PROSA

Carrusel aéreo

Después del accidente

Instruir deleitando

La vuelta a casa

Lolito

Parecidos

El efecto iceberg

Crisis de percepción

Cuento de otoño

Golpe de estado

Casas pintadas

La conversión

La historieta de su vida

José María Merino

POESÍA

Ninguna luz tan densa...

Canto a las viejas criadas...

Mi madre ponía en los belenes...

Arriba...

Siembra tu huella de guijarros...

Quién podrá olvidar alguna vez la urgente...

CARRUSEL AÉREO

       ¿De modo que también han retrasado su vuelo? Pues entonces tenemos tiempo de sobra. Ya le dije que yo he sufrido muchas de estas huelgas. Había pasado varias cuando en una de ellas, esperando la oportunidad de la salida en el aeropuerto de Pamplona, conocí a Judith, una barcelonesa que trabaja en asuntos parecidos a los míos. Nos caímos bien y fuimos intimando, nos hicimos lo que se pudiera llamar novios, y el puente aéreo nos unía los fines de semana. Después de un tiempo, cuando parecía claro que estábamos hechos el uno para el otro, una de estas huelgas retrasó nuestra cita durante más de un día. Tuve que pasar demasiadas horas solo en el aeropuerto, pero allí estaba Milagros, una malagueña profesora de francés. Simpatizamos, y conocerla me hizo reflexionar sobre mi proyectado matrimonio con Judith. Después del verano, ya salía con Milagros. También nos veíamos sólo de vez en cuando, pero esos amores tienen siempre mucho incentivo para vivirlos. La cosa había cuajado entre nosotros, y yo preparaba mi viaje para conocer a su familia, cuando otra huelga me retuvo en Barajas. Entonces conocí a Alma, una jovencísima bióloga sueca. ¿Usted ha oído hablar del flechazo? Fue eso, exactamente. Me encontraba con Alma mucho menos de lo que lo había hecho con las otras, pero lo nuestro sí que era pasión, sobre todo en vacaciones. Precisamente unas vacaciones interrumpió mi encuentro con Alma una de estas dichosas huelgas, y ella debió de conocer a alguien más interesante que yo mientras esperaba, el caso es que cuando nos vimos me dijo que lo nuestro quedaba cancelado. Estuve sin novia una temporada, pero otra huelga me hizo pasar unas cuantas horas en el bar con una gallega de nombre Margarita. Mi corazón se enamoró otra vez, qué quiere que le diga, y mi viaje de hoy es para buscar piso, porque estoy pensando trasladarme a Pontevedra y casarme con ella. Antes eran los dioses, hoy son esos pilotos. Cambia la cara, pero siguen siendo las manos del destino. Menos mal que la espera se hace muy agradable, y hasta se agradece, cuando uno tiene la suerte de conocer a una mujer tan guapa y tan simpática como usted.

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Después del accidente

          No sientes el silencio de la noche porque dentro de ti continúan vibrando todos los sonidos del accidente, el chirrido del frenazo, el golpe contra la barrera, el retumbar del vehículo al despeñarse. Y escuchas el murmullo de la radio, una voz ininteligible, mientras la luz cada vez más débil de los faros hace brillar la escarcha en los matorrales. Hay también otros brillos y, desde el lugar que ocupa tu cuerpo, caído fuera del coche, comprendes de repente que son los reflejos de esa iluminación escasa en unos ojos. «¡Laura!», exclamas lleno de terror, incorporándote. Entonces los ves. Sobre sus uniformes reluce la fosforescencia de unos cascos que parecen enormes y extraños en la negrura. «No te preocupes por ella», dice el más alto, con voz serena, «eres tú quien debe venir con nosotros. Ella está viva».

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INSTRUIR DELEITANDO

   Cervantes. El Quijote. Primero sale un tipo flaco, con barbas, una espada y una cosa de hojalata en la cabeza, y canta Yo soy Don Quijote, Quijote, Quijote, que voy por la Mancha, la Mancha, la Mancha. Luego sale un tipo gordo, con una gorrita de piel y unas alpargatas, y canta, con la misma música que el otro, Yo soy Sancho Panza, pero en lugar de repetir el estribillo del nombre, se golpea la barrigona con las manos al ritmo de la música, y es de mucha risa. Luego los dos hablan de unos molinos que Don Quijote cree que son gigantes, y cantan otra canción. Sale también una chica que se llama Dulcinea. Al parecer, Don Quijote está enamorado de ella, pero ella no lo sabe. Luego unos suben a Don Quijote y a Sancho Panza en un caballo de madera con los ojos vendados y les hacen creer que están volando por los aires, y es también de mucha risa. Una vez, en un bosque, pasan miedo y el actor que hace de Sancho Panza simula que se está cagando. Te mueres de la risa. Obras de Shakespeare. Se pronuncia Chéspi. Hamlet. Lo mejor es cuando el que hace de Hamlet empieza a jugar con una calavera que tiene en la mano, y la lanza al aire y le da un cabezazo. ¡Resulta que la calavera era de goma! Otelo, Otelo, el celoso, y Yago, que es el que le  malmete contra su mujer. Otelo canta una canción estupenda, de la que no me acuerdo, pero que en un momento dice Otelo, Otelo, de tonto no tiene un pelo. Graciosa. La que hace de Desdémona es muy guapa. Otelo la mata, creo. Romeo y Julieta. Romeo y Julieta están enamorados pero sus familias son enemigas. Tienen que verse a escondidas. Una vez, él sube por una escalera de cuerda hasta la habitación de ella. Al que hacía de Romeo, que era el mismo que hacía de Hamlet y de Yago, se le enredó el pie en la escalera y casi se cae. Fue un juerga.

Observaciones. La literatura es muy divertida. No pienso perderme ninguna función. El próximo sábado, en títeres, van a hacer un libro que se llama Guerra y paz, que dicen que es buenísimo.

Nota del profesor. El alumno muestra conocimiento suficiente de los temas planteados. Puede pasar al curso siguiente.

LOS TRES RELATOS  ANTERIORES SE ENCUENTRAN EN LA OBRA CUENTOS DE LOS DÍAS RAROS

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La vuelta a casa

El director suele llevar a los visitantes distinguidos al pabellón de los condenados a cadena perpetua, para que escuchen a este hombre contar la historia de su crimen: Mucho tiempo lejos de casa, primero en la otra punta del planeta, días y días de reuniones para intentar entrar en la dichosa fusión, y cuando conseguimos eliminar las resistencias y vencer a nuestros adversarios tuve que recorrer una por una las sucursales, las filiales, las empresas asociadas, evitando todas las asechanzas, unos querían hechizarme con malas mañas, otros pretendían que me quedase, zafándome de los cantos seductores de quienes me devorarían si pudiesen, de los que quisieran destruirme. Yo estaba a punto de explotar. Llego por fin a casa, de improviso, y me encuentro con que mi mujer ha organizado una fiesta. Al parecer, llevaba montando estas juergas casi desde que me fui, mi casa llena de gorrones bebiéndose mis vinos, comiéndose mis cecinas y mis quesos. y mi mujer me dice, tan tranquila, que mi hijo se ha marchado por ahí, no sabe adónde. Subo a mi estudio y me encuentro con que han instalado allí una especie de telar enorme, todo está revuelto, hilos, varillas de madera, tijeras. Exploté, agarré un par de escopetas, una pistola, bajé a la sala y empecé a disparar, estaba tan ciego de ira que también me la llevé a ella por delante. El director no se cansa de escuchar este relato, menuda odisea, exclama una vez más, mientras se aleja por el corredor con los visitantes.

