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Deseando morir,  estoy rendido...

Al cisne

Epigrama

El segundo Claramonte

La hija de Celestina

Entremés del Comisario contra los malos gutos

Entremés de La castañera.

Deseando morir, estoy rendido

a esta vida inmortal con quien peleo,

mal se me cumplirá ningún deseo

si el de morir aún no se me ha cumplido.

Yo, de la muerte pretensor, perdido

de mi solicitud el tiempo veo,

si no es que como tal vida poseo

en ella viene lo que yo he pedido.

Oh muerte, tantos años pretendida,

que has de venir después de haber gastado

en esta pretensión toda la vida.

Entonces poco te estaré obligado,

pues vendrás perezosa y divertida

más que por mí para cumplir el hado.

 

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AL CISNE

Ave de nieve que rompiendo espumas

de ese cristal lascivo donde cantas,

las cándidas espumas que levantas

son igual competencia de tus plumas.

No es bien que cuando mueres lo presumas,

porque tu vida empieza en lo que cantas,

que a tus méritos propios te adelantas,

para adquirir las alabanzas sumas.

Cantando con espíritu del cielo,

 te despides del orbe de la tierra:

que allá premio a sus méritos previenes.

Mas si es tu voz un cielo acá en el suelo,

lo por nuestro daño se destierra,

que en ella misma lo que buscas tienes.

 

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EPIGRAMA

 

Si antes que sepa juntar

 las letras, al niño que es

 hijo mayor del marqués

le enseñan a galantear,

Camila, no lo desdores,

calla y baja la cabeza,

que hasta ignorar es grandeza

y mérito en los señores.

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por llenar más presto el vaso,

no fue al monte del Parnaso

por agua, sino a Belmonte;

ya en soberbia es Rodamonte,

porque en Belmonte le han dado

el estilo más rodado;

y pudiéranlo excusar

que él tiene para rodar

una bola en cada lado.

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LA HIJA DE CELESTINA

I

Llega la hija de Pierres y Celestina a Toledo en una noche de regocijo, y mientras ve la fiesta arma conversación con un mozuelo de poca malicia, que la da ocasión de ejercitarla suya

A

 

 la imperial Toledo, gloriosa y antigua ciudad de España, tan gloriosa que la reina a quien hacen corte los serafines la ennobleció con visitalla, dejando por testigo la piedra donde puso sus plantas —a quien la fe y piadosa religión de sus católicos ciudadanos devotamente reverencia—, y tan antigua que la soberbia del romano Imperio no la juzgó por indigna de ser asiento de su silla las veces que sus príncipes vinieron a España, llegó una mujer llamada Elena —a cuyo nacimiento y principios les espera más agradable lugar— en el tiempo que la primavera anda tan liberal con los campos que a ninguno deja quejoso ni mal vestido —aunque en las galas que les reparte hace de unos a otros diferencia notable—; mujer de buena cara y pocos años, que es la principal hermosura; tan subtil de ingenio, que era su corazón la recámara de la Mentira, donde hallaba siempre el vestido y traje más a su propósito

conviniente.

Persona era ella que se pasara diez años sin decir una verdad; y lo que más se le ha de estimar es que nunca la echaba menos, y vivía muy contenta y consolada sin sus visitas. Cierto que mentía con mucho aseo y limpieza, y que salía una bernardina de su boca cubierta de pies a cabeza de tantas galas que se llevaba los oídos de los que la escuchaban, sin poderse defender los más severos y rigurosos ánimos.

Decía ella muchas veces que aquello era todo buen natural, y tan copioso que en una hora que ella se recogiese con su pensamiento echaba una tela que le duraba todo el año; y era tan casera y hacendosa la buena señora, que nunca salía del telar. Bastara muy bien a dar provisión desta mercadería, quedándole la casa llena, a todos los poetas de Castilla —con haber tantos que se pudieran hacer a sus tiempos sacas dellos para Vizcaya, atento a ser tierra que no los lleva y que para tenellos es fuerza que los traiga de fuera del reino—; al fin, pasaba con esta gracia su vida, que, acompañada de su cara, dentro de pocos años hicieron mucha hacienda.

Eran sus ojos negros, rasgados, valentones y delincuentes. Tenían hechas cuatro o cinco muertes, y los heridos no podían reducirse a número: miraban apacibles a los primeros encuentros, prometiendo serenidad; pero en viendo al miserable amante engolfado en alta mar, acometían furiosos, y usando de aquella desesperada resolución «Ejecútese luego», daban fin a su vida.

Vestíase con mucha puntualidad de lo más prático: lo menos costoso y lo más lucido; y aquello, puesto con tanto estudio y diligencia, que parecía que cada alfiler de los que llevaba su cuerpo había estado en prenderse un siglo; el tocado siempre con novedad peregrina, y tanta, que el día que no le diferenciaba, por lo menos el modo con que le llevaba puesto no era ya hoy como ayer, ni como hoy mañana; y tenía tanta gracia en esto de guisar trajes, que si las cintas de los chapines las pasara a la cabeza y las de la cabeza a los chapines, agradara: tan vencidos y obligados estaban de su belleza los ojos que la miraban.

Para su cara no consultaba otro letrado de quien más se fiase que el espejo; y así, muy de ordinario acudía a tomar su parecer, no atreviéndose a salir de su voluntad, donde las cejas, los dientes, el cabello y, al fin, desde la menor hasta la más principal parte, pasaba rigurosa censura y obedecían su corrección.

Pues si hablamos del espíritu noble con que ella hacía vivir todas estas cosas y parecer que en cada una dellas asistía un alma particular, es ofender a la Naturaleza pintando mal lo que ella dio bien. Cada una de sus hazañas me importuna por particular corónica, y son tan dignas de vivir celebradas, que nunca seré culpado de prolijo. ¡Oh, qué mujer, señores míos! Si la vieran salir tapada de medio ojo, con un manto destos de lustre de Sevilla, saya parda, puños grandes, chapines con virillas, pisando firme y alargando el paso, no sé yo cuál fuera dellos aquel tan casto que por lo menos dejara de seguilla, ya que no con los pies, con los ojos, siquiera el breve tiempo que estuviera en pasar la calle.

Con estas gracias y otras muchas con que se duerme agora mi pluma —porque piensa, despertando a muchos, hablar a su tiempo—, entró cuando la noche, y en ocasión en que la ciudad ardía en común gozo, porque los más principales della hacían una máscara celebrando las bodas de un caballero forastero y de una señora, deuda de todos.

Las ventanas estaban pobladas de varias luces, así de las artificiales como de las naturales que nacían de los hermosos ojos de tantas damas, que cualquiera dellas era un seguro competidor del cielo. Seguro, digo, porque le vencía con tan manifiestas ventajas que allí la victoria no estaba dudosa: porque esta felicísima ciudad goza —llevando a todas las demás destos Reinos la gloria— insignes mujeres, bellas en los cuerpos, discretas en las almas, curiosas en el traje, suaves en la condición, liberales en el ánimo, honestas en el trato; deleitan cuando hablan, suspenden cuando miran, siempre son necesarias y jamás su lado parece inútil. Porque como, demás de la belleza —en cuyo gozo se ocupa y ejercita el apetito que tan fácilmente se cansa y enoja de lo que buscó con ansia y solicitud—, les dio el Cielo la alteza de los ingenios, manjar forzoso del alma —y éstos mientras más se tratan más se aman—, es fuerza que en todos tiempos agraden. Y parece que allí el Cielo generalmente, con particular cuidado, usó con todas esta liberalidad, porque pocas son las que viven sin la compañía destas buenas partes.

Por las calles y plazas públicas también andaban muchas de menor calidad en la sangre —que en lo demás bien competían—, a cuyo olor iban mozuelos verdes y antojadizos, destos que ponen su felicidad más en que se sepa que no en que sea; «Dígase, aunque nunca se haga»; gente que porque con una rodela y un estoque de siete palmos, yendo trece en cuadrilla, hicieron volver las espaldas a un corchete mulato y zurdo, pregonan valentía y piensan que tienen juridición sobre las vidas de sus vecinos: persuádense a que todo lo matan: a las mujeres con su amor y a los hombres con su rigor; y al fin los más mueren a los pies de su confianza.

Todos se esforzaban para hablar bien; no había ingenio que entonces no quisiese sacar a luz sus curiosidades. Ya hubo alguno, tan dasalmado tahúr del vocablo, que jugó los ojos de su dama: porque como fuese en profesión y hábito de estudiante y le preguntase la causa de sus desvelos que cuántas hojas había estudiado aquel día de sus Bártulos, respondió: «Señora mía, pocas; porque como siempre estudio en esos ojos, fáltame tiempo para las hojas». Con razón se puede correr un honrado ingenio la vez que, por descuido y grave desdicha suya, cae en bajeza semejante; porque este estilo y corriente bárbara se ha dejado solamente para los estudiantes sumulistas, porque, como nuevos en las escuelas, tienen dispensación para que aquel primer año, aunque sean viciosos deste juego, no incurran en pena alguna.

Uno déstos se le arrimó a nuestra Elena, que esperaba la fiesta junto a la Puerta del Perdón —porque por hacérsela al Illustrísimo, estaba aquel lugar entre los señalados para la carrera—. ¡Oh, qué tal que era ella para desenvolver un mentecato! Parecía purga de necios, porque, visitándoles todos los rincones del pecho, les hacía vomitar, como dicen, las entrañas. Tomole la medida, reconociole una y otra vez, sintiole flaco y atreviósele: púsole luego en el potro de la lisonja, y con halagos falsos le hizo confesar lo que nunca imaginó.

Supo dél que era paje de un caballero viejo, tío del que aquella noche se desposaba, hombre de los más ricos y adinerados de Castilla, y que dejaba después de sus días por heredero al sobrino, a quien amaba tiernamente, como a única prenda de su sangre; el cual había solicitado tanto estas bodas —porque se mejoraba mucho en calidad con ellas—, que esforzó a dejar su tierra, que era el Andalucía, para dar más calor a la pretensión haciendo presencia: interés que le había puesto en una cama a peligro de perder la vida, por ser hombre de muchos años y haber intentado una jornada tan larga como es la que hay desde Sevilla a Toledo, en los caniculares del invierno, que es como si dijéramos en los mayores fríos de noviembre.

Ella oía atenta y él proseguía sin recelo, cuando la desembarazada y embarazosa picardía —porque para ninguna cosa halla estorbo y en ninguna deja de hacelle aquella gente, tan acomodada que en todas partes encuentra la mesa puesta y la cama hecha— venía anunciando la máscara, corriendo y gritando desordenadamente, como ufana de ver que también en este mundo hay ocasiones en que traen los pícaros mejor lugar que los caballeros.

Mezclábanse al descuido entre la gente, y, como padres comunes de bolsas desamparadas, si hallaban alguna huérfana la recogían con tanta caridad que la hospedaban en su mismo pecho. No me espanto: que todos buscan la vida en este mundo trabajoso, y los más hurtando. Y éstos, entre los muchos del arte, son dignos de causar mayor lástima, porque caminan al más grave peligro y conquistan pequeños intereses.

Coge un desdichado una bolsa con veinte reales y danle docientos azotes. ¡La ganancia es buena! ¡No le diérades siquiera a real por azote! Sin duda que el más bárbaro jubetero en cualquier ciudad o villa es el verdugo, pues por tan corto precio como cuatro reales —que no son más sus derechos— os vestirá un jubón tan al justo que parezca que os viene como si con él naciérades. Y trae muchos provechos el servirse de tan buen oficial, y el mayor es que todo lo que él obra lo acaba tan a propósito del talle de la persona para quien lo trabaja, que no puede servir a otra, y así naide hay que se atreva a pedillo prestado; dura tanto como la vida del dueño, y a veces más, porque la fama queda en la memoria de muchos.

Corrieron sus parejas los caballeros, que venían por estremo galanes, tan bien, que el vulgo, suspenso, les daba las gracias en altas y confusas voces. Pero nuestro relator proseguía con su proceso y el juez malicioso escuchaba como quien siempre se prometió que aquella conversación le había de ser llave para abrir algún escritorio. Últimamente entendió que el desposado era un hombre muy rendido a las flaquezas de la carne, y tan rompido en este vicio, que no solamente procuraba la gracia y buen acogimiento de las damas con regalos y cortesías, sino que a más de una doncella había forzado —travesuras que le costaban al viejo mucha cantidad de hacienda—; y que uno de los fines porque más deseó casalle fue por entender que con la nueva obligación del matrimonio asentaría el pie firme, reconociendo que los tiempos no caminan igualmente y que los hombres principales deben mudar, con el estado, las costumbres.

Este punto fue muy agradable a nuestra Elena, más hermosa que la griega y más liviana —que en lo uno y en lo otro, aunque vino tantos años después, la pasó muy adelante—: porque sobre él fabricó su industria lo que presto sabréis. Preguntole cómo se llamaba y de qué tierra era; él dijo:

—Antonio de Valladolid.

—¿Antonio? —respondió ella—. ¡Por muchos años, señor galán! ¡Oh, qué buen nombre! No presumo yo que será menos el hombre: toda mi vida me ha corrido con hijos de vecino de Valladolid buena suerte; y cierto que tengo notado esto con cuidado: que es gente a quien más que a otra me inclino. No sé: en mis ojos son las que con más gala se visten, hablan más a tiempo, corresponden con mejor trato; los más son tan bien entendidos que pueden aconsejar, y los que no, tan cuerdos que las cosas más fáciles no las intentan sin pedir consejo; no desconocen las caras de los amigos cuando los ven en trabajos, y a los enemigos perdonan, cuando se humillan, las mayores injurias, considerando que es feo vicio el de la venganza. ¡Oh Antonio mío, y cuántas virtudes te contaré de tus paisanos! Labor tengo para muchos días.

Cuando el mozo, mal advertido y poco ejercitado en semejantes refriegas, se oyó llamar «Antonio mío» de aquellos labios —de cuya hermosura elegante se pudiera vencer mayor sujeto que el de su corto ingenio—, calentósele más el alma, y el corazón, inquieto y turbado, perdió pie; olvidósele a la lengua su oficio, y loco de verse favorecido, no sabía por dónde dalle gracias: poníasele el ingenio de puntillas y, haciéndose ojos, buscaba razones que le sacasen de vergüenza. No pensó él que le dejaran sentar en el umbral de la puerta, y viose llevar mano a mano hasta el retrete; holgárase de coger la fruta después de San Juan, y hallola madura por Navidad; celebrara por mucho favor que le dieran con el pie, y pusiéronle a la mano derecha en la mejor silla. «Cierto —decía muchas veces en su corazón— que todos los sucesos están a voluntad de la Fortuna: ella dispensa con absoluto parecer, y sus órdenes son  obedecidas; en vano solicita con lágrimas tiernas, pierde los ruegos y las esperanzas el que no camina debajo de sus alas. Yo, un pobre paje con quien las medias se apuntan cada día; los zapatos de vergüenza de verse rotos pierden el color y de negros se vuelven blancos; el sombrero suda de congoja de lo mucho que sirve; la capa y ropilla tan peladas como si hubiesen pasado por el martirio de las unciones; el cuello y puños con tantas ventanas, que si fueran casas en la plaza de Madrid me valieran un día de toros muchos ducados: persona en quien los codos son muy parecidos a los zapatos, porque también en ellos traigo tacones, escusando con esta diligencia que la miserable camisa no se ponga a acechar por ellos y hacer cocos —que, según está de negra, bien puede— y espantar todos los niños de las vecinas; ¡yo, pues, he merecido por intercesión de mi buena estrella, en un hora, un bien tan grande que si le conquistara un poderoso soberbio —a costa de muchos pasos y a fuerza de infinitos dineros, en largo discurso de tiempo—, se pusiera en estado que fuera menester dalle memoriales para acordalle que era hombre y debía mirar por su juicio!»: tan abrasado estaba del fuego desta nueva Elena nuestro Antonio, ya segundo Paris, que con tales pensamientos se entretenía.

Acompañola hasta su posada y ella hízole entrar; rogole favoreciese una silla, y al obedecella él y sentarse, cayósele la daga de la vaina, y si no acudiera el remedio con prontitud, estuvo cerca de clavarse en ella; pero, volviéndola a su lugar, dijo:

—Cualquier daño que me sucediera, justamente le merecía, pues ya que esta noche tuve antojo de ponerme un aderezo de espada y daga de los muchos que tiene el desposado, escogí éste, que se le dio el mal acondicionado viejo de su tío y mi amo, día de San Pedro, este verano pasado, en una jornada que hizo a la Montaña; que bastaba ser don de manos tan avarientas para recelar dél cualquiera mal suceso.

—¡Ay Jesús —dijo ella—: hame querido dar vuestra merced pesadumbre! ¡Ténganme, tengan, ténganme, que me cairé muerta! ¡A fe que se me ha ausentado el alma, y más lejos de lo que parece! ¡Quítese esa daga luego, que no quiero que, por lo menos esta noche, la traiga consigo!

Y así como lo dijo, ella misma ejecutó su voluntad y se la tomó con su propria mano, que él —aprovechando la ocasión— besó y ella no defendió, preguntándole que a qué hora sería el desposorio, porque determinaba ir embozada, si en Toledo, por la vecindad de la Corte, en semejantes ocasiones se permitía.

—Tarde —respondió—. Pienso que serán más de las once de la noche: porque esperan que llegue de Madrid un señor de título, muy cercano pariente de entrambas partes y por cuyo medio y buenos oficios ha tenido este casamiento efeto. Y, según dijo un criado suyo que llegó a Toledo a las cuatro de la tarde, vendría muy noche, porque no podía salir de Madrid hasta después de mediodía. Y si vuestra merced me diese licencia, me volvería a ver a mi viejo; que le dejo en la cama, y me la concedió limitada por un hora; y yo, obligado de la mucha que de vuestra merced indignamente reconozco haber recibido, he alargado la facultad de un hora a tres, que a mí me han parecido un breve instante. Y téngame lástima por amor de Dios, pues pierdo el regalo de su dulce conversación por la de un caduco impertinente, templado al tiempo del conde Fernán González, más hidalgo que Layn Calvo, y tan montañés que me dice infinitas veces esta vanidad que la Casa de Austria deja de ser la más illustre de todas cuantas hoy hay en el mundo solamente por no haber tenido sus principios en las montañas de León. Es persona que vive y se gobierna por las pragmáticas de los varones antiguos; respeta a las mujeres como a cosa sagrada; a todos los hombres bien nacidos —aunque sean tan pobres que no les cubra otra capa sino la del cielo— iguala con su persona; tiene en la memoria las sentencias del sabio Catón, que andan en bocadillos de oro, y refiérelas con mucho respecto y veneración. Y a fe que no hay poco trecho desde este mesón del Carmen hasta las casas del conde de Fuensalida, adonde está aposentado el señor don Rodrigo de Villafañe, mi amo; no sé yo cómo me estoy tan descuidado en el verle, dándome uno y otro floreo; y más, que esta noche, como han de acudir a la casa de la novia, donde se ha de celebrar el desposorio, es fuerza que le dejen solo. Al fin, señora, voyme; y quedo con vuestra merced tan presente, que será más fácil dejar el alma el amistad y compañía del cuerpo, que la de vuestra merced y sus hermosos ojos.

