HECHOS

Antonio Martínez Menchén

HECHOS

Los hechos y las palabras

Musicalia

Un novelista de segunda

Ya nadie canta a Cuba

Guillermo

Orfeo

Piedra muerta

Aniversario

Ese pájaro melancólico y sarcástico

Gente de los cincuenta

La musa soez

El flamenco hoy

Lejano Dostoievski

Mi Joyce de los cincuenta

Carta de un letrado carcamal a su ahijado

El realismo, frustración o sueño

 

Los hechos y las palabras

       Mediaba noviembre de 1841 cuando Francisco Renato de Chateaubriand _nacido en noble cuna por la gracia de Dios_, redactó la Introducción con que finalizaba unas Memorias llamadas, de acuerdo con su deseo de publicarlas tras su muerte, Memorias de Ultratumba. En ellas el escritor aristócrata narra "el curso entero de su vida". Dada su eminencia, tal curso permite que desfilen ante el lector los hechos y personajes más relevantes del largo periodo comprendido entre la caída del antiguo régimen y la revolución que pondrá fin al reinado de Luis Felipe de Orleans.

      Mas a pesar de su relevancia no serán esos hechos y personajes sino el deslumbrante estilo, la mágica prosa con que son narrados, lo que harán estas Memorias perdurables. Polvo tan solo ya Marat y Robespierre, Fouché y Tayllerand , Luis XVIII y Luis Felipe de Orleans ; polvo tan solo ya todo aquello que el escritor ama u odia, alaba o vitupera; tan solo ya un puñado de polvo en el islote del Gran Bé, frente al amplio mar, tal como deseó, Francisco Renato de Chateaubriand _nacido en noble cuna por la gracia de Dios_ todavía hoy, siglo y medio después de su muerte, esa prosa precisa y musical, fulgurante al par que melancólica, continúa gloriosamente viva hechizando al lector y salvando las Memorias del olvido.

Nada nos importan sus ideas, ciertamente superadas (¿quién, salvo algún necio incurable, se declara hoy legitimista ? ; ¿quién puede hoy creer que un sistema que privilegia a una clase sin otros méritos que el de su apellido, sea el reflejo del orden divino universal?) ; nada puede importarnos incluso que, a causa de esas ideas , el buen vizconde altere o manipule determinados acontecimientos . Si non vero , e ben trovato . Es esto, la belleza en el decir, lo único que cuenta , lo único que al final permanece y perdura .

      Al menos, para nosotros. Pero debemos preguntarnos: ¿también era así para sus contemporáneos? ¿También era así para aquellos de nuestros compatriotas que vieron frustrados sus sueños de libertad, sus ansias de una vida mejor, de una patria más digna, por la intervención de aquellos Cien mil Hijos de San Luis, intervención propiciada por el escritor y de la que se muestra tan orgulloso en sus magistrales memorias? ¿Solo contaba la belleza de su estilo, la galanura de su prosa, su genio literario para aquellos españoles que sufrieron por su culpa el destierro, la prisión o la muerte? ¿No sería al contrario? ¿No sería que para ellos lo importante, lo realmente importante era lo que el Vizconde pensaba y opinaba y los hechos consecuencia de aquellas ideas y aquellas opiniones; y lo otro, la elegancia de su prosa, la galanura de su estilo, su genio literario, tan solo música celestial?

      Puede que, como hoy tantos y tantos dogmatizan y postulan, una obra literaria sea solo un estilo: pero un autor es ante todo un hombre. Y como tal hombre que convive e interactúa con los otros hombres sus opiniones, sus pensamientos, sus ideas, creencias y actos tienen una repercusión social. Y en cuanto estas ideas y opiniones siempre encuentran reflejo en su obra _aunque sea un reflejo pasivo o por omisión_ es obvio que, al  menos sus contemporáneos, le juzguen sopesando las mismas.

      Juicio más obligado cuando, como en el caso de nuestro vizconde, el literato se dobla en político. ¿Cómo pueden invocarse los aciertos de una de sus actividades para paliar los errores de la otra? La única relación que cabe exigir, es la de la coherencia. Coherencia que, al menos se daba en Chateaubriand _tal su obra, tal su vida_ pero que falta en aquellos que utilizan aparentemente sus ficciones para fustigar la injusticia y luego ponen su persona al servicio de los banqueros.

Pero aun cuando el escritor no actúe directamente en la vida pública, su obra siempre tendrá, como antes señalé, una repercusión en ella. Y esta repercusión, que será tanto mayor cuanto lo sea su prestigio, siempre harán de él un hombre público. Y como tal su obra_ y empleo conscientemente la palabra, aún a sabiendas de su actual descrédito _ , será una obra comprometida.

      Por mucho que los críticos a la violeta se lleven las manos a la cabeza, esto es así. Para el contemporáneo, no existe la obra pura. No hay coartada formalista que libre a una obra actual de ser juzgada también en función de su ideología. No hay patente de corso fundamentada en la pretendida perfección literaria, _y más cuando esa patente la otorga un crítico coetáneo casi siempre errado como machaconamente nos demuestra la historia_. No hay prosa por magistral que sea que sirva para justificar , desde el prisma de quienes lo sufrieron , la ignominia de los Cien mil Hijos de San Luis.

      Tengamos pues en cuenta sus ideas para juzgar al escritor vivo. Tras su muerte, si es un genio, siempre habrá una posteridad que, ya olvidadas aquellas ,  le ceñirá la inmortal corona.

 

ir al índice

Musicalia

       A mitad de los años cincuenta yo trabajaba en una fábrica de vidrio situada en Gerresheim, localidad donde Oscar, el del tambor, encontró cierto dedo cortado. La fábrica era más bien siniestra y quienes estaban en ella, con independencia de algunos despistados estudiantes españoles que caímos por allí buscando sabe Dios qué, no podían considerarse como la flor y nata de la intelectualidad germana. De ahí mi asombro cuando un día escuché cómo mi compañero de cadena amenizaba su monótona labor de empaquetar botellas, silbando nada menos que el "Porgi amor" de Las bodas de Fígaro.

      Düsseldorf, como muchas otras ciudades alemanas, tiene un Teatro de Opera con su propia compañía donde la gente acude como se acude al cine y más o menos, por el mismo precio. En cualquier representación, hallándome ubicado en las localidades altas, una bella vecinita con vaqueros me alargaba amablemente sus prismáticos para que distinguiera mejor a los intérpretes mientras ella seguía la partitura. Podía tratarse de una estudiante de música, pero también de una alumna de bachillerato, de una secretaria o, incluso, de la dependienta de unos grandes almacenes. Todo es posible en un país donde un obrero silba un aria de Mozart.

      En Alemania la música clásica, a nivel de popularidad masiva, va unida al nombre de Karajan. En España su lugar lo ocupa ese pintoresco personaje que anunciaba en televisión cierto aceite de automóvil. ¿Qué nos ocurre? ¿Es que aquí nacemos con el oído atrofiado , o que nadie se ha preocupado de educárnoslo ?

      Ciertamente no va a ser el señor Luis Cobos quien nos lo eduque, pero me temo que tampoco la Administración está por la tarea. En la enseñanza del BUP hay una asignatura relacionada con la música. Por supuesto, _ y parto de lo que estudiaban mis propios hijos _ tal enseñanza es absolutamente libresca y consiste en embotellarse una Historia de la Música. Es así como unos muchachos que, en el noventa y pico por ciento de los casos, no han visto en su casa un solo disco de música clásica, tienen que aprenderse como mejor puedan un tema que trata de "la influencia de los polifonistas flamencos en los polifonistas italianos ". Naturalmente el profesor o profesora de turno se quejará tras los exámenes con sus colegas de las otras asignaturas del " bajísimo nivel ". A mí, la verdad, me gustaría conocer "el nivel" del profesorado español si les preguntaran a todos _salvo a los de música _ quién era, por ejemplo, Orlando de Lasso. Pero no importa. Ellos continuarán con sus jeremiadas del bajo nivel confundiendo la velocidad con el tocino o en otras palabras, procurando, en lugar de que los chavales se interesen y amen las respectivas disciplinas, hacer de todos ellos profesores de esas mismas disciplinas en un esfuerzo ciertamente meritorio de perpetuarse como casta.

      Consecuencia de todo esto es que nuestros muchachos se aprenderán mejor o peor una serie de nombres y conceptos más o menos claros y coherentes que, una vez vomitados en el examen, olvidarán en su totalidad. En contraposición, la indiferencia que sentían antes de sus estudios por la música clásica, se habrá transformado en profundo odio. Misión cumplida.

      Pese a todo siempre hay chicos que por ambiente familiar o condiciones innatas aman la música, y la aman hasta el grado de querer practicarla. No es que deseen ser músicos profesionales, sino tan solo poder tocar el piano, el violín o la flauta. Como único camino para ello deberán matricularse en el Conservatorio, someterse a exámenes rigurosos pensados en principio para aspirantes a músicos profesionales, apilarse en aulas sobresaturadas y, en resumen, salvar una serie de obstáculos que transforman en tortura lo que en principio iba a tener un carácter eminentemente lúdico.

      ¿Y qué decir de quienes _¡oh milagro!_ desean seguir la profesión de músico? Pues que mezclados con los meros aficionados, recibirán una educación tan masificada como insuficiente para, al final de su carrera, ante una casi total falta de oferta de trabajo, lucir sus habilidades interpretando a Schubert o Vivaldi en los pasillos del metro.

      Tal es el panorama. Añadamos que en tres o cuatro ciudades hay temporada de ópera a la que acuden esos principales que no se pierden ningún acto social, así como conciertos con abonados que asisten a los mismos un par de veces por temporada; que las distintas cadenas de televisión, escudándose en el dato cierto de la baja audiencia, ignoran la música clásica o la relegan a horarios imposibles; y que si existe un fenómeno como el de Radio 2 con su buen número de oyentes es porque, como decía el Guerra, a pesar de todo siempre "hay gente pa to".

      Así pues paciencia, y dejemos que el señor del anuncio del lubricante continúe desempeñando entre nosotros el papel que en otros lugares más felices desempeña Von Karajan.

 

ir al índice

Un novelista de segunda

       Cuando se estrenó la película Greystoke, en varías críticas se hacía referencia al autor de la novela original como un novelista de segunda categoría.

      En efecto, Burroughs es un novelista de segunda categoría, ya que por supuesto su nombre no figura en ninguna Historia de la Literatura, ni tan siquiera en el Bompianí. Y aquí somos muy aficionados a este tipo de catalogaciones. Díganselo si no a esos inefables varones que realizaron los planes de estudio de Lengua y Literatura que padece nuestra sufrida juventud, y a los profesores de Literatura que celosamente aplican estos inefables planes. Ellos solo tratan autores de primera y aun de primerísima. De ahí que un chaval de quince años deba leer algo tan adecuado a su edad y formación como El libro del buen amor, y después hacer el consabido comentario de texto de acuerdo al conocido catecismo de estructura externa, estructura interna y demás paridas más o menos estructurales. El resultado es bien conocido. El joven que pasa por esa prueba ya no volverá a leer ni un solo autor de primera, de segunda, ni de tercera. Por no leer, no leerá ni el periódico. Aunque posiblemente ese era el fruto que perseguían nuestras autoridades pedagógicas cuando confeccionaron el plan.

      Pero dejemos a un lado estas digresiones educativas y ciñámonos a ese novelista de segunda que es Burroughs. En Algo sobre mí mismo escribe Rudyard Kipling. "Y, si podéis, soportar serenamente a los imitadores. Mis Libros de las Tierras Vírgenes engendraron tal cantidad que podrían formarse con ellos verdaderos parques zoológicos. Pero el genio de los genios fue uno que escribió una serie titulada Tarzán de los Monos. Lo leí, mas lamento no haberlo visto en película donde brama con el mayor éxito. Adaptó al jazz el tema de los Libros de las Tierras Vírgenes y supongo que se divirtió de veras".

Por supuesto Kipling era un novelista de primera, de ahí el tono despectivo con que habla de este autor de segunda. Pero en este tono puede adivinarse también un poquito de envidia. Y es que Kipling seguramente intuía que Tarzán iba a eclipsar a Mowgli. Y eso iba a ocurrir porque como agudamente señaló_ aunque seguramente en ello no había alabanza, sino menosprecio_ Burroughs adaptó el tema al jazz; es decir, supo incorporar al mito del buen salvaje los sueños del siglo XX.

