NARRACIÓN III
DE COMO EL REY DE NÁPOLES. DESPUÉS DE ABUSAR DE
LA MUJER DE UN HIDALGO, LLEVA LUEGO EL MISMO LOS CUERNOS
-Señoras
_dijo Saffredant -, dado que me siento envidiado compañero de
fortuna de aquél cuya historia quiero contaros, diré que, en la villa de
Nápoles, en tiempos del rey Alfonso, cuya lascivia era el espectáculo de
su reinado, había un hidalgo, tan honrado, apuesto y agradable, que por
sus perfecciones un anciano caballero le otorgara a su hija, que en nada
desmerecía de su marido por su belleza y buenas prendas. El cariño entre
ambos era grande, hasta un día de carnaval en que el rey fue, vestido de
máscara, por las casas, esforzándose todos por hacerle la mejor acogida
posible. Y cuando llegó a la de nuestro hidalgo, aún fue agasajado mejor
que en ningún otro lugar, tanto en confituras como en canciones y disfrutó
de la compañía de la más bella mujer que el rey había visto hasta
entonces. Y, al fin del festín, cantó con su marido una canción con tal
gracia, que su belleza aumentó. El rey, viendo dos perfecciones en un
cuerpo, no halló placer en el dulce acuerdo que existía entre ambos
esposos, sino que dio en pensar cómo podría romperlo. Y la dificultad que
encontraba era el gran cariño que veía entre los dos. Por lo que conservó
esta pasión en su corazón lo más encubierta posible. Pero, alimentándola
en parte, mandó hacer fiestas a todos los caballeros y damas de Nápoles,
en las que no eran olvidados el hidalgo y su mujer. Y como quiera que el
hombre cree gustoso lo que quiere creer, al rey le pareció que la dama le
miraría con mejores ojos si la presencia del marido no pusiera
impedimentos. Y, para comprobar si su pensamiento era cierto, envió al
marido en comisión a un viaje a Roma para unos quince días o unas tres
semanas. Y así que estuvo fuera, su mujer, que hasta entonces no se
separara de él, manifestó una gran pesadumbre, de la que fue consolada por
el rey con la mayor asiduidad posible, con sus dulces persuasiones, con
presentes y regalos, de manera que no sólo se sintió consolada, sino
incluso contenta de la ausencia de su marido; y antes de trascurridas tres
semanas en que éste debería estar de regreso, tan enamorada estuvo del rey
que lamentaba el regreso de su marido tanto como lamentó la ida. Y, no
queriendo perder el favor del rey, entre ambos acordaron que cuando su
marido fuera a sus fincas campesinas, ella lo haría saber al rey, que
seguramente podría ir a verla en secreto de modo que el hombre (a quien
ella temía más que a su propia conciencia), no se sintiera herido. En esta
esperanza se mantuvo contenta la dama; y cuando su marido llegó, le
dispensó tan buena acogida que, por mucho que él había escuchado durante
su ausencia que el rey la requería, no pudo llegar a creerlo. Mas, al paso
del tiempo, este fuego tan difícil de ocultar comenzó poco a poco a
mostrarse, de modo que el marido bien pronto se malició la verdad y se
mantuvo al acecho hasta que estuvo con- vencido. Pero, en el temor de que
aquel que lo injuriaba no le hiciera mayor mal, se hizo el desentendido,
forzándose a disimular, ya que estimaba en más vivir mohíno que arriesgar
su vida por una mujer que tan poco lo amaba.
No obstante, en su
despecho, pensó devolver la moneda al rey, si ello le era posible, y
sabiendo
que el amor asalta principalmente a aquellas personas que tienen el
corazón grande y generoso, tuvo la audacia un día, hablando con la reina.
de decirle que sentía gran pesar de ver que no era amada por su marido
todo lo que ella merecía. La reina, que oyera hablar de la amistad entre
el rey y su mujer, le contestó: "No puedo tener el honor y el placer al
mismo tiempo; sé bien que tengo el honor, y en esto reside mi placer; en
cambio, aquella que tiene el placer, no tiene el honor que yo tengo". El,
que bien supo a quien se referían sus palabras, respondió: "Señora, el
honor ha nacido con vos, que sois de casa principal, y ni siquiera siendo
reina o emperatriz se podría aumentar vuestra nobleza; pero vuestra
belleza, gracia y honestidad son tan de estimar que, quien quiera que os
arrebata lo que os pertenece comete mayor falta que vos; porque, por una
gloria que torna en vergüenza pierde todo el placer que vos o cualquier
dama de este reino pudiera tener; y puedo deciros, señora, que si el rey
no portara la corona sobre su cabeza, bien seguro que no tendría ninguna
ventaja sobre mí para contentar a mujer alguna; y estoy cierto de que para
satisfacer a tan honorable persona como vos sois, bien quisiera él cambiar
la constitución de su. cuerpo por la del mío". La reina, riendo, le
respondió: "Por más que el rey sea de -complexión más delicada que vos, el
amor que le tengo me contenta tanto que lo prefiero a ninguna otra cosa".
