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Julio Llamazares

POESÍA

En Soria

Porque la tarde sobrevive al hombre

Nuestra quietud es dulce...

Si te pusiera copos de tierra...

Rl río traía a veces zapatos...

Todo lo aprendí...

La casa cerrada

 

NO SE MUEVE NI UNA HOJA (relato)

En Soria

         Desde tu soledad lejana de Colliure, llega hasta mí tu voz desarraigada, tu voz prostituida por aquellos que quisieron ver en ella algo más que poesía.

         Pienso en tus tardes de Soria. Vieja pensión. Una taza de café. Y la soledad creciéndote. Y tú. Y la tristeza.

         ¿Sabes, Antonio? He estado siguiendo tus pasos por el hermoso paseo provinciano peraltado sobre el río, entre San Polo y San Saturio?

         Y he perseguido los versos que una tarde escribiste bajo las axilas pétreas de San Juan de Duero.

         Y, en la noche, cuando el reloj de la Audiencia daba la una, he recordado a Leonor como tú tanto hiciste a esa hora?

         ¿Sabes, Antonio? Soria es aún tan mística y guerrera, y tan hermosa como tú la contaste en tus libros. Pero tu voz, como la de Leonor, es ya sólo un sonido inaudible, una queja que no escucha nadie.

         Camino de Madrid, la tarde se hacía vieja (tú sabes, Antonio, cómo duele en el alma una tarde de Soria) y escribí en mi cuaderno: ¡Dios mío, qué solos están los poetas!

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Porque la tarde sobrevive al hombre

“Y yo me iré.

Y seguirán los pájaros cantando.”

(Juan Ramón Jiménez)

         Ya te has ido, Juan Ramón, y, en el huerto de Moguer, continúan los pájaros cantando. Continúa _hecho poema_ el árbol verde, el pozo blanco. El pozo en el que se ahogan las estrellas en las noches de verano.

         Pienso tu ausencia en la tarde, en esta tarde plácida de agosto en la que suenan, como entonces tú escuchabas, las campanas.

         Releo tu poema buscando una respuesta a mi pregunta.

         Estoy aquí, sobreviviéndote, constatando tu implacable profecía, dando fe.

         Y pienso que a mí también me pasará un día lo mismo.

         Porque la tarde sobrevive al hombre. Porque la tarde, esta misma que ahora vivo, es más larga que la vida.

         Por eso me voy mirando el cielo azul, mi propio pozo.

         Por eso escucho cantar los pájaros con inquietud mientras contemplo mi propio huerto, mi propio árbol.

                   (De Los inicios. 1973-1978)

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           Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.
         Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando  como las bayas rojas del acebo.
         Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.
         No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.
         En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.
                   Su lentitud no está desposeída de costumbre
.

                                                                           (De Las ortigas. 1984-2008)

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         Si te pusiera copos de tierra sobre la boca, sabrías la acidez que me posee.
         Si apoyase mis preguntas en tus hombros, te desmoronarías como una estatua de sal.
         (¿O acaso puede alguien soportar el equilibrio de los árboles más altos?)
         Pero no quiero condenarte a ser cuenco de nieve o roca muda.
         Advierto en tus andenes una espera infinita y tus silencios me son agrios como bruma.
         Los mercaderes montan sus puestos de mentiras y perfumes a tu paso. Tus recuerdos esperan, apostados como perros, el momento en que se incendie la nostalgia.
         Reconozco que mis preguntas aumentarían tu indefensión.

                   (De La lentitud de los bueyes. 1979)

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         El río traía a veces zapatos de mujeres entre las hojas tiernas y los troncos muertos.
         Pero nosotros cruzábamos los puentes con canciones y pañuelos de azafrán.
         Y, en el verano, colgábamos pendientes de cerezas en las orejas de la amada.
         Más allá, en su memoria, los ciervos se incendiaban como flechas de sangre:
         veloces en sus ojos azules y lejanos; rojos en sus cabellos heridos p
or la bruma.

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         Todo lo aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y el silencio y el grito de los bosques cuando muere el verano.

O aquella canción celta que Kerstin me cantaba:
         ¿Quién puede navegar sin velas? ¿Quién puede remar sin remos?
         ¿Quién puede despedirse de su amor sin llorar?

         Pero ahora ya la nieve sustenta mi memoria. Y el silencio se espesa tras los bosques doloridos y profundos del invierno.
         Por eso puedo navegar sin velas. Por eso puedo remar sin remos.
         Por eso puedo despedirme de mi amor sin llorar.

                            (De Memoria de la nieve. 1982 )

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La casa cerrada

         Atrás quedó, allá, en la montaña, cerrada a cal y canto igual que mi memoria, a merced de la nieve, el tiempo y los recuerdos.

         Atrás volvió a quedar igual que cada año cuando el otoño llega al valle del olvido y el silencio se espesa como una larga sombra sobre las viejas casas del pueblo abandonado.