Nadie puede negar a este novelista de segunda dos importantes cualidades de todo buen novelista: imaginación y oficio. La imaginación se hace palpable no solo en la serie de Tarzán, sino en las hoy olvidadas series que transcurren en Marte, Venus y el centro de la tierra. En cuanto al oficio es indudable el dominio de la técnica de la novela de aventuras en sus más variadas circunstancias. Así Tarzán de los monos comienza como una novela de amotinados, continúa con el tema de Robinsón y termina como una típica novela africana. Indudablemente Burroughs, que jamás pisó África, había realizado largos y fructíferos viajes por los países aún más exóticos y lejanos de los libros de viajes y aventuras.

      Esta es la gran ventaja de Tarzán. Su selva no es una selva sacada de la realidad, sino de la ficción. El África de Tarzán es el África que, nunca existió. Por eso es magnífica. Y lo mismo ocurre con sus fieras. Sus soberbios leones no deben nada a ese triste rey de la selva _un chulo gandul_ que nos muestran los documentales, sino al feroz animal que nos describe Gerard,   gran cazador y por tanto mayúsculo embustero. ¿Y qué decir de sus grandes simios?. La Chita cinematográfica es un insulto para estos maravillosos animales que son algo más que el eslabón perdido. Y también los simios de Greystoke quedan muy lejos del original, ya que este film, tras su aparente fidelidad a la novela original, es un intento de desmitificarla y su Tarzán resulta más próximo que a nuestro héroe al patético niño de Aveyron que Truffaut nos mostró desde la óptica racionalista de Jean Itard.

      No. Tarzán no es un salvaje balbuciente ni un ser desgarrado entre civilización y barbarie. Tarzán es un lord inglés y un rey de la selva. Ambas cosas se complementan. Es más, si Tarzán no hubiera pertenecido a tan superior estirpe, no habría llegado a ser Tarzán. Como en los héroes griegos, su grandeza está en su linaje.

      Ya en Narrativa infantil y cambio social señalé lo que el libro de Burroughs tiene de elitista, racista e imperialista; en otras palabras, lo que tiene de reaccionario. Pero precisamente este reaccionarismo es lo que posibilita su mitificación. Los héroes progresistas raramente se convierten en mitos. La aceptación masiva que hace posible la mitificación presupone una comunidad de valores entre este héroe y la masa. Y ese hombre medio que identificó a Tarzán con sus más profundos sueños tiene unos valores claramente reaccionarios.

      Tarzán nace en el momento en que la sociedad urbana comienza a sentirse ahogada por la estrechez de su propia vida cotidiana. En el siglo XVIII, el siglo en que se inicia la literatura de viajes y aventuras, estos viajes y aventuras formaban parte de la realidad. El siglo XX ve en estas aventuras un escape onírico a su prosaica cotidianidad. De ahí que un libro cuya base no es la realidad, sino la imitación de la ficción sea el más propicio para llegar a convertirse en un mito.

      Tarzán fue inmediatamente aceptado por las artes más representativas de la masa media, el cine y el cómic. Curiosamente mientras el cómic insistía en los aspectos más imaginativos de la novela de Burroughs, el cine rebajaba el mito al nivel del hombre medio americano. La serie de mayor éxito, la de Weismuller, degradó a Tarzán a la condición de americano medio en vacaciones, con su segunda residencia donde practica el bricolage que le proporciona el indispensable confort, su piscina, su perro_ Chita_, su mujercita ama de su casa y dominante y su quijotismo de vía estrecha. Una perfecta identificación que aseguraba la mitificación del héroe por ese camino tan yanqui de rebajar su estatura, porque en América "hasta los millonarios y los presidentes, después de todo, son como nosotros".

      Pero el escapismo que ofrece Burroughs era mucho más noble. Su vuelta a la Naturaleza era la vuelta a una Naturaleza virgen y soberbia, a una Naturaleza aún no domesticada ni degradada. En la selva lord Greystoke, que no era un memo balbuciente sino un educado caballero inglés, seguía comiendo gusanos y carne cruda de las piezas que mataba con sus propias manos. El sueño, en este novelista de segunda, aún tenía, dentro de su aceptación de la ética burguesa, unos visos de dignidad.

     Yo, la verdad, en mí niñez comulgué con ese sueño. Con ése y con los de otros novelistas tan de segunda como Burroughs. Gracias a sus lecturas pasé a leer a los de primera cuando tuve la edad adecuada y, en buena parte, estos novelistas de segunda me ayudaron a escribir.

      Al parecer un conjunto de sabios están preparando una nueva reforma del currículum de nuestros estudiantes. A los científicos de la literatura yo les brindaría la experiencia de este modesto escritor con los novelistas de segunda. No creo que me hagan mucho caso. Seguramente ellos persiguen otros objetivos que los de aficionar a los jóvenes a leer y escribir. Aunque si el estudio de la literatura no sirve para eso, señores sabios y profesores ¿para qué sirve?

 

ir al índice

Ya nadie canta a Cuba

       A principios de los años sesenta había una tertulia en el café Pelayo a la que concurría la flor y nata de lo que por entonces se denominaba “literatura social”. Años mas tarde se motejó como “literatura de la berza”. Aunque los venecianos y benetianos de hogaño puedan sonreír, la tal berza gozaba de un gran prestigio y  un poeta como López Pacheco vería musicados sus versos por todo un Luigi Nono. Pues bien, cierto día alguien, ya no recuerdo quién, solicitó de los contertulios que hicieran una poesía en loor de la Cuba castrista; el encargo ya había llegado a la escuela de Barcelona y la intención era formar una antología donde los poetas españoles expresaran su apoyo al régimen de Fidel.

      Aquel apoyo tenía su motivación. Un presidente norteamericano que pasaría a la Historia como espejo de demócratas y cuyo asesinato ocasionó toneladas de prosa hagiográfica; un presidente que, amén de su posible implicación en la muerte de un mito del cine, inició la guerra del Vietnam y puso al mundo al borde de la destrucción atómica, tuvo la brillante idea de invadir la isla caribeña propiciando un desembarco en una bahía que, por caprichos del azar, llevaba el apropiado nombre de "Bahía de los cochinos". Era una respuesta a esta invasión y el consiguiente homenaje a los entonces héroes de Sierra Maestra, lo que motivaba y justificaba la Antología.

      El libro se publicó _tampoco recuerdo por quién y dónde_ con el título de "España canta a Cuba". Por supuesto la España oficial estaba muy lejos de cantarla, pero sí había una parte de España _aquella precisamente que el régimen tildaba de Anti-España– que más allá de la gastada retórica de "la madre patria", alzaba su voz de simpatía y admiración a la isla y sus gobernantes. Y era así como la condena de la España Política tenía su contrapeso en el loor de la España Poética.

      Casi treinta años después, los políticos siguen condenando a Cuba con el mismo vigor y rigor que la condenaban entonces. La diferencia está en que ahora también la condenan los poetas. Ya nadie canta a Cuba. Basta un vistazo a los periódicos para convencerse de la unánime ansiedad con que todos esperan la caída del último hombre abominable de la tierra.

       Ya nadie canta a Cuba...¿Qué se hizo de los cantores de antaño ? Unos no pueden ya cantar a Cuba ni a nadie, por la sencilla razón de que están muertos. Otros no lo están, pero para el caso como si lo estuvieran: vegetan en la inopia y el olvido, a veces mal paliado por la limosna de una ayudita oficial . Otros _cuánto sorprenderían sus nombres_ abjuraron de los juveniles errores, y ahora atacan lo que antes cantaron con la virulencia del converso. Otros, arrastrados por el remolino de los últimos acontecimientos históricos, se hundieron en el subsuelo avergonzados de su propia vergüenza. Finalmente puede que aún queden algunos contumaces dispuestos a cantar, pero ¿dónde? Venga, véngales usted a los pijolindos que hoy mangonean nuestro mundo editorial con tales cánticos , y verá dónde le mandan...

      Hubo un tiempo en que la izquierda, a cambio de la persecución y la cárcel, gozaba de la estimación y el orgullo. Hoy goza de libertad, pero ha perdido su orgullo y por no tener, no tiene ya ni nombre. Porque ¿qué nombre se dará a lo que antes llamábamos izquierda, cuando ahora se llama izquierda lo que tal se llama? Así que , por llamarla algo , la llamaremos nadie.

      Pues a nadie ha sido reducida. Puede que todo empezara con el estallido de aquel sonoro cuesco que fue el mayo francés. De allí salieron cacareando aquellos pollitos de la derecha que fueron los nuevos filósofos, acallando con su algarabía toda oposición y adueñándose del gallinero. A éstos siguieron legión. La izquierda, acoquinada, les cedió el terreno y ahora campean como dueños del cotarro. Y en los ratos que no ladran a la luna, se ejercitan en lancear al morito muerto.

      Afortunadamente pronto callarán, por lo menos en cuanto a Cuba se refiere. Porque cuando caiga el abominable, la isla dejará de ser noticia. Dejará de ser noticia en cuanto vuelva a ser lo de antes:  un casino y un burdel, y se reintegre a su natural entorno, el de sus vecinos Haití y Centroamérica, del que nunca debió salir.

      Porque allí nunca pasa nada. Asesinan a doscientos campesinos y, en lugar de esas primeras páginas que dedican todos los periódicos a media docena de refugiados en una embajada, aparecen tres líneas perdidas en una página central. Matan a unos cuantos jesuitas, a unos cuantos curas obreros y, aunque sean españoles, la prensa pasa sobre ello de puntillas, porque, ¿cómo va a tener eso el mismo preferente tratamiento que se da a los groseros insultos proferidos contra nuestro ministro del exterior? Sí, cuando Castro caiga, y parece estar al caer, Cuba volverá a lo de antes y nadie la vituperará pues ya no merecerá la pena el vituperio. Habrá vuelto a ser, como sus vecinos, un pueblo sin historia. Y ya se sabe , un pueblo sin historia es un pueblo feliz.

ir al índice

Guillermo

      La campiña es verde y ondulada, dividida por los setos en pequeños rectángulos. Un soto nos indica la presencia del riachuelo y, allá lejos, una mancha de un verde más oscuro la de un pequeño bosque. Era allí donde él iba con su perro en busca de ese conejo que nunca cazaba. Su casa puede que sea esta casita con jardín y cobertizo, y su padre ese señor que está leyendo el periódico. Me gustaría preguntar a ese chico que ahora cruza junto a mí montado en su bicicleta si éste es el pueblo de Guillermo Brown. Seguro que me diría que sí, pues no hay en Inglaterra un solo pueblo donde no viva un Guillermo Brown. Pero también seguro que ese Guillermo no es el que yo busco.

      Cierta vez convirtió, en honor de una joven americana entristecida por abandonar Inglaterra sin conocer la patria del bardo, su pueblo en Stratford,, su  río en el Avon, su vieja enemiga, la gruñona señora, que les arrojaba del jardín, en la no menos gruñona Anna Hathaway, y a él mismo en Guillermo Shakespeare, _aunque claro, solo un descendiente suyo, como aclaró de mala gana ante el gesto de asombro de la dama_. También yo hubiera querido que ese chico de la bicicleta hubiera transformado su pueblo en el pueblo de Guillermo, y me hubiera presentado a los proscritos, convertido él mismo, en burla de las leyes del tiempo, en Guillermo Brown. Pero el chico continúa pedaleando sin apiadarse de mi angustia y me deja allí solo. Solo con el pesar de no saber si cualquiera de esos pueblos_ que muy bien pudieran serlo_es el pueblo de Guillermo; con el pesar de abandonar Inglaterra sin ver el auténtico pueblo de Guillermo; con el pesar de no haber encontrado a aquel niño que alegró la triste infancia de los niños de mi generación y al que ahora le han levantado una estatua.

ir al índice

 Orfeo

        Mientras, a lo largo de nuestra piel de toro, actores y celebrantes de la movida de este tórrido verano se retuercen y agitan a golpes de decibelio como anguilas sobre una placa al rojo, yo evoco la movida de un tiempo que se fue.

      Dorados palcos del teatro rococó, blancas pelucas y casacas de seda, damas cubiertas de polvos de arroz sin ropa interior bajo el miriñaque que dificulte las proezas de un contorsionista Casanova. Ya acabó la obertura y en el escenario, ante un telón con pintados mirtos y cipreses el coro entona el tétrico y solemne "Ah, se entorno a quest'urna funesta". "¡Euridice, Euridice!", clama el capón de voz angélica, una voz que inútilmente nuestras mejores mezzos y contraltos intentarán emular. Se han apagado los susurros placenteros, los arrullos de las lánguidas y lúbricas palomas ocultas en el recoleto nido de los palcos. El olor del aceite que se quema en las lámparas, acentúa la impresión funeraria del llanto coral."¡Amici, quel lamento / aggrava il mio dolore!".La queja del divino castrado ha llegado como un estilete de belleza hasta el corazón de la damita, arrancándole una indiscreta lágrima que abre un leve surco en la empolvada mejilla.   Cortésmente le alarga un pañuelo de encaje su galán, mientras piensa que es hermosa , pero demasiado triste , esta melodía que ha compuesto el caballero Gluck. Poco después, tras amansar con su voz inigualable a las furias, Orfeo _el castrato Gaetano Guadagni_ traspasará las puertas infernales para encontrarse con su dulce amada.