El hidalgo le dijo: "Señora, si fuera así, no me tendríais piedad, porque
bien sé el contento que tan honesto amor produciría a vuestro corazón si
encontrara en el rey un amor semejante; pero Dios os tiene bien guardada a
fin de que, no encontrando en aquél lo que pedís, no hagáis de él un dios
en la tierra". "Os confieso - respondió la reina - que el amor que le
profeso es tan grande que en ningún corazón que no fuera el mío se podría
encontrar otro semejante". "Perdonad, señora - contestó el hidalgo -, pero
vos no habéis sondeado el amor en todos los corazones y yo puedo
aseguraros que hay quien os ama tanto, con un amor tan gran- de y tan
insufrible, que no desmerecería junto al que vos sentís; y tanto más crece
y aumenta cuando ve el amor que os asalta por el rey que, si vos lo
quisierais, os compensaría de todas vuestras pérdidas". La reina, tanto
por sus palabras como por su continente, comenzó a darse cuenta de que lo
que decía nacía del fondo de su corazón, y a recordar que desde hacía
tiempo buscaba él ponerse a su servicio con tal afición que había llegado
a estar melancólico; y lo que ella pensara con anterioridad era a cuenta
de su mujer, creía ahora firmemente era por amor de ella misma. Y de esta
forma, la virtud del amor, que se deja sentir cuando no es fingido, le
dio la certeza de lo que estaba oculto para todo el mundo. Y mirando al
hidalgo, que era bastante más amable que su marido, y viendo que estaba
tan desasistido de su mujer como ella. del rey, presa de despecho y celos
de su marido y sintiendo inclinación por el amor del hidalgo, comenzó a
decir, suspirando y con lágrimas en los ojos: "¡Dios mío! ¡Tendría que ser
la venganza la que consiguiera de mí lo que ningún amor pudo hacer! " El
hidalgo, comprendiendo el sentido de sus palabras, respondió: "Señora, la
venganza es dulce para quien, en lugar de dar muerte a su enemigo, da vida
al perfecto amigo. Me parece que es tiempo que la verdad os haga desechar
el fútil amor que profesáis a quien no os ama, y un amor justo y razonable
expulse de vos el temor, que nunca se debe dar en un corazón grande y
virtuoso. ¡Ea!, pues, señora, dejemos a un lado nuestra condición y
consideremos que somos el hombre y la mujer más burlados del mundo, y
traicionados por aquellos a quienes más entrañablemente amábamos. Tomemos
la revancha, señora, no tanto por darles lo que merecen como por
satisfacer al amor, que por lo que a mí respecta no puedo soportar más sin
morir de él. Y pienso que, a no ser que tengáis el corazón más duro que
guijarro o diamante alguno, es imposible que no advirtáis ninguna chispa
del fuego que crece en mí, por más que quisiera disimularlo. Y si vuestra
piedad por mí, que muero por vuestro amor, no os incita a amarme, al menos
la de vos misma os debe violentar el que, siendo tan perfecta y merecedora
de poseer el corazón de todos los hombres honestos del mundo, seáis
despreciada y abandonada de aquél por quien habéis desdeñado a todos los
demás". La reina, al oír estas palabras, se sintió tan enajenada que,
miedosa de mostrar por su continente la turbación de su espíritu, y
apoyándose en el brazo del hidalgo, fue a un jardín cercano a su cámara,
donde paseó largo tiempo sin poderle decir palabra. Pero el hidalgo,
viéndola medio vencida, cuando estuvieron al otro extremo de la avenida,
donde nadie podía verlos, le declaró finalmente el amor que durante tanto
tiempo ocultara; y, consintiendo los dos en él, gozaron de la venganza, de
la que fuera nacida su pasión. Y allí decidieron que, siempre que él fuera
a sus alquerías y el rey desde su castillo a la ciudad, volvería él a
encontrarse con la reina; así, engañando a los burladores, se reían cuatro
participando en el placer que dos querían tener para ellos solos. Hecho el
acuerdo, regresaron, la dama a su habitación y el caballero a su casa,
ambos con tal contento que olvidaron todas sus penas pasadas. Y del temor
que tenían cada uno de ellos de la cita entre el rey y la dama, se tomó en
deseo, que hacía ir al hidalgo, más a menudo de lo que tenía por
costumbre, a su alquería, que no llegaba a distar media legua. Y así que
el rey lo sabía no dejaba de ir a ver a la dama, mientras que el hidalgo,
en llegando la noche, se dirigía al castillo a hacer junto a la reina las
veces del rey, tan secretamente que nunca se apercibiera nadie de ello.
