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Estafa primera Estafa segunda Entremés Estafa tercera Estafa cuarta AMÉ, SOLICITÉ, ROGUÉ, SERVÍ... RUBIO FAETÓN QUE EN FÚLGIDA CARROZA...
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Sevilla, antigua ciudad de nuestra España, cabeza de la Andalucía, asilo de extranjeras naciones, depósito de los ricos partos de las Indias Occidentales, madre de claros ingenios y, finalmente, patria de claras y nobles familias, lo fue también de dos hermosos sujetos: éstas eran dos damas que, por faltarles su padre (que murió en la carrera de las Indias), quedaron huérfanas en la compañía de su madre que, viuda y pobre, perdió cerca de la Habana marido y hacienda a un tiempo. Tenía algunas deudas en Sevilla de empréstitos que la habían hecho con la esperanza de la venida de su esposo, y viéndose que si las pagaba con el poco caudalejo que tenía, se quedaban sin qué comer, determinó mudar de tierra por mudar de ventura; esto antes que se dilatase por Sevilla la muerte de su malogrado esposo. Dudosa estuvo si su mudanza sería a Granada o a Córdoba, y estando en esta confusión, entró una anciana amiga que tenía, a quien dio cuenta de su determinación y comunicó su duda. Era la vieja de agudo ingenio y de mayor experiencia, y viendo en su amiga tal perplejidad en elegir, le dijo estas razones: _Amiga Teodora (que este era el nombre de la recién viuda), dos cosas me dan licencia para aconsejarte en tu nueva determinación: la una mi grande experiencia y la otra la amistad que contigo tengo. Siempre oí decir que en corto golfo hay poco que navegar, menos brazadas da el que nada en una breve laguna que quien se halla en un dilatado río. Granada y Córdoba no niego que no son muy buenas ciudades; aquélla, ilustrada con tantos moradores, Real Chancillería y concurso de negociantes; y ésta poblada de antiguas casas de nobles caballeros y ricos ciudadanos; mas en comparación de Madrid, corte del español monarca, cada una de estas ciudades es una aldea, ¿qué digo aldea?: un solitario cortijo. Es Madrid un maremagno donde todo bajel navega, desde el más poderoso galeón hasta el más humilde y pequeño esquife; es el refugio de todo peregrino viviente, el amparo de todos los que la buscan; su grandeza anima a vivir en ella, su trato hechiza y su confusión alegra. ¿A qué humilde sujeto no engrandece y muda de condición para aspirar a mayor parte? ¿Qué linaje oscuro y bajo no se baptizó con nuevo apellido para pasar plaza de noble? Finalmente, Teodora, la corte es el lugar de los milagros y el centro de las transformaciones. Diote el cielo dos hijas que, a ser mías, con la hermosura de que las ha dotado, pensara llevar en cada una de ellas un Potosí de riquezas; poco he dicho, una India entera con plata, perlas, oro y piedras preciosas, que esto se alcanza con la belleza. Con una sobrina mía me hallé en Madrid, que no tenía más partes que un buen despejo y una razonable voz, y si siguiera mis consejos hoy día, manaran oro los cimientos de mi casa. ¿Qué galas no rompió?, ¿qué regalos no tuvo?, ¿qué fiesta se le escapó que no viese? En fin, Teodora, por ella y mi buena diligencia, siempre estaba en mi posada lo lucido y lo ilustre de la Corte, nada me faltó y todo lo hallé, y durara esta dicha, si este negro amor no la hechizara con el empleo de un capitán, que fue su total destruición y la mía, pues nos jugó cuanto adquirimos y al cabo fue la causa de su muerte. ¡Mal hayan estos amores particulares que tan caro cuestan a las que en general son damas de placer en la Corte! Pues si esta moza, con tan pocas partes, hizo la riza que ves, con dos portentos de hermosura, dos prodigios de beldad en que entres en Madrid, ¿qué no te puedes prometer, y más con las accidentales gracias que han adquirido? Desde aquí puedes poner por súbdita la juventud de Madrid, así noble como rica, porque lo demás ayuda al aplauso, mas no aumenta el provecho. ¿Qué justicia no tendrás de tu parte?, ¿qué galas no vestirán tus hijas? Las que no quisieren. Acabo mi discurso con que no dilates el ponerte en camino, que todo cuanto tardas en llegar a la Corte pierdes de tus aumentos. ¡Oh, cuán importante te fuera mi compañía y consejo allá para tomar la altura de las cosas y los fondos a todas ellas! Mas hállome en los últimos tercios de mi vida y he hecho mi retirada a echarme ya a morir; con todo, te daré una instrucción que te será importante para que te gobiernes y precisa para que adquieras hacienda. Estimó en mucho Teodora los consejos de la anciana y con su persuasión mudó de intento y enderezó proas a Madrid, esperando con los advertidos documentos que le prometió verse de buena ventura, y así acomodando su ropa en un carro de los del ordinario de Sevilla, y asimismo sus personas, se pusieron en camino de Madrid, no olvidándose de llevar la instrucción de la taimada vieja amiga suya. |
Ya que hemos puesto en camino a Teodora y sus hijas, siendo ellas el principal asunto de este libro, razón será que se digan sus partes, y así servirá la pluma de copiar sus perfecciones como de describir sus adquiridas gracias. Era la mayor (llamada Feliciana) de dieciocho años, su rostro blanco, bien proporcionado, negro el cabello, hermosos ojos, perfecta nariz, breve boca, frescos labios, iguales, menudos y blancos dientes, sus mejillas (sin el artificio del resplandor) vertían rosa púrpura entre blanca nieve; su mirar agradable, su habla sonora y la más dulce voz que había en España, cultivada con la destreza de un gran maestro que la dio las licciones bastantes para saber cantar diestramente a una arpa y a una guitarra, dando admiración a quien la oía. Danzar y bailar lo hacía con grandísima gallardía y donaire, porque, fuera de que la disposición y gentileza del hábito le ayudaban a esto, ella lo había deprendido con tanto cuidado, que era la primera del orbe. Su hermana Luisa, que este era su nombre y de un año menos que Feliciana, era morena de color, ojos negros rasgados muy vivos y alegres, nariz, boca, dientes y barba en más breve proporción que las facciones de su hermana, aunque no menos perfectas; algo menor de cuerpo, pero de airosa disposición y de más bullicio, imitábale en la buena voz y destreza de tocar los dos instrumentos referidos y del mismo modo en el danzar y bailar, pues como condicípulas de un buen maestro no malograron su enseñanza. Eran con esto muy bien entendidas, que es el oro sobre tan vistosos matices. Bien podía, con estos dos hechizos prometerse Teodora cuanto la vieja la había asegurado; y al modo que cuando un cossario de los que cursan los marítimos golfos sale de su patria con dos bien artilladas galeras reforzadas, así de chusma como de gente de guerra, para con ellas surcar mares y conocer regiones donde saciar su demasiada codicia en los robos que piensa hacer, así Teodora, con las dos hermosas mozas que llevaba, adornadas de tantas perfecciones, compuestas de tantas gracias, sazonadas de tanto donaire, se prometía al salir de su patria inclinar voluntades, granjear aficiones y que sus efetos llenasen presto sus talegos de moneda, sus cofres de vestidos y su casa de lucidos adornos. No se sabía de Feliciana más travesura que la que con su maestro de danzar había hecho, quizá por paga de la buena enseñanza. Sabidora su madre deste descuido después de hecho, sintiendo entrañablemente que en trueque de mudanzas hubiese dado lo que pudiera al de firmezas a quien con más pródiga mano supiera pagar primicias tan mal desperdiciadas, y así esperaba de la hermosa Luisa un grande donativo en llegando a la Corte; de suerte que éste restaurase las dos pérdidas, al modo del que vende un par de perdices, que las mejoras de la una suplen los defetos de la otra. Faltábale a Teodora el dar apellido a sus hijas y aun el tomársele ella, que es una de las importantes circunstancias que le advirtió la vieja, y acordándose de las nobles casas de los señores de España, se puso a escoger como en peras; y así quiso que su mayor hija se llamase doña Feliciana de Toledo, apellido que quiso que le viniese por línea masculina traído arrastrando por los cabellos de la casa de Alba, sin que en ella le hiciese falta este robo. Restaba que del suyo se derivase el de su hija doña Luisa, y así se aplicó el de Cardona, con perdón de su duque. Con este ajuar de dones y apellidos (que cuestan poco y ganan mucho) pisó los umbrales de la puerta de Toledo, si hemos de dar puertas a la Corte después que los contagiosos polvos de Milán la han cercado. Acudió el carro a su parador, donde se desembarazó de aquellas señoras y de su breve menaje de casa, porque lo más había reducido doña Teodora a dinero con pensamiento de comprarlo en Madrid. |
Aquella noche durmieron allí, aunque incómodamente, y el siguiente día se mudaron a una posada de las buenas que tiene la calle de la Espada. Posaba en ella un anciano caballero que estaba un año había pretendiendo un corregimiento, habiendo servido a Su Majestad en otros de importancia. Éste se les ofreció con mucha cortesía y afabilidad a todo cuanto le mandasen; estimaron la merced que les hacía y por entonces no le pusieron en más cuidado que pedirle prestado su coche para salir esotro día a ver Madrid, cosa que él ofreció con mucho gusto. Deseaba Teodora asentar real en buena parte, digo, buscar casa en buenos barrios, y así, esotro día, aprovechándose de la merced del caballero de su posada, fueron en su coche por Madrid. Llevolas el cochero por la calle de la Merced atada en la de Toledo; de allí a la Plaza Mayor, donde admiraron su grandeza y exageraron su igualdad de casas y balcones. Salieron de allí a la Puerta de Guadalajara y Platería, y del fin de ella volvieron a subir a la calle Mayor, tan nombrada en todas partes. Ésta reconoció la anciana Teodora por el curso donde habían de andar sus dos galeras, de que esperaba ser astuta pirata sin dejar bolsa segura de piante ni mamante. Traía aviso de la astuta vieja de Sevilla que los barrios cerca de San Sebastián eran los más frecuentados de todo Madrid de la gente moza, así por estar cerca los dos corrales de las comedias, como por vivir en ellos muchas damas de la profesión, que pensaban ser las que Teodora introducía en la Corte; y así quiso hacer su habitación en ellos, para lo cual mandó al cochero que guiase allá. Siguió la calle que ruaba hasta salir a la Carrera de San Jerónimo, admirándoles a las dos hermanas la riqueza de las tiendas, las muestras que de lo que había manifestaban. Pues como llegasen a la calle del Príncipe entrose por ella el cochero. Bien estarían a la mitad de ella, cuando en una buena casa vieron que un papel fijo en su puerta daba razón de cómo en ella se alquilaba el cuarto mas principal. Acercando el coche doña Feliciana lo leyó desde el estribo; con esto se apearon, y pidiendo las llaves de él, en un cuarto bajo que a la entrada había, subió a él una criada a mostrársele. No era la casa grande y así el cuarto era acomodado para lo que doña Teodora había menester. Bajaron con esto a tratar del precio adonde les dieron las llaves, y entrando en la primera sala hallaron en un estrado una señora viuda rezando en unas horas. Tenía autorizada presencia y dábanle más autoridad unos antojos que suplían cortedades de vista. Esta señora se levantó a recibir las forasteras con mucha afabilidad, y viendo las dos hermanas tan hermosas, las abrazó diciendo: _¿Tales serafines han venido a querer vivir a esta casa? No se irán sin quedarse en ella, pues tanta dicha es para mí. ¡Hola, Costancia, Dorotea, salid y veréis dos portentos de belleza, dos milagros de hermosura! ¡Jesús, Jesús!; vuesas mercedes, mis señoras, no deben ser de Madrid, que nunca en él he visto tal beldad. Díjola Teodora cómo eran de la ciudad de Méjico, de la Nueva España. _Tal creo yo (replicó la anciana) que del otro mundo habían de ser estos ángeles. Siéntense aquí, mis reinas, en tanto que mis hijas salen, que como gente moza y sin el cuidado de gobernar casa duermen a sueño suelto, como dicen. Obedeciéronla las tres sevillanas baptizadas por de Méjico y comenzaron a tratar de lo que se les había de dar por el cuarto. La anciana dijo que la casa no era suya más que por cinco meses; tenía facultad para poder alquilar lo que estaba vacío, por haberlo dejado una amiga suya que se había ido de la Corte, pero que satisfaciéndoles la vivienda de él, sería fácil concertarse con el dueño de la casa, que era un apacible hidalgo rico y no era nada tirano. Díjoles cuánto daban por él y que habían de dar ellas menos, y así se efetuó el concierto y se le dio señal, como es costumbre. Al acabar el concierto salieron de una cuadra dos damas de la edad misma que las recién venidas y poco menos hermosas; salieron medio vestidas, con solas enaguas y pretinillas de lana verde con mucha guarnición de oro, los cabellos sueltos y la mayor parte dellos esparcidos por las espaldas. Como eran muchachas y de gentil parecer, hacíales el traje sobremanera hermosas. Saludaron a las de Sevilla, no poco admiradas de su hermosura, si bien en el adorno del pelo y vestidos vieron que no tenían mucha práctica del uso de la Corte. Fueron correspondidas en la cortesía de las forasteras, y sabiendo las de Madrid que se quedaban en su casa a vivir, fue notable el gusto que mostraron desto. Fue suerte que Teodora, sin cuidado alguno, acertase a encontrar con personas que asistían en Madrid con el mismo modo de vivir que ellas determinaban tener. No se supo esto luego, porque cada una se recató de la otra hasta tomar el fondo a las calidades. Miró bien Teodora el adorno del cuarto de doña Estefanía (que así se llamaba la anciana) y del mismo modo trató luego de adornar el suyo. Ya tenemos a nuestras sevillanas puestas en Madrid, alquilado cuarto y adornado (por ser con menos costa) con aderezos de casa de viuda, colgaduras honestas, estrado negro, sillas, bufetes y lo demás al tono desto, muy a imitación de la vecina del cuarto bajo. Sólo faltaba comenzar con buen pie a buscar quién había de ser el que sustentase esta máquina, aficionado a una de las mozas. Ofrecióse una fiesta en el convento de la Santísima Trinidad, cuyo templo es frecuentado de lo más grave y lucido de la Corte. Para ella les convidó a la fiesta doña Estefanía, que por ser la primera salida que hacían de aquella casa quiso ella llevarlas, para lo cual pidió coche a uno de los muchos conocidos que tenían sus hijas. Ya Feliciana y Luisa habían hecho dos hábitos al uso y tomado el modo de tocarse de las amigas vecinas; y como caía así el prendarse como el aderezarse sobre sujetos más hermosos que ellas, hacíanlas muchas ventajas. Fueron a la fiesta y habiendo procesión por el claustro del convento, tomaron en él un buen lugar, cerca de uno de los curiosos altares que había en los cuatro ángulos; estaban al paso de todos, dando tal vez rostro entero a los que con más gala y lucimiento vían. Entre los muchos caballeros que pasaban venían cuatro, naturales de Córdoba, que pudieron ver la hermosura de las dos hermanas por haberse descubierto al pasar. Entre ellos iba don Fernando Antonio, mozo de veinte y cinco años, galán y recién heredado de dos mayorazgos, con que tenía de renta más de 14.000 ducados. Éste, pues, estaba en la Corte holgándose y haciendo la costa a los tres que le iban acompañando. Pues como viese a las sevillanas comenzaron él y sus compañeros a trabar pláticas con ellas y las amigas. Cayole en suerte a don Fernando la hermosa doña Luisa, de cuya hermosura y discreción se pagó tanto, que desde allí adelante quedó sin libertad, perdido por ella; supo su casa, y dando lugar a que pasase la fiesta y ellas le viesen, se despidió muy contra su voluntad, porque dejaba ya su alma en poder de aquel ángel andaluz. Bien conoció Teodora la afición del cordobés, y como ida de la presencia de su hija, informose luego de quién era, y hallando las nuevas dél como las podía pedir, procuró que este pez no se le fuese de la red, pues tan a propósito era, si no para sustento de su comida, para que las sustentase. Acabada la fiesta, volvieron las damas a su coche y en él fueron al Prado, donde tuvieron muy buena tarde, viendo en él todo lo más ilustre de la Corte. Reconoció el enamorado don Fernando el coche de su nuevo martelo, que andaba a caballo con sus tres amigos, y quiso al estribo galantear un rato, acabando de rematarse con la vista de su doña Luisa. Llegó la noche y no quiso que se le pasase sin hacerles la visita, y escogiendo un amigo de los tres se fue a la posada de las damas, que no erró por las señas que de ella le habían dado. Fueron recibidos con afabilidad así de la madre como de las hijas, y de la conversación resultó aplazar otra para el siguiente día. Continuaba estas visitas el galán cordobés a menudo, hallando afabilidad en su dama, pero resistencia a sus súplicas. Determinose declarar con su anciana madre, pareciéndole que della podría salir el más eficaz decreto para su empleo; y habiéndola ponderado su afición y con ella ofrecido su hacienda, le dijo la resistencia que hallaba en su hija y cuán huraña se le mostraba a sus deseos. Atenta estuvo a su plática la astuta Teodora, no perdiendo la más mínima acción del amartelado galán, y considerando de todas ellas estar la afición en su punto, le dijo estas razones: _Señor don Fernando, la encendida afición que gobierna ya vuestro pecho, llevada a sólo el apetito, no consideráis en el objeto a quien se ha inclinado más que una mujer hermosa, bizarra y a propósito para conseguir vuestros deseos; esto con la ocasión de haber hallado fácil el beneplácito mío para visitarnos, con que habéis ignorado el conocimiento de nuestra calidad. Luisa y Feliciana son hijas de un calificado caballero de Méjico que dejó su vida y hacienda en los profundos senos del mar y a mí en Sevilla, viuda, con cortos alimentos y grandes obligaciones. A pretender que por sus muchos servicios se nos dé una ayuda de costa vine a Madrid; esto se va entablando en el Real Consejo de Indias, y creo tendrá efeto. La llaneza de la Corte tiene en uso dejarse visitar; con esto se ha permitido el venir aquí, no dudando de que como quien sois procederéis. Haberos declarado conmigo debe ser con el intento que es justo de fin de matrimonio; si así es, deseo que más abiertamente me lo digáis, porque yo os he dicho mi calidad y hacienda. Con las últimas razones de la vieja se mesuró don Fernando, que un envite de matrimonio, donde admite dudas la opinión, pone raya al mayor incentivo de amor. Más fácil se juzgó dueño de aquella hermosa prenda que después que oyó esta tremenda palabra de consorcio. Con todo, no desmayando en la empresa, como alentado caballero la dijo: _Señora doña Teodora, no he hecho apretada información de vuestra calidad, con la que me da vuestra venerable presencia y las hermosas de vuestras hijas, que de todo infiero que apoyan cuanto de ella me habéis dicho; esto, porque mi designio sólo se enderezó a servir a mi señora doña Luisa, de modo que por firme y generoso mereciese llegar al fin de mis deseos con los vínculos del amor, no del matrimonio, porque aunque fuera para mí de suma dicha, hállome tan lejos de ese lazo, que si continúo con este propósito, le admitiré algo tarde; y esto por dar sucesores a mi casa, para que hereden lo que tengo, que es alguna hacienda. Supuesto lo dicho, ya echaréis de ver por el camino que galanteo; soy caballero secreto, que por mí no se perderá la reputación desta casa, antes calladamente sabré ser el apoyo della y aun el que aliente con generoso ánimo (andando el tiempo) que estas señoras tomen estado a costa de mi hacienda, si desde hoy os queréis servir de ella. Mi voluntad es ésta, con seguridad que mi palabra no podrá faltar. Halló Teodora cerrada la puerta del matrimonio a su primer envite y abierta la de la amistad en la réplica de don Fernando, con tan grandes promesas, con las cuales menos inexorable y más humana le procuró dar a entender la entereza con que estaba Luisica, las obligaciones que le corrían caso que hubiese de ser el Colón della, y, sobre todo, le encargó el secreto. Como don Fernando viese mudado el timón a seguir el rumbo que él deseaba, el más alegre hombre del mundo tomó las manos a Teodora, y besándoselas muchas veces, comenzó a estimar la merced que le hacía. Para principio de entrada de yerno a media rienda, la dio una cadena de docientos escudos que llevaba al cuello. Ésta se la puso a la vieja al suyo, y a las dos hermanas les dio dos sortijas que valdrían otro tanto; y sin querer más que tomar una mano a doña Luisa y besársela, se despidió por entonces dellas y se fue a su posada, de donde hizo traer luego una rica colgadura y cama de lo mismo para que se pusiese en el aposento de su dama. Esto envió con su mayordomo y quinientos escudos en oro para que la señora Teodora gastase. |
