Gabriel Miró

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El beso del esposo

 

Annas

 

La Samaritana

EL BESO DEL ESPOSO

       _No siempre el beso legitimo es de miel y vida para la boca besada... Yo sé que a veces tiene amargor y muerte...

_¿Cuándo, cuándo sucede esa desventura tan grande por un beso?  _prorrumpieron las gentiles doncellas que vinieran aquella tarde otoñal al huerto de tía Isabel.

Y la hermosa señora de cabellos de plata y continente de reina, sonrió con melancolía.

Y todas descansaron en el vetusto banco del cedro.

Dejaron en medio a tía Isabel, que habló de esta manera:

 _De libros muy antiguos sacaron la sustancia de una conseja muy linda:«Érase una mujer que desde niña, casi recién nacida, fue avezada al zumo de serpientes, y hasta se afirmaba que la alimentaron y criaron con sangre de tan espantosos animales. Y lo que para todos era tósigo y muerte, fue para ella salud y vida. Creció y se hizo lozana y hermosísima, aunque en sus ojos no sé qué brillaba de siniestro y bravío.

»Un mancebo gallardo y audaz prendóse de esta mujer, y ella también le quiso locamente. Y se casaron. Sus bodas tuvieron todo el fausto y regocijo de su rango, porque eran los dos príncipes muy poderosos en la India. Llegada la noche, se recogieron los desposados en su cámara, resplandeciente de pedrería, y aromada, no con juncieras, como hacían nuestras dueñas y madres, sino braserillos donde se quemaban las gomas y perfumes más deleitosos de Oriente. Y sucedió que al otorgarse lo que pide amor, besáronse; pero ella, impulsada de la fiereza que le dejó en la sangre el licor de serpientes, mordió en los labios del mancebo. Y el esposo se llagó de ponzoña y murió hinchado maldiciendo a la amada y retorciéndose como los reptiles.

Y el cuento es acabado,

sea Dios siempre loado...

 

«¿Quedasteis adolecidas del novio o de la novia? Quizá la conseja no es sólo de entretenimiento, sino también de enseñanza que aún no podéis descubrir. Habéis oído la historia del beso de la esposa; os guardo para otra tarde el beso del esposo...»

Ellas se le acercaron, y haciéndole mil caricias le pidieron que lo contara entonces.

Delante del banco había una fuente musgosa; brotaba el agua del roto cuello de un cisne de piedra, y al verterse sonaba un coloquio cristalino de gotas. Las tórtolas quejumbraban en el cedro, que, bañado de sol poniente, era como un inmenso candelabro de oro...

La noble dama, la solitaria de aquellos jardines, rechazada de los graves y rigurosos hermanos por locuras de amor, contempló a las doncellas, y dijo:

_En una ciudad no muy lejos de aquí vivía un matrimonio de ilustre casa y grandísimo celo religioso. Dos hijos varones estudiaban en un colegio de padres de la Compañía; y de él salieron para ingresar en Academias militares. Nació también una hija, que la crió la madre en recogimiento monjil.

«Ya mayorcita, la niña no pisaba la calle sin la custodia de sus padres. Los cuales siempre estaban con semblante de pesar, que siendo en ellos de naturaleza, lo aumentaba entonces el andar escasos de renta. No tenían otro pasatiempo ni extraordinario que sentar, los jueves, a su mesa a un caballero célibe y noble, de los mismos años y costumbres del padre, del cual era antiguo amigo y casi pariente. Además, era muy letrado y cristiano, y en aquella casa se le consultaba y oía como, un libro precioso.