Esta vida duró largo
tiempo; pero el rey, siendo personaje público, no podía disimular tan bien
su amor de forma que nadie se enterara. Y todas las gentes de la comarca
hacía cuernos a sus espaldas, en señal de burla, de lo cual bien que se
daba cuenta. Pero esta burla le placía de tal forma que llegó a estimar
los cuernos tanto como la corona del rey, el cual, junto con la mujer del
hidalgo, viendo un día una cabeza de ciervo colocada en casa de aquél, no
pudo contener la risa delante de él, diciendo que aquélla adornaba mucho
en aquella casa. El hidalgo, que no tenía mejor entraña que él, vino a
escribir sobre la cabeza: " lo porto le corna, ci ascun lo vede; ma talle
porta chi no lo crede". El rey, cuando en otra ocasión volvió a la casa,
encontró la leyenda recientemente escrita, y preguntó al hidalgo su
significado, diciéndole éste: "Si el secreto del rey está oculto al
ciervo, no hay razón para que el del ciervo sea conocido del rey. Pero
contentaos con saber que no todos los que llevan cuernos van sin birrete
en la cabeza, que algunos son tan tiernos que no destocan a nadie , y hay
quien los lleva con tanta holgura que no le importa tenerlos". El rey supo
inferir de estas palabras que aquél conocía algo de su asunto, pero nunca
sospechó de la amistad entre la reina y él, con lo que la reina tanto más
contenta estaba de la vida de su marido cuanto más fingía estar triste.
Y así vivieron
largamente de una y otra parte en amor y compañía, hasta que la vejez vino
a poner orden en todo ello.
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PARECIDO DEL DECAMERÓN
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NARRACIÓN VI
SUTILEZA DE UNA MUJER
QUE HIZO EVADIRSE A SU AMIGO CUANDO SU. MARIDO, QUE ERA TUERTO, IBA A
SORPRENDERLES
H ubo una vez cierto mayordomo de Carlos, el
último duque de Alensón, que había perdido un ojo y estaba casado con una
mujer mucho más joven que él, y a quien su señor y su señora amaban tanto
como merecía por el puesto que ocupaba en su casa; y no podía ir, tan
frecuentemente como hubiera querido, a ver a su mujer. Esto dio ocasión a
que ella olvidara su honor y su conciencia y se enamorase de un hidalgo,
amores que a la larga hicieron tanto ruido que el marido acabó por
enterarse, pero no podía creerlo por las grandes muestras de afecto con
que su esposa lo recibía. Aún así, un día, pensó que debía hacer una
prueba y vengarse, si podía, de quien le hacía tal afrenta. Para
conseguirlo fingió que se iba a cierto lugar próximo para dos o tres días.
Creyéndose que había ido, su mujer envió a buscar a su amante, y no habría
pasado ni media hora cuando llegó su marido, que llamó fuerte a la puerta.
Ella, conociéndole, advirtió a su amante, que hubiera querido estar en el
vientre de su madre y que maldecía de ella y del amor, que le habían
colocado en semejante peligro. Aquélla le pidió que no se preocupase y que
ella encontraría el modo de hacerle salir sin vergüenza ni daño y que se
vistiese lo más rápidamente posible.
Mientras tanto, el marido llamaba a la puerta y gritaba tan alto como
podía. Ella fingía que no le conocía y gritaba al criado: "¿Por qué no os
levantáis y vais a hacer callar a los que llaman a la puerta? ¿Son éstas,
horas para venir a molestar a casa de gentes de bien? ¡Si mi marido
estuviera aquí ya os guardarías!" El marido, al oír la voz de su mujer la
llamó lo más alto que pudo: "Esposa mía, abridme. ¿Me vais a hacer
permanecer aquí hasta el amanecer?" Y cuando vio que su amigo estaba en
condiciones de salir, abrió la puerta y empezó a decir a su marido: "¡Oh
esposo mío!, qué contenta estoy de que hayáis venido; estaba soñando algo
maravilloso como no se puede imaginar. Soñaba que habías recuperado la
vista de vuestro ojo". Y abrazándolo y besándolo lo cogió por la cabeza y
tapó el ojo bueno mientras le preguntaba: " ¿No , veis mejor que de
costumbre?" Y mientras no veía ni gota hizo salir a su amigo, lo que el
marido sospechó y le dijo sin poderse contener: "Mujer, nunca más estaré a
tu acecho, pues queriendo engañarte he recibido el engaño más fino que
nunca se ha inventado. Dios quiera castigarte, pues no hay hombre que
pueda dar órdenes a la malicia de una mujer si no es matándola. Pero ya
que el buen trato que te he dado no ha podido servir para tu enmienda,
puede ser que el despecho que te demostraré de hoy en adelante te
castigará". Y diciendo esto se fue y dejó a su mujer muy desolada. Mas
después, por oficios de parientes, amigos, excusas y lágrimas, aún volvió
a su casa junto a ella "Por todo lo cual podéis ver, señoras mías, cuán
pronta y sutil es una mujer cuando se trata de escapar de un peligro. y si
para encubrir un mal encuentra remedio con tanta prontitud, para evitarlo
o para hacer algún bien, su espíritu sería aún más sutil: porque el buen
espíritu, como siempre oí decir, es el más fuerte".