Así razonaba, cuando oyendo ella golpes a la puerta, dijo:

—¡Ay dicha mía!, ¿cuándo seréis vos buena? ¡Tarde o nunca! ¡Esto me teníades guardado agora! A la vejez, cuando no hay muelas, el pan más duro. ¡Señor, ánimo y al remedio! ¡Escóndase presto!

Y diciendo esto, metiole por la mano en otro aposentillo más adentro, donde, torciendo la llave, se le dejó olvidado por más horas de las que él pensó.

 II

Hace un sutil engaño la hija de Pierres y Celestina, y volviendo las espaldas al peligro, huye de Toledo

A

 

briendo, pues, al que llamaba, que era un galán suyo —que a título honesto de hermano, para cumplir con la buena gente, la acompañaba en bien peligrosas estaciones—, recibiéndole entre sus brazos, en breves palabras le contó al oído la aventura de aquella noche, y dándole parte de todo su pensamiento, mandó poner el coche de mulas en que había venido; y entrando con ellos una criada vieja, mujer muy cumplida de tocas y rosario, de cuyas opiniones y dotrina se fiaban los negocios de más importancia y peso, y en un estribo un pajecillo de catorce a quince años, diestro en las embajadas de amor —cuyas manos eran dichoso paso para cualquier billete, porque dellas con seguridad llegaba a las del galán o dama a quien se dirigía—, caminó a la calle de los Cristianos modernos, en cuyas casas es más nueva la fe que los vestidos, aunque los hacen cada día para vestir con ellos a los que los pagan, tanto más de lo que valen, que, si lo consideran, más los desnudan que los visten.

Ya iban los de la máscara desordenados, por aquí dos, por allí cuatro, todos a mudarse hábito, y el pueblo trataba de recogerse. Don Sancho de Villafañe, que era el desposado, que caminaba con su compañero a lo que los demás, encontró el coche; y con la luz de las hachas acertó a ver el rostro de Elena, que de paso le tiranizó el alma con tan poderosa fuerza que, si le fuera posible, siguiera la hermosa forastera y perdonara de muy buena gana las bodas; y sin duda se arrojara en los brazos de tan loco disparate si no ahogara la prudencia por entonces este deseo, que antes de nacido fue muerto. Él prosiguió a su negocio y ella al suyo: que, alargando el paso, en breve tiempollegó a la ropería, adonde, entrando en la casa más proveída, sin reparar en conciertos —porque entonces, por no detenerse y ganar tiempo, quería perder dinero— compró tres lutos que vistieron ella, su hermano y el pajecillo, sin atender a la curiosidad y aseo de que conformasen con los talles de las personas.

Volviéronse al coche, que los llevó a las casas del conde de Fuensalida. Aquí ordenó al pajecillo que se apease y, preguntando por el cuarto del señor don Rodrigo de Villafañe, entrase en sus aposentos y le dijese que una señora montañesa que acababa de llegar de León para un negocio de mucha importancia y consideración le quería besar las manos, y así, le suplicaba que en todo caso le diese licencia.

El muchacho obedeció, volviendo con muy buen despacho. El buen viejo mandó a otro paje —compañero del que estaba encerrado— que pusiese sillas y saliese con un hacha a recebir visita de tanta autoridad, y él se incorporó en la cama dándose priesa a poner los botones del jubón y añudando más el tocador que tenía en la cabeza puesto, cuando clavando los ojos en la puerta de la pieza, vio, no con pequeña admiración de sus ojos y mayor de su corazón, entrar un hombre tan cubierto de luto que pudiera segunda vez retar a Zamora, y después dél dos mujeres en el mismo traje —aunque el de la más moza representaba mayor dolor, porque traía cubierto el rostro con el manto negro y basto—, a quien seguía el pajecillo, no menos enlutado, y llevándola una falda tan larga que, dejándola caer luego como entró en la sala, ocupó todo el suelo.

Hicieron al enfermo tres reverencias, todas por un compás: la primera, al entrar por la puerta; la segunda, en medio del aposento; y la tercera, al tiempo de tomar las sillas. Sentáronse las dos hembras y arrimáronse a un lado, descubiertos, los varones, porque pareció convenir así: que también Montúfar, que hasta entonces había representado el papel de hermano, le hiciese de criado. El enfermo las recibió quitándose con las manos un bonete de seda que, sobre el tocador, tenía puesto en la cabeza, y diciendo:

—Beso las manos de vuestras mercedes mil veces. ¡Oh, cuánto me pesa, nobles señoras, del doloroso traje! Díganme vuestras mercedes así la causa dél como la ocasión de venir a hacerme este favor en hora tan fuera de costumbre para las mujeres principales.

Aquí, Elena, que sabía que una mujer hermosa tal vez persuade más con los ojos llorando que con la boca hablando, en lugar de razones, acudió con una corriente de copiosas lágrimas tan bien entonada, ya alzando, ya bajando, limpiándose ya con un lienzo los ojos por mostrar la blanca mano, y ya retirando el manto porque se viesen en el rostro las lágrimas —que, cuando es hermoso, tanto obligan a piedad vistas como oídas—, que a quien tuviera el pecho tan duro como la condición de un miserable, rindiera y le forzara a compadecerse.

Estaba el viejo en éxtasis, y cuando esperaba conocer de dónde traía el origen tan desesperado sentimiento —porque el río de los ojos de Elena, que se había estendido por todo el campo de la cara, sufría ya márgenes y se volvía, como dicen, a la madre—, la anciana vieja, que le pareció empezar por donde la compañera acababa, acometió con tanto brío que mal año para lo que la otra había llorado; al fin, como persona que de muchos años atrás estaba enseñada a hacello de sol a sol sin necesidad.

Advirtió que sería de mucho efeto para el auditorio acudir al ademán de los cabellos, y tirando de unos que ella traía postizos toda la vida para hacer más al vivo semejantes pasos, pareció que los arrancaba a manojos. El muchacho, que estaba detrás de las sillas, cuando le hicieron la seña que entre ellos venía concertada, derramó lo que fue bueno: haciendo todos tres una capilla que se pudiera alquilar, si fuera el tiempo del Cid Ruydíaz, para plañir los difuntos.

El miserable oyente humedeció también la cara, y esforzándose para hablallas, las conjuró por todos los santos del Cielo para que, corrigiendo el llanto, le diesen parte de su principio; porque aseguraba, a fe de caballero y honrado montañés, que la menor prenda que por ellas aventuraría sería la hacienda: porque la vida poca que le quedaba, con mucha liberalidad la perdería en su servicio, pesándole de no estar en los primeros tercios de la edad —cuando la sangre arde y los miembros se hallan fáciles— para que conocieran en las obras sus deseos.

Oyéronle más blandas, serenaron los semblantes y pareciéndoles que en el llanto habían andado tan cumplidas como quien ellas eran y que contadecía a buena razón gastar allí todo el caudal, porque no sabían en las necesidades que adelante, con el tiempo, se verían desta moneda, demás de que se perdía en la dilación, la vieja, echándose el manto en los hombros, porque el rostro venerable obligase más, empezó a orar deste modo:

—Guarde el Cielo a vuestra merced, señor don Rodrigo de Villafañe, y dele la salud que puede: que aunque nosotras le traemos malos instrumentos para tenella (porque pesares grandes más son agentes que solicitan la muerte), se la deseamos con veras. Pero cuando las ocasiones vienen tan estrechas que es fuerza huir, naide hay que no se arroje por la ventana, si no halla cerca la puerta. El caso es apretado, y la razón nos avergüenza dando gritos.

Aquí se dio el viejo una palmada, y arrancando un suspiro, dijo:

—¡Plega a Dios que yo me engañe! ¿Es alguna mocedad o, por mejor decir, necedad, de las que hace mi sobrino? No querría que por adivino me azotasen. Prosiga vuestra merced, y, si puede, no pare, hija, porque será darnos muy mala noche.

Cobró Elena con esto un ánimo valeroso, y acometiole diciendo:

—Pues vuestra merced, por tantas esperiencias, conoce sus liviandades y sabe que no tiene ley si no es con sus apetitos desordenados, no se le hará nuevo a los oídos mi caso, porque habrá remediado otros muchos semejantes. Cuando vuestra merced, por mi desdicha, este verano pasado envió a ese caballero a nuestra tierra, me vio en una iglesia, adonde, si fuera verdad lo que él me dijo, los dos nos pudiéramos quedar en ella: yo retraída como matadora, y él sepultado como difunto; porque me afirmó que mis ojos habían sido poderosos a quitalle la vida, valiéndose del lenguaje común y tretas ordinarias. Siguiome hasta mi casa, y aunque pudiera respetarme por mis deudos entonces, pues en ella conoció la calidad de mi sangre, no quiso: escribiome, paseó mi calle, de día a caballo y de noche a pie acompañado de músicos, y al fin, por morir consolado, hizo todas las diligencias posibles, como prudente enfermo. Pero viéndose de mí cada día peor acogido y que los ruegos eran de poco efeto, aconsejado de una esclava berberisca que era de mi madre, que vivía entonces, a quien él había ofrecido libertad, fue a cierta huerta donde yo las mañanas del verano solía (como quien tenía el ánimo limpio de sospechas, sola y sin más compañía) ir con ella de la mano a recrearme. Y habiéndose encerrado en los aposentos del casero y guarda que la asistía, a quien con cierta industria envió al lugar, no quedando allí sino un muchacho de edad de once a doce años, aguardó a que yo estuviese dentro, y quitándole las llaves cuando le pareció ocasión, se hizo dueño de las puertas; donde, con una daga que me puso a los pechos, alcanzó con villana fuerza lo que no había podido con blanda cortesía; para cuyo efeto, cuando me vio rendida, dejó caer la daga en el suelo. A este tiempo, volvió el hortelano acompañado de otros y llamando a las puertas con priesa, él, que temió más a la pena del delito que a la vergüenza de habelle cometido, huyó por unas tapias dejándose allí las llaves, con que el muchacho abrió a su padre y los demás que lo acompañaban. Yo alcé la daga, y guardándola, esforcé el ánimo para que en el rostro no se conociese, por la alteración, que estaba disgustada. La esclava, que para dar más colores a la cautela había hecho que me defendía (con tanto artificio que se dejó herir en una mano, adonde fue necesario apretarse un lienzo), se llegó a mí, y haciéndose muchas cruces invocó todo el poder del Cielo para que con todas las penas del Infierno castigase tan mal hombre; maldíjole una y otra, y tantas veces, llenando su rostro de lágrimas, que parecía verdad, aunque yo conocía bien su alevoso pecho, ejercitado en traiciones. Pero convínome por

entonces tomarlo por el precio que me lo vendían: disimulé todo lo más que pude y volví con ella a mi casa, de donde faltó dentro de pocos días. Nunca dije, aunque lo conocí como persona que pisaba sobre la malicia, quién nos había hecho el mal juego: callé, sin dar parte ni de lo uno ni de lo otro a naide en la tierra, librando en el Cielo la satisfación. Él se ausentó, y mi madre murió sin dejarme más sombra que la de mi tía, que, a no tener hijas mozas de cuyo remedio ha de tratar en primer lugar, era bastante arrimo. Supe que este caballero estaba tan lejos de poner los ojos en su obligación, que se casaba; y así, vine con la mayor diligencia que he podido a dar parte a vuestra merced, para que antes que salga desta pieza, me dé para entrarme monja, o en dinero de presente o joyas que los valgan, dos mil ducados: porque cuando él esta noche, con gusto de vuestra merced y todos sus deudos, me quisiera por mujer, diera de mano al ofrecimiento, porque no tengo por seguro hombre tan determinado. Y si vuestra merced no se resuelve presto, iré a poner impedimento, porque, según tengo entendido, antes de un hora se efetuará el desposorio y no es mi intención perder la solicitud y pasos que desde León hasta Toledo con tanto trabajo hemos dado. Y para que vuestra merced vea el instrumento de la traición y conozca en él mi verdad, esta es la daga que me puso al pecho.

El venerable viejo, que había oído atento y desde el principio le había parecido el caso fiel, cuando vio la daga y la conoció, dio en su ánimo entero crédito, donde hizo este breve discurso: «Si yo enviase a llamar a mi sobrino y le sacase de entre tantos caballeros, sería dar nota y quizá ocasión de que algunos curiosos le siguiesen de los que en esta pretensión le han sido competidores, y entendiendo de las voces que han de dar estas mujeres la bajeza de su ánimo, llevasen nuevas a la novia que fácilmente desconcertasen las bodas, perdiendo en un hora lo que con mucho trabajo y costa he pretendido muchos años. ¡Bueno es que quien arrojó al mar, por salvar su persona, las joyas, la plata y el oro, repare en la ropa! ¿He gastado lo más y dudaré en lo menos? Fuera de que la hazaña es muy propia de su corazón, y seguramente la creo: no desdice el paño, todo es de un color y de una misma pieza».

Él así discurría cuando, viéndolas hacer ademán de levantarse para ir a ejecutar lo que tenían propuesto, las detuvo, dando al paje la llave de un escritorio, de donde sacó la cantidad en oro, en doblones de a cuatro, y se la entregó, contándola Montúfar —que se hizo entregado en ella— doblón sobre doblón; con que, diciendo que a la mañana se verían, tomaron la puerta y tras ella el coche, guiando a Madrid; pareciéndoles que si les siguiesen, sería por el camino de León.

La huéspeda del mesón, viendo que no venían a recogerse, quiso reconocer los aposentos, donde, hallando encerrado aquel preso de amor y necedad, le envió libre, tanto porque le conoció y creyó dél la historia, como porque no faltaba cosa alguna de sus muebles.

III

La hija de Celestina y demás compañeros prosiguen su camino, y ella cuenta a Montúfar su vida y nacimiento

P

 

oníales  el miedo alas a Elena y sus compañeros, y al cochero cierta cantidad con que le untaron las manos dándole a entender que para negocio de mucha importancia les convenía pasar a Madrid; y así, más parecían aves por el viento que caminantes por la tierra. El que mal vive no tiene casa ni ciudad permaneciente, porque antes de poner los pies en ella, hace por donde volver las espaldas, ganando, con uno a quien ofende, a todos por enemigos: porque, como se recelan justamente de igual daño, reciben la ofensa por común; y aunque sea criatura tan desamparada del socorro del Cielo, que nunca tenga pesar del mal que hace, por lo menos jamás le falta el del temor, considerando cuán graves castigos le están guardados si da en las manos de la Justicia.

Este oficio miserable —que con tanto estudio y peregrina diligencia infinitos aprenden— de robar lo ajeno, tiene una condición estraña en que de los otros mucho se aparta, y es que a los demás lo que ordinariamente los sucede es que sus profesores viven tantos años en ellos, que, vencidos de la edad, viéndose inútiles para el trabajo, los dejan, porque les faltan fuerzas y no vida; pero a este ejercicio de quien vamos hablando, como mueren siempre en lo más verde y lozano de la edad, en manos ajenas y con no poco acompañamiento los que dél se valen, déjanlo por falta de vida y no de fuerzas.

Hombre, ¿es posible que, cuando no tengas ojos para ponellos en el respeto que a Dios debes, pisando la honra que tus padres te comunicaron —que aunque fuesen de humilde nacimiento, como viviesen debajo de las leyes sin ofensa de Dios y de su vecino, eran nobles en lo más importante—, que quieras más la bajeza de un vicio que veinte años de vida que te quita un verdugo? Locuras tiene el mundo y naide hay en él tan bien aconsejado que deje de alcanzar su parte; pero esta es, sin duda, la más ciega y a quien aun no ampara ni disculpa la flaqueza natural, si no es en el último estremo.

Ellos caminaban, y aunque la hora de la noche pedía sueño, el temor no consentía, porque es cama muy dura: sobre ella naide descansa: al más perezoso inquieta y desvela, haciéndole contar igualmente todas las horas de la noche, que, aunque sea muy breve siempre la que no se duerme parece una eternidad.

