Juan Ramón Jiménez

índice

 

Adolescencia

El poema

Poesía

Intelijencia, dame...

El amor, ¿a qué huele?...

Sueño

Retorno fugaz

El viaje definitivo

Cuando huía...

Tu sexo negro, suave...

Después de la locura...

¿Te acuerdas?...

Como joya de carne...

Dejame; ya no quiero...

En la ardentía del placer me has desnudado todo

Cuando después de amarnos...

 

Partida: pureza de mar

Mar

Luna sola

Todas las rosas blancas

Para dar alivio a estas penas...

Convalecencia

Cielo

Trascielo del cielo azul

Álamo blanco

Manos

Juegos del anochecer

La miga

La Púa

El canario vuela

Alegría

La niña

El recto

Textos sobre Madrid

Teoría poética.

AVISO: SE MANTIENE EN TODOS LOS TEXTOS LA ORTOGRAFÍA DEL POETA

Adolescencia

En el balcón, un instante

nos quedamos los dos solos.

Desde la dulce mañana

de aquel día, éramos novios.

_El paisaje soñoliento

dormía sus vagos tonos,

bajo el cielo gris y rosa

del crepúsculo de otoño_.

Le dije que iba a besarla;

bajó, serena, los ojos

y me ofreció sus mejillas,

como quien pierde un tesoro.

Caían las hojas muertas,

en el jardín silencioso,

y en el aire erraba aún

un perfume de heliotropos.

No se atrevía a mirarme;

le dije que éramos novios,

...y las lágrimas rodaron

de sus ojos melancólicos.

                                      

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EL POEMA

¡No le toques ya más,

que así es la rosa!

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Poesía

        Vino primero, pura,

vestida de inocencia.

Y la amé como un niño.

        Luego se fue vistiendo

de no sé qué ropajes.

Y la fui odiando, sin saberlo.

        Llegó a ser una reina,

fastuosa de tesoros...

¡Qué iracundia de hiel y sin sentido!

        ...Mas se fue desnudando.

Y yo le sonreía.

        Se quedó con la túnica,

de su inocencia antigua.

Creí de nuevo en ella.

        Y se quitó la túnica

y apareció desnuda toda...

¡Oh pasión de mi vida, poesía

desnuda, mía para siempre!

 

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Intelijencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
... Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos

 los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas...
¡lntelijencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, Y mío, de las cosas!

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El amor, ¿a qué huele? Parece, cuando se ama,
que el mundo entero tiene rumor de primavera.
Las hojas secas tornan y las ramas con nieve,
y él sigue ardiente y joven, oliendo a la rosa eterna.

Por todas partes abre guirnaldas invisibles,
todos sus fondos son líricos -risa o pena-,
la mujer a su beso cobra un sentido mágico
que, como en los senderos, sin cesar se renueva...

Vienen al alma música de ideales conciertos,
palabras de una brisa liviana entre arboledas;
se suspira y se llora, y el suspiro y el llanto
dejan como un romántico frescor de madreselvas

 

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Sueño

                           Te bañabas, como la luna llena,

en la secreta soledad umbría.

Abrí los mirtos. Toda la alegría

de tu escondite se tornó en mi pena.

Dejando absorta la laguna y plena

de llanto, huiste avergonzada y fría;

y la noche al cruzar tú parecía

que se trocaba toda en azucena.  

El blanco imán de tu carnal diamante

la noche entera me llevó tras ti,

y fuiste de oro, de carmín, de rosa...

Al alba, el mar se puso por delante,

y cual la primavera huir te vi

desde la playa muda y dolorosa.

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RETORNO FUGAZ

¿Cómo era, Dios mío, cómo era?

¡Oh corazón falaz, mente indecisa!

¿Era como el pasaje de la brisa?

¿Cómo la huida de la primavera?

Tan leve, tan voluble, tan ligera

cual estival vilano...¡Sí! Imprecisa

como sonrisa que se pierde en risa...