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CORBACHO
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NARRACIÓN VIII
DONDE SE HABLA DE UN SUJETO QUE HABIÉNDOSE ACOSTADO
CON SU MUJER, EN LUGAR DE CON SU DONCELLA, ENVÍO ALLÍ A SU VECINO, QUE LE
PUSO CUERNOS SIN QUE SU MUJER SUPIESE NADA
E n el condado de Allez, había un
hombre llamado Bornet que se había casado con una honrada mujer de bien,
cuyo honor y reputación tenía en gran estima como creo ocurre con todos
los maridos aquí presentes con respecto a sus mujeres. Pretendía que su
mujer le fuera fiel, per o
no que la ley fuese igual para los dos, y se enamoró de la doncella, no
teniendo más temor que no quisiera aquélla corresponder a su amor. Tenía
este hombre un vecino con quien le unía tal amistad que ya lo habían
compartido todo, excepto la mujer. El nombre de su vecino era Sandras y su
oficio costurero y sillero. Por estos motivos de amistad le confesó los
proyectos que tenía sobre la doncella, el cual no sólo lo encontró bien
sino que quiso ayudar a llevar a buen fin la empresa esperando tomar parte
en el festín.
La doncella, presionada por todas partes, y viendo debilitarse sus
fuerzas, fue a decírselo a su señora, rogándole le diese permiso para
volver con sus padres, pues no podía vivir en este tormento. La señora,
que quería mucho a su marido y que ya tenía sospechas, se alegró de
haberle ganado esta ventaja y preparó a la doncella: "Escucha, amiga mía,
poco a poco id confiando a mi marido y darle seguridad de acostaros con él
en mi vestidor, y no olvidéis decirme la noche que va a avenir, pero
prestad atención para que nadie sepa nada". La doncella hizo lo que su
señora le había ordenado y el amo se puso tan contento que fue a decírselo
a su compañero, el cual le rogó le reservase lo que le sobrara. Hizo esta
promesa, y cuando llegó la hora, el señor fue a acostarse con la doncella
como él esperaba. Pero su mujer, que había renunciado a la autoridad y a
mandar por el placer de servir, se puso en lugar de la doncella y recibió
a su marido, no como esposa, sino ¡ como joven extrañada, y tan bien lo
fingió que su marido no se dio cuenta. No sabría deciros quien estaba más
contento de los dos: si él de engañar a su mujer o ella de engañar a su
marido. Y cuando hubo estado con ella salió de casa y fue en busca de su
amigo, más joven y fuerte que él, y le dijo haber encontrado la mejor
mujer que nunca viera: "¿Recordáis lo que me habíais prometido?", dijo su
amigo. "Id pronto -dijo el señor-, no vaya a suceder que se levante o que
mi mujer vaya a darse cuenta". El amigo fue y encontró la misma doncella a
quien el marido no reconociera. Ella, creyendo que era su marido, no lo
rechazó; de suerte que él prefirió no hablar no fuera a ser descubierto.
Permaneció con ella más tiempo que su marido, y la mujer se maravillaba,
pues no estaba acostumbrada a tales noches. De todos modos tuvo paciencia,
regocijándose sobre la escena que le haría al día siguiente y de la burla
que iba a hacer de él. Hacia el alba el hombre se levantó y al separarse
de la cama, jugueteando, le arrancó un anillo que ella tenía en su dedo y
era el que el marido le diera en sus esponsales. Este anillo es para las
mujeres del país motivo de superstición, y son muy honorables las mujeres
que guardan el anillo hasta la muerte y, por el contrario, si por azar se
pierde, la mujer es despreciada como si se hubiera entregado a otro que no
fuera su marido. Ella sintió contento de que se lo llevase, pensando que
sería testimonio seguro del engaño de que su marido había sido víctima.
Cuando el amigo fue a buscar al marido éste le preguntó: "¿Y bien?"
Respondió el amigo que era de su misma opinión, y que si no hubiera temido
la llegada del día se hubiera quedado allí. Y así se fueron los dos a
descansar. Al día siguiente, al levantarse el marido, vio el anillo que su
amigo llevaba en el dedo, igual completamente al que él había entregado a
su mujer en señal de matrimonio, y le preguntó quién se lo había dado.
