu excelente condición... ¿quién sabe?... ni aquí ni a mucha distancia de aquí hay criaturas de nuestra casta. Pero ¿podremos afirmar que en torno nuestro, sin que nosotros los veamos ni los sintamos, no haya duendes o diablillos traviesos que nos hablen al oído y nos infundan malos pensamientos?... Si he de confesarte la verdad, yo tengo miedo. Y no temo  por ti ni por mí, si, naturalmente, seguimos siendo como somos. Temo por el misterio que nos rodea y en el cual tal vez se esconda no sé qué  brujería o hechizo.

      _Pues nada, señá Nicolasa, sosiéguese usted y no tema. Aquí no hay diablo ni duende que valga. Contra todos ellos, si los hay, me defenderé yo y defenderé a su mercé, y su mercé y yo seguiremos siendo los mismos que antes, sin trastorno ni encantamiento.

      Hubo una larga y silenciosa pausa. Luego exclamó la viuda:

      _Quiero suponer, hijo mío, que tú a despecho de tu buen natural, movido por un poder irresistible, te atrevieses ahora a perderme el respeto. ¡Qué apuro el mío! ¿Qué recurso me quedaba? Tú tienes mucha más fuerza que yo.

     _ ¡Por los clavos de Cristo, señá Nicolasa! No se aflija su mercé ni me aflija suponiendo cosas indignas e imposibles.

      _Y con tal de que no sean, ¿qué importa que yo las suponga? Supongámoslas, pues. ¿Qué haría yo entonces?

      _Toma _contestó Blasillo_, gritar, que alguien acudiría.

      _Pero muchacho, ¿quién había de oírme, si estoy algo ronca y tengo la voz  muy débil?

      Sobrevino otro largo rato de silencio. Luego dijo Blasillo:

      _Aunque fuera su mercé muda, señá Nicolasa, y aunque viniese a tentarme una legión de demonios, en este desierto y a mi vera estaría su mercé tan libre de todo peligro y de toda ofensa como si se encontrase en medio de la plaza de nuestro lugar a la hora del mercado.

      La señá Nicolasa se mordió los labios, hizo una ligera mueca, no se sabe si de satisfacción o de despecho, y calló durante largo rato, como sumida en profundas meditaciones.

      _Quisiera dormir un poco, _dijo por último.

      _Nada más fácil, _contestó Blasillo.

      Y sin añadir palabra, trajo la manta y los almohadones de las jamugas, los extendió en el suelo, preparando cama para la viuda y la invitó por señas  a que se tendiese y durmiese. Luego añadió:

      _Yo me retiraré para que quede su mercé a sus anchas, no sienta ruido y    duerma tranquila y a gusto.

      _Oye, hijo mío, no te vayas muy lejos, que tendré miedo si me dejas sola.

      _Pues está bien. No me iré muy lejos.

      Acostóse la viuda, pero se cuenta que no se durmió, aunque cerró los ojos y pareció dormida, y durmiendo, tan bonita o más bonita que despierta.

      Pasó más de una hora. Blasillo, desde el punto no muy distante a donde se  había retirado, acudió de puntillas a ver si la viuda estaba aún  durmiendo. La vio dormir, se detuvo inmóvil, mirando, mirando, reprimiendo el aliento, y se retiró para no despertarla. Siete u ocho veces repitió Blasillo la misma operación. No hacía más que ir y venir. Cada vez llegaba más cerca de la mujer dormida. La última vez, queriendo sin duda verla  mejor y más despacio, se hincó de rodillas y se aproximó tanto a ella que,  si hubiese estado despierta, según sospechamos, aunque no nos atrevemos a   asegurarlo, hubiera sentido la respiración de Blasillo sobre su rostro y  agitando los negros rizos de sus sienes, y hasta hubiera recelado que la  boca de Blasillo iba al cabo a salvar la distancia cortísima que de la boca de ella la separaba.

