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Félix María Samaniego

Las ranas pidiendo rey

El ratón de la Corte y el del campo
El ciervo en la fuente
La zorra y las uvas
El león vencido por el hombre
La lechera
El perro y el cocodrilo
La pulga
El cañamón
Coplas del pájaro

Las ranas pidiendo Rey.

Sin Rey vivía, libre, independiente

el pueblo de las ranas felizmente.

La amable libertad sola reinaba

en la inmensa laguna que habitaba;

mas las ranas al fin un rey quisieron,5

a Júpiter excelso lo pidieron;

conoce el dios la súplica importuna,

y arroja un Rey de palo a la laguna:

Debió de ser sin duda buen pedazo,

pues dio Su Majestad tan gran porrazo,

que el ruido atemoriza al Reino todo;

cada cual se zambulle en agua o lodo,

y quedan en silencio tan profundo

cual sino hubiese ranas en el mundo.

Una de ellas asoma la cabeza,

y viendo la real pieza,

publica que el Monarca es un zoquete.

Congrégase la turba, y por juguete

lo desprecian, lo ensucian con el cieno,

y piden otro Rey; que aquel no es bueno.

El padre de los dioses, irritado,

envía a un culebrón, que a diente airado

muerde, traga, castiga,

y a la misma grey al punto obliga

a recurrir al Dios humildemente.

«Padeced, les responde, eternamente;

que así castigo a aquel que no examina

si su solicitud será su ruina.»

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El ratón de la corte y el del campo.

Un ratón cortesano convidó

con un modo muy urbano

a un ratón campesino.

Diole gordo tocino,

queso fresco de Holanda,

y una despensa llena de vianda

era su alojamiento,

pues no pudiera haber un aposento

tan magníficamente preparado,

aunque fuese en Ratópolis buscado

con el mayor esmero,

para alojar a Roepan Primero.

Sus sentidos allí se recreaban;

las paredes y techos adornaban,

entre mil ratonescas golosinas,

salchichones, perniles y cecinas.

Saltaban de placer, ¡oh qué embeleso!,

de pernil en pernil, de queso en queso.

En esta situación tan lisonjera

llega la despensera

oyen el ruido, corren, se agazapan,

pierden el tino, mas al fin se escapan

atropelladamente

por cierto pasadizo abierto a diente.

«¡Esto tenemos!, dijo el campesino;

reniego yo del queso, del tocino,

y de quien busca gustos

entre los sobresaltos y los sustos.»

Volviose a su campaña en el instante

y estimó mucho más de allí adelante,

sin zozobra, temor ni pesadumbres,

su casita de tierra y sus legumbres.

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El ciervo en la fuente.

Un ciervo se miraba

en una hermosa cristalina fuente;

placentero admiraba

los enramados cuernos de su frente,

pero al ver sus delgadas, largas piernas,

al alto cielo daba quejas tiernas.

«¡Oh Dioses! ¿A qué intento,

a esta fábrica hermosa de cabeza

construís su cimiento

sin guardar proporción en la belleza?

¡Oh qué pesar! ¡Oh qué dolor profundo!

¡No haber gloria cumplida en este mundo!»

Hablando de esta suerte

el ciervo, vio venir a un lebrel fiero.

Por evitar su muerte

parte al espeso bosque muy ligero;

pero el cuerno retarda su salida,

con una y otra rama entretejida.

Mas libre del apuro

a duras penas, dijo con espanto:

«Si me veo seguro,

pese a mis cuernos, fue por correr tanto;

lleve el diablo lo hermoso de mis cuernos,

haga mis feos pies el cielo eternos.»

Así frecuentemente

el hombre se deslumbra con lo hermoso;

elige lo aparente,

abrazando tal vez lo más dañoso;

pero escarmiente ahora en tal cabeza:

El útil bien es la mejor belleza.

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La zorra y las uvas

Es voz común que a más del mediodía

en ayunas la zorra iba cazando:

halla una parra, quédase mirando

de la alta vid el fruto que pendía.

Causábala mil ansias y congojas

no alcanzar a las uvas con la garra,

al mostrar a sus dientes la alta parra

negros racimos entre verdes hojas.

Miró, saltó y anduvo en probaduras,

pero vio el imposible ya de fijo.

Entonces fue cuando la zorra dijo:

"No las quiero comer, no están maduras."

No por eso te muestres impaciente

si se te frustra, amigo, algún intento:

aplica bien el cuento

y di "no están maduras" frescamente.

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El león vencido por el hombre.

Cierto artífice pintó

una lucha, en que, valiente

un hombre tan solamente

a un horrible león venció,

otro león, que el cuadro vio,

sin preguntar por su autor,

en tono despreciador

dijo: "Bien se deja ver,

que es pintar como querer,

y no fue león el pintor."

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La lechera.

Llevaba en la cabeza

una lechera el cántaro al mercado

con aquella presteza,

aquel aire sencillo, aquel agrado,

que va diciendo a todo el que lo advierte

¡yo sí que estoy contenta con mi suerte!

Porque no apetecía

más compañía que su pensamiento,

que alegre la ofrecía

inocentes ideas de contento,

marchaba sola la feliz lechera,

y decía entre sí de esta manera:

«Esta leche vendida,

en limpio me dará tanto dinero,

y con esta partida

un canasto de huevos comprar quiero,

para sacar cien pollos, que al estío

me rodeen cantando el pío, pío.

»Del importe logrado

de tanto pollo, mercaré un cochino;

con bellota, salvado,

berza, castaña engordará sin tino;

tanto que puede ser que yo consiga

ver como se le arrastra la barriga.

»Llevarelo al mercado;

sacaré de él sin duda buen dinero:

Compraré de contado

una robusta vaca y un ternero,

que salte y corra toda la campaña,

hasta el monte cercano a la cabaña.»

