Eduardo Galeano

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Las nubes

Ventana sobre palabras

El tejedor

La puerta

El Cristito

Para la cátedra de Literatura

Las cartas

Las nubes

    Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueves meses, ella tuvo mellizos.

    Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre.

    _ Mañana por la mañana <_dijo ella_ miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como una torre.

    A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.

    Nube desconfió y exigió:

    _ Demuestren que son mis hijos.

    Uno de los mellizos envío a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.

    Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

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Ventana sobre palabras

      Magda recorta Palabras de los diarios, palabras de todos los tamaños, y las guarda en cajas. En cajas rojas guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabras que tienen magia. A veces, ella abre las cajas y las pone boca abajo sobre la mesa, para que las palabras se mezclen como quieran. Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá.

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                  El tejedor

      Llevaba poco tiempo en la fábrica, cuando una máquina le mordió la mano. Se le había escapado un hilo. Queriendo atraparlo, Héctor fue atrapado.

      No escarmentó. Héctor Rodríguez se paso la vida buscando hilos perdidos, fundando sindicatos, juntando a los dispersos y arriesgando la mano y todo lo demás en el oficio de tejer lo que el miedo destejía. Creciéndose en el castigo, atravesó el tiempo de las listas negras y los años de la cárcel, y atravesó también las derrotas y las traiciones y los desalientos. Creía en lo que creía contra toda evidencia, y así fue, siguió siendo, hasta el fin de sus días.

      Éramos muchos. Estábamos esperando en el pórtico del cementerio. Héctor iba a ser enterrado en la colina que se alza sobre la playa del Buceo. Llevábamos allí un largo rato, aquel mediodía gris y de mucho viento, cuando unos obreros del cementerio llegaron trayendo a pulso un féretro sin flores ni dolientes. Y tras ese féretro entraron, en cortejo, algunos de los que estaban esperando a Héctor.

      ¿Se equivocaron de ataúd? Quien sabe. Era muy de Héctor eso de ofrecer sus amigos al muerto que estaba solo.

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La puerta

      A Carlos, que después de esta historia, ya en plena democracia, volvió a prisión por el delito de ser periodista.

      En una barraca, por pura casualidad, Carlos Fasano encontró la puerta de la celda donde había estado preso.

      Durante la dictadura militar uruguaya, él había pasado seis años conversando con un ratón y con esa puerta de la celda número 282. El ratón se escabullía y volvía cuando quería, pero la puerta estaba siempre. Carlos la conocía mejor que la palma de su mano. No bien la vio, reconoció los tajos que él había cavado con la cuchara, y las manchas, las viejas manchas de la madera, que eran los mapas de los países secretos adonde él había viajado a lo largo de cada día de encierro.

      Esa puerta y las puertas de todas las otras celdas fueron a parar a la barraca que las compró, cuando la cárcel se convirtió en shopping center. El centro de reclusión pasó a ser un centro de consumo y ya sus prisiones no encerraban gente, sino trajes de Armani, perfumes de Dior y videos de Panasonic.

      Cuando Carlos descubrió su puerta, decidió quedársela. Pero las puertas de las celdas se habían puesto de moda en Punta del Este, y el dueño de la barraca exigió un precio imposible. Carlos regateó y regateó hasta que por fin, con la ayuda de algunos amigos, pudo pagarla. Y con la ayuda de otros amigos, pudo llevarla: más de un musculoso fue necesario para acarrear aquella mole de madera y hierro, invulnerable a los años y a las fugas, hasta la casa de Carlos, en las quebradas de Cuchilla Pereira.

      Allí se alza, ahora, la puerta. Está clavada en lo alto de una loma verde, rodeada de verderías, de cara al sol. Cada mañana el sol ilumina la puerta, y en la puerta el cartel que dice: Prohibido cerrar.

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El Cristito

     Dormía poco o nada la Niña María. La luz primera de cada día recortaba las montañas y ya la Niña María estaba clavada de rodillas, susurrando rezos ante el altar.

      En el centro del altar reinaba un pequeño Cristo moreno. El Cristito tenía pelo de gente, pelo negro de la gente del lugar. Milagros casi no hacía, poca cosa, algún milagro que otro, muy de vez en cuando, para no perder la mano, pero los lugareños frecuentaban mucho a ese hijo de Dios que tanto se les parecía, y él aliviaba a los lastimados, consolaba a los solos y escuchaba a los pesados. A él acudían los latosos más aburridores del valle de Conlara y de sus inmediaciones, y el Cristito les aguantaba el quejerío con cristiana paciencia.

     La Niña María vivía a la mala, se la comía la mugre, pero ella bañaba al Cristito con agua de manantial, lo cubría con las flores del valle y le encendía las velas que lo rodeaban. Ella nunca se había casado. En sus años mozos, se había hecho cargo de sus dos hermanos sordomudos. Después, había consagrado su vida al Cristito. Pasaba los días cuidándole la casa, y por las noches le velaba el sueño.

     A cambio de tanto, ella nunca había pedido nada.

     A los ciento tres años de su edad, pidió.

     _Quiere vivir _opinaron algunos.

     _Quiere morir _aseguraron otros.

     La Niña María nunca dijo el favor, pero contó la promesa:

     _Si el Cristito me cumple dijo, lo tiño de rubio.

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Para la cátedra de Literatura

     Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, a sus órdenes, para servirlo:

    _Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.

     _¿Yo?

     _Me han dicho que usted puede.

     Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:

     _Yo puedo escribir. Pero una carta así, no puedo.

     _¿Y para quién es la carta?

     _Para... ella.

     _¿Y usted qué quiere decirle?

     _Si lo sé, no le pido.

     Enrique se rascó la cabeza.

     Esa noche, puso manos a la obra.

     Al día siguiente, el albañil leyó la carta:

     _Eso _dijo, y le brillaron los ojos_ Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería decir.

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Las cartas

     Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid. Miró la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. Cuánto he pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía desde lejos. Olía a rosas el papel rosado de aquella primera misiva, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.

      El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo a España una nueva carta de Georgina. Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonado formal y créame si acuso a mi enemiga timidez, y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban entre el norte y el sur, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada. Cuando Juan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano.

      Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, las cartas, el nombre, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra. Pero con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Ellos proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa mujer que era hija de todos ellos, pero no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía.

      Entonces llegó el mensaje que anunciaba el viaje de Juan Ramón. El poeta se embarcaba hacia Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría. Los amigos se reunieron de urgencia. ¿Qué podían hacer? ¿Confesar la verdad? ¿Pedir disculpas? ¿De qué serviría tamaña crueldad? Mucho debatieron el asunto. En la madrugada, al cabo de algunas botellas y de muchos cigarros, tomaron una decisión. Era una decisión desesperada, pero no había otra. Y sellaron el acuerdo: en silencio, encendieron una vela y soplaron todos a la vez.

      Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama de Lima: Georgina Hübner ha muerto.

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