Vicente Muñoz Álvarez

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El centauro

El hermafrodita

El Centauro

E

scuchamos en la lejanía un rumor sordo y creciente, el trueno de una doble tempestad, y en el horizonte una nube de polvo hinchada precedió la llegada de los invasores del allende. Cayeron sobre nosotros como el viento, sembrando en nuestras filas el terror con largos cuchillos refulgentes y báculos de fuego que herían desde la distancia. Pero, más aún que sus ingenios, asombraba la fisonomía de sus cuerpos, fusión de hombre y bestia en un solo perfil. Su aspecto era fiero y espantoso: lo que parecía ser un hombre demediado se enfundaba en una carcasa rutilante y cegadora sobre la que rebotaban nuestras lanzas. Su cara apenas era discernible, oculta como estaba en una profusa masa de pelo desgreñado. El término de su espalda se fundía con la grupa de la bestia, de enorme vientre y ojos destellantes. Era ágil y fuerte, y la vimos varias veces saltando sobre nuestras cabezas impulsada por sus patas delanteras. Aturdidos por su magia y conscientes de su poder nos postramos frente a ellos sin ofrecer apenas resistencia, prestos a idolatrarles como a dioses. Y entonces sucedió el mayor de los prodigios. Uno de ellos se acercó hasta nuestro grupo y ante nuestra mirada se escindió en dos partes sin esfuerzo, quedando bestia y hombre separados y aumentando así nuestro pavor. Su voz era ronca y cavernosa. Su nombre, Hernán Cortés.

 

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El Hermafrodita

L

e vi por vez primera en el interior de un carromato. Junto a otros de su especie exhibía impúdicamente su vergüenza procurándose el sustento. Se decía que algunas parturientas modelaban desde su propio seno sus horrores para venderlos al nacer. Niños bicéfalos y acéfalos, gemelos unidos por la frente, potros con cabeza humana, seres medio hombre medio puerco, mujeres con cinco manos, con serpientes en la espalda, con apéndices vivientes y pezuñas de cordero, se unían en un gremio malsano para explotar dolorosamente su desgracia.

Él, en cambio, era un hermafrodita enigmático y hermoso. Condensaba en su ser todo lo sublime, el misterio original del Demiurgo y la Creación. Y aunque a todos parecía repugnar, ejercía sobre mí un magnetismo inconciliable. Durante algunas semanas fui a verle todas las mañanas en aquel sórdido museo, agasajándole y mostrándole mi admiración. Después él también se enamoró y huyó conmigo de aquel antro fantasmal. Así comenzó una comunión perfecta cuya miel nos deleitó durante meses. Hasta la noche en que, consumido por los celos, terminé con su existencia ambigua al sorprenderle yaciendo consigo mismo en una contorsión repulsivamente obscena 

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