      Pero no hubo nada de esto. Blasillo se retiró de nuevo. Y entonces, en el supuesto siempre de que la viuda pudiera estar despierta y fingir que dormía, la viuda hubiera podido oír un tenue y larguísimo suspiro.

      Al fin la viuda se recobró del sueño, fingido o verdadero, volvió a montar en su mulo, aupada por el respetuoso Blasillo que la levantó en sus brazos, y en gran silencio y sin otra novedad que merezca referirse, llegó a Córdoba aquella misma noche.

      La señá Nicolasa tuvo tan buena suerte y estuvo tan hábil, que en menos de cuatro días despachó cuanto en Córdoba tenía que hacer.  Blasillo con sus mulos, la aguardó en una posada, según ella lo había exigido.

      Y luego que ella lo dispuso, Blasillo la acompañó y la llevó desde Córdoba al lugar en la misma forma y manera en que hasta Córdoba había ido.

      Hubo, no obstante, una notabilísima diferencia al volver.

      La señá Nicolasa se mostró a la vuelta más entonada y seria que a la ida. Al merendar en el sotillo, a la margen del arroyo que promediaba el camino, habló poco. No recordó sus pasados recelos y temores, no los tuvo otra vez y no quiso dormir o fingir que dormía.

      Por esto y porque los mulos, atraídos por la querencia, parecían tener alas y picaban prodigiosamente, el viaje de vuelta fue mucho más rápido que el de ida, y pronto se encontraron en el lugar los dos viajeros.

      Cuando al otro día fue la señá Nicolasa a ver al tío Blas para ajustar  cuentas con él y pagarle, se entabló entre ellos el siguiente diálogo:

      _Estoy muy agradecida, tío Blas. Su nieto de usted es un santo. Se ha portado muy bien conmigo. Me ha cuidado mucho y no me ha perdido el respeto. Estoy muy agradecida.

      Lejos de mostrarse el tío Blas satisfecho de lo que la viuda le decía, la  miró fosco y enojado y le dijo:

      _Pues yo, señá Nicolasa, no estoy agradecido ni mucho menos. Lo tratado fue que el niño no había de perderle a usted el respeto y no se le ha perdido; pero no fue lo tratado que usted había de hacerle perder el juicio. Y usted se lo ha hecho perder con mil retrecherías, de las que él no me ha hablado, pero de las que yo sospecho que usted se ha valido. El  muchacho ha vuelto medio tonto. No come, ni duerme, ni habla, ni ríe. Está  como si le hubieran dado cañazo. Si así paga usted que el chico no le perdiese el respeto, más le valiera habérsele perdido.

      La desalmada viuda, en vez de afligirse al oír aquellas quejas y al saber la cruel transformación que se había realizado en Blasillo, no acertó a disimular su alegría y dijo al tío Blas:

      _Tío Blas, yo me confieso culpada. He provocado a Blasillo. Prendada de él, he dicho y hecho diabluras procurando que me pierda el respeto. No me le ha perdido, pero en cambio yo he perdido el juicio por él, y ahora, aunque usted rabie y se enoje, me alegro de saber de boca de usted lo que  yo sospechaba ya, que él también ha perdido el juicio por mí. Pero esto tiene fácil y pronto remedio. Si Blasillo me perdona los seis o siete años que tengo más que él, y si no forma mala opinión de mí por lo desenvuelta que anduve en el sotillo, y si entiende, como entienden todos en el lugar,  que nadie me ha tocado el pelo de la ropa sino mi difunto marido, que buen      poso haya, acudamos al cura para que nos cure y para que sin perderme el respeto, él y yo recobremos el juicio que ambos hemos perdido. Aquí está mi mano. ¿Querrá Blasillo tomarla?

      _¡Pues no ha de querer, señá Nicolasa, pues no ha de querer!

      Y el tío Blas, muy contento, se desgañitaba gritando:

      _¡Blasillo!... ¡Blasillo!... ven acá, muchacho.