      En este tórrido verano, mientras los celebrantes y actores de la movida se agitan al son de las guitarras eléctricas bajo la luz sicodélica de los focos, yo evoco las fiestas pasadas y me pregunto si algún  Orfeo podrá devolvernos a los muertos dioses.

ir al índice

Piedra muerta

       Como un gigantesco cetáceo varado hace mucho tiempo en una playa olvidada, sobre el verde jugoso de la campiña, al fondo el verde sombrío del bosque, Fountains Abbey levanta su enorme esqueleto de piedra. La iglesia, el claustro el refectorio, la cocina y las celdas nos muestran el esplendor de su desnudez.

      La estructura ósea propia del gótico, ese arte de nervaduras  y arbotantes, aparece aquí en todo su vigor. El tiempo y la guerra borraron lo efímero y ahora solo queda lo esencial. Y ésta desnuda esencia es lo que nos arrastra hacia aquel pensamiento que sustentaba el credo que erigió la abadía, el credo de aquellos hombres que a lo largo de generaciones moraron en ella: el pensamiento de la suprema verdad de la Muerte.

      Este pensamiento surge cada vez que nos tropezamos con esas ruinas fantasmales que pueblan la dulce campiña inglesa. De todas ellas, la más melancólica es la de Whitby. Desde la altura en que se alza se divisan las abigarradas casitas del puerto, los pesqueros anclados en el estuario y la playa que se abre a un mar del Norte que, en esta tarde despejada , luce un azul mediterráneo. Las ruinas de la abadía se elevan sobre una hierba rala, de un verde desvaído. A sus pies hay un cementerio romántico. Uno pasea entre aquellas viejas tumbas del pasado siglo, leyendo distraídamente algunas inscripciones y dejando perderse la mirada en la mar inmensa. Después, vuelve los ojos a la abadía. La piedra, de una apariencia porosa, evoca a un hueso descalcificado. Y la impresión de muerte se acentúa. No solo muere el hombre, el edificio; también muere la piedra.

      Piedra muerta. Entremos en la catedral. Puede ser York, o Ripon, o Durham. Allá, en la penumbra de la capilla, las estatuas yacentes del caballero normando y su fiel esposa. Conocemos los símbolos: el león del honor y el perro de la fidelidad. Conocemos los símbolos, mas las figuras del león y el perro han sido identificadas por el tiempo.

      En la cripta, bajo la planta de la catedral gótica, están los restos de la catedral normanda y bajo ésta los del templo romano. Piedra sobre piedra. También en el sarcófago, bajo las estatuas yacentes, hay otros restos. Un puñado de polvo es todo lo que queda del noble caballero, que acaso batalló en Tierra Santa o en la Guerra de los Cien años, y de su fiel esposa. Sobre sus restos se esculpieron aquellas figuras de piedra, triunfantes de la muerte. Contemplo la cara del caballero y de la dama. El tiempo ha roído sus rasgos y ahora son los rostros de dos cadáveres los que podemos contemplar. Ocho o nueve siglos después de que muriesen la dama y el caballero, también han muerto las imágenes que representaban su sueño de triunfar sobre la muerte.

      Piedra muerta. En el British Museum la piedra muerta tiene su supremo santuario. Uno puede perdonar que el tiempo haya limado las estelas en las que Asurnarsipal y Senaquerib pretendieron perpetuar sus sangrientas hazañas, pero ¿cómo consolarse de sus estragos en aquellas dos de las maravillas de nuestros sueños infantiles, el Sepulcro de Mausolo y el templo de Artemisa en Éfeso? La sala del Partenón es la apoteosis de la Belleza en ruinas, la concreción de un sueño inasequible. En  el friso, centauros y lapitas se hallan ahora hermanados en una idéntica derrota, y el glorioso tímpano es ya solo una sombra de lo que fue, un triste muestrario de despojos. Tras salir conmovidos de la Sala, nos detenemos en otra, extasiados, ante una cerámica roja. En el fondo de la vitrina luce el ánfora en todo su esplendor, tal como el día en que se terminó de construir. Es el triunfo de la arcilla sobre la piedra, la afirmación paradójica de que tan solo lo efímero resulta perdurable.

       ¿Qué paradoja nos propone el Buda de Gandhara? Él también, como la frágil ánfora, parece haber triunfado de la muerte. El tiempo tan solo consiguió corroer ligeramente sus labios, haciendo su sonrisa aún más dulce, más serena. La perfección del arte griego se hace evidente en esta estatua, pero hay en ella algo más, algo que no tuvo el arte griego, algo que transciende la perfección formal, que transciende incluso el humanismo helenista; algo que nos resulta inasequible e inquietante.¿Que tiene la sonrisa de este Buda que aleja nuestra mente de ese constante pensamiento de muerte al que nos llevaron las ruinosas abadías, meros esqueletos de piedra, las estatuas yacentes carcomidas de las catedrales normandas, la belleza en esquirlas de los relieves de los frisos y las estatuas de los témpanos? Dentro de unos siglos también al Buda de Gandhara, como a la dama de la catedral de Durham , se le habrá borrado la sonrisa; también su rostro será ya solo el rostro de un cadáver y esa piedra será solo piedra muerta. No importa. Con su serena sonrisa, Buda parece conocerlo y superarlo. Parece repetirnos aquellos enigmáticos versos en los que una vez el Iluminado encerró el secreto de la muerte y de la vida: “Anteriormente existió, después no existió/ no existió anteriormente, después existió/ ni existió, ni existirá, ni existe ahora.”

 

Aniversario

       Si su vida hubiera durado tanto como dura su obra, en este mes de mayo habría cumplido los ciento cincuenta años. Mucho ha cambiado este Madrid que él tanto amó y al que llegó cuando ya había dejado atrás la adolescencia, pero aún se encuentran unos cuantos rincones que guardan alguna huella de la ciudad que él conoció, rincones a los que se califica con un derivado de su apellido. Alrededores de la Plaza Mayor _Pontejos, Postas, Mercado de San Martín, donde vagan las sombras de Jacinta y Fortunata_; Plaza de Oriente y Palacio Real, en cuyas azoteas y guardillas malviven su ajada dignidad, su quiero y no puedo de mísera clase media, las de Bringas;  Atocha, con su iglesia de San Sebastián donde ejerce diariamente la mendicidad Benigna en alas de una heroica caridad que sólo le acarreará ingratitud. Trozos de un Madrid pardo, humilde y provinciano, hoy ahogado por esta ciudad que quiere tontamente imitar a Nueva York.

     Le conocí algo tarde, porque en mi juventud también comulgaba con ese prejuicio que motiva su prosa, esa prosa tan parda y humilde como la vida que describe. Pero bastó la lectura de sus Episodios para convencerme de que me hallaba ante el mejor novelista español. En su segunda serie el personaje central, Salvador Monsalud, cumple a la perfección el requisito que Lukács fija como definitorio de la obra maestra: la creación de un tipo humano que a la par sea el espejo donde se refleja toda una época. No existe otro carácter tan definitivo en toda la narrativa española contemporánea.

      Sus novelas de la segunda época, que para mí resultaban tan históricas como sus Episodios Nacionales, me dieron a conocer los entresijos de esa triste clase media que siempre ha servido, contra sus propios intereses, los intereses de la más negra reacción. Esa clase media de tenderos, pequeños funcionarios y empleados que constituyen "el macizo” de la raza de que hablaba Ridruejo. Fueron esas novelas de su segunda época las que mejor me hicieron comprender las claves de nuestro desarrollo histórico.

      Este mes de mayo, Galdós, si hubiera vivido tanto como su obra, habría cumplido los ciento cincuenta años. ¿Cómo vería el escritor la España de hoy? Seguramente con el mismo pesimismo y el mismo desánimo con que vio la suya. Y aún más, desde el punto de vista personal acaso peor, ya que en su época triunfó y en ésta de hoy es posible que hubiera fracasado, pues los pijolindos que manejan el mundo editorial acaso le rechazasen por considerar, como consideran sus novelistas preferidos _esos pájaros de prosa florida en torno de la nada_, que su lenguaje es chato, pobre, prosaico y garbancero.

      “¿ Don Benito el garbancero ? Jamás lo leí...” A estas alturas, aún resulta posible escuchar frases como ésta. Son las cosas de España...

      Pero, como decía Cernuda en un bello poema pleno de amor y admiración a él dedicado: “Bien está que fuera tu tierra”.

Ese pájaro melancólico y sarcástico

       Hoy no voy a hablar de muertes colectivas, sino de una muerte individual. La muerte de un extraño pájaro melancólico y sarcástico.

      Su figura alta y desgarbada siempre me evocó la de un ave zancuda aunque su rostro era un rostro de rapaz, iluminado por unos ojos donde cualquiera que no estuviera ciego descubría la llama del genio. Y, en efecto, se trataba de un genio. Uno de los indiscutibles genios que ha dado la literatura de este siglo.

      Por ser realmente un genio, nunca ejerció de tal. Era enemigo de las entrevistas, de las tertulias literarias, de cualquier manifestación de escaparate cultural. Se dice que siempre, cuando se le sorprendía con un periódico, estaba leyendo la información deportiva. Jugaba al billar como un maestro y con los amigos prefería charlar de tenis antes que de literatura. Por eso los intelectuales a la violeta se sentían decepcionados con su trato. Un hombre _decían_ que no está a la altura de su obra.

      Pero se jugó la vida en la resistencia. Estuvo desterrado por el gobierno de Petain. Firmó todo tipo de manifiestos en favor de cualquier causa noble. Y cuando le dieron el Nobel (pues el Nobel también se da a veces a los genios), no montó con tan propicia ocasión ninguno de los acostumbrados números publicitarios. Ni siquiera el de rechazarlo solemnemente, como Sartre. Se limitó a enviar a Estocolmo a su secretario para que cobrase su importe. No hubo discursos, ni entrevistas, ni homenajes, ni honores. Sólo hizo que guardar ese dinero que, como después se supo, repartiría casi en su totalidad y con el mayor sigilo entre diversas instituciones benéficas y humanitarias.

      Le descubrí a principios de los cincuenta. Uno de aquellos raros cruzados culturales que milagrosamente surgían en la España franquista, montó en un teatro de cámara una obra titulada Esperando a Godot. Para mí y para algunos otros aquello no fue un espectáculo más, sino uno de esos violentos fogonazos que nos obligan a ver de otra manera el mundo.

      Sus novelas las descubriría unos años más tarde. Un estallido de humor, hiriente como un cuchillo, que cala hasta las entrañas de la miseria y la soledad humana mediante un lenguaje descarnado; un, lenguaje que es ya la negación del lenguaje, el grado cero de la escritura.

      En estas Navidades del 89, de espaldas a la vorágine consumista, en una residencia de ancianos de las afueras de París, ha muerto, solitario como uno de sus mendigos, Samuel Beckett. Un escritor genial. Un hombre voluntariamente humilde.  Un extrañó pájaro melancólico y sarcástico en esta loca pajarera saturada de avechuchos de gárrula voz y gayo plumaje.

 

Gente de los cincuenta

       E1 inicio de la primavera abría la Real Academia a uno de los más grandes poetas de la postguerra, miembro de la llamada generación de los cincuenta; días después abril, el mes más cruel, se nos llevaba a quien también fue uno de sus narradores más representativos. Tras el breve esplendor de la gloria surgía de pronto la profunda oscuridad de la muerte.

      Conocí a Juan García Hortelano al principió de la década de los sesenta en una tertulia literaria que tenía lugar en el hoy desaparecido café Pelayo. Dicha tertulia agrupaba no sólo a escritores de la generación del medio siglo, sino a otros como Celaya, pertenecientes a la anterior, y a quienes como yo éramos tan sólo escritores en ciernes; pero todos, con independencia de la edad y el mérito, teníamos una común seña de identidad: el antifranquismo.