¡Vana en el aire, igual que una bandera!

¡Bandera, sonreír, vilano, alada

primavera de junio, brisa pura!...

¡Qué loco fue tu carnaval, qué triste!

Todo tu cambiar trocose en nada

_¡memoria, ciega abeja de amargura!-,

¡no sé como eras, yo que sé que fuiste!

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EL VIAJE DEFINITIVO

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando.

Y se quedará mi huerto con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y lejos del bullicio distinto, sordo, raro

del domingo cerrado,

del coche de las cinco, de las siestas del baño,

en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu de hoy errará, nostáljico...

Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido...

Y se quedarán los pájaros cantando.

 

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CUANDO huía, en un vuelo de tocas trastornadas,
de la impetuosa voluntad de mi deseo,
se refugiaba en un rincón, como una gata…
pero sus uñas eran más dulces que mis besos…
Se le venía el velo hasta los ojos mágicos;
surgían leves rizos del cortado cabello,
rizos que descubrían un jardín imprevisto,
¡aquellos rizos de oro en los ojos inmensos!
Y en la proximidad ardiente del placer de su carne

me incendiaba el olor de todos sus secretos,
aquel olor más fuerte para mí…y para ella…
¡que el olor de los lirios y el olor del incienso.

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Tu sexo negro, suave como un plumón de pájaro,
entre las sedas blancas, amarillas y malvas
era como un faro de sombra para mis ojos
en un revuelto mar de tibias olas pálidas.

Un aroma sutil como de islas exóticas
en la tibieza suave de tus muslos flotaba.
¡Naufragué locamente, sin orden ni sentido
en del ambiente de tus faldas perfumadas!

Con que tristeza, luego, como en un alba débil
de suaves nubes blancas, amarillas y malvas,
vi apagarse la luz de sombra de la noche
desde el hastío indolente de la playa…

 

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Después de la locura sin nombre del instante

en que la besé toda en un delirio ciego,

como un trofeo triste, saqué sobre mis labios

un cabello de oro de su vientre de fuego.

Roja como su sangre, ella tendió su mano

y lo quitó enfada con sus suaves dedos;

la rosa de su mano me acarició la barba

y yo le puse los ornatos de mis besos.

Luego, ¡cuánto reproche falso! Una negativa

rotunda, terminante, dura como de hierro,

que se deshizo en un instante, como espuma,

al roce de una flor ardiente de deseo.

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                                      (Jeanne)

¿Te acuerdas? Fue en el cuarto de los niños. La tarde
de estío alzaba, limpia, por entre la arboleda
suavemente mecida, últimas glorias puras,
tristes en el cristal de la ventana abierta.

El maniquí de mimbre y las telas cortadas,
eran los confidentes de mil cosas secretas,
una majia ideal de deshojadas rosas
que el amor renovaba con audacia perversa...

¡Oh, qué encanto de ojos, de besos, de rubores;
qué desarreglo rápido, qué confianza ciega,
mientras, en la suave soledad, desde el suelo,
miraban, asustadas, nuestro amor las muñecas!

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Como joya de carne como rosa de vida,

 desnuda te sentabas encima de mis piernas;

 eras como una rosa abierta en un ciprés,

 como una mariposa en una calavera.

Dios creaba de nuevo el paraíso,

si tu risa de oro y plata bordaba mi tristeza,

yo venía del mundo de los muertos, tan sólo

por tenerte en mis manos temblorosas y ciegas.

Después la brisa, que eras tú, se fue cantando…

se apagó el sol; ya nunca volvió el alba a la tierra…

Y en la sombra constante, te perseguí, llorando

como un niño, de cima en cima, en las estrellas…

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¡Dejadme; ya no quiero más que pensar en ella,

que la tarde me mate con su melancolía!

Soñar…pensar…hasta que el cuerpo no se oiga,

hasta que el alma esté muerta en sí misma.