»La hija fue mujer; pero de una hermosura y gracia que embriagaba los corazones, como los vinos rancios y los aromas fuertes. Y esta belleza avivó de recelos y cuidados el ánimo piadoso de la madre. Lo que más le inquietaba era pensar en el casamiento de la doncella; así lo confesó el sabio amigo, acabada la comida de un jueves, añadiendo lastimeramente: «¿No hay muchos ejemplos de mujeres hermosas que fueron desdichadas?» «Los hay _afirmó el amigo_. ¡Mujeres desdichadas que  llevaron la perdición al hombre!» Y nombró desde la antojadiza Helena hasta algunas damas de Madrid y del extranjero, muy principales, divertidas y andariegas, y a todas les dedicó palabras de las Sagradas Escrituras: «La mujer, más amarga que la muerte; lazo de cazadores; red su corazón; prisiones sus manos.» Que de todo entendía aquel doctísimo varón. A la pobrecita Eva y a la taimada sierpe las citaba mucho. Y, por las noches, la madre padecía sueños horrendos de mujeres, mitad humanos, mitad serpientes, cuyas cabezas hermosísimas se parecían a la de su hija... Y pasó el tiempo sin que se alterase aquel hogar monástico. Pero un jueves el comensal les comunicó sus propósitos de alejarse para reponer su fortuna, también quebrantada. Le conferían cargo de autoridad y ganancia en Nueva España y quizá consintiera. Y aceptó, y un domingo de Pascua Florida lo fue de sufrimiento y lágrimas para sus amigos.

» Vinieron cartas del ausente llenas de amor para la familia amiga y de quejas del frío de su soledad y de narraciones muy elegantes y emocionadoras de aquellas tierras remotas. Todo lo leía la hija, y aspiraba conmovidamente el intenso perfume de lo nuevo y lejano.

 »Llegó también una fotografía donde estaba él entre árboles centenarios y rodeado de indígenas de ferocísimo gesto y negra desnudez. La figura del europeo aparecía gallarda, pálida; su barba ya canosa y su avanzada frente recibían toda la claridad que penetraba por la floresta; aquel hombre resaltaba como un símbolo del heroísmo y nobleza de una raza. « ¡Yo lo encuentro hasta bizarro y hermoso!», exclamó entusiasmado el amigo. Y para la hija, que entonces compendiaba a los hombres en el grupo fotográfico, fue el más galán de todos los nacidos. Algo le escribió el padre de la amorosísima expresión que sintiera la joven al mirar el retrato. Y la siguiente carta dio sorpresa y gusto al matrimonio, porque en ella el expatriado confesaba un secreto que mantuvo siempre en su alma: el del amor a la hija. Decía luego su tristeza por la distancia que los separaba y por la otra distancia aún más amarga de sus edades. Cinco años llevaba cautivo de su empleo; y otros cinco le quedaban de residencia en tan extraño país. Había cumplido los cincuenta; de modo que al retorno se hallaría en los umbrales de la vejez. ¿Había de hacer dolorosa renuncia del único y más sagrado precio de su vida? La madre, alborozada con la idea de tan conveniente y tranquilo refugio para la hija, habló con ella y le rogó y pudo persuadirla a casamiento. Ya las cartas vinieron para ésta; y era tan arrebatado lo escrito que la novia sentía castísimos anhelos de caricias de aquel hombre, y llegó a fingírselo fuerte y gallardo...»

_¡Ay tía Isabel! ¿Y lo era de verdad? _interrumpieron las gentiles sobrinas.

Tía Isabel sonrió:

_Todo lo sabréis! Los novios de mi cuento se desposaron en la separación, por poderes. Helada y triste le pareció la ceremonia a la doncella; pero así fue preciso, porque a él le angustiaba la espera de su regreso, y a los padres de la novia el pensamiento de que su hija emprendiese tan largo viaje. La primera carta que recibió la esposa del esposo le abrasó el pecho como si el corazón se hubiera vuelto en temblorosa llama, encendió sus mejillas y estremeció dichosamente todas sus entrañas. Acababa con estas promesas: «Iré muy rico; y he de decirte como Salomón: nuestro lecho será de sándalo y florido, y en él tus besos, más sabrosos que el vino y la miel.» Y la esposa besó estas palabras, y aquella noche lloró en su lecho de virgen.