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                                                    Lolito
         La señora es atractiva, blusa ligera que permite vislumbrar los senos sin sujetador, pantalón cortito, la justa abundancia de carnes. Aunque estaba cerrando, le ha dejado entrar y luego echa el pestillo, pone el cartelito. Ahora lo mira con ojos risueños: ¿ Y para qué quieres Lolita de Nabokov, corazón? Es un regalo para mi primo Onio, dice, y se siente enrojecer. Lo del primo Onio es el erotismo. El anterior verano, en la playa, con tono de confidencia importante, se lo había contado: Lito, lo mio es el erotismo. Dicho de repente, a él le pareció que le confesaba alguna anomalía, una enfermedad, pero cuando supo de qué se trataba se quedó un poco perplejo de que algo así pudiese ennoblecerse con el coleccionismo. Como Onio vivía en aquel pueblo tan lejano, una vez le encargó comprar unas pastillas. Se volvió loco buscándolas, y cuando le llamó para decirle que no era capaz de encontrarlas el otro se echó a reír: No te preocupes, están en internet. Otra vez le hizo ir a una tienda de
San Bernardo a recoger unos tebeos tan guarros que le daba vergüenza que en casa pudiesen verlos. Menudos encargos me haces, le reprochó por teléfono. Venga, Lito, otros son filatélicos. Esta tarde ha recorrido la feria buscando el libro del que le habían hablado los compañeros, las relaciones de un viejo con una niña, mucho sexo _sólo rumores, pues nadie lo había leído_, para regalárselo a Onio. En la feria del libro no ha sido capaz de encontrarlo, no es novedad, lo han vendido. Al fin, en una
caseta le dicen que lo tienen seguro en la librería, cerca del metro tal, no muy lejos. Y aquí está, a la misma hora de cerrar.

La señora pasa junto a él rozándole con sus grandes senos, a la vez firmes y suaves. Pasa dentro y espérame, corazón, que te lo voy a buscar. Al fondo de las estanterías cargadas de libros, un cuartito con una mesa de despacho, un sofá muy usado y un ventilador luchando contra el agobio del calor. La señora llega con el libro. Se le han soltado otros dos botones de la blusa. El erotismo, piensa Lito, sintiendo despertar en su turbación una ansiedad inesperada. La señora se sienta a su lado en el sofá. Para conjurar el silencio, él explica que su primo vive en un pueblo cerca de Sevilla, que el libro es un regalo de cumpleaños, que se lo va a mandar por correo. Qué casualidad, corazón  _exclama la señora, rodeándole con sus brazos olorosos_ , hoy es también mi cumpleaños.

PULSA  AQUÍ  PARA LEER  RELATOS RELACIONADOS CON LA INICIACIÓN ERÓTICA

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               Parecidos
Arturo trabaja mucho, porque cada día hay más competencia. Sólo la caza y el espectáculo del fútbol consiguen liberarlo un poco de su agobio y de sus preocupaciones por el futuro. No suele almorzar en casa y esta poco tiempo con su mujer,Isabel. Algunas veladas frente al televisor van anudando la vida matrimonial. Hay una comedia, que se sucede a lo larg
o de las semanas, que interesa por igual a ambos cónyuges. En ella, un grupo de amigos muestra lo más significativo de sus peripecias amorosas y laborales. Un día, a Arturo le parece encontrar cierto parecido entre uno de los personajes y su compañero Joaquín. En días sucesivos, los demás personajes de la comedia televisiva le irán sugiriendo nuevos parecidos: Éste es igual que Adolfo, aquél, que Agustín, le dice a Isabel, pero ella no encuentra las asombrosas semejanzas. En su hallazgo de parecidos, Arturo comprende un día que la protagonista es idéntica a Isabel, y acaba descubriendo también en el personaje que hace de marido un parecido desasosegante consigo mismo. En cierto capítulo, la protagonista, a quien su marido, absorto en su trabajo, no hace demasiado caso, empieza a relacionarse con un joven apuesto, y en dos sesiones más la relación se convierte en adulterio. Ver a la réplica de Isabel en los brazos de aquel adonis enfurece inesperadamente a Arturo, y por fin le hace temer que el engaño se reproduzca en la vida real. Resuelve vigilar a su mujer, la hace seguir, la sigue, para descubrir que tiene un amante. Los problemas de su trabajo le hacen ver las cosas de su vida con tanto dramatismo, que decide matarlos. Una tarde los acecha, dispara sobre ellos. Los jueces no pueden establecer el móvil de aquel convicto silencioso y huraño que ha asesinado a una famosa actriz y al actor que la acompañaba. Isabel se ha marchado a otra ciudad y pretende olvidar el pasado.

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                                          El efecto iceberg (ensayo)

 En el último segundo, el enorme trasatlántico consiguió esquivar el iceberg y todos los pasajeros llegaron a su destino. El estudio, profundo y meticuloso, analiza el papel que jugó cada uno de ellos en la sociedad a partir de su llegada, en los distintos aspectos y en relación con sus diferentes oficios y profesiones. La tesis del apasionante ensayo es que la actividad personal y social de aquel conjunto de personas ha sido decisiva para que los Estados Unidos, y en consecuencia el mundo entero, hayan llegado a atravesar el período de paz, solidaridad y equilibrio en todos los órdenes que estamos viviendo más de noventa años después. Los autores aseguran que si el Titanic se hubiera hundido aquella noche, la actualidad sería menos apacible y placentera.

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                                      Crisis de percepción

Durante muchos años mi percepción de esas cosas ha sido la que tiene el común de mis compatriotas, y no sé cuál pudo ser la causa de que comenzase a manifestarse la anomalía, pero con ocasión de la entrega de aquel premio descubrí que el rey estaba desnudo, sin que nadie se inmutase, y continué viéndolo desnudo en todas las ceremonias que retransmitía la televisión.

Aficionado como soy a la ópera y a los espectáculos teatrales, en aquellas mismas fechas empecé a percibir que a menudo el escenario permanecía vacío y que los actores, cuando salían a escena, no cantaban ni recitaban, lo que no impedía el entusiasmo de los espectadores ante la supuesta representación.

Lo mismo me ocurrió con las películas y las novelas, En aquéllas, mientras la gente encontraba escenas hilarantes, conmovedoras o llenas de intriga, yo sólo veía una continua imagen borrosa; en éstas, los elogios de la crítica o la fama que algún premio les había deparado no conseguían que yo encontrase otra cosa que páginas en blanco o impresas con las mismas palabras, machaconamente repetidas,

Consciente de la gravedad del caso, oculté durante mucho tiempo lo que me pasaba, hasta que llegué a sentirme tan desgarrado de mi comunidad que busqué la ayuda de los médicos. Me dijeron que mi dolencia era muy rara, una pérdida grave del sentido de la convención, me internaron, me dieron muchas medicinas, pero no me sentía mejorar.

Al fin he resuelto intentar curarme por mi propia voluntad y, tras mentir convincentemente a los facultativos, he vuelto a mi casa y me esfuerzo por ver al rey vestido, por encontrar en los escenarios y en las pantallas los estupendos espectáculos que dicen que suceden, y en esas novelas las admirables y bien contadas historias que celebran tantos lectores. Creo que si continúo intentándolo, con- seguiré curarme del todo.

PULSA EN ESTOS AUTORES PARA VER EL TRATAMIENTO DEL "REY DESNUDO":

         INFANTE DON JUAN MANUEL      MIGUEL DE CERVANTES

                                             Cuento de otoño

Era bastante mayor que yo y no íbamos a vemos nunca más. Alrededor de nosotros, lo que quedaba del verano era ya sólo un cadáver cubierto de sangre amarillenta y ocre. Me dijo algo en su idioma, acarició mi cara, me dio un beso rápido. Entonces sentí por vez primera el dolor del otoño.