Pensar para llegar a no pensar en nada

o que ella viniera de pronto…sólo un día…

que se muriera luego, pero que me guardara

en el alma la luz de su dulce sonrisa.

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En la ardentía del placer me has desnudado
todo: tus senos tibios, dulces como la muerte,
tus brazos imprevistos con sus hierbas de luto,
la misteriosa pesadilla de tu vientre…
El placer ha sentido todo, bajo sus manos,
bajo sus labios, bajo sus fantasías, entre
la locura sin nombre de todos los ardores
un fuego de colores en un fuego de fiebres.
Luego, un pudor que torna de tu inocencia antigua
te hace, si te sonrío, rojecer levemente
y te arreglas tus faldas y te guardas tus pechos
confusa, con un aire dulce y adolescente.

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Cuando, después de amarnos, te coges el cabello
desordenado, ¡cómo son de hermosos tus brazos!
Cual en un libro abierto, surge la letra negra
de tus axilas, fina, dulce sobre lo blanco.
Y en el gesto violento, se te abren los pechos,
y los pezones, tantas veces acariciados,
parecen, desde lejos, más oscuros, más grandes…
el sexo se te esconde, más pequeño y más blando…
¡Oh, qué desdoblamiento de cosas!
Luego, el traje
lo torna todo al paisaje cotidiano,
como una madriguera en donde se ocultaran,
lo mismo que culebras, pechos, muslos y brazos.

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Partida: Pureza del mar

Hasta esta puras noches tuyas, mar,  no tuvo
el alma mía, sola más que nunca,
aquel afán, un día, presentido,
del partir sin razón.
           
  Esta portada
de camino que enciende en ti la luna
con toda la belleza de sus siglos
de castidad, blancura, paz y gracia,
la contajia del ansia de su ausente
movimiento.
            
Hervidero
de almas de azucenas, que una música
celeste fuera haciendo de cristales líquidos,
en varas de hialinas cimas de olas,
con un fiel correspondencia de colores
a un aromar agudo de delicias
que extasiaran la vida hasta la muerte.
¡
Maja, deleite, más, entre la sombra
donde arden los brillantes ojos sostenidos
que la visión de aquel cantado amor,
leve, sencillo y verdadero,
que no creímos conseguir; tan cierto
que parecía el sueño más distante!
Sí, sí, así era, así empezaba
aquello, de este modo lo veía
mi corazón de niño, cuando, abiertos
como rosas, mis ojos
se alzaban, negros, desde aquellas torres
cándidas, por el iris, de mi sueño,
a la alta claridad de un paraíso.
Así era aquel pétalo de cielo,
en el que el alma se encontraba,
igual que en otra ella, única y libre.
Esto era, esto es, de aquí se iba,
por lisas galerías de infalibles
arquitecturas de agua, tierra, fuego y aire,
como esta noche eterna, no sé adónde,
a la segura luz de unas estrellas;
así empezaba aquel comienzo sin fin,
gana matinal de mi alma
de salir, por su puerta, hacia su ijnoto centro…
¡Oh blancura primera, sólo y siempre
primera!
¡Marmórea realidad de la inconsciente
lumbre blanca!
¡Locura de blancura irrepetible!
…¡Blancura de esta noche, mar, de luna!

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Mar
Parece, mar, que luchas
_¡oh desorden sin fin, hierro incesante!_
por encontrarte o porque yo te encuentre.
¡Qué inmenso demostrarte,
en tu desnudez sola
_sin compañera... o sin compañero
según te diga el mar o la mar_, creando
el espectáculo completo
de nuestro mundo de hoy!
Estás, como en un parto,
dándote a luz _¡con qué fatiga!_
a ti mismo, ¡mar único!,
a ti mismo, a ti sólo y en tu misma
y sola plenitud de plenitudes,
... ¡por encontrarte o porque yo te encuentre!