      A las voces acudió Blasillo, que por dicha estaba en casa. El tío Blas le dijo:

      _Mira hombre, aquí tienes a la señá Nicolasa. Hazme el favor y hazle el  favor de ser ahora menos respetuoso con ella que durante el viaje y  plantifícale media docena de besos en esa cara tan hermosa, donde ella está deseando que se los des. Si con esto le pierdes un poquito el respeto a la señá Nicolasa y cometes un pecado, ya el cura te absolverá, la absolverá a ella y os echará a ambos las bendiciones.

      Blasillo no se hizo de rogar. Arremetió con la viuda, ya sin la menor  timidez, le dio muchos más besos que los que el abuelo le recomendó que le diese, los recibió de ella en inmediato pago, y con el mismo brío y  facilidad con que había levantado a la señá Nicolasa para subirla en el  mulo, la levantó en el aire y la brincó y la chilló como preciada y  queridísima prenda suya. La señá Nicolasa se reía de gusto, cerraba los ojos como si fuera a desmayarse y se alegraba de todo corazón de que  Blasillo no le hubiese perdido el respeto, a fin de ser pronto toda de él con respeto y con todo.

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GUSTAVO ADOLFO  BÉCQUER             GABRIEL MIRÓ                 JOSÉ Mª MERINO

 

 

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El espejo de Matsuyama

      Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los  nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el  sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.

      Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se  vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan  lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo,  despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos  regalos.

      La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él,  por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad,  donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos  primores y maravillas.

      En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía  que a él le gustaba en extremo.

      No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con  deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de  contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la  peregrinación, y en la capital misma.

      _¡A ti _dijo a su mujer_ te he traído un objeto de extraño mérito; se  llama espejo! Mírale y dime qué ves dentro.

      Le dio entonces una cajita chata, de madera blanca, donde, cuando la abrió ella, encontró un disco de metal. Por un lado era blanco como plata mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y por el otro, brillante y  pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro,  porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.

      _¿Qué ves? _preguntó el marido, encantado del pasmo de ella y muy ufano de mostrar que había aprendido algo durante su ausencia.

      _Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase,  y que lleva, ¡caso extraño!, un vestido azul, exactamente como el mío.

      _Tonta, es tu propia cara la que ves _le replicó el marido, muy satisfecho  de saber algo que su mujer no sabía_. Ese redondel de metal se llama  espejo. En la ciudad cada persona tiene uno, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy.

      Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada momento, porque como ya dije, era la primera vez que había visto un espejo, y por consiguiente, la imagen de su linda cara. Consideró, con  todo, que tan prodigiosa alhaja tenía sobrado precio para usada de diario,  y la guardó en su cajita y la ocultó con cuidado entre sus más estimados  tesoros.

      Pasaron años, y marido y mujer vivían aún muy dichosos. El hechizo de su vida era la niña, que iba creciendo y era el vivo retrato de su madre, y   tan cariñosa y buena que todos la amaban. Pensando la madre en su propia  pasajera vanidad, al verse tan bonita, conservó escondido el espejo,  recelando que su uso pudiera engreír a la niña. Como no hablaba nunca del  espejo, el padre le olvidó del todo. De esta suerte se crió la muchacha  tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su propia  hermosura, y que la reflejaba el espejo.

      Pero llegó un día en que sobrevino tremendo infortunio para esta familia  hasta entonces tan dichosa. La excelente y amorosa madre cayó enferma, y  aunque la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fue empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte.

      Cuando conoció ella que pronto debía abandonar a su marido y a su hija, se  puso muy triste, afligiéndose por los que dejaba en la tierra y sobre todo  por la niña.

      La llamó, pues, y le dijo:

      _Querida hija mía, ya ves que estoy muy enferma y que pronto voy a morir y  a dejaros solos a ti y a tu amado padre. Cuando yo desaparezca, prométeme  que mirarás en el espejo, todos los días, al despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti. Dichas estas  palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña  prometió con lágrimas lo que su madre pedía, y ésta, tranquila y  resignada, expiró a poco.