PULSA EN CADA AUTOR PARA LEER UN RELATO SOBRE EL BESO

GUSTAVO ADOLFO  BÉCQUER               JUAN VALERA            GABRIEL MIRÓ              

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     Golpe de Estado

 La ejecución de tantas mujeres sucesivas estimuló en el rey Shariar el gusto por la vista y el olor de la sangre derramada. Tras perdonar la vida a Sherezade, cada día, muy de mañana, hacía decapitar a un condenado. Poco después del amanecer, Babú, el esclavo entre los esclavos del rey Shariar, le presentaba la primera infusión del día y una lista con varios nombres de reos posibles víctimas, para que él eligiese. Una hora más tarde, ya desayunado y revestido con sus ropas de gobierno, el rey Shariar asistía, muy de cerca, a la decapitación del reo designado. Esta mañana, Babú, el esclavo entre los esclavos, le ha ofrecido la infusión pero no la lista de condenados y el rey Shariar le mlra con severa extrañeza. Hoy el ejecutado vais a ser vos, mi señor, murmura Babú. El Gran Visir os ha derrocado esta noche mientras dormíais.

El Gran VISir, que reinó con el nombre de Alhakem y el sobrenombre de Misiano, reparó muchas de las injusticias de Shariar y fue muy querido de sus súbditos. Casó con Sherezade, la proclamó Primera Señora, y todas las noches escuchaba un cuento de su boca. Se dice que disfrutar como oyente exclusivo de los cuentos de la sabia narradora fue el motivo principal de su sublevación para derrocar a Shariar, pero la verdad sólo la conoce Dios, el Clemente, el Misericordioso.

          PULSA AQUÍ PARA VER EL PRINCIPIO DE LAS MIL Y UNA NOCHES A QUE SE REFIERE ESTE RELATO.

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Casas pintadas

        El viajero tropezó con la casa por casualidad y descubrió con asombro que aquella edificación en la ladera de una montaña, reproducida en un pequeño cuadrito  heredado de una tía abuela, había sido el vago estímulo con que habían comenzado sus ya numerosos viajes. EMPEZADINA, decía una inscripción en el marco y ese mismo nombre figuraba esculpido en el dintel de piedra sobre la puerta de edificación. Un día buscaré Empezadina, se había prometido de niño, ante aquella pintura de la casa solitaria de cerradas ventanas rodeada por cinco enormes árboles. Llamó y le abrió una mujer con un vestido de colores que resultaba grotesco en su ancianidad. La mujer, que debía de ser sorda,  le hizo entrar y le pidió que esperase mientras ella avisaba al dueño. El viajero echó un vistazo a la sala y, en una de sus  paredes,  descubrió un cuadrito en el que se reproducía la fachada de la casa en que él vivía, en su ciudad natal. El portal aparecía cerrado y todas las ventanas oscuras y en el marco había un letrero que decía TERMINADINA. El viajero oyó al fondo otros pasos que se acercaban, pero un repentino impulso le hizo salir de aquella casa y alejarse corriendo, entre la luz cansina del atardecer.

  (Estos seis relatos están tomados de la obra  Cuentos del libro de la noche)

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 LA CONVERSIÓN

YEBRA SABE QUE HELENA no está tampoco dormida, porque se mueve demasiado y la siente respirar sin el sosiego habitual. Está seguro de que ese desvelo responde a la misma inquietud que a él tampoco lo deja dormir, aunque sea la hora más silenciosa de la noche, cuando ya muy pocos aeromóviles turban la calle con su zumbido.

El motivo de su desasosiego vuelve una y otra vez a su cabeza.

«Nadie te va a prohibir apuntarte a una iglesia», le había dicho su padre el día que cumplió los doce años, «pero no olvides que ya los padres de mis abuelos y los de los abuelos de tu madre fueron ateos».

Su madre había manifestado su disgusto por la palabra, que no correspondía a la buena educación pronunciar en público: «No le hables así al chico, llámanos agnos, como nos llama todo el mundo. Eso de ateos ya sabes que suena fatal».

«Entre nosotros no deberíamos andar con remilgos, pero está bien, agnos, como quieras, agnos de padres a hijos, por la parte de tu madre y por la mía.»

«Agnos y laicos», había puntualizado su madre. «Pero que sepas que no vamos a reprocharte nada si te apuntas a una iglesia», insistió su padre, «aunque conviene que lo decidas cuanto antes, para ponerte al día en el padrón».

Y claro que se había apuntado como agno _en tiempos antiguos los habían llamado agnósticos, como habían llamado terroristas a los terros_ y nunca había rectificado. Con los años, había conocido a Helena, que también pertenecía a una familia agna tradicional, y habían comenzado la relación amorosa que los seguía manteniendo unidos.

En este desvelo puede influir también la diferencia de temperatura del colchón, piensa, a Helena le gusta más caliente que a él, y las diversas temperaturas crean una zona extraña que no ayuda a relajarse.

Pero no es el colchón, es el dichoso asunto religioso.

 La gente como ellos siempre había creído y defendido que lo religioso pertenecía a la intimidad, al espacio doméstico, que lo público no podía tener dioses ni religiones, que para conseguirlo la humanidad había luchado denodadamente durante muchos siglos. Sin embargo, también hacía siglos, que las religiones habían vuelto a imponer su presencia en  la sociedad, y todavía no estaban tan lejanas las terribles guerras del siglo vigésimo primero, cuando en nombre de Dios, de Alá y de Yahvé, tanta sangre se había derramado, en el mundo.

Por fin se había impuesto el Laicismo Reformado, que fomentó una convivencia pacífica consistente y duradera. La Constitución Planetaria de 2307 había reconocido que la religión pertenecía al ámbito íntimo del individuo, pero había determinado también el derecho de las iglesias a una presencia en la sociedad, que se manifestaba en tres principales privilegios: los Cultos Públicos, el Obligado Respeto y la Santificación Anual.

Los templos de todas las religiones celebraban sus cultos libremente, las campanas hacían sus toques, los muecines sus rezos, los cuernos sagrados lanzaban sus bramidos, y las fiestas respectivas de cada una de ellas llevaban a las calles las diversas procesiones y festejos. Además, la ley de Obligado Respeto, que controlaba una policía federal con autoridad para imponer fuertes sanciones, establecía que, fuese cual fuese la creencia de cada cual, había que inmovilizar el cuerpo un instante, para inclinar la cabeza en señal de saludo respetuoso, al pasar delante de cualquier templo, escuchar los sonidos diversos que avisaban de los distintos ritos, cruzarse con alguna dignidad religiosa que vistiese sus hábitos, o encontrarse con una procesión. Por último, la ciudadanía era libre de pensar lo que quisiese en materia religiosa, y la intimidad hogareña estaba exenta de la presencia de las religiones, salvo una vez al año, el Día de la Santificación. Ese día, que en cada religión resultaba de los diversos calendarios, los sacerdotes, los imanes, los rabinos, los santones, los pastores, los druidas, tenían derecho a penetrar en todas y cada una de las viviendas de los fieles y adeptos de su distrito para bendecir y consagrar todos los rincones hogareños.

Con el tiempo, este derecho se había puesto en relación con la norma de Obligado Respeto, y una ley había establecido que las casas de los agnos deberían abrirse también a los representantes de la religión cuyo templo estuviese más cercano a la respectiva vivienda. La ley fue impugnada por ellos ante los tribunales de justicia, pero estos no les fueron favorables en su fallo. Así, todos los agnos tenían que aceptar resignadamente, procurando mostrar en su actitud el Obligado Respeto constitucional, que la autoridad religiosa del culto más cercano a su hogar entrase en su vivienda una vez al año, el correspondiente Día de la Santificación, y recitase las plegarias o realizase las aspersiones que correspondiesen al ritual.