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Luna sola

Cesó el clarín agudo, y la luna está triste.
Grandes nubes arrastran la nueva madrugada.
Ladra un perro alejándose, y todo lo que existe
se hunde en el abismo sin nombre de la nada.
La luna dorará un viejo camposanto...
Habrá un verdín con luna sobre una antigua almena...
En una fuente sola, será una luna en llanto...
Habrá una mar sin nadie, bajo una luna llena...

 

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Todas las rosas blancas de la luna caían,
por la ventana abierta, en el cuerpo desnudo...
Mirando aquellas carnes blandas que florecían,
hundido entre mis sueños, yo estaba absorto y mudo.

¡Oh su sexo con luna! ¡Esencia indefinible
de su sexo con luna! Hervían los blancores
de la carne, y el rostro, perdido en lo invisible
de la penumbra, lánguido, cerraba sus colores.

Era el enervamiento del dolor... Y cual una
rosa de treinta años, opulenta y desierta,
el cuerpo blanco se elevaba hacia la luna
frío, espectral, azul, como una pompa muerta...

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Para dar un alivio a estas penas,

que me parten la frente y el alma,

me he quedado mirando a la luna

a través de las finas acacias.

        En la luna hay algo que sufre,

entre un nimbo divino de plata:

hay algo que besa los ojos

y que seca, llorando, las lágrimas.

        Yo no sé lo que tiene la luna,

que acaricia, que duerme y que calma,

y que mira en silencio al rendido

con inmensas piedades de santa.

        Y esta noche que sufro y que pienso

libertar de esta carne a mi alma,

me he quedado mirando a la luna

a través de las finas acacias.

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Convalecencia

        Sólo tú me acompañas, sol amigo.

Como un perro de luz, lames mi lecho blanco;

y yo pierdo mi mano por tu pelo de oro,

caída de cansancio.

        ¡Qué de cosas que fueron

se van... más lejos todavía!

                                                Callo

y sonrío, igual que un niño,

dejándome lamer de ti, sol manso.

        ...De pronto, sol, te yergues,

fiel guardián de mi fracaso,

y, en una algarabía ardiente y loca,

ladras a los fantasmas vanos

que, mudas sombras, me amenazan

desde el desierto del ocaso.

 

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Cielo

Te tenía olvidado,
cielo, y no eras
más que un vago existir de luz,
visto _sin nombre_
por mis cansados ojos indolentes.
Y aparecías, entre las palabras
perezosas y desesperanzadas del viajero,
como en breves lagunas repetidas
de un paisaje de agua visto en sueños...
Hoy te he mirado lentamente,
y te has ido elevando hasta tu nombre.

 

 

 

 

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TRASCIELO DEL CIELO AZUL
¡Q
ué miedo el azul del cielo!
¡Negro!
¡Negro de día, en agosto!
¡Qué miedo!
¡Qué espanto en la siesta azul!
¡Negro!
¡Negro en las rosas y el río!
¡Qué miedo!
¡Negro, de día, en mí tierra
-¡negro!-
sobre las paredes blancas!
¡ Qué miedo!

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Álamo blanco

Arriba canta el pájaro
y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo,
se me abre el alma).
¡Entre dos melodías,
la columna de plata!
Hoja, pájaro, estrella;
baja flor, raíz, agua.
¡Entre dos conmociones,
la columna de plata!
(¡Y tú, tronco ideal,
entre mi alma y mi alma!)
Mece a la estrella el trino,
la onda a la flor baja.
(Abajo y arriba,
me tiembla el alma).

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Manos

¡Ay tus manos cargadas de rosas! Son más puras
tus manos que las rosas. Y entre las hojas blancas,
surgen lo mismo que pedazos de luceros,
que alas de mariposas albas, que sedas cándidas.

¿Se te cayeron de la luna? ¿Juguetearon
en una primavera celeste? ¿son del alma?
Tienen esplendor vago de lirios de otro mundo;
deslumbran lo que sueñan, refrescan lo que cantan.