      Cuando le conocí, Hortelano ya era un novelista famoso tras la obtención del premio Biblioteca Breve con sus Nuevas amistades; pero me acogió, como acogía a todos, con entrañable cordialidad. Y ello era porque en aquel escritor y funcionario del cuerpo técnico del Ministerio de Obras Públicas, se aunaban varios rasgos que es difícil encontrar en un mismo ser humano: la inteligencia, la sencillez y la bondad.

      Fue Hortelano quien llevó mi primera novela, Cinco variaciones, a Carlos Barral. Una vez publicada, yo ya podía tomar el vagón de cola de aquella generación y pasar a ser uno de los “abajo firmantes”, otro de los signos distintivos de la misma.

Cuando en la mañana desabrida de abril en que despedíamos a Juan García Hortelano miraba a muchos de los amigos de aquellas tertulias del Pelayo, aquellos “abajo firmantes”, y recordaba a otros que no estaban allí porque ya habían muerto, pensaba que no era sólo el paso del tiempo quien había dejado en ellos su triste marca, sino la vida que les tocó en suerte vivir.

     Porque esa generación había conocido de niños los horrores de la guerra, el hambre de la posguerra, el oscurantismo de la dictadura clerical y su educación frustrante y represora. Siempre sometidos _“cuando seas padre, comerás huevos”, era dicho significativo de la época_, supieron sin embargo luchar por salir de aquel negro pozo; y fueron ellos y otros muchos hombres anónimos contemporáneos suyos quienes, mal que bien, transformaron este país. Aunque cuando llegaron a padres tampoco comieron huevos. Los huevos se los comerían sus hermanos pequeños, los miembros de la generación que les iba a sustituir y oscurecer.

      Estaban allí, en el cementerio, despidiendo a uno de los más representativos de los suyos, Estaban allí, viejos, muchas veces olvidados, despreciados _los de la berza_ incluso. Viéndoles y recordando a quienes ya no podían ver, pensaba que la vida les había robado todo. Aunque no, había algo que no les podría robar, que al fin habría de permanecer: su obra. La obra de un grupo de poetas y narradores que un día resplandecerá como una de las más importantes de nuestra historia literaria.

 

La musa soez

       Antes de que su nombre me evocase la sobria arquitectura del soneto; antes, mucho antes, de que le uniese a cierta glorieta madrileña, albergue de un cierto edificio troquel de ministros que aún nos agobian, Quevedo fue uno de aquellos héroes que, como el gran Jaimito, abrían a nuestra niñez esa puerta secreta que una férrea disciplina frailuna a cal y canto nos cerraba.

      ¡Dulzura de las palabras prohibidas, dulzura de las palabras susurradas a espaldas de nuestros dómines, que nos iniciaban torpemente en los secretos de un sexo abolido! ¡Soeces, procaces, rijosos héroes de los chistes secretos de nuestra triste niñez! Vosotros _¡oh gran Quevedo, oh gran Jaimito!_ la hicisteis un poco menos intolerable y nos salvasteis de la cretinización a que la dictadura de la sacristía nos había condenado...

      Pero aquel desvergonzado personaje de mi niñez desapareció en las antologías de mi Bachillerato. La historia de la Literatura española de don Narciso Alonso Cortés, nos daba, en lugar del alegre bufón, un caballero, de la España imperial, todo dignidad y mesura. Tendría que esperar a la lectura de El Buscón para que aquel nombre se acercase un poco a mi héroe infantil, Sólo muy posteriormente, cuando me fueron familiares sus obras completas, comprendí que el pueblo, como casi siempre, tenía también sus buenas razones para adoptar aquel nombre y aquel hombre como uno de los protagonistas de sus cuentos cómicos y desvergonzados.

      Pocas veces. en la historia. de la literatura un gran poeta ha gustado tanto de lo escatológico como Quevedo. Pocas veces el magistral dominio del idioma se ha puesto con mayor entusiasmo al servicio de las intimidades del bajo vientre que en el caso de nuestro cojo genial. Pocas veces esas palabras, censuradas en los diccionarios de las sesudas Academias, se han repetido tanto y tan jubilosamente en una obra literaria que está por encima de las Academias y los diccionarios.

      En buena parte, la musa de nuestro gran poeta es una musa soez. Una musa que se regocija en hacer malabarismos con las palabras prohibidas, aquellas que aluden a las partes pudendas, a los vericuetos del sexo, a los actos escatológicos. Naturalmente tampoco esto es nuevo en nuestra literatura, y ya la poesía medieval encuentra en estas materias motivos para su canto. Pero en Quevedo, el tono resulta completamente diferente.

      Durante la Edad Media existe toda una corriente de exaltación de lo corporal que, como ha demostrado Mijail Bajtin en su soberbio estudio sobre Rabelais, hace de la mujer la personificación de lo bajo y material, o lo que es lo mismo, el principio de la vida dentro del ciclo muerte-resurrección de los cultos agrarios. Herederos de una tradición pagana, el marido cornudo _objeto de múltiples burlas en esta tradición medieval_ viene a ser el rey destronado, el invierno que huye ante la estación renovadora, la muerte vencida por la vida. De ahí el carácter jocoso y exultante que el sexo y la infidelidad de la mujer tiene en esta literatura carnavalesca que, ya desde la mentalidad renacentista, alcanzará en el Gargantúa y Pantagruel  una expresión genial.

      Pero no es sólo el pueblo quien ve en el cuerpo _sobre todo en el bajo cuerpo_ una representación del principio vital. Existe toda una literatura culta, que por supuesto es una literatura eclesiástica, animada de ese mismo espíritu. Su principal representante es Bernardo Silvestre, quien hacia la mitad del siglo XII escribe De universitate mundi donde ve al hombre _microcosmos_ como un reflejo del macrocosmos, y hace una exaltación del cuerpo humano y, muy especialmente, de los órganos sexuales renovadores de la Naturaleza que impiden el regreso al caos original. La obra alcanzaría una gran difusión e influyó en la poética de cierta poesía trovadoresca como la de Alain de Lille.

      Es, sobre todo, a partir del movimiento cisterciense cuando la literatura culta comienza a separar el amor sexual del idealizado amor platónico. Y esto se debe, sobre todo, a la condenación y repulsa del cuerpo humano en general y del bajo cuerpo en particular. Es así como, poco antes de que Bernardo Silvestre publicase su obra, otro Bernardo, el cisterciense Bernardo de Morla en su Del menosprecio del mundo, alza su voz contra el cuerpo, la mujer y el sexo.

      Desde entonces se va a establecer una dicotomía entre el amor idealizado, que informará al petrarquismo y la poesía trovadoresca, y el acto sexual, que se unirá a lo que ahora se considera indigno _lo escatológico y lo excremental_ y que se traducirá en una literatura antifeminista que en nuestro país, entrado el siglo XV, alcanzará su más completa expresión en la obra del Arcipreste de Talavera.

      Pues bien, es esta dicotomía la que se expresa en la obra amorosa de don Francisco de Quevedo. Si sus poemas amorosos manejan todos los tópicos de sumisión, idealización del objeto amado, falta de logro carnal y noble sufrimiento del amante que caracterizan el amor cortés, sus poemas satíricos se complacen en la denigración de lo carnal y en el moralizante antifeminismo de la poesia inspirada en el reformismo eclesiástico de la Baja Edad Media.

      Cuando Quevedo nos dice que “La vida empieza en lágrimas y caca", está recogiendo el repetido tópico de una literatura que nos recuerda que venimos al mundo entre excrementos, y cuya más cruda expresión sea acaso esa referencia al hombre como formado de "asquerosísimo semen; concebido con desazón de la carne, nutrido con sangre menstrual, que se dice es tan detestable e inmunda, que con su contacto no germinan los frutos de la tierra y se secan los  arbustos” en la que el Papa Inocencio expresa su horror y rechazo de la carne. Es natural que un hombre tridentino como nuestro poeta, se mueva dentro de esta corriente del reformismo eclesiástico medieval. De ahí que casi todos los elementos de su sátira _la belleza fingida de las mujeres, sus infidelidades y engaños, la hermosura que el tiempo transforma en fealdad, las miserias de la carne corroída por las bubas... _ sean lugares comunes de una literatura que incluso hará de algunas de ellas uno de sus rituales en la danza de la muerte.

      A partir del individualismo romántico tendemos a buscar en la poesía al poeta. Sería un error llevar esta interpretación a una poesía como la del barroco, donde en buena parte lo que prima es el ejercicio retórico. Ejercicio retórico que también encontramos en la poesía medieval y permite que un Quevedo pueda moverse dentro de los esquemas de una cierta literatura eclesiástica y, al mismo tiempo, del pensamiento de la filosofía estoica; que le permite, en su célebre sátira contra las mujeres, desarrollar los tópicos de la literatura medieval antifeminista, mientras realiza la glosa de una epístola de Juvenal. Pero si esto es cierto, también lo es que, hasta cierto punto, el hombre y la época se muestran tras de la retórica; y que, con todas sus raíces medievales, la sátira de Quevedo sea una cabal expresión del desengaño de nuestra literatura barroca.

      Porque el feísmo cultivado por el gran poeta, dentro de su intención moralizante y de sus rasgos retóricos, tiene, en su deformaciones hiperbólicas, una base realista. Frente al mundo que el poeta desea está el mundo real. Y entre ambos se abre un abismo. De ahí la acritud de la sátira y la profundidad del desengaño. De ahí que, frente al sentimiento de la honra que informa todo el teatro de Calderón, Quevedo se complazca en la pintura del consentido, que, con su brutal realismo, dinamitará un valor superestructural negado por la realidad de la sociedad en que esa superestructura se sustenta:

                                     Dícenme, don Jerónimo, que dices

                                    que me pones los cuernos con Ginesa;

                                    yo digo que me pones casa y mesa,

                                   y en la mesa capones y perdices.

      Son éstas, después de todo, las razones de una clase social que tiene poco que ver con la clase dominante que ha intentado generalizar sus propios valores como valores trascendentes. Y es también en la vieja dicotomía que opone el espíritu a la carne, la aceptación jubilosa de la exaltación del vientre y el bajo cuerpo de la fiesta carnavalesca. Y en el propio Quevedo, no obstante su moralismo y su aceptación de los valores aristocráticos, late la vieja contradicción; y una parte de él mismo, a pesar de su rechazo estoico, parece complacerse en esa fiesta del bajo vientre, del sexo como representación de lo eterno vital, del cornudo como imagen del viejo rey invierno que abre paso a la primavera y que, más allá de cualquier censura moral, despierta en nosotros el regocijo dionisiaco del triunfo de la vida.

     Por eso al leer el terceto:

                             ¡Oh santo bodegón! ¡Oh picardía!

                           ¡Oh tragos, oh tajadas, oh gandaya!

                       ¡Oh barata y alegre putería!

 encontremos, más allá de cualquier rechazo intelectual, una profunda nostalgia, Nostalgia por algo muy íntimamente sentido, sacrificado en virtud de ciertos principios aceptados, pero que aún sigue latiendo en lo más profundo del poeta y del hombre. Y es precisamente esto lo que, más allá de cualquier determinación, le convertirá siglos después en héroe de esas historias en las que el pueblo buscará esa vieja ligazón que ninguna moral idealista ha conseguido jamás romper.

 

El flamenco hoy

       Como un símbolo del arte flamenco, Alcalá de Guadaira desparrama al pie del castillo la estética de la miseria. Casuchas, cuevas y barracas encaladas, blanquean bajo la luna en un irreal sueno cubista. El subdesarrollo, que la razón rechaza, tienta el corazón; y el viajero que cruza de largo ante la blanca y fantasmal miseria _que la ve sin vivirla_ puede caer en el pecado de pensar que es triste su erradicación en aras d e una vida más humana, más digna ...

      En una de esas cuevas o barracas duerme un hombre, un viejo gitano esquilador de ovejas. A Manolito el de María, sobrino de Joaquín el de la Paula (cuantas resonancias matriarcales en estos nombres gitanos), le sacan del lecho para que cante en la venta de Platilla. Manolito está acostumbrado a estas cosas pues muchas veces a lo largo de su vida tuvo que alegrar las noches de los señoritos para ayudarse a vivir. Y con esa paciencia, con esa humildad de los pobres y los vencidos el gitano, como tantas y tantas veces, deja su mísero lecho para cantar.