Con buena runfla de gasto entró este amor; buen día se metió en casa Teodora; ya iba conociendo con experiencia lo que la anciana de Sevilla le había pronosticado. Con esta generosa demostración don Fernando fue dueño de la beldad de Luisa, muy enamorada la dama de lo generoso de su amante cuanto envidiosa su hermana de no ser ella el empleo de tal caballero, el cual anduvo tan galante desde aquel día, que con mucha brevedad se vieron todas tres de buena dicha, porque demás de hacerles el plato espléndidamente, no hubo invención de gala que las dos hermanas no fuesen de las primeras que la trujesen. Llegó la fineza del amor a tanto, que de dos coches que tenía, el menos conocido (con el tiro de cuatro caballos) le tenían como por suyo, pues todos los días paseaban por Madrid en él. No poca envidia había en las dos damas del cuarto bajo, viendo que sus empleos eran muy inferiores a éste, en cuanto a la posibilidad; mas como hasta ellas participaban de las dádivas del generoso don Fernando y gozaban continuamente de la comodidad del coche, siempre tenían amistad estrecha con las vecinas. Bien se pasarían ocho meses que don Fernando gozaba deste empleo, en los cuales gastó más de doce mil escudos con su dama, en joyas, vestidos y dineros que les dio, y aunque sus amigos le iban a la mano en esto, estaba tan enamorado de su dama que no reparaba en gastos. En todo este tiempo nunca Feliciana pudo hallar quien la festease, porque al lado del cordobés, todos rehusaban el cuñadazgo, encogiéndose de hombros, por no ser sus caudales ni ánimos tan grandes. Desearon un día Teodora y su familia y la de las vecinas irse a holgar al Pardo, casa real de campo, de grande recreación así de jardines como de caza, que hizo la majestad de Filipe Segundo. Dieron cuenta desto a don Fernando y él, con mucho gusto, les dijo que se divirtiesen. No se ofreció a ir con ellas por tener una precisa ocupación; mas encargó a su mayordomo que todo lo que fuese menester de comida y dulces se les diese en abundancia. Llegose el día de la holgura, y puesto el coche partieron de Madrid al Pardo, donde las dejaremos por volver a decir de don Fernando. Habíanse los tres amigos de don Fernando ido a ver unos toros a Alcalá y no les pudo acompañar él, por la misma causa que dejó de ir al Pardo con las damas, que era el acudir a un negocio forzoso y de consideración. Pues como se quedase solo, levantose aquel día algo melancólico, y habiendo por la mañana oído misa y acudido a los patios de Palacio, volvió a mediodía a comer, no con buenas ganas, procedidas de aquella tristeza. Acabó de comer y echose un poco en la cama a reposar, dando lugar a que los criados se fuesen a comer, dejando para lo que se ofreciese un pajecillo en guarda por si llamase. Había más de dos años que en una casa de juego, sobre el juzgar una suerte, tuvo en Córdoba don Fernando ciertas palabras con un hidalgo de allí; de suerte que la cólera y el verse poderoso y con amigos al lado le dieron osadía para darle un bofetón; quiso acudir el agraviado a la venganza desta afrenta y con la mucha gente que había, abrazándose unos dél y apartando otros a don Fernando, quedose esto así sin tener efeto el vengarse enfragante. No lo dejó olvidar el ofendido que, aunque no pareció más en público, en secreto buscó todos los medios que pudo para verse con su ofensor; pero él andaba con tal cuidado que nunca halló ocasión para lograr su deseo, y así, viéndose imposibilitado de vengarse, dejó su patria y anduvo por las ajenas. Estuvo en Portugal algunos días y allí, sabiendo que su enemigo estaba en Madrid holgándose, quiso allí cogerle con descuido, y habiéndose dejado crecer la barba de suerte que le hiciese desconocido, en hábito de peregrino se vino a la Corte, donde buscó a don Fernando algunas noches, las cuales iba acompañado de sus amigos a la casa de su dama, por lo cual nunca se atrevió a arriscarse a matarle ni quiso jamás con armas de fuego; mas habiendo sido expiado dél este día con ocasión de pedir con el hábito de peregrino limosna, se entró disimulado en su posada. Vivía don Fernando en unos barrios solos detrás de los Carmelitas Descalzos y en casa sola; su familia estaba comiendo y él reposando. Era la ocasión como el agraviado la podía desear y así no la quiso perder. Entró, pues, por la casa, y habiendo llegado hasta el aposento del ofensor, fue en coyuntura que el pajecillo de guarda se había ido de allí, con que tuvo por hecha su venganza. Con todo, entró con lentos pasos donde descuidadamente dormía don Fernando, y como aquel día estaba melancólico, era el sueño más pesado, tanto lo fue que dio lugar a que su enemigo con un puñal le quitase la vida con seis heridas que le dio. Saliose disimuladamente, dejándose allí el puñal por no detenerse a limpiarle y púsose en cobro. |
Acabaron de comer los criados, y después de haber reposado la comida sobremesa con varios discursos que movió la conversación, fueron a ver si despertaba su dueño; no hallaron allí al pajecillo, y habiéndole reñido después el mayordomo el faltar de la guarda, se entró a despertar a don Fernando abriendo las ventanas del aposento, con cuya luz vio el sangriento espectáculo del mal logrado caballero, quedándose él y los demás que se hallaron presentes hechos unos mármoles, sin saber hablarse unos a otros ni poder imaginar quién hubiese tenido atrevimiento de haber entrado a hacer aquella alevosía. Entraron en consejo de estado, y viendo que de aquella muerte se había de hacer apretada averiguación y que ésta había de redundar en su daño, ninguno quiso esperarle, y así unánimes y conformes en ausentarse, no lo quisieron hacer sin pagarse de sus salarios por su mano, y así, abriendo un escritorio, sacaron dél todo el dinero y joyas que guardaba, y hecha breve e igual partición a buen juicio, cada uno tomó la derrota que le estuvo mejor para no ser hallado. Sucedió venir a buscar a don Fernando un amigo suyo, y éste se entró a la su cuadra donde pudo ver el desdichado suceso; dio voces, acudió gente y con ella la justicia. Comenzó a hacer averiguación del caso; no halló criados sino sola la casa; buscó en las vecinas a ella los que juzgaba por delincuentes; no le aprovechó la diligencia, con lo cual se prendieron a los que estaban sin culpa, que hasta a los vecinos de los desgraciados tienen participación de su mala fortuna. Súpose que tenía los caballos en otra casa, fueron allá y hallaron con mucho descuido cuatro lacayos y un cochero durmiendo. Éstos pagaron por los demás, llevándoles a la cárcel, donde luego con rigurosos tormentos procuraron averiguar la verdad; más ninguno la supo decir, que no fue poco no culparse a sí, con el dolor, en lo que no habían hecho. Volvamos a las damas, que descuidadas de lo que pasaba volvían del Pardo. Llegaron a Madrid, y queriendo que el cochero guiase el coche a la casa de don Fernando, en el camino les cogió la trágica nueva, a que no pudieron dar crédito; pero pasando adelante y sabiéndola con más certeza, el cochero, que era esclavo, no quiso aguardar a que por bienes de don Fernando le vendiesen, y así en la parte que la segunda certeza de que era muerto les halló, dejó a las damas plantadas en la calle y cobró la libertad de su mano. Buscaron un hombre que llevase el coche hasta su posada, donde se apearon, mandando Teodora un escudero suyo que le hiciese llevar a una cochera algo distante de aquellos barrios y que los caballos los pusiese a recaudo con mucho secreto. Lloraron a dos coros lo que fue bueno, la muerte del malogrado, no por haber muerto, sino por el pie de altar que perdían; mas presto tuvieron el consuelo. Aquella noche Teodora durmió poco, que como se halló señora de un buen coche con un tiro de cuatro caballos rucios, quiso que no se le sacasen de las uñas, y así otro día los hizo llevar de Madrid a Vallecas, a donde los tuvieran ocultos. No se descuidó la justicia en dejar de visitar la casa de las sevillanas que en ella tomaron sus declaraciones a las damas, pero como no hallasen indicio alguno, no fue mucho que no peligrasen. Ya que Teodora se vio libre deste trago, un día que ella, sus hijas y las vecinas de abajo estaban juntas, les habló desta manera: _Ninguna cosa para la profesión que seguimos (señoras mías) se sabe que le dé más aumento que el portarse con autoridad, porque al paso del porte viene la de la estimación tras el empleo; ¿de qué le sirve a una mujer la buena cara, ser discreta y tener otras gracias si en traje humilde las ostenta?; que aunque sean de estimación, se ajustan los que la tratan a no salir de los límites que les parece vale el porte de la persona. La autoridad pone respeto, sube de punto y encarece los donativos a los que buscan cosas de superior jerarquía. No hay negar que en el astillero que nos vemos es el de mayor estimación que hay en Madrid, y que como tal nos respetan, nos aplauden y nos celebran; pero si más se subiera de punto, se llevara mayores aplausos de todos. El cielo ha permitido la muerte del malogrado don Fernando; harto ha perdido mi casa con ella, pues al paso que iba enriqueciéndola, no dudara en tres años tener casi lo que vale uno de los dos mayorazgos que tenía. Al fin pagó la deuda que todos hemos de pagar. Un coche se dejó ahí de que no han hecho caso los que tratan del beneficio de su hacienda; yo he procurado tenerle oculto para lo que oiréis. Toda nuestra felicidad y descanso consiste en conservar este coche y que la Corte nos juzgue poderosas y con hacienda para poder sustentarlo; ésta nos falta, del mismo coche ha de salir su conservación y muchos más provechos; la diligencia es madre de la buena ventura; en piélago estamos donde hay bien que bracear todas las que aquí estamos, despabilen los ingenios y sepan que este coche, disfrazado con dos cubiertas y conducido por dos tiros de caballos, diferentes de los que ha tenido, podrá servir de cubierta de nuestras casas y de dar autoridad a nuestros embelecos. A cada una aviso que se ha de prevenir puesta en la estacada, deste coche ha de hacer con su cara y luego con su astucia un rendimiento tal, que dél redunde una provechosa estafa; esto, sin que la cueste enamorarse más que en lo fingido, ni cosa que toque en liviandad de su cuerpo, que a ser esto, salíase comido por servido, como dicen. Pues para que tenga principio lo propuesto, yo quiero que Feliciana sea la primera que muestre a lo que se alarga su ingenio, ayudada de nuestros documentos, dijo volviéndose a doña Estefanía. A todas pareció bien lo propuesto por doña Teodora, y acordando que doña Feliciana fuese la que primero diese autoridad al disfrazado coche, fueron pensando la primera estafa; y para emprenderla fue necesario dividir casa las dos familias en distintos barrios de Madrid, con lo cual comenzó Feliciana su estafa desta suerte. |
Estafa primeraCon alentado ánimo y animoso aliento se dispuso la bella Feliciana a emprender la primera estafa, para conservación del adquirido coche. No pudo dudar del buen suceso quien consigo llevaba tanta hermosura; y así, aunque dio dos filos a su ingenio, podémosle agradecer más al hechizo de su beldad que a lo agudo de su astucia el conseguir su deseo. Había prevenido Feliciana antes de ponerse en astillero de estafante la persona a quien había de hacer la burla, y así hecha elección della tal, que aunque estafado, no quedase con tan vivo sentimiento que fulminase venganza. Puso, pues, los ojos en un rico milanés que había poco que estaba en la Corte; su venida a ella había sido a heredar más de cincuenta mil ducados de un tío suyo que había muerto sin hijos. Éste era hombre de negocios y no fue poco sacar en limpio esta cantidad, cuando de los tales suelen quedar rezagos en que se les consumen la mayor parte de su hacienda. Era un mozo el señor Horacio (que este nombre tenía) de veinte y dos años, gentil disposición, buen rostro, de afable condición, muy cortés, aunque no muy versado en la lengua castellana, si bien la entendía. Preciábase de tocar diestra y limpiamente un laúd y una tiorba y era sumamente aficionado a la música, y no menos a servir damas, pero atajábale esto el hallarse tan falto de hablar nuestra lengua. Tenía su posada en el fin de la anchurosa calle de Alcalá, viviendo en una casa sola que tenía su poco de jardín. Su familia eran dos criados de espada que trajo de su tierra, un pajecillo, que lo había sido de su difunto tío, y una ama, también milanesa, que les guisaba de comer, un cochero que cuidaba de dos frisones rucios y de una haca de portante. Con esto pasaba en Madrid, aunque ya estaba para volverse a su patria, donde tenía padres muy ricos. A este sujeto hizo la hermosa Feliciana blanco de su tiro, y fue desta manera. En una de las calurosas noches del mes de julio, que hacía la luna clara, hizo Feliciana poner el coche, y vistiéndose de gala con el mejor vestido que tenía, quiso llevar consigo una criada vieja a la cual vistió de dueña. Con las dos iba un escudero viejo que servía en casa; las dos personas acomodadas para llevar adelante cualquier bien maquinado embeleco. Pues con esta gente, industriada y advertida en lo que había de hacer, pasaron a cosa de las nueve de la noche por la casa del milanés, en tan buena ocasión, que mientras le prevenían la cena, estaba gozando el fresco a una reja de una ventana baja en calzas y jubón, entreteniéndose en una tiorba. Pasó el coche, casi arrimado con las paredes de la casa, y al llegar enfrente de la puerta, pudo oír a voces: _Para, cochero, para. Paró el coche y dejó nuestro milanés de tocar su tiorba por oír que decía doña Feliciana: _No tienen que cansarse mi madre y primos, que antes me daré la muerte con un cuchillo de mi estuche que dar un paso adelante. ¿Este engaño se me prevenía? Luego oyó otra voz que era de la recién intrusa dueña, que decía: _Mi señora, no dé V. M. este disgusto a su madre; obedézcala y no quiera darla mala vejez, que muchas estimaran el empleo que V. M. desecha. _Ha sido traición _repetía la dama_ traerme contra mi voluntad a efetuar lo que no quiero; sobre mi libre albedrío nadie tiene jurisdicción. Esto decía con lacrimoso tono, no perdiendo una sílaba el atento milanés. Llegóse el anciano escudero a este tiempo al estribo del coche y díjola: _Mi señora, baje V. M. el tono si se sirve, que se juntará gente y parecerá que es algo lo que no es nada. _¿Quién os mete a vos en eso, Mogrobejo? _dijo Feliciana_ mucho es usar conmigo de violencias; pero porque no las haya con quien no las merece. Yo me valdré de la fuga, veamos quién me lo podrá estorbar. Pareciole al milanés que en el coche la resistían su determinación con fuerzas y asimismo el escudero por su parte, mas venciendo esta dificultad la astuta Feliciana se arrojó por el estribo sin chapines y algo descompuesta del manto y comenzó entrarse por la casa del milanés diciendo: _Esta casa, sea de quien fuese, será mi amparo, donde me libraré del peligro que me aguarda, y no digo yo en ella (que debe ser de gente principal), pero en una leonera me arrojara pareciéndome hallara más piedad en las fieras que donde me llevan. Oyendo esto el señor Horacio, dejó el instrumento y tomando su espada bajó al zaguán, donde halló a la dama cercada del escudero y dueña, que porfiaban con ella que se volviese al coche. Así como Feliciana vio a quien dirigía su engaño, fingiendo un lastimoso llanto se abrazó con él diciéndole: _Generoso caballero, si hay piedad y cortesía en vos (que dudo falte de esa presencia) valedme, amparadme de dos criados que intentan llevarme a que por fuerza pierda mi libertad con un casamiento a disgusto. Llamó Horacio a sus criados bajar luz y hizo que las puertas de la calle se cerrasen porque no se juntase gente, y atendiendo a la hermosura de Feliciana, quedó suspenso de verla. Fingía llanto la astuta moza y con eso daba mayor realce a su beldad, lo cual era mayor incendio para el milanés, que ya se rendía a tanta belleza, y así, en mal aliñado español, dijo a la dueña y escudero que se fuesen al coche y dejasen allí aquella señora, que no había de consentir llevarla donde no tenía gusto, aunque perdiese la vida en ello. Esto dijo con mucha cólera, puesta la mano derecha en la guarnición de la espada; fingieron miedo el escudero y dueña, y él dijo: _Señor, ¿qué cuenta daremos desta señora a su madre, si cuando la llevábamos a su presencia se queda aquí? _Eso vos los sabréis _dijo el ya enamorado Horacio_ que a mí no me toca más que servirla con estorbar que no se le haga violencia alguna. _¡Triste de mí! _replicó Mogrobejo_; no me conviene parecer más en Madrid si de lo que a mi fidelidad se encarga doy tan mala cuenta, y más de una doncella, hija de tan principales caballeros. La dueña dijo que ella no desampararía a su señora y que lo que por ella pasase, eso pasaría por ella; que bien vía que tenía razón de rehusar el empleo que la daban, y así la disculpaba en lo que hacía. Con todo, instaba el escudero en no irse; mas Feliciana le dijo: _Viejo ruín, no os canséis, que así pueden hacerme pedazos como yo no salga de aquí un paso. Mañana podrá ser que sea a un monasterio, donde con el hábito de religiosa acabe allí mi vida. Volvió las espaldas el escudero y entrándose en el coche partió de la calle. El milanés tomó de la mano a Feliciana y entró en un cuarto bajo que tenía curiosamente aderezado con ella, no poco ufano de verse tocar del animado marfil de la dama. Sentáronse en dos sillas, mostrando la astuta Feliciana en lo aparente grande tristeza, si bien con ella notaba con disimulo las acciones de su huésped, que cada instante más enamorado no apartaba sus ojos de los hermosos de Feliciana. Pasose un rato en esta contemplación, y al cabo dél rompió el enamorado galán el silencio, diciendo en castellano adulterado con milanés: _Pensión de la hermosura es, bizarra señora, el no emplearse en igualdad de méritos; a los que en vos veo, dudo que igualen ningunos en todo el orbe y así no me espanto que hayáis rehusado tanto ir donde era cierto el empleo con tanta desigualdad. Desgracia ha sido para el que pierde tal bien, como ventura mía haber acertado a quereros valer de mi corta choza para huir de este lance. Quisiera ser un poderoso monarca y tener la suma de riquezas que hay en el orbe para que hallárades el agasajo conforme a quien sois; no iguala a esto mi corta posibilidad, si bien la voluntad lo excede; della debéis hacer alguna estimación, con seguridad que no faltará en serviros mientras la vida me durare, oponiéndome a cuantos inconvenientes hubiere que quieran contravenir a vuestro gusto. Aquí estaréis oculta el tiempo que fuéredes servida que convenga sin que os falte nada de lo que tuviéredes gusto, y así os suplico que no rehuséis de manifestármelo para que puntualmente seáis servida. Mientras este entreverado razonamiento (con las dos lenguas) le hacía el milanés a Feliciana, ella no apartó los ojos de una rica sortija que tenía en el dedo menor de la mano izquierda. Era de un hermoso diamante de gran fondo, cercado de otros muchos, el cual con las luces brillaba mucho y atraía la vista de la dama, que se prometió (codiciosa de su riqueza) hacer lo posible por ser dueña dél. Volviendo, pues, a lo de la encarecida oferta de su huésped, le agradeció mucho la dama el favor que la hacía, y confiada en su promesa acetaba su posada por el tiempo que se ofreciese estar allí para su seguridad, lo cual hacía con la confianza que le daba su persona de que se le guardaría el decoro y respeto que a su calidad le era debido y así se lo prometió el milanés, y más que, si gustaba, él se iría en casa de un deudo suyo a posar en el ínterin que ella se componía con su madre. A esto no salió Feliciana, diciendo que más que pensaba fiaba dél y que así no tenía que moverse, que antes ella gustaba de su compañía, para que hallasen defensa los que la quisiesen sacar de allí, caso que su fuga llegase a ocasionar esto en dos primos que tenía. Esto de los primos no le sonó bien al señor Horacio, que se quisiera él a la dama con sola una madre viuda y no más embarazo de parentela. Había mandado prevenir más cena de la que tenía, y avisáronle los criados que ya estaba hecha; hízola entrar y a muchos ruegos e importunaciones Feliciana se sentó a la mesa, que de la aflicción que tenía no quería cenar. |