Mi frente se serena, como un cielo de tarde,
cuando tú con tus manos entre sus nubes andas;
si las beso, la púrpura de brasa de mi boca
empalidece de su blancor de piedra de agua.

¡Tus manos entre sueños! Atraviesan, palomas
de fuego blanco, por mis pesadillas malas,
y, a la aurora me abren, como con luz de ti,
la claridad suave del oriente de plata.

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Juegos del anochecer

   Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la oscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...

   Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:

   -Mi pare tié un reló e plata.

   -Y er mío, un cabayo.

   -Y er mío, una ejcopeta.

   Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria. . .

   El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:

Yo soy laaa viudiiitaa

del Condeee de Oréé...

   ... ¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.

   -Vamos, Platero. . .

La miga

  Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera -el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento-; más que el médico y el cura de Palos, Platero.

  Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar,di, el Credo?

   No. Doña Domitila _de hábito de Padre Jesús de Nazareno, morado todo con el cordón amarillo,  igual que Reyes,  el besuguero_ te tendría a lo mejor dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos,  o te daría con su larga caña seca en las manos,  o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover. ..

       No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

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La Púa

   Entrando en la dehesa de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...

   _Pero, hombre, ¿qué te pasa?

   Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.

   Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalito de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.

   Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, el detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda...

El canario vuela

  Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre o de frío, o de que se lo comieran los gatos.

   Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto, en el pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la mañana también, sentados en la galería, absortos en los breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto a los rosales, jugando con una mariposa.

  A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio sol que declinaba. De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez alegre.

   ¡Qué alborozo en el jardín! Los niños saltaban, tocando las palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave. . .

 

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   Alegría

Platero juega con Diana, la belleza perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños…

Salta Diana ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar como la hierba en flor.

La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas, tirando con los dientes de la punta de las espaldañas de la carga. Con una clavellina o una margarita en la boca se pone frente a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una  mujer…

Entre los niños, platero es de juguete. ¡Con qué paciencia sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!

¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire oscuro de octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladreos y de campaniñas…

PLATERO Y YO

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La niña

    La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: “Sabe hablar algunas palabras en español. Quizá alguien español la quiera”.
     La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
     —¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver?
     La niña miraba al suelo.
     —¿Ser nice? —Y todos se reían—. Me custa el socolate. —Y todos se burlaban.
     La niña cayó enferma. “No tiene nada”, decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando, la niña se sintió morir. Y dijo:
     —Me muero. ¿Está bien dicho?
    Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español.

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                                                                       EL RECTO
    
Tenía la heroica manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos. Su vida era un sufrimiento acerbo y una espantosa pérdida. Iba detrás de familiares y criados, ordenando paciente e impacientemente lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.
      Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos con voz débil que le pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros, las cajas de las medicinas.
      Y cuando murió y lo enterraron, el enterrador le dejó torcida la caja de la tumba para siempre.

TEXTOS SOBRE MADRID

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LA PUERTA DE ALCALÁ

   

 

Allá, en lo alto de la calle de Alcalá, en un fondo vago de anochecer de oriente, en que la luna que se anunció tras ella mezcla su oro con las últimas rosas del día, que muere tras la Puerta del Sol, la puerta magna se ve aún, bella y sola, vagamente gris con la fronda del Retiro, oscura, encima…

         _Mis sueños han tenido cien veces esta vista prodigiosa, y la arboleda de detrás, en las metamorfosis del sueño, era ya pinar de Moguer, palmeras de Sevilla, castaños de Burdeos…, de Filadelfia, pero la puerta era siempre la misma, única y perfecta…

LOS UNIVERSALES

         Aquí, bajo esta palma dorada del Retiro, cuyas estranjeras hojas dulces acaricia la luz, el alma del agua está temblando. Junto a este olmo forastero que gotea al sol del agua del surtidor plateado, veo pasar esta tarde, en largas hileras, las sombras de los universales españoles, tristes y pensativos.