Elena, que quiso divertir a Montúfar para que no se desanimase, —porque en los suspiros que iba dando mostraba más arrepentimiento que satisfación—, dijo así:

—Muchas veces, amigo el más agradable a mis ojos, y por esta razón, entre tantos elegido de mi gusto, me has mandado, y yo he deseado obedecerte, que te cuente mi nacimiento y principios, y siempre nos han salido al camino estorbos que no han dado lugar. Agora nos sobra tiempo, y el que nos corre, tan triste, que necesita mucho de que le busquemos entretenimiento; y porque el que yo te ofrezco sin duda te será muy apacible, por ver si en la mucha ociosidad desta noche puedo dar fin a lo que tantas veces empecé, prosigo: Ya te dije que mi patria es Madrid. Mi padre se llamó Alonso Rodríguez, gallego en la sangre y en el oficio lacayo, hombre muy agradecido al ingenio de Noé por la invención del sarmiento. Mi madre fue natural de Granada, y con señales en el rostro (porque los buenos han de andar señalados para que de los otros se diferencien), servía en Madrid a un caballero de los Zapatas, cuya nobleza en aquel lugar es tan antigua que naide los excede y pocos los igualan. Al fin, esclava; que no puedo yo negarte lo que todos saben. Llamábanla sus amos María, y aunque respondía a este nombre, el que sus padres la pusieron, y ella escuchaba mejor, fue Zara. Era persona que en esta materia de creer en Dios se iba a la mano todo lo que podía, y podía mucho, porque creía poco; verdad es que cumplía cada año con las obligaciones de la Iglesia, temerosa destos tres bonetes que dejamos en Toledo, porque de su cárcel salieron a morir mis abuelos; íbase a los pies del confesor a referir los pecados de sus amos, de quien siempre se quejaba; porque su persona la justificaba tanto, que, si fuera verdad lo que ella al padre de su alma decía, la pudieran canonizar. Pareció bien en su mocedad, y tanto, que más de dos de las cruces verdes y rojas desearon mezclar sangres, ofreciéndole la libertad; pero ella, que con natural odio heredado de sus mayores, estaba mal con los cristianos, se escusó de no juntarse con ellos, y así, hizo desto firme voto a su Profeta, que observó rigurosamente, exceptando los gallegos, por parecelle que entre ellos y los moriscos la diferencia no es

considerable. Bajaba a lavar la ropa de sus amos y la de algunos criados de importancia los sábados a Manzanares, río el más alegre de fregonas y el más bien paseado de lacayos de cuantos hoy se conocen en España; en cuya prueba, si fuera necesario y alguien lo dudara, trujera muchos lugares autorizados de poetas. Allí acudían a celebralla, el rato que podían hurtar a sus amas, todos cuantos esclavos había de sillas en la Corte, y ella igualmente remediaba necesidades, con la misma voluntad, al de Túnez que al de Argel, aunque a los de Orán parece que con alguna diferencia de más agrado recibía, porque tenía deudos en aquella tierra; y aunque no la traían cartas de favor en recomendación, ella sabía a lo que debía acudir, y así lo hacía con toda diligencia. Túvola tanta en agradar a su ama, que cuando murió la dejó libre en agradecimiento de que la acabó de criar una criatura con mucha salud. Después de haber andado en manos de infinitas amas enferma, y tanto, que los médicos desesperaron de su vida, púdolo hacer ella muy fácilmente, porque los más años, imitando a la buena tierra, daba fruto; que de algo la había de servir la conversación de tanto moro caballero con quien solía emboscarse por aquel soto y quitarse todos los malos deseos. Luego que se vio libre, como para acudir a las necesidades desta vida —que son tantas, y todas tan importunas— quien nace sin renta ha menester oficio, se aplicó al de lavandera; y hacíalo con tan estremada gracia y limpieza, que quien no traía la ropa lavada de manos de la morisca no pensaba que podía parecer a los ojos curiosos de tanto cortesano sin vergüenza. En este tiempo, que ya ella estaba cerca de cumplir una cuarentena de años, se casó con el buen Rodríguez, aquel mi honrado padre que Dios haya perdonado. Admiráronse mucho todos los que le conocían la condición, de que  hubiese celebrado bodas con una mujer que traía siempre las manos en el agua; pero él se escusaba con decir que al amor todas las cosas son fáciles. Hízose luego preñada de mí, que, por habérsele muerto los demás hijos, lo deseaba mucho. El parto fue feliz, porque no le trujo la costa peligrosa de dolores y ansias que otros suelen. Ya ella había mudado de oficio, porque volviéndosele  a representar en la memoria ciertas liciones que la dio su madre —que fue doctísima mujer en el arte de convocar gente del otro mundo, a cuya menor voz rodaba todo el Infierno, donde llegó a tanta estimación que no se tenía por buen diablo el que no alcanzaba su privanza—, empezó por aquella senda; y como le venía de casta, hallose en pocos días tan aprovechada, que no trocara su ocupación por docientas mil de juro, porque creció con tanta prisa este buen nombre, que, antes que yo pudiese roer una corteza de pan y me hubiesen en la boca nacido para ello los instrumentos necesarios, tenía en su estudio más visitas de príncipes y personas de grave calidad que el abogado de más opinión de toda la Corte; y naide se espantaba dello, antes todos conocían ser puesto en razón, porque también ella parecía que era necesaria en juicio, y defendía causas de tal suerte que en el tribunal del Amor no se determinaba negocio sin su asistencia, porque era sujeto en quien concurrían todas las partes necesarias: oía a todos con atención, despachaba con puntualidad y satisfación de la parte, y al que no tenía justicia le desengañaba luego; si se prendaba por Pedro y era su contrario Juan, le huía el rostro, avergonzándose infinito de lo mal que en esto proceden muchos juristas; y así, decía muchas veces: «No quiero abarcar mucho, viviendo con malos tratos. Hágame Dios bien con lo que lícitamente puedo ganar; que con eso lucirá mi casa y crecerá mi hija». Y, sobre todas sus gracias, tenía la mejor mano para aderezar doncellas que se conocía en muchas leguas, fuera de que las medicinas que aplicaba para semejantes heridas estaban aprobadas por autores tan graves, que su dotrina no se despreciaba como vulgar. Y hacía en esto una sutileza estraña: que adobaba mejor a la desdichada que llegaba a su poder segunda vez, que cuando vino la primera. De modo fue, amigo, lo que te cuento, que sucedió en realidad de verdad que hubo año y aun años, que pasaron más caros los virgos contrahechos de su mano que los naturales: tan bien se hallaban con ellos los mercaderes deste gusto. Parecía que tenía tantas almas como personas con quien trataba, porque se ajustaba tan estrechamente a sus voluntades, que cada uno pensaba que era otro él. Como el pueblo llegó a conocer sus méritos, quiso honrilla con título digno de sus hazañas, y así, la llamaron todos en voz común «Celestina», segunda deste nombre. ¿Pensarás que se corrió del título? ¡Bueno es eso! Antes le estimó tanto, que era el blasón de que más cuenta hacía. Mientras ella andaba en estos ejercicios, el bueno de mi padre acudía a sus devociones, sin dejar ermita que no visitase, en cuya jornada, como iba a pie y eran tantas, sólo Dios y él saben los muchos tragos que pasaba, haciendo tan largas oraciones, que muchas veces se quedaba arrobado horas y horas, y aun las noches y días enteros. Pasolo bien mucho tiempo, hasta que un muchacho que le andaba a los alcances dio noticia a los demás, y, entre otros renombres que le achacaron, el que más le dolió fue «Pierres». A los principios desta persecución que él padecía del vulgo pueril —que suele ser el más desvergonzado y el menos corregible— valiose de una industria, que fue escusarse de las calles principales; pero él hizo obras tales, que llegaron a conocelle en los últimos arrabales, donde le cantaban la misma musa. Estuvo muy determinado —casi, casi resuelto— a tener vergüenza, apartándose deste mal vicio por escusarse de la afrenta; pero, como achaque antiguo y envejecido en la persona con la edad, curose mal, y por más que afirmó los pies volvió a dar de cabeza, sin hallarle remedio los médicos; que con esta enfermedad acabó sus días, con no poco dolor del pueblo, que con él se entretenía, en este modo: En una fiesta de toros donde se hallaron los Reyes, entró a romper unos rejones en presencia de los ojos de su dama —por pagarles un singular favor que le habían hecho— cierto príncipe acompañado de más de docientos lacayos, todos de una librea; entre los que vistió fue uno mi padre, y como él antes de entrar en la plaza hubiese acudido a sus estaciones y trujese la cabeza trabajosa, tanto, que se había bajado el gobierno del cuerpo a los pies, pensando que huía del toro, le salió al camino y se arrojó sobre sus cuernos. Llegaron apriesa para valelle todos los caballeros, pero ya él había dado su alma a Dios, y a la tierra más vino que sangre. A todos les pesó y a su amo más que a todos: al fin, con traelle a casa para que le diésemos sepultura, le hicieron pago. Mi madre y yo le lloramos, como cuerdas, lo menos que pudimos, y aun para esto fue menester esforzarnos. Decían unos vecinos nuestros (gente de no mala capa, pero de ruin intención) considerando la vida de mi padre (que fue pacientísima) y después la muerte en los cuernos de un toro, que se había verificado bien aquel refrán: «¿Quién es tu enemigo? El que es de tu oficio»; y sobre esto glosaban otros, estendiéndose a muy largos comentos. Nosotras hicimos a todo oídos de mercader, hasta que el tiempo, que olvida las cosas más graves, sepultó ésta entre las demás. Ya yo era mozuela de doce a trece y tan bien vista de la Corte, que arrastraba príncipes que, golosos de robarme la primera flor, me prestaban coches, dábanme aposentos en la comedia, enviábanme las mañanas de abril y mayo almuerzos, y las tardes de julio y agosto meriendas al río de Manzanares. Mirábanme invidiosas algunas destas doncelluelas fruncidas, y decían: «¡Miren con el toldo que va la hija de Pierres y Celestina!», sin acordarse que yo me llamaba Elena de la Paz: Elena, porque nací el día de la Santa, y Paz, porque se llamaba así la comadre en cuyas manos nací, que sacándome después de pila quiso hacerme heredera de su nombre. Ellas me cortaban de vestir aprisa, y mucho más los sastres; porque como mi madre se resolviese a abrir tienda —que al fin se determinó antes que yo cumpliese los catorce de mi edad—, no hubo quien no quisiese alcanzar un bocado, obligándome primero con alguna liberalidad; y fueron tantas las que conmigo usaron, que ya me faltaban cofres para los vestidos y escritorios para las joyas. Tres veces fui vendida por virgen: la primera a un eclesiástico rico; la segunda a un señor de título; la tercera a un ginovés, que pagó mejor y comió peor. Este fue el galán más asistente que tuve, porque mi madre envió un día, valiéndose de sus buenas artes, en un regalo de pescado que le presentó, bastante pimienta para que se picase de mi amor toda su vida; andaba el hombre loco, y tanto, que habiendo destruido con nosotras toda su hacienda, murió en una cárcel, habrá pocos días, preso por deudas. Temiose mi madre de la Justicia y quiso mudar de frontera. Partímonos a Sevilla, y en el camino, por roballa, unos ladrones la mataron; y acompañárala yo en esta desdicha si no me hubiera quedado, en razón de venir con poca salud, más atrás dos leguas. Supe la triste nueva de su muerte luego, y sin pasar más adelante, me volví a Madrid, donde te encontré en casa de aquella amiga y me aficioné de tus buenas partes, siendo el primer hombre que ha merecido mi voluntad y con quien hago lo que los caudalosos ríos con el mar —que todas las aguas que han recogido, así de otros ríos menores como de varios arroyos y fuentes, se las ofrecen juntas—, dándote lo que a tantos he quitado. De allí, como tú sabes, pasamos a esta ciudad de Toledo, de donde volvemos tan acrecentados que, si tú no tuvieras más angosto el ánimo de lo que yo pensé, trujeras mejores alientos. Y porque parece que la conversación ha sido salsa que te ha hecho apetecer el sueño, sosegando algún tanto la inquietud de tu espíritu, reclínate un poco y reposa, considerando que todo lo que el miedo es bueno antes de cometer un delito, porque suspende la ejecución dél, es malo después, porque turba al culpado tanto, que suele, en vez de huir de quien con diligencia le busca, ponerse él mismo en sus propias manos.

IV

Vese la hija de Pierres y Celestina en peligro de pagar con la vida el hurto, y líbrase por su hermosura

Y

 

a Montúfar dormía y el alba despertaba —tan bella que el ave, la planta, la flor y la fuente la saludaban cada una a su modo: el ave cantando, la fuente riendo, la flor y la planta comunicando al aire más vivo olor— cuando allá el

desposado, cansado de la noche y más sobrado de mujer de lo que él quisiera, deseaba huir la compañía y la cama.

Apretábanle mucho los deseos de la forastera hermosa; que la imaginación más perfeta se la pintaba mientras más en ella discurría— haciendo agravio y bien grave ofensa a su esposa, por ser mujer que podía pretender lugar entre las que mejor en la ciudad parecían; y se le daban de justicia, tanto, que en el tiempo que se pudo dejar servir honestamente, despertó muchos cuidados, llevándose las voluntades de hombres cuyos corazones altivos siempre se ocupaban en los mejores sujetos; y alguno dellos siguió con tan fiel espíritu esta carrera, que en aquel mismo tiempo suspiraba por la posesión que don Sancho aborrecía.

¡Qué de faltas tiene este ídolo de la Naturaleza, este rapaz que se ha usurpado, siendo tirano, el nombre de Amor! No sé cómo hay en el mundo quien le mire a la cara, admitiéndole siempre en sus conversaciones la gente más principal; y no es la menos importante esta de no conformar voluntades. El otro suspiraba por la desposada, ella por el ingrato que tenía al lado —a quien amaba con verdad de corazón y le había conocido la tibieza de la voluntad— y él por la fugitiva Elena; y entre los tres quien justamente merecía grave pena era el triste, el infeliz don Sancho, pues pudiendo descansar en los honestos y hermosos brazos de su mujer, cudiciaba los de una vil ramera que había sido y era pasto común, entregándose por bajos precios a todos aquellos que con medianas diligencias la pretendían.

Tan torpe es la condición de nuestro apetito, que aborreciendo el manjar limpio y saludable, jamás se ve harto del más dañoso y grosero. Sírvenle al otro príncipe plato de tanto regalo y curiosidad que solo su olor consuela de tal suerte el olfato, que, cuando no trujeran otra salsa sino ésta, bastaba para poner alientos a los que ha cien años que están debajo de la tierra; y después de haberlos mirado con mucho desdén y probádolos con más ansias y melindres que una preñada primeriza, manda que los levanten y le suban la chanfaina que está aderezada para que coman los criados, y da tras ella con tan buen ánimo que parece arriero que, después de haber caminado desde que se rió el alba hasta las nueve o diez de la noche, sin comer más de lo que almorzó, se sienta a cenar en la posada tan cansado y hambriento que corren peligro los huéspedes si no le acuden con puntualidad y abundancia. Todo este mundo está lleno de malos gustos, y el peor es de los señores, porque, como les sobra el bien, le desprecian y buscan el mal a costa de muchos pasos, a fuerza de infinitos dineros y a importunación de prolijos ruegos; permitiéndolo así el Cielo, porque, fuera del pesar tras quien se afanan, no le tengan menor en el cansancio con que le solicitan. Hombre miserable, que pierdes la ocasión de ser el más dichoso de la tierra; tú, a quien dio el Cielo las dos mayores comodidades, las dos más grandes ventajas que puede tirar el gusto humano, como son larga hacienda y mujer propia que te iguala en la calidad, hermosa en las partes del cuerpo, discreta en las del alma, y en las unas y en las otras a tu satisfación y a las de los ojos de tus vecinos —que siempre en esta materia ven más que los tuyos—, honesta y vergonzosa, ¿qué buscas, si tienes dentro de tus puertas, debajo de tus llaves, para el alma entretenimiento, para el cuerpo deleite, seguridad para la honra, acrecentamiento para la hacienda y, al fin, quien te dé herederos que en la mocedad te entretengan, en la vejez te sirvan y respeten, y después de muerto te honren con sus virtudes tanto que, viviendo en ellos tu nombre, se halle tu sangre mejorada? ¿Sabes, por tu vida, adónde vas? Pues espérate un poco, oye, que no seré largo: a quemar tu hacienda, a echar por el suelo tu reputación, a volver las buenas voluntades de tus deudos y amigos espadas que deseen bañarse en tu sangre.

¿Que fías en tu mujer porque ahora es santa y virtuosa? ¡Ay, qué poco le debes a la experiencia! ¡Mal conoces las flaquezas de nuestra naturaleza miserable! Amigo, el caballo más bien castigado, el que se ha llevado en fiestas públicas los ojos y las voluntades de la plaza, si sube en él un mal jinete que a un mismo tiempo le tira la rienda a dos manos y le clava las espuelas con dos pies, arroja coces y no para hasta tendelle por el suelo, con vergüenza suya y risa de los ojos que le ven. La mujer honesta, la de más buen ejemplo, si la ponen ocasiones apretadas, se cansa, si no en ésta, en aquélla, y si no en aquélla, en la otra, y dando corcovos corre desenfrenada, y no para hasta dar con el marido y su honra por uno y otro despeñadero, sin dejar barranco adonde a él y a ella no los arrastre.

Verdades he dicho, y muchos me oyen: a quien bien le parecieren, cárguese dellas y provea su casa; que yo de balde las ofrezco.

El reloj dio las diez del día, cuando a don Sancho le metieron a la cama un papel de su tío, en que le refería el caso de la noche pasada y cómo estaba desengañado de que no tenía culpa, porque aquellas mujeres, después de haberlas buscado personas de mucho cuidado por el lugar, desde que amaneció hasta aquella hora, no parecían en ninguna posada ni mesón; y así, le pedía que le hiciese placer de despachar uno de sus criados en busca suya por el camino de Madrid, porque por todas las demás partes, si no era ésta, habían salido personas de confianza.

Don Sancho, que era mal sufrido y se sintió tocado en la parte más dolorosa, ya agraviado de la burla, ardiendo en justo coraje, ya pesaroso de la hacienda perdida, pidió de vestir con muchas voces, y contando brevemente a su mujer y cuñados que habían robado a su tío la noche pasada unos ladrones —sin decilles el modo, aunque la cantidad sí—, mandó que le buscasen postas, y sin ser bastantes los ruegos de todos los presentes a detenelle, comiendo un bocado, después de haber tomado del pajecillo de su tío —que fue el que alumbró a Elena al apear y al subir del coche— así las señas dél como las del cochero, se puso a caballo con dos criados a quien él tenía por hombres seguros para cualquier ocasión peligrosa, y corrió la posta camino de Madrid.

Iba tan divertido de la ira, tan sujeto al deseo de la venganza, que no se acordaba de Elena, hasta que, después de haber corrido seis leguas, al mudar otra vez la posta, como estaba ya más gastado el enojo y se le había aflojado un poco la pesadumbre, tuvieron lugar otros pensamientos de hacer su oficio. Vio en ellos tan hermosa y agradable a su forastera que mil veces quiso volver las riendas a Toledo, y decía estas razones consigo a solas: «¿Es posible que soy tan tirano de mi propio gusto que al tiempo que mis pies se habían de ocupar en buscarme este bien que tanto deseo voy huyendo del lugar adonde le vi: que sería triste yo y mil veces miserable si aquel ángel a quien di el alma, como era mujer forastera, no estuviese en la ciudad cuando yo volviese? Justamente pagaría este mal consejo con dar desesperado fin a mis verdes años. ¿Qué me suspendo tanto en esta consideración? ¿Qué pretendo en la dilación? Volvamos, volvamos, y sea luego. ¡Oh posta, y qué cierto es que si como corres con largo paso fueras tan veloz que usurparas su vuelo al águila, me habías de parecer en esta ocasión perezosa! Mas, ¿con qué reputación puedo, sin llevar ninguna razón de lo que salí a buscar, parecer a los ojos de aquellos contra cuya opinión intenté esta jornada, dejando que de mí se burlen unos ladrones que —por camino tan nuevo que no se sabe otro ejemplar— robaron la casa de mi tío y desacreditaron mi reputación?»

Esta batalla tan sangrienta se daba en el corazón del pobre mozo cuando, antes de llegar a Getafe, descubrieron el coche de Elena los criados, que del muchacho habían tomado las señas puntuales, y empezaron a decir en voz alta:

—¡Albricias, señor, albricias! ¡Aquel es, no hay duda!

—¿Es, por Dios, lo que buscamos? Miraldo bien —dijo él.

—No hay que mirar —replicaron.

—Malo está de conocer —respondioles don Sancho—. Pues caminad más y detenelde.

Obedeciéronle, haciendo parar el coche con no poco ruido, poniéndosele delante con las espadas desnudas, diciendo:

—Por Dios, señores ladrones, que han echado mal lance. Caído han en el lazo.