Cuando oyó que lo había arrancado del dedo de la doncella se extrañó mucho
y empezó a darse golpes con la cabeza en la pared diciendo: " ¡Ah Dios
mío! ¿Me habré hecho cornudo a mí mismo sin que mi mujer sepa nada?" Su
compañero, para consolarle, le dijo: "Puede ser que vuesa mujer le diera
el anillo anoche a la doncella ". El marido corrió a su casa y encontró a
su mujer más bella, más contenta y más radiante que de costumbre, contenta
de haber podido salvar el honor de su camarera y de haber apurado a su
marido sin perder nada más que el sueño de una noche. El marido, al verla
de tan buen talante, pensó: "Si supiera mi suerte no tendría tan buena
cara". Y hablando con ella de varias cosas, la tomó de la mano y notó que
no llevaba el anillo, que nunca se quitaba. Entonces, con voz temblorosa,
preguntó: "¿Qué habéis hecho del anillo?" Pero ella, muy contenta de que
él sacase esa conversación, le dijo: "¡Oh, el más malvado de todos los
hombres! ¿A quién creéis que se lo habéis quitado? Pensasteis que fue mi
doncella, por cuyo amor habéis malgastado el doble de los bienes que
habéis gastado en mí. Pues la primera vez que habéis venido a acostaros os
he juzgado tan enamorado de ella que era imposible pensar en más. Pero
después que salisteis y volvisteis a entrar parecíais un diablo sin orden
ni medida. ¡Oh, desgraciado! Pensad en la ceguera que os guiaba a alabar
mi cuerpo y mis carnes, de las que venís gozando vos solo durante tanto
tiempo sin manifestar estimarlos. No es, pues, la belleza y las carnes de
mi doncella las que os han hecho gozar placer tan delicioso; es el pecado
infame y la horrible concupiscencia que quema vuestro corazón y que
alteran vuestros sentidos hasta el extremo que por amor a esta doncella os
trastornasteis tanto que hubierais confundido una cabra con sombrero con
una joven bella. Hora es, marido mío, de corregiros y conformaros conmigo
sabiendo que os pertenezco y que soy una mujer de bien, seguro de que no
soy una malvada. Lo que he hecho no ha sido más que para sacaros de un mal
paso, para que a la vejez vivamos en buena amistad y reposo de conciencia.
Pues si queréis continuar con la vida pasada prefiero separarme de vos que
asistir cada día a la ruina de vuestra alma, vuestro cuerpo y vuestros
bienes. Pero si os decidís a abandonar esto y vivir según la ley de Dios,
olvidaré vuestras faltas pasadas como quiero que Dios olvide mi ingratitud
de no amarle como debo". El pobre marido se sintió desconcertado y
desesperado al ver a su mujer, tan bella, casta y honesta, abandonada por
una que no le amaba, y lo que era peor, haberla hecho mala sin saberlo
ella y hacer partícipe a otro de un placer que no era más que suyo. Por
estas razones se encontró a sí mismo cornudo con burla perpetua. Pero
viendo a su mujer bastante atormentada con el amor que había demostrado a
la doncella, se guardó muy bien de decirle la mala pasada que le había
jugado y le pidió perdón con la promesa de cambiar enteramente su mala
vida. Le devolvió su anillo, que pidiera a su amigo. Pero como todas las
cosas dichas al oído son pregonadas algún tiempo después la verdad fue
conocida y le llamaban cornudo, sin vergüenza para su mujer.
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NARRACIÓN XVIII
DONDE SE
HABLA DE UNA BELLA Y JOVEN DAMA QUE COMPROBÓ LA FE DE UN JOVEN ESTUDIANTE
AMIGO SUYO ANTES DE CONCEDERLE LICENCIAS SOBRE SU HONOR
E n
una de las mejores villas del reino de Francia, había un señor de rancio
abolengo que asistía a las enseñanzas de los maestros del saber, deseando
llegar a averiguar cómo adquieren virtud y honor los hombres honestos: Y
llegó a ser tan sabio que a la edad de diecisiete o dieciocho años era
ejemplo y doctrina para los demás. Mas, después de sus lecciones, el amor
no dejó de cantarle la suya, y para ser mejor oído y recibido se ocultó
tras los ojos y el rostro de la dama más bella del país, que no se sabe
por qué razón había llegado a la villa. Pero antes que el amor intentara
vencer al hidalgo por la belleza de esta dama, ya ganara el corazón de
ella, al ver las perfecciones que se daban en el caballero; porque en
galanura, gracia, buen
sentido y donoso hablar, no había nadie, de cualquier condición, que le
aventajara. Vuesas mercedes, que saben el pronto camino que hace ese fuego
cuando prende uno de los cabos del corazón y de la fantasía, comprenderéis
que el amor no encontró obstáculo en dos tan perfectas personas, y los
sujetó a su yugo y los inundó plenamente de tan clara luz que su
pensamiento, voluntad y lenguaje no eran otra cosa que reflejo de este
amor, lo que dado su juventud, aunque él engendraba temor, le hacía
insistir en su asunto lo más dulcemente posible. Pero quien ya estaba
vencida por el amor no tenía necesidad de fuerza; sin embargo, dado el
pudor propio de las damas, ella. se guardaba de mostrarlo todo lo que
podía. Bien es cierto que, al fin, la fortaleza de su corazón, donde el
amor reside, fue arruinada de tal suerte que la pobre dama accedió a lo
que ya estaba ella de acuerdo. Mas, para comprobar la paciencia, firmeza y
amor de su galán, le concedió lo que pedía imponiéndole una difícil
condición, encareciéndole que, si cumplía, ella lo amaría a la perfección,
mas que si le fallaba, no volvería a verla en su vida: consistía en que
ella se sentiría muy gustosa de hablar con él en la misma cama, acostados
los dos con sus camisas de dormir, pero que no le pidiera nada más, como
no fuera hablar y, todo lo más, besarla. Él, que pensaba que no había
alegría semejante a aquella que se le prometía, accedió; y, llegada la
noche, la promesa fue cumplida, de suerte que, a pesar de las caricias que
ella le hizo y de lo que él hubo de contenerse, no quiso faltar a su
juramento. Y aunque estimaba que esta condición no era inferior a las
penas del purgatorio, tan grande fue su amor y tan fuerte su esperanza,
que sintiéndose seguro de la eterna continuidad del amor que con tantas
fatigas había alcanzado, conservó su paciencia y se levantó de su lado sin
haber querido en ningún momento causarle ningún disgusto. A lo que yo
creo, la dama, más maravillada que contenta de tanta bondad, sospechó
incontinente que su amor no era tan grande como ella pensaba, o que él no
había encontrado en ella tantos dones como pensó, y ya no guardó
consideración a su gran honestidad, paciencia y respeto a un juramento.