       Pero estos no son los señoritos habituales. Es gente que ha venido de muy lejos con la extraña pretensión de grabar su voz. El gitano al principio se llena de extrañeza. Mira casi sin comprender ese mundo mágico de los aparatos y los técnicos de grabación. Mas poco a poco se va encontrando, se va sintiendo como en su casa entre aquella gente, en el ambiente de aquella insólita fiesta. Y canta, como en un poema recordará mas tarde uno de los presentes, Fernando Quiñones, "bien al principio y luego mundialmente bien". Yo que no pude oírle en vivo también lo testifico, pues dispongo de aquel canto en la grabación del Archivo del Cante Flamenco que dirigió Caballero Bonald. Es la única grabación que existe de Manolito el de María, gitano, ocasional esquilador de ovejas, ocasional peón agrario, ocasional cantaor de las soleares de su tío, Joaquín el de la Paula; unos meses después de aquella gloriosa noche, al pie del castillo, en la blancura estética cubista y lorquiana de la miseria y el subdesarrollo, Manolito moría tan oscuramente como siempre vivió.

      Como también moriría poco después de grabar para el Archivo su casi pariente o pariente _no sé muy bien_ Juan Talega, que aún tuvo tiempo de mostrar su rostro de resquebrajado barro por Televisión Española. Televisión que igualmente recogería la asombrosa naturalidad y el inigualable patetismo de la anciana tía Anica la Piriñaca, de quien apenas existen grabaciones y que probablemente nunca más volverá a grabar. Ciertamente el Archivo del Cante Flamenco es una obra monumenta, pero en este caso conviene recordar que monumento tiene también la acepción de sepulcro...

       Entonces, ¿es que ha muerto el flamenco? Mientras esto escribo un joven cantaor, José Meneses, llena diariamente el Olimpia de París. Los tablaos flamencos se extienden a lo largo y a lo ancho de nuestra geografía. Hoy se multiplican los festivales seguidos por un público entusiasta. El flamenco entra en la Universidad, alcanza el favor de los intelectuales, tan enemigos de él en la llamada edad de oro, se multiplican las peñas, las agrupaciones de estudio... Incluso podrán decirme que nunca , en su breve historia, el cante ha podido contar con un cuadro figuras tan largas y tan puras como el que existe hoy.

      Y ciertamente todo esto es verdad. El flamenco, en  este sentido, está hoy más vivo que nunca. Sin embargo cuando escucho las escasas grabaciones de estos cantaores semidesconocidos que ya han muerto o están a punto de morir, no puedo dejar de pensar que algo _acaso los últimos vestigios de un cierto mundo cultural, el mundo flamenco_ se está muriendo con ellos.

      ¿Cómo solucionar esta aparente contradicción? Sólo se me ocurre una palabra: "neoclasicismo". El flamenco hoy goza de un momento de esplendor neoclásico. Y no olvidemos que lo neoclásico es un intento generalmente vano de traspasar a un determinado ámbito cultural las formas de otro ámbito ya desaparecido.

      Según afirma Caballero Bonald, durante la grabación del Archivo se pudo comprobar que apenas quedan ya cantaores en el marco geográfico que constituye la cuna del flamenco _el célebre triángulo Sevilla, Jerez, los Puertos_. Ciertamente los nuevos cantaores han salido de este ámbito local _incluso familiar, pues se puede hablar de familia de cantaores_; pero la profesionalización les ha desarraigado y ahora se mueven en un entorno cultural muy distinto del que surgieron.

      El flamenco _y en ello estoy también de acuerdo con lo que Caballero Bonald desarrolla en su estudio previo del Archivo_, nace en una zona y en un ambiente socio-cultural muy determinado y limitado: el de algunas familias gitanas en la zona del triángulo al que nos hemos referido. Con los cafés cantantes se profesionaliza. Esta profesionalización lleva de una parte a un enriquecimiento y expansión de sus formas, pero también, como no podía ser menos, a una separación de sus propias raíces que acabará en la degeneración de "la ópera flamenca". Desligado así el espectáculo flamenco de su fuente, de su propia esencia original,  ésta volverá a refugiarse en el restringido ámbito del que salió, el de unas determinadas familias gitanas que guardan por tradición unas determinadas formas de expresión musical. Y así mientras en los años 40-50 se produce el triunfo a nivel de difusión popular de artistas seudoflamencos (incluso aquellos capaces de expresarse con arreglo a la más pura ortodoxia, tienen que traicionar ésta en beneficio de su cotización: Manolo Caracol es el más claro ejemplo), los más puros cultivadores del cante apenas trascienden al ámbito local y el conocimiento de determinados cenáculos, o  son prácticamente desconocidos.

      Pero son estos hombres conservadores de una tradición, conservadores de las formas clásicas, los que a favor de unas nuevas circunstancias _el boom discográfico y una nueva orientación en la comercialización del gusto_ posibilitan este renacimiento de los 60-70 que he definido como neoclasicismo.

      El primer fenómeno de todo neoclasicismo es la aparición de una autoridad indiscutible que delimita las formas clásicas, vigila que las nuevas obras se ajusten a las mismas y orienta conforme este criterio de pureza el gusto de la época. En otras palabras, el neoclasicismo presupone una Academia. Pues bien, el cante flamenco actual tiene una Academia que podemos personificar en la figura de Antonio Mairena.

      Quisiera ante todo evitar que se viese en esta afirmación el menor matiz despectivo hacia Mairena. Para mí, Mairena no es solo el mejor cantaor vivo, sino el hombre que ha hecho viable que el cante actual sea lo que es. Sí hoy canta Meneses en el Olimpia, si hoy el verdadero cante comienza a desplazar en los escenarios a los subproductos aflamencados, se debe en una gran parte a la existencia del fenómeno Mairena. Sin comprender este fenómeno, no podemos comprender el flamenco de hoy.

      En Mairena se da una circunstancia muy especial. Cantaor profesional, sigue sin embargo en íntima vinculación con esa minoría mantenedora de la más pura tradición flamenca. De otra parte su profesionalismo no le obliga a traicionar esta tradición, ya que la peculiaridad del espectáculo al que va ligado _el ballet de Antonio_ no le impone las limitaciones corrientes a los profesionales de su época. El ambiente intelectual en que se mueve le va a servir para poder valorar el legado tradicional del que se siente depositario. Mairena de cantaor pasará a ser teórico del flamenco. Recogerá cantes perdidos, los clasificará, y ordenará en un sistema aquella tradición semiolvidada y dispersa.

      Mas, no obstante, de no haberse producido el boom discográfico y una nueva orientación de los gustos del público, ni siquiera un cantaor de tan singulares características como se dan en Mairena habría podido llevar a cabo la revalorización del flamenco.

      Fue precisamente una obra discográfica, la Antología de Hispavox, que por su pretensión culturalista iba destinada a un público muy diferente del habitual seguidor del flamenco o seudoflamenco, la que empezó a crear la base de un mercado discográfico que alcanzaría su máximo desarrollo unos años después. ( Precisamente también por aquella época Mairena era la figura clave de una Antología de Columbia, de mucha mayor pureza y calidad que la de Hispavox y en la que se podía ver la ligazón de Mairena a la “familia gitana” a quien antes nos referimos_ en ella figuraba cantaores semidesconocidos como Talega, La Piriñaca, Rosalla de Triana, etc; y otros de muy escasa difusión como Aurelio Sellé o Juan Torre_, y que pasó frente al éxito de la de Hispavox con más pena que gloria). El gran desarrollo del mercado discográfico y la moda del folk, sería lo que posibilitaría la actual difusión del cante y la popularidad de los jóvenes cantaores "comprometidos".

      Pero si la extensión de la industria discográfica con la consiguiente creación de un “mercado de calidad” para el flamenco permitía la difusión de las formas más puras del cante hondo, la conservación de ese legado histórico en los pequeños núcleos tradicionales es lo que ha hecho posible la existencia de un material que, de otra manera, hubiera desaparecido. En este aspecto, la misión de Mairena es doble. De una parte es el vehículo canalizador de esos estilos tradicionales hacia un mercado de “calidad”; además, en cuanto máximo exponente de la autoridad académica, sus propias grabaciones van a servir para que los nuevos cantaores se formen de acuerdo con esas exigencias de pureza y autenticidad.

En este sentido cabe distinguir al cantaor del pasado que salvo excepciones _Chacón, La Niña de los Peines, Pepe el de la Matrona_, domina pocos estilos ya que su aprendizaje se desenvuelve dentro de unos limites estrechos que tan solo le permite dominar _eso sí, en toda su pureza_ los propios de esa zona , del cantaor actual que, salvo excepciones_ Fernanda de Utrera que se limita a cantar espléndidamente los cantes de su ciudad natal_ domina casi todos los estilos. Naturalmente, la principal causa de ello es que ha hecho en buena parte su aprendizaje a través de esa suma del cante flamenco que son los discos de Mairena.

     No podemos extendernos más detallando los rasgos de este neoclasicismo. Citemos solo de pasada la llamada a la auctoritas _cada estilo de seguiriyas, de soleares, etc., se bautiza con el nombre de su antiguo e ilustre creador, aunque la fiel conservación de estas artes de transmisión oral sea siempre discutible: los empeños arqueológicos _se desempolvan viejas grabaciones casi inaudibles de los monstruos sagrados, Tomás Pavón, el Tenazas, Manuel Torre, etc._; finalmente, la actualización de su contenido. Detengámonos brevemente en este último punto.

      El nuevo público al que el flamenco va destinado exige un contenido que ligue el cante con ese fenómeno de la comercialización discográfica que es la canción comprometida o de protesta. De ahí las letras renovadas, los flamencos político-sociales. Para muchos, en esto reside la renovación del flamenco. Para mí, este fenómeno es similar al de David trasladando en formas inspiradas en la Grecia clásica el contenido ideológico de la Revolución Francesa.

      El hecho cierto es que estos nuevos cantaores se han desgajado del mundo en que surgió el flamenco: el mundo de las estructuras feudales y su secuela de segregación social y de miseria, el mundo de la estética miserable de las blancas casuchas y las cuevas desparramadas al pie del castillo ruinoso e imponente.

      Ciertamente, ellos siguen fieles a unas viejas formas, fieles con fidelidad celosa y mimética. Mas, separados de las condiciones que originaron el cante, ¿será posible su evolución?

      La fidelidad a las formas clásicas puede producir algo más que un mimetismo, puede producir la trascendencia de esas formas. Entonces, en lugar de un neoclasicismo, nos encontramos con un renacimiento. Algunas de las experiencias teatrales de estos últimos tiempos _Oratorio, Quejío_ podrían estar en ese camino. Creo que es demasiado pronto para aventurar predicciones.

      De todas formas, el flamenco se aleja de sus fuentes. Apenas hay cantaores jóvenes, nos dicen; apenas quedan ya gitanos, herreros y chamarileros, tratantes y peones agrícolas que canten los viejos cantes por tierras de Alcalá, de Utrera, de Triana, de Jerez. Los que saben cantar, viven y cantan para los intelectuales de Madrid o de París. Es por ello por lo que cuando se muere un hombre como Manolito el de María, yo pienso que algo que originó el que acaso sea el hecho de cultura musical más importante y significativo que la España moderna ha producido, muere con él.

 

Lejano _Dostoievski

       Veintiocho de Enero de 1861. Muere Fiodor Mijailovich Dostoievski. Pudo morir mucho antes. Pudo morir una lívida mañana de diciembre de 1849, ante el pelotón de ejecución, en la plaza de Semenovski, de Petersburgo. Pero aquello fue solo una broma macabra. Fiodor viviría aún treinta y nueve años, se convertiría en _Dostoievski, y un siglo después el mundo celebra su centenario.

      Hay un rincón de mi librería dedicado a las obras completas. Toda la gran novela del pasado siglo se alinea en ese estante. A cierto personaje de Sartre le daba por leer las grandes enciclopedias siguiendo el orden alfabético, comenzando por la primera página del tomo primero y continuando hasta donde diese de sí su vida. En realidad ese personaje era el propio Sartre, según nos cuenta en Las palabras. A mi ahora me ha dado por leer, de principio a fin, sin saltarme ni una sola de sus páginas de papel biblia, esos tomos de obras completas que nadie lee. Un día de estos la emprenderé con _Dostoievski. Pero entre tanto debo escribir un breve artículo sobre él con motivo de su centenario.

      ¿Cuanto tiempo hace que no leo al gran novelista ruso? No puedo precisarlo, pero rondarán los veinticinco años. Tampoco puedo precisar cual fue la última obra que de él leí.

      Sin embargo recuerdo perfectamente cuándo y cuál fue mi primera lectura de nuestro autor. Estaba en quinto de aquel bachillerato de posguerra, el de los siete años y reválida, y había estudiado en la Historia de la Literatura Universal de Alonso Cortés, las glorias de _Dostoievski. De las obras que don Narciso citaba, a mí me atraían por su título Recuerdo de la casa de los muertos y Crimen y castigo. Pero no fueron estas novelas las que me introdujeron en el mundo denso y obsesivo del escritor, sino Níétochka Nezvanova.