Alborotose el cochero, y más Montúfar, a quien Elena hizo quitar del estribo; y poniéndose en él para el remedio de tanta turbación, vio que ya llegaba don Sancho, que venía con la daga desnuda con intento de herir con ella a quien hallase más cerca. Pero ya que estaba junto, al tiempo que alzaba el brazo para ejecutar el golpe, reconoció los ojos que le habían vencido; y refrenando la mano y dando lugar a la vista que de espacio examinase la verdad de aquel rostro y viese si era el que él tanto amaba (como de repente le había parecido), como se afirmase segunda vez y reconociese ser así, pensó que sus criados se habían engañado: porque siempre de la cosa amada presume el amante inclinaciones honradas y nobles respetos. Y como si él conociera a Elena por persona abonada desde el día de su nacimiento, y no fuera posible en el mundo que mujer de tan buen talle fuera ladrona —como verdaderamente lo era—, arrojando la daga y desnudando la espada, dio tras ellos diciendo:

—¡Pícaros, hombres viles! ¿No os dije antes de llegar a este coche que mirásedes bien si era lo que se buscaba? ¿Por qué no lo considerastes, locos? ¿Por qué quisistes que diéramos de ojos en tan vergonzosa afrenta?

Los pobres criados, como no traían otro testimonio más autorizado que las señas que habían recibido del pajecillo y viesen la rara belleza de aquella mujer —que a todos obliga un hermoso rostro, y más cuando el sujeto es peregrino—, dándose por vencidos y volviendo las espadas a su lugar, les pareció que sin duda se habían engañado y que su amo tenía mucha razón culpándolos justamente y haciéndoles de cortesía el no cortalles las caras y rompelles las cabezas.

Don Sancho pidió a Elena perdón, contando la causa del atrevimiento de sus criados, suplicándola considerase cuán fácilmente se engaña una persona, y más apasionada.

—Mire vuestra merced, señora —prosiguió diciendo—, a lo que está sujeta la gente principal en el mundo; pues si yo no vengo aquí acompañando a éstos, alborotan ese lugar primero, y valiéndose de los recaudos que traen, vuelven a vuestra merced presa a Toledo por ladrona. Bien creo yo que vuestra merced lo es, y tanto, que por vida mía que no jure en su abono; pero de voluntades y corazones: que de tan bello rostro más lícito es presumir que roba almas que dineros.

Elena agradeció al Cielo que la hubiese dado tan buena cara que ella sola bastase a servir de disculpa de todas las obras malas que hacía, sin traer más testigos en su descargo; y quietando su espíritu, satisfecha de que los mismos que habían venido a buscalla la desconocían, respondió con mucha modestia palabras breves; porque quien mucho se disculpa cuando naide le acusa, abre la puerta a toda sospecha y mala presunción.

Don Sancho se admiraba de ver por el camino tan estraño que había hallado lo que él injustamente llamaba su bien, y, loco, decía que sin duda las estrellas le querían dar ocasión de quedalles agradecido toda su vida en aquellos amores, pues le recibían con los brazos abiertos, guiándole ellas para que los hallase y trayéndole como forzado, pues tantas veces quiso volverse a buscallos donde era fuerza perdellos para siempre. Preguntole su nombre y en qué barrios de Madrid se aposentaba, porque iba con intento de serla muy gran servidor, si le daba licencia.

EIla le dijo que estimaba mucho la merced, y mintiéndole en el nombre y la casa, asegurándole que llegados que fuesen allá se hablarían más largo, le pidió que prosiguiese su jornada y no tratase de querella acompañar, porque era mujer casada y la esperaba una legua de Madrid su marido en un coche de rúa; fuera de que no se fiaba de los criados que traía al lado. Diola crédito, y pareciéndole que las razones obligaban, contentándose con aquel breve rato por buen principio de su pretensión, cobrando ánimo con el airecillo de las esperanzas que se había levantado en su pensamiento, picó la posta y pasó a Madrid.

V

Don Sancho se vuelve a Toledo, y de allí pasa a Burgos, cansado de buscar en Madrid a Elena, y ella y Montúfar huyen de la Corte en hábito de peregrinos. Elena hace una burla a Montúfar, de que él toma satisfación

L

 

as congojas y fatigas de un amante, la inquietud de su pecho, la eterna solicitud de sus ansias, no consiente comparación: es calentura con crecimientos, que no deja sosegar al enfermo, que, dando vueltas en la cama, buscando alguna parte fría que alivie su fuego, en todas halla su daño; ya pide que le aderecen la cabecera más alta y se arrima a una torre de almohadas que en breve tiempo arroja por el suelo; ya que le pongan a los ojos variedad de vidros preñados de agua, por bebella con ellos en tanto que a la boca le dan licencia; ya se alegra con las visitas de los amigos, ya se ofende de que toquen los umbrales de la puerta. Al fin, aquel miserable cuerpo no sosiega hasta que la calentura se despide. ¡Triste del amante que corre tras el interés torpe de su apetito, pues no conoce lugar de reposo en tanto que no consigue el efeto de su deseo! ¡Dura ley estableciste, dura y forzosa, Madre Naturaleza, cuando obligaste al hombre, rey de todas las  criaturas, a que siguiera los antojos de una mujer fácil que sólo se desvela en buscalle su perdición!

Así padecía el miserable don Sancho, que tres días ocupó su persona en buscar a Elena, valiéndose también de las diligencias de sus criados, encargándose muchos amigos del mismo cuidado; pero perdían el tiempo y los pasos, porque, otro día siguiente, Elena, Montúfar y la honrada vieja, recelándose justamente del peligro a que se arrojaban si prosiguiesen con la conversación del caballero toledano —de quien era dificultoso guardarse viviendo todos dentro de unos mismos muros—, encomendando sus muebles a personas de satisfación y llevando consigo todo el dinero y joyas que tenían, se vistieron unos hábitos de peregrinos, y tendiendo las velas, para Burgos empezaron su viaje, por ser Méndez —que se llamaba así la vieja— natural de aquella ciudad y tener una hermana en ella, en cuya compañía les pareció que estarían con más espaldas para cualquier caso que se ofreciese.

Al fin don Sancho se desengañó y, viéndose burlado, dio la vuelta a su casa, corrido y vergonzoso, y con tanto dolor que en todo el camino, hasta que llegó a los brazos de su mujer, no habló palabra. Recibiéronle en su casa con unas cartas de mucho dolor, en que le avisaban que un hermano suyo natural, prebendado en la santa iglesia de Burgos y de los más ricos eclesiásticos della, estaba con enfermedad grave en aquella ciudad y que, si no acudía presto, corría peligro la herencia. Y así, reposando aquella noche en Toledo, el siguiente día volvió a tomar postas y partió a Burgos.

Ya iba descontenta Elena del lado de Montúfar, a quien llevaba aborreciendo con el mismo extremo que le amó, por habelle conocido en el ánimo tan pocas fuerzas; mirábale con ojos de desprecio, como a hombre cobarde y de corto corazón; quisiera abrir una puerta, si la ocasión le diera las llaves, por donde huille el rostro para toda la vida. Desta opinión fue siempre la venerable Méndez, porque la pesaba mucho de ver en casa quien la mandase a ella y gobernase a su ama, gozando con descanso el fruto que con tanto sudor y fatiga las dos adquirían; y entonces, como le pusieron el cabe cerca, tirole hasta pasalle de la raya. Díjole a Elena a cuántos daños estaba sujeta, representándole que era como los esclavos que andan en las minas: que después que con largo afán sacan el oro que la avarienta y escasa tierra guarda retirado, lo llevan a sus amos, que les pagan con dalles una miserable comida y tal vez, en lugar della, muchos palos y no pocas coces. Advirtiola que era tan breve don la hermosura, que antes de muchos años había de mudar con ella el espejo de lenguaje, diciéndola, en vez de las lisonjas, muchos pesares, pintándola tan fea como entonces hermosa. Y prosiguiendo con su discurso muy enojada —más a fuerza de la pasión que de la razón, aunque en esto la tenía— pronunció estas palabras:

—Sabed, señora, que en llegando una mujer a los treinta, cada año que pasa por ella la deja una arruga; los años no se entretienen en otra cosa sino en hacer a las personas mozas viejas, y a las viejas mucho más: que este es su ejercicio y mayor pasatiempo. Pues si por haber vivido una mujer mal, adquiriendo con torpes medios hacienda, cuando llega a la vejez, aunque la goza descansada, es triste vida por ser afrentosa, ¿cuánto peor estado será el de aquella que tuviere juntas la afrenta y la pobreza? ¿A quién podrá volver a pedir la mano en una necesidad? Si vos, por el servicio de Dios y por la vergüenza de las gentes, os retirárades con los bienes que tenéis para casaros con un hombre que, procurando enmendar vuestra vida pasada, corrigiera los borrones de las afrentas, no me pareciera mal; mucho gusto recibiera de que con este tal abrasárades vuestro caudal; pero con un pícaro —hombre de ruines entrañas y de bajo ánimo, cuyo corazón es tan vil que se ha contentado y satisfecho, para pasar su vida, deste bajo entretenimiento en que se ocupa, estafando mujeres, comiendo de sus amenazas y viviendo de sus insolencias—, locura es, necedad sin disculpa, gastar con él la hacienda y el tiempo.

Elena oyó el discurso con gusto, pagándose mucho de todas las razones, aunque no se le hicieron nuevas, porque su ingenio sutil estas y otras de más importancia había hallado para el caso. Pero entonces las abrazó de mejor voluntad, por ver que había otro voto más que el suyo y quien le daba no pretendía engañalla en el consejo. Llegaron por sus jornadas a Guadarrama, un lugar del duque del Infantado. Aquí cayó enfermo de una gravísima calentura Montúfar, tan congojosa y acelerada, que no le dejó sosegar en toda la noche; y así, resolvió a la mañana que, pues su salud era a lo que debía atender en primer lugar, que la jornada se suspendiese, trayéndosele médico que le curase; y este decreto le pronunció con palabras de tanto imperio como si las dos fueran sus esclavas y él absoluto señor de sus vidas y haciendas. Pero ellas, que la noche antes habían determinado no perder la vez y dalle cantonada, se sentaron a los dos lados de su cama, Elena al derecho y Méndez al izquierdo, saludándole Elena con este discurso:

—Amigo, por tu vida (y así Dios te la dé el tiempo que Él fuere servido, que éste es negocio por que no pienso importunalle mucho: antes desde ahora te ofrezco en sus manos, porque gusto infinito de sacrificalle las cosas que más quiero) que pienso, y por Dios que pienso muy bien, que desvarías con la calentura. ¿Es posible, pobrecillo de ti (por menos tonto te pagué yo cuando te metí en casa), que no has conocido que esta mujer anciana, esta honrada Méndez, que ya pasa en el mundo segura por la aprobación de sus canas, y yo, que también me pongo en el calendario, estamos muy cansadas de tus fieros con nosotras y de tus miedos con los hombres y mucho más con las varas de la Justicia? Consuélate, si esta vez mueres, con que es más noble cuchillo una calentura que un temor cobarde, y acabarás a manos de mejor verdugo de lo que yo había presumido de tu ánimo estrecho. Entre las cosas que debes agradecer a la Fortuna, es la principal, si bien lo miras, el haberte hecho tan bienquisto con nosotras que cuando vayas deste mundo no nos echarás en ninguna costa de lágrimas: antes para aquel día, en vez de los paños negros que sinifican dolor, pienso vestir brocado, celebrando el principio de mi dichosa libertad. Con todo eso, mira por tu salud, y no te engañe el Diablo pensando que esto que te decimos es de veras y tú, de puro bueno y agradable, creyendo que nos haces gusto en ello, te dejes morir: que estas palabras, aunque se pronuncian, no se sienten. Y a fe que te puedes consolar de que, ya que ha llegado la enfermedad a tus puertas, no te ha cogido en un lugar estraño, en un mesón y con poco dinero, sino en tu propia patria, en la casa de tus padres y cerca de tus deudos, donde se curan las enfermedades y se remedian las necesidades. Ven acá, amigo, ¿querías tú que yo me quedase aquí a curarte y servirte? ¡Bueno es esto para tu cortesía con las damas! Y como que te conozco yo, no dirás tal, aunque pensases, por este camino, restaurando tu salud, resucitar todo tu linaje; y en verdad que es lo que más presto te concederemos. Aconséjote que no llames doctor si no quieres morir con más brevedad, porque el médico, en viéndote con esta calentura tan ardiente, te ha de hacer abstinente de vino; y con él mal podrás vivir algunos días, aunque hayas de acabar a sus manos; pero privado deste suave licor, yo me atreveré a jurar que no cumples las veinte y cuatro horas: conózcote, y sé que no te criaste con otra leche.

Aquí Méndez le puso la mano en la cabeza, y viendo que su ama acababa, dijo así:

—En verdad que arde, señor Montúfar, y que este accidente lo toma más de veras de lo que vuestra merced puede pensar: abrácese a este rosario y pase esas cuentas con devoción, y después envíe por un confesor con quien descanse limpiando su conciencia. Verdad es que la vida que vuestra merced ha pasado ha sido tan ejemplar que tendrá la cuenta breve y fácil el despacho; y si no, díganlo esto los escribanos del crimen que en Madrid quedan, que inumerables veces fueron sus coronistas, ocupando sus plumas en escribir sus gloriosas hazañas. Fuera de que vuestra merced tiene para en descuento de sus pecados aquel paseo que hizo por las calles más principales de Sevilla, acompañado de tantos alguaciles a caballo como el señor Asistente. Verdad es que en esto hubo una diferencia: que él los lleva siempre delante y con vuestra merced fueron a la retaguardia. También ha visitado parte de la Tierra Santa, y de paso, pues por seis años fue a Galilea, donde padeció muchos trabajos, comiendo poco y caminando siempre; y estimósele esta virtud por entonces más que a otro, porque aún no tenía veinte y dos años cuando hizo tan sancta romería. Pues cosa cierta es que ha de ver vuestra merced muy premiado en la otra vida el cuidado que siempre ha tenido de que las mujeres que ha tratado no sean vagabundas, puniéndolas a oficio y haciéndolas trabajadoras que no solamente comían de labor de sus manos, sino de la de todo su cuerpo. Por lo menos, si vuestra merced muere esta vez en su cama, hará una graciosa burla al Corregidor de Murcia, porque tiene jurado por vida del Rey y de la de su mujer y hijos que le ha de ver hacer piernas en la horca y estirarse de pescuezo; y cuando él esté más seguro, pensando que se le llevan a las manos para ejecutar su ira, le llegarán las nuevas de que no ha lugar, diciéndole que vuestra merced fue persona que tuvo habilidad de morirse por sí mismo, sin ayuda de tercero. Y porque ya es hora de que partamos, por si acaso no nos viéremos más, le doy este último abrazo, y adiós.

Esto dijo; y, poniéndose las dos en pie, dieron pasos largos. Montúfar, que siempre las había tenido en opinión de mujeres entretenidas, porque su ordinario lenguaje, así el de la vieja como el de la moza, era todo el año burlas y donaires, creyó que hablaban de chacota con intento de divertille, como en otros tiempos hacían, y persuadiose que el irse era para dar orden con mucho cuidado en prevenir todos los remedios a su enfermedad necesarios, porque así le había sucedido otras veces; pero ésta díéronle con la mayor y, tomando las de Villadiego, aprovecháronse de sus pies todo lo que pudieron.

Pareciole al enfermo que tardaban, y llamando a su huéspeda supo della que aquellas señoras se habían ido y le dijeron que porque su merced quedaba durmiendo, en razón de haber tenido la noche pasada mala, a causa de cierta indisposición, que no le despertase hasta que él mismo de su voluntad lo hiciese.

Reconoció entonces por veras, y más pesadas de las que él quisiera, las palabras que él pensó que solamente se decían por conversación, y usando de aquel insolente atrevimiento de que siempre suelen hombres de semejante vida, jurando y votando el santísimo nombre de Dios, amenazó hasta el camino por donde iban y el sol que las alumbraba. Esforzose por vestirse y seguillas, pero no pudo; la huéspeda le procuró quietar, disculpando a aquellas señoras en el mejor modo que su entendimiento la ofreció: bien mal, y con no pocos disparates, acrecentándole más el enojo.

Él se determinó de no comer bocado hasta otro día, que, habiendo cumplido más de veinte y cuatro horas en ayunas, tomó unos tragos de caldo y un poco de ave. Valiole tanto la medicina deste buen regimiento, que se sintió bueno; y así, el día tercero empezó su camino en busca de sus camaradas, fiándose de que, aunque le llevaban dos jornadas de ventaja, las había de alcanzar por ser mujeres.

Y así fue: porque, diez leguas antes de llegar a Burgos, dio con sus cuerpos y las tocó a rebato. Ellas se previnieron luego de las mejores escusas que pudieron, y él, con rostro alegre, mostró no estar ofendido: antes procuró con mucha industria asegurallas, y haciéndolas entender que llevaban errado el viaje, las apartó del camino real y guiándolas por un monte espeso —parte adonde él sabía que naide jamás llegaba—, ya que estuvo en lo más escondido y retirado de aquella desconversable soledad, despojando una daga de la vaina, a quien siempre ellas miraban con mucha reverencia y devoción —tanta, que hacían por ella cualquiera cosa que les pidiese, aunque tuviese muchas espinas de dificultad—, las dijo que le entregasen todo el oro y joyas que llevaban, so pena de la vida.

Pensaron a los principios negociar con lágrimas, y más Elena, que echándosele al cuello vertió muchas; pero no estaban bien en la cuenta, porque aquel hidalgo se hallaba muy recio de corazón y no era aquélla ocasión para pedir mercedes: confirmó el auto notificándolas que si dentro de un breve cuarto de hora no obedecían, se ejecutaría. Ellas que vieron el peligro dentro de casa y que no había otra puerta para echalle fuera, aunque con dolor de sus corazones, sacrificaron sus bolsas.

No acabó con esto de descargar toda la piedra: venía la nube muy preñada, porque luego sacando unos cordeles que prevenidos para el caso traía, las ató a dos árboles que estaban el uno enfrente del otro, a cada una en el suyo; donde les dijo que ya que ellas no tenían cuidado de satisfacer de en cuando en cuando por sus pecados con algunas disciplinas, las quería dar una como de su mano porque tuviesen obligación de rogar a Dios por él.