Así que decidió hacer todavía otra prueba para comprobar el amor que él le
profesaba, antes de mantener su promesa. Y, para conseguirlo, le rogó que
entablara amistad con una muchachita que tenía a su cargo, más joven que
ella y más bella, a fin de que los que lo vieran en su casa con tanta
frecuencia pensasen que iba tras la joven y no en pos de ella. El joven
caballero, que pensaba ser amado tanto como él amaba, obedeció enteramente
lo que se le mandó y se obligó, por amor a ella, a hacer el amor a la
muchacha; la cual, viéndole tan bello y bien decidor creyó sus mentiras
como no hubiera creído sus verdades y lo amó tanto como si hubiera sido
bienamada por él. Y cuando la señora vio que las cosas iban adelante y que
el caballero no cesaba a cada momento de instarla a cumplir su promesa, le
concedió que viniera a verla una hora después de medianoche, diciéndole
que había comprobado el amor y la obediencia que él la profesaba y que era
razón de que fuera recompensado por su gran paciencia. Ni que decir tiene
la alegría que recibió este fiel servidor, que no dejó de acudir a la hora
señalada. Pero la dama, para medir la fuerza de su amor, dijo a su hermosa
doncella: "Bien sé el amor que cierto caballero os tiene, y creo que
vuestra pasión no es menor que la de él; me inspiráis tal piedad los dos
que he decidido daros lugar y momento de hablar cómodamente juntos y a
vuestras anchas". La doncella se sintió tan transportada de alegría que no
supo enmascarar su afecto, diciéndole que por su parte no fallaría
y, obediente a su consejo, se desnudó y se acostó sola en un gran lecho
que había en una habitación, cuya puerta dejó la dama abierta, encendiendo
luces para que su claridad dejara ver más fácilmente la belleza de la
joven. Y, fingiendo irse, se ocultó cerca del lecho donde no se la podía
ver. Su infeliz enamorado, creyendo encontrarla, tal como ella prometiera,
no faltó a la hora prometida, entrando en la habitación lo más suavemente
que pudo; y después que cerrara la puerta y se hubo desnudado y quitado
sus borceguíes forrados, fue a meterse en el lecho, donde pensaba
encontrar a la que deseaba, y apenas alargó los brazos para abrazar a la
que imaginaba su dama, cuando la infeliz muchacha, que creía que el
caballero le pertenecía por entero, le echó los suyos al cuello al tiempo
que le decía palabras tan cariñosas y con rostro tan amantísimo, que
cualquiera que no fuera un eremita hubiera perdido el "paternos ter". Mas
cuando la reconoció, tanto por la vista como por el oído, el amor que con
tanta diligencia lo llevara a acostarse, aún más aprisa lo hizo levantar,
al ver que no se trataba de aquella por la que tanto había sufrido; y
mostrando tanto despecho hacia la señora como hacia la doncella, dijo a la
muchacha: "Ni vuestra locura, ni la de quien con malicia aquí os colocó,
podrían hacerme otro del que soy; poned empeño en ser mujer de bien que
por mi culpa no perderéis vuestro buen nombre". Y, al decir esto, furioso
como no era posible más, salió de la habitación y estuvo largo tiempo sin
volver a ver a su dama. Sin embargo, Amor, que jamás pierde la esperanza,
le aseguraba que tanto más grande era la solidez de su amor, avalada por
la experiencia, tanto más largo y feliz sería su goce. La dama, que oyera
los términos en que se expresó, se sintió tan contenta y envanecida de ver
la magnitud de su amor, que se le hizo largo el tiempo hasta el momento de
volverle a ver para pedirle perdón por todos los sinsabores que le había
hecho pasar. Y en cuanto pudo encontrarlo, se apresuró a alabarlo tanto
por su honestidad y buenos propósitos que no solamente olvidó él todas sus
penas, sino que incluso las dio por bien pasadas, dado que se habían
tornado en gloria y en la seguridad perfecta de su amor, del que desde
aquella fecha en adelante, sin impedimentos ni enfados, tuvo la entera
posesión que podía
desear.