Desde que eran niños, y cuando, ya adultos, lograron trasladarse a sus propios apartamentos, Yebra y Helena se habían acostumbrado a la presencia anual de la religión en sus casas, y procuraban no hablar de ello.

Su relación era fuerte, y tenían el propósito de anudarla más mediante el matrimonio. Solo la pequeñez de sus respectivos hogares les impedía contraerlo. A finales del verano del año anterior, un compañero de Yebra le había dado noticias de un apartamento de casi cuarenta metros cuadrados en el distrito del parque de las Aguas Corrientes, y a la pareja le habían interesado las condiciones de alquiler. Se trasladaron allí y empezaron a familiarizarse con las costumbres de la vida en común.

Cerca del edificio donde se encontraba el apartamento había una iglesia cristiana, una mezquita sunnita y una sinagoga, aunque la mayoría de los vecinos del edificio eran de religión islámica. Poco tiempo después de su traslado tuvo lugar el Ramadán, y cuando concluyó se celebró el Día de la Santificación, y tuvieron que abrir su puerta a un imán que recitó las correspondientes plegarias propiciatorias. Lo que no podían imaginarse era que, con motivo de la Epifanía de Cristo, el sacerdote de la iglesia católica romana tuviese también el propósito de bendecir su casa. Recibieron la comunicación y respondieron enseguida, para que se rectificase el error, aduciendo que ambos estaban registrados como agnos, que su apartamento estaba adscrito al distrito de la mezquita, y que ya el imán islámico había celebrado una santificación anual. Su argumento no sirvió de nada, pues el edificio era al

parecer equidistante tanto de la iglesia cristiana como de la mezquita, y el sacerdote católico tenía el mismo derecho que el imán a santificar aquel hogar agno que entraba en su distrito. Fue Helena la que permaneció en casa en aquella ocasión, para repartirse las ausencias laborales en tanto no se resolvía la duplicidad.

Pero no iba a haber dos, sino tres: en su momento les llegó la notificación de la sinagoga, pues también el edificio estaba equidistante de ella y, como agnos, deberían abrir las puertas de su casa a la oportuna santificación, con motivo de la pascua. Helena y Yebra intentaron solucionar el problema en el departamento religioso municipal, pero era evidente que los agnos no suscitaban demasiada simpatía entre los funcionarios de aquel sector, y al final les aconsejaron llevar su caso a los tribunales, con lo que las perspectivas de que la proliferación de santificaciones se removiese en un plazo breve era poco previsible.

  A la renovada humillación que todo buen agno siente cuando se le fuerza a asistir o soportar manifestaciones de religiosidad, se unía la complicación laboral: lo reglamentario en este campo era faltar al trabajo el Día de la Santificación correspondiente, pero bien Yebra bien Helena, aunque se turnasen, iban a faltar dos días. Esta vez fue Yebra quien lo hizo, esperando que durante el tiempo que faltaba hasta el otoño el problema quedase resuelto. Pero pasó el año, llegó el Ramadán, y su final, y una vez más les anunciaron que un imán de la mezquita visitaría su casa para el ritual santificador.

Puesto que alguno de los habitantes principales, por Obligado Respeto, debía recibir la visita santificante, Yebra decidió quedarse él en casa, juzgando que su puesto en la empresa donde trabajaba era más sólido que el de Helena en la suya. Sin embargo, después de que el robot de control informase de su absentismo injustificado, el responsable humano del personal lo llamó a su presencia. Yebra le explicó el problema y le aseguró que estaban poniendo todos los medios para resolverlo, pero aquel hombre, aparte de ser fiel ejecutor del reglamento, tampoco debía de simpatizar demasiado con los agnos.

_La empresa no tiene por qué financiar su indefinición religiosa _le dijo, muy secamente.

         _Tengo derecho constitucional a mis creencias  _repuso por fin Yebra.

_Eso yo no lo pongo en duda, pero la ordenanza solamente autoriza una jornada libre para la Santificación. Por esta vez, la empresa se conforma con la detracción salarial de los créditos proporcionales. Es lo más que puedo hacer en su favor. Si vuelve a faltar por esa causa, habrá que estudiar su continuidad aquí. Como sabe muy bien, una sola ausencia injustificada puede ser motivo de despido inmediato.

 Cómo no iba a estar desvelado. Habían pasado varios días desde la entrevista y aún sentía la desolación de encontrarse ante la hostilidad y el poder de aquel hombre que llevaba unas lentillas refulgentes de color violeta, una coronita de último modelo, una enorme cruz en el pecho, y que lo contemplaba con evidente antipatía. Tampoco Helena había encontrado una acogida más favorable en su empresa, y ante su consulta se le hizo la misma advertencia: una falta por aquel motivo carecía de justificación, y si ocurría, perdería su puesto de trabajo.

 Al día siguiente, Helena había descargado de la Red varios auvis, e invitó a Yebra a que los viesen juntos en la telepared. Informaban sobre los ritos, las costumbres y las reglas de las distintas religiones. Yebra protestó, pero Helena se abrazó a él y le habló con serenidad:

_ Yebi, ya no estamos en los tiempos de nuestros padres, ni de nuestros abuelos. Hay que convertirse, Yebi, hay que apuntarse.

_La Constitución nos protege _repuso Yebra, aunque sin demasiada convicción.

_Hay que apuntarse, Yebi, o nos echarán del trabajo. Vamos a enteramos de lo que cuentan esos auvis.

Pasaron las tardes de los siguientes días enterándose del contenido de los auvis, conocieron las diversas ofertas cristianas, los atributos de Dios, supieron que los monoteístas pensaban que no podía darse, al menos por mucho tiempo, en una persona de sana razón «ignorancia negativa e invencible de Dios»: «Es decir», aseguraba el clérigo correspondiente, «que si una persona dotada de sana razón pasa mucho tiempo sin llegar al conocimiento de un supremo autor y legislador del universo, es por su culpa», se sintieron cada vez más desmoralizados ante la cólera de Jehová, y les produjo bastante temor que no hubiese más Dios que Alá y que Mahoma fuese su profeta. Conocieron también los aspectos más notables del mundo hinduista, del jainita, del budista.

Helena registraba algunas secuencias, pero Yebra se encontraba tan desanimado que apenas hablaban.

El desánimo se convirtió en el desvelo que le quitaba el sueño por las noches, y hoy siente transcurrir las horas vacías con Helena a su lado, sin duda también despierta, y no sabe qué determinación tomar. De pronto escucha, muy cercana, la voz de Helena.

_¿Estás despierto, Yebi?

_No puedo dormir. Yo creo que es por esa manía tuya de calentar tanto tu parte.

_Escucha, creo que tengo la mejor solución.

 Yebra acerca más su cabeza a la de ella, besa a ciegas su cara, aspira su olor y siente algo de consuelo.

_ Yebi, vamos a apuntamos al budismo. Yo creo que es lo que más nos conviene. Es abierto, no exactamente teísta, no busca la resurrección sino la disolución. Hay un templo junto al parque.

Se enciende la luz, y Helena se alza sobre él desde su parte del lecho.

_¿No me oyes? ¡Pero si estás llorando!

_No te puedes imaginar lo que me duele abandonar la fe de mis mayores.