         Son todos los que no se contentaron con el solar y la raza, los que no creían que fuera lo varonil el jesto brusco español y el denuesto colorado, los execrados por hablar con voz de todas partes, los ridiculizados por sentir las cosas que en España se siguen considerando como cosas de mujeres o de poetas…clásicos: la flor, el pájaro, el niño, la mujer delgada, en entretiempo, lo delicado en suma.

         Pasan, pasan bastantes y qué poco oídos. Son como el pájaro alto en el cielo abierto sobre el hueco cerrado, cobre el asno trabado, sobre el caimo con fin: Son los verdaderos españoles amigos de la vida, del hombre, de la eternidad.

Nunca he visto tristeza más hermosa que la del Retiro aquella tarde.

Entre el ramaje claro, de un verde casi amarillento, los pinos negros se veían aunque no se mirasen, y producían impresión, no de cosas, sino de sombras que fuesen llegando. He oído llorar a un árbol; en el tronco tenía voz fiera, y en las ramas alta voz de niño. También oí cantar al aire en la hojarasca.

UN BANCO DEL RETIRO

 

 

Este banco viejo llovido y soleado es de todos, pero cada uno lo coje de manera distinta.

         Esa muchacha llega a él sofocada y corriendo y se sienta en el respaldo. El señor contoneado y despótico se sienta en medio y mira de mal humor al sol que está en un estremo. Esa señora no se sienta porque tiene arena. Esa muchacha se sienta en la mitad y deja la otra a su ensueño. Ese viejecito tímido se sienta en una esquinita y aun así pidiendo permiso al resto.

         A cada uno le da lo que pide este banco justo del jardín.

LA CIBELES DE NOCHE

         Blanca con la luz de la calle de Alcalá en los ojos ciegos, se destaca sobre el terciopelo morado del cielo del anochecer. Los leones acaban de salir del agua, mojados, fríos, verdes. Los arbolitos de los surtidores la aíslan en un frondoso jardín musical de plata, gracia y oro, que corta la esencia de las acacias ya en flor.

NEPTUNO

Rosa la musculosa desnudez de piedra gris. Medicis de piedra camina a ras de adoquines, lento, como una tortuga, sin poder subir la cuesta de la Carrera. Los caballos se echan a tierra. Y él, con un jesto denodado, sigue imperando.

El sol le pone la sombra movible del chorro de agua sobre el corazón y parece que se le anima el pecho. Neptuno vive, en su desnudez, una vida más fuerte que la de los huéspedes del Palace.

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TEORÍA POÉTICA

RIMAS

                  Mi libro Rimas lo traje yo, casi todo, de Burdeos.  En el Sanatorio escribí poco más. Me lo copiaron J.P. y E.R. Yo entonces no correjía nada. Todo se imprimió tal como fue escrito de primera intención.

         Rimas fue un libro de descenso. El afán de ser natural y sencillo, como yo lo entendía entonces, después del “modernismo” de Nínfeas. Hay evidentes recuerdos de Bécquer, de Rosalía de Castro y de José J.  Herrero, traductor de Kalidasa y de Heine, y un afán de encontrar el romance y el endecasílabo españoles, que habían de ser siempre la base de toda mi métrica y de mi prosa.

      La melancolía de aquellos días, en que la muerte de mi padre me había sacado bruscamente del mundo de ensueño en el que siempre había vivido, la separación brusca de lo mío y mi falta de voluntad de acomodación a lo nuevo, influyó también, sin duda, en el retorno a la sencillez. Yo necesitaba dejar correr mi pena, fácil y largamente, sin más belleza que la del hilo del llanto interior iluminado por el espíritu de poniente.