No se puede exagerar con razones cuán ufano estaba Horacio con la huéspeda hermosa que tenía. Estaba loco de contento y ya juzgándose dueño de aquel serafín, por lo mucho que pensaba obligarla con dádivas y regalos. Toda la cena se le fue en mirarla, de suerte que no comía bocado. Feliciana bien conocía esto y no la pesaba de verle ya enredado en su afición. Comió poco, que fue dicha para Bañuelos (que éste era el nombre de la dueña), que fue regalada de la mesa de todos los platos que en ella se sirvieron. Bien quisiera el milanés que la dama le dijera su nombre, calidad y asimismo la causa de no querer ir con su madre más por extenso; pero consideróla afligida y no quiso que aquella noche se afligiese más. Así habiéndole hecho aderezar cama en aquel cuarto donde él la tenía, la dejó en el aposento donde había de dormir acompañada de la dueña y él subió al cuarto alto. Esa noche la pasaron Horacio y Feliciana con bien diferentes pensamientos; él, enamorado de la dama, pensaba obligarla de modo que la pudiese merecer por esposa suya; claro está que él se la juzgó tan principal y de tantas calidades que no se bajaría a otro pensamiento que a éste. La dama, deseosa de salir con su empresa, maquinó toda la noche cómo saldría de ella a su salvo y con provecho. Algunas cosas comunicó con la dueña, que no era menos harpía que su ama, las cuales se ejecutaron adelante como veremos. Llegó el día bien deseado de Horacio para gozar de la vista de su dama; vistiose y fue luego a saber cómo había pasado la noche, y al pasar por el zaguán para entrar en el cuarto bajo, vio a Bañuelos, la dueña, andar por el suelo buscando cuidadosa y suspirando de cuando en cuando. Preguntola que qué era lo que buscaba allí; ella le dijo que nada y volvió a suspirar con más pesar, cosa que poniendo en cuidado al milanés, porfió en que le dijese lo que la preguntaba, a lo cual dijo la astuta vieja: _Mi señor, lo que busco es una sortija que anoche perdió mi señora por aquí, que dice que con la porfía de hacerla volver al coche se le salió del dedo y no la sintió más. Era de diamantes y de valor, y lo peor es que no era suya sino de una amiga, que se la había dado para hacer otra por ella, que era de extraordinaria hechura. Con esto arrojó la taimada dueña otro suspiro y algunas lágrimas, que en lo fácil de salir parecía traerlas en la manga del monjil. Mandó el milanés a un criado suyo que buscase la sortija y a la dueña la dijo que no se afligiese, que cuando no pareciese que no le faltaría a su señora otra y otras de más valor, que en casa estaba donde sólo su dueño deseaba ocasiones semejantes para dar muestras de su amor y liberalidad. Estimó por su señora y aun casi acetó la buena Bañuelos el ofrecimiento del señor Horacio, con lo cual subieron los dos arriba. Ya Feliciana estaba levantada y medio vestida; no quiso entrar Horacio, sino que la dueña le diese los buenos días de su parte; diole el recaudo, más Feliciana, por hacerle mayor favor, dijo de adentro en alta voz: _¡Jesús, señor Horacio! ¿A vos se os ha de negar entrada en vuestra casa? De quien yo recibo tantos favores y mercedes ¿tengo de recelarme? Yo estoy ya vestida; y cuando no lo estuviera fuera lo mesmo. Entrad y dareos los buenos días. Entró con esto Horacio, estimando el favor, y estuvo allí un rato con Feliciana, preguntándole cómo había pasado la noche de parte de la posada. _Buena me la podía prometer _dijo ella_; mas de la de mi sentimiento me ha tenido desvelada la mayor parte della. _No lo he estado yo menos _dijo él_ que no tuviera buen conocimiento del bien que tengo en mi casa si reposara sin dar a la memoria recreos, con tener en la idea vuestras perfecciones. No quisiera Feliciana que su batería se publicara tan presto, y así, no dándose por entendida de la razón, preguntó a Bañuelos si había parecido la sortija; ella dijo que no, pero que aun todavía la buscaban los criados de casa. Corríale entonces obligación a Horacio el cumplir la oferta hecha a la dueña, que eso era la fina gentileza; advirtió en ello y no quiso dejar pasar la ocasión, y así la dijo: _Mucho me pesa del disgusto que habéis tenido con la falta de la sortija; aunque esa no sea del valor de la perdida, os la ofrezco por ella, para que en mi nombre la traigáis, y os suplico sepa de la hechura que era la otra, para que yo la mande hacer y cumpláis con la amiga. Con esto le dio la sortija a Feliciana, la cual, tomándola, la miró con mucha atención y le dijo: _Señor mío, este es grande exceso para quien no os ha servido en nada. Esta sortija, según veo, excede en mucho valor a la perdida, y así en su lugar no la pienso dar, porque sería mejorársela a quien me prestó la otra con el cuatro tanto; la perdida era una sortija de trecientos escudos no más, y ésta veo que es de mucha cantidad. _Ochocientos costó el diamante principal della dentro en Milán _dijo él_ y fue del Duque de Saboya. Mi padre le tuvo en su poder y hacía mucha estimación desta piedra, que quiso cercarla de otras de un mismo género, aunque no tan costosas como ella, por no ser de su grandeza estimadas y de valor: _Así se ve _dijo Feliciana_. Mil años viváis que tan bien sabéis honrar y agasajar vuestra huéspeda en cosas de más consideración. _Quiero yo que conozcáis mi voluntad _dijo él. En éstas y otras pláticas estuvieron hasta que Feliciana le pidió licencia para tocarse, con que la dejó sola y señora de una joya de mil escudos y más. Salió Horacio fuera en su coche, viose con sus amigos en Palacio, pero no dio a ninguno parte de la huéspeda que tenía, y así les encargó a los criados que no diesen cuenta desto a nadie. Volvió a casa cerca de medio día, hallando en ella al anciano escudero de Feliciana, el cual dijo que por volver a los ojos de su señora se había valido de una mentira, que fue decir cómo su tía quería llevarla dentro de tres o cuatro días, y que a su tía había dicho haber dejado su señora en casa de su madre con ocasión de ver a la anciana señora enferma. Agradeciole Feliciana el buen despidiente que había tomado y Horacio por esto le dio un doblón, que él estimó mucho, acudiendo al dársele la dueña con decir: _Si a ese precio me pagasen a mí las mentiras, diría muchas. Vio Horacio en ella ganas de verse señora de otro doblón y diósele de a cuatro, porque se le quitase la envidia que tenía al escudero. Mostró Feliciana sentir esto mucho y porfiaba que no lo había de tomar, más la vieja dijo: _Señora mía, quién ha de rehusar la merced del señor Horacio hecha con tanta voluntad y amor; guarde Dios tal persona, que cierto que es un ángel de los cielos. Con esto se envanecía el enamorado milanés y pensaba que cada dádiva destas era añadir una cadena a la hermosa Feliciana. Comieron aquel día con más gusto, mostrándose contenta Feliciana con lo que el escudero dijo; y después de haber alzado los manteles, se quedaron Horacio y ella a solas; él la suplicó le diese parte de su disgusto y así mismo cuenta de quién era, a lo cual Feliciana dijo desta suerte: _Don Lope Zapata y Meneses, del hábito de Calatrava, fue mi padre, hijo segundo de don Bernardo Zapata y Meneses, del mismo hábito. Siguió la carrera en Flandes, donde llegó a ser capitán de caballos y después cabo de cuatro compañías. Viniendo a pretender a la Corte acrecentamiento de sueldo o una encomienda en Bilbao, se enamoró de mi madre, que es de la casa de Arancívica, noble y calificada en Vizcaya. En los pocos días que allí asistió pudo obligar a sus padres que se la diesen por esposa y, en dote, una herrería, que es hacienda de calidad en aquella tierra, por ser la saca del hierro della para toda España. Vínose a Madrid con su casa, donde tuvo efeto lo de la encomienda que pretendía, dándosela de cuatro mil escudos de renta; aquí tuvo dos hijas: a mí, que me llaman doña Blanca y a mi hermana doña Lucrecia, que es menor que yo. Vivió algunos años mi padre ocupado en corregimientos por su Majestad y en uno dellos murió, que fue con el de Córdoba. Allí dio un caballero en festejarme, con tal afeto que su mucha puntualidad me cansó de manera que, en vez de obligarme, le di en aborrecer de tal suerte que no podía oírle nombrar. Con la muerte de mi padre hubo mi madre de venirse a esta Corte, donde ha que asiste dos años. Tiene una hermana viuda con dos hijas, en cuya casa estamos los más días aunque en separados barrios, porque ella vive a las Tabernillas de San Francisco y mi madre a Buenavista. El caballero de Córdoba vino aquí, no con la misma intención de servirme, porque propuso casarse con una hija de un consejero y no le admitieron. Visto esto, le pareció proseguir con el servirme como antes y al fin se determinó enviar, por un tercero, a pedirme en casamiento. Es el galán pequeño de cuerpo, de ruin persona, feo de rostro y no de muy apacible condición, según afirman sus mismos criados. Tras esto, su mayorazgo es corto: mirad si estas eran partes para admitirle en consorcio. Con todo, mi madre no desestimó la plática, antes la abrazó y se comenzó a tratar de intereses; el novio reparaba en pocos, aunque un tío suyo pedía dote, mi madre podía dar poco por no deshacerse de su hacienda hasta el fin de sus días. Al fin, con todo esto vino el novio en que me quería con lo que mi madre quisiera darme. Yo estaba en casa de una tía mía, descuidada desto que se trataba; y para el día que el novio había de firmar las capitulaciones, hízome mi tía vestir de gala y que me llevasen a casa de mi madre. No se hacían allí las capitulaciones, sino en casa de mis primos y ellos asistían a ellas por parte de mi madre y después había de venir el novio a verme; yo estaba descuidada del pensar que me había de venir. Vino el coche de casa (que gracias a Dios hay con que sustentarle) y entreme en él; supe en el camino, de la dueña, a lo que iba y desesperada de pesar me valí del auxilio de vuestra casa, donde estaré hasta que sepa que mi madre deshace este concierto, que no quiero vivir con disgusto toda mi vida, casada con un hombre que desde el primero día que le vi le aborrezco. Esto es, señor Horacio, lo que queréis saber. Mi calidad es esta y os aseguro que después que estoy en Madrid he desechado otros mayores empleos, porque soy un poco mal contentadiza. _Según eso _dijo Horacio_ yo presumo que no habréis tenido amor en vuestra vida. _Así lo podéis tener por entendido _dijo ella_; inclinación sí, y esa os aseguro que ha pocas horas que la tengo, que esto granjea un buen término y una afable condición, y no me habéis de preguntar más por ahora. Mudó el color la hermosa Feliciana, volviéndose más encendidas sus mejillas, con que confirmó Horacio que por él se dijo aquello, quedando rendido del todo y no poco ufano; y por no contravenir a lo que le pidió Feliciana, no le hizo la pregunta, si bien se dio por entendido. Rogole Feliciana que tocase un poco en la tiorba, cosa que él estimó en mucho, porque deseaba esta ocasión para manifestar aquella gracia a su dama. Trajo el instrumento y entretúvola un rato con varias fantasías y diferencias, que los extranjeros nos la ganan en esto. Quiso también Feliciana acabar de rematar a su amante y así dijo si había en casa arpa o guitarra y que ella era algo aficionada a la música y se quería entretener. _Arpa _dijo Horacio_ no la tengo, guitarra hay y uno de los mejores instrumentos que se han hecho en Madrid. Hizo traer una guitarra de lucida apariencia y mayores obras, ésta tomó en sus manos Feliciana, y habiéndola templado diestramente, siguiendo un término de un sonoro pasacalle, cantó así: Con cadenas de cristal aprisionaba un arroyo a los álamos y alisos, verdes murallas de un soto, donde la bella Fenisa (por dar al mundo reposo) les permite dulce sueño a la beldad de sus ojos. Blandas lisonjas le hace con sus combates Favonio, y las aves en las ramas le asisten cantando a coros. Con eclipse de sus luces, Lauro halló a su dueño hermoso, y por imitar las aves, esto cantó en grave tono: Gasta flechas doradas, niño de Venus, mientras a Fenisa la vence el sueño; más si ves que despiertan sus ojos bellos, huye, huye, tiende las alas y rompe los vientos niño amor, que su poder es mayor; pues sabes con experiencia que tiene mayor poder su descuido en el vencer, que tu mucha diligencia, el venir a competencia con su beldad es error.
Huye,
huye, tiende las alas, etc. Acabó con tan sonoros pasos de garganta y tanta destreza que Horacio (que era aficionadísimo de la música) quedó suspenso, absorto y elevado, contemplando en la hermosura de la dama. Dejó ella la guitarra diciendo: _No ha sido poco, señor Horacio, haber acertado a cantar algo, que estos disgustos no son a propósito para este gustoso entretenimiento. Ponderó, exageró y aplaudió el milanés la dulce voz de Feliciana en su mezclada lengua, de modo que ella hizo harto en no manifestar la risa. Estimó en mucho los favores que la hacía, y porque entró Mogrobejo, el escudero, no pasó la plática adelante. Traía el viejo un envoltorio cubierto con un tafetán, el cual era de curiosa ropa blanca, manifestolo allí delante de los dos, y Feliciana dijo: _Y el vestido que le dije, ¿cómo no le trae? _Eso, mi señora _dijo él_, es imposible, porque él y los demás se han llevado en casa de mi señora, madre de vuestra merced. _¡Buena estoy! _replicó la dama_. ¿Cómo se podrán sacar ahora de allí? ¿A eso yo soy condenada, a quedarme con solo el que traigo vestido hasta que se haga pedazos? Mostró afligirse con esto, mirando a Horacio, el cual, viendo que le tocaba responder en aquella ocasión, por acrecentar obligaciones a la dama, la dijo: _Vuestra merced, mi señora doña Blanca, no muestre afligirse de nada, que donde yo estoy no le han de faltar galas que traer. Esta tarde haré que se saquen dos vestidos de lo que vuestra merced gustare y todo lo necesario para ello. Agradeció Feliciana la merced que le hacía mostrándole unos ojos amorosos, con que se dio el amartelado joven por pagado con sólo aquello. Pidiole los colores y telas de que gustaba que fuesen los vestidos y salió a hacerlos sacar luego. Antes desto le rogó Feliciana que procurase verse con su tía en esta forma. En su casa se alquilaba un cuarto bajo, y con aquella ocasión podía verse con ella y ver el semblante que tenía, que ella presumía que el escudero la había mentido en cuanto a lo que dijo de que en una parte y en otra se había disculpado su fuga y estaban con este engaño. |
Gustó el milanés de hacer esta visita por informarse de quién era Feliciana y de todo. Ya la astuta dama había escrito un papel con Mogrobejo, avisando a su madre (que era la que había de pasar plaza de tía) lo que había de tratar con Horacio. Salió, pues, el milanés a la puerta de Guadalajara, y en una de aquellas tiendas donde tenía crédito sacó lo necesario para dos vestidos, uno de damasco negro y otro de color, con mucha guarnición de oro, y de allí, con las señas que llevaba de la casa de la tía de Feliciana, paró el coche a su puerta y subió un criado a pedir las llaves del cuarto que se alquilaba. Bajó una criada a mostrársele, y después de haberle visto quiso verse con la persona con quien se había de concertar, que por el nombre que la criada le dijo conoció que era la tía. Subió arriba y halló a doña Teodora, con nombre de doña Laura, en su estrado, con el semblante muy triste. Tratose del concierto del cuarto y remitió Horacio el efetuarlo a que viniese a contentarse dél la persona para quien le alquilaba; preguntole Teodora que quién era; dijo Horacio que una señora viuda prima suya. _¡Ay señor mío! _dijo Teodora_, tráigamela luego V. M., que deseo tanto tener compañía, que no se lo podré encarecer, porque vivo con muy grande desconsuelo de unos días a esta parte. _Su rostro de V. M. _dijo Horacio_ lo manifiesta; pues será a propósito mi prima para divertir a V. M., que es muy agradable en su trato y conversación. _Dios la guarde _dijo Teodora_; yo la deseo por vecina que la juzgo por muy gran parte de mi consuelo, que todo no podía ser por pedirlo así la causa. _¿No podría yo saberlo? _dijo Horacio. _¡Ay señor mío, que lo peor que tiene es no poder ser comunicada, que todavía es descanso del dolor en quien le padece cuando le comunica! _Yo me desmandé _dijo Horacio_ a preguntarlo, pensando que era cosa que se me podía decir, y si pedía remedio, ofrezco para ello mi persona y cuanto valgo, que me precio de servir a las personas de la calidad que juzgo en vuestra merced tan bien como cualquier caballero español. _¿No es V. M. de España? _dijo Teodora. _La mala expresión de la lengua se lo podía a V. M. haber dicho _dijo él. _Cierto, que estoy tal _dijo ella_ que no había reparado en eso. ¿De dónde es V. M.? _De Milán soy para serviros _dijo Horacio_; y si por ser forastero merezco que se me diga vuestra pena y a estar algo en mi mano remediarla, creed de mí que lo haré con mucho gusto. _¡Ay señor, Dios os guarde mil años _dijo ella_, que parece que recibo consuelo con esas palabras salidas de ese hidalgo pecho y nobles entrañas! Cierto que eso y veros que no sois desta tierra me ha obligado a deciros mi pasión. Entrad la silla en el estrado, que no querría aun echar el aliento de la boca, porque temo que me han de oír_. Llegose el milanés, y ella (recatándose primero con mirar a una y otra parte) le dijo: _El veros extranjero y mozo y que ya sabréis las cosas de Madrid me obliga a deciros que ha pasado por esta casa una de las mayores desdichas del mundo, y es que yo tenía en mi compañía una sobrina, hija de una hermana mía y de un caballero calificadísimo, y tratándosele un casamiento a disgusto suyo, por huir de verse empleada contra su voluntad, una noche que la enviaba con un escudero y una dueña sin saber a lo que iba (que era a efetuar las capitulaciones), se han escapado de los ojos del escudero, sin saberme dar razón el buen viejo dónde se fuesen. He hecho diligencias en secreto por casas de amigas de su madre y mías y por todos los conventos desta Corte si está en alguno, y no se halla rastro de las dos. Su madre está indispuesta y juzga que está en mi casa, las capitulaciones se han dilatado con el mal de mi hermana, y yo me hallo la más afligida del orbe por no saber dónde puede estar. Vos sois mozo, galán y que todo lo andáis en Madrid, querría encomendaros que con secreto cuidado me supiésedes alguna nueva desto, que vivo en grande aflicción haciendo mil consideraciones de si ha salido de Madrid o quién se la ha llevado; que todo se puede temer de una mujer determinada, aunque me anima que no ha de degenerar de su noble sangre haciendo alguna liviandad con algún hombre desigual de sus partes. Si fuera tal su dicha que ella encontrara con un caballero de vuestras prendas y gallardía, aún diera por bien empleada su fuga; pues dellas infiero que supiérades hacer estimación de lo que merece mi sobrina, que os aseguro que hay pocas damas que la igualen en belleza. Esto último que dijo Teodora, animó al milanés a decirla: _Mi señora, en mucho estimo que me hayáis hecho este favor de declararme la causa de vuestra pena. Pagaré la obligación en que me dejáis con deciros que sé de una dama que habrá tres o cuatro días que falta de casa de sus padres por un disgusto, ésta se llama doña Blanca. _¡Ay, pobre de mí _dijo Teodora_ que ésta es mi querida sobrina! Comenzó la astuta Teodora a abrazar a Horacio y darle besos en un carrillo diciéndole: _¡Ángel mío, que no debéis de ser hombre, decidme dónde está mi querida Blanca, que ya muero por saberlo, de vos me había de venir este consuelo, que no en balde el cielo me inspiró que os dijese mi pasión! Con estas cosas no dejaba de abrazar a Horacio persuadiéndole que la dijese dónde estaba su sobrina. Él la hizo volver a su asiento y la dijo cómo la señora doña Blanca estaba en su posada, haciéndola relación de cómo había venido a ella, y asimismo la dijo cómo por orden suya había venido allí con achaque de alquilar aquel cuarto. Con mayor afecto volvió a hacer fiestas la vieja al milanés, agradeciéndole el favor que a su sobrina se le había