         Atrás volvió a quedar igual que cada año, cerrada a cal y canto igual que su memoria, esperando a que un día, definitivamente, se cierre para siempre como mi corazón.

                 (De Las ortigas. 1984-2008)

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No se mueve ni una hoja

   Mi padre y Teófilo están sentados debajo del corredor. Llevan así una hora, mirando los árboles y las estrellas, sin cruzar una sola palabra.

     Mi padre y Teófilo no necesitan hablarse. Pueden pasarse así horas enteras, sentados en cualquier sitio, contemplando el fuego o el paisaje, sin sentir necesidad de decir nada. Es como si ya lo supieran todo el uno del otro o como si las pa- labras les sobrasen. A mi padre y a Teófilo les basta con estar juntos para sentirse a gusto y acompañados. ..

     Mi padre y yo llegamos esta tarde. Llegamos más tarde que de costumbre, esperando que el verano se asentase. Otros años, por ahora, hacía ya un par de semanas que estábamos en La Mata. Pero, este año, el verano se retrasó, llovió hasta el final de junio y en la montaña el sol tarda en calentar las casas. Los vecinos del pueblo pronostican un verano intermitente, con cambios bruscos e inesperados. Como dice Teófilo: el verano es como las mujeres; si entran bien, pueden torcerse, pero, como entren atravesadas, no las endereza ni Dios.

     Como cada verano, Teófilo estaba esperándonos. En realidad, llevaba esperándonos desde el otoño pasado, cuando mi padre y yo nos fuimos de La Mata con los primeros fríos de octubre, como los pájaros. Siempre nos vamos los últimos, cuando todos los veraneantes ya hace tiempo que se han ido. Cuando nos vamos, Teófilo se queda solo, esperando a que pase otro año. En La Mata, en invierno, apenas queda gente y la que hay no sale apenas de casa. Aurelia, su mujer, dice que, cuando nos vamos, Teófilo se queda triste, como enfadado. Se pasa varios días sin hablar.

     En realidad, Teófilo no es de La Mata. Vive allí desde hace solamente algunos años, desde que se casó con Aurelia, por segunda vez en su vida, cuando ya estaba jubilado. Aurelia también estaba viuda y ninguno de los dos tenía hijos. Así que un día se sentaron y lo hablaron. Ya vamos siendo mayores, le dijo Teófilo mientras merendaban, los dos estamos solos y podemos hacemos compañía, y además, así, no incordiamos a nadie. Aurelia no dijo nada, pero tampoco hizo falta. Al día siguiente, fueron a hablar con el cura y a las pocas semanas se <asaron. Fue todo tan sencillo como eso, como un trato.

     Desde entonces, Teófilo vive en La Mata. Con la pensión de la mina y lo que sacan del huerto, Aurelia y él viven con desahogo y sin incordiar a nadie. A veces, los parientes van a verlos o van ellos a visitarlos, pero ya no, como antes, preocupados por si se sentirán muy solos o, en el caso de las hermanas de Teófilo, por cómo tendrá la casa. Cuando se casó, Teófilo se la vendió a un sobrino y lo demás lo repartió entre sus hermanas. Cuatro tierras y una huerta, que era todo lo que tenía. Desde entonces, sólo ha vuelto a su pueblo un par de veces, sin contar el día de la fiesta, a la que nunca falta. Le va a buscar el sobrino en el coche y le trae al día siguiente o va él en el tren hasta Boñar y allí bajan a buscarlo. A veces, le acompaña Aurelia, pero, otras, ella se queda en casa. Aurelia prefiere ver la televisión, que es lo que más le gusta, aparte de su casa y de La Mata.

     A Teófilo, la televisión también le gusta, sobre todo las telenovelas, pero un rato. En seguida se queda dormido y prefiere andar por la calle. Pero, en invierno, apenas se encuentra a nadie y los que hay están trabajando. Así que muchos días baja hasta la estación, aun con lluvia o con nieve y sabiendo que después tiene que volver andando. Por eso se alegra tanto cuando llega el verano y, con él, mi padre y yo, fieles a nuestra cita de cada año.

     Este año, ya digo, hemos llegado más tarde. Teófilo nos esperaba desde hace días y ya empezaba a extrañarse. Temía, nos confesó, que hubiese pasado algo. Lo encontramos a la entrada de La Mata, en el desvío de la carretera, sentado en un tronco (este invierno cortaron los chopos y la carretera parece distinta, como si hubiesen cambiado el paisaje), y, cuando nos vio llegar, en seguida nos reconoció, pese a que él no distingue un coche de otro. Por el olfato. Teófilo tiene un sexto sentido para saber quién llega en cada coche y hasta el negocio o el motivo que le trae. Son muchos años de estar sentado, viendo pasar la vida y a la gente por delante.