Con este pensamiento

enajenada, brinca de manera,

que a su salto violento

el cántaro cayó. ¡Pobre lechera!

¡Qué compasión! Adiós leche, dinero,

huevos, pollos, lechón, vaca y ternero.

¡Oh, loca fantasía!

¡Qué palacios fabricas en el viento!

Modera tu alegría;

no sea que saltando de contento,

al contemplar dichosa tu mudanza,

quiebre su cantarillo la esperanza.

No seas ambiciosa

de mejor, o más próspera fortuna,

que vivirás ansiosa

sin que pueda saciarte cosa alguna.

No anheles impaciente el bien futuro,

mira que ni el presente está seguro.

 

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El perro y el cocodrilo

Bebiendo un perro en el Nilo
al mismo tiempo corría.
—Bebe quieto—le decía
un taimado cocodrilo.
Díjole el perro prudente:
—Dañoso es beber y andar,
¿pero es sano el aguardar
a que me claves el diente?.
¡Oh, qué docto perro viejo!
Yo venero tu sentir
en esto de no seguir
del enemigo el consejo

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La pulga

Una noche ardorosa,
después de haber cenado alguna cosa,
la joven Isabela
en su lecho acostada
de todo despojada
trataba de entregarse al dulce sueño.
Mas una infame pulga la desvela
picando con empeño
ya el reducido pie, ya la rodilla,
ya la rolliza y blanca pantorrilla.
La joven, impaciente,
echa inmediatamente
su linda mano a donde piensa hallarla,
y algo bueno daría por pillarla;
pero el bicho maldito,
sin dársele ni un pito,
cuanto más le persigue
más salta y brinca y sigue

con su empeño;
hasta que Isabelilla, incomodada,
con la sangre encendida,
no pudiendo sufrir más la cuitada,
salta fuera del lecho enfurecida,
coge la luz, se pone patiabierta
y en medio de las piernas la coloca;
pero se vuelve loca
y con la infame pulga nunca acierta.
La ve mil veces, otras tantas huye;
sobre ella pone el dedo, y se escabuye;
que de aquí para allá siempre saltando,
parece con la niña estar jugando.
Ésta, por eso mismo más airada,
jura la ha de pagar muy bien pagada,
y con tan gran ahínco la persigue
que, vaya a donde vaya, allá la sigue.
A fuerza de luchar, casi perdida
se halla al fin la insufrible picadora,
y por ver si se libra, va y se mete
en aquel lindo y virginal ojete
que tan dulces placeres atesora.
La niña, entonces, más sobrecogida,
más sofocada y con la sangre hirviendo,
tambien el albo dedo va metiendo
a ver si allí la encuentra;
y a medida que lo entra
y que hurga presurosa,
halla una sensación tan deliciosa
que a continuar la excita,
el dedo a toda prisa meneando
hasta que, blanca espuma derramando,
queda la pobrecita
la boca medio abierta y fatigada
y los ojos en blanco y desmayada.
Como, a pesar de todo, no saliera
el bichillo infernal de su tronera,
desde entonces apenas pasa el día
que no le busque con igual porfía.

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 El cañamón

Cierta viuda, joven y devota,

cuyo nombre se sabe y no se anota,

padecía de escrúpulos, de suerte

que a veces la ponía a la muerte.

Un día que se hallaba acometida

de este mal que acababa con su vida,

confesarse dispuso,

y dijo al confesor: “Padre, me acuso

de que ayer, porque soy muy guluzmera,

sin acordarme de que viernes era,

quité del pico a un tordo que mantengo,

jugando, un cañamón que le había dado

y me lo comí yo. Por tal pecado

sobresaltada la conciencia tengo

y no hallo a mi dolor consuelo alguno,

al recordar que quebranté el ayuno”.

Díjola el padre: “Hija,

no con melindres venga,

ni por vanos escrúpulos se aflija,

cuando tal vez otros pecados tenga.”

Entonces, la devota de mi historia,

después de haber revuelto su memoria,

dijo: “Pues es verdad; la otra mañana

me gozó un fraile de tan buena gana

que, en un momento, con las bragas caídas,

once descargas me tiró seguidas

y, porque está algo gordo el pobrecito,

se fatigó un poquito

y se fue con la pena

de no haber completado la docena.”

Oyendo semejante desparpajo,

el cura un brinco dio, soltó dos coces,

y salió por la iglesia dando voces

y diciendo: “¡Carajo!

¡Echarla once y no seguir por gordo!

¡Eso sí es cañamón, y no el del tordo!”

 

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COPLAS DEL PAJARO

 El Pajarito, madre,

después que me picó,

me ha dejado burlada.

¡Ay de mi, qué dolor!

El Pájaro ya voló.

 El Pájaro era blanco,

travieso y juguetón,

de pluma crespa y negra,

con pico de arrebol.

 Estando yo solita

en mi cuarto se entró

y mil dulces tonadas

al punto me cantó.

 En ellas me decía

con grandísimo ardor

que si le acariciaba

me mostraría amor.

 Acogíle en mi falda

mil besos le di yo,

pero el pícaro luego

a mi frente saltó.

 De allí se fue a los ojos,

a la nariz pasó,

besando las mejillas

en mi pecho posó.

 ¡Cuántas blancas caricias

en él me prodigó,

volando y revolando

por todo alrededor!

 Cada vez más travieso,

los labios me besó,

y la punta del pico

en ellos me metió.

 ¡Ay, cuánto forcejeaba

el pícaro bribón

por encajarle todo,

mas le dije eso no!

 El era porfiado,

blando mi corazón,

y tantos sus halagos

que por fin le metió.

 Pero no sólo el pico,

también el cuerpo

entró menos las alas,

y eso porque muy gordas son.

 

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