       »¿Lloráis también vosotras? Tres años llevaba de casada y pasábase los días contando los de los dos años siguientes como si fueran los azabaches de su rosario. ¡Cuántas veces!...Y una tarde de septiembre, tarde de oro como ésta, la madre penetró gozosamente en la estancia de la esposa, casi pidiéndole albricias, como se usaba en lo antiguo... La hija se levantó palideciendo y trémula: ¿Sería él?.. No; no era él, sino un enviado suyo, un compatriota que regresaba y le traía dones y obsequios preciosos. Entró el mensajero. Viéndolo, sintió ella los dulces rubores de la esposa. «¡Por qué, Dios mío, si era otro, otro!» Joven, blanco, rubio, el llegado parecía un príncipe de conseja que viniese a librarla del penoso encantamiento de su doncellez. .. Hablábale del ausente, y a ella le parecía que hablaba de sí mismo. Prometía que el marido vendría antes de dos años; y la virgen se preguntaba:«¡Alma mía! ¿No vino ya el amado?» Mientras estuvo este hombre en la ciudad, ella cuidó de su atavío, y tuvo alegría. Pero el príncipe partió, y entonces apuró la esposa el vaso de hiel del adiós a la felicidad, deshecho como una niebla. Y a sola, ya triste, se preguntó si había  pecado, si cometió adulterio en su corazón.¡Casada y amante sin saber aún del amor legítimo ni del prohibido! Y lloraba más de tristeza que de arrepentimiento. Pero como, según dijo un filósofo que yo he leído, «nada se adhiere al corazón que haga siempre llorar o siempre amar», fue la esposa mitigándose de su pena y luego pasó al goce por el anuncio del pronto arribo del marido. Faltaba un mes. Y ella y sus padres fueron a un puerto de Andalucía para recibirle... Extenuada de ansiedad, pisó el muelle la desventurada mujer. Todos los encendidos requiebros de las cartas acudían entonces a su alma. «¡Oh, nuestro lecho será de sándalo y florido, y allí tus besos, más sabrosos y dulces que el vino y que la miel!» Y ella gustaba sus mismos labios y desfallecía anticipándose fingidamente la dicha.

»Entró en las serenas aguas del puerto el negro vapor, despacio, rendido...

»Muchas manos agitaron pañuelos. « ¿Y él?» Él llegó. La esposa, pálida, angustiándose, muriéndose, recibió en su frente un beso breve, enjuto entre blancura de barba patriarcal de un anciano flaco, doblado, que balbució: « ¡Oh mi Isabel!»

_¡Isabel, Isabel! _exclamaron las doncellas rodeando a la señora.

Tía Isabel sonrió llorando.

                           (De Corpus y otros cuentos)

 

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GUSTAVO ADOLFO  BÉCQUER                 JUAN VALERA                  JOSÉ Mª MERINO

 

 

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ANNAS

UNO DE LOS MINISTROS QUE

 ESTABAN ALL/ DIO UNA BOFETADA A JESÚS

SAN JUAN, XVllI, 22.

Por las tardes acudía bajo la ventana de la cámara de Annás la hija de Rohab el leproso, que la miraba desde su manida de adobes, junto al torrente de la mandrágora, aguardando la limosna.

Annás _a quien proclama Flavio Josefo el hombre venturoso entre todos los hombres de Palestina_, tiraba un denario que caía como una gota de lumbre dentro de los herbazales apretados en la fundación de los fosos.

La rapaza era flaca y rígida; iba descalza, esquilada y ceñida de un harapo de franjas pardas y ocrosas.

Se arrojaba, cogía la dádiva, y con los brazos tendidos y vibrantes se iba crispando en una reverencia de gracias que presentaba trenzado todo su esqueleto y le socavaba más las oquedades de sus axilas y de su vientre. Después daba un grito de pardal de laguna y se despeñaba retozando por la ladera de Sión.

Annás se doblaba para mirarla. Le parecía que, aspirada de uno de sus brincos, pudiera quedarse la mendiga en el aire azul, Serena, aguda y leve como un dardo.

La niña pasaba junto al padre inmundo, dejándole la moneda, y se perdía entre los vertederos de las torres.