Ellas pasaron por la penitencia; y después que se hubo satisfecho, sentándose en el suelo en medio de los árboles adonde estaban atadas, volvió el rostro a Elena, a quien enderezó esta plática:

—Amiga, por tu vida que esto que te ha sucedido no lo recibas con pesadumbre, considerando que yo lo hice con muy buenas entrañas y de todo corazón. Consuélate con que, ya que me voy y te dejo, no quedas en un monte, atada a un árbol y huérfana de los dineros y joyas de que te podías valer, sino rica y abundante de toda buena fortuna, en tu patria, en la casa de tus padres y cercada de tus deudos, donde se curan las enfermedades y se remedian las necesidades. Por lo menos, hija, he de llevar conmigo un grave dolor que toda mi vida ha de andar a mi lado, acompañándome hasta la sepultura; y este será el considerar que por mi culpa queda en este monte desierto una doncella tan virtuosa y honesta como tú, a peligro de que padezca fuerza su honra en las manos de algún caminante; y siendo hija de los padres que yo sé y tú me contaste, sería daño de pesada consideración: paréceme que si pasa por aquí alguno que te conozca y sea prático y estudioso en el libro de tus buenas costumbres, si te ve atada a ese tronco, ha de maldecir árbol que tan mal fruto lleva, y aun cortalle de raíz porque no se multiplique más cada día; y a fe que si no fuese testimonio aquel que con poca conciencia han levantado los poetas a las aguas, diciendo dellas que murmuran y ríen, que las deste monte con mucha razón lo podrían hacer de ti, viendo tan humillada tu vanidad soberbia, tan arrastrada tu infame belleza, y tan bien castigada tu insolente vida. Por lo menos, si esta noche siguiente duermes atada como estás, me deberás una habilidad que lucirá mucho sobre las demás que tú tienes, que será dormir en pie: gracia que no la alcanzan todos. Pero quédese esto aquí, que me parece que me culpa de ingrato la madre Méndez, pues en tan largo discurso no me he acordado siquiera una vez de volvelle el rostro.

Así dijo Montúfar, cuando dando espaldas a Elena y cara a la desconsolada Méndez, acudió con estas razones:

—Madre honrada, aprovéchese en esta ocasión el entendimiento que Dios le dio, a quien se encomiende de todo corazón, porque, sobre la edad que tiene, el trabajo desta tarde temo mucho que la destierre deste mundo: y así, es mi parecer que envíe por un confesor con quien descanse limpiando su conciencia. Verdad es que la vida que vuestra merced ha pasado ha sido tan ejemplar que tendrá la cuenta breve y fácil el despacho. ¡Oh, qué caridad; oh, qué honrada señora, pues en vez de murmurar de faltas ajenas, toda su vida ha gastado en cubrir flaquezas de mujeres mozas; y sin tener mayor manto que las otras (que esto es lo que a todos admira y yo alabo con tanta razón que no me pueden reprehender de apasionado) ha cubierto con él poco menos gente que la capa espaciosa del cielo! Lo mucho que ha sabido, aun en razón de estudios y ciencias, pide mayores alabanzas que las que puede engendrar la humildad de mi corto ingenio; tanto, que sus palabras han tenido fuerza para que retrocidiesen espíritus del otro mundo y volviesen a éste. Y así, los señores Alcaldes de Corte, considerando con mucha prudencia que, si los hombres por sus letras llegan a obispar, que no era justo que una mujer docta no gozase también el premio de tantas malas noches, la hicieron merced de dalla una mitra; y afírmanme que aquel día la acompañaron detrás más cardenales que al Pontífice en Roma; porque un curioso que se halló presente (que por ser él comedido, sin mandárselo naide ni dalle salario por ello, se puso a hacer el oficio de contador) jura que llegaron a docientos. No me puede negar una cosa, porque lo que voy a decir es dotrina llana y asentada: que cuando muera y en aquella triste hora vea, como todos, la cara y mal gesto de los diablos, que no se les hará de nuevo a sus ojos mirar semejante cuadrilla, porque para ellos más ordinario es comunicar demonios del Infierno que hombres de la tierra. Y perdóneme vuestra merced el atrevimiento de habella dado esta pequeña cantidad de azotes, porque yo me hice una cuenta, y no sé sí me engañé en ella: que, pues los viejos se vuelven a la edad de los niños, y vuestra merced lo era tanto, no sería muy fuera de propósito castigalla como a criatura esta travesura pasada. Y, con esto, vuesas mercedes se queden con Dios, porque me llego aquí cerca y volveré lo más presto que pudiere; y si tardare, no les dé cuidado, que yo le tendré de mi persona.

Cesó aquí su discurso Montúfar y, sin gastar más tiempo ni palabras, se fue, dejándolas más muertas del temor y espanto que del cruel castigo.

VI

Quédanse Elena y Méndez en aquella solitaria prisión,donde se ven en mayor confusión que la pasada

E

stuvieron sin hablarse las dos, vencidas de igual pena y turbadas con una misma desdicha, largo tiempo, cuando un perro, que venía cudicioso de una liebre siguiéndola con veloces pies, pasó por entre los árboles donde las miserables estaban atadas, y tras él el caballero que la seguía; y suspendiéndose en la mayor fuerza de la carrera, se detuvo a mirar semejante maravilla.

Éste era don Sancho, que, por hallarse ya con tanta mejoría su hermano que se había venido a convalecer a una aldea donde tenía hacienda y recreación, que estaba ocho o nueve leguas de Burgos, y una o poco más de aquel monte, andaba por él buscando la caza y huyendo la memoria de Elena, que siempre le fatigaba, culpándose de hombre de poca paciencia, pues no la tuvo para esperar unos días más en Madrid y buscalla siempre, pues a manos del tiempo y la diligencia mueren todos los imposibles.

Turbose de ver, en aquella soledad tan estraña, dos mujeres atadas, y mucho más cuando —sin bastar la diferencia del hábito que Elena traía, ni el cansancio del camino, para desalumbralle— reconoció el rostro amado. Pero, como él tenía hecho conceto de que Elena era mujer principal y casada en Madrid, dudó mucho que pudiese ser ella persona que gozase de aquella libertad como era venir tantas leguas de su tierra, sola y en traje semejante; creyó que el mucho deseo le engañaba y que la perpetua ansia de la imaginación representaba aquellas fantasías. Buscaba palabras con que hablallas, pero ni el discurso se las ofrecía ni la voz tenía ánimo para dallas forma. Púsose de pies sobre los estribos y, después de haber corrido con los ojos todo el espacio de aquel largo sitio, viéndose tan solo, imaginó si era aquélla ilusión del Demonio, que, habiendo hurtado la forma de la forastera de quien tanto se dejaron obligar sus ojos, quería en aquel desierto burlalle, permitiéndolo así la justicia divina por no dejar sin castigo en esta vida su torpeza.

Ellas, que también le reconocieron y pensaron que el Cielo había señalado aquel día para que pagasen en él todos los pecados que habían hecho en muchos, acrecentando miedo a miedo, no tuvieron ánimo para romper el silencio: antes, ocupadas de mayor tristeza, enmudecieron de nuevo.

Él esperaba a que ellas hablasen para ver si las razones primeras le daban alguna luz con que desengañarse, y ellas estaban atentas, suspensas del mismo fin, como sucede tal vez a dos hombres valientes y diestros cuando desafiados riñen en el campo: que afirmándose el uno con el otro a pie quedo, se están atentos largo tiempo, esperando cada uno a que el otro se descomponga para caminar luego a la ejecución de su herida. Pero don Sancho, cansado ya de tanta turbación, ayudado más que ellas, para vencer el recelo, de la naturaleza varonil, quiso ser el primer interlocutor del diálogo; y al tiempo que iba a pronunciar «¿Quién sois, mujeres?» con ardiente deseo de saber si era aquello por lo que tanto su corazón le importunaba, oyó a sus espaldas ruido de espadas y, volviendo los ojos, vio que dos cazadores de los que en su compañía salieron se acuchillaban sobre cuál dellos había de tirar con una escopeta, que era la mejor de las que allí venían, y entre todas por tales escogida. Como los consideró en tanto peligro, por acudir a la mayor necesidad picó al caballo y partió a despartillo. Era gente villana y reñían más con la invidia de los viles corazones que con las espadas; y así, aunque la presencia de su dueño y el honrado respecto que le debían les pudiera obligar a volver los aceros a su lugar dándose abrazos de segura y limpia amistad, no fue bastante para que tres veces no reincidiesen en la pendencia, cortándose más con las palabras ruines que se decían que con las heridas que se tiraban. ¡Oh hazaña digna de pechos bajos! Verdad es que no era toda la culpa suya: tenían en la cabeza quien les hablaba al oído, haciéndoles caer en estas y otras mayores faltas: el hijo de la cuba, el nieto del sarmiento, les aconsejaba, y los pobrecillos, engañados de que cosa que les sabía tan bien no les podía aconsejar nada que les estuviese mal, daban cuchilladas por el aire y pagábanlo unos desdichados romeros —que era el sitio adonde les acometió la cólera y empezó y perseveró siempre la pesadumbre—; hasta que ellos mismos, más por los merecimientos de su cansancio que por los ruegos del sufrido caballero —pues los esperó tanto tiempo sin medilles las espaldas a cintarazos—, se dieron por buenos y recogieron sus espadas, tan dignas del nombre de mártires cuanto no del de malhechoras, pues ellas se habían lastimado en las piedras y a ellos les dejaban libres de ofensa.

Volvió don Sancho, con esto, a los árboles, prisión de aquellas desconsoladas señoras, pero ya no las halló en ellos.

Admirose más desto que de lo primero; porque como él estuvo divertido en sosegar la ira de los vinosos cazadores, no vio la persona que las dio libertad. Corrió dos veces la campaña, y tan en vano la segunda como la primera. Y ya entonces asegurado de que aquella mujer debía de ser su bien, pues era bastante señal el habella perdido, dejando el caballo, se puso en tierra, y abrazándose al árbol donde a Elena vio atada, dijo: «¡Oh tronco dichoso! ¡Oh mil veces planta bienaventurada, pues mereciste que los hermosos brazos te ciñesen de aquella a quien amo sin conocella y la conozco solamente para amalla! Crece feliz, y crece tanto, que en vez de las aves, sirvan tus ramas a las estrellas de asiento. Seguro estás de el tronco a la copa, porque ni los rayos del cielo te herirán en ella, ni los gusanos de la tierra te roerán por él. Tendrás siempre a las estrellas por padrinos y a los campos por invidiosos. Tu sombra será hospedaje de salud, porque los que en ella buscaren el descanso, si llegaren enfermos, volverán alegres y sanos. Ya, de hoy más, escusarás a la  primavera lozana el cuidado de vestirte, porque no se atreverá el cano invierno a desnudarte. Las aves y las aguas, enamoradas de ti, se emplearán en darte apacible música, las unas hiriendo los aires, y las otras las piedras. Mas ¿qué nuevo pensamiento me abrasa, ¡ay de mí!, que estoy de ti celoso porque mereciste la gloria de quien tan lejos me lloro?»

Suspenso destos tristes discursos se hallaba el miserable amante y desdichado cazador, pues cuando más seguro pensó que tenía el pájaro en la red, se le voló más libre; pero, viendo que se recogía su gente y que era fuerza volver en su compañía al aldea, subió en el caballo y, llevando del campo más deseos que flores, entró en la casa de su hermano, donde, más triste y menos divertido, se retiró, sin cenar, a su aposento, a casar la melancolía con el sueño, que es la tristeza mayor.

VII

Elena, Méndez y Montúfar, apartándose del camino de Burgos, pasan a Sevilla, donde con artificio traen a su devoción todo el pueblo, hasta que después de algunos días descubren las manchas de su mala vida, pagando con ella Méndez la culpa de todos

Y

 

a sé que me miráis todos a las manos para ver por qué puerta sale el que dio libertad a las bien castigadas matronas. ¿Quién duda que algún poeta de cartapacio —destos que piensan que porque trasladaron el soneto y romance de su vecino en papel que era suyo, escrito de su letra y con pluma que les costó sus dineros, que pueden canonizar el trabajo por propio, y lo hacen— se arma contra mí,

reprehendiéndome la flojedad de mi ingenio con mucha aspereza, pues se durmió en cosa que tanto importa?

Sosiégate, pedante, y no te levantes tan presto de la silla; que ya soy con tu pensamiento, y no te dejaré en este particular sin llenarte los vacíos. Bien sabrás que hasta agora a ningún refrán castellano se le ha cogido en mentira: todos son boca de verdades: más vale la autoridad de uno déstos, mayor dotrina encierra, que seis sabios de los de esta edad. Pues entre ellos anda uno vulgarísimo que dice: «Quien bien ata, bien desata» Y ¡cómo que dijo bien!  ¿Quieres vello? Pues oye, y no te escandalices: Montúfar que, a pocos pasos que había dado apartándose de los árboles, sintió quejársele el alma por la soledad que padecía sin ver los ojos de Elena, y reconociendo juntamente que aquel dinero y joyas de que la había despojado era fuerza se le acabase dentro de algún tiempo y que el verdadero caudal estaba en la belleza de su rostro, pareciéndole que ya ella y su consejera estaban tan bien castigadas que de allí adelante no se atreverían a perdelle el respeto, volvió, y con aquellas manos rigurosas que antes las habían atado rompió los cordeles y las puso en la deseada libertad en tanto que don Sancho persuadía con la paz a los que tan largo tiempo estuvieron en recibilla de su mano.

Hiciéronse amigos los tres y juraron olvidar las injurias: díéronse abrazos estrechos para más seguridad, y decretaron no pasar a Burgos, recelosos de encontrar en aquella ciudad al caballero toledano; con este pensamiento se conformaron, eligiendo a Sevilla por verdadero centro y último reposo de su jornada.

Para este intento hallaron toda la comodidad necesaria, porque luego como entraron en el camino real, a menos de media legua encontraron unas mulas de retorno que iban a Madrid, y como el mismo mozo que las llevaba acertase a ser el dueño dellas y pudiese, sin pender de voluntad ajena ni volver a la Corte, concertallas para donde gustase, negociaron con él todo lo que quisieron. Valioles esta dichosa ocasión, que les vino a las manos, el poder efetuar su deseo; porque Elena y la venerable Méndez, como mujeres criadas en el ocio de los deleites y puestas en las malas costumbres de la Corte —adonde, para dar un paso desde la casa a la iglesia, o venía la silla o rodaba el coche—, iban rendidas al cansancio y caminaban más en las fuerzas del espíritu que en las del cuerpo.

Todo el discurso de la jornada no desveló otro cuidado a Montúfar sino el regalo de las dos, procurando con esta nueva tinta, de diferente color, borrar lo que con la otra había impreso en sus ánimos, repartiéndolas entonces tanta cantidad del pan como antes había hecho del palo. Sacudíales con una mano y halagábalas con la otra, para ver a qué son bailaban mejor. No barajaba mal las cartas para que la suerte viniera conforme con su deseo; pero entendíanle las señoras la flor, y, aunque callaban, piedras cogían, esperando su ocasión. Pero después se apretaron las amistades en tan estrechos términos que se mudó el viento y, cesando el agua, rompió el sol más alegre que nunca, amándose los tres con firmeza y verdad, que no fue pequeño milagro saber tener este trato gente ruin. Lo cierto es que más que virtud propia, fue razón de estado: porque llegaron a conocer que no podían conservarse de otra suerte y temieron la ruina de su humilde imperio, considerando que la disensión había sido el cuchillo de grandes monarquías.

En todo el camino no les sucedió cosa que sea digna de repetirse, porque como iban huyendo, temerosos siempre de que el castigo les venía a los alcances, no trataron por entonces de acrecentar culpas, sino de darse priesa hasta llegar a tierra más segura, donde, empezando libro nuevo, se diesen a conocer por diferente estilo.

Apeáronse una legua antes de entrar en la ciudad, dando allí entera satisfación al dueño de las mulas y, esperando a que fuese de noche para hacello, se recogieron en un mesón.

El día siguiente alquiló Montúfar una casilla pobre, y aderezándola honestamente —porque así convenía para poner en ejecución el modo de vida que entre los tres venía concertado— se pasaron a ella, donde, vistiéndose él de buriel pardo, ferreruelo largo y sotana que llegaba hasta la media pierna, y poniéndose calzas groseras de lo mismo y zapato de vaqueta, con una campanilla en las manos salió por las calles diciendo en altas voces, una y muchas veces: «Loado sea el Santísimo Sacramento», instituyendo en los muchachos de la ciudad esta buena costumbre, enseñándoles de camino la dotrina cristiana.

Hacía esto el galeote con tanto arte, acompañando así el rostro como todas sus actiones de cuidadosa modestia, que en pocos días se alzó con las voluntades de la ciudad y halló en todas gentes, así en la illustre como en la plebeya, general aprobación. Pedía limosna para los pobres de las cárceles, a quien llevaba de comer todos los días sobre sus hombros, cargándose unos esportones llenos de todo bastimento. ¡Oh ladrón, ladrón; no te faltaba más que dar en hipócrita, para poderte coronar justamente por príncipe y capitán de los viciosos!

Acreditábanle cada día más estos ejercicios, verdaderamente de virtud —aunque no usados con ella—, tanto, que ya le seguía mucha parte del pueblo con admiración y reverencia. Corrían Elena y Méndez en hombros de la misma fama: porque entrambas vestidas en hábito de beatas y dándose el nombre la una de madre y la otra de hermana del bienaventurado, se ocupaban en visitar los hospitales, para cuyas camas hacían labor: ya sábanas, ya almohadas, y tal vez camisas, y en mucha cantidad: todo por su cuenta y a costa, por entonces, de sus bienes.

Acertó, por su desdicha, a llegar un hombre honrado de la Corte, a cierta comisión, despachado por el Consejo de Hacienda; y como los viese salir un día a los tres de la iglesia mayor cercados de inumerable pueblo que les besaba los vestidos y les importunaba con mucho afecto que se acordasen dél en sus oraciones, reconociendo bien la gentecilla —porque él había tenido familiar trato con Elena y sabía la calidad de las almas de los tres, y que no daría el Diablo la actión que tenía a ellas por ningún dinero— ardiendo en cristiano coraje y pesaroso de que se usurpasen aquéllos la gloria que se debe a los que viven sin pasar los límites de los diez precetos de la Ley Divina, rompiendo por el vulgo, les dijo, dando una puñada a Montúfar:

—¡Gente invencionera! ¿Por qué miráis tan mal por la honra de Dios?

No quedó sin venganza esta precipitada resolución, porque, aunque fue justo castigo, los que cercaban a Montúfar le llamaron agravio; pues dando todos sobre él, le rompieron el cuello, y las muelas a bojicones, y, echándole en tierra, estuvo a peligro de restituir su alma. Pareciole a Montúfar que en ningún tiempo convenía mostrar mayor esfuerzo, y que si daba espaldas en aquella ocasión sería conceder mucha flaqueza, desacreditando infinito su opinión, y así, pensó una cosa que luego ejecutó, que le dio mayor crédito con el pueblo y reconcilió el ánimo de su enemigo: apartó la gente diciendo:

—¡Lugar, por caridad! ¡Déjenme llegar, por amor de Nuestro Señor! ¡Sosiéguense, por la limpieza de la Virgen!