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AMOROSA EN EL CURIOSO IMPERTINENTE DE MIGUEL DE CERVANTES
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NARRACIÓN
XXX
DEL
MARAVILLOSO EJEMPLO DE LA FRAGILIDAD HUMANA, QUE PARA ENCUBRIR SU HORROR,
VA DE MAL EN PEOR
En
tiempos del rey Luis XII, siendo prelado de Aviñón uno de la casa de
Amboise, llamado Georges, sobrino del legado de Francia, vivía en la
región del Languedoc una dama (cuyo nombre callaré por respeto a su
estirpe) que tenía más de cuatro mil escudos de renta. Quedó viuda muy
joven y madre de un solo hijo; y tanto por el pesar que sentía por la
muerte de su marido como por amor a su hijo, decidió no volver a casarse
nunca y, para evitar la ocasión, no quiso tratar más que con gentes
devotas, pensando que quien quita la ocasión quita el pecado. La joven
dama viuda se entregó de tal forma al servicio de Dios, huyendo totalmente
de toda compañía mundana, que incluso se abstenía de asistir a una boda o
de escuchar los órganos de las iglesias. Cuando su hijo alcanzó la edad de
siete años, tomó a su servicio a un hombre de vida santa para que le
sirviera de ayo, quien educara a su hijo con tanta santidad y devoción.
Así que el hijo alcanzó la edad de catorce o quince años, la Naturaleza,
que es un preceptor secreto, encontrándolo demasiado bien alimentado y
ocioso, le dio una lección que no le enseñara su ayo, y él comenzó a mirar
y desear las cosas que encontraba bellas, y entre otras, a una muchacha
que dormía en la habitación de su madre. Nadie se apercibió de esto,
porque siempre se pensaba en él como un niño, y además, en toda la casa no
se oía más que hablar de Dios. El joven comenzó a perseguir a la muchacha
a escondidas, y ésta fue a decirlo a su señora, quien amaba tanto a su
hijo que le reprochó que quisiera presentárselo como odioso. Pero tanto
insistió la muchacha que su señora le dijo: "Yo averiguaré la verdad y lo
castigaré si es como me decís. Pero igualmente os digo que si vos lo
habéis dado por supuesto y resulta no ser cierto, recibiréis vos el
castigo". Y, para hacer la experiencia, le ordenó que enviara recado a su
hijo para que viniera a medianoche a acostarse con ella en la cama próxima
a la puerta en que la muchacha acostumbraba dormir sola. La muchacha
obedeció a su señora y, cuando llegó la noche, fue ésta quien se puso en
su lugar, decidida si era cierto todo, a castigar a su hijo de tal forma
que nunca más se acostaría con una mujer sin recordarlo. En estos
pensamientos y llena de cólera, vino el hijo a acostarse. |
Pero no podía imaginar que él quisiera hacer algo deshonesto; así que
esperó a hablarle cuando tuviera alguna prueba de su mala voluntad, no
pudiendo creer, por pequeños detalles, que su deseo pudiera llegar hasta
lo criminal. Pero su paciencia fue tan grande y su naturaleza tan frágil
que ella convirtió su cólera en un placer por demás abominable, olvidando
su condición de madre. Y, así como el agua, retenida por la fuerza, cobra
más impetuosidad cuando se la deja ir que la que corre normalmente, así
esta infeliz mujer mudó su gloria al dar rienda suelta a los impulsos de
su cuerpo. Y cuando quiso descender el primer escalón de su honestidad, se
encontró de improviso llevada hasta el último y, aquella noche,
embarazó de aquel a quien quería impedir que hiciera hijos a las demás. Y
aún no se había consumado el pecado cuando los remordimientos de
conciencia le produjeron tan gran tormento que nunca más en su vida la
abandonó el arrepentimiento, que fue tan fuerte desde el principio que se
levantó de junto a su hijo, que aún seguía pensando se trataba de la
muchacha, y marchó a un cuarto retirado donde, recordando su buen
propósito y su mala ejecución, pasó toda la noche sola llorando y
lamentándose. Mas, en lugar de humillarse y reconocer la debilidad de
nuestra carne, que sin la ayuda de Dios no puede hacer otra cosa que
pecado, quiso por sí misma y por sus lágrimas satisfacer al pasado y con
su prudencia evitar lo malo del porvenir, excusando su pecado por la
ocasión y no por la malicia, para la cual no hay más remedio que la gracia
de Dios, y así pensó hacer algo para que en el futuro no pudiera caer en
inconveniente análogo; y, como si no hubiera más que una especie de pecado
por el que se condenaran las personas, puso todas sus fuerzas en evitar
aquél. Pero la raíz del orgullo, que el pecado extremo debe sanar, creció
de tal forma en su corazón que, al evitar un mal, hizo varios otros. Y a
la mañana siguiente, apenas amaneció, envió a buscar al ayo de su hijo y