Las soledades de Hinnom se recortaban limpiamente sobre el claro cristal del cielo. Prorrumpía un collado de abundancia, con gradas de hortalillos y felpas de alcaceres, y la desolladura de una cantera. Encima se asomaba, blanca y gozosa, una quinta de placer de Kaifás, y en el ocaso, los cincelados sillares ardían como un ámbar. A la izquierda, en la montaña sativa de los olivos, se alzaban los dos viejos cedros de la “familia sacerdotal”.

Venían los cinco hijos de Annás, que fueron también pontífices, y su yerno Josef Kaifás, que en aquel tiempo gobernaba el Santuario,  y humillando la frente y los ojos le advertían al padre:

_Mira que murmuran de ti porque te complaces en la misericordia de un hombre extranjero y llagado del mal aborrecido. Todos los leprosos viven lejos de Ofel y del Monte Santo, y de todo camino de  gentes por mandamiento de nuestros libros, y sólo el egipcio mereció tu gracia.

Se encendían las doradas pupilas del anciano y le temblaba sobre el carmesí de su túnica y la rizada nieve de su barba olorosa de bálsamo y esencia de azafrán, y les decía:

_Más menudo es vuestro corazón que un grano de mijo. Yo me afano por vestiros de grandeza delante de todo el pueblo, y a vosotros os devora mi pecado de lástima por un inmundo.

Y como otro día le porfiaran de su complacencia, Annás dejó salir su mirada a la tarde, y contó:

_¡Quince años estuve en Alejandría, la maravillosa! Cien mil judíos moraban al lado de la mar. Israel, que sólo ama y sabe las montañas, pueblo de cumbres, pueblo de tristeza de predestinación; Israel era dichoso junto a las aguas anchas, libres, tendidas entre mundos. Vi las naves de Europa henchidas de telas y de frutos, de pedrería, de especias y perfumes, y de todas las hermosuras del Egipto, de la India y de nuestros padres, traídas a la ciudad por caravanas que atraviesan los arenales eternos. Yo, salía por la Puerta de la Luna, toda de jacinto, a la llamarada jovial del Muelle del Arribo Feliz, y pasaba el Heptaestadio, de losas, de color de  naranja, y bebía la dulce agua del Nilo que viene por acueductos de mármol venerable. La isla surgía delicada, augusta y graciosa  como Bethsabé en el baño cuando David la miró... Un siervo me mullía la almohada sobre las rocas donde brilla el fanal de Faros, que alumbra trescientos estadios. Y recostándome, estudiaba en Platón dictados de nuestras máximas. Siempre me distraía alguna abeja, porque allí todo el aire está cuajado de miel. Y la miraba como si hubiese salido de las palabras del filósofo; la miraba hasta perderse en la lumbre de la ciudad. Toda Alejandría, sabia y tentadora como una diosa del paganismo. En lo alto, la corona de oro del Anfiteatro; en sus pechos, los joyeles de su Museum, de su Lonja; de su Soma sagrada, donde los sepulcros de sus monarcas rodean filialmente la tumba del glorioso mancebo de Macedonia. Pero sobre todas sus delicias y maravillas se alzaba Israel. Porque en l.a tierra de su antiguo cautiverio florecía como un rosal. Acatado su Sanhedrín, terrible su Armería, deslumbradores  sus arcaces, cien mil egipcios le sirven, y su sinagoga de pórfido, de sándalo, de alabastro, con setenta sillas de oro macizo, culmina entre todas las opulencias gentiles. Y aquí, en la tierra prometida, nos pisa y nos exprime Roma como racimo en lagar.