      En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto  materno, y cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar  en que estaba oculto, y miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí  veía la cara de su perdida madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida  y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella confiaba  de noche sus disgustos y penas del día, y en ella, al despertar, buscaba  aliento y cariño para cumplir con sus deberes.

      De esta manera vivió la niña, como vigilada por su madre, procurando complacerla, en todo como cuando vivía, y cuidando siempre de no hacer cosa alguna que pudiera afligirla o enojarla. Su más puro contento era  mirar en el espejo y poder decir:

      _Madre, hoy he sido como tú quieres que yo sea.

      Advirtió el padre, al cabo, que la niña miraba sin falta en el espejo, cada mañana y cada noche, y parecía que conversaba con él. Entonces le  preguntó la causa de tan extraña conducta.

      La niña contestó:

      _Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre y  hablar con ella.

      Le refirió además el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había dejado de cumplirle.

      Enternecido por tanta sencillez y tan fiel y amorosa obediencia, vertió  lágrimas de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para descubrir a su  hija que la imagen que veía en el espejo era el trasunto de su propia dulce figura, que el poderoso y blando lazo del amor filial hacía cada vez  más semejante a la de su difunta madre.

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LA REINA MADRE

     En un pequeño lugar de la provincia de Córdoba vivía un pobre labrador, joven y guapo, cuya mujer era la más linda muchacha que había en cuarenta o cincuenta leguas a la redonda. Fresca y robusta, estaba rebosando salud. Y tenía tan apretadas carnes que, según afirmaba su marido, era difícil, cuando no imposible, pellizcarla. Su pelo era rubio como el oro, y sus mejillas parecían amasadas con leche y rosas.

     Marido y mujer se idolatraban.

     Hacía poco tiempo que estaban casados; siempre se estaban arrullando como dos tórtolos, pero aun no tenían hijos.

     Ambos eran tan simpáticos, que contaban con multitud de amigos en la vecindad y aun en todo el pueblo.

     Llegó el día en que el marido cumplía treinta años, y la mujer, de acuerdo con él, quiso celebrar la fiesta, agasajando a los vecinos más íntimos con un opíparo gaudeamus.

     Aunque ellos eran pobres, no carecían de recursos para satisfacer tan generoso deseo.

     Iba a terminar el mes de Noviembre y acababan de hacer la matanza de un cerdo. Tenían, pues, exquisitas morcillas y lomo fresco en adobo.

     Habían criado y cebado además una magnífica pava. La mujer la preparó diestramente, le rellenó el buche con los menudillos, con castañas, alfónsigos, piñones y otros sabrosos condimentos y especias, y la asó, o más bien la frió en una enorme cazuela. Ya todo preparado para la cena, que debía ser a las nueve de la noche; acudieron con puntualidad los convidados y fueron recibidos por los gallardos y amables esposos, en la amplia cocina de la casa, que estaba en el piso bajo y que era también comedor y estrado o sala de recibimiento. La mesa se veía en el centro, cubierta de blancos y limpios manteles y aderezada con flores y frutas. Un resplandeciente velón de Lucena, con los cuatro mecheros encendidos, daba luz a la mesa. Y dos candiles de hierro, colgados de sendas tomizas, iluminaban el resto de la estancia, cuyas paredes tenían por adorno cabezas disecadas de ciervos y de lobos, algunas escopetas de caza, dos jaulas de perdices, una tablita con palillo y cimbel, y varios peroles y cacerolas de azófar y cobre, colgados de alcayatas, y tan fregados y lustrosos que relucían más que venecianos espejos.

     La chimenea era de campana, de suerte que el hogar avanzaba bastante, y en él estaba la comida ya pronta, sobre el rescoldo, para que no se enfriase ni se quemase.

     El joven matrimonio no tenía criado ni criada. Ellos mismos se servían.

     La mujer había dejado apagar el fuego. Sólo había algunas brasas y cenizas, faltando el calor y la alegría de la llama.

    Aquella noche hacía mucho frío y caía abundante nieve en la calle.