hecho, y para que con más solenidad se hiciese el agradecimiento, comenzó a decir: _¡Luisica, Luisica, hija, sal acá fuera como estuvieres, que tengo unas nuevas que darte de gusto! Salió doña Luisa, hermana de Feliciana, con cuya presencia se alegró mucho Horacio, pareciéndole bizarra moza, aunque como estaba apasionado por Feliciana no le dio el primer lugar en la hermosura, sino el segundo. Habló doña Luisa al milanés con mucha mesura y cortesía, él la besó las manos y preguntó por su salud, tomó asiento en el estrado, cerca de su madre, y ella le dijo: _Hija, este señor (que le juzgo más ángel que hombre) es quien me ha dado nuevas de tu querida prima doña Blanca: tiénela en su casa. _¡Ay, qué alegre nueva _dijo la Luisa_ para mí que nos tenía muertas de pena el no saber della! Preguntóle la madre a Horacio si era casado, él la dijo que no, y porque presumió que no sin alguna intención se le hacía aquella pregunta, acudió con decirla: _Aunque el no ser casado arguye poca seguridad para huésped, préciome de cortés y fiel con quien se vale de mí; esto os puedo asegurar, que mi señora doña Blanca está en mi posada, si no con el regalo que debía tener, con el respeto y decoro que su calidad y partes merecen. _Así lo creo yo, señor mío _dijo ella_; fuera de que la seguridad que de mi sobrina tengo me quitan esos recelos que pudiera tener_. En estas pláticas cerró la noche, encendieron luces y entró una criada a decir que estaba allí don Diego de Orozco. Quiso el milanés dar lugar a la visita, mas Teodora le rogó que no se moviese, que importaba. Esto hizo porque este caballero era nuevo pretendiente de Luisa y habíale penetrado el caudal la madre y hallado corto fondo para la gran sonda de su codicia. Hacía hueco entre otros pretensores, pero ni él ni ellos no estaban en el catálogo de su gusto, por faltos de dineros y sobrados de razones y finezas. Entró, pues, el tal don Diego, que era muy galán y mucho más presumido de serlo; diéronle asiento, y después de haberles preguntado por sus saludes y hablado un rato en diferentes cosas, aunque no halló muy gustosos semblantes en madre y hija, les dijo: _Habiendo visto ayer a mi señora doña Luisa algo melancólica, me atreví a quererla divertir hoy con un músico que traigo conmigo, que es de las buenas voces de la Corte. No pudieron dejar de admitir la oferta, que no se holgó poco Horacio por ser tan amigo de música. Subió el músico y habiéndole hecho sentar sacó su instrumento, y habiéndole templado, en sonora voz cantó un tono grave que dio gusto a los oyentes con la buena letra, voz y destreza. Mudó término y con pasacalle más corrido cantó esta sátira: Boca de Lisarda bella, todos me dicen que estáis más abajo del conducto del diluvio catarral. No es poco que os conservéis en ese antiguo lugar, cuando en el tiempo que corre todo se nos sube ya. Naturaleza, gran sastre (aunque no en mentir ni hurtar), os pespuntó dos ribetes que descosió a un cardenal; purpúreos alcaides son de ese orificio locuaz, si acaso no se despeja a demanda universal. ¡Cuántos hay que se atrevieran a tan bello portapaz, si el mal olor del pedir no les llegase a infestar! Que ese epicúreo postigo (bella adüana del pan) si llama con su hermosura, despide con su crueldad. El mendicante clavel (si en lo grave monacal) es para el ósculo, encuentro, para socaliña, azar. Muy antojadiza veo en dos carreras igual la devorante caterva, la herramienta del mascar. Los antojos en la vista los pide la cortedad, mas vos en ojos y boca es cierto que los gastáis. Para animar voluntades un embrión animad, que así se repara menos cuando las causas son más. Más fruto saca a la gente ese hechizo circular que una boca de un mendigo en una pierna jayán. Diaquilón contra durezas fuistes boca en lo eficaz, no con el gremio del don, sino con el tribu de dan. Valentía en el pedir y donaire en estafar, ¿quién como vos le ha tenido? ¿Quién como vos le tendrá? |
Mientras la sátira se cantaba, estaba don Diego muy falso con la mano puesta delante de la boca, disimulando la risa. No la mostraron madre y hija, antes muy mesuradas oyeron hasta el fin las coplas hechas por el mismo caballero a la señora doña Luisa, que conociendo de su condición ser amiga de pedir y esto ejecutado en todas ocasiones, confiriendo sucesos pasados con ella entre caballeros mozos, éste quiso tomar la voz por todos y cara a cara darle a entender por esta sátira que se le notaba a la dama este defeto. A ser más baquiano en la Corte el milanés, bien entendiera por los semblantes de Teodora y su hija haberles hecho a ellas el tiro; mas sólo juzgó que los mostraban por abreviar con la visita del caballero. Lo que Teodora le dijo fue: _Señor don Diego, ya está visto vuestro buen deseo y entendida la intención. Dios os guarde muchos años, que así consoláis melancólicos. El señor Horacio tiene cosas que tratar conmigo de consideración, suplícoos que deis lugar a que no le tengamos aquí más tarde, que tiene lejos la posa. Bien conoció don Diego el disgusto de Teodora y su hija que habían recibido con la sátira que se les había cantado; pareciole que bastaba aquello por venganza y así se despidió de ellas, y fue suerte no preguntar por Feliciana, que obligara a su madre a maquinar una mentira con que satisfacer a Horacio. Quedose el milanés con ellas y dijo Teodora: _Este caballero es amigo de dos sobrinos míos, y así es conocido desta casa. En esta ocasión me ha pesado que viniese y más con el músico, que a no cogerme con la alegría de las nuevas que de Blanca me habéis dado, no le admitiera; por esto y porque os divirtiésedes un rato di lugar a que cantase. Estimólo en mucho Horacio, y queriéndose despedir le dijo Teodora que quería escribir un papel a su sobrina, que se entretuviese con su hija en tanto que le escribía. Dejólos solos en buena conversación y con mucha brevedad escribió dos papeles; el uno dio a su escudero, encomendándole que con diligencia le llevase a Feliciana, de modo que antes que llegase Horacio le hubiese recibido. Partió Mogrobejo con más presteza que de su edad se podía esperar, y con esto salió Teodora con el otro papel en las manos, que dio a Horacio diciéndole: _Señor Horacio (que ya les había dicho su nombre), pasado mañana enviaré a pedir el coche a mi hermana e iré por mi sobrina, que aunque en vuestra casa está muy honrada y respetada, el no ser vos casado da sospecha y piérdese reputación, y más una mujer de las calidades de Blanca. Ya quisiera Horacio haber estado mudo y no decir que estaba en su posada doña Blanca, porque sintió grandemente que su tía tomase aquella resolución. Detúvose allí otro rato y al cabo despidiéndose de madre y hija se fue a su posada. Ya Feliciana había recibido el papel de su madre en que le daba instrucción de lo que había de hacer. Recibiole la dama alegremente, y tomando asientos le preguntó cómo le había ido con su tía. _Bien y mal _dijo el milanés_. Bien, en haber conocido una señora de tantas partes como vuestra tía; y mal en que por darla consuelo me vengo yo sin él; yo la hallé con grandísima tristeza porque cuanto dijo el escudero fue falso, que ella sabía vuestra fuga y no dónde estábades. Después que pasó el concierto del cuarto, supliquéle me dijese su pena, y así me la dijo; yo por darla consuelo la dije cómo estábades en mi posada, y me parece está con determinación de venir por vos pasado mañana. Aquí dio un terrible suspiro Feliciana y con él fingió luego un desmayo, quedándose arrimada a la silla. Acudieron la dueña y Horacio a apretarle las manos, diciendo la vieja: _¡Ay, Señor mío! ¿Qué ha dicho a este ángel que le ha dado este desmayo? Siempre nos han de cercar desdichas cuando entendíamos estar libres dellas. _Nunca yo hubiera hoy salido de mi posada_ dijo Horacio_ pues he sido causa deste daño y he perdido todo mi contento. ¡Bien merecido está en mí el castigo que espero, pues pudiera conocer a su tía, mas no declararme con ella! _¿Luego con su tía de mi señora doña Blanca habéis estado? _díjola Bañuelos. _Sí, dijo Horacio. _¿Y la habéis dicho que está aquí su sobrina? _replicó la dueña. _También, dijo él. _¡Ay, desventurada de la pobre Bañuelos; qué mala dicha podemos esperar de tal desacierto, que es mucho peor que su madre en el rigor! Ella está aquí esta noche sin duda alguna. ¡Ay señor! ¿Qué habéis hecho? ¿Quién os mandó ir a su casa? _Mi señora doña Blanca _dijo él_; pero excedí de su orden en declararla dónde estaba; yo lo pago en pesares. Volvió de su desmayo Feliciana, y dijo a Horacio: _Señor mío, si el embarazo de mi hospedaje os cansaba, avisáradesme, que yo procurara vuestro descanso y me fuera en casa de una amiga de muchas que tengo. Desdichada ha sido mi suerte en que mi tía sepa donde estoy; ya la temo, y lo peor es que no sólo della puedo tener temor, sino de que dé aviso a mis primos, que es cierto que lo hará, para que yo me vea en algún trabajo. ¡Oh, quién no hubiera nacido!, ¡en desdichada estrella nací! Fingía tan bien su pena, con la solenidad del llanto, y respondíale a las cláusulas dél el monacillo fúnebre de la dueña, que el pobre milanés se halló desesperado, confuso y cercado de cuidados, pareciéndole tener a su tía en casa acompañada de los dos primos supuestos. Paseábase por la sala haciendo varios discursos sobre el remedio que se podía dar a esto; vía el edificio que comenzaba a levantar amor postrado y arruinado por el suelo, con pocas esperanzas de volver a su primero ser. Finalmente, después de largo rato que batalló consigo mismo, lo que propuso a la dama fue: que él había pensado resistir a todo el mundo que de su casa la sacasen contra su gusto, aunque en ello perdiese la vida; pero que por obviar esto, le parecía dar otro corte, y era que el jardín de su casa confinaba con otro de otra, vecina a ella, la cual al presente estaba vacía, que ésta la alquilaba por su cuenta, y en una pared de yedra que dividía los dos jardines abriría una pequeña puerta que cubría la misma yedra, por donde se podría pasar (caso que viniesen por ella); y que pues él solo había dado parte a su tía y prima de que estaba allí, que él determinaba negárselo a pesar suyo. Admitió Feliciana este arbitrio y recibió algún consuelo, con que el afligido Horacio volvió en sí y cobraron nuevo vigor sus espíritus. Púsose por obra lo propuesto: tomósele la casa y abrióse la puerta y todos tuvieron aviso para lo que sucediese. |
Esotro día se cortaron los vestidos de Feliciana tomándose la medida por el que traía, y con mucha brevedad fueron hechos. Por aviso de Feliciana, la tía no trató de ir esotro día a casa de Horacio, enviándola a decir que se hallaba indispuesta en la cama, con que Horacio fue alentado. Una noche que los dos habían acabado de cenar, dando un suspiro Feliciana dijo: _Cierto, señor Horacio, que me veo tan aborrecida de mi misma con la persecución de mi madre y deudos con este propuesto casamiento, que me determinara a salir de España con mucho gusto. Vio Horacio los cielos abiertos, y díjola: _Si vos, hermosa señora, estáis fija en esa determinación, yo os cumpliré ese deseo con más honrosas circunstancias de las que pensáis. Si la voluntad que me debéis halla verdadera paga, yo os embarcaré a Milán, y no digo con el título de esposa, porque he enviado poderes para desposarme allá, mas con el amor de hermana, procuraré que lo seáis mía, siendo mujer de un hermano segundo que tengo; esto si allá no han dispuesto el efectuar mi casamiento, que por haber enviado poderes para ello, y a no estar hecho, nadie será dueño de mi alma sino vos. Sólo a esto aguardaba la astuta Feliciana, que se declarase de todo Horacio, al cual dijo: _Obligáisme por tantos caminos, señor mío, que fuera mal correspondiente a tan grande amor y voluntad, si no aceptara cualquiera de los dos partidos que me hacéis, rogando a Dios no hayan tenido efecto los poderes que habéis enviado, para que yo tenga el dueño y esposo que me está tan bien; y así, disponed del viaje cuando más gustárades, que yo no tengo más voluntad que la vuestra_. Aquí se atrevió el milanés a tomarla una blanca mano y besársela en señal del favor que le hacía, cosa que consintió con mucho gusto Feliciana, por llevar mejor su negocio adelante. Allí la dijo Horacio que esotro día, que partía un correo del rey por la posta a Milán, pensaba revocar los poderes que había dado, que entendía llegaría a tiempo la revocación que no se hubiese efetuado nada, porque la dama era de Florencia. Tratose de la jornada y Horacio la aseguró que en seis días podían partir de Madrid, porque él tenía despachado todos sus negocios y la hacienda puesta en letras, que sólo el gozar de la Corte le detenía en ella aquellos días. Mostró gusto desto Feliciana y la dueña también, con que se fueron a dormir. Aquella noche no durmió casi nada el enamorado Horacio, disponiendo su jornada y deseando gozar de Feliciana en estando embarcados, ora tuviese su casamiento efecto o no. El día siguiente sacó galas de camino el milanés y ni más ni menos a su dama. Cada uno se hizo dos bizarros vestidos con mucho oro, conformes en las colores; y previno en fin cuanto había de llevar. De allí a dos días, estando Horacio para salir de casa, llegó el coche de Teodora a su puerta y queriéndose apear, Horacio la dijo muy en sí que su sobrina estaba en Atocha, que había salido de mañana en el coche a confesarse, que si no tenía que hacer allá la hallaría. Fingió la astuta Teodora creerlo, y habiendo estado con él muy apacible, se despidió diciendo que iba allá a buscarla. Muy ufano quedó Horacio con pensar que la había engañado, más era que no entendía el caso. De todo lo que se trataba tenía aviso la madre, y así esta venida fue para prevención de lo que adelante se dirá. Subió arriba y dijo a Feliciana lo que con su madre había pasado, y ella aprobó la buena ficción. Aquel día se pasó en prevenir varias cosas para la partida, y sólo aguardaban que los vestidos se acabasen. Cerca de la hora de las Ave Marías, he aquí vuelve el coche de Teodora a la casa de Horacio; supo de uno de sus criados cómo estaba en casa, y mandole llamar; no quisiera el milanés que hubieran dicho que estaba allí, hubo de bajar, dejando a Feliciana con una fingida turbación de que supo hacer el papel razonablemente. Ya Teodora estaba apeada en el zaguán cuando Horacio bajó. Díjole que dónde estaba el cuarto de su sobrina. _Mi señora _dijo él_ su merced no ha vuelto desde esta mañana a casa, enviándome a decir que se quedaba en casa de una amiga suya y que en su coche vendría. _¡Bueno es eso! _dijo Teodora_; que queráis negármela, sabiendo yo que está en casa. Yo la tengo de ver y llevármela conmigo, que las doncellas tan principales como mi sobrina no han de tener voluntad para hacer su gusto. Basta la que ha tenido hasta aquí, tan en daño de su reputación. Comenzó Horacio a porfiar con Teodora que no estaba doña Blanca en casa, y esto a voces, porque arriba lo oyesen y se escondiesen. Fue entendido y al punto Feliciana y la dueña, guiadas de un criado de Horacio, se pasaron por el jardín a la otra casa; subió Teodora y no dejó rincón en la de Horacio que no buscase, certificándole con esto que le había dicho verdad, con que mostraba gran sentimiento de que a aquella hora su sobrina no hubiese venido. Persuadiola Horacio que la aguardase, hízolo cosa de una hora, pero como vio que aguardaba en balde, quiso saber en casa de qué amiga había ido. Llamaron al cochero de Horacio, pero estaba avisado que no pareciese. Con esto Teodora se volvió al coche, diciendo al milanés: _Señor Horacio, mi sobrina vendrá a pesar suyo a mi poder y sabrá cómo ha de proceder de aquí adelante; sus primos sabrán esto, y pienso que son hombres que no la consentirán estas liviandades. Mostró grande enojo y fuese, dejando a Horacio con un poco de cuidado temiendo la venida de los fingidos primos. No pasaron dos horas que, por orden de Teodora, no viniesen dos conocidos suyos a casa de Horacio preguntando por él. Había el tal avisado que le negasen diciendo que cenaba fuera. Así se les dijo, mas ellos dijeron que habían de aguardarle allí hasta la media noche si fuese necesario; estuvieron en la calle paseándose a la vista de Horacio y Feliciana, que se afligía mucho diciendo ser aquellos sus dos primos. Túvose cuidado por aquella noche con las puertas, y esotro día Horacio salió por la casa que había tomado y hizo pasar a ella a Feliciana. En aquel día negoció todo cuanto había que hacer para su despacho; despidiose de sus amigos y para esotro día en la tarde previno coche y mulas para Barcelona. Ya había llegado el medio día y comido con mucho gusto, aguardando la ocasión del salto Feliciana. Esta fue que Horacio se le había olvidado despedirse de un religioso algo deudo suyo del Carmen Descalzo y quiso llegarse al convento de un salto, que estaba muy cerca. En tanto, había dejado a Feliciana un cofrecillo de joyas y dineros que valía más de dos mil escudos lo que tenía: éste era el lance que la moza aguardaba, no más porque Horacio no se le había fiado hasta aquel punto. Pues como se viese señora de lo que pretendía, sin aguardar a más, ella, su dueña y el escudero que le apareció en aquella ocasión, cargaron con el cofrecillo y con una maleta de vestidos de Feliciana y por la puerta de la otra casa se pusieron con brevedad en casa de doña Estefanía, su amiga, que vivía cerca de allí. Volvió Horacio de su visita y previniendo al cochero le mandó que pasase el coche a la puerta de la otra casa, donde se pensaba que estaría Feliciana. Llegó el coche a ella y, entrándose por el jardín allá, la buscó en toda la casa y no la halló; llamó a su ama y preguntándole por la dama, le dijo que ella la había enviado a ver desde la ventana cuándo volvía del convento y que de camino servía de espía por si sus primos viniesen. Comenzose a afligir el milanés, buscola de nuevo otra vez, y visto que no parecía, resolviose a preguntar a los vecinos si la habían visto salir. Fue en ocasión tan buena su salida que nadie reparó en ella, con que no pudo informarse Horacio. Él que estaba en esto, fuele un criado a decir que preguntaban por él dos caballeros con dos o tres criados que les acompañan. Pensose Horacio que eran los primos de la dama, y temiendo una desdicha si venían por ella, no quiso aguardar a verse en tal lance y así, tomando una mula de las que eran para sus criados, se partió a Alcalá mandando que le siguiese el coche. Llegó a aquella antigua villa muerto de pena, no sabiendo qué se presumir de Feliciana, si se había ido por robarle o de miedo de sus primos. Como quiera que ello fue, él se quedó sin más de dos mil escudos y lo gastado en vestidos, obligándole el robo a detenerse en Alcalá cuatro días y enviar a Madrid por dineros y hacer de nuevo diligencia si parecía la dama. No halló rastro della, y teniendo creído que los primos le siguirían hasta Alcalá, se partió a Barcelona y allí se embarcó a su tierra, quitándosele el amor de la fingida doña Blanca, la cual se quedó con lindas joyas y monedas, saliendo bien con su empresa. |