Los ojos del anciano se detuvieron, en los de Kaifás, hundidos entre grosura. Después prosiguió:

_Aquí puse los fundamentos de mi casa. Y por mí pasáis el Sancta Sanctorum, y el pueblo se prosterna para mirarnos... Un sábado, al salir del Templo, un hombre inmundo me gritó postrándose: « ¡Salve, Annás, hijo de Seth, mi señor!». Amigos y esclavos quisieron rechazarle, y yo no lo permití, sino que antes quise que se alzara del polvo para que me hablara. Y la úlcera de su boca me dijo: «Apiádate de tu antiguo siervo, porque juntos veíamos aparecer en los espejos de Faros los navíos de Occidente, y te llevaba el cojín y los rodillos de pergamino donde tú leías a Platón y Tucídides»... Ved que ese leproso es para mí más amable que muchos viejos sórdidos que vienen a mi cámara...

Así habló Annás con sus hijos.

Y una tarde no fue la rapaza mendiga bajo la fenestra del sacerdote.

La choza del padre aparecía cerrada con troncos de palma.

Hizo Annás que los buscasen. Y un esclavo le dijo:

_Esta nueva supe: Rohab el leproso y su hija se fueron en busca del Rábbi Jesús.

Y Annás estuvo mirando la hierba crecida en la raíz de sus muros, hasta que la noche cegó todo el paisaje. Y al recogerse vio sobre un fondo de estrellas el perfil de la quinta de Kaifás, y sus labios sutiles doblaron por una sonrisa de altivez, y su barbilla de espuma le temblaba sobre la grana de su túnica.

Y al comenzar la hora sexta llegaron los principales varones de Israel a la casa de Annás.

Annás reposaba en su lecho de sedas y alcatifas.

          Y le rodearon muy juiciosos, diciéndole:

           _¡A ti te debemos el bienestar y la salud de nuestra raza!

_¡Porque tú nos quitas todos los peligros y mantienes la grandeza del sacerdocio!

_¡Porque  son sabias las veredas que abres. delante de, nuestros pasos!

_¡Seguimos tus avisos, y Pilato ha temido de ti, y el pueblo maldice al Profeta que antes ensalzara!

Annás les oía distraído, desdeñoso y cansado.  

Cuando salieron llamó a su primogénito  y le ordenó:

_Que le corten los pulgares a Javan, el ruin que le pegó a Jesús en la faz porque dijo... ¡ya no sé ahora qué dijo el pobre, Rábbi!

Y quedóse dulcemente dormido el hombre venturoso entre todos los hombres de Palestina.

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L A  SAMARITANA

 

VINO UNA MUJER DE SAMARIA A  SACAR  AGUA

 JESUS LE DIJO: «DAME DE BEBER

SAN JUAN, VI; 7

 Los que venían de las labores, los que estaban en su obrador de artesanos, los que holgaban a la sombra del corral de caravanas, el karwaserai que huele calientemente a bestiales y pueblos, todos la miraban sonriéndole cuando ella salía: Con su ánfora, recortándose  rítmica, fresca y graciosa en el cielo del camino.

El camino, después de los muros de los pesebres de tránsito, rodeaba el ejido, y volcándose, retrocediendo, brincando; se hundían en  la, anchura del valle de Sickem.

Campos arados, campos en reposo; sernas de gleba recién desnuda; verdor jovial, de manzanos, de morales, y zamboas, que se bañan en las fuentes del Garizim; umbrías de terebintos; hazas viejas, calma de olivar, senderos y rediles, humos dormidos... Es la tierra que compró Abraham para tener las tumbas de su casa, la que mercó Jacob por cien corderos, y la retuvo con su espada y su arco y se la dio a Josef como porción de mejora de heredamiento. Allí se levanta la «Encina de la Estela», ancha, solemne, inmóvil y negra sobre el azul; al amparo de su ramajé de forja consagró Josué la piedra del testimonio de la alianza de su pueblo con Dios, y los sichemitas ungieron a Abimeleck, y Zebul mintió a Gaal... Allí está el sepulcro de Josef, que todas las 1ardes tiende la sombra de su bóveda junto a las palmeras que se curvan dulces y cansadas sobre el pozo que cavó Jacob... Tierra grande, extática en la emoción del paso y de la muerte de los patriarcas.Un aullido, un aleteo, un cántico, todo tiembla en la claridad del silencio.

