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Diego de Torres Villarroel

Confusión y vicios de la Corte

A Lesbia ausente

Ciencia de los cortesanos de este siglo

Vida bribona

Soneto al amor

Vida

Visiones y visitas  de Torres con Don Francisco de Quevedo por la Corte

 

Confusión y vicios de la Corte

 Mulas, médicos, sastres y letrados,
corriendo por las calles a millones;
duques, lacayos, damas y soplones,
todos sin distinción arrebujados;

gran chusma de hidalguillos tolerados,
cuyo examen lo hicieron los doblones,
y un pegujal de diablos comadrones,
que les tientan la onda a los casados;

arrendadores mil por excelencia;
metidos a señores los piojosos;
todo vicio, con nombre de decencia;

es burdel de holgazanes y de ociosos,
donde hay libertad suma de conciencia
para idiotas, malsínes y tramposos.

 

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A Lesbia ausente

Madrugo a la primera luz del día,
después de un leve sueño moderado,
y sólo tiene el sueño de pesado,
no dormir con tus ojos, Lesbia mía.

Me sigue inseparable esta porfía,
de mi contemplación y tu cuidado,
en la casa, en el monte y en el prado,
y en la estación más cálida y más fría;

en la mesa contemplo tu semblante,
llega la noche y véote patente;
pues aunque el alma me reprenda amante,

¿cómo puede creer que estás ausente,
si no hay hora, minuto, ni hay instante
que no te mire en ella muy presente?

 

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Ciencia de los cortesanos de este siglo

Bañarse con harina la melena,
ir enseñando a todos la camisa,
espada que no asuste y que dé risa,
su anillo, su reloj y su cadena;

hablar a todos con la faz serena,
besar los pies a misa doña Luisa,
y asistir como cosa muy precisa
al pésame, al placer y enhorabuena;

estar enamorado de sí mismo,
mascullar una arieta en italiano,
y bailar en francés tuerto o derecho;

con esto, y olvidar el catecismo,
cátate hecho y derecho cortesano,
mas llevaráte el diablo dicho y hecho.

 

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Vida Bribona

 En una cuna pobre fui metido,
entre bayetas burdas mal fajado,
donde salí robusto y bien templado,
y el rústico pellejo muy curtido.

A la naturaleza le he debido
más que el señor, el rico y potentado,
pues le hizo sin sosiego delicado,
y a mí con desahogo bien fornido.

Él se cubre de seda, que no abriga,
yo resisto con lana a la inclemencia;
él por comer se asusta y se fatiga,

yo soy feliz, si halago a mi conciencia,
pues lleno a todas horas la barriga,
fiado de que hay Dios y providencia.

 

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Soneto al amor

Ente chismoso, fábula, quimera,
diosecillo infernal, diablo cojuelo,
yo por ti ni un suspiro, ni un desvelo;
el diantre me llevará si tal diera
Si Filis con sus ojos no viniera
guardándote a mi rabia picaruelo
cuando tu arpón o tu carcaj o anzuelo
de haberme herido blasonar pudiera.
Si quieres ver al libre ceño mío
burlar el fuerte impulso de tus botes
sin Filis ven conmigo a desafío
Que sin más que mirarme a los bigotes
arañado saldrás de mi albedrío
y te daré muchísimos azotes.

 

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Ascendencia de Don Diego de Torres

S

 

alieron de la ciudad de Soria, no sé si arrojados de la pobreza o de alguna travesura de mancebos, Francisco y Roque de Torres, ambos hermanos de corta edad y de sana y apreciable estatura. Roque, que era el más bronco, más fornido y más adelantado en días, paró en Almeida de Sayago, en donde gastó sus fuerzas y su vida en los penosos afanes de la agricultura y en los cansados entretenimientos de la aldea. Mantúvose soltero y celibato, y el azadón, el arado y una templada dieta, especialmente en el vino, a que se sujetó desde mozo, le alargaron la vida hasta una larga, fuerte y apacible vejez.