Como todos le respetaban tanto y su voz tuviese fuerza en sus almas tan particular que obedecían su consejo, corrigiendo el enojo abrieron plaza por donde pasase adonde estaba aquel desdichado. Como le vio de aquella suerte, aunque su corazón se gozó allá dentro, sabroso con satisfación tan cumplida, el rostro mostró estar de diferente parecer; pues  después de haber reprehendido la libertad del pueblo con palabras ásperas y dicho: «Yo soy el malo, yo el pecador, yo el que jamás hizo obra de que se pagasen los ojos de Dios. ¿Pensáis, aunque me veis así, que no he sido toda mi vida un ladrón vil, con mal ejemplo de la república y grave daño de mi alma? Pues estáis engañados; contra mí vienen bien las saetas, desnudad para mí las espadas y tiradme a mí las piedras», se arrojó a los pies de su contrario y, besándoselos, no solamente le pidió perdón, sino que luego, como no pareciesen —porque todo se había perdido entre la confusión— su espada, sombrero, cuello y ferreruelo, le llevó mano a mano por las calles de la ciudad, y comprándole todo lo que le faltaba le despachó con rostro risueño, dándole muchos abrazos y bendiciones.

El hombre fue como encantado, y tan corrido que, sin dar fin al negocio, aunque le traía en buen estado, hizo ausencia de la ciudad, pensando que el Demonio sin duda era el autor de semejante treta, y arrepentido mucho, porque le pareció imposible que en el ánimo de Montúfar hubiese lugar desembarazado para tanta humildad, y que, siendo esto así, él se había engañado y caído en el error y culpa de los ojos, que con tanta facilidad están sujetos como los otros sentidos a mentir y no dar todas veces con la verdad.

Como este acto de humildad se representó a vista de tanta gente, alzó la plebe la voz, entonaron los muchachos el grito: «¡Santo, santo!». Empezó luego a gozar de una vida poltrona, porque, a porfía y haciéndolo pendencia, le llevaban a comer cada día a sus casas el veinticuatro, el caballero, el señor de título, el asistente, el canónigo. Fingía también tener grande sencillez de corazón; si le preguntaban su nombre, respondía: «El jumentillo, la bestezuela, el muladar, el lodo hediondo, el inútil». Con esta buena fe visitaba todas las mujeres principales, revolcándose el jumentillo más en los estrados que en los establos. Dábanle limosnas liberalísimas, recogiendo Elena y Méndez, por su parte, otras muchas, de no menor cantidad, porque era en la virtud igual la opinión. Enviábalas cada día una señora viuda, rica y muy caritativa —porque ésta gustó de acudir a su ordinaria necesidad— dos platos regalados para comer y otros tantos para cenar aderezados con mayor limpieza y regalo que si fueran para su persona. La casa no cabía de presentes ni de visitas de señoras. La casada honesta que deseaba hacerse preñada y gozar fruto de bendición acudía a vellas, y por su mano —pensando que así iban seguras— daba sus peticiones para el tribunal de Dios, haciendo lo propio la que tenía el hijo en las Indias, para que volviese con salud y riqueza a sus ojos. También la desconsolada por el hermano preso, y la perseguida viuda que, por su desdicha, pleiteaba con juez ignorante, escribano malintencionado y enemigo poderoso, entraban por sus puertas y se engañaban creyendo que en sus labios estaba la salud. Ésta enviaba las conservas, la otra ropa blanca, aquélla su limosna gruesa: naide venía a su capilla sin dejar ofrenda. Y ellas, muy falsas y más llenas de ceremonias que colegiales, daban respuestas breves y por la mayor parte dudosas, como verdaderas dicípulas de la dotrina del Demonio.

Tenían, para cumplir con los que venían a casa, unas camas humildes y penitentes. Pero como se hallaban siempre —con ocasión de que era, ya para dar una cama a la pobre y necesitada viuda, ya a la doncella huérfana que se casaba— con provisión bastante en casa de rimas de colchones, buenas sábanas y mejores almohadas, en cerrándose la puerta de la calle —que en invierno a las cinco y en verano a las siete lo estaba con más puntualidad que la de un convento de recoletos— mudaba la casa pelo; los asadores hacían su oficio: cuál tomaba por su cuenta el conejo, cuál la perdiz, cuál el capón; cubríanse las tablas luego de manteles limpios y olorosos, donde los tres cenaban con buen ánimo y bebían valerosamente; y, porque no se quejasen aquellos colchones de que, siendo buenos, los tenían siempre arrimados como si fueran muy malos, aprovechábanse dellos con nobleza, y hacían unas camas tales que su blandura y suavidad era la verdadera salsa del sueño. Durmiera en ellas un celoso, con ser éste el cuidado que más inquieta el espíritu. Y aunque, gracias a Dios, había suficiente ropa en casa que se pudiera con ella hacer muchas camas, como esta gente era virtuosa y enemiga de prodigalidades, se contentaban con dos solas, porque Elena y Montúfar siempre a las horas del acostar hacían compañía, con el seguro de la hermandad en cuya opinión vivían ellos. Se pagaban de tanta estrecheza y eran tan buenos, que se hallaban mejor así que pasando la noche a sus anchuras. Elenica fue siempre de su condición medrosa, y no reposara bien en una cama solitaria. Tenían dos criados, macho y hembra, aprendices del arte, y tanto, que también en el modo de dormir imitaban a sus señores.

Así hacían penitencia hasta la mañana: esta era su oración mental, su disciplina y áspero silicio. No se daban a manos a engordar, y decían los que simplemente los miraban con devoción: «¡Bendito seáis vos, Señor! Y ¡cómo premiáis a quien os sirve; pues viviendo éstos una vida tan llena de asperezas, están más gordos que los que gozamos los regalos y pasatiempos del mundo!»

¡Calla, necio! (y perdona que te lo digo en tus barbas), que no es milagro. Por tu vida que no has acertado con la cuerda: poco se te entiende deste instrumento. Pregúntale al tiempo en qué consiste este misterio; que, a breves vueltas, a cortos rodeos, te pondrá la verdad delante, y tan fácil que la podrás tratar con las manos y admirarte mucho más entonces de su maldad que agora de su virtud.

En menos de tres años enriquecieron; porque demás de los regalos y dádivas grandes que les hacían los poderosos ciudadanos de Sevilla —que cada uno dellos tiene, esto es lo más general, un mar en el ánimo que siempre está de creciente y jamás de menguante—, sisaban de la bolsa de Dios con poca vergüenza. Hurtaban la tercia parte del dinero que les daban para limosnas, que era infinita suma, y guardábanlo todo en oro. No amparaban en sus cofres ni permitían que en ellos tuviese asiento moneda que fuese de otro metal, desdeñándose mucho de comunicar aquellos reales de a ocho segovianos y mirándolos con desprecio. Publicaban sus apasionados que por ellos y sus oraciones hacía a aquella ciudad infinitos favores Nuestro Señor y perdonaba las culpas de tan graves pecadores como en ella vivían. En naciendo la criatura en casa de gente illustre, para que se lograse y creciese en el servicio de Dios, los hacían a ellos los padrinos del bautismo. Sin su bendición y parecer, no se efetuaba ninguna boda. La visita de mayor consuelo y regalo para los enfermos era la suya, porque creían que su voz bastaba a dar salud.

Enojose el Cielo y, no pudiendo sufrir que tanta maldad durase permaneciente, corrió la cortina de la hipocresía de golpe y viéronse desnudos los vicios; y fue así: Montúfar, que era colérico, solía poner las manos más veces de las que eran menester en su criado; y aunque él le había pedido que mudase de paso —porque aquel era muy alto, y tanto, que con él no caminaría muchas leguas en su compañía—, no quiso, o por mejor decir, no pudo vencer su condición; y así, un día, sobre pequeño interés le hizo una sangría en las muelas: diole algunos bojicones con determinación. El mozo cogió la puerta y, tropezando en su misma cólera más que en las piedras, fuese a dar parte a la Justicia, no del mal

tratamiento —aunque llevaba los testigos en sus encías ensangrentadas—, sino de la cautelosa vida de sus amos.

Estaba Elena en casa y habíase hallado presente a la pesadumbre, y como tenía espíritu diabólico, recelándose de algún grave mal, aconsejó a Montúfar que recogiendo el dinero—pues por estar todo en oro se podía hacer con facilidad— se retirase con ella a casa de una amiga suya de confianza y con quien ella había siempre comunicado sus más escondidos intentos. Agradole el parecer, y ejecutáronle con diligencia.

Desampararon la humilde casilla, donde, sola, quedó la criada sin saber a qué parte hacían su viaje. No pudo ir con ellos Méndez porque no estaba en casa; ni fue avisada, porque no se hallaron con persona a quien encomendárselo. Dentro de pocas horas entró la Justicia, y tomándola juramento a la criada, que conformó con lo que el otro testigo había declarado, preguntaron por los hermanos benditos y gloriosa madre. Dellos no les supo dar razón, aunque más fue importunada, porque no tuvo parte en su fuga. Embargaron los bienes que había, que de ropa blanca era mucha la cantidad, y la despensa no estaba tan mal proveída que por lo menos no llevasen con que regalarse para más de cuatro pares de días el alguacil y hermano compañero, en cuya pluma está la salvación o condenación de las haciendas, honra y vidas de los hombres.

Ya ellos se iban, cuando, muy lejos deste suceso, bien distante desta imaginación, entraba por casa Méndez: dieron sobre su persona los corchetes, y cargándose de aquel cuerpo como de cosa propia, le vaciaron en la cárcel, donde se encomendó que se tuviese el cuidado que con persona de tantas prendas convenía. A los criados se les hizo treta: porque habiéndola ido a acompañar hasta la prisión, los dejaron dentro por haber sido encubridores y partícipes en el delito hasta la hora presente. Fuele tomada su confesión, y aunque era vieja y tenía la voz desentonada, cantó aun mucho más de lo que estaba procesado; y así, dentro de dos días, le dio la libranza el Juez sobre el verdugo de cuatrocientos azotes de muerte, que se los pagó a letra vista.

Siguiéronla detrás sus criados, por ser aquél el lugar que llevan los que sirven cuando van con sus señores, y diéronles a docientos; porque no convenía a la reputación de su señora que, a los ojos de aquella ciudad donde era tan conocida, los igualasen con ella. No vivió Méndez más de cuatro días después de aquel trabajoso paseo, porque los azotes fueron crueles y los años eran muchos.

Con esto, salieron de la cárcel en un mesmo día, ella para la sepultura, y sus criados, que estaban condenados a destierro del Reino, a cumplille.

VII

Elena y Montúfar huyen a Madrid, adonde se casan y viven con infame libertad, hasta que acaban sus días miserablemente

M

 

as pudo la prevención de Elena que la mucha diligencia de la Justicia. Buscábanla dentro y fuera de la ciudad, no había parte adonde no la cercasen con asechanzas, y ella, como cuerda, estábase a la mira, encerrada en una casa de confianza y seguridad, hasta que pasasen los rayos.

Corriose el vulgo de haber sido engañado, y volviendo el devoto respeto en insolente venganza, si mucho habían cantado en sus loores, más dijeron afeando sus vicios. Los muchachos —que en todos los casos públicos tienen parte, y no la menor—les hicieron coplas de aquel modo que saben, donde, por lo menos, dicen lo que quieren, y muchas veces con tan buena gracia que los hombres cuerdos y de cuyo parecer se hace siempre caso, no se admiran poco. Pero la variedad de los sucesos, que trayendo unos olvida otros, dio de mano a esta novedad, y tanto, que se puso silencio en ella como si nunca hubiera sucedido.

        Entonces salió Elena y su compañero Montúfar, y arrebatando el camino de Madrid, vinieron públicamente,

quietos sus ánimos y bien seguros de que naide les iba a los alcances. Entraron en la Corte ricos y casados, y la cara de Elena con tanto derecho a parecer hermosa, que quien la daba otro nombre no la hacía justicia. Los primeros días se trató de +recogimiento, hasta que se aseguraron de que don Sancho de Villafañe estaba en Toledo, tan despicado de los amores como el hurto; y así, poco a poco, fueron sacando el cuerpo del agua y empezaron a reconocer la tierra.

        Obligose Montúfar, cuando se dio por esposo de Elena, a llevar con mucha paciencia y cordura —como marido de seso y, al fin, hombre de tanto asiento en la cabeza— que ella recibiese visitas; pero con un ítem: que habían de redundar todas en loria y alabanza de los cofres, trayendo utilidad y provecho a la bolsa, y que, siendo esto así, no pudiese afilar sus manos en la cólera para ponerlas en ella.

        Movíanle para que hiciese esto grandes razones al honrado varón, y la mayor y más fuerte era el ver que se usaba mucho y parecía bien, y que él, en materia tan grave, no había de introducir costumbres nuevas, pues en las cosas más pequeñas, como hasta en ponerse unos puños algo mayores de los que comúnmente se traen, es mal admitida la novedad y se alborota un vulgo que en todas partes es bárbaro.

        Tomó el hábito en la religión de los maridos cartujos, y profesó, como los demás, el voto de callar, siempre, seguro de que no se le dilataría hasta la otra vida la corona de lo que padeciese en este martirio, porque luego le saldría a la frente, y al paso que fuese padeciendo, vería coronarse. Ella dio parte de su venida a las amigas importantes, a las

mujeres de negocios que saben con habilidad acomodar gustos ajenos mejor que si fueran propios. Éstas vinieron, y sacándola ya un día a la Comedia, ya otro al Prado, y ya a la calle Mayor al estribo de un coche, donde mirando a unos y riéndose con otros, no despidiendo a los que se llegaban a conversación, empezó su labor y volvió con más danzantes a casa que día de Corpus Christi.

        El señor, el amado esposo, no faltaba a lo capitulado: antes con su mucha modestia animaba a los amantes cobardes a que se atreviesen, y los traía de la mano hasta dejallos sentados con su mujer en el mismo estrado. Procuraba arrimarse siempre al lado de hombres de sustancia, más en la bolsa que en el ingenio, y a éstos —aunque trujese la ocasión arrastrándola por muchos rodeos— alababa a su mujer con peregrinos hipérboles, tanto, que por su relación quedaban enamorados. Y por no hacellos penar mucho, como él era tan negro de bueno, sin dalles lugar a que le cansasen con ruegos importunos, les ponía la caza a los ojos para que el que la quisiese la matase; asegurándoles de que no entraban en lo vedado, porque él tenía aquella recreación para todos sus señores y amigos.

        Después de haber comido a mediodía, pocas veces volvía a su casa; pero —por si acaso alguna vez lo hiciese desadvertido y hubiese ocupación de respeto, por donde le estuviese bien aun no tocar con el pies el zaguán— se ponía siempre una seña en la ventana: alzaba él los ojos desde la esquina de su calle, no con pequeña pesadumbre, y miraba lo que el índice señalaba; y si no había lugar de entrar, alegrábase infinito considerando que aquello era todo acrecentar hacienda, y volviendo las espaldas íbase un rato a alguna casa de juego, donde todos le hacían lugar: unos de cortesía en honor y reverencia de su esposa, a cuyo blanco tiraban los más, y otros de miedo de las armas que traía en la cabeza, recelándose justamente de algún peligro; porque el daño que les podía hacer aquel hombre no estaba en su mano, sino en su frente.

        Muchos picaron en la sartén; pero ninguno más bien que un hidalgo granadino, hombre de tanta calidad que estaban los papeles de su nobleza, ya que no en los archivos de Simancas, en los de la Inquisición de Córdoba. Éste, pues, que descendía de ciudadanos de Jerusalén y tenía su solar en las montañas de Judea, sacó, por servicio suyo, de

las cárceles obscuras donde había largo tiempo que vivía aprisionado, su dinero: vieron la luz del cielo sus doblones y

supieron en qué parte de Madrid estaba la Platería y Puerta de Guadalajara, quedándose mucha cantidad dellos en ella. Este mezquino ensanchó el ánimo y arrojó por la tierra la gruesa hacienda que había adquirido desde los humildes principios de tendero de aceite y vinagre, papel y abujetas de perro; y el que fue escaso con su persona y se negó aun aquello por que forzosamente ejecuta la Naturaleza para la comida y el vestido, entonces liberal, ocupó sus cofres de ricas galas; los escritorios, e costosas joyas; las paredes, en invierno, de paños herejes flamencos, y en verano, de telas católicas milanesas; diole tantas camas como colgaduras y tantos estrados como camas; la holanda se la metía a piezas; el lienzo, a cargas. Tenía, solamente para regalalla, en todas las partes correspondientes: de Portugal le enviaban olores atractivos, costosos dulces y barros golosos; de Venecia, generosos vidros; de Galicia, pescados; de la Montaña, perniles; de Sevilla, aceitunas; de Aragón, frutas; de Barcelona, estuches. En haciéndose en la plaza cualquier fiesta, le alquilaba la mejor ventana. Sustentaba un coche por su servicio, que todos los días, por las mañanas a las siete y por las tardes a las dos, se le clavaban a sus puertas por si quería salir de casa. En todas las comedias nuevas tenía aposento. No había bello jardín o casa de recreación en la Corte que para ella tuviese llave: todos le concedían paso franco, porque la diligencia del pobre amante se ocupaba sólo en solicitalle su gusto.

        Agradábase Montúfar mucho del trato deste caballero cuyos pasados trujeron la cruz del Santo Pescador; echábale muchas bendiciones cada día, porque cuando estaba a la mesa y comía alguna cosa de particular regalo, decía: «¡Bien haya quien tal envió!»; cuando se sentaba en la silla, decía: «¡Bien haya quien tal me dio!»; cuando miraba a la colgadura: «¡Bien haya quien tanto bien me hizo!» Al fin, no había trasto en casa que no le diese ocasión para cubrille de bendiciones.

        Reíasele la Fortuna y mirábale apacible al honrado paciente, hasta que un día se volvió el viento; y el mar, que estaba como leche, bramó con espantosa borrasca. Vio que Elena admitía la conversación de un mozuelo inútil, destos que toman siempre a la una de la noche pesadumbre con las esquinas y juran después, a la mañana, que las mellas que

hicieron a su espada procedieron de dar muchas cuchilladas en los broqueles de su contrario. Advirtiola una y muchas veces que no lo hiciese; pero como ella perseverase —y tanto, que de celoso y corrido volvió las espaldas a más no poder el caballero del aspa—, sacándola un día por engaño al campo, Montúfar tomó satisfación imitando el castigo que hizo en ella y en la ya difunta64 Méndez, camino de Burgos. Cegose Elena de cólera, y suspirando por la venganza puso

luego las manos en la masa. Cenaban una noche juntos, después de haber pasado algunos días, al parecer ya muy amigos; pero el ánimo de Elena estaba armado y tan deseoso de sangre como se vio por el suceso: pidió él, como otras veces solía, algún dulce para postre de la cena, y levantose ella de la mesa muy solícita, dando a entender que el cuidado de regalalle la inquietaba, y trujo un vidro de guindas, aderezadas con tanto olor que, en puniéndole sobre los manteles, le animó más el deseo. Abriole y con buen ánimo se entró por el dulce adelante, hasta velle el fin; pero apenas le tuvo la conserva, cuando él se halló embarazado de unas bascas mortales: encendiósele el rostro; arrojó por el suelo la silla donde estaba sentado; desabrochose los botones, así los del jubón como los de la ropilla.