        Y cuando subía la mujer con su ánfora, que resudaba palpitante de frescura, la llamaban los hombres desde los albergues. Los de Samaria habían ya contado la renovación placentera del tálamo de la hermosa. Y los ricos mercaderes extranjeros, reluciéndoles las pupilas, le mostraban el fausto de sus equipajes y las delicias de los vinos y sabores exóticos de su festín en aquel alto de la ruta.

         Pero ella decía:

       _¡ La plegaria será mi alimento y mi salud!

       Y murmuraban.las gentes de Sickem:

         _Ya no es Fotima ella misma, porque siempre escuchó los deseos de los hombres con una sonrisa de promesa y se le alzaba el pecho glorioso de amor; y ahora sonríe, como adoleciéndose de nosotros, y parece que diga las palabras de Nocmi, en el libro de Ruth: ¡No me llaméis hermosa; sino amarga! Y no puede llorar muerte de esposo, pues cinco trocó por gusto y hastío de su cuerpo; ni perdió hijo, porque es infecunda; ni se malogró su hacienda, que nunca codició, y que le es dado juntarla a su antojo con el poder de sus gracias. ...

        Sola, desamorada, cruzaba las calles de Samaria, dejando un casto aroma de paz. Ya no le ardían los ojos, y daban una lumbre quieta de remanso, con luna.

       Y cuando un samaritano volvía de caminar, ella le buscaba, preguntándole:

         _¿Viste al Señor que 1ee los más escondidos pensamientos, aquel que siendo judío comió pan de Samaria?

       Pero  los andariegos de su país no hablaban sino con gentiles, y no trataban con los moradores de Israel sino de empresas de logro.

       El Deuteronomio dice: «No prestarás por usura al hermano»

       Samaria no es tierra   hermana de la tierra judía. Samaria se ha prostituido con ídolos bárbaros. Levantó en su monte Zariziril un templo de liturgia semejante al culto de Jehová, y le pidió a Antíoco: «Gonságralo  a Zeus Hellenios, porque nosotros  somos  sidonianos y nada tenemos con Israel ni en raza ni en usos...».

       El creyente desdeña los testigos, la boda, el beneficio, la mantenencia, el descanso y el agua de la tierra que apostató. El creyente sólo admiite al samaritano para lucros de tráfico y de réditos de una dureza implacable.       Mas, de tiempo en tiempo, desborda el rencor de Samaria vengándose de Israel. Israel proclamaba con hogueras en todas sus cumbres la neomenia de la Pascua, o principio de la luna de Nisán; y Samaria alumbró engañosamente  todos sus altos y pasó el aviso de llamas de cima en cima, y acudieron a Jerusalén los devotos que residen en Siria y Jordania, imaginándose convocados para la fiesta de los panes cenceños. Entonces el Gran Sanhedrín trocó las señales luminosas por emisarios. Y en otra Pascua de inmenso concurso; porque fue año de llenura, penetraron escondidamente los hombres de Samaria, en el Templo de Dios y esparcieron inmundicias y osamentas para impedir las ceremonias; y el alborozo se tornó en plañido.

      Ninguno de los que corrían comarcas extrañas trajo nunca noticia  del Señor. Y los Sickem se pasmaban del afán 'de la hermosa. Y ella decía:

      _ ¡Aquí le visteis y escuchasteis! ¡Cómo pudo deshacerrse su recuerdo! Pasó como el Esposo de los Cánticos por los oteros y vergeles. No disteis posada a sus, discípulos; y agraviados ellos le pidieron al Señor: «¿Quieres que digamos que descienda fuego y los acabe?» Mas él les repuso: «No vine a perderlos, sino a salvarlos.»

      Todas las tardes bajaba la mujer a la sombra de las palmeras: del pozo patriarcal, y se sumergía su alma en  el silencio para sentir el: latido más hondo de la lejanía... Y esperaba al Señor donde había gozado su presencia; le esperaba devanando sus memorias... Fue en una siesta del mes de Siván. Estaba el valle rubio, maduro y oloroso del aliento del verano. Todo resonaba  de elictras árdientes; y entre el hervor' gemía: úná rueda de alfarero.