         Rompí mucho de Nínfeas, que no se acomodaba a mi visión de entonces _ese vicio lo he tenido siempre_ y que luego reconstruí, en parte, de memoria y lo incorporé a Rimas, cuyo primer título fue Paisajes del corazón.

ARIAS TRISTES

         Durante varios meses no pude acostumbrarme a la aridez  circundante, empapado como venía de Francia de verdor, humedad, dulzura, sensualidad. Mi sensibilidad de entonces no cojía aquello, barojiano, unamunesco.

         Vino la primavera _¿en 1902?_ y todo empezó a variar. El sol y la luna ya llegaban a mí a través de otras cosas más gratas. Mi reconciliación con Madrid empezó por las noches. Bajando al jardín o atisbando por las ventanas _al sur y al mediodía y al poniente del salón de mi cuarto, de algunos cuartos deshabitados, de las escaleras_, empezaron a brotar mis “Nocturnos” en el romance exclusivo que había aparecido en mí en Burdeos, una mañana de mayo:

El alegre mes de mayo

ha nacido esta mañana;

por los valles florecientes,

¡qué hermosa habrá sido el alba!

 

El cielo manda un rayo

de su sol a mi ventana,

y el dulce rayo de sol

quiere secarme las lágrimas.

 

Mes de mayo, ¿por qué llegas

a acariciar a mi alma;

si sabes que para siempre

lleva dentro la nevada.

                  Versos que en el verano adquirieron su plenitud. Luego, las “Arias otoñales” y los “Recuerdos sentimentales” vinieron con la reconciliación traída por la primavera.

EL GUSTO DE LA POESÍA

           Música, belleza consciente.

         Me dicen estos y aquellos, movidas sombras de otros yoes en mí mismo:

         _¿A qué ese afán, esa insistencia, ese dinámico éstasis en tu obra? Desde los 40 años (tienes ya 43 y pico en este 1925) la vida jira deprisa por su órbita y, en su jiro vertiginoso, el maravilloso prisma coje, aquí y allá, inesperadamente, en alguna faceta, la luz negra de la anchurosa nada. El verdor, la desnudez, el agua inconciente, te esperan, no una hora, todo el día, toda la noche; y de ellos es de donde debieras ir cayendo, blandamente, como por una suave ladera, al pozo oscuro de lo feo definitivo.

         Todo ese papel, tan hermosamente escrito, impreso, se ha de manchar, borrar, deshacer, ir en el viento. ¿Qué te importa estar en la frente de los otros, el pecho de la otras, otras y otros que harán de ti, sin ti, lo que quieran?  ¡Valiente billetito falso ese de la gloria! No te importe más que el platillo invisible de la balanza en cuyo platillo evidente hayas cojido la vida total, sea el platillo de la vida inmarcesible.

         Les respondo, me respondo, con la deliciosa canción del persa Abú Said :

“_Le pregunté a mi amada:

¿Para qué te embelleces tanto?

_Para gustarme a mí misma _me contestó_.

Porque hay instantes en que soy,

a la vez, el espejo, la mirada y la belleza;

instantes en que me siento,

a la vez, el amor, el amante y la  amada".

 

 

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Y ESA ES

        

Cosas que no tenían importancia cuando las hicimos en los días corrientes, vuelven a nosotros en los días aciagos con una belleza arrobadora y limpia.

         Aquel jugar a la pelota con aquel elástico y bellos perro blanco, rosa y negro en la fachada fresca de la casa, aquella tarde de primavera; aquel sacar la punta a aquella olorosa, jugosa vara de fresno, en aquel descanso sofocado, junto a aquel dulce río; aquel subir a la azotea aquella noche con la inédita recién llegada a ver el mar; aquel sonreír a aquel pájaro que cantaba viéndonos desde su verde rama.

         Y esa es la poesía, más que el suceso extraordinario, hundido, olvidado por su peso en el aguaje de los días, sepultado en la playa ignota bajo arena y alga, como un taco inútil de naufragio.   

 

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