        En medio desta turbación conoció su daño, y corriendo adonde estaba su espada para vengarse de quien le había dado a beber la muerte, acometió a Elena, que, temerosa, dando gritos, se entró al aposento donde tenía la cama, pidiendo favor. Detrás de las cortinas, al lado de la cabecera, estaba escondido su amigo, ocasión destos daños, que por mal nombre le llamaban en Madrid Perico el Zurdo; pareciole que aquella ocasión era forzosa, y saliéndole al paso a Montúfar, que entraba ignorante de semejante encuentro, le dio una estocada que le pasó el corazón.

        Al ruido que hizo y gritos que dio Elena cuando huía, entró un alguacil que pasaba entonces de ronda, acompañado de mucha gente; y viendo el suceso miserable, dio con ellos en la cárcel de Corte. Vino luego uno de los señores Alcaldes y confesaron sin resistencia, porque la probanza estaba clara.

        Era el Perico hijo de vecino de Madrid y tenía dos honrados entretenimientos: uno en el Rastro y otro en el Matadero, en que sucedió a su padre y abuelo, que le dejaron, con este oficio, tan rico como mal dotrinado.

         Defendíase para no morir, diciendo que el oficio de sus pasados y el suyo era matar carneros; y que, por muchos que habían acabado hasta entonces en sus manos, en vez de castigo se le había dado paga; y que no sabía por qué razón, siendo el difunto mayor carnero que los demás y conocido de todo el mundo por animal deste género, se había de hacer esta particular demonstración puniéndole a él en prisiones y condenándole a muerte. Amargole la gracia; porque, dentro de dos días, le hicieron joyel de la horca, colgándole della, con satisfación de toda la Corte.

        No le acompañó Elena, porque a la tarde la sacaron, causando en los pechos más duros lástima y sentimiento

doloroso, al río Manzanares, donde, dándola un garrote, conforme a la ley, la encubaron.

         Hizo testamento y mandó restituir a don Rodrigo de Villafañe el hurto, como quien podía, por tener tan gruesa

hacienda. Era ya muerto el viejo y heredó don Sancho, que admirado de tantos engaños como le habían pasado con Elena, y mucho más de su miserable fin, propuso de allí adelante vivir honesto casado.

         Antonio de Valladolid, que ya era hombre y servía a don Sancho de camarero —que fue el paje que ella dejó encerrado—, tomó el hábito de una religión; que las más veces, de el mal fin de un malo se sigue la enmienda de infinitos vicios.

        Florecía entonces en Toledo, entre tantos espíritus gentiles, un poeta illustre en escribir epitafios; el cual siendo bien informado de la vida de Elena, trabajó éste para su sepultura, con que mi pluma dará el último paso y se cerrarán las puertas desta historia:

Elena soy, y aunque de Grecia el fuego

no hizo por mi ocasión a Troya ultraje,

parecí que era griega en el lenguaje,

porque yo para todos hablé en griego.

Huésped siempre mentí; siempre hice juego

de la verdad; neguela el vasallaje:

virtud es vinculada en mi linaje,

que hasta en esto da muestras de gallego.

Dos padres virtuosos me engendraron

(gente de poco gasto en la conciencia):

padre gallego y africana madre.

Después de muerta al agua me arrojaron

para que se vengase en mi inocencia

el mayor enemigo de mi padre.

F I N

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Salen Alejandro el Comisario y Marcelo. Alejandro vestido con capa y gorra de letrado 
y una vara de juez en la mano. 
 
Alejandro. 
Soy comisario del divino Apolo 
contra los malos gustos de la gente. 
 Marcelo. 
Traéis la comisión muy dilatada , 
que apenas hallaréis buen gusto en nada. 
Alejandro. 
Ya el alguacil, mi amigo, se ejercita 
en buscar delincuentes. 
 Marcelo. 
 ¿Vuestro amigo 
llamáis al alguacil? Grande fineza, 
y si os mortificáis, suma pobreza. 
 Alejandro. 
Empecemos la audiencia, que ya viene. 
 Marcelo. 
Bien lo dicen, señor, tan grandes voces, 
que ningún alguacil viene callado. 
 Alejandro. 
 Es por autorizar la diligencia 
 y hacer del servicial en mi presencia. 
 
Entran el Alguacil, Fabricio y Don Teodoro. 
 
Don Teodoro. 
Yo soy muy caballero. 
 Fabricio. 
 Gentil bruto. 
Quitad el muy, quedaos con caballero, 
y seréis caballero verdadero. 
 Don Teodoro. 
¡Cómo!, ¿que a mí me prendan por mal gusto, 
y que por mí se empiece la visita? 
Alejandro. 
Porque la solemnice vuestra grita. 
 Don Teodoro. 
¿Que yo tengo mal gusto ? 
 Alejandro. 
 Al caso, al caso. 
Referid vuestro gusto y sed muy breve, 
porque siquiera en esto le tengamos: 
a difícil principio os obligamos. 
 Don Teodoro. 
Mi gusto es levantarme a medio día 
y ver nacido al sol, y muy nacido: 
nunca verle en pañales he querido. 
Doy en mi cuello al rostro sepultura, 
por no facilitarme a los vulgares; 
como a más de las tres, y muchas veces 
me admiro que aun entonces no he comido, 
mas tengo mayordomo prevenido. 
Ceno con las risadas de la aurora, 
y a veces hago cena sus risadas , 
que, para cena, son poco pesadas. 
Retiróme a la cama, y blandamente 
me entrego al sueño sin pensar en cosa. 
 Alejandro. 
Suma bestialidad , pero dichosa. 
 Don Teodoro. 
En decir pesadumbres tengo gusto, 
y más que no en decillas y en hacellas, 
aunque no todas veces salgo dellas. 
Gusto siempre de andar en coche, en silla, 
que tengo pocas luces de jinete; 
hablo adedre descuidos ignorantes, 
dando a entender que estoy muy divertido, 
que aun desto quiero hacer caballería. 
 Alejandro. 
Bien pocas veces hablaréis adedre: 
esto por natural en vos se quede. 
 Don Teodoro. 
ítem más. 
 Alejandro. 
Qué, ¿aún os queda otro pecado? 
 Don Teodoro. 
Advertid si este gusto es regalado. 
Si tengo alguna deuda, que sí tengo, 
que está en la platería mi linaje, 
aunque tenga más oro que los Ingas, 
nunca pagué sin ser ejecutado; 
que yo pago las décimas con gusto, 
porque de ser importunado gusto. 
 Alejandro. 
Dime, hombre, si tienes al oído 
algún demonio ejecutor de engaños 
que te aconseja tan perversos daños. 
¿Este llamas buen gusto, éste es deleite? 
¡Qué de penalidades has contado! 
¿Quién se acomoda a ser tan desdichado? 
Ministro, el mi alguacil, oíd, sea luego: 
a las galeras le llevad de Apolo, 
que aun tendrá puesto al remo menos pena 
que aquella a que su estrella le condena. 
 Don Teodoro. 
A galeras jamás llevan los nobles. 
Alejandro. 
 Mal habéis nuestra audiencia conocido: 
aquí no hay más nobleza que buen gusto. 
 Don Teodoro. 
Si aquí no se platica otra nobleza, 
sin duda estoy con voz en gran bajeza. 
 
Vanse el Alguacil y Don Teodoro.
 
Alejandro. 
 ¿Qué os parece del bárbaro? 
 Marcelo. 
 Me admira. 
¡Líbreme el cielo de un error tan necio!, 
que si él no me tiene de su mano, 
por gusto será de mí tirano. 
 (Entran el Alguacil y el Maldiciente) 
¿Otro viene a visita? 
 Maldiciente. 
¡Gentil cosa, 
pretender censurar el gusto mío 
y ser legislador de mi albedrío ! 
 Alejandro. 
¿Quién sois? 
Maldiciente. 
El mejor gusto de la corte. 
Alejandro. 
¡.Oh, qué poco lo habéis encarecido! 
 Maldiciente. 
¿Pues yo me acuso del? No le consiento. 
 Alejandro.
 Vaya de gusto. 
 Maldiciente. 
 Vaya norabuena. 
Mi gusto es no tener en nada gusto 
de cuanto hacen o dicen otros hombres, 
y aun me ofenden las flores y las luces. 
Murmuro yo de Abril las galas bellas, 
y censuro el ornato en las estrellas. 
Cuanto se representa en los teatros , 
sin saberlo imitar, lo escandalizo, 
que me precio de ser escandaloso. 
 Alejandro. 
Decid: ¿pretendéis gajes por gracioso? 
Hablad de veras. 
 Marcelo. 
 Él se está burlando. 
 Maldiciente. 
¡Vive Dios, que de veras voy hablando! 
Alejandro. 
Hombre, vete a vivir entre los áspides; 
vomita tu veneno con las sierpes, 
y no quieras , cual falso cocodrilo, 
emponzoñar la corte con tu estilo. 
¿No vives despreciado y miserable? 
 Maldiciente. 
Antes muchos me aplauden y hacen fiesta. 
 Alejandro. 
¡Que se haga aplauso a lengua tan molesta!... 
 Maldiciente. 
Sígueme gran cortejo de mozuelos, 
que dicen que hablo mal con muy buen gusto, 
y juran que no hay gusto más suave. 
 Alejandro. 
 ¡El diablo que lo enseña, te lo alabe! 
 Alguacil. 
 ¿Qué hemos de hacer deste hombre peligroso, 
pues son peligros todas sus razones? 
 Alejandro. 
Échale a un muladar, para que vea 
cuan bien en tal lugar su lengua emplea. 
Dime: y a todos esos tus oyentes, 
¿sueles corresponder agradecido? 
 Maldiciente. 
Mas en ellos mi lengua se ejercita, 
de sus costumbres bien asegurada, 
que hablar mal, con verdad, aun más me agrada. 
 Alejandro. 
¿Cómo todos perdonan tu semblante? 
¿Cómo en él no han plantado muchas cruces 
si a tan vil ejercicio te reduces? 
 Maldiciente. 
¿Cómo han de castigar lo que es gracioso 
y que j^a está por gusto recibido? 
 Alejandro. 
 El juicio he de perder. ¡Que gusto sea 
ocupación tan vil, tan baja y fea! 
Échale una mordaza a este blasfemo, 
y pintalde una lengua entre unas llamas 
en un escudo, y sirva allí de aviso: 
volad , que aquí es pecado el ser remiso. 
 
Vanse el Alguacil  y el Maldiciente.
 
Marcelo. 
Muerto me deja este hombre. 
 Alejandro. 
 A mí corrido, 
de no haberle a más pena condenado. 
 Marcelo. 
¡Qué de agua que sudas por la frente! 
 Alejandro. 
Si tuve cerca el fuego de la envidia, 
forzoso fué sudar con tanto fuego, 
y aun estoy por decirte que me abraso. 
 Marcelo. 
No levantes la voz: escucha, paso. 
;Quién viene aquí? 
 Lisonjero. 
 Un hombre de buen gusto. 
 
Entran el Alguacil y el Lisonjero
 
Marcelo. 
Háceos el alabaros sospechoso. 
 Lisonjero. 
Por lo menos mi gusto es venturoso. 
Yo todo soy panal, yo todo almíbar, 
y mucho más con gente poderosa; 
aun a lo irracional, hablo suave, 
que a un perro dije ayer que parecía 
hijo de la canícula del cielo; 
y con ser más sangriento que apacible, 
dio perdón general a mis zancajos, 
que hablar bien aun excusa estos trabajos. 
Como a lo irracional, a lo insensible, 
suelen ser agradables mis razones, 
porque pasando yo por una casa, 
cuyo edificio amenazaba ruina, 
la solía decir tierno y sonoro: 
"¡0h milagro del tiempo! ¡Oh gran materia 
de alabanza a las plumas generosas! 
Si los siglos pasados te alcanzaran, 
con voces de metal te celebraran." 
¿Perdí este sacrificio? No, por cierto; 
porque un día aguardó a que yo pasase, 
y tendiendo su máquina en el suelo, 
cogió a muchos debajo de sus redes, 
que el buen lenguaje aun le oyen las paredes. 
 Alejandro. 
Vos tenéis muy mal gusto. 
 Lisonjero. 
 Desto como. 
 Alejandro. 
Pues no le llaméis gusto, sino oficio, 
que a tenerlo por gusto fuera vicio. 
 Lisonjero. 
Demás de que me valen mis aumentos, 
tengo tan gran deleite en este estudio, 
que me salgo, si me hallo falto de hombres , 
a buscar a las plantas, y les digo 
infinitas lisonjas, cada día, 
sin mayor interés que hacer mi gusto. 
 Alejandro. 
 ¡Jesús, Jesús! ¡Tenedme, extraño susto! 
 Ser uno por oficio lisonjero, 
 y hacer de los oficios pan y carne, 
 debe disimularse en la pobreza; 
 mas hacerlo por gusto, es gran vileza. 
 ¡Oh vil lisonjerón! ¡Oh torpe ingenio!, 
 yo te condeno a muerte. 
 Alguacil. 
 ¿Cómo a muerte , 
si al maldiciente le dejaste vivo? 
 Alejandro. 
 El crimen deste es caso más esquivo; 
tal vez un maldiciente pone miedo 
y enmienda la república de vicios, 
porque hace con su lengua sacrificios; 
pero el halago vil de la lisonja 
humilla magistrados, rompe leyes 
y ensordece las almas de los reyes. 
¡Muera por el delito! 
 Marcelo. 
 Sólo quiero... 
 Alejandro. 
 Di, que daré a tus ruegos grato oído. 
 Marcelo. 
 Que por esta vez quede perdonado, 
si no del todo, en menos castigado. 
 Alejandro. 
 Conmútole la pena en que se case 
con una dama muy desvanecida, 
y en ella emplee todas sus lisonjas 
hasta dejarla dellas satisfecha. 
 Lisonjero. 
 Eso es llevarme a muerte más estrecha. 
Mandasme un imposible, y así quiero 
entregarme a los filos del acero. 
 Alejandro. 
 ¿Cómo que se ha excusado a tales bodas? 
¡Vive el cielo, que tiene ingenio raro! 
Por hombre de buen gusto le declaro: 
agora sí sois hombre de buen gusto. 
 Lisonjero. 
 En mi vida traté con juez más justo. 
 
Vánse el Alguacil y el Lisonjero.
 
Alejandro. 
 Démonos prisa: ¿no viene más gente?; 
que un comisario no ha de estar ocioso, 
pues trabaja el salario en su servicio: 
que es dar malas costumbres al oficio. 
 Entran el Alguacil y el Lindo. 
 
 Alguacil. 
Aquí traigo... 
Lindo. 
No trae, que yo me vengo. 
¿Quién pudiera traerme a mí forzado, 
si el propio sol me mira con agrado? 
¡Yo sí que tengo gusto peregrino! 
Como nací tan bello, no desprecio 
del cielo sacro tan hermosos dones, 
y así adoro mis propias perfecciones; 
traigo espejo portátil: ved si miento. 
 (Saca un espejo.) 
 En él suelo mirarme a cada paso, 
y digo, vuelto al cielo: «Tú has querido 
tener retrato en mí muy parecido.» 
¿Cómo no han dicho aquí? Dios le bendiga.
Mas como no son damas, no me espanto, 
que ellas, como me miran con deseo, 
hacen de bendiciones grande empleo. 
Todo mi gusto pongo en que se pierda 
una mujer por mí; notable gusto 
es escuchar sus lágrimas y quejas, 
y estar yo entre su fuego muy helado, 
que entonces suelo ser muy mesurado. 
 Alejandro. 
Si no es mi comisión contra los locos, 
¿para qué vino este hombre a mi presencia, 
perdiendo en vano el tiempo de la audiencia? 
 Lindo. 
Tengo perrillos yo, tengo muñecas, 
y también regalillos y abanicos; 
antojadizo soy y melindroso, 
con no pequeña parte de hazañero; 
digo señora madre , y otras cosas 
que me parece a mí que son donosas. 
 Alejandro. 
¿Cómo ser hazañero has confesado? 
¡Más tienes de bellaco que de loco! 
 Lindo. 
No me deleito en ese gusto poco: 
desmáyome muy bien cuando yo quiero, 
hago visajes, la color retiro, 
y al fin suelo volver con un suspiro. 
 Alejandro. 
Dadle a la corrección de los muchachos, 
el mi amado alguacil. 
 Alguacil. 
 ¡Grave castigo! 
 Alejandro. 
No repliquéis, haced lo que os digo. 
 Alguacil. 
Bien le pudiera echar vuseñoría 
condenación que fuera pecuniaria. 
 Alejandro. 
Muy a lo alguacil habéis hablado: 
¡vaya por vos en costas condenado! 
 
 Vánse el Lindo y el Alguacil.
 
 Marcelo. 
Parte pido en las costas. 
 Alejandro. 
 Ya fué tarde. 
Pedid con desvergüenza y osadía, 
que el pedir no es acción de gente fría. 
 Marcelo. 
Yo, señor... 
 Alejandro. 
¿Qué? 
 Marcelo. 
Soy hombre recatado 
y hago de mi persona mucho precio. 
 Alejandro. 
Gentil prenda me dais de que sois necio. 
 Marcelo. 
Este es mi gusto. 
 Alejandro. 
Bueno, ¿tenéis gusto? 
Marcelo. 
Pues qué, ¿soy yo de mármol, soy yo robre?
Yo tengo un gusto muy acreditado. 
 Alejandro. 
Bueno, en mi comisión habéis pecado: 
decid , decid , quizá tendremos presa. 
 Marcelo. 
Yo gusto de romper del mar las ondas 
en galera veloz, y cada día 
descubrir nuevas tierras y ciudades, 
que me sé yo pagar de novedades. 
Que me hagan la salva los clarines, 
al tiempo que a la aurora, me da gusto; 
y aunque el pan coma lleno de gusanos, 
con él engordo y buena sangre crío, 
sólo porque ejecuto el gusto mío. 
En ninguna ciudad puedo estar quieto 
con la curiosidad de ver más mundo, 
que en esta parte mi delito fundo, 
porque habéis de rodear toda la tierra. 
En esta comisión os voy sirviendo, 
que así mi inclinación feliz consigo 
cuando los pasos desta audiencia sigo. 
 Alejandro. 
Y viendo tanto mundo, ¿habéis hallado 
algo con que pasar vejez dichosa? 
 Marcelo. 
Nunca mi inclinación fue codiciosa. 
 Alejandro. 
Porque ministro sois de nuestra audiencia, 
os amonesto que mudéis de gusto, 
y advertid que soy recto y que soy justo. 
 Marcelo. 
Señor... 
 Alejandro. 
No más. 
 Marcelo. 
 Una palabra sola. 
 Alejandro. 
Con vuestra relación estoy marcado. 
¡Ofrezco al diablo gusto tan aguado! 
¿Tan burlón es el mar, tan apacible, 
que os fiáis de sus ondas cada día? 
¿Por qué buscáis ciudades donde hay mapas. 
Si allí las hallareis tan bien fingidas, 
y más hermosas , pero más mentidas , 
¿creéis vos que hay más mundo que esta corte? 
Esa calle Mayor es todo el mundo, 
donde se sabe todo y miente todo, 
porque también es mapa deste modo. 
Entran el Alguacil y la Cochera. 
 