     Los convidados habían llegado casi tiritando y con la ropa algo mojada.

     Para mayor regalo y deleite, decidió entonces la mujer encender un buen fuego. Fue al corral y trajo algunos palos de olivo, sarmientos y pasta de orujo. Lo colocó todo en el hogar, muy bien dispuesto para que ardiese; pero todo estaba húmedo y no ardía.

     La pobre mujer bregaba no poco, y en balde, para hacer arder la leña. Y como no tenía esportilla ni fuelle con que agitar el aire, se agachó y empezó a soplar furiosamente; pero nada, no conseguía que la llama se levantase.

     Enojada entonces, sopló con triple furia, y aunque tenía buenos pulmones y salía de su boca como un vendaval, no lograba su objeto.

    Apretó, por último, mucho más el soplo, y con el violento esfuerzo que hizo, se le extravió el aire, y tomó una dirección enteramente contraria. Por alguna parte había de salir, y el aire salió de súbito con tan tremenda sonoridad por muy distinto respiradero, que retumbó en la estancia como un cañonazo, aunque con acento tan claro, tan inimitable y tan propio, que con nada podía confundirse ni equivocarse.

     Los tertulianos no pudieron menos de oír aquella música estrepitosa y de comprender el oculto instrumento que la producía. Así es que, sin acertar a contenerse, prorrumpieron en la más desaforada risa.

     Fue entonces tan horrible la vergüenza de aquella excelente mujer, que exclamó desesperada:

     _¡Ojalá se abra la tierra y me trague!

      ¡Oh, estupendo prodigio! La tierra se abrió en efecto y se tragó a la mujer.

     La risa de los tertulianos se convirtió en asombro y en lamento.

     El marido desolado, nuevo Orfeo de aquella Eurídice, buscaba a su mujer y no podía hallarla.

 

 

II

     La mujer tragada por la tierra se encontró de repente a la puerta de una rica y populosa ciudad donde todo florecía, brillaba y era regocijado y ameno.

    Los habitantes discurrían por calles y plazas, vestidos con suma elegancia y con trajes caprichosos y fantásticos. Suaves músicas sonaban por donde quiera. Era día claro, el sol brillaba casi en el cenit. Sus rayos doraban el aire, reverberando en las pintorescas fachadas, en los muros, en las esbeltas torres y en las graciosas cúpulas y gigantescos cimborrios de casas, alcázares y templos.

     Se hallaba ya nuestra lugareña cordobesa en el centro de la ciudad y en medio de una magnífica plaza, cuando la gente empezó a agruparse formando círculo en torno de ella, con muestras de profundo respeto y de entrañable cariño.

     Echaron luego los sombreros por el aire y empezaron a gritar con entusiasmo:

     _¡Viva la reina madre! ¡Viva la reina madre!

     Aparecieron de pronto muchos caballeros principales, soldados y gente de gala, y ciertos ministros o funcionarios, al parecer palaciegos, que venían con unas andas riquísimas y sobre las andas algo a manera de trono portátil o silla gestatoria.

     Los más autorizados y pomposos de aquellos personajes rodearon a nuestra heroína, haciéndole mil reverencias, genuflexiones y otras señales de acatamiento, la revistieron de una preciosa túnica rozagante y de un manto de tela de oro y colocaron una corona real sobre su cabeza. La levantaron después hasta las andas, y sentada en la silla gestatoria, la llevaron en procesión al más hermoso palacio que en la ciudad había, y donde, como es natural, el Rey habitaba.

     Subieron todos la monumental y amplia escalera, entre dos filas de coraceros de la guardia, recorrieron luego con gran prosopopeya larga serie de áureos salones, en los cuales resonaba agradable música de instrumentos de viento, y al fin se encontraron en el salón del trono, cuya disposición arquitectónica era inusitada y rarísima, porque la bóveda, que formaba el techo, no era una media naranja, sino dos, en medio de las cuales había una estrechura, y en medio de la estrechura, una hermosa claraboya redonda por donde entraba la luz cenital que todo lo iluminaba.