      Compré la novela en un quiosco. Costaba más o menos lo que un periódico y era precisamente a un periódico a lo que aquella edición más se parecía. Pertenecía a aquella maravillosa colección de Novelas y Cuentos, que pretendía paliar la endémica crisis de bibliotecas públicas de nuestro país. Libros no para coleccionar, sino para leer, aún a riesgo de dejarse los ojos, pero sin tener que sufrir las censuras y destemplanzas del cancerbero de turno, pagado por el Estado para mantener a la juventud a una saludable distancia del libro. Maravilloso oasis en el desierto de los cuarenta...

      Entré en Niétochka como en un pantano. Apenas me había dado cuenta y ya el fango me llegaba hasta la cintura, impidiéndome salir de él.

      Por entonces yo alternaba las novelas de aventuras y las tragedias de Shakespeare que leía como novelas de aventuras. Pero _Dostoievski era algo totalmente distinto, aunque igual de cautivador. Aquella novela tenía algo oleaginoso, espeso, que llegaba a marear. La exacerbada sensibilidad, los personajes atormentados, tan increíbles como reales; 1a presencia obsesiva de esa buhardilla donde conviven los héroes del drama, la enfermiza piedad que glorifica el folletín ... Uno se veía envuelto en esa maraña y no podía librarse de ella hasta que llegaba a la última línea, tras unas apasionantes horas de lectura febril, sin tiempo casi para respirar. Todo _Dostoievski, todo el secreto de _Dostoievski, estaba ya en aquella primera novela que de él leí.

      Después vendrían muchas más. El doble, extraña e inquietante, también en Novelas y Cuentos. El romanticismo apasionado de Las noches blancas. La impresionante galería de dolores y ruindades de Humillados y ofendidos... Novelas,  novelas... Novelas en las más variadas ediciones. (Recuerdo un Crimen y castigo con una portada del más conspicuo folletín, el hacha de Raskólnikov goteante de sangre de la vieja ; recuerdo la media docena de tomitos de Demonios en la inolvidable Colección Universal ). Novelas que devoré insaciablemente entre mis quince y veinticinco años.

      Pero el tiempo corría y yo comencé a leer otras cosas no tan apasionantes,  la verdad, pero que en aquel tiempo juzgaba más útiles. Economía Política, Política Económica, Política a secas... Trabé conocimiento con Marx y Engels, con Lenin, con el propio papá Stalin que por entonces aún no estaba proscrito... Y aprendí muchas cosas... Por ejemplo, que la Santa Rusia no era, ni mucho menos, lo que _Dostoievski pretendía, que lo del alma eslava era una pamema, que los siervos besando la mano que los azotaba era tan absurdo y falso como los negros cantando espirituales a sus amitos en las películas americanas... Aprendí que sus novelas chorreaban falso sentimentalismo pequeño burgués, que su espiritualismo era irracionalista y reaccionario, que defendía la tiranía y era un enemigo del pueblo, que la Rusia Soviética le tenía en cuarentena y que si hubiera vivido en 1970, tras pasar por un gulag, los imperialistas le habrían otorgado el Premio Nobel y hubiera ido del brazo con Solzhenitsyn babeando calumnias contra el Estado de los Trabajadores y añorando los pasados esplendores del siervo, el pope y el padrecito Zar.

      Aprendí que su técnica era la del inmemorial folletín. Que su estilo era simple y a veces descuidado _me contaron que Cansinos decía que resultaba muy fácil traducirlo porque su prosa era sencilla, casi evangélica, a diferencia de Andreiev, un estilista, un maestro de la palabra_; aprendí que los cultos le consideraban un novelista para porteras y otra gentecilla de lágrima fácil; que el gran Nabokov, uno de los escritores que más me impresionaron en los últimos tiempos, sentía por él casi el mismo desprecio que también sentían los enemigos de Nabokov, los burócratas del Krem1in, aunque por bien distintos motivos. Aprendí que el ídolo de mi juventud, el novelista que me obsesionó como ningún otro, era tan solo una de esas debilidades de la adolescencia de las que todos tenemos que avergonzarnos.

      Sí, esto aprendí mientras me entregaba a otras obras, a otros hombres. Ni siquiera como persona podía salvarle. Su propio biógrafo y panegerista, Strajov, en una carta a Tolstoi, dice que “no puedo considerar a _Dostoievski como un hombre bueno ni feliz ( ambas cosas van realmente juntas ), era maligno, envidioso y disoluto y se pasó toda la vida en estado de excitación nerviosa que movía a piedad y habría movido a risa de no ser el tan malicioso y tan ladino. Tenía propensión a las porquerías y se ufanaba con ellas. Viskatov me contaba que se ufanaba de haber fornicado en los baños con una menor que le había proporcionado su institutriz... Y note usted que con toda su bestial sensualidad, no tenía el menor gusto ni sentido de la belleza femenina, de su encanto; esto puede verse en sus novelas. Los personajes que más se le parecen a él en el carácter son los héroes de Memorias del subsuelo, el Svidrigailov de Crimen y castigo y el Stavroguin de Demonios...”

      Epíléptico, sensual, amoral, místico, ternurista, reaccionario, folletinista, vulgar en su estilo y en su pensamiento... Sin embargo, no hace mucho, en una novela de Sciascia leí cómo el protagonista ponía en un brete a toda la intelectualidad del comité local del partido comunista italiano con el nombre de Foma Fomich. Pero yo, que hace más de veinticinco años que no leo a _Dostoievski,  podría haber evitado a los camaradas del partido italiano su larga investigación para saber lo que se ocultaba tras ese nombre. Pues al cabo de veinticinco años, Foma Fomich estaba tan presente en mi memoria como si acabara de leer La alquería de Stepanchikovo. Y esto me hace pensar que al cabo de veinticinco años ( ese período de tiempo en que he olvidado tantos nombres y tantas cosas, en que he renegado de tantos profetas que alguna vez seguí, en el que he renunciado a tantas creencias que tan firmemente profesé), todas esas obras que obsesionado leí en mi juventud siguen en mí tan presentes como si acabara de leerlas. Con sus peripecias, sus personajes, sus calles y casuchas, sus desolados paisajes, sus luces y sus sombras. Y que hasta aquella emoción que hace tanto tiempo suscitaron en mí, parece renacer a la sola evocación de sus títulos. Cada vez tengo el más firme convencimiento de que en esto, y solo en esto, reside el secreto del gran arte narrativo. Todo lo demás , tan solo son palabras...

Mi Joyce de los cincuenta

       Descubrí a Joyce cuando comenzaba la década de los cincuenta. Yo entraba en mis más bien ingratos veinte y acababa de cruzar el ecuador de Derecho en el viejo caserón de San Bernardo. En aquel tétrico edificio pocas fueron las leyes que aprendí, pero sin embargo conocí algunas de las obras fundamentales de la literatura contemporánea. Vaya lo uno por lo otro.

      El primer libro de Joyce que cayó en mis manos fue Gente de Dublín. En la facultad repartían gratis una revista, La Hora, manejada como todo por el SEU, que reflejaba las inquietudes culturales de la élite universitaria, y en la que amigablemente cabalgaban juntos centauros tan distintos como Alfonso Sastre, Quijote del teatro social, y Marcelo Arroita-Jaúregui, en cruzada solitaria contra el omnipresente cine americano. Aquella revista nos hacía soñar con maravillosos y vedados países de los que tan solo nos avanzaban los nombres, en espera de un posterior y a veces frustrante conocimiento: Rosellini, De Sica, Bresson, Anouilh, Ionesco. También publicaban cuentos de autores entonces poco conocidos o desconocidos del todo, y esos cuentos ejercían en la gente de mi grupo un efecto detonante que provocaban nuestras primeras incursiones creativas. Quien más quien menos tenía un relato de cinco a diez folios con el que podía castigar a sus amigos en espera de una letra impresa que casi nunca llegaba. De ahí que el préstamo de un libro de relatos, debido a la pluma de un genio esotérico, autor de una mítica obra cabalística _Ulises_ cuyo nombre tan solo era conocido por un mínimo círculo de iniciados, constituyese una de las más importantes efemérides de aquellos años de mi vida.

      La lectura del libro no defraudó la expectación con que lo recibí. Salvo Días de hiedra en el comité, que me resultó incomprensible y aburrido, el resto de los relatos me entusiasmó, y Los muertos me pareció uno de los cuentos más geniales que había leído nunca. Hoy, con muchos más años y lecturas, sigo opinando lo mismo.

      Lo que más me entusiasmaba de aquellos relatos era esa impresión de instantánea fotográfica que, sin embargo, desvelaba algo que iba mucho más lejos de la simple cotidianidad que aparentemente reflejaban. Es como si en los cuentos de Joyce se ocultara siempre en un segundo plano esa otra imagen inquietante que encuentra en su vulgar encuadre el Roberto Michel de Las barbas del diablo.

      Por supuesto que esto es solo el desarrollo de una técnica ya anunciada por el Stephan héroe y que, como tantas cosas en Joyce, tiene un origen medieval de inspiración tomista. Esta técnica que informa todos los relatos de Dublineses es la epifanía. Cada cuento está constituido por una serie de hechos y diálogos vulgares e intranscendentes, pero que no obstante adquieren un significado especial que configura el relato como revelación que nos descubre todo el secreto de una existencia. Son momentos vulgares, pero significativos y reveladores que elevan esos hechos y personajes corrientes a la categoría del símbolo.

      ¿Pero qué significaban para mí aquellos seres de una Irlanda tan alejada en el espacio y en el tiempo? Significaban el reencuentro con mi más íntima realidad. En aquellos dispersos fragmentos de vida, en aquellos breves relatos cuyo tiempo literario casi nunca sobrepasaba el de unas pocas horas, yo, alumno de una Universidad española de los años triunfales, encontraba algo que me era mucho más próximo que todo lo que me ofrecían mis contemporáneos españoles. En aquellas instantáneas de una objetividad impersonal se producía la aparición, la presentación de un mundo sórdido, opresivo, vulgar e inmensamente solitario. Un mudo que era el mismo en el que yo penaba...

      A Stephan Dedalus le conocí a su regreso de París. Estaba en una torre junto al mar. Introibo ad altare Dei. Gordo y solemne, el burlón Mulligan, iniciaba su blasfema parodia litúrgica. Al fin el libro mítico, el Ulises, estaba entre mis manos.

En aquel tiempo tener el Ulises era como tener un Rembrandt. El afortunado poseedor del tesoro se hacía lenguas de la rareza del mismo, de lo incomprensible de su texto, de los secretos goces que el asomarse al laberinto deparaba. Estaba además su matiz erótico, casi pornográfico. Jamás se habían escrito cosas como aquellas. Y el feliz poseedor nos alargaba los dientes hablándonos de su oculto tesoro mientras nos negaba el disfrute de tal maravilla. Sólo excepcionalmente algún ser magnánimo y benéfico era capaz de efectuar el soñado préstamo. Afortunadamente uno de esos seres era amigo mío.

      En las puertas de las iglesias los jóvenes se agrupaban para ver el color de las películas. Las negras eran gravemente peligrosas, las granas para mayores con reparo. Los confesores no tenían muy claro si ese reparo era el del pecado mortal. Los bibliotecarios ejercían la censura por su cuenta y riesgo. No se prestaban novelas en la Biblioteca Nacional. Las jóvenes se recogían en casa de nueve a diez. Una muchacha decente no daba el brazo a su novio hasta que ya estaban próximas las amonestaciones. En muchas playas aún era obligatorio el albornoz.

      ¿Y el Ulises? La mayoría de los libreros desconocía ese nombre. Tan solo un par de avispados tenía la versión sudamericana que yo leí; pero si no eras conocido, negaban esa posesión e, incluso, el conocimiento de la existencia de tal obra. Únicamente cuando confiaban en el cliente y tenían la certeza de que no había moros en la costa se atrevían a sacar el grueso volumen de debajo del mostrador y pedir por él un precio que quedaba fuera del alcance de cualquier presupuesto estudiantil. Hacía ya más de treinta anos que se había publicado; tras una azarosa vida se había convertido en un clásico universal, pero en España, Ulises seguía siendo un desconocido y un proscrito.

       Pero yo, al fin, tenía el Ulises. Lógicamente debería haber leído antes el Retrato de un artista adolescente, lo que me hubiera ayudado a comprenderlo algo mejor, pero no fue así. Y me lancé a él como me lanzaba al río en los años en que estaba aprendiendo a nadar. Acaso sea éste el mejor método.