Con los repuestos de sus miserables salarios y alguna ayuda de los dueños de las tierras que cultivaba, compró cien gallinas y un borrico; y con este poderoso asiento y crecido negocio empezó la nueva carrera de su ancianidad. Siendo ya hombre de cincuenta y ocho años, metido en una chía y revuelto en su gabán, se puso a arriero de huevos y trujimán de pollos, acarreando esta mercaduría al Corrillo de Salamanca y a la Plaza de Zamora. Era en estos puestos la diversión y alegría de las gentes, y en especial de las mozas y los compradores. Fue muy conocido y estimado de los vecinos de estas dos ciudades, y todos se alegraban de ver entrar por sus puertas al sayagués, porque era un viejo desasquerado, gracioso, sencillo, barato y de buena condición. Con la afabilidad de su trato y la tarea de este pobre comercio, desquitaba las resistencias del azadón y burló los ardides y tropelías de la ociosidad, la vejez y la miseria. Vivió noventa y dos años, y lo sacó de este mundo (según las señas que me dieron los de Sayago) un cólico convulsivo. Dejó a su alma por heredera de su borrico, sus gallinas, sus zuecos y gabán, que eran todos sus muebles y raíces; y hasta hoy que se me ha antojado a mí hacer esta memoria nadie en el mundo se ha acordado de tal hombre.

Francisco, que era más mozo, más hábil y de humor más violento, llegó a Salamanca y, después de haber rodado todas las porterías de los conventos, asentó en casa de un boticario; recibióle para sacar agua del pozo, lavar peroles, machacar raíces y arrullar a ratos un niño que tenía. Fuese instruyendo insensiblemente en la patarata de los rótulos, entrometióse en la golosina de los jarabes y las conservas y, con este baño y algunas unturas que se daba en los ratos ociosos con los Cánones del Mesué, salió en pocos días tan buen gramático y famoso farmacéutico como los más de este ejercicio. Fue examinado y aprobado por el reverendo tribunal de la Medicina, y le dieron aquellos señores su cedulón para que, sin incurrir en pena alguna, hiciese y despachase los ungüentos, los cerotes, los julepes y las demás porquerías que encierran estos oficiales en sus cajas, botes y redomas. Murió su amo pocos meses después de su examen; y, antes de cumplir el año de muerto, se casó, como era regular, con la viuda, la que quedó moza, bien tratada y con tienda abierta; y, entre otros hijos, tuvieron a Jacinto de Torres que, por la pinta, fue mi legítimo abuelo. Fue Francisco un buen hombre, muy asistente a su casa, retirado y limosnero; murió mozo, y creo piadosamente que goza de Dios.

Quedó mi abuelo Jacinto en poder de su madre y crióse como hijo de viuda, libre, regalado, impertinente y vicioso. La libertad de la crianza y la violencia de su genio lo echaron de su casa y, después de muchas correrías y estaciones, paró en Flandes. Sirvió al Rey de poco, porque a los dos años del asiento de su plaza, que fue de soldado raso, le envaró el movimiento de una pierna un carbunco que le salió en una corva. Cojo, inválido y sin sueldo se hallaba en Flandes; y, acosado de la necesidad, discurrió en elegir un oficio para ganar la vida. Aprendió el de tapicero y salió en él primoroso y delicado como lo juran varias obras suyas que se mantienen hoy en Salamanca y otras partes. Ya maestro y hombre de treinta y cuatro años, se volvió a su patria, asentó su rancho y puso sus telares, su tabla a la puerta, con las armas reales, y su rotulón: Del rey nuestro señor tapicero. Casó con María de Vargas, que fue mi abuela, y vivieron muchos años con envidiable serenidad y moderada conveniencia, porque su oficio, su economía y su paz les multiplicaba los bienes y el trabajo.

         De este matrimonio salió Pedro de Torre, mi buen padre, María de Torres y Josef de Torres. Éste murió carmelita descalzo en Indias, con opinión de escogido religioso, y mi padre en Salamanca, habiendo vivido del modo que diré brevemente.