     Imposible sería describir aquí el lujo y la gala de los señores de la Corte y de los altos dignatarios que rodeaban el Trono y de la deslumbradora riqueza de Trono mismo. Baste decir que en él estaba sentado, con corona y cetro, un joven Rey hermosísimo, rubio como las candelas, gracioso, robusto y alegre, el cual apenas vio entrar a nuestra heroína cordobesa cuando descendió del trono y casi con lágrimas de alegría, y con acento conmovido y sonoro, exclamó estrechándola entre sus brazos y cubriéndole el rostro de besos:

     _¡Oh, adorada madre mía, en buena hora y en mejor sazón me concebiste en tus muy sanas y generosas entrañas y te dignaste lanzarme al mundo con tan poderoso aliento vital y con tamaña superioridad y excelencia entre todos los de mi casta que no han podido menos de reconocerme por amo y señor, de concederme el mero y el mixto imperio y de coronarme como Rey de toda esta dilatada, aérea y vaporosa Pordesarquía!

     Después de este cariñoso desahogo de su majestad retumbante, la reina madre fue por él espléndidamente obsequiada con un regio banquete, donde se sirvieron palominos en abundancia, condimentados con diferentes salsas, y de postres deliciosos y ligeros suspiros de canela.

     De sobremesa, y arrullada por una música dulce, la reina madre se quedó dormida.

     Cuando se despertó se halló de nuevo en su casa, en su cama y al lado de su marido.

     Cuanto había visto se le figuró entonces que era un sueño; pero pronto se convenció de que no había sido sueño, sino realidad.

Fue a la despensa a tomar habichuelas para guisarlas y almorzar aquel día. Más de dos fanegas de esta semilla tenía en grandes orzas, y había sido tan frecuente su alimentación de tan explosivo comestible que a él atribuía nuestra heroína el percance de la noche anterior. ¡Cuán grande no sería su sorpresa y cuán inesperado no sería su regocijo cuando al ir a tomar las habichuelas, que estaban en las orzas, se encontró con que eran todas de oro finísimo! Para mayor claridad, en cada orza había una planchita, de oro también y a modo de tarjeta, sobre la cual estaba escrito con letras de diamante: El Rey de Pordesarquía, Emperador de la Eolia occidental, en prueba de agradecimiento a su querida reina madre.

     Inútil es encarecer el desahogo, el regalo y la opulencia con que de allí en adelante vivió el joven matrimonio de que trata esta historia.

 

III

    Tenía la reina madre, ya que con este título la conocemos, una amiga de la infancia a quien amaba de corazón.

      La amiga, sin embargo, era harto indigna de tan noble cariño. Eran no pocas sus faltas, despuntando entre ellas las de ser en extremo envidiosa y codiciosa.

     Aunque la reina madre la hacía participar de su buenaventura regalándola y agasajándola, ella enflaquecía de envidia y se iba poniendo verdinegra y seca como un esparto.

     Con villana astucia e infame disimulo logró al cabo que la reina madre le explicase el origen de su bienestar repentino. No bien lo supo dijo para sus adentros:

     _¡Pues yo no he de ser menos!

     Y en efecto; convidó a la vecindad, preparó el festín, y cuando los convidados estuvieron reunidos, se agachó y se puso a soplar el fuego con no poco ímpetu; pero le sucedió al revés que a la reina madre. Levantó llama en el hogar, y aunque apretaba y se esforzaba no conseguía que el instrumento sonase.

     Siguió apretando con violento y desesperado ahínco, y al cabo logró producir un sonido tenue, lánguido, atiplado y miserable.

Entonces dijo:

     _¡Ojalá se abra la tierra y me trague!

     ¡Oh prodigio no menor que el realizado con la reina madre!

     La tierra se abrió también y se tragó a su amiga.

     Hasta aquí fue el suceso semejante; pero después, ¡cuán diferente!