Estafa segundaEl ver salir victoriosa a la astuta Feliciana de su empresa dio nuevos alientos a las confederadas en la estafante profesión para animarse a no ser menos que ella; y así la hermosa Luisa, que era a quien le tocaba la segunda conquista, después de haberse asegurado bien, estando algunos días en Caramanchel de Abajo (aldea cerca de Madrid), volvió a la corte, trayendo el coche (capa destos embelecos) nueva cubierta, diferentes caballos y cochero, de suerte que en todo volvió desconocido a los ojos de los cortesanos. Ya tenía la astuta Luisa mirado bien en quién había de ejecutar la presa, y así buscó casa en la calle que llaman del Sordo, donde supo que vivía un genovés rico y ya entrado en edad, que había poco que llegara de Génova a Madrid a entrar con otros amigos y deudos suyos en unos asientos que se hacían con Su Majestad. Era este personaje viudo y algo verde de condición, muy servidor de damas, pero no muy liberal para lo que debe ser quien quiere parecer airoso con ellas. Tenía coche, cuatro criados y un ama que le servía. Enfrente de la posada déste (cuyo nombre era César Antonio) tomó cuarto de casa nuestra dama sevillana; era el principal de ella con balcón a la calle. El traje con que quiso entrar fue el de viuda, al modo destas que enjugan brevemente el llanto de sus difuntos esposos y, mintiendo achaques, tripulan luego la bayeta del monjil, el anascote del manto y la holanda de las tocas, convirtiéndolo en gorguerán, tela de lustre y transparente cambra y, no dejando en reclusión el cabello, sino sacándole con tufes por los lados y tal vez con algunos rizos que adornan el bien acicalado frontispicio de las viudas. Desta data se presentó la hermosa Luisa, quedando en tal traje apetitísima y sobremanera bella. Habiendo, pues, hecho aderezar el cuarto muy conforme al estado que mentía, se fue a él en su coche con no poca autoridad, porque su madre le sirvió aquí de dueña, en compañía de la buena Bañuelos y su hermana (en diferentes paños) de doncella, con título de que había de pasar plaza de parienta suya. Mogrobejo, honestamente aliñado, iba al estribo del coche. Con esta familia entró Luisa en su nuevo albergue en ocasión que el genovés estaba en un balcón de su casa mirándolo todo, y no poco deseoso de saber qué vecina se le iba a su calle. Paró el coche; apeáronse dél, y subiendo arriba, lo primero que hizo la dama (que ha de ser el héroe deste discurso) fue salir al balcón y dejarse ver en él sin manto, muy descubiertamente, del genovés, que estaba hecho un Argos mirándola, pareciéndole no haber visto más perfecta hermosura en su vida. Bien lo echaba de ver la astuta moza, mas hacía que no reparaba en él; miró a un lado y otro la calle y después, poniendo los ojos en el balcón del vecino, ocasionó con su vista que él la hiciese una gran cortesía de que tuvo correspondencia en la viuda, si bien dijo luego algo alto para que lo oyese: _¡Jesús, y qué descuido ha sido tan grande el de no haber hecho poner aquí una celosía! No me pase de mañana sin que se ponga, que no es recato de mi estado y calidad ponerme tal vez a este balcón sin ella. Aquí tomó ocasión el genovés para decirla: _Lo que a V. M. le es tan conveniente, les está a sus vecinos muy mal, pues es darles la luz del sol con eclipse de rejas; no me espanto, que él es tan hermoso, que no merecemos su presencia, sólo nos quedará el contento de asistir cerca de su esfera, en que no me tengo por poco dichoso con tal vecindad. Con una seña de besarse una blanca mano (que entonces sacó del guante) significó Luisa estimar el favor, y sin hablar palabra, haciendo al genovés una cortesía, se entró, dejándole rendido a su belleza. Aquella noche misma quiso saber del escudero quién era su ama, y él (industriado en lo que había de decir por Teodora) le dijo ser una señora de Zaragoza llamada doña Ángela de Bolea, que había sido casada con un gran caballero de aquella ciudad. Su venida a la Corte era aguardar a un hermano de su padre que venía de las Indias, riquísimo, el cual la había de hacer su heredera de todo cuanto traía, que serían más de ochenta mil escudos, y que éste la socorría con más de dos mil cada año, por haber quedado pobre. Creyólo todo el genovés y confió que por la vecindad tendría entrada en su casa. Envióla con el escudero un cortés recaudo, ofreciéndose con cuanto había en su casa y que tendría a suma dicha valer algo para su servicio, a que se le respondieron agradecimientos corteses a su oferta. Con esto se alentó él a enviar de allí a dos días otro recaudo en que pidió licencia para visitarla; alcanzó de la dama su beneplácito y lo mejor aliñado que pudo, acompañado de sus criados, le entró a hacer la visita. No halló menos apercebida a la fingida viuda, que como su principal intento era tirar a granjealle la voluntad, estaba en todo con advertimiento. Hallóla en su estrado de terciopelo negro y cerca dél, en una alfombra negra, sus dos dueñas reverendísimas, de mantos, monjiles y tocas; en fin, todo muy en orden para dar a entender la calidad que habían publicado. Si mucho se pagó el genovés de lo hermoso de la dama, no lo quedó menos de lo razonado, que como era discreta, le mantuvo una larga hora de conversación muy entretenida, sazonada con gustosos chistes, de que el genovés fue muy engolosinado y deseoso de volver otras veces, pidiéndole licencia para esto. No la halló fácil en ella, por saber con experiencia que tiene más estima lo que más se desea, si bien no del todo le dejó descontento, diciéndole que ella tenía algunos deudos allí de su marido, y que por ellos no admitía el favor que la hacía, que eso había de ser de cuando en cuando, que así estimaría ser visitada dél. Con esto se despidió el genovés, prometiéndose que su buena vecindad la obligaría a más llaneza. Con esto la hacía algunos presentes de las nuevas frutas del tiempo, todo cosa poca y de poco valor, cosa que dio a la dama cuidado, conociéndole el fondo de miserable, y le puso dudas de su empresa. Entre los criados que el genovés tenía era uno español, natural de Toledo, que le había recibido allí porque era diestrísimo en la música y de gallarda voz, juntamente con una punta de poesía que le penetraba todo el cerebro: éste quiso que fuese el festejo de la hermosa Luisa, con airosos tonos que la cantase; y así una noche de las de verano, que vio a la dama en su balcón acompañada de su familia, quiso entretenerla con las gracias de Leonardo (que así se llamaba el músico), y habiéndole hecho poner en el balcón de enfrente, después de haber templado su instrumento, cantó esta letra: Las esmeraldas que al Tajo la primavera le dio, en sus márgenes le roba del cano invierno el rigor. Las verdes plantas que fueron en su apacible sazón tálamos de amantes aves, quietud del vuelo veloz, ya sin la pompa de abril, en diciembre helado son cadáveres, ostentando lo que el verdor animó. Lauro (que en verlas renueva los sucesos de su amor) a la quietud de los campos les dice en sonora voz: La fortuna, el tiempo y amor tres enemigos terribles son. ¡Ay qué rigor, ay qué rigor! No hay estado seguro de su condición; que si el uno le trueca le ayudan los dos. ¡Ay qué rigor!
Hizo Leonardo ostentación a su sonora voz al mismo tiempo que de sus versos, pues la letra que cantó era suya, que como patriota de Toledo no se olvidó del caudaloso Tajo, que le cerca con sus cristalinos muros. Con esta letra cantó otras de la misma data, que era tan presumido que no ponía en la guitarra tono que no fuese suyo; en éste no venía a ser falta, por ser único en la música, pero en otros que tienen esta condición llevados de su fiducia más que de su ciencia, viene a ser ignorancia y poco conocimiento de las ventajas que les hacen otros ingenios de más fama, y así, si alguno destos llega a poseer oficio en alguna iglesia, les hace oír toda la vida una cosa a los capitulares della, con no pequeño enfado suyo, porque comer siempre de una vianda, aunque sea buena, enfada, ¿qué será si es desabrida? Volviendo, pues, a nuestra música, ella fue a gusto de la señora viuda, que así se lo envió a decir esotro día con el escudero al vecino, con el cual él pidió licencia para verla y le fue concedida. En esta visita nuestro amante, declarado ya por tal, ofreció montes de oro a la astuta dama y prometió finezas. Oyóle muy falsa, atribuyéndolo a lisonja lo que él la vendía por amor de veinte y cinco quilates. Quisiera la dama que las obras lo dijeran y no vía orden, porque el genovés podía apostarlas al más avariento indiano. Con todo, aquella tarde la hizo un presente de guantes y abanicos, todo poca cantidad, que aun la ocasión del aire quiso dar limitada, librándolo en el puerto de Guadarrama, proveedor de los refrigerios del verano de Madrid. |
Mucho se desanimaba Luisa de ver esto, y así quiso comenzar a desenvainar sus ocultas gracias, advirtiendo al vecino que le quería pagar una noche su música con otra, sin salir fuera de su casa a buscar a ningún músico; pensóse el genovés lo cierto que era ella quien había de cantar y así, acompañado de Leonardo, su criado, se puso en el balcón la noche que tuvo certeza que había de ser. En él aguardó a que su dama saliese, la cual, acompañada de sola Feliciana, con una bien encordada guitarra se pusieron a su balcón. Era ya tarde, que se aguardó a eso porque se atribuyese a recato, y con el silencio de la noche, quien primero le rompió fue la fingida viuda cantando así: Ya la nieve de la sierra se desataba en cristales, y en dos márgenes de flores arroyo les mira un valle. Undosa cítara ostenta en los agudos y graves, su sonorosa armonía siendo las guijas los trastes. Con dulces coros la ayuda la capilla de las aves, al compás que el viento lleva con las hojas de los sauces. Miraba las aguas puras Belisa en su verde margen, y en su sonoro instrumento dice rompiendo los aires: «Arroyuelo que en campos de flores con ondas de plata caminas libre, dile a mi amor, dile que Belisa amando, muere de firme. »Arroyuelo transparente que haces con dulce armonía salvas a la aurora fría en los balcones de Oriente, si acaso vieres mi ausente, con lengua de plata, dile que Belisa amando, muere de firme.»
Acabó la dama con dulces pasos de garganta, en que hizo lucido alarde de su destreza causando admiración a su amante y mucho mayor a Leonardo, que como presumía en la facultad, casi la reconoció ventaja en la voz, no en la destreza, que era tan desvanecido que al mismo Orfeo no se la diera. Quietáronse un poco, y queriendo hacer la fiesta doble cantaron juntas las dos hermanas esta letra:
¡Ay, que en el valle me miran unos ojos con dulce rigor; con su ausencia me abraso de celos, con su vista me muero de amor! De cualquier suerte es penar quien amando ha de servir, en ausencia con sentir y en presencia con mirar. Celos, a desesperar inclinan mi cobardía, y amor a seguir porfía la causa de mi dolor. Con su ausencia me abraso de celos, con su vista me muero de amor.
Quedaron los oyentes con esta graciosa letra, cantada con tanta gracia y destreza por las dos hermanas, con notable suspensión, pareciéndoles no haber oído tal cosa en su vida. Así lo afirmó Leonardo, más morigerado con tan valiente desengaño, quedándole el consuelo para sí de que entre los hombres era el único en el orbe. Cerrose el balcón y recogiéronse en las dos casas a dormir con diferentes intentos, porque la hermosa Luisa no era el suyo otro que aficionar al genovés, para encaminar su estafa en el modo que mejor se la ofreciese la ocasión; y el rendido amante no ponía el cuidado en otra cosa sino cómo gozaría de la dama; no considerando que, falta de juventud y de gallardía, había de suplir esto su dinero, cosa que él guardaba mejor que el día más festivo del año. Emprendió Luisa dar un tiento a este inexpugnable varón con poca cosa; y así estando un día de visita con él, se oyó un ruido abajo entre Mogrobejo, el escudero, y otro hombre. Preguntó la dama qué era aquello, sabiéndolo mejor que nadie; fuele dicho que su escudero lo había con un criado del dueño de la casa que habitaba. Mandole subir, diciendo primero al genovés: _Vuestra merced ha de perdonar mi curiosidad en averiguar esta rencilla, que no lo hiciera en presencia de otro que no fuera tan señor mío. Estimó el galán que con él se usara aquella llaneza, juzgándole con lo dicho por muy de casa. Subió en esto Mongrobejo muy colérico, y preguntada la causa de su enojo dijo ser muy justo, pues el criado del dueño de la casa, que venía a pedir el alquiler de aquel cuarto, que se usa dar el año adelantado, quería subir a hablar en ello arriba, y porque le había impedido el hacerlo era la reyerta, diciendo que era excusa para negarse. Mandole subir la señora Luisa, y entró un mozo vestido como paje y buscado para hacer aquel papel, a quien dijo la dama: _Gentil hombre, dirá al señor su dueño, que ya veo la razón que tiene en pedir lo que ha un mes que le había de haber dado, según es costumbre en esta Corte; pero que le aseguro que no me ha llegado un dinero que espero de Sevilla, y que al presente me hallo sin un real, que por ocho días le suplico me espere, que si en ellos no viene, buscaré modo para que quede satisfecha su queja justa y cuando otro día le dijesen que hay visita, crea que es así y no buscar causa para negarme. Con esto se fue el supuesto sirviente y la dama se volvió al genovés, diciéndole: _Prometo a V. M., señor César Antonio, que han sido tantos los gastos que estos días se me han ofrecido, que me traen corta de dinero, de tal suerte que no puedo pagar una miseria como son 1.000 reales del alquiler deste cuarto. Bien entendió ella que esto bastaba para que liberalmente el aficionado varón se ofreciera a pagar por ella tan corta cantidad; más excusando el lance, dijo: _Creo yo muy bien, mi señora, cuanto V. M. me dice, que estamos en unos tiempos tan trabajosos, que en la más gruesa hacienda vemos estas quiebras y por la mía pasan cada día. Picada quedó la dama de haber echado este virote al aire, y conoció en el sujeto conchas y haber menester agudos arpones para penetrarlas. Moviéronse otras pláticas con que se acabó la visita, quedando en ella la dama no poco descontenta, con que la obligó a buscar otro modo para sacarle jugo a aquel pedernal Faraón. |
Era nuestro Mogrobejo único hombre en la pluma, y de tal habilidad en contrahacer cualquiera letra, que no había en el orbe quien le excediese. A éste le encomendó la dama que procurase imitar la firma de algún genovés de Sevilla de los más conocidos, y que esto lo podría hacer acudiendo a las casas de hombres de negocios, donde se despachaban letras. Ofreciose a servirla con puntualidad el viejo, sabiendo que de la vitoria destas conquistas tenía parte, como todos, en los despojos, y esto se lo facilitó ser de un cajero de un genovés que asistía en la Corte, muy amigo suyo desde su mocedad. Con éste se vio algunos días, en los cuales, asistiendo a su escritorio, vio despachar algunas letras, entre las cuales tuvo atención a la de un poderoso genovés que estaba de asiento en Sevilla, cuyo nombre era Carlos Grimaldo; déste la imitó con tanta propiedad, que de una a otra no había diferencia alguna. Vino con esto muy contento a casa y no lo estuvo menos la dama, pues con tan buena ayuda le industrió en lo que había de hacer. Aunque miserable el genovés amante, no dejó de conocer que para galán y pretendiente de su vecina había andado muy corto en no ofrecerle la cantidad que la venían a pedir por vía de empréstito, pues, cuando la perdiera, eso se aventuraba y no empeño de mayor cantidad, si es que había de proseguir en su martelo. Vio que era imposible enmendarlo, habiendo pasado después del lance más de seis días, y así, esos estuvo que no vio a la dama, cosa que le puso en cuidado, por parecerle que se le había espantado la caza. Tomó, pues, un día el genovés un achaque para volver a la continuación de su martelo, y así una tarde, cerca de las oraciones, entró en su casa, pidiendo mil perdones de su ausencia. Comenzole a dar quejas de su olvido la dama, y él a dar a ellas disculpas de que forzosas ocupaciones le habían estorbado lo que era tan de su gusto, y que aquel día había acabado con ellas comenzando a divertirse yéndose a la comedia, por saber que se representaba en ella un entremés que había escrito su criado Leonardo, del cual venía muy contento por haberle parecido muy agudo y gracioso. _¡Oh, quién le viera, dijo a este tiempo la dama con mucho afecto, que de su buen ingenio me prometo que sería muy sazonado! _Fácil es a V. M. cumplir su antojo, dijo él, porque la comedia que con él se hace es del fénix del orbe Lope de Vega Carpio, intitulada La ilustre fregona, y es tal, que durará algunos días con lo bien que representa aquel papel la mayor cómica que ahora se conoce, que es Amarilis; y así prevendré aposento donde V. M. la puede ver mañana. _¡Jesús, señor mío! _dijo la dama (no queriendo que pasase en cuenta de servicio aquél tan pequeño que la ofrecía)_, mi hábito no es para ver comedias. _El embozo _replicó él_ lo puede disimular, pues la edad no pide tanta reclusión. _Aunque eso lo encubra _dijo ella_ no me pondré en esos lances, si bien otras de menos años de viudez no miran en eso; pero yo debo reparar, porque aguardo a un tío que es muy escrupuloso en estas cosas y no quiero que halle fama de mí que ando en divertimientos. _Vuesa merced lo mire _dijo el genovés_ con la cordura que es razón, pero si de un vecino se permite traerle por fiesta la misma representación de amigos de Leonardo, yo quiero servir a V. M. con ello una noche sin que entre aquí otra persona que yo y las amigas que vuesa merced quisiere. _Aún eso _dijo la dama_ podré aceptarlo, como se cumpla con el rigor que V. M. lo promete. _Así se hará _dijo él_ y será con brevedad. Porque él lo tenía dispuesto de hacer con amigos suyos en una holgura y lo podían hacer aquí mejor. Con esto se habló en otras materias, y por ser aquel día de estafeta de la Andalucía, le preguntó la dama qué nuevas tenía de Sevilla; él dijo que no le escribían novedad alguna en aquel ordinario. _A mí me ha venido esa carta _dijo ella_ de un genovés que se corresponde con mi tío en Indias, que en esta ocasión la he estimado mucho; léala V. M., que quiero saber si le conoce y a la persona que él dirige una letra. Tomó la carta de la mano de la dama, y esforzándose a leer sin antojos, por no confesar edad en la presencia de la dama, dijo así:
Dentro de la carta viene la letra que dice así:
_El dueño desta carta _dijo el genovés_ es una persona muy conocida y caudalosa, y a quien viene la letra lo es tanto como él. _Basta que V. M. lo asegure _dijo la dama_; ¿pero no es terrible rigor, señor César Antonio, venir a cuarenta días vista? ¿Qué tengo de hacer yo, pobre de mí, de aquí a que se cumplan, con mis forzosas obligaciones a que acudir? Aquí le pareció al genovés que tenía lugar su oferta, sin daño de su dinero, por vía de empréstido, y así la dijo: _A V. M. no le dé ningún cuidado esas dilaciones teniéndome a mí para servirla. ¿Qué se le ofrecerá a V. M. por ahora haber menester que la preste? _Cuatro mil reales _dijo ella con no poca alegría viendo que el pez caía en el anzuelo. _Pues véngase Mogrobejo mañana a casa, que yo se los daré hasta que V. M. cobre su letra por entero. Agradecióselo ella con muchas muestras de amor, el socorro que la hacía, y al volverle la letra al genovés se dejó dél tomar la mano, aunque con algún recato, cosa que le dejó transportado y con alientos de ofrecer toda la cantidad (sobre la letra, se ha de entender). Con esto se despidió de la dama, quedando ella contentísima de haberle salido bien aquel seguro lance, previniendo otro mayor en que dejarle estafado a su satisfacción. Quiso cumplir su palabra el enamorado César esotro día y no aguardando a que Mogrobejo viniese, mandó contar el dinero en reales de a ocho segovianos y que Leonardo se los llevase, no cargando él con ellos, porque su presunción no lo permitía ni la profesión de poeta que se llegase tan cerca de la moneda. Agradeció la dama la puntualidad y más en venir con oferta de que aquella noche, si gustaba, se le quería hacer la fiesta del entremés. Todo lo aceptó con mucho gusto y dejó con lo afable más rendido al genovés y a Leonardo alentado para mostrarla las partes de su ingenio así en la música como en la representación. Quiso la señora Luisa que esta fiesta fuese aplaudida de damas, y así convidó a las dos amigas y a su madre, introducidas en la estafante profesión e interesadas en ella, y a prima noche vinieron en el coche y juntamente con ellas otras amigas de aquel barrio, mozas y bizarras. Prevínose la sala de luces y de pomo en brasero que exhalaba suavísimo olor, acomodándose en su estrado, y el genovés en una silla cerca dél, de donde podía hablar a su gusto con su dama. Púsoles silencio ver entrar tres músicos, y entre ellos Leonardo, que con tres guitarras cantaron esta letra: Duplicado sale el sol en los hermosos zafiros de la divina Gerarda que hace estos campos Elisos. Regocijo muestra el prado viendo que sus pies divinos con solo el tacto le aumenta las violetas y los lirios. Sonoras salvas la hacen los pintados pajarillos, cantando varios motetes en los álamos y alisos. Suspendía Manzanares sus cristales fugitivos, porque su rara hermosura es para todos hechizo. Olvidando los pastores sus ganados y cortijos, vienen a ver de beldad un soberano prodigio. En cuya presencia, Lauro, (sujeto al rapaz Cupido), templando el dulce instrumento esto en su alabanza dijo: «Albricias, zagales, que dos soles alumbran el valle; y las plantas se alegran, las flores se esparcen viendo que sale la que viene a ser dueña de libertades.»