                                      (Del libro Las puertas de lo posible)

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LA HISTORIETA DE SU VIDA

MUCHO TIEMPO ANTES HABÍA TENIDO la idea de los calamares, o sepias, espaciales. No una trama, solo una idea, una imagen, gigantescos cefalópodos inteligentes, mitad orgánicos mitad pétreos, que vagaban en naves ovoides y podían resistir sin protección particular el vacío entre los astros. Como no se le ocurría otra idea diferente, la nueva historieta debería tener como personajes centrales a esos seres. Buscó los antiguos bocetos y reconoció los cuerpos alargados, suavemente geométricos, en los que la sugestión de la textura cartilaginosa de los calamares terrestres había sido transformada, mediante ciertos sombreados, en una apariencia algo geológica, que se hacía más pronunciada en el aspecto de los tentáculos, más o menos estalagmíticos.

El recuerdo de la vieja idea había vuelto a él al entrar en el despacho de Hache Be aquel lunes, acudiendo a su cita. Hache Be estaba de espaldas frente a la ventana, observando acaso su coche, estacionado en la calle. La cabeza un poco inclinada y su cuerpo alto y ancho, el esquema trapezoidal, lo claro de su traje, despertaron la evocación. «Es un calamar, un jodido calamar espacial» pensó, recobrando la memoria de aquellos esbozos. Hache Be se volvió y, sin preámbulos, quiso saber si había pensado en la nueva historieta. Él respondió que estaba dándole vueltas a una cosa y asumió la instantánea evocación de los calamares espaciales como un asunto realmente meditado.

_Una aventura espacial, con extraterrestres extraños _añadió.

_Pues que sea interesante _contestó Hache Be con sequedad, antes de decir que sería mucho mejor si en la historieta había algo de informática, «para ir preparando el terreno».

_Estoy dándole vueltas a una cosa, ya te digo _repitió él_. Espero tener algo que enseñarte dentro de pocos días.

Hache Be lo miraba fijamente. Apuntándole con un dedo como con un arma, disparó una advertencia: el siguiente número de la revista se cerraría el doce, como había dicho en la reunión, pues era necesario cambiar el ritmo de trabajo. Su voz se hizo imperiosa:

_El próximo número quiero que termines con las aventuras de ese supercapullo, me traes el episodio final. Y antes de que pasen quince días, tengo que ver el principio de lo nuevo y conocer el argumento. Si no me gusta, deberás buscar otro sitio para esas cosas tuyas, aunque sigas haciendo la maqueta de la revista.

En la mirada de Hache Be no había nada de simpatía, sino esa inquisición altanera del superior que no concede ningún margen de confianza al inferior. Productor televisivo muy conocido años antes, hacía poco tiempo que se había hecho cargo de la revista, después de comprar la cabecera, y en aquella primera reunión ya les había dejado claros sus objetivos: multiplicar por cinco la difusión en tres o cuatro meses.

_Si funciona con la línea de ahora, eso de lo fantástico y el cómic, seguiremos en ello, aunque exijo más garra, más best sellers, más entrevistas a famosos. Si no, la replantearé completamente y haré una revista dedicada a las nuevas tecnologías, a lo cibernético, a lo virtual. En cualquier caso, lo cibernético tiene que empezar a ocupar un sitio importante. Y aquí tendrá que haber algunos reajustes.

A él le había dado la puntilla en la misma reunión: _Por cierto, la historieta, o cómic, o como lo llaméis, de ese superhéroe que no da ni una, será muy graciosa para vosotros, pero tiene que tern1inar ya, en el próximo número. Para el siguiente necesito ver algo nuevo, que tenga más garra. y si tampoco me gusta, pues habrá que ir pensando en suprimir la sección.

Hache Be se había ido nada más terminar la reunión, como para propiciar los comentarios y el desasosiego de todos. Allí quedaba el equipo, bastante desconcertado. Inma, la jefa de redacción, hablaba muy rápido, con los ojos un poco desorbitados, ella creía que Hache Be quería cargarse la revista, pensaba que deberían ir haciendo las maletas. Melecio, el Redactor Universal, como él mismo se proclamaba, aparentaba estar más sereno, aunque fumaba su cigarrillo entre ansiosas caladas:

_Si la ha comprado, no será para perder el dinero, mujer. Vamos a ver qué pasa. Para empezar, sus contactos nos van a traer publicidad, y esa es la base para poder mantenemos.

_Pasar de la ciencia ficción, el cómic y los cuentos fantásticos a eso del ciberespacio es acabar con la revista. Además, yo de eso no sé nada _repuso Inma.

Él no hablaba, porque había sido el más afectado por las palabras del nuevo director-propietario y aún no era capaz de reaccionar. Llevaba tres años publicando cada mes en la revista las aventuras de Super Avit, dos páginas, y se había acomodado tanto a la facilidad de su desarrollo que no podía imaginarse otra cosa. Aquella historieta, otra de carácter infantil que le vendía a una agencia, un chiste semanal para una cadena de periódicos de provincias y otra maqueta que preparaba para el boletín de una mutualidad de funcionarios, le pern1itían ir tirando, aunque con una administración muy estricta de los ingresos. Por eso sentía, como la inminencia de una catástrofe, cualquier amenaza a la integridad de sus entradas monetarias mensuales. Sin embargo, lo que más le había desazonado fue la reacción de Alicia: dijo que a ella el tal Hache Be le había caído muy bien, le había parecido un hombre que sabía lo que quería, con ideas, con energía, dinámico, resolutivo, y no como el pobre Telmo, cada día más indeciso, más débil, que así había acabado.

_Seguro que a peor no podemos ir _concluyó. Aquellas palabras de Alicia le dolieron, porque intuía que anunciaban un cambio importante. Hasta entonces iba teniendo con ella cierta amistosa familiaridad, una comunicación cada día más calurosa y cercana, habían salido un par de tardes a tomar unas copas, habían ido juntos al cine. Alicia convalecía de una relación amorosa desdichada y él sabía que aún era pronto para intentar mayores aproximaciones, pero estaba seguro de que el tiempo le favorecía, y hasta pensaba proponerle hacer un viaje juntos en el verano, durante las vacaciones.

Que el tal Hache Be había impresionado a Alicia quedó claro enseguida, porque ella cumplía sus labores con un entusiasmo inédito, con una entrega evidente, y a veces hasta bajaba al bar para subirle un café a media mañana, lo que jamás había hecho en la época de Telmo. Cuando se cerró el número que publicaba el brusco final de las aventuras de Super Avit, Hache Be y Alicia empezaban a marcharse juntos al terminar la jornada, y era evidente que entre el nuevo director-propietario de la revista y la secretaria de redacción empezaba a haber una amistad especial. La tarde que apareció el nuevo número, en el que Super Avit concluía sus aventuras tan abrupta como chapuceramente, los vio besarse en la boca.

Para entonces él ya estaba muy metido con el primer episodio de la nueva historieta, y Alicia, que había dejado de aceptar sus invitaciones a salir con pretextos poco convincentes, era solo una ligera desgarradura en su corazón. Las amenazas de cambiar el contenido de la revista y las sugerencias de Hache Be le habían hecho imaginar una trama muy simple y la redactó en una pequeña sinopsis a la que el otro dio su displicente conformidad: una estación espacial colocada en la órbita de Saturno deja de enviar información a la Tierra, y una patrulla de investigación descubre que todos los programas informáticos han sido borrados, y encuentra a los habitantes de la estación muertos, con aspecto terrorífico, los ojos desencajados y muecas espantosas en sus rostros. Solo ha sobrevivido, en una pequeña cápsula estanca situada en el almacén de mineral, una doctora, que tiene registrada en el ordenador de su ropa de faena la terrible llegada de un ser gigantesco, como un monstruoso calamar, que se había colocado sobre la estación, causando la destrucción de todos los sistemas informáticos, el enloquecimiento de la gente y enseguida su muerte por asfixia, al fallar la generación de aire. La patrulla, tras rescatar a la doctora, decide buscar al extraño atacante y por fin descubre el gran huevo que transporta a los enormes seres en forma de calamar.