     ¿Cómo orientarse en este mar de símbolos? ¿Cuántas páginas se han escrito para aclarar su lectura? ¿Quién puede seguir el galopar de una mente humana? ¿Quién adentrarse por Dublín sin conocerlo y comprender las mil y una referencias a la política y actualidad irlandesa de principios de siglo, cuando apenas se sabe quien es Parnell? Pero después de todo, ¿qué importaba comprender o no comprender?

      Lo que importaba es que recorrer aquellos caminos constituía una aventura fascinante. Por primera vez veía el pensar del hombre erigido en protagonista de una novela. Y de este pensamiento libre, sin frenos, de este pensamiento tumultuoso, iba surgiendo un mundo de una fuerza y una vivacidad única.

      Ulises es un libro paradójico. Esto resulta coherente si pensamos que una buena parte de la estética de Joyce se basa en la concepción teológico-filosófica de la coincidencia de los opuestos. De ahí que un mundo caótico construido sobre el fluir de un pensamiento incontrolado y condicionado en buena parte por la ley de la libre asociación de ideas, se estructure rígidamente de acuerdo con una arquitectura jerarquizada no lejana de la que ordena La Divina Comedia; de ahí que una obra que ha servido de fuente a todos los experimentos más o menos afortunados de la novela moderna, haya buscado parte de su inspiración en los ejercicios de la retórica clásica que informan una larga tradición literaria desde los greco-latinos a nuestros conceptistas, pasando por Rabelais y el mismo Isidoro de Sevilla; de ahí, finalmente, que una obra que responde a una concepción simbolista y alegórica, sea al mismo tiempo una de las más grandes novelas de costumbres que se han escrito...

      A mí me hechizaba ante todo la música total de la obra. Pero más allá de su simbolismo y su virtuosismo retórico no del todo comprendido yo encontraba, como ya había encontrado en Dublineses, una identificación realmente sorprendente entre mi mundo y el de aquel libro difícil y hermético.

      Yo encontraba que aquella obsesión sexual que nos esclavizaba en su represión _aquella obsesión que nos empujaba a los metros y a los tranvías abarrotados sin otro objeto que el de rozar furtivamente a una mujer_ aparecía por primera vez en aquel libro singular sin disimulos ni tapujos. Yo encontraba que aquella angustia de Stephan, fruto de su formación bajo la amenaza del pecado, aquellas dudas sobre la fe de su niñez, eran mis propias dudas y mi propia angustia. Yo encontraba finalmente en aquel libro el mismo agobiante peso clerical, el mismo ambiente sórdído, la misma patria hostil y estéril, los mismos vagos sueños de belleza y el mismo deseo de huida que eran comunes a todos nosotros.

      Hace cien años que nació James Joyce. Fue un genio hosco y solitario. Vivió oscuramente, dando clases de idioma inglés a estudiantes extranjeros, alejado voluntariamente de su fe, su patria y su familia. Amó y aborreció a la ciudad que le vio nacer, y a la que inmortalizó con un monumento imperecedero. Compartió su vida con una mujer humilde, de agudo erotismo y escasa formación cultural. En él convivían Ulises y Telémaco, Stephan Dedalus y Leopoldo Bloom.

      A los cien años de su nacimiento puede al fin encontrarse su obra en los quioscos españoles en edición popular. Dudo que por ello sea más conocido que lo era en los años en que yo le descubrí,

      Hubiera sido absurdo por mi parte intentar en este artículo de homenaje, un mínimo análisis de una obra inmensa sobre la que existe una bibliografía también inmensa.

      He preferido evocar brevemente nuestro primer encuentro, con la punzante nostalgia con que se rememora un primer amor.

CARTA DE UN LETRADO CARCAMAL A UN SU AHIJADO QUE LE INTERESABAN NUEVAS SOBRE EL ESTADO DE LA CRÍTICA EN ESTA VILLA Y CORTE

       Mi muy querido ahijado. Costumbre es de gente moza recabar consejo del anciano para luego hacer de él oído sordos y, sin otras riendas ni freno, seguir el camino que le marca su propia inclinación; de ahí que Vuestra Merced, perseverando en esta torcida costumbre, solicite ahora mi saber sobre el estado de la Crítica Libresca en esta Corte, cuando tantas y tantas veces lo ha desoído en la cuestión que más debería soliviantarle: la de su disparatada pretensión de sentar plaza de escritor en esta Babilonia, abandonando el solar de sus mayores y la provechosa ocupación a la que estos, durante generaciones, dedicaron su vida. Mas como inútil resulta machacar en hierro frío, desisto del repetido y para V.M. ya fastidioso discurso y paso a satisfacer su consulta de acuerdo con mi humilde y sincero sentir.

      Presumo que el interés de V.M. por los usos de la Crítica, parte de la creencia de que el público aplauso de la misma podría favorecer la venta y difusión de su futura obra, acarreándole esa gloria y fortuna con la que tan desatinadamente sueña. De ser tal su creencia, me apresuro a desengañarla ya que no a desengañarlo.

      Poca o ninguna parte tiene una favorable gacetilla en la abundosa venta de cualquier nuevo parto de las Musas. Hoy los libros se adquieren no por la bondad de su doctrina, la sagacidad de sus sentencias o las galanuras de su lenguaje, sino por la sonoridad y popular conocimiento del nombre de quien los firma. Por tanto, y de persistir V.M.en la idea de correr tras el esquivo favor de ese vulgo al que nuestro glorioso y fecundo ingenio motejaba muy verazmente de necio, le aconsejo que antes de escribir nada dedique sus afanes a lograr la resonancia y el público conocimiento de su firma.

      Varios son los caminos para lograr este sonoro y general renombre, caminos que pueden ir desde causar a mano airada la muerte del propio cónyuge, a mostrar públicamente aquellas partes de nuestro cuerpo que el natural decoro obliga a mantener recatadas. Pero si desea V.M., como dicta el buen criterio y la cristiana educación que le dieron sus mayores, seguir sendas menos peregrinas y accidentadas, yo le indicaría que antes de escribir libros profesase en la orden de los gacetilleros. Y esto, porque pienso que el camino verdaderamente mollar que sería la profesión en la cofradía de los que muestran, si no todos los días al menos una vez a la semana, su gallarda figura en ese ingenio que algunos malintencionados denominan “la caja tonta” y cuya continua visión constituye hoy por hoy la principal ocupación de la buena gente , resulta harto dificultoso ya que para acceder a este paraíso terrenal , lo mismo que para el celestial , muchos son los llamados y pocos los elegidos.

 

      Desechado pues por su angostura este sin duda el mejor de los caminos, vuelvo a insistir en que procure V.M. ingresar en la orden de los gacetilleros, y a ser posible en la Gaceta Oficial de este País. Si sigue este consejo puede tener V.M. la certeza de que, popularizado su nombre de esta guisa, podrá alumbrar públicamente cualquier producto de su ingenio en la confianza de que, por muy torcido que le salga y por muchas necedades que en él vierta, será adquirido por una multitud de vecinos de esta Villa (que no lo han de leer), y puesto por sus cofrades solapistas (que tampoco lo habrán leído), sobre los mismos cuernos de la luna.

       Pero dirá con razón V.M. que me aparto del tema del estado de la crítica, objeto de su consulta. En fin, atendiendo a la misma, y una vez aclarado que su clamor no otorga los frutos provechosos que V.M. piensa, le confesaré que sin embargo si tiene una pequeña parte en las venturas o desventuras que pueden acompañar la vida de cualquier obra impresa. Así que , partiendo de ello y de su interés en este apartado, paso a ocuparme de la crítica.

      Divídese ésta en dos especies bien distintas, aunque no bien distantes. Una la constituye la denominada Crítica Doctoral; otra la designada como Crítica Solapera.

      La primera, cultivada mayormente por los enmucetados, tiene como objeto destripar cualquier escrito y , una vez convenientemente despiezado, analizar y glosar sus diversas partes con una jerga tan culterana, enrevesada y oscura que no la desentrañará el propio padre que la engendró; como destino los tiernos escolares y los ya talludos bachilleres; y como fin, no uno, sino doble: el primero facilitar material de estudio a aquellos de entre los bachilleres que tengan la absurda pretensión de seguir el ajetreado oficio de la docencia retórica; el segundo y primordial, despertar en la totalidad de los jóvenes y mozos a quienes va destinada tal odio por las bellas letras en cualquiera de sus manifestaciones que ya no conseguirán curarse de él en todos los años de su vida.

      Si la primera clase de crítica va como se ha dicho destinada a los escolares, a quienes se la impone como obligación penosísima, la comprendida en el segundo apartado tiene como destinatarios los lectores de las diversas gacetas y gacetillas que diaria, semanal o mensualmente se publican en esta Corte. Son pues sus autores gacetilleros, aunque ciertamente los más ruines y peor pagados de su profesión. De ellos gran parte han tenido o esperan tener tratos con las musas, por lo que entre sí practican hasta el abuso el “hoy por ti, mañana por mí”. El nombre de solapistas por el que son conocidos y que ha dado título a su especialidad , débese a la rara industria, ciertamente milagrosa, de poder escribir largo y tendido de cualquier libro sin haber leído de él otra cosa que la solapilla que acostumbra poner el editor. Éste al menos es el dicho popular, en el que no entro ni salgo. Conozco ciertamente gloriosas salvedades, tal las de un reputado crítico que se jactaba de no leer los libros pero, eso sí, realizar en ellos tres o cuatro calas, catándolos como a un melón, lo que le permitía perpetrar una glosa mucho más documentada y profunda que la del resto de sus cofrades. Poco tengo que objetar a tal procedimiento salvo que, aun cuando harto me consta que son legión los melones que engendran libros, un cierto respeto por la letra impresa hace que algo se subleve en mí cuando veo tratar a los libros como sí fueran melones.

      Dícese que son los solapistas , en mucha mayor medida que los doctorales, quienes hacen y deshacen la pública fama de un autor y encaminan con sus loas o soflamas cualquier folleto a la ventura o desventura. A esto yo le diría que hay solapistas y solapistas... Ciertamente quienes se acogen a la ya citada Gaceta Oficial gozan de grande y general predicamento y su voz, como la de todos quienes escriben en tal gaceta, es escuchada como si la del propio oráculo de Delfos se tratase. En cuanto la del resto ya es otro cantar y bien puede V.M. tomar sus loores o denuestos como agua de borraja.

      Aunque de otra parte no es el denuesto, sino el silencio, el triste destino que aguarda a la mayoría de los frutos de nuestros jóvenes autores, ya que los solapistas,  zahoríes de cualquier noticia que provenga de las Indias o de los Reinos europeos, aunque el libro en cuestión date de los tiempos de Maricastaña, se muestran sumamente avarientos a la hora de prestar su atención a las obras de sus convecinos, por considerar sin duda  que , salvo ellos y sus amigos, son todos unos alcornoques de quien no vale la pena preocuparse.

      Me dirá qué puede hacerse para merecer la atención de los gacetilleros solapistas cuando no se es uno de ellos ni se goza de su amistad. Pregunta es esta que tiene su intríngulis y que no creo estar en condición de responder. Me limitaré pues a trasladar lo que he escuchado en los mentideros de esta Villa.

      Cuéntase en ellos que es necesario salir de la mano de unas pocas editoriales que, o bien por estar en candelero o por tener tratos y trajines con determinadas gacetas, son las únicas que solicitan la dormida atención de los solapistas. También se afirma que la asistencia a determinados figones que estos frecuentan a altas horas de la noche, da a los autores ciertos aires de respetabilidad que los certifica como vivos, sin duda porque tales figones suelen también ser frecuentados por nuestras fuerzas vivas y nuestros respetables hombres públicos. Esto es lo que en nuestra Villa se conoce con los nombres singulares de “participar en la movida” y “estar al loro”.

      Pero no basta con estar, sino que hay que hacerse valer. Para ello, debe profesarse de dicharachero, paradójico, malhablado, casquivano y frivolón; sustentar opiniones disparatadas de una forma agresiva y hacer la pascua a diestro y siniestro. En otras palabras: ser lo que se ha conocido siempre como un botarate, voz en otros tiempos despectiva pero que en estos trastocados debe tomarse como suprema loa.

      De otras arterías para alcanzar el favor crítico también se habla por ahí. Aconséjase, por ejemplo, estar en situación de repartir prebendas, pertenecer a alguna de las camarillas gobernantes, detentar título de grandeza y, en general, ser, vivir y actuar como un señorito, estamento éste que a lo largo de nuestra historia es el que tuvo siempre la sartén por el mango. En cuanto a otras murmuraciones mas bien insidiosas, hago gracia de ellas a V.M. pues siempre he sido enemigo de la maledicencia.