Alguacil. 
Una cochera traigo. 
 Alejandro. 
¿Cómo, hermano? 
 Alguacil. 
Una mujer, señor, decir debiera: 
mas es tan dada a coche, que es cochera: 
así el lugar la llama por mal nombre. 
 La cochera. 
Por el bueno diréis, ministro malo; 
no tengo yo más gusto ni regalo. 
En coche me engendró la madre mía, 
y si a ser natural se vuelve todo, 
que mucho, sí, a querelle me acomodo. 
 Alejandro. 
Decidnos vuestro gusto. 
 La cochera. 
 Coche, coche: 
el coche pido a Dios de cada día, 
como otras el pan. 
 Marcelo. 
¡Gran fantasía! 
 La cochera. 
Del sol he recibido esta doctrina. 
En coche sale el sol, y en él se pone, 
y así los coches son para las damas, 
pues como el sol, tenemos luz y llamas. 
No quiero yo más gala que ir en coche: 
él es mi mercader, él es mi sastre; 
y al fin un salteador de los poblados, 
que a sus ruedas les ata por despojos 
atrevimientos de lascivos ojos: 
el coche a mí me sabe a lo que quiero. 
Es músico, es galán, es obediente; 
tanto, que rueda para darnos gusto. 
¿Qué no sabe guisar un coche diestro, 
si hasta los gustos del amor sazona? 
Al fin, señor, un coche es gran persona. 
Cierto que a un coche de una amiga mía 
le había de laurear si yo pudiera, 
corona de laureles le pusiera. 
Conserve Dios los coches en España, 
pues que también hay ejes en el cielo, 
sino es que acaso mienten los poetas 
y es la luna y el sol gente pedestre. 
 Alejandro. 
La razón deste gusto nos la muestre. 
 La cochera. 
Por andar dando vueltas todo el día. 
 Alejandro. 
Pues yo os lograré bien la fantasía. 
Ministro... 
 Alguacil. 
¡Gran señor! 
 Alejandro. 
 Llevalda luego 
a que dé muchas vueltas a una noria, 
pues que sólo en voltear pone su gloria. 
 La cochera. 
Apelo al mismo Apolo, pues él sabe 
lo que es andar en coche. 
 Alejandro. 
 No he podido 
negar la apelación. 
 Marcelo. 
 Mucho ha sabido. 
(Vanse el Alguacil y la Cochera.) 
Si a todas las que tienen este gusto 
las castigara así vuseñoría, 
anduvieran las norias ocupadas, 
y ellas aun no prudentes ni enmendadas. 
 Entran el Alguacil y  la Alcahueta. 
 
 Alejandro. 
Escuchad esas voces... 
 La alcahueta. 
 ¡Ay, señores! 
Qué, ¿hay quién infame el gusto bueno mío? 
 Alejandro. 
¿Quién es esta mujer? 
 Alguacil. 
 Un monstruo al mundo: 
un gusto peregrino y prodigioso, 
que le debe saber cualquier curioso. 
 La alcahueta. 
Yo soy tan tierna en años como miras, 
comisario de Apolo, dios modorro; 
digo, el dios que reparte las modorras: 
escúchame risueño y no te corras. 
 Marcelo. 
¿Han visto el desenfado y el despejo? 
 La alcahueta. 
Son partes importantes de mi oficio; 
por eso las venero y acaricio. 
Al fin , pudiendo yo ser la primera 
en los gustos de amor, porque mis años 
aún no me han predicado desengaños, 
mensajera de amor soy, y recibo 
deleite en estos pasos diligentes, 
sin serles sospechosa a muchas gentes, 
que, como es disonante de mis años 
el cargo de tan nobles embajadas , 
apenas son de nadie maliciadas: 
y soy (no lo creeréis), yo soy... 
  Alejandro. 
 ¡Qué enfado! 
Di lo que eres, mujer, aunque demonio 
te llames, que no es falso testimonio. 
 La alcahueta. 
Yo soy doncella. 
Marcelo. 
¿Qué? 
 La alcahueta. 
 Yo soy doncella. 
Alguacil. 
¿Doncella y alcahueta? ¡Caso raro! 
 Marcelo. 
¡Esto es prodigio ! 
 Alguacil. 
 Yo por tal le tengo. 
 Alejandro. 
Aunque callo, gran cólera prevengo. 
¿Doncella y alcahueta por oficio? 
¡Del demonio nació tal maestría 
por disfrazar en falsa fullería! 
 La alcahueta. 
Al fin yo me deleito en persuasiones, 
encendiendo los ánimos helados, 
y en dar cuidados donde no hay cuidados. 
 Alejandro. 
Habrás ganado un monte de dinero. 
 La alcahueta. 
No me lleva interés, es gusto mío. 
 Alejandro. 
¡Notable perdición, gran desvarío! 
Condénote a doncella eternamente. 
 Alguacil. 
La sentencia no es fácil de cumplilla. 
 La alcahueta. 
Yo quiero obedecella y consentilla. 
 Alejandro. 
¡Todo soy fuego, todo soy infierno, 
que esta mujer me deja casi loco! 
 Marcelo. 
No digas casi, porque dices poco. 
 Alguacil. 
¿Ha de ser la sentencia ejecutada? 
 Alejandro. 
Sí, porque hembra que gasta este lenguaje, 
acabe emparedada en doncellaje. 
 Voces de dentro. 
 ¡El comisario muera, muera, muera!... 
 Alejandro. 
¿Qué es esto? 
 Alguacil. 
El pueblo todo amotinado, 
porque dicen que el gusto siempre es libre. 
  y que no ha de rendirse a vil censura, 
que el censurar el gusto es gran locura. 
 
Dentro. 
 ¿No muere el comisario? 
 Alejandro. 
 ¡Oh santos cielos, 
arrojaré la vara y el oficio, 
que no quiero morir, y el populacho 
en sus resoluciones no da plazo! (Váse.) 
 
Entran todos. 
 ¿Adonde están el juez y sus ministros? 
 Alguacil. 
¡Huyamos! 
 Marcelo. 
Aún no sé si ya podremos. 
 
Huyen, entrándose y volviendo a salir.
 
Alejandro. 
¡Ay. que nos siguen! 
 Todos. 
¡ Mueran ! 
Alguacil. 
 ¡Vive Apolo, 
que, según anda el pueblo temerario, 
que cobramos en piedras el salario! 

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 FIGURAS : 
 Juana. 
 Lucía. 
 Lacayo. 
 Sastre. 
 Zapatero. 
Boticario. 
Músicos. 
  
Salen Lucía y Juana. 
 
Lucía. 
Seas, Juana, a la corte bien venida. 
 Juana. 
Y tú, amiga Lucía, bien hallada, 
que me verás de estado mejorada. 
 Lucía. 
Admirada me tiene en gran manera 
verte ya dama , si antes castañera. 
 Juana. 
 ¿No vengo muy en ello? 
 Lucía. 
 Y tan jarifa 
que el despejo a la vista satisface. 
 Juana. 
 Estos milagros el amor los hace. 
Este palmo de cara, amiga mía, 
dio a un mercader tal guerra y batería, 
que, apoderado amor de sus entrañas, 
pudo sacarme de vender castañas. 
Díjome su pasión, su amor; creíle: 
brindome con Sevilla, y yo seguile. 
Llevome, y al pasar Sierra Morena 
troqué la Juana en doña Magdalena. 
Diome vestidos, joyas y dineros, 
finezas de galanes verdaderos; 
que rama que se paga de parola 
vivirá triste , sin dinero y sola. 
Yo, que supe llevarme con mi amante, 
rompí galas, campé de lo brillante; 
no perdí la ocasión, logré las uñas 
que fueron de su hacienda las garduñas. 
 Lucía. 
¿Y en qué paró el empleo? 
 Juana. 
 ¿En qué? Embarcose 
a las Indias, dejome y acabose, 
pero con gentil mosca. 
 Lucía. 
 Eso me agrada. 
 Juana. 
Quiso gozo, estafele, y no fue nada. 
Heme vuelto a Madrid desconocida, 
de castañera en dama convertida; 
que por amores no soy la primera 
que de baja subió a mayor esfera. 
Tengo mi casa así bien alhajada; 
soy bien vista, aplaudida y visitada, 
y porque de casarme tengo intentos 
llueven en esta casa casamientos; 
y éstos de todo género de gentes. 
 Lucía. 
No hay duda que te sobren pretendientes. 
 Juana. 
Hoy estoy para cuatro apercibida 
de quien soy con cautela pretendida: 
un boticario, un sastre, un zapatero 
y un lacayo apetecen mi dinero ; 
mas todos sus oficios me han negado, 
y que tienen hacienda han publicado. 
 Lucía. 
Gatazo quieren darte. 
 Juana. 
 No en mis días. 
Hoy he de contrastar sus fullerías, 
y en la proposición del casamiento 
verás que, sin salirme del intento, 
les declaro su estado y ejercicio, 
con más los adherentes del oficio , 
hasta salir con mi intención al cabo. 
 Lucía. 
Tu ingenio admiro, tu despejo alabo. 
Sale el Boticario. 
 
Boticario. 
¿Está en casa la luz que el orbe dora, 
que es en su parangón fea la aurora? 
 Juana. 
Sea vuesa merced muy bien venido. 
 Boticario. 
A mis dos ojos las albricias pido, 
pues, llegar a mirar tanta hermosura. 
¿Vivo en vuestra memoria por ventura? 
¿Merezco ser consorte en este empleo 
dedicado a las aras de Himeneo? 
 Juana. 
 Señor Gandul, ya es tanta su frecuencia, 
que ha venido a apurarme la paciencia, 
y a que llegue a decirle que es mi intento 
que hable en su sazón del casamiento; 
que estar tratando del tarde y mañana , 
a la más inclinada la desgana. 
No en moler y molerme se desvele, 
que parece almirez en lo que muele. 
 Boticario. 
(¿Qué es esto de almirez, si lo ha entendido? 
Pero el símil sin duda lo ha traído.) 
 Juana. 
Amor, señor Gandul, es como pildora. 
 Boticario. 
(¡Esto es peor!) 
 Juana. 
 Que anima al desganado 
a que la tome viendo lo dorado. 
 Boticario. 
Mucho toca en botica aquesta moza. 
En balde ya mi calidad se emboza. 
Mas pienso que sin duda se ha sentido 
de que yo alguna joya no ofrecido. 
Señora, ya he entendido lo dorado. 
Me pesa de no haber adelantado: 
una joya os ofrezco
Juana. 
 Bien lo entiende. 
Con eso que me ofrece más me ofende , 
señor Gandul, pues sabe el casamiento, 
viniendo a ser unión de corazones, 
parece a boticarias confecciones: 
diversas calidades ven perfectas 
en bocados, trociscos y tabletas; 
mas si amor en consorcios no es muy casto, 
parecerá pegado como emplasto. 
Franco ha de ser, sin menguas; no publique 
que es amor destilado de alambique; 
porque la voluntad nunca le toma 
si no es puro como agua en la redoma ; 
y al dicho, si no quiere su carátula 
que se lo desliemos con espátula. 
 Boticario. 
Aquí no hay más que hacer; voime corrido. 
 Juana. 
¿Váse? 
 Boticario. 
Sí, poi-que me han conocido. (Váse.) 
 Juana. 
¿Qué te parece, di? 
 Lucía. 
 Que va de suerte 
que no tratará más de pretenderte. 
Sale el Sastre. 
 Sastre. 
Mil norabuenas les daré a mis ojos 
porque han llegado a ver esa lindura 
que el non plus ultra es de la hermosura; 
que esa gala, ese garbo, ese prendido, 
flechas doradas son del dios Cupido, 
y yo despojo suyo que, postrado, 
estoy de ese donaire asasteado. 
¿Acaba vuesa merced de resolverse 
y al castísimo yugo someterse? 
Que como la respuesta ha dilatado , 
ando de su belleza más picado. 
 Juana. 
¡Picado!... ¿Es con cincel ó con puntilla? 
 Sastre. 
(Esto va malo: el juego es de malilla , 
o ya los filos por picarme aguza.) 
 Juana. 
 ¿Es mosqueado o es escaramuza? 
 Sastre. 
(Quiero disimular.) Picado muero. 
 Juana. 
Pues entiérrenle encima del tablero. 
Señor Zaldívar, voy a lo importante: 
Vuested me ofende por pesado amante. 
 Sastre. 
¿Por qué? 
 Juana. 
Direlo, pues, que lo pregunta. 
Mil veces esta calle me pespunta , 
y es porque vuesarced está con gana 
de verme como en percha a la ventana; 
pero yo , con clausura recogida , 
quisiera estar en un dedal metida, 
porque tengo vecinas tan parleras 
que cortan más que pueden sus tijeras. 
Deje este casamiento, por su vida, 
o se le hará dejar un sastricida. 
 Sastre. 
¡Vive Dios que es bellaca socarrona! 
Ya tiene conocida mi persona. 
Aquí no hay más que hacer: licencia pido. 
 Juana
 ¿Váse? 
Sastre. 
Sí, porque ya me han conocido. 
 
Váse y sale el Zapatero. 
 
 Zapatero. 
Prospere y guarde el cielo esa belleza, 
admiración de la naturaleza. 
 Juana. 
Sea vuesa merced muy bien llegado. 
 Zapatero. 
¿Vuesa merced de mí no se ha acordado? 
¿Hase resuelto en este casamiento? 
 Juana. 
Direle a vuesarced mi pensamiento. 
Cualquier mujer que aspira a este contrato 
anda a buscar la horma a su zapato. 
 Zapatero. 
¿Horma dijo, y zapato? Soy perdido. 
Sin duda que mi oficio le ha sabido. 
 Juana. 
 Y yo le busco , porque tengo estima 
en un novio sin serlo de obra prima; 
que si veo mozuelas baladíes 
 que se quieren alzar en ponlebíes, 
mejor podré emplearme en un velado 
que esté en groserías desvirado; 
que la naturaleza (no se inquiete) 
también desvira sin tener trinchete. 
 Y así, señor Galbán, busco marido 
de solar, no solar tan conocido 
como el de vuesarced, que tengo dote 
para que no ande oliéndome a cerote. 
 Zapatero. 
¡Por Dios que me sacude y que es discreta ! 
 Juana. 
Vuelva su solio. 
 Zapatero. 
¿A cuál? 
 Juana. 
 A la banqueta. 
 Zapatero. 
 Sin responderle nada me despido. 
 Juana. 
¿Váse? 
 Zapatero. 
 Sí, porque ya soy conocido. 
 
Vase y sale el Lacayo. 
 
Lacayo. 
El cielo le maldiga y remaldiga 
a quien al verla no la da una higa. 
 Juana. 
 Aqueste, amiga mía, es el lacayo. 
 Lacayo. 
¿Viose entre flores más airoso el Mayo, 
ni el céfiro que peina los jardines? 
 Juana. 
¡El céfiro los peina! Pues ¿son crines? 
¿No dirá que las flores almohaza? 
 Lacayo. 
(¡Vive Cristo que ha olido la trapaza! 
 Ya en la empresa que intento me desmayo, 
que esto huele a saber que soy lacayo.) 
 Juana. 
¿Qué piensa, diga? 
 Lacayo. 
 Pienso en mi cuidado. 
Juana. 
No piense vuesarced, que harto ha pensado, 
y esto sin dar cuidado a pensamientos. 
 Lacayo. 
(¡Ya escampa!) 
 Lucía. 
Ya penetra tus intentos. 
Juana. 
Penetre. Porque más no me congoje, 
yo le diré quién es, aunque se enoje. 
¿Qué tiene vuesarced, que está suspenso? 
 Lacayo. 
¿Qué ha de tener quien rinde al amor censo? 
 Juana. 
¿Tanto ama? 
 Lacayo. 
Es mi fuego tan sobrado, 
que el corazón me tiene medio asado. 
¿Ha visto un tostador, donde hay castañas, 
que ostenta por resquicios las entrañas, 
y éste, sobre un alnafe acomodado, 
está siempre de brasa rodeado, 
y contino le soplan con ventalle 
sin el aire que pasa por la calle? 
Pues este corazón, enternecido, 
al dicho tostador, tan parecido, 
sufre de amor tal fuego, que se abrasa; 
y este tormento, por amarte pasa, 
más fijo siempre en esta pena fiera 
que en una esquina está una castañera. 
 Juana. 
(Lucía amiga, aquesto va perdido.) 
 Lucía. 
(¿Cómo?) 
 Juana. 
(Que el socarrón me ha conocido.) 
 Lacayo. 
Piquela y repiquela. 
 Juana. 
 ¡Oh picarote! 
Lacayo, 
Y este pique y repique traen capote. 
Ya vuesarced, señora, me ha entendido. 
¿El camino difícil está llano? 
 Juana. 
Digo que eres mi esposo. Esta es mi mano. 
 Lucía. 
Bueno lo vas pasando, por mi vida. 
 Juana. 
Pues ¿qué he de hacer, si soy ya conocida? 
 Lacayo. 
Los músicos traía , prevenidos , 
con tres lacayos todos conocidos. 
Salgan con las vecinas y bailemos, 
y estas alegres bodas celebremos. 
Baile. 
 
Una niña hermosa 
 que subió el amor 
 de tostar castañas 
 a más presunción; 
 para casamiento 
 galanes juntó, 
 y entre cuatro amantes 
 escogió el peor. 
Oigan , tengan , pasen , 
escuchen y den atención, 
que hoy se juntan la almohaza y el tostador. 
 La que con donaire 
de los tres fisgó, 
en el cuarto halla 
tretas de fisgón. 
Lacayo profeso 
por marido halló, 
la que para dama 
hace aprobación. 
Oigan , tengan , pasen , 
escuchen y den atención, 
que hoy se juntan la almohaza y el tostador. 
Castañeras que estáis en Madrid, 
venid, venid, venid a la fiesta, 
pregonando castaña cocida enjerta. 
Lacayitos de almohaza y mandil, 
venid, venid, venid a la boda 
pregonando miseria con calzas rotas. 
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