Mientras dibujaba a la doctora recuperada con vida, Cila, se le ocurrió ponerle la boca de Alicia, y por fin hacer un retrato de ella en todos sus rasgos, cubierta por esa vestimenta ajustada que se supone ropa del espacio y que hacía su cuerpo aún más atrayente. El parecido de Cila con Alicia le hizo atreverse a imaginar sus propios rasgos en el rostro de Jero, el director de la patrulla de investigación, y el rostro de Alicia y el suyo propio fueron cobrando certeza a través de varias viñetas en las que la pareja dialogaba, o aseguraba las rutinas de la navegación. También en la imagen de los ominosos calamares puso su visión metafórica de la figura de Hache Be: gran cuerpo amenazante, aire prepotente, huraño, cierta asimetría entre la parte superior y los apéndices tentaculares que sugerían una deformidad sustancial.

El diseño y sucesivo desarrollo de aquellas figuras principales le entusiasmó como nada lo había hecho antes. Dedicaba muchas horas a perfeccionar las viñetas y a tomar anotaciones para el guión. Como si se le fuese revelando desde una fuente misteriosa, imaginó con facilidad que aquellos seres con aspecto de gigantesco calamar, que podían nadar en el espacio, consumían, como una forma de energía, la memoria de los ordenadores y la memoria de los seres humanos. Sig­nos y símbolos, contraseñas genéticas, señales de cualquier naturaleza, eran fuente alimentaria importante para aquellos seres, que conseguían agotar los depósitos que los contuvie­sen y con ello desactivar o aniquilar a sus portadores.

     Desde tal idea, hizo que los miembros de la patrulla fuesen deduciéndolo por medio de algunas pistas. Que la doctora Cila y su equipo informático individual hubiesen quedado incólumes les había llevado a estudiar el mineral que se encontraba depositado en aquellos almacenes bajo los que ella estaba trabajando en el momento del ataque, un mineral de poca dureza, parecido a la galena pero desconocido en la Tierra, al que llamaron Calion, hasta descubrir que aquel mineral podía servir como capa protectora ante la acción de los monstruosos extraterrestres.

     La elaboración de la historieta se convirtió pues en el centro de sus actividades. Mucho antes de que se cerrase el número donde debía aparecer el primer episodio, había preparado casi dos episodios más, tres páginas dobles que iba desplegando una tras otra sobre su mesa de trabajo y que fulguraban en su viejo y desvencijado apartamento más allá de la blancura del papel. Aquellas viñetas de las que era autor ofrecían una vigorosa belleza en los dibujos y compo­siciones; así, su historieta, un secreto que solo él conocía, le hacía sentirse cargado de seguridad y de firmeza.

         En la primera reunión de redacción para preparar el número que iba a iniciar la nueva etapa bajo la dirección de Hache Be, se encontraba tan convencido del valor de la historieta que lo esperaba en su casa que, como una provocación bur­lona, se permitió algunos juicios sarcásticos sobre ciertas entrevistas con gente famosa del mundo político que el jefe proponía. Aquellos comentarios, ante los que de ordinario  Hache Be habría reaccionado con malhumor y exabruptos, fueron recibidos solo con una repentina mirada huraña. Más adelante, Hache Be respondió indirectamente a sus sarcas­mos, informando de que ya tenían cinco páginas de publici­dad. Añadió que, si conseguía siete, el cómic no se incluiría, pero casi sin mirarle, de un modo menos frontal de lo que era su costumbre. Sin embargo, él no sintió ninguna desazón, lo que le sorprendió, como le sorprendió que no le desasosegase tampoco el saludo muy afectuoso de Alicia, cuando salían, y sus extrañas palabras:

         _Ya no me llamas nunca, con lo bien que lo pasamos aquellas veces.

            Estaba tan ensimismado en la historieta, que todo lo demás le parecía accesorio, banal: aquel Hache Be que iba a car­garse la memoria de la revista no podía compararse con sus grandes devoradores espaciales, ni la dengosa, un poco cursi Alicia, tenía equiparación posible con la doctora Cila, de labios frutales y ojos incandescentes.

            La semana antes del cierre, uno de los grandes calama­res espaciales había llegado en avanzadilla hasta el planeta Tierra. La patrulla de exploración, convertida en el equi­po de especialistas más avezado del sistema solar sobre la condición del intruso, estaba ya pertrechada con armadu­ras de Calion. El inmenso ser calamaresco, que descendió sobre Madrid, causó estragos en muchas partes del centro: destruyó los registros de los ministerios que tenían su sede cerca de la Gran Vía y Alcalá y la memoria de casi todos los funcionarios, causó daños irreparables, tanto técnicos como humanos, vaciando archivos cibernéticos y cerebros, en la Real Academia Española, paralizó los transportes, los bancos y los grandes almacenes, hasta que se detuvo encima de Ir Biblioteca Nacional, sin duda atraído por el enorme cúmulo de signos que allí se almacenaban.

            La idea de enfrentar los libros a los calamares gigantes se le había ocurrido por casualidad, observando, al pasar, e. escaparate de la librería Fuentetaja, que quedaba cerca de su casa. «Los libros son memoria», pensó, «memoria conser­vada en forma de palabras escritas».

            Aquel mismo día, mientras perfilaba una viñeta en la que Jero, ya ascendido a Director General del Proyecto Europeo de Defensa Espacial _PEDE_, abrazaba con fuerza a la doctora Cila y besaba sus sabrosos labios antes de que ambos despegasen para un vuelo de reconocimiento en torno al intruso, recibió una llamada telefónica de Telmo, el antiguo director de la revista.

            Al principio se sintió incómodo, los cambios en la revista, su ansiedad ante futuro, su obsesión con la historieta, le habían hecho casi olvidar al antiguo compañero y amigo, aunque había utilizado su rostro para caracterizar a uno de los miembros más activos de la patrulla. Pero Telmo no le llamaba para buscar el consuelo de la amistad. Le explicó brevemente que estaba incorporado a la sección de cultura de un periódico de difusión nacional, y que también cola­boraba en la publicación que acompañaba al periódico cada domingo.

            _ ¿Cómo va eso? ¿Ese tipo ha conseguido acabar ya con la revista?

            _Bueno, quiere hacer una cosa de cibernética y realidad virtual.

            Telmo se echó a reír. Habló luego con tono seguro y alegre, para decirle que tenía dos cosas que le iban a interesar:

            _Primero, necesitan ahora mismo alguien con experiencia en el equipo de diseño y arte. Segundo, quieren meter un cómic en el suplemento dominical.

    Aquella misma tarde fue a visitar a Telmo al periódico, llevando una carpeta con lo que había hecho sobre los cala­mares espaciales, Los devoradores de memoria. Lo que has­ta entonces había realizado de la historieta gustó mucho, y alguien quiso saber cómo continuaba.

         _Esos bichos encuentran en los libros una trampa, porque no pueden hacer desaparecer los signos. Leen y leen, archi­van en sus registros, no sé si alimentarios, energéticos, todo aquello, pero las páginas siguen impresas, no pueden con­sumirse físicamente, y ellos no pueden dejar de leer. Bueno, estoy dándole vueltas, creo que los calamares van a buscar las bibliotecas del mundo y que van a intentar vaciarlas de los signos impresos, pero que en esa empresa imposible aca­barán quedando ellos mismos inmovilizados para siempre. Con el tiempo, encima de cada gran biblioteca de la tierra va a permanecer flotando la figura inerte y absorta de uno de esos calamares, como un monumento.