     Ya en casa, nos ayudó a descargar las cosas y, luego, mi padre y él se fueron a dar un paseo hasta el Carvajal, que es su sitio preferido por las tardes. Desde allí se ve La Mata y todo el valle de La Vecilla hasta las cárcavas de La Cándana. Volvieron a las dos horas, a las ocho y media en punto, que es la hora de la cena de mi padre. Teófilo cena más tarde. Antes va a echar un vistazo al huerto o se queda un rato hablando conmigo antes de volver a casa. Este invierno, me contó, el médico le ha puesto a régimen y, aunque sigue estando gordo (más que gordo, yo diría reposado), ha adelgazado seis kilos y se siente mucho mejor. Se cansa, dice, menos que antes.

      En cuanto cena, vuelve a mi casa. Suele hacerlo ya de noche, incluso ahora que las tardes duran tanto, y se queda ya con mi padre hasta la hora de ir a la cama. Normalmente hasta las doce, pero, a veces, si están bien, hasta la una de la mañana.  Si hace bueno, como hoy, se sientan junto a la puerta, debajo corredor, o al lado de los rosales. Si refresca, a finales de agosto sobre todo, y en septiembre, cuando comienza a hacer frío, en el salón, al lado de la chimenea.

     Mi padre apenas le habla. En realidad, desde hace ya varios años -_desde que murió mi madre_, mi padre apenas habla con nadie. Se encoge sobre sí mismo, como si estuviera enfermo, y se pasa así las horas, concentrado en sí mismo o en el paisaje. Lo hace así todo el año, en León, donde vive, o en el lugar en que esté (las pocas veces que sale), pero en La Mata se le acentúa, como si la casa en la que nació y en la que mi madre y él pasaban parte del año le trajera recuerdos muy antiguos. Pero a Teófilo no le importa que mi padre no le hable. A veces, habla él solo, para nadie (como cada año que pasa está más sordo, ni siquiera se entera de si le escuchan), y otras se queda dormido, con la cabeza colgando. Vistos desde el corredor, a la luz de la ventana y de la luna, parecen dos sombras más entre las de los rosales.

     Cuando conoció a mi padre, Teófilo en seguida intimó con él. Los dos habían vivido en el mismo sitio, en el valle de Sabero, y tenían amigos comunes, aunque ellos no llegaron a conocerse entonces. Cuando mi padre llegó allí de maestro, Teófilo ya había dejado la mina y se había ido a trabajar a otro lado. Luego, los dos siguieron rumbos distintos, cada uno por su camino, hasta que coincidieron en La Mata. Pero la casualidad de haber vivido en el mismo sitio y de conocer lugares y a gente que los demás vecinos desconocían, junto con la circuns- tancia de ser ambos forasteros en La Mata (Teófilo por ser de fuera y mi padre por ir sólo los veranos), les hizo amigos inseparables. Aunque sólo se vean un par de meses al año.

      Cuando murió mi madre, su amistad se acentuó, pese a que mi padre estuvo dos años prácticamente sin hablar con nadie. Teófilo ya había pasado por ese trance y, aunque con otro talante (él, lejos de deprimirse, se dedicó a buscar viudas, hasta que encontró a Aurelia, para volver a casarse: yo no valgo para estar solo, me dijo un día, refiriéndose a mi padre), sabía ya lo que era eso. Así que empezó a aparecer por casa y a hacer compañía a mi padre sin importarle que éste a veces no le hiciera ningún caso. Él se sentaba ahí, debajo del corredor, o en el salón, si hacía frío, y si mi padre le hablaba él hablaba y, si no, se quedaba callado. Y, cuando le parecía, se marchaba.

      Poco a poco, sin embargo, a medida que los veranos fueron pasando, Teófilo consiguió lo que ni los psiquiatras ni la familia pudimos, pese a que lo intentamos de todas las maneras y por todos los medios a nuestro alcance: que mi padre volviera a interesarse por el mundo. Teófilo fue quien consiguió, por ejemplo, hacia el segundo o tercer verano, que mi padre empezase a hablar de algo que no fuera mi madre, o relacionado con ella o con su recuerdo, y quien le convenció más tarde para que le acompañase en sus paseos por el pueblo, algo que mi padre siempre había hecho, pero que había abandonado por completo desde entonces. Cuando acabó aquel verano, mi padre ya no era ni la sombra del que llegó a principios de julio y hasta había engordado algo. Poco, pues, al contrario que Teófilo, siempre ha sido muy delgado. A veces, cuando los veo venir desde lejos, caminando entre las casas de La Mata, los dos me recuerdan al Gordo y el Flaco.

     Pero ahora están ahí, debajo del corredor, contemplando los árboles y las estrellas, como todas las noches de verano. Es la primera de éste, que ha comenzado más tarde. Aunque no ha cambiado nada: el olor de la hierba, los sonidos del pueblo, el color azul de la noche y el resplandor de la luna sobre los árboles. Hasta la frase de Teófilo sigue siendo la misma de cada año cuando se despierta al cabo de un rato y dice a mi padre:

     _No se mueve ni una hoja.

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