     La amiga envidiosa y codiciosa se encontró en la capital de Pordesarquía, pero se quedó extramuros. Los guardias que defendían la puerta de la ciudad la llamaron ruin, plebeya y haraposa y no le dieron entrada.

     Un tropel de pordioseros, sucios y desharrapados, y de mendigos enfermos la cercaron, tratándola con furia y desprecio, y la llevaron a un inmundo muladar. Allí estaba postrada una criatura feísima, encanijada, diminuta y enfermiza, que inspiraba compasión y asco. Este pequeño monstruo, este abominable microbio se abalanzó a la amiga envidiosa, se le colgó al cuello y la besó con su boca sin dientes, cubriéndola de apestosas babas.

      _¡Oh, ilusa madre mía! _le dijo_,  avergüénzate y humíllate al contemplar en mí el vil engendro de tu envidia y de tu codicia, por cuya virtud me has concebido en tus entrañas de víbora. Yo soy tu viborezno. Pronto tendrás lo que mereces.

     Con la repugnancia y el susto la infeliz mujer cayó desmayada. Cuando volvió en sí se encontró en su casa de nuevo, pero se llenó de horror y tuvo ganas de huir de su casa. Mucha parte del muladar en que había visto a su hijo se había trasladado a su casa como por encanto. Y en aquella basura bullían, hervían y se agitaban millares de sapos y culebras y un negro ejército de curianas y de escarabajos peloteros que fabricaban y arrastraban hediondas bolitas.

     Y aquí termina este cuento, que es muy moral, ya que el Dios Eolo supo premiar y premió la virtud y la sencillez de la reina madre, y supo castigar y castigó como es justo, los vicios vitandos de la envidia y de la codicia.

 

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AMOR

Del tierno pecho aquel amor nacido,

que él viviendo mis delicias era,

creció, quiso el pecho salir fuera,

pudo volar y abandonó su nido.

Y no logrando yo darle al olvido,

le busqué inútilmente por doquiera,

y ya pensaba que en la cuarta esfera

se hubiese al centro de la luz unido,

cuando tus ojos vi, señora mía,

y en ellos a mi amor con esperanza,

y llamándole a mí tendí los brazos;

mas él me desconoce, guerra impía

mueve en mi daño y flechas que me lanza

hacen mi pobre corazón pedazos.

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Cual la perla que vierte la mañana

en el virgíneo cáliz de la rosa,

cuando el aura la mece cariñosa

y el sol desde el Oriente la engalana;

tal sí de tus ojos, linda Juana,

se despende una lágrima que, hermosa,

rueda por la mejilla pudorosa,

y más con ella tu beldad se ufana.

Que un delicado beso al darte amante

el que cubre tu rostro aljófar bello

inflama el corazón de tal manera,

que quisiera mi pecho palpitante

que siempre, ¡dulce bien!, por recogello,

tu llanto el rostro plácido cubriera.

 

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A ROJANA

Es mi anhelo vivir siempre contigo,

oír tu dulce y regalado acento,

mirar tus ojos, respirar tu aliento,

sin rival de mi dicha, ni testigo.

Yo tanto bien, Rojana, no consigo,

mátame, pues, y acabe mi tormento;

mas al verme morir, por un momento

une tu labio al labio de tu amigo.

Pensando en esta dicha que me espera,

si mi llanto y mis ruegos no son vanos,

con la esperanza de morir me alegro.

¡Cuán supremo deleite yo sintiera

si me amarrasen al morir, las manos

con una trenza de tu pelo negro!

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Cuando robó Plutón, enamorado,

de los bosques de vívida esmeralda

a Proserpina, que la blanca falda

violas robada del florido prado,

ardió de gozo en brazos de su amado;

y lanzadas las flores a su espalda,

lloró perdida la nupcial guirnalda

que en el suelo natal había segado.

Así, el ardiente espíritu del hombre,

que desatar anhela las cadenas

que le sujetan, y volar al cielo,

aunque al llegar la muerte no se asombre,

siente, no obstante, punzadoras penas

al perder los placeres de este suelo.

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