         En el equipo de diseño y arte fue bien recibido, e incluso encontró a una antigua compañera de estudios de la que había estado enamoriscado. Lo que iba a ganar era mucho más que todo lo que ganaba en sus otros trabajos, y cuando regresó a su casa se consideraba un hombre afortunado.

         Al día siguiente, antes de la reunión de cierre, habló con Hache Be para decirle que aquel era el último número que componía, y advirtió en la mirada del director-propietario lo que le pareció una sombra preocupada.

         _ ¿Es por lo que te pago? Si es por eso, puedo subirte el sueldo, es cuestión de hablarlo.

         Él respondió que no, que le había salido una cosa más interesante y que no tendría tiempo. La actitud de Hache Be ya había dejado de ser altanera y hasta se teñía de cierta camaradería.

         _Venga, hombre, esto de aquí lo resuelves tú en un par de mañanas. Si es preciso, te dejo que lo hagas en el ordenador, desde tu casa. Al fin y al cabo, llevas aquí muchos años, eres parte de la revista, un veterano.

         No quiso discutir y prometió que lo pensaría. Luego, en la reunión de cierre, cuando Hache Be le pidió el cómic, dijo que no lo iba a publicar allí. En la actitud de Hache Be, el desconcierto tenía también algo de consternación.

    _Pero ¿se puede saber por qué? ¡Ya estaba previsto, y señaladas las páginas!

_Me pareció muy probable que consiguieses esas otras dos de publicidad que decías.

    _¡Claro que las he conseguido! ¡Pero tu cómic es fun­damental, es uno de los ganchos de la revista, no puedes hacerme esto!

El resto de la redacción miraba con sorpresa a aquel Hache Be inédito, suplicante, y luego con estupefacción al antiguo maquetista, que les anunció que no solo no iba a publicar la historieta, sino que era muy probable que dejase de com­poner los números de la revista. Hache Be quedó un rato en silencio, con aspecto de calamar espacial desactivado. La reunión terminó enseguida y él prometió que se cuidaría de todo hasta que el número quedase cerrado definitivamente. Al salir, Alicia vino a su encuentro y volvió a recordarle, zalamera, que nunca la llamaba:

    _ ¿Qué tengo que hacer para que te acuerdes de mi?

    Él le preguntó si ya no salía con Hache Be.

    _Es un hombre de muchas chicas —balbuceó ella.

Era evidente que lo directo de la pregunta la había desa­zonado. La doctora Cila jamás pondría esa mueca de víctima ingenua. De viajar con alguien en el verano, viajaría con la doctora Cila, iría a contemplar los cráteres de la Luna, los crepúsculos de Marte, las tormentas carbónicas de Venus.

    _Adiós, Alicia, que te vaya bien _dijo al fin, aceptando un beso en la mejilla sin demasiado entusiasmo.

El éxito de Los devoradores de memoria se reflejó en las numerosas cartas de lectores que su publicación iba suscitan­do. Las cosas le fueron muy bien, y cuando acabó la aventura de los calamares espaciales la pareja constituida por Jero y Cila continuó viva en otras historietas. Él siempre decía, al recordar aquella, que había sido la historieta de su vida.

                                           (Del libro Las puertas de lo posible)

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Ninguna luz tan densa,

tan suave,

como la luz de los almanaques.

Aquellos almanaques en relieve

con cisnes y palmeras y montañas

y grandes

lagos azules donde nadie sabe

qué vientos los rizaban

o qué naves

surcaban su mahón sin deslucir

el terso cartonaje.

 

Ningún color tan puro

ni tan grave

como el color de los almanaques,

que encendía en la paz de la cocina

su mágico mensaje

ondeando sobre viernes con lentejas

y lunes vegetales

un soñado tirol de lentas vacas

en húmedos paisajes,

tirol en reluciente mediodía

con pájaros y árboles.

 

Ningún calor tan plácido

y barato

como el calor de los almanaques,

donde era para siempre primavera

con sol en cada calle

de misteriosos pueblos escondidos

en misteriosos valles,

con muchachas de noble ropa antigua

y apuestos militares

mirando el río que se iba bajo el puente

entre frondosos sauces.

El año iba sobando dulcemente

el entusiasmo de los almanaques.

Oscurecía los cielos patinires,

los humos, los henajes.

Adelgazaba el taco desnudando

las puntas tutelares

y los mataba sin que ellos perdiesen

su ademán vigilante,

izado entre las cuentas y los fritos

su fúlgido semblante

de palacios de cuento y caballeros

en briosos alazanes

o de hermosas cabañas de los bosques

rodeadas de panales,

sugiriendo otro sabor que el dulce de membrillo:

el de los chocolates.

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Canto a las viejas criadas

que entre los alborotos del aceite

y la ropa a remojo y las exóticas

palmeras de almanaque

encendían mansedumbre.

 

Vivían a la sombra

de familias antiguas,

hechas al acomodo de una nueva

generación de cinco en cinco lustros.

Guardaban en maletas de madera

misteriosos tesoros:

fotos movidas, un rosario blanco,

bisutería en figuras de flor o pez,

sortijas

de ley escasa. Acaso

una caja sobada de costura

y una fosforescente virgencita de fátima

y un torques de latón y algún pañuelo

con trajes maragatos o pirámides.

Sobre la pila de fregar se proclamaba

su natural soberanía.

 

Eran de talla corta

como los santos y los espantapájaros,

y enjutas alargaban

oblicuos enderezos de brazos. Nadie sabe

si por su juventud de lavanderas,

vareadoras de lana

o por innúmeros setiembres de vendimia.

 

Durante miles de años,

infatigables, serias,

más de un millón de días

ni lúdicas ni trémulas,

limpiaron culos tiernos,

perennemente ajadas

los culos arrugados.

Acunaron infantes o calaban

las sopas de los viejos.

 

Vertían en el brasero

pulgaradas de sal. Emborrachaban

con bendita acrimonia

pavos en nochebuena.

Distendían a la danza las escobas

al largo hilo del polvo acurrucado

en jambas y junturas y junquillos.

 

Frotaban la bayeta en la sagrada

que las moscas cagaran cena. Eran

profilácticas para la polilla.

la cucaracha

y también los ratones de huida inescrutable.

 

Siempre yendo y viniendo

sobre rótulas flacas.

Silenciosas

debajo de su pelo de arquitectura humilde

gris como bruma o como humo

que imprecisaba en sus celajes

aquel paisaje breve, un cráneo sin aristas, la suave

ondulación del lobanillo.

 

Capaces del concierto gastronómico,

de remendar las calzas con puntada invisible,

eran ascéticas pero robustas.

Levantaban su peso multiplicado en cubos,

en cestas de alimento,

descomunales arcas siempre ajenas

y su presencia de hule o de mortaja

y sus pasos temblones, aquellas

sobremesas en que saltaban migas juguetonas

desde el mantel al suelo

y se zambullían brillos rituales

en los remansos de los vasos,

era asumida por la dispepsia familiar

que, musitadamente,

inventariaba los achaques:

cafés aguados, rancias mahonesas,

sobresaltos

de cabello en la sopa,

lagrimones seniles

sobre la calma chicha de las natillas.

 

Canto a las viejas servidoras

cuyos sentires forasteros nadie catalogó,

en su trajín al margen de todos los relojes, en que nadie

ha destinado nunca hora alguna para ellas.

 

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Mi madre ponía en los belenes

mucho fervor.

Repartía las localizaciones

de accidentes geográficos, de oficios

y cabañas.

Y así al desierto se le asignaba

un menguado rincón.

Y las montañas solamente pasaban de la caldera al mundo

para evitar el horizonte horizontal,

abominable

para los que aman la perspectiva.