      Junto al ejido halló la mujer doce caminantes; sus mantos viejos, sus sandalias roídas, soltaban la tierra de muchas jornadas:.:Siendo pobres, había uno que semejaba siervo de los otros, y hollaba pesadamente como un buey flaco cuando abra el erial; tenía el pelo rojo y los labios de ferocidad.

         La samaritana les gritó: «¡Llegaos sin recelo; y, si nadie os socorre, tomad de lo que hubiere en mi casa; abierta la hallaréis; es la más blanca de todas; suben los jazmines por el muro!...»

       Y se alejó envuelta del gozoso donaire de su juventud. Y ya casi en la vera del pozo, se detuvo asustada con los rubores dulcísimos que siente la mujer exquisita, aun siendo pecadora.

      Un hombre extranjero, recostado en el brocal, aspiraba la pureza  y frescura del agua, y dentro del cielo reflejada se veía su  imagen con un nimbo de sol.

      El hombre alzó los os; la miró como un hermano que estuviese esperándola y dijo:

       _¡Paz en ti!

       Otra vez asomóse al espejo azul de las aguas, y confiadamente le pidió:

      _¡Dame de beber!

      Ella le contemplaba enternecida  de su abandono de niño cansado

      Siempre le hablaron los hombres con ufanía de cortejadores y con rendimiento carnal, viendo sólo en ella las gracias de la hembra. Y e1 extranjero la había mirado como enlazándola con la' emoción de la tarde, y la había escogido para recibir de sus mano la inocencia del agua. ¡La había mirado; había visto qué era hermosa, y le pidió agua! Y la mujer sintió entonces el encanto' íntimo del agua, del cual parecía que participase su vida, y creyó oír el primer elogio de su belleza, rehaciéndole un estado de virginidad.

      Y le sonrió dulce y tímida, pronunciando:

      _¡Cómo siendo judío me pides de beber a mí, que soy samaritana!

      En los ojos del caminante pasó un ímpetu de gloria; y alzóse transfigurándose de niño sediento en padre magno y fuerte, en señor que visita su heredad; y le dijo:

     _Si supieses quién es el que te dice: «Dame de beber! », tú acudirías a él pidiéndole: «¡Yo no a ti, sino tú a mí dame el agua de la sed mía

     Salieron en la mujer resabios de malicia de rapaza, y se inclinó graciosamente, exclamando:

     _¡EI pozo es hondo! ¿Cómo podrías tú sacar agua sin mí?

      Y le mostraba el cántaro limpio y fresco de juncia y la delgada cuerda ceñida a su talle.

      Llegósele el hombre dolorido, de compasión. Y la samaritana recogióse en misma escuchándole.

      _¡Todo el que bebiere de esta agua que tú tomas de la tierra, vuelve a sentir la sed; mas el que bebiere de la que yo alumbro, nunca estará sediento, porque el agua que yo doy se vuelve en el pecho una fuente que salta hasta la vida eterna!

       La mujer se le iba postrando, sin cuidarse de su figura, ni dé los pliegues; de su: túnica, ni de sus trenzas que se le sumían entre el herbazal; y tendida, humilde y casta, toda hecha de corazón bajo los ojos y  la palabra del extranjero, le imploró con un quejido venturoso:

       _¡Dame, Señor,  dame  de: esa agua viva, que yo no quiero tener más sed!

 

 

      Agua de amor de caridad emitida por la gracia del amado manaba ya siempre del  pecho de la mujer. Sosegada: y .limpia se sentía de inquietud de pecadora; pero la hondura de su alma se llagaba de sequedades. Saciada quedó la sed de antaño; y bajaba sedienta al pozo de Jacob, buscando en todo el valle. El llano, los alcores, la arboleda y el cielo todo estaba  henchido de la presencia de aquel hombre.  ¡Y no estaba él!