Cantaron esta letra con mucha gala y destreza, esmerándose Leonardo en hacer el tono, porque la había escrito al propósito de haber venido nuestra doña Luisa de las riberas del Ebro a las de Manzanares. Dieron gusto al auditorio, el cual esperó el entremés, que su título era El Comisario de Figuras:
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ENTREMÉS DEL COMISARIO DE FIGURAS
Salió el COMISARIO con vara alta y una ropa negra, herreruelo encima y gorra al uso, de terciopelo, y su HUÉSPED.
COMISARIO Es esta comisión, huésped amigo, del Nuncio de Toledo despachada para ser con rigor ejecutada. Abunda el golfo desta Corte insigne de tanta sabandija en sus honduras, que he venido a limpialla de figuras. Yo salí a petición de los discretos que se pudren de verlas, y a su costa quitaré de Madrid esta langosta.
HUÉSPED Tal se puede llamar, seor comisario, plaga que ofende el español distrito, y no fueron mayores las de Egipto.
COMISARIO Yo imagino que en nada diferencia un hombre de figura acreditado a otro en la locura confirmado, y el castigarle por aqueste vicio es de mi comisión el ejercicio. Pero, ¿qué ruido es éste?
HUÉSPED ¿Hay tal exceso?
COMISARIO Mis alguaciles traen algún preso.
ALGUACIL 1.º Este galán en una esquina hallamos que a un balcón estaba haciendo señas, donde había una mona con dos dueñas: la mona, ejercitando las quijadas y ellas a su labor atareadas. Fuese de allí, más dos que le seguimos a otro balcón, hacer lo mismo vimos y en él con su temática porfía con un alnafe a solas las había: da nota de figura en sus acciones adornando de flores, de listones, y de cintas y guantes el sombrero.
COMISARIO Decidme, ¿sois galán o buhonero?
GALÁN Todo lo vengo a ser favorecido.
COMISARIO Protofigura sois deste partido. ¿Qué sombrero es aqueste, gran figura?
GALÁN Un pregonero es de mi ventura.
COMISARIO ¿Dónde habéis hecho tan fatal estrago? ¿Traéis estas veneras de Santiago?
GALÁN De siete damas son, por mí rendidas.
COMISARIO Bien empleadas pero mal perdidas. ¿Siete os quieren?
GALÁN Y a todas digo amores.
COMISARIO Hipocritón os juzgo de favores.
GALÁN Todos tienen envidia a mi fortuna.
COMISARIO Siete ostentáis y no tenéis ninguna, caballero de alardes tan preciado, pues así de figura habéis jurado: ponelde luego, y no se me alborote, del Nuncio de Toledo el capirote.
GALÁN ¿Cómo?
COMISARIO No hay que comer, hombre importuno, que de ahíto os preciáis y andáis ayuno.
ALGUACIL 2º Aquí viene otro preso.
COMISARIO ¿En qué ha pecado? Decildo presto.
ALGUACIL 2.º En lindo y confiado.
LINDO ¿No se me echa de ver en mi lindura? COMISARIO Que por el tronco sube hasta la altura ¿Quién os ha dicho a vos que sois tan lindo?
LINDO El efecto de ver a cuántas rindo, pues con solo mostrar mi blanca mano no dejo corazón libre ni sano.
COMISARIO ¿Cómo os llamáis?
LINDO Don Fénix.
COMISARIO ¡Qué belleza! Figura sois del pie hasta la cabeza, Ved lo que trae en esos dos bolsillos
ALGUACIL 2.º Un papel de arrebol, peine y espejo.
LINDO Pues en verdad que vengo aun en bosquejo
COMISARIO Mostradme ese papel que se ha caído.
ALGUACIL 2.º Él da de ser figura indicios llanos.
COMISARIO Esta es receta de aderezar las manos. ¿Usáis mucho las mudas y sebillos, blandurillas, pomada y vinagrillos?
LINDO De todo me aprovecho.
COMISARIO Dame risa; bien os podéis llamar Doña Fenisa. Mozo estáis, pues en vos cana no asoma y ha mucho que pasó lo de Sodoma. ¿Enrizáis el cabello?
LINDO Y con algalia.
COMISARIO Este huevo es pasado por Italia.
LINDO Por señas que conmigo traigo el bote.
COMISARIO Figura al mar, ponelde capirote.
ALGUACIL 1.º Esta dama a un espejo se miraba diciéndose requiebros a sí misma.
DAMA Es verdad que a mí misma sola quiero.
COMISARIO Es figura a pagar de mi dinero Llegad acá, Narcisa de la legua, almendra que de dos está preñada, ¿Cómo vivís de vos enamorada?
DAMA Porque me veo en todo muy perfecta, graciosa, bella, rica y tan discreta, que si a lo más hermoso he de inclinarme, yo lo soy y a mí propia debo amarme.
COMISARIO Segura viviréis de competencia de temores, de celos y de ausencia.
DAMA Así es verdad, por eso soy mi amante.
COMISARIO ¿Hase visto locura semejante? Sin duda que por vos, dijo el poeta: «Traigo a mi pensamiento siempre descalzo, porque no hallé la horma de su zapato.»
DAMA Es ansí, más no apruebe el Comisario, que es bueno amar a un loco, a un temerario, a un lindo, a un jugador, a un ignorante, mi hermosura de porte tan brillante que de ninguno ha sido competida.
COMISARIO Archifigura es la presumida. ¿Asegúraos el tiempo apresurado que no tendréis lo fresco acecinado?
DAMA No.
COMISARIO Pues caed, señora, en vuestra cuenta que os faltará la sal y aun la pimienta. Caed de vuestro entono, ved que os daña.
DAMA Caiga la gran Princesa de Bretaña, que no he de dar caída que se note.
COMISARIO Figura al Nuncio; denla capirote.
DAMA ¿Capirote?
COMISARIO Es buen traje aunque bisoño; guárdenle siempre su decoro al moño.
(Pónenla capirote y vase; sale ALGUACIL 2.º y el POETA prestado.)
HUÉSPED Otra figura en corro.
ALGUACIL 2.º Viene preso por querer ser poeta de prestado, y es mendigo de versos declarado.
COMISARIO ¿Poeta sois, don Ganso?
POETA Sí.
COMISARIO ¿Hay efecto?
POETA Sólo por pasar plaza de discreto. De limosna me valen los poetas para justas poéticas.
COMISARIO ¡Qué tretas! ¿Y si fuese el poeta un ignorante, es bien ser de ignorancias mendicante? Apolo de hombres tales forma quejas, pues con plumas prestadas son cornejas.
POETA Yo vivo en este error.
COMISARIO Ved que es mancilla Que pretendáis ser loco por tablilla.
POETA Poeta pienso ser.
COMISARIO De paso y trote Figura al Nuncio; dalde capirote.
POETA ¿Qué es esto?
COMISARIO Esté con grillos y cadenas, pues quiere ser bribón de obras ajenas.
(Pónenle capirote; llévanle y sale el ALGUACIL 1.º con otro preso que es el preciado CABALLERO.)
ALGUACIL 1.º De caballero superior a todos se precia mucho el que traemos preso.
COMISARIO ¿Y cuántos son los coronistas de eso?
CABALLERO Yo solo, y basto.
COMISARIO Al basto no me allano: otros lo han de decir, no vos, hermano. ¿Cómo os llamáis?
CABALLERO Don Singular.
COMISARI Condeno el nombre, para Fénix era bueno.
CABALLERO Deciendo de Pelayo y de Favila.
COMISARIO El solar es antiguo, que es de godos.
CABALLERO Por eso quiero preferirme a todos.
COMISARIO ¿Andáis en coche sólo?
CABALLERO Día y noche.
COMISARIO ¡Quién os pusiera fuego a vos y al coche! Pasaréis en eternos soliloquios; caballero mental os considero, ¿tendréis también durezas de sombrero?
CABALLERO Gorra fija poseo, con los títulos me porto de merced.
COMISARIO ¿Y con los grandes?
CABALLERO Llámoles señoría o no les hablo.
COMISARIO No sólo sois figura, sois retablo.
CABALLERO ¡Hola! Tengo muy altivo mi cogote.
COMISARIO Figura al Nuncio; dalde capirote.
(Pónenle capirote; vase, sale ALGUACIL 2.º con un poeta CULTO.)
ALGUACIL 2.º Este traemos preso por poeta de estos que llaman cultos; tuve aviso del barrio en que vivía, y en efeto, le he cogido escribiendo este soneto. (Dale un papel.)
COMISARIO Si en estos hacéis presa, tengo miedo que quepan en el Nuncio de Toledo. Veamos el soneto, así empezaba: (Lea.) «Bella difusa no, sí luz algente, a paranconizar la que pulula crepusculante aurora se vincula diviciosa en celajes, sí esplendente.» ¡Figura, figurón y figurísima!; figura de figuras sin cimientos, que es lo mismo decir cuento de cuentos. ¿Escribes en el limbo o el infierno, que con lo oscuro das tormento eterno?
CULTO Esta de mi capricho culta ciencia vulgar no admite pedantina plebe.
COMISARIO ¿Qué pedantina? ¡Bercebú te lleve! Ministros figurosos, yo os advierto que desta gente no toméis memoria.
ALGUACIL 1.º ¿Por qué?
COMISARIO Por no cargar de tanta escoria y al gasto no poner añadiduras.
ALGUACIL 2.º Y aun despoblar la Corte de figuras.
COMISARIO Pague aqueste por todos el escote.
CULTO ¿Cómo, cómo?
COMISARIO Ponelde capirote
ALGUACIL 1.º De más figuras esta lista abunda.
COMISARIO Bien la podéis dejar para otro día, que me canso con tal figurería.
(Entra el ALGUACIL 2.º)
ALGUACIL 2.º De parte de los discretos, señor Comisario, vienen para divertirse un rato a ofrecer un baile alegre.
COMISARIO Agradezco su cuidado; entren en buen hora, entren. (Vase.)
ALGUACIL 1.º Los músicos han salido.
COMISARIO Ea, el regocijo empiece.
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Hicieron el breve baile con muy buen concierto, airosos lazos y excelentes vueltas, con que se acabó la fiesta, quedando el auditorio de las damas muy gustoso así dél como del entremés. No quiso perder el que le escribió la gloria de las alabanzas, y así salió a oírlas de todas aquellas damas, en particular de doña Luisa, que se celebró con notables exageraciones, con que quedó nuestro poeta vanísimo y alentado para mayores desvelos, que era dar fin a una comedia que estaba escribiendo, a quien daba título de La dama sierpe. Él se pensaba que por lo extraordinario se la habían de pagar los autores muy bien, y engañábase, que no había cosa más vista en la Corte que damas sierpes, que lo pudieran ser en un retablo de San Jorge. Acabada la fiesta, el genovés (que tomó por su cuenta el regalar a los cómicos) los hizo llevar a su casa, donde con una buena colación salieron de allí muy agradecidos y contentos. Desde entonces quedó César muy adelante en la gracia de la dama, pues era favorecido della con los lícitos favores que le eran permitidos, cosa que le daba esperanza para alcanzarlos mayores. Habían las dos hermanas y las vecinas juntamente con sus criadas estudiado una comedia, cuando vivían en la calle del Príncipe, la cual al tiempo de hacerse no tuvo efeto por la desgraciada muerte de don Fernando, galán de doña Luisa, y con la ocasión de haber visto este entremés, quisieron hacerla; concertóse, pues, la noche de la fiesta, que para de allí a ocho días con dos ensayos se hiciese en aquella misma sala. Volvieron a ver los papeles, y ya todo prevenido así de galas como de lo demás necesario, dieron aviso dello al genovés, permitiéndole que él solo, con Leonardo y otros dos músicos, pudiesen hallarse en la fiesta. Estimolo muchísimo, y más sabiendo que su dama representaba vestida de hombre, que era la comedia La tercera de sí misma, y ella hacía el principal papel della. Llegose el día de la fiesta, y juntas las amigas y otras que para ella se convidaban, cuando todas aguardaban al genovés, vino Leonardo a decirlas que por orden del presidente del Consejo de Hacienda había sido llamado para acabar de efectuar unos asientos con su majestad, a que había venido desde Génova, y que así era forzoso asistir a ellos con no poca pena por perder tan buen rato, que a él le enviaba con otros dos amigos para que les ayudasen en la fiesta. Mostró doña Luisa pesar de su ocupación, pero no le estuvo mal haberla tenido, como adelante diremos. La comedia se representó muy bien, y todas hicieron sus papeles excelentemente adornadas sus personas con lucidas galas, hasta Mogrobejo hizo un papel de barba con la que él se tenía muy autorizado, que era hombre de muy buen humor. Ya que la comedia era acabada y estaban todas las damas en su primero traje, vino César apesaradísimo de no haberse hallado en ella. Exagerole Leonardo lo bien que todas habían representado, y en particular su dama, que con el vestido de hombre parecía un serafín y la más airosa cosa que había visto en su vida. De nuevo sintió el genovés su ocupación y estaba que se pelaba las barbas de pesar. Mostró Luisa grandes sentimientos de que no hubiese venido, una vez que ella disponía a salir de su recato por darle gusto y haber de asistir a verlas. De nuevo refirió la precisa ocupación que lo había estorbado, y entre las damas se trató que para sólo darle gusto a él se volviese a hacer la comedia para de allí a ocho días, en la quinta del Condestable, haciéndole a él el dueño desta fiesta, porque supiese que el gasto había de correr por su cuenta. Él se ofreció a que les daría comida y merienda muy abundantemente, yéndose a la holgura desde por la mañana. Así quedó concertado, advirtiendo doña Luisa a su galán que le hiciese un vestido para representar, que con el que había salido era de persona más abultada y salía con él con disgusto; con él le mandó buscar joyas de botones, cintillo, cadenas y sortijas, y otro vestido de dama para salir antes que se mudase de hombre. Todo lo aceptó el genovés ya rendido, y echaba a un lado la miseria, que esto puede el amor. Aquí fundó Luisa su estafa avisando a su madre y amigas de lo que habían de hacer. El genovés no podía ir a la quinta hasta salir del Consejo de Hacienda, donde asistía todos los días, pero advirtió que eso no estorbaría el acudir al mediodía allá. Con esto mandó prevenir lo necesario para la fiesta de comida y dulces, y ir allá sus criados a aderezar una sala con colgaduras y otras con camas para si quisieren reposar las damas. Dos días antes del concertado llevó el amante genovés a su dama un vestido de mujer de tabí azul y plata, muy guarnecido de pasamanos y alamares que había mandado hacer para ella, y otro de raso negro bordado de oro de canutillo para vestirse de hombre, para los cuales le habían tomado la medida y obrádose con mucha priesa y costa, como se hace en estas ocasiones en Madrid; junto con esto la llevó ricas joyas de botones, cintillo, cadena y rosa del sombrero, todo con diamantes. Con esto se mostró Luisa tan agradecida, que le dio esperanzas que en la quinta alcanzaría el último favor que deseaba, con que el genovés quedó loco de contento. En los dos días que faltaban para el de la fiesta no se había descuidado la astuta Teodora, madre de la héroe deste discurso, que esas noches algo tarde dispuso que se llevase cuanto había en casa a parte donde estuviese oculto, para hacer a su salvo su hecho. Llegose el día de la fiesta y ese, antes de amanecer, ya los criados de César estaban en la quinta previniendo lo que era menester. El genovés acudió a su Consejo, yendo a él en un macho andador para acudir en saliendo de allí a la quinta con brevedad. Teodora, sus hijas, Bañuelos y Mogrobejo se pusieron en su coche y, en vez de salir por la calle de Alcalá a la prevenida fiesta, con las galas y joyas del genovés acudieron a la custodia dellas y a ponerse en salvo en una casilla de los barrios de Santa Bárbara, donde en diferente traje se ostentaron a la vecindad, mudando luego Mogrobejo el encerado al coche y ocultando los caballos en parte secreta. Las dos hermanas amigas ya estaban también en salvo con nuevo disfraz, ellas y su madre, hasta que de allí a ocho días se fueron las unas a Illescas y las otras a Valdemoro. Volvamos a nuestro galán, que habiendo salido del Consejo y acompañado al Presidente hasta su casa, de allí tomó el camino de la quinta. Llegó a ella alborozadísimo con el buen día que esperaba tener y no halló más que a solos sus criados y tres cocineros que había enviado a guisar la comida. Preguntó por las damas y dijéronle cómo aun no habían llegado. Alterose César sumamente de oír esto, pareciéndole que alguna desgracia les había sucedido y eso habría sido causa de no haber llegado, y con este sobresalto tornó a ponerse en el macho y volvió a Madrid y a su casa, en la cual halló cerrado el cuarto, e informándose de los vecinos de abajo supo cómo habían visto que había salido en el coche y toda la familia; pensose que habían ido por las amigas y quiso informarse de dónde vivían, pero no halló razón desto, con lo cual le pareció volver a la quinta lleno de mil imaginaciones. En ella sólo halló los mismos que había dejado, con las nuevas de no haber llegado allí las damas, mas de que un correo de a pie les había allí dejado una carta para él, que por no le haber hallado en casa y saber que había venido a la quinta le vino a ella a buscar. Apeóse César todo confuso y sentándose en una silla, abrió la carta lleno de mil temores, que decía desta suerte:
Quedó el genovés con esto muerto. Decía cosas que parecía estar fuera de juicio, viendo su gasto perdido, sus joyas hurtadas y sus esperanzas muertas. Entrose en su coche en compañía de sus criados y volvió a Madrid hecho un tigre, pensando que tanta gente era imposible ocultarse en la Corte y más con coche; no se persuadía a que la viuda fuese mujer de mal trato, con haber visto el desengaño en la carta, que se pensaba que por hacerle burla había sido todo o por no cumplir sus esperanzas. Al fin él llegó a Madrid y esperó en su casa a que llegase la noche por ver si venía a la suya su viuda; vio que no le pasaba por el pensamiento; informóse de los de la casa donde vivía el dueño propietario della; fue a verse con él, de quien supo que aquella mañana le enviaron las llaves del cuarto, y que pues no era cumplido el tiempo, pusiese cédulas para si había quien por cuenta suya se alquilase, que la dama se ausentaba a Toledo por algún tiempo a negocio forzoso. De aquí se fue a ver con el genovés para quien había venido la letra de Sevilla, supo dél que aún no se la habían llevado a aceptar, por donde conoció que todo se había hecho para engañarle. Con no poca pena dio a un alcalde cuenta del suceso, el cual hizo por su persona y por la de algunos alguaciles de corte sus diligencias y todas fueron en balde, porque ningún rastro se pudo hallar, con que quedó el pobre amante hecho una mona y estafado, expuesto a que sintiesen ligereza en él sus amigos en materia de sensualidad, pues se dejaba ver que quien tan liberalmente daba, que amor tenía. Finalmente él se quedó sin cuatro mil reales, perdidos los vestidos y las joyas, que todo valía más de dos mil escudos. Algunos días se pasó con esperanzas de cobrar lo perdido, que sería tiempo de dos meses, al fin de los cuales se hubo de partir a Génova, por saber que un hijo suyo, el mayor, estaba enfermo y muy de peligro. Con esto dejó la Corte, de la cual no se le olvidó todo el tiempo que vivió por la pesada burla que en ella le hicieron. |