le manifestó: "Mi hijo comienza a crecer y es hora de que salga de esta
casa. Tengo un pariente que vive más allá de los montes, con el gran señor
de Chaumont, que se sentirá muy contento de tenerlo en su compañía. Así
que, desde ahora mismo, emprended la marcha hacia allá; y a fin de que mi
pesar ante su marcha sea menor, prohibidle que venga a decirme adiós". Y,
dicho esto, le entregó el dinero necesario para su viaje, haciendo partir
al joven aquella misma mañana, con lo que él se sintió muy feliz, ya que
no deseaba otra cosa, tras el goce con su amiga, que ir a la guerra. La
dama vivió mucho tiempo con una gran tristeza y melancolía, y a no ser por
el temor de Dios hubiera deseado entonces el fin del desdichado fruto que
llevaba en sus entrañas. Fingió estar enferma, para que el manto cubriera
su estado. Y cuando estuvo a punto de parir, no habiendo hombre en el
mundo en el que depositara tanta confianza como en un hermano bastardo que
tenía, a quien había hecho grandes favores, lo envió a buscar y le contó
su mala fortuna (sin confesarle que fuera su hijo), rogándole que la
socorriera en su honor, cosa que él hizo, y algunos días antes del que
debía parir, le aconsejó que cambiara de aires y fuera a su casa, donde
recuperaría la salud antes que en la suya. Allá fue ella con pocos
servidores, donde encontró a una partera mandada venir por la mujer de su
hermano, que en una sola noche, y sin saber quién era, la ayudó a dar a
luz a una hermosa niña. El caballero la entregó a una nodriza y la quiso y
cuidó como si, fuera suya. La dama , después de estar allí un mes, volvió
sola a su casa, donde vivió más austeramente que nunca entre ayunos y
disciplinas. Mas cuando su hijo se hizo hombre, viendo que por el
momento no había ninguna guerra con Italia, envió una carta suplicando a
su madre que le permitiera volver a su casa. Esta, temiendo caer en el mal
del que acababa de salir, no quiso permitírselo hasta que él insistió tan
que no encontró razón con que rehusar. Sin embargo, le ordenó que no se
presentara ante ella si no era casado con una mujer a la que amara mucho
,y que no reparara en sus riquezas, ni en que fuera noble, que ya
era suficiente rico. Durante este tiempo, el bastardo viendo que la muchacha que tenía a su
cargo se hacía una mujer muy hermosa, decidió enviarla a alguna casa bien
lejana, donde fuera desconocida, y por consejo de la madre la envió a la
reina de Navarra. La muchacha, de nombre Catalina, llegó a la edad de doce
o trece años y se hizo tan bella y honesta que la misma reina de
Navarra le cobró profundo afecto y deseó casarla bien y ricamente, mas,
como era pobre, encontraba muchos pretendientes pero ninguno para marido.
Un día ocurrió que el caballero que era su desconocido padre, al regresar
desde las montañas, llegó a la casa de la reina de Navarra donde, así que
vio a la doncella, se sintió enamorado de ella, y como tenía el permiso de
su madre para desposar a la mujer que quisiera, sólo preguntó si era de
noble cuna y, al saber que sí, la pidió por mujer a la dicha reina, quien
muy gustosa se la concedió, porque bien sabía que el caballero era rico y,
junto con su riqueza, apuesto y honesto. Consumado el matrimonio, el
caballero escribió a su madre, diciéndole que en lo sucesivo no le podía
negar la puerta de su casa, ya que llevaba consigo una nuera tan perfecta
como se pudiera imaginar. |
La dama, al preguntar qué clase de alianza había
contraído, se encontró con que era la propia hija de ambos, lo que le
produjo tan gran dolor que quiso morir ya mismo, al ver que cuantos más
impedimentos ponía a su desgracia, más conseguía aumentarla. No sabiendo
que otra cosa hacer, fue a ver al prelado Aviñón, a quien confesó la
enormidad de su pecado y pidió consejo sobre cómo debía conducirse. El
prelado, para satisfacer su conciencia, envió a buscar a varios doctores
en teología, a quienes expuso el problema sin nombrar a los personajes, y
su consejo resultó que la dama no debía decir nunca nada del asunto a sus
hijos, ya que estos, vista su ignorancia, no habían pecado, y en cuanto a
la dama, debería hacer penitencia toda su vida sin aparentarlo. Así que la
infeliz dama regresó a su casa, donde poco después llegaron su hijo y su
nuera, quienes se amaban tanto como nunca hubo marido y mujer que se
quisieran, ya que ella para él era su hija, su hermana y su esposa, y él
para ella su padre, su hermano y su marido. Vivieron siempre en este gran
amor, y la triste dama, en su rigurosa penitencia, no podía verlos
prodigarse caricias sin retirarse para llorar.
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