      Y una tarde que contemplaba su palidez de penitente en el espejo del agua que tuvo la imagen del Señor, sonaron voces y sandalias en el camnino de la tierra judía.

      Pasaban dos extranjeros sin alforja ni arma. Se apoyaban en un culo rudo, y traían el manto subido y plegado, a los riñones para holgura del pie..

      La samaritana corrió llamándoles. Ellos se volvieron, y no sabiendo quién fuese, seguían su camino.

        Pero la mujer les alcanzó y les dijo:

       _No sois los que vinisteis con mi Señor, y hay en vosotros una semejanza con el porte de su gente.Mas, siendo suyos, ,¿cómo pudisteis  pasar sin llegaros al agua que el Señor bebió de  mi mano ndome en

trueque delicioso el agua viva de su gracia?

     _¡Paz en ti, mujer! _le respondieron los dos hombres.

      Y ella se derribó sollozando de felicidad.

     _¡ Le habéis recordado también en su decir! i Sois emisarios suyos! Toda mi alma os bendice, ¡dadme ya su nueva, porque estoy pura!

      Y el más viejo de los caminantes, abrasado y enjuto, de tosco frontal, murmuró:

      _¡Discípulos y sembradores somos de la palabra del Rábbi, el Cristo Señor Nuestro!

      _¡Dadme la nueva que me traéis! ¡Decidme dónde se esconde el Señor, porque yo le busco teniéndole siempre en mí, y no le encuentro! ¡Yo le aguardo y le llamo, y nunca acude! ¿Dónde está el Rábbi Jesús?

     _¡Paz en ti, mujer, en nombre del Señor!_repitió austeramente el anciano, y quiso apartarla de ellos.

y la samaritana se agarró a sus vestiduras, clamando:

     _¡No tan sólo su nombre, sino su voz y sus ojos, su presencia para la paz de mi vida! ¡Llevadme a él para que yo le sirva y le unja!

      El otro discípulo le sonrió afligidamente:

      _¡Rábbi Jesús se halla en ti como habitará ya siempre entre nosotros.

      No le entendía la mujer, y se incorporó afanosa.

      Entonces la hirió en todas sus entrañas la palabra inflamada y tronadora del apóstol viejo :

     _¡Jerusalén ha matado al Señor! Alzó su cruz delante de sus muros. ¡Dile a Samaria que las almenas de la ciudad homicida serán holladas por pezuñas inmundas!

      La mujer miraba con horror la boca que vertió la desdicha. Y les fue siguiendo, dejando sus sollozos como si se despojase su alma en el silencio de la senda.

      De súbito, precipise llamándoles enronquecida y brava:

     _¡Iré con vosotros! ¡Aunque quisierais ahuyentarme como a los perros,  yo os seguiría! Iré con vosotros hasta que me hayáis dejado en la tierra que guarda el cuerpo del Señor. Quiero tocar y besar su sepulcro, y besándole penetrará mi vida como las raíces llegan al agua traspasando la roca.

     _¡ Mujer: el Rábbi no tiene sepulcro! ¡Anunciado estaba que el Señor resucitaría! Y el Señor ha resucitado. . .

     _¡Si vive el Señor, llevadme, que yo le cure las heridas!' ¡Si tiene mujer, yo seré su sierva!

     _¡El Rábbi ha resucitado, y subió al cielo, a la diestra de. su Padre; y desde allí envió a los suyos la potestad de su Espíritu Santo.

      Los discípulos se alejaban reposados y firmes, parándose, subiéndose el turbante para mirar, ladeando un poco la cabeza, como hacía el Rábbi Jesús.

      La samaritana se fue quedando sola en el camino. Sobre sus hombros se tendía la oscuridad de la tumba de Josef. Sintió frío y miedo de niña desamparada, y buscó el:refugio del pozo de Jacob, y besaba su piedra y gemía:

     _iRábbi, Rábbi!: ¿Por qué has resucitado para subirte al cielo?

 (Figuras de la Pasión del Señor)

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