Estafa terceraDe la manera que los buenos sucesos de las conquistas anima a los soldados para emprender las más peligrosas, así dieron aliento las dos presas de Feliciana y Luisa a las otras dos hermanas y amigas suyas, para atreverse a intentar cada una su estafa por no ser menos que ellas. Tocábale a doña Constanza, la mayor de las dos hijas de la anciana doña Estefanía, la estafa tercera, para la cual la ofrecieron las amigas todo su favor, y en principal lugar el coche, que era el tu autem de la fiesta. Estaban (como se ha dicho) las sevillanas en Valdemoro y las otras en Illescas, allí se juntaron los dos coros de garduñas; y Constanza, alentada para su empresa, dejó su compañía y con solo la de la anciana Bañuelos y de Mogrobejo se metió en el coche que, mudando de cubierta y de caballos y cochero, pudo entrar en Madrid sin refrescar memorias de haberse visto jamás pasear sus calles: tal es la confusión de la Corte. Mogrobejo no se descuidó, que para no ser conocido acortó la barba y púsose unos venerables antojos con que disimuló la fachada; con esto y un carro de ajuar entraron en Madrid, llevando ya la Constanza elegida la persona con quien las había de haber, sin intervenir de por medio hechizo amoroso ni otro embeleco semejante, fundándose en haber conocido el sujeto del que iba a estafar. Tomó cuarto de casa en los barrios de la Merced, de donde en su coche había de salir a hacer su presa. El traje que eligió para emprendella fue el mismo de doña Luisa, si bien con más honesto modo, porque aquí había de lucir más la hipocresía que la gala, y así se valió de los adornos de viuda de su madre, como eran estrado y colgaduras. Puesta su casa en forma, dio principio a su engaño desta suerte. Tenía el curato de una de las más ricas parroquias de la Corte (que no se nombra cuál es) un docto sacerdote, doctor en la sacra Teología, cuyo nombre también se calla, bastará que le nombremos con los nombres de doctor o cura para la inteligencia deste discurso. A este personaje le habían dado este cargo por sus méritos y letras, sacándole de la Mancha (de donde era natural) para Madrid. No vino desnudo a la posesión del curato, porque de su patrimonio se tenía renta, sin más de mil escudos de pensiones que le pagaban dos obispos, y así con esto como con la renta de cura, pasaba con más de tres mil escudos en el mejor lugar del mundo; sólo era que pecaba en pródigo: no vio el orbe más avariento sujeto desde que la avaricia se introdujo en él. En esto fundó nuestra estafadora dama su capricho. La familia del cura se cifraba en una hermana doncella, que se le iba pasando la sazón de casarse y no le llegaba la del ser religiosa por no lo disponer el señor doctor. Una ama, un estudiante que le acompañaba, y aunque era anejo a esto, una mula la excusaba con tener posada cerca de su iglesia y no ser muy amigo de salir por la Corte, ocupado en sus estudios. Ya hemos dicho la persona que ha de padecer en esta oración; volvamos a la agente, que era doña Constanza. Ésta, muy reverenda de tocas y monjil, salió un día a misa a la parroquia deste cura, acompañada de su dueña y escudero; oyó allí misa y después salió a un cimenterio que tiene la iglesia y paseole con la vista con mucha atención razonando con su escudero. Hallose en esta ocasión el padre cura en la iglesia y notó con curiosidad lo que vio hacer a la viuda, si bien por entonces no quiso inquirir della qué era lo que con tanta atención miraba. Púsose en el coche y volviose a casa contenta de haber hecho esta diligencia. Al día siguiente volvió a hacer la misma estación y también después de oída Misa salió asimismo al cimenterio, donde con más detención no solo estuvo mirando; más hizo a Mogrobejo que midiese a pies una parte dél. Todo lo miraba atento el cura, ya con más deseo de saber con qué intención se hacían aquellas trazas y mensuras, y para informarse mejor salió adonde estaba la señora, con quien se hizo encontradizo diciéndola: _Ayer y hoy he visto a V. M. en nuestra iglesia y que con mucho cuidado nos mira nuestros sitios; y como cura della he salido a besar sus manos y a saber qué nos manda en que la podemos servir. Ya tenía la fingida viuda en campo al que había de ser despojo de su victoria, y así con no poca gravedad le dijo. _Huélgome mucho, señor mío, que V. M. sea la principal persona desta iglesia, que como aficionada a su glorioso santo he venido a ella a ver si en su sitio hay capacidad para ejecutar mi intento. Vamos a la iglesia y V. M. le sabrá más despacio de mí. Acompañola el cura hasta una capilla, donde en un estrado que en ella había se sentó y el cura en una silla, cerca del que servía de asistir en ella los que confesaban. Después de sosegarse un rato, con un fingido suspiro dijo la disimulada harpía ansí: |
_Yo, señor mío, soy natural de Sevilla; allí nací de nobles padres, con el apellido de Monsalve. Mi padre se llamó don Lope de Monsalve, mi madre doña Mencía de Saavedra y a mí, única hija suya, me llaman doña Rufina de Monsalve y Saavedra; quedé muy niña falta de la compañía de mi madre, por llevársela Dios a descansar; mi padre, como mozo, pasado el año de la viudez, se aficionó de una dama de aquella ciudad con intención de casarse con ella. Tenía dos hermanos mozos y no deseaban que su hermana tomara estado por heredar della cierta hacienda que una tía suya la había dejado, antes quisieran que se entrara a monja por gozársela ellos, y así todos los casamientos que la venían, los estorbaban. Llegó mi padre a recibir favores desta dama tan adelante, que ya estaba para sacarla por el vicario, pues de otra manera era imposible alcanzar el beneplácito de sus hermanos. Para de ahí a dos noches estaba hecho el concierto, y una antes de tener efecto, sabiéndolo sus hermanos por una criada, le acometieron y le quitaron la vida. Yo quedé huérfana y sin hacienda, porque la del mayorazgo de mi padre la heredaba varón, la que trujo mi madre se había gastado, y había mal orden de volver a cobrar su dote. Vendiose el menaje de casa, y con lo que dello se hizo (que fue poco) me puso una tía mía por seglar en un convento de monjas que se dice San Leandro. Allí, en compañía de otra hermana suya, estuve hasta edad de dieciséis años; en este tiempo fue servido el cielo de disponer mi remedio, viniendo con la flota de Indias un caballero de los Lodeñas desta Corte, prosapia ilustre y antigua en ella. Éste venía riquísimo y traía cartas de un primo de la tía monja con quien yo estaba, y algunos pesos que con ellas le enviaba; fue a visitarla y a darle nuevas del primo de quien era grande amigo, y en esta visita acerté a salir yo a la reja. Viome y debíle de parecer bien, porque luego se informó de quién yo era; díjoselo mi tía, junto con la desgraciada muerte de mi padre, y tanto se me aficionó, que dentro de quince días ya era yo su esposa, dotándome en veinte mil pesos ensayados; su hacienda valía bien más de ciento y veinte mil ducados. Vivió en mi compañía seis años, en el cual tiempo no tuvimos ningún hijo; al fin, faltando de mi lado, me dejó hecha heredera de toda su hacienda, reservando della cuarenta mil ducados, que manda sean para edificar una suntuosa capilla en una iglesia desta Corte, haciéndome el dueño de la ejecución desta obra pía; quiere que en ella haya cuatro capellanes con docientos ducados cada uno de renta, y uno mayor con 500, al cual estén subordinados los demás. He llegado a esta Corte habrá quince días y mirado en las parroquias della dónde habrá capacidad para ejecutar esta última disposición de mi esposo y no he hallado en ninguna de cuantas he visto que se pueda hacer la capilla como en ésta, dando la salida de la iglesia al cimiento della, para que en él se haga la capilla; esto era lo que estaba mirando, porque yo querría hacer una obra insigne, que haya que ver toda la vida y que loar al que la fabricó. Sonole bien al padre cura la capellanía mayor, y viendo ser cosa que tan bien le estaría, procuró hacer de modo que no se le fuese aquel pez, determinando hacer cuanto pudiese así con agasajos como con favores, para que la determinación de la fingida viuda no se mudase de su iglesia; y así, con afable semblante la facilitó mucho, que allí saldría mejor que en otra parte con su intención y que él la allanaría todas las dificultades que se ofreciesen, y desde luego quiso mostrarla por dónde se daría salida desde la iglesia a la capilla; y así, los dos lo vieron y trazaron, y volviendo a salir al cimenterio, vieron que había en él capacidad para muy grande capilla; con esto la señora viuda le dio palabra que allí se haría, diciéndole al cura que en su persona había visto partes para prometerse della grande alivio y ayuda en lo que emprendía hacer, y que siendo así no lo perdería della, pues a nadie podía nombrar mejor que a él por capellán mayor, siendo un hombre docto y de tantas letras. Quedó con esto el padre cura loco de contento, y no tenía razones con qué agradecer a la viuda la merced que le ofrecía; supo su posada y desde aquel día la frecuentó, visitándola siempre y regalándola y asimismo hizo que su hermana la visitase, a quien la astuta Constanza agasajó mucho y dio de merendar aquel día. En este tiempo no se dormía el entendimiento de la harpía, procurando fundar su estafa sobre buenos cimientos; lo primero que hizo fue mostrar al Cura el testamento de su esposo, que ella hizo escribir a su modo, de suerte que conformase con lo que había dicho. Como el deseoso Cura no vía la hora de ver comenzada la obra, dijo que si quería que buscase maestre para darla principio; ella le dijo que ya los tenía buscados, porque habiendo visto en Toledo en algunos templos excelentes capillas labradas a lo moderno, se informó de los que las habían obrado y la dijeron que estaban en la ciudad, y a los cuales había hablado y esperaba brevemente a uno para concertarse, contentándole una buena traza. Con esto el Cura habló al mayordomo de la iglesia, y concertado el sitio del cimenterio, sólo se aguardaba a la venida del albañil. En tanto nuestro Cura no dejaba de ir cada día a ver a su patrona, que así la llamaba ya, y de hacerle regalos saliendo de su condición (por ser sumamente avaro); mas como pensaba sacar de allí interés, daba por recibir. Quiso un día la fingida viuda visitar a la hermana del Cura por pagarle la visita que la había hecho; y habiéndola aceptada un domingo por la tarde fue con todo su coche, dueña y escudero a verla. Fue recibida del Cura y de su hermana con muestras de mucho amor, donde pasó la tarde muy entretenida y mejor merendada, porque el Cura echó aquí el resto. Cerraba ya la noche y queríase ir cuando el Cura entró a decirla que pues había venido a hacerle merced a su hermana, en aquel día que podía tener un par de horas de divertimiento, que no las perdiese, asegurándola que en su vida le tendría mejor, gozando de oír los mejores músicos y poetas de la Corte, porque en su casa se hacían las academias, como un poco aficionado a las musas. No quiso doña Constanza dejar de aceptar el ofrecimiento que le hacía, aunque le antepuso su hábito y recato; esto allanó el Cura, diciéndola que desde un aposento lo vería todo detrás de una celosía, sin ser vistas ella ni su hermana de nadie; con esto las llevó al dicho aposento, el cual tenía una ventana que caía a una sala cubierta con una celosía, de allí vieron esta sala, curiosamente aderezada de cuadros de países, de valiente pincel, y asimismo muchos ramos llenos de curiosas flores y mascaroncillos de pasta, puesto todo con tal orden y concierto que lisonjeaba los ojos. En el tope de la sala estaban tres sillas detrás de un bufete en que había aderezo de escribir. Había ya cerrado la noche y comenzaron a encender luces alrededor de la sala (que toda estaba cercada de candaleros plateados) y en medio della un candalero en que se incluían veinte; todos se ocuparon de bujías de cera blanca, gasto que hacía nuestro Cura, que aquesta era excepción de su regla. En breve tiempo se llenó la sala de poetas, de músicos y de los mayores señores de la Corte, no faltando algunas damas que de embozo quisieron gozar de aquel buen rato por acreditarse de buenos gustos. Todos ocuparon sus asientos porque ya sabían los que les tocaba de otras juntas. Comenzó la música a prevenir el silencio y así, a cuatro coros, cantaron primorosos tonos en bien escritas letras por los mismos académicos. Acabada la música, que duró un buen rato, el presidente de la academia, que era Belardo Visorrey del Parnaso, viceprotector de las Nueve hermanas y el Fénix de la poesía, asistiendo en el asiento principal de las tres sillas, y a su lado derecho el fiscal y al izquierdo el secretario de aquella junta, mandó comenzar a leer versos de los asuntos que se habían repartido la academia pasada, que había sido ocho días antes. Tenía todos los papeles de los poetas el secretario, y el primero que dio a que se leyese fue uno del poeta Moncayo, insigne sujeto en la Corte y venerado por sus doctos escritos. Tomóle su dueño y en alta voz dijo así: Moncayo A un candil que juntamente era reloj de muestra Soneto Tú que animado en breves resplandores ardes, nocturno sol de desengaños, tú que las horas muestras a mi años (¡oh, así como las muestras las mejores!), cuenta también la edad de tus ardores que solicitan trémulos sus daños, mide esos instantes tus engaños, que efímeras hay llamas como flores. Pronto verás lo que el lucir te cuesta, que a un paso más que des, fábula miras, cuanta verdad de luz me persuades. ¡Oh, cargo a mis horrores, sin respuesta, que siglo se prometen las mentiras cuando son tan caducas las verdades! Notablemente suspendió al auditorio el soneto de Moncayo que, como de tan agudo ingenio, se había prometido lo que después oyó; hiciéronsele volver a leer más de espacio, causando la segunda vez tanta admiración como la primera, con que su autor se dio por bien premiado del cuidado que puso en escribirle. El segundo asunto le tocó a Bartelio, que fueron cuatro décimas; tomó el papel y leyó: Bartelio A una dama que ofreciéndola su galán imposibles en su servicio, ella le pidió que la olvidase Décimas Imposibles, liberal, te ofrezco Isbella, que amor quiso obligar tu rigor por disminuir mi mal; efeto fue desigual ofenderme al obligarte. Al que es tuyo por amarte, viviendo en ti, ¿cómo quiere tu rigor, que cuando muere, sea tuyo para olvidarte? Si amor por merecimiento de la belleza se arguye o por estrella que influye el mismo en el pensamiento, ¿cómo seguiré tu intento, cuando en el rigor que ofreces un imposible apeteces? Pues para olvidarte, Isbella, he de vencer a mi estrella o negar lo que mereces. Si amor es una pasión que vencer el alma trata, y ella lo que ama retrata con una fiel impresión, ¿cómo podrá la razón, sin que mude de alma, hacer que te deje de querer? Pues que la tienes, procura borrar allá tu hermosura o dejarla de ofender. Amor por mi cortesano imposibles prometía, sin ver que Dios ofrecía lo que ha de cumplir humano; si al rendirme fue tirano, violentando mi sosiego, temple tu rigor mi ruego, pues que puede disculparme (quien es tirano en prendarme) que fue al ofrecerte ciego.
Fueron desgraciadas estas décimas, siendo tan buenas en leerse después del soneto pasado, porque llevaban más aplauso; con todo se solenizaron, dando lugar a que el cuarto (sic) asunto se le diese a Lisardo. Lisardo A una dama que, llamándose Constanza, era mudable Liras Ayer, Constanza hermosa, tu amor creí con necia confianza y hoy hallé tan dudosa mi gloria cuanto cierta tu mudanza, conociendo, advertido, que a espaldas de tu amor vive tu olvido. Antes en mi deseo admitido me vi que enamorado, y confuso me veo, aun antes que admitido despreciado; mujer fuiste en amarme y dos veces mujer en olvidarme. Si admiración deseas, siendo firme serás más admirable: o tan bella no seas o no seas, Constanza, tan mudable, que en mi agravio han tenido una mano tu amor, otra tu olvido. Ya que a ti no te imitas, no adornes tu firmeza de despojos; ser tu fe no permitas firme al oído, frágil a los ojos; facilidad te aclama; el nombre oculta, pues tu ser infama. Busca otro nuevo dueño, verásme más contento que invidioso; haz de tu amor empeño, estaré más ufano que celoso, que tus locos desvelos tomarán la venganza de mis celos. Porque yo, agradecido, si lloro el mal, no temo el desengaño, pero él inadvertido, siendo tan cierto no previene el daño, y tú, fácil por horas, mañana has de olvidar lo que hoy adoras.
Aquí hicieron pausa los papeles, después de solenizar éste mucho, porque la música divirtiese otro rato; cantaron una letra y después della el secretario dijo en alta voz: _A Lisandro se le repartió la Academia pasada que trujese escrita la fábula de Acteón; he sabido que está dispuesto, pero por ella (en otro papel que me han dado sin nombre) hallo escrita la misma fábula y viene remitida a mí, que la lea. Diole licencia el presidente para ello y así rompió el silencio: Fábula de Acteón Sangre esmaltaba de fieras de Beocia en la región, las peñas del monte sacro ara del libero Dios, donde el hijo de Aristeo y viznieto de Agenón fue en arte venatoria dicípulo de Chirón, y donde fortuna un día vitoriosas suertes dio, de su venablo el acero, de sus brazos el valor. En él a su honesto empleo puso ociosa intermisión, esperando de la aurora siguiente aliento y favor. Silencio a cincuenta canes el tiempo entonces prestó, porque Acteón en su carrera latidos daba el menor. Del monte en la falda yace amena selva, que al sol con opaca sombra hurta del sitio la posesión; caverna su seno ocupa donde sin arte labró la subtil naturaleza, o bóveda o pabellón, y el que en las ondas impera de artificiosa labor, órgano de plata, en que hace pulsando unas guijas son. Allí con su casto coro a dar riquezas y valor Diana a las claras linfas sudando aljófar llegó. Las flechas, aljaba y arco dio a una ninfa, y otras dos la escondida de sus galas descubrieron perfección. Otras en urnas vestían sobre ella cristal veloz, que a su bulto de alabastro fue manto de resplandor. Cuando en el sagrado oculto inadvertido garzón dio asaltos a su descuido y a su venganza temor. De las ninfas voces tristes en tan desnuda ocasión, le hallaron sordo, aunque ciego de su luz fuera mejor. Airada la casta diosa de estar sin armas, forjó en la fragua de Neptuno de cada perla un arpón. El rostro le hirió con ellas, dejando en él su rigor señales de ser su siervo si de ser su esclavo no. Y vi partiendo sus plantas, su cabeza coronó de sus años, y a sus ojos dio espanto y admiración. Él, mirando su retrato, en el cristal le enturbió por no fiar su desdicha de espejo murmurador. Ligero y con piel manchada escaló el monte Acteón, cuyas huellas de sus perros fueron el despertador. Al fin le dieron la muerte, castigo que mereció. ¿Quién viendo tanta hermosura no quedó muerto de amor?