      Pero a todo esto, dirá V.M., ¿qué hay de la obra en sí? ¿Es que no cuenta para nada? ¿Es que esos críticos no profesan ninguna doctrina estética, no mantienen ningún criterio literario? Lleva V.M. razón; así que, para concluir, hablaré de lo que a nuestros críticos les agrada y de aquello que les repele.

      Como agradar les agrada cierto tipo de fábulas milesias; todo lo etéreo, vano e inconsutil ; lo irracional, mágico y fabuloso; lo lejano en el espacio y en el tiempo; lo culterano, enrevesado y oscuro y, en general, todo lo que tenga un cierto aire exótico de acuerdo no ya tanto con los que soplan por Lutecia sino con los que, según creyeron detectar en un viaje semanal organizado, corren por la gran metrópoli imperial, por la que sienten una predilección tan incondicionada como incondicionado es su odio a todo lo que de cerca o de lejos les recuerde el gran imperio enemigo.

      Como repeler, les repele en grado sumo toda referencia al aquí y el ahora; cualquier pretensión moral o cívica; cualquier forma de expresión llana, concisa y correcta o cualquier manera de escribir con los pies en el suelo , que ellos motejan de pedestre.

      V.M. comprenderá por lo anteriormente dicho que hace ya luengos años dejé de frecuentar esas gacetillas a las que me he estado refiriendo, cosa en la que coincido con la totalidad de las personas sensatas de este Reino. Como por motivos que serían muy largo detallar y aquí no hacen al caso tampoco leo las gacetillas políticas y de opinión, confesaré con rubor que en la única parte de estas publicaciones donde me demoro, es en la que hace referencia de los juegos y diversiones públicas que constituyen el solaz semanal de nuestro pueblo.

      Termino ya, no sin volver a insistir, aunque me tilde de viejo predicador, en que abandone esa disparatada intención de sentar plaza de paseante en Corte y permanezca en su lugar, al calor de los suyos, cuidando su heredad, leyendo los viejos libros y, si persiste en ello, cultivando su musa moderadamente y sin más ambición que la de ser leído por aquellos sus amigos y parientes que siempre acogerán sus escritos con calor ; y ello no solo por el amor que le profesan sino, como sensatos, por saber que todo libro, por malo que sea, tiene siempre algo bueno y por tanto se le debe  un mínimo respeto a quien lo escribe.

      Presente los míos a sus señores padres a quienes beso la mano, lo mismo que, con el amor que siempre le ha profesado, hace con V.M. éste su padrino

 

El realismo, frustración y sueño

       Al hablar de realismo me vienen a las mientes aquellos lejanos años de mi bachiller en los que este nombre representaba un apartado de la Historia de la Literatura Universal que por entonces estudiábamos. Naturalmente entre los autores que el tal apartado recogía se hallaba Stendhal, cuya cita “la novela es un espejo a lo largo de un camino” ha llegado a ser toda una declaración de programa.

      Pero pienso que el problema está en que en este nuestro universo mundo no existe un único, sino múltiples caminos. Y que, sin embargo, casi todos los que han sido considerados como los autores más representativos del movimiento realista han estado paseando su espejo por el mismo camino: el de la realidad burguesa a la que tanto ellos como su público pertenecían. Tuvo que llegar Zola para que, tímida y un tanto programáticamente, el espejo reflejara otra realidad: la del proletariado. Esta novedad o cambio del camino reflejado sirvió para que el viejo realismo tuviese un hijo más o menos espúreo que fue denominado realismo socialista o más simplemente realismo social.

      Pero las matizaciones que en este concepto general del realismo pueden introducirse no están únicamente en los personajes, o en las clases en los que se encuadran estos personajes, que el espejo refleja. Se encuentra también en el hecho de que el espejo, a parte de reflejar el camino, puede deleitarse en reproducir al caminante que lo porta. Y que hay quien considera que este sistema reproduce aún mejor la realidad que el simple reflejo o espejismo del camino.

      Tal sería, por ejemplo, la opinión de un Marcel Proust. En el último tomo de su magna obra, en El Tiempo recobrado, cuando el autor expone su teoría de la memoria inconsciente y en relación con ella de la auténtica misión de la literatura, nos dice textualmente: “...De manera que la literatura que se contenta con 'describir las cosas' y dar solamente una miserable relación de líneas y superficies, es aquella que, denominándose realista, es la más alejada de la realidad, aquella que más nos empobrece y apena , pues corta bruscamente toda comunicación de nuestro yo presente con el pasado, cuyas cosas conservaban la esencia, y con el porvenir que ellas nos incitan a probar de nuevo. Es ella la que el arte digno de este nombre debe expresar y, si fracasa, se puede aún extraer de su impotencia una enseñanza _mientras que no se extrae ninguna de los éxitos del realismo_, en saber que esta esencia es en parte subjetiva e inmodificable.”

      Como vemos Proust apuesta claramente por un espejo que refleje no las cosas que se encuentran a lo largo del camino, sino la esencia misma del portador_autor, lo que, a su vez, ayudaría al lector a encontrar también su propia esencia. Pero en cuanto que el portador se encuentra en el camino, el espejo al reflejarlo también reflejará los accidentes de éste. Y este reflejo no dejará por ello de ser realista.

 

      Pero tampoco aquí se agota la cuestión , pues sin abandonar el  espejo y el camino, uno se encuentra que el espejo puede muy bien no ser un espejo normal, que refleja las cosas tal como aparentemente son, sino un espejo deformante que, en su deformación, puede pretender un reflejo cuya verdad esté mas allá de la mera apariencia. ¿Dejaríamos por ello de hablar de realismo, de hablar de un intento de reflejar una realidad ?

      Cuando yo estaba luchando con mi primera novela, en España la cosa parecía bastante clara. Predominaba el realismo en su sentido más tradicional, y más específicamente el realismo social. No sólo se pretendía que el espejo reflejase la realidad, sino que la modificase. Para algunos escritores la novela o la poesía eran una forma más de la lucha contra Franco. El hecho de que Franco muriese de viejo muchos años después, demuestra que esta forma de lucha, lo mismo que otras más idóneas, resultaron más bien estériles.

      El caso es que una buena parte de esas novelas se planteaba desde el prisma de la lucha de clases de una forma un tanto simplista y maniquea, con burgueses o pequeños burgueses perversos y obreros a los que su mera pertenencia a una clase les investía de un halo seráfico. Había otros novelistas que planteaban sus obras desde unos presupuestos menos esquemáticos y más acordes con la visión del realismo tradicional, paseando su espejo por el camino de la burguesía o pequeña burguesía, e intentando reflejarlo de la manera más directa posible, aunque siempre teñido de una intención crítica. En los unos como en los otros, el reflejo de la realidad se llevaba a cabo mediante la reproducción de todo lo directamente observable, tanto del paisaje como del paisanaje del que se limitaba, por prurito de fidelidad a la realidad, a describir las acciones y los diálogos ya que, conforme a la escuela entonces domínate , los pensamientos de una persona son secreto y ni siquiera el inventor de la criatura puede tener acceso a ellos.

      Pero yo personalmente, estaba un poco fuera de aquel modo o moda entonces imperante. Sin renunciar a la realidad, mi preocupación se orientaba más hacia el portador del espejo que hacia el camino por donde transitábamos. En otras palabras: mi escritura pretendía reflejar mis propias frustraciones, angustias y obsesiones a través de unos personajes que venían a ser como reflejos deformados de mi mismo. De ahí que tampoco tuviese reparo, como tenían la mayoría de mis colegas siguiendo en buena parte la doctrina pontificada por José María Castellet en “La hora del lector”, de entrar en la conciencia de mis personajes, ya que en buena parte mis personajes y yo éramos lo mismo, y yo si puedo entrar en lo que pienso o en lo que piensa mi criatura.

      A lo que no renunciaba es a que éstas se moviesen en un tiempo y lugar concreto,  tiempo y lugar tomados de la realidad. Y que fuese precisamente esta realidad de un tiempo y lugar concreto la que hacía que mis personajes fuesen como eran. Y de esta manera, al describir los personajes desde dentro, al describir sus pensamientos, sus traumas, sus sueños y sus temores, estaba al mismo tiempo dando cuenta de una manera indirecta de aquella realidad, la realidad de la España franquista que los había condicionado.

      No era una realidad externa la que yo y otros escritores nos forzábamos en describir, sino la realidad interna de unos personajes que, al tiempo, representaban hasta cierto punto la propia realidad interna del autor. Pero sin embargo, la realidad en la que tanto el autor como los personajes se encuentran inmersos aparece, si bien en forma oblicua, tan nítidamente como en las obras del realismo tradicional. Proust no pretende hacer una crónica de la sociedad en que vive, tal como se propone Balzac, pero la realidad de la Francia de Proust aparece retratada en La busca del tiempo perdido con tanta profundidad como la de la Francia de Balzac en La comedia humana.

      La frustración y el sueño pueden ser, y muchas veces lo han sido, no sólo materia, sino motor de la literatura. El escritor es en buena parte un inadaptado, un ser que no encaja en los roles de la sociedad en que se encuentra. Existe un recíproco rechazo entre el artista y el entorno en que éste se desenvuelve. Incapaz de aceptar los valores exaltados por la sociedad en que se mueve, rechazado por ésta en cuanto que no tiene una misión específica en la producción, éste ser frustrado se revuelve contra ella. Esta revuelta puede seguir varios caminos. Uno de ellos será el de la denuncia directa, describiendo los vicios y taras de esta sociedad. Otro será el de refugiarse en sus propios sueños. La obra literaria puede ser la materialización de este soñado refugio.

      La frustración general del artista creador se acentúa cuando su marco político-social es una dictadura. Porque toda dictadura tiene por objeto anular la personalidad, convirtiendo a su súbdito en elemento indiferenciado de una masa impersonal sometida ciegamente a los dictados del estado totalitario. Si la represión es el arma última de este proceso de anulación personal, la educación dogmática y castradora es el medio más eficaz del que se sirve el estado totalitario para conseguir este hombre impersonal sometido a sus dictados.

      De esta manera el escritor que crea una obra en la que pretende reflejar sus propios conflictos y traumas, creará unos personajes que, en cuanto reflejos de su propia autoinvestigación, estarán reflejando también una buena parte de esos conflictos. Y en un tiempo de frustración generalizada sus personajes, necesariamente seres frustrados, tendrán un valor también generalizador que reflejará una de las características mas definitorias de la sociedad en que se mueve; una de las características definitorias, en el caso a que nos estamos refiriendo, de la dictadura.

      Y es así como mis dos primeras obras, desde unas propuestas bastante distintas de las de la mayoría de los autores de mi generación, a pesar de que para muchos eran unan obras un tanto idealistas y al margen del compromiso de la literatura de entonces, participan en mi opinión de aquel compromiso de denuncia de una situación _la dictadura franquista y sus mecanismos de dominio_ en el que estaba embarcada la novela de aquellos tiempos.

      Pero mí denuncia no estaba hecha desde la descripción externa de la realidad, sino desde el análisis de la interiorización de los mecanismos represivos. La interiorización en aquellos personajes frustrados llevaba necesariamente a las causas de su frustración y a los mecanismos de que se servía aquella sociedad frustrante para lograr sus objetivos. Y llevaba también a la consecuencia de aquella frustración. Al aislamiento, la soledad, la incomunicación del hombre en la sociedad en que nos ha tocado vivir.

      Como única defensa estos seres frustrados tienen la de edificar , frente a este hostil mundo de su realidad exterior, el mundo interior de sus sueños. Es una solución neurótica. Pero esta solución es, en gran medida, la del intelectual en la sociedad de nuestro tiempo. Y es, sobre todo, la solución del creador artístico. Así yo, al reflejar a aquellos soñadores, me estaba reflejando a mí mismo como autor. La creación literaria en la que describía el sueño en que se refugiaban mis personajes, era a su vez el sueño donde yo buscaba mi propio refugio.

ir al índice

PULSA AQUí PARA LEER OBRAS DE CREACIÓN DE ANTONIO MARTÍNEZ MENCHÉN Y EN CADA APARTADO PARA LEER ENSAYOS :

- Hechos I

-Hechos II

- Estudios literarios

 

AQUÍ PARA LEER UNA CRÍTICA A SU TRILOGÍA LA PLAZUELA DE SAN JUSTO

 Y AQUÍ PARA LEER UN  ESTUDIO SOBRE ANTONIO MARTÍNEZ MENCHÉN

IR AL ÍNDICE GENERAL