Pero todos los animales tenían allí su pasto

y el río era protagonista del paisaje

con puentes, lavanderas y una lenta corriente

que llegaba desde el irrigador —cerca del techo—

hasta el caldero —bajo el armazón—

a través de su cauce de hojalata.

 

Decía que mi madre ponía en los belenes

fervor estamental

y aunque nunca el castillo de Herodes

tuvo en sus explanadas Matanza de Inocentes,

lo cierto es que todas las funciones

eran rígidamente repartidas:

los artesanos tenían su propio barrio

y había una posada, una era, un molino,

y viendo el firmamento de forro azul, con todas

las estrellitas recortadas

y a su través la luz que parecía

venida del hondísimo universo,

se sabía que el portal era sólo un pretexto

y que aquello era el mundo, asumido

con infinita resignación por cada figurilla.

 

Y mi madre mullía el tierno musgo,

aplanaba el serrín, clavaba las palmeras,

obligaba

a su papel a todo personaje

diciéndole, Tú aquí, y adelantando

cada día un poco más los Reyes.

 

Y en la noche, Os lo juro,

cuando según apócrifa leyenda

el barro cobra vida y las figuras

danzan alrededor de las hogueras,

allí seguía igual todo y solamente

la brisa del desierto

meneaba las pajas del pesebre.

 

Algunas veces que de pronto

recuerdo los belenes maternales

pienso Dónde estarán todos aquellos

paisanos, Qué será del zagal

que llevaba tres pavos,

¿Habrán finalizado ya las lavanderas

su enérgica colada?

 

Aunque sé que en un cajón mantienen

su sumisión todos los campesinos

y todas las casitas

y también la Sagrada Familia entre virutas,

muy lejos

de este mundo real,

donde hace ya harto tiempo que se ha roto aquel plato

que yo ponía en el borde del Nacimiento

esperando qué se yo qué propinas

y en el que las visitas sacudían gentilmente las cenizas

del cigarrillo.

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Arriba,

más arriba,

volando

sobre mi admiración ante la adulta

sabiduría,

se aleja el tábano, su cuerpo atravesado

por brizna ejecutora.

 

No sólo el hombre hace del barro Ayuntamientos

y cercas de las zarzas.

También los animales han sido subyugados

por el ingenio vertical

entre las carcajadas.

Y así el soplido redondea la rana

a través del canuto sodomita

hasta crear la mágica pelota con patas.

Y así el murciélago crucificado

en la puerta del establo apura su agonía

en humo de colillas.

 

Para un hombre en agraz nada tan instructivo

como saber las diversiones anchas

que aseguran las vidas inferiores.

Oh solemne minué de los escarabajos

clavados en los postes.

Oh quejidos del zorro lapidado.

Oh grilla titubeante que abandonas

la minúscula gruta

llevando a las hogueras tu resplandor metálico.

Oh terror tembloroso del can en cuyo lomo

cae repetidamente la cachava.

 

No fueron necesarios los textos ilustrados

para aprender la historia natural:

los intestinos

que brillaban al claro de la luna cuando al osado sapo

empujaron los hados al camino.

El rigor mortuorio

del limaco asaetado por el junco.

El chasquido postrero

del cangrejo de pronto desencajado en vida.

O la fina textura de las alas de mosca

y su hipnótico giro cuando todas sus patas

le fueron arrancadas.

 

En el fondo de todas las torturas,

Oh padres estelares,

en el cálido vientre de las devastaciones,

vibraba en mí el oscuro regocijo

afirmando mi augusta pertenencia

a la especie necrófila,

y cada atardecer dorado o cada noche,

entre las calurosas

brisas que peina estío

o en el murmullo de las aulas,

ejecuté los sacrificios de las vidas humildes,

para nutrir con más horror las insaciables

fauces de la conciencia.

 

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Siembra tu huella de guijarros

para reconocer el camino de casa,

nunca de pan que puede

devorar el hambriento

y lucha contra toda tentación,

sin arrimar tu gula a las paredes

de chocolate y caramelo,

ni tu frío a la luz que parpadea

en la oscura enramada.

 

Para volver a casa es necesario

desorientarse muchas veces mucho

y esconderse del lobo voraz

y tener siempre el ogro a barlovento

y no olvidar el trabalenguas mágico

que desembrolla todas las espesuras.

 

Conservo estos preceptos en mi agenda

y también toda jaculatoria

para llegar a la felicidad,

todos los rituales para la gloria,

el ósculo a la rana

que la convierte en trémula princesa

y los modos de ingenio ante los cortesanos

que suelen ser motivo de loor y de riqueza.

 

Debiera haber seguido los prudentes

consejos ancestrales

y hubiera vuelto a casa en brillante carroza

cargada de tesoros,

vestido de brocados y mi mano en la mano

de la dama más dulce.

Pero innata locura me ha empujado al afecto

de todos los endriagos.

 

Comprendí muy temprano que las brujas, los ogros,

los lobos y los magos

y los villanos de hoja cachicuerna,

los duendes jorobetas inclinados

al exabrupto,

eran gente común, diarios vecinos

de mi propia cabaña

y que sobre nosotros revolaba

de noche la lechuza y de día gorriones

sin más sarao ni menos.

 

Así, sordo a las voces razonables,

exacerbé malignidad.

Mi corazón se endureció para los pavos reales

y para los caniches y los santos obispos.

Aborrecí por siempre el heroísmo

de Pulgarcito matador de niñas.

Torturé cada gato esperando algún día

retorcer el pescuezo del lacayo

del Marqués de Carabás.

Aprendí los ensalmos de los ósculos

que hacen de todas las princesas sapos

y frases innombrables que convierten

a los cortesanos en boñigas.

Y sin respeto a las augustas golas

de su Serena Majestad

lo metí en el pastel de cumpleaños de los cuervos.

 

Y alguna vez, después de que atraviese

el zarzal infinito,

cuando penetre en el sombrío castillo

que esconde la quietud de la Bella Durmiente,

en lugar de besar su frente marfileña

la dejaré dormir eternamente.

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Quién podrá olvidar alguna vez la urgente

avidez del mendigo.

En invierno como despegados

de la borrosa bruma, como desclavados

de la afilada escarcha,

en verano como recortados

de las eras resecas, pajizos,

agostados,

los mendigos llegaban a las puertas

repartiendo sus oscuros ensalmos

y eran recompensados

con sobras de potaje,

con mendrugos.

 

De la alacena se sacaba un vaso,

el plato de aluminio,

una cuchara amarillenta

y ellos,

desenvolviendo apenas

su obstinado silencio,

se sentaban en el descansillo,

miraban gravemente cada cucharada,

sorbo a sorbo comían el alimento.

 

Nosotros vigilábamos su hambre

a través del resquicio

prestos a huir si hacían

un súbito ademán;

maravillados

de tenerlos tan cerca, tan mansos,

masticando.

 

Entraba

desde el portal el blanco reverbero

de mediodía.

Ellos

perdían su aspereza,

sus contornos mostraban

que no eran sólo sacos, pelos,

trapos,

medallas y remiendos desplazándose

sobre deshilachadas alpargatas,

que tenían

orejas y tobillos,

nuez de adán.

 

Luego

rebañaban el plato,

escurrían el vino

y se iban otra vez.

 

En la alacena

los sagrados cacharros se guardaban

después de un delicado fregamiento.

 

Nosotros

éramos muy felices comprendiendo

que a lo largo del año, varios días,

imprevisiblemente,

volverían de lo oscuro los mendigos.

(DE CUMPLEAÑOS  LEJOS  DE  CASA.Libro segundo  ) 

 

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