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En todos puso gran deseo de saber quién fuese el oculto poeta; el secretario dijo no saberlo; sólo sirvió de dejar por largo espacio a los oyentes, exagerando la bien escrita fábula. El quinto asunto se dio a Montardo, y él dijo así: Montardo A la velocidad del tiempo Soneto Tiempo, el céfiro llevas en tus alas, cuando a buscar el mal el vuelo ordenas; ¿cómo aunque el bien te solicite apenas el mesmo curso que te mueve igualas? Das al verano juventud de galas, que en un instante a túmulo condenas; cuando con más colores te serenas, con más nublados tempestad señalas. Aún no estampan las huellas tus favores, cuando ya las ocupan tus castigos; momentos haces a las glorias de años. ¡Oh, nunca a mí me niegues tus rigores!, que como duran más, son más amigos, pues enseñan mejor los desengaños.
Celebrado fue el soneto, con estimación de su autor, por toda la junta de ingenios. Dijo el secretario tener al mismo asunto otro soneto expósito como la fábula y mandando que le leyese, él prorrumpió: Soneto Voluble tiempo, a quien ligero cede del huracán mayor el mayor brío, tan firme en lo mudable como río que siempre corre y nunca retrocede; deidad que por veloz todo lo puede, rastro que deja el ave o el navío, ligereza de quien sólo el desvío al sentimiento humano se concede; antípoda veloz de mi tormento, imitación del pensamiento humano; mas, ¡ay!, que si no eres en tu abismo la nave, el río, el ave, el pensamiento, antípoda, deidad o viento vano, sólo imagen de ti serás tú mismo.
Bien logró el autor su trabajo, pues le vio bien premiado con grande aplauso de todo el auditorio. Deseó saber el presidente si era el soneto del mismo dueño de la fábula pasada, mas a esto le dijo el secretario que la letra no era toda una, por lo cual presumía eran dos los poetas. _No merecen encubrirse, que sus versos no son envergonzantes _dijo el que presidía_, no podrá pasar tiempo sin que sepamos quiénes son, porque sean admitidos en esta Academia, pues tan valientemente escriben. Prosiguióse con los asuntos y diose el sexto a Silvio, que dijo así: Silvio Pintado un toro muy feroz en la plaza Indómito valor, fiereza extraña en dilatados miembros, bruto ostenta, del patrio suelo honor y en la montaña de varias fieras general afrenta; esculpida en la frente trae la saña que en ceñudos caracteres aumenta, juzgando su desprecio por despojos cuanto amenaza con sangrientos ojos. Este, pues, pensamiento impetuoso, en leves cuatro vientos colocado (a cada afrenta al rayo poderoso de la mano de Jove fulminado), ocupó todo el término arenoso a los ligeros aires entregado, y tan veloz el coso discurría que a un tiempo en varias partes se ofrecía. Cuidadoso escuadrón, valiente fiera (más fiera entonces cuanto más valiente), asaltó fuerte, si alcanzó ligera flechando el arco, la increspada frente por donde sigue la mortal carrera por huellas deja túmulos de gente que a tal velocidad, a fuerza tanta, ni Alcides se opusiera ni Atalanta. Ya de heroico valor acometido, el feroz animal, las astas hiere, y estimulado, más enfurecido alcanza al que volar en vano quiere, hasta que del contino golpe herido, a pesar del valor venciendo muere, que aunque resiste, está de cada herida cada boca pidiéndole una vida.
Aquí volvió a atajar la música los parabienes que a Silvio dieron todos, que fueron muchos, porque siempre escribía con grande acierto. Cantóse una letra escrita por el presidente y puesta en tono por el insigne maestro Capitán que dio mucho gusto a todos. _El sétimo asunto, dijo el secretario, era una glosa que había de traer escrita Rosardo; no ha podido, en su lugar la trae otra persona que es también de las encubiertas; remítese a mí, que la lea. Era el texto della del insigne y claro ingenio del Conde de Salinas; decía así: Es el engaño traidor y el desengaño leal; el uno, dolor sin mal, el otro, mal sin dolor.
Glosas De tal suerte has suspendido Laura hermosa mi cuidado, que al verme de amor herido ni sé si soy despreciado ni si soy favorecido, Tal vez juzgo que el amor me promete su favor, y tal vez temo, ¡ay de mí!, que quien me asegura así es el engaño traidor. No hay gloria que no me impida el huille y el tenelle, porque es tan fiero homicida, que es fuerza a veces creelle para no perder la vida. Es mi enemigo mortal y le doy crédito igual, que menos dicha me alcanza la cuerda desconfianza y el desengaño leal. Si el engaño a tu desdén llama amor, inmortalice su piedad, mas ¿qué hará quien el desengaño le dice que tú no le quieres bien? De los dos ignoro a cuál he de seguir, si neutral Laura en la elección me ves es, porque de los dos es el uno, dolor sin mal. Mas ya el engaño clemente mi pecho elige amoroso, el desengaño se ausente, que viene a ser más piadoso el mal que menos se siente. Del desengaño el rigor muera, el engaño es mejor, que es para mi pensamiento verdugo el uno sangriento, y el otro, mal sin dolor.
_No se ha mostrado menos cuidadoso este oculto poeta _dijo el presidente_ que los otros; la glosa ha sido excelente, y así pienso que habrá parecido a todo el auditorio. Todos conformaron con lo que el presidente decía. Diose el último asunto a Castalio, que era jocoso, y dijo así: Castalio Romance contra los que toman tabaco Gremio de las manchas pardas, tabaquista naricismo, que con el humo y el polvo mostráis gusto y tenéis vicio. Nasón abultado en marca, más Nasón que el mismo Ovidio, que te falta para taco sólo ser de granadillo. Narigón más dilatado que esperanza de judío, remanente de excrementos y taller de pasadizos. Naso con terno de mártir que haces, por lo encendido, para fina zanahoria caravana de novicio. Narigonio uñas abajo que puedes, por lo aquilino, tener el tintero y cajas del coronista de Cristo. Narizote criminal como dardo arrojadizo, que andas muy mal sin contera según estás de buído. Nariz de mediana talla, de anchuroso frontispicio, que puedes servir de vaina a dos jiferos cuchillos. Narigueta (corta en fustes) de tan prevenido aliño, que dice lo arremangado que para todos se hizo. Narichata remachada más desfogo de mohínos, que les sirves de modelos a brazos y a falderillos. Naricilis, tan infante que aún no eres nariz de anillo, pues parece que tu dueño puso en tu lugar su ombligo. ¿Quién te ha inclinado al tabaco, ¡oh cónclave antojadizo!, que tragar el humo y polvo sólo es porción de precitos? Réditos al polvo pagan diluvios de romadizos, que de tal polvo tal lodo, dice el brocardico antiguo. ¿Sin decirte el Mementote tomas polvo?, ¿quién ha visto que a cada instante te encuentres con el miércoles corvillo? Si cursas la evacuación, gremio narigudo, afirmo que con la gran polvareda perderás a don juicio. Graduado en chimenea de las del país más frío puede ir quien humo lleve, chispas come y traga cisco. Quien humo sufre en su boca sufrirá un necio al oído, una armazón en su frente y dos trompetas vecinos
Acabóse la Academia con el golpe de la risa de haber oído la sátira contra los tabaquistas. Diéronle parabienes a Castalio, y fueran más si la música no los atajara; cantóse diestramente tercera vez, y antes de repartir los asuntos dijo el presidente: _¿Es posible que nos vamos de esta Academia todos sin saber quiénes sean los tres valientes poetas que han versificado hoy sin decir sus nombres? No quiso el secretario que estuviesen más ocultos, y así dijo: _Porque no es justo que esta junta se vaya sin saberlo, los dueños de los tres papeles que he leído son Siuranio, Gerardo y Hortensio, poetas célebres del Turia, que están juntos en esos asientos de atrás. Entonces se levantaron y saliendo a la presencia destos dos les dijo el Presidente: _¿Son vs. ms. por su desdicha de los poetas de la baja jerarquía, para esconderse por temor de parecer fríos? No, por cierto, que ya en esta Corte tenemos bastante noticia de sus claros ingenios, manifiestos por sus escritos; ya sé que desconfianza discreta puso a vs. ms. en ese encubierto sitio; no hay para qué de aquí adelante se embocen, sino entren en nuestra congregación, que a las musas que caminan sobre las alas del Pegaso, admiten las de la Corte, no a las que van por el suelo tropezando y levantando polvo. Por allá dicen se ha dicho que nuestras musas se vieron con las del Turia, fueran dichosas a ser de las que acá tienen fama, pero de las pedantes no hacemos cuenta; hase hecho donaire de la de un poeta que hace o cortos o largos los versos, porque no sabe más; dudo que haya tal monstruo en Madrid, porque nuestras musas nacen con la mensura de los versos en el entendimiento, y ejecútanla en sabiendo hablar, y así no hay necesidad de hacer romerías al Parnaso por sanidad de pies manos, que todos los tienen constantes en sus escritos. Grandemente se satiriza allá a las mujeres que piden, pues en verdad que acá tenemos la misma plaga, y nos estafan con toda nuestra penuria, pero no las tratamos tan mal; tanto dicen dellas, que nos ha dado curiosidad de saber si les dan algo y tenemos aviso que no, sino que otros las contribuyen y los poetas las persiguen; podían estos contribuyentes decir lo que un zapatero, que habiendo una noche perdido a las pintas quinientos ducados, que era todo su caudal, siendo preso por el exceso, se salió otro día a presentar a la sala donde el alcalde que presidía en ella le dio una reprensión muy larga, apasionándose mucho, a lo cual respondió el zapatero: «Pues señor, soy yo el que perdí el dinero y no lo siento, ¿y siéntelo V. S.?» Eso pueden decir los feudatarios a los satíricos. Vs. ms. sean muy bienvenidos a esta Corte a honrárnosla, tomen desde hoy lugar entre estos señores poetas y continúen el hacerme merced. Sentáronse los tres entre los más estimados sujetos de la Academia y la música celebró con una letra su entrada en el museo. Repartió el secretario los asuntos y también dio a los forasteros para que trujesen versos de allí a ocho días. Con esto se acabó la Academia, quedando nuestra viuda muy gustosa de haber visto lo que tanto había deseado; así se lo dijo al padre Cura, aunque por no dejar la hipocresía con que había comenzado aquella empresa, ponderó no haber en su vida recogídose a su casa tan tarde, haciéndole cargo al Cura que por él se había hecho aquel exceso. El día siguiente, por no perder tiempo nuestra dama, trató con Mogrobejo de que hiciese dos diligencias: buscar un hombre secreto y amigo suyo que hiciese el papel de un arquitecto recién venido de Toledo, y que buscase quién le hiciese una traza o dos de una capilla. No se lo encargó a persona lerda, que en estos casos era el escudero una águila, y así a la noche ya tenía las dos cosas prevenidas para esotro día que vino a visitar a su patrona el Cura, con la cual ocasión (que a ella sola aguardaba) mandó la dama a su escudero que le llamase al maestro de obras; presto se le trujo a su presencia, en la cual, después de contentar de una de dos trazas que la mostró, comenzó a tratar del concierto, terciando el Cura, el cual, habiendo hecho las capitulaciones que los dos asentaron, se llamó a un escribano y ante él y testigos se otorgaron, obligándose el maestro a dar dentro de un año hecha la capilla. Pidió para principio de paga dos mil escudos, mas a esto se regateó y se le ofrecieron mil y trecientos, por intervenir en ello el Cura. Mandole venir la dama dentro de dos días por el dinero, con lo cual se hizo el papel por entonces muy bien, quedando el Cura contentísimo y ya juzgándose con la capellanía mayor y los quinientos de renta, aunque presto tuvo el desengaño, como se verá. Ya la Constanza había trazado el modo de tentar al Cura, y para esto había enviado a Mogrobejo aquella tarde por las joyas de sus amigas. Túvolas allí a media noche, estaban en un cofrecillo de terciopelo carmesí tachonado de bronce, y por él mandó hacer otro que no se diferenciase en ningún modo de aquél, y juntamente con esto, cajuelas semejantes a las en que estaban las joyas. Con esta traza (teniéndolo todo dispuesto) envió a llamar al Cura, que vino al instante, porque como era interesado era puntual en acudir a sus mandatos. Tomó silla, y habiéndose preguntado por sus saludes, le dijo la viuda: _Señor doctor, yo tengo seis mil escudos en poder de los Fúcares y en plata. Cuando los dejé allí para que ganasen, me pusieron por condición que cuando los quisiese yo sacar de su poder, les había de avisar un mes antes; no sé como encarezca a V. M. cuánto me ha pesado de haber hecho tal, por la confusión en que ahora me veo para haber de dar este dinero a este hombre de la capilla; pero como no se puede hacer más, quiero valerme de mis joyas, que son de consideración y bastantes para pedir más cantidad; hélas hecho tasar por el contraste y esta es su fe. Diósela al Cura, y sacando uno de los cofrecillos en que estaban las joyas, que tenía sobre un bufetillo de estrado cubierto con un tafetán negro, comenzó a mostrar las joyas al padre cura, leyendo con cada una que vía la tasación della. Eran éstas las del boquirrubio de Milán y las del enamorado genovés que tenían el valor que se ha dicho. Admirose el cura del fondo de los diamantes y la curiosa hechura de las joyas, y prosiguió la dama diciendo: _Estas quería empeñar por mil y quinientos escudos y no sé por qué orden se haga, que yo, gracias a Dios, nunca me he visto en estos lances hasta ahora, ni ahora me viera si hubiera prevenido esto de la capilla. Brevemente discurrió el Cura en que era aquella ocasión para hacer el empréstido, pues no perdía la cantidad y granjeaba la voluntad de su patrona, y así la dijo: _Yo, mi señora, podré prestar a V. M. esa cantidad, aunque no de dinero mío, pero de uno que tengo en mi poder dado en confianza para cierto empleo; nos podremos valer y por eso me atreveré a la grosería de tomar las joyas en prendas, que a ser mío, le juro a V. M. como quien soy que no intentara tal. _De cualquier suerte, dijo ella, es muy grande el favor que recibo, y así, cuando V. M. se sirviere, llevará las joyas el escudero y traerá el dinero. _Luego puede venir conmigo, dijo el doctor; traeráse aquí, contaráse y yo me llevaré las joyas. _Sea como V. M. guste, dijo ella. Con lo cual Mogrobejo se fue con el Cura en el coche y dentro dél volvieron brevemente con dos talegos grandes en que traían los mil y quinientos ducados en reales de a ocho. La primera cosa que pidió el Cura a su patrona fue que aquella moneda se había de pagar en la misma especie, que no quería nada con premios de plata; asegurándole ella que así se haría, con lo cual se contó el dinero que embolsó la estafante moza, y sacando el cofrecillo vacío con solas las cajas de las joyas que imitaban a las otras, se le entregó por piezas, habiendo mostrádole otra vez las joyas y trocádole con mucha sutileza; y para que no le engañase el poco peso, estaba dentro de cada cajuela una piedra no preciosa, sino de la calle. Tomó el Cura el cofre, que no lo quiso fiar del escudero y fuese a su casa. Fue suerte no estar su hermana en ella, que había ido con otras amigas a visitar el santo cuerpo de San Diego a Alcalá de Henares, que a estar allí, al mostrarle las joyas se descubriera el engaño y saliera mal dél nuestra dama. Guardola y acudió a su iglesia a su obligación, con que se pasó aquel día. La viuda, luego que vio el dinero en su poder, dejó la casa en que vivía y con su dueña y escudero tomó el camino a Illescas, llevándose su moneda y joyas, dando a entender a los de casa que dejaba aquel cuarto por ser melancólico; de modo que todo el ajuar pasó en cherriones Mogrobejo a parte conocida, que era el asilo de sus embustes, y el coche también se ocultó, que no pareció por entonces. Aquel día ni otro hasta la tarde no fue el Cura a ver a su patrona; llegó a su cuarto y llamando en él le fue respondido desde otro más arriba que ya no le habitaba nadie; preguntó la causa sin recelo alguno y dijéronle que a aquella señora viuda le había parecido melancólico y que así se había mudado dél y puesto cédulas para que por su cuenta se alquilase. Preguntó el doctor si había dejado dicho dónde se había mudado y dijéronle que no, sino es que a un escudero de casa que les vio ir se lo hubiesen dicho, el cual estaba fuera, pero que en viniendo lo sabrían. Con esto se fue el Cura sin pensar que se le hubiese hecho ningún engaño, en tal reputación estaba para con él su patrona. Aquella noche llegó su hermana de Alcalá, con quien después de cena se trató de la viuda y él le dio cuenta del empréstido que la había hecho sobre las joyas, y diciendo esto, se levantó y de un cofre que tenía a la cabecera de su cama (custodia de su tesoro) sacó el cofrecillo, que estaba renovando las memorias de los que dejó el Cid al judío llenos de arena. Abrióle y sacando una cajuela en que le parecía que estaría una rosa de diamantes, halló en su lugar un duro pedernal de los que parten las ruedas de los coches de Madrid ruando por sus calles. _Si son como ésa las demás joyas _dijo la hermana del Cura_ bien dado está el dinero. Con notable alteración fue el Cura abriendo las demás cajas y con mucha brevedad se vio engañado. Hacía y decía cosas de hombre fuera de juicio. No sosegó, sino que tomando una capa de color y su espada volvió a la casa que había habitado aquella harpía de su moneda, a saber si el escudero sabía nuevas de su mudanza. Halló más firmeza en su obscuridad que él quisiera, y hablando entre sí palabras de hombre sin entendimiento volvió a su casa, donde sin decir nada a su hermana se arrojo en la cama, llamándose desdichado y miserable hombre; en todo decía verdad, que por tal le había escogido la Constanza para su estafa, pareciéndole era en él más lucida que en un liberal. Aquella noche la pasó hecho un Jeremías el pobre Cura, y a la mañana fue a dar cuenta a un alcalde del robo que se le había hecho. Hízose la diligencia posible, todo a costa del dinero del pobre paciente, pero no se halló rastro ni señal de la tal Constanza, la cual estaba en Illescas con su dinero contando a su madre y amigas los lances que tuvo su empresa hasta salir con la vitoria. Llegóse en este tiempo el día de la Academia en la casa del Cura, la cual hallaron los Académicos cerrada y sin prevención. Fueles dicho que él estaba indispuesto y no para tener embarazo en su casa, con que se fueron los poetas sentidos del descortés recaudo. En breve supieron la causa de su despedida y en venganza le hicieron multitud de sátiras que pudiera excusar a hacer valor del sentimiento. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS PICARESCOS |
El poema que a Alarcón
le ha costado tan barato, es parecido retrato a su talle y su facción. Belmonte y Pantaleón son jibas del haz y envés, Mescua y don Diego los pies, y el dinero del de Cea el alma de todos es.
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Celos traviesos, duendes invisibles, si bien con quien os siente sois palpables, contra uniones de amor inexorables, contra la fe severos y terribles. Cifras a la verdad inteligibles, por quien las inocencias son culpables. Siempre con la sospecha sois estables, certificando dudas increíbles. El que de lo que sois menos ignora, hace de ser dichoso más alcanza, pues lo que no conoce no le ofende. Quien os experimenta sólo llora, no asegurando el bien con la esperanza pues le hiela lo mismo que le enciende.
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y aunque serví, solicité y amé, ni estimación le dieron a mi fe, ni mejorado de favor me vi. Importunando a pretender volví; escribí mi pasión, sentí, lloré, y menos gracia con mi dueño hallé, con saber que escribí, lloré y sentí. Como mi alma el desengaño vio que ya tan descubierto se le da, de su amorosa empresa desistió; mas, vencida de amores, vuelve ya; que quien de veras ama como yo, con gran dificultad olvidará.
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Rubio Faetón que en fúlgida carroza sales, dorando cumbres tras el alba, haciéndote la tierra alegre salva con el contento que mirarte goza. El campo con tu vista se remoza, viendo que de la escarcha ya se salva, y entre el cantueso, la verbena y malva el regalado céfiro retoza. Al fin con tu presencia están contentos, hombres, aves y fieros animales, que estiman tu favor con alabanzas; sólo yo, padeciendo con tormentos, estoy considerado en tantos males
cuándo podré lograr mis esperanzas.
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