Mi padre, Pedro de Torres, estaba estudiando la Gramática latina cuando murieron mis abuelos. Entraba en el estudio con desabrimiento, como todos los muchachos; y luego que se vio libre y sin obediencia, se deshizo de Antonio Nebrija, aburrió a su patria y fue a parar a la Extremadura. Sirvió en Alcántara a un caballero llamado Don Sancho de Arias y Paredes, de quien hay larga generación, buena memoria y loables noticias en aquel reino. Tres años estuvo en su casa sin otro cuidado que acompañar al estudio a dos hijos de este caballero. Aficionóse, como niño, a hacer lo que los otros; y, al mismo tiempo que sus amos, se instruyó en los sistemas filosóficos de Aristóteles. Marchó a Madrid no sé si voluntario o despedido; sólo supe que sus amos sintieron tiernamente su ausencia, porque le amaban como a hijo. Cansado de solicitar conveniencias ya para servir ya para holgar, como hacen todos los que se hallan sin medios en la corte, se puso al oficio de librero. Aprendióle brevemente, y volvió a Salamanca, en donde asentó su tienda, que en aquel tiempo fue de las más surtidas y famosas.

Casóse con Manuela de Villarroel, y salimos de este matrimonio diez y ocho hermanos; y sólo estamos hoy en el mundo mis dos hermanas, Manuela y Josefa Torres, y yo, que todavía estoy medio vivo. El caudal y el trabajo de mis padres sostenía con templanza y con limpieza la numerosa porción de hijos que Dios les había dado, hasta que, por los años de setecientos y tres, se empezó a desmoronar la tienda con las frecuentes faltas que mi padre hacía de su amostrador y sus andenes.

         Fue la causa haberle nombrado por procurador del Común, y poner en su desvelo la ciudad de Salamanca la asistencia de los almacenes de pólvora, armas y otros pertrechos, y dejar sólo a su cuidado los alojamientos de la tropa, que por aquellas cercanías transitaba a la guerra de Portugal. Acabóse de arruinar la librería con la duración de los nuevos encargos a que acudía mi honradísimo padre, y el Real Consejo de Castilla, informado de la lealtad, celo, prontitud y desperdicio de bienes y trabajo con que había servido al rey, mandó a la ciudad que le diesen cuatrocientos ducados anuales y trescientos doblones, para que por una vez se reforzase de sus pérdidas. Con esta ayuda de costa vivíamos estrechos, pero sin trampas ni sensible miseria. Hechas las paces con Portugal, reformaron con otros el triste sueldo de mi padre y quedó pobre, viejo y sin el recurso a sus libros y tareas.

Era yo a esta sazón un mozote de diez y ocho años, que sólo servía de estorbo, de escándalo y de añadidura a la pobreza; y viendo que la extrema necesidad estaba ya a los umbrales de nuestras puertas, dejé la compañía de mis padres, con la deliberación de no permitir que la miseria y los desconsuelos se apoderasen de su cansada vida. La piedad de Dios premió mis buenos deseos con la vista de sus alivios. Fue el caso que marché a Madrid y a pocos días logré amistad con Don Jacobo de Flon, superintendente entonces de la Renta del Tabaco de la Corona; y la piedad de este caballero me dio cuatrocientos ducados con un título postizo de visitador de los estancos de Salamanca para que mi padre comiese sin las zozobras en que yo le dejé amenazado.

Pude agregar a este anual socorro la administración de los estados de Acevedo del excelentísimo señor conde de Miranda, mi señor, y, con su producto y los forzosos repuestos de mis tareas, logró una feliz y descansada vejez.

Fue mi padre hombre muy gracioso, de agradable trato y de conversación entretenida y variamente docta. No salía de su tienda comprado o vendido libro alguno, antiguo o moderno, que no lo leyese antes con cuidado e inteligencia. En la historia fue famoso y puntualísimo, y en las facultades escolásticas entendía más que lo que regularmente se presume de un lego con atención a otros cuidados. Gozó de unos humores apacibles, un ánimo suave, sosegado y continuamente festivo. Fue verdadero en sus tratos, humilde en sus obras y palabras, y pacífico y conforme en todas las adversidades. Murió de sesenta y ocho años, con ayuda de los médicos, de una calentura ustiva que declinó en unas parótidas, que ellos llaman sintomáticas, y en todo el tiempo de su enfermedad mantuvo la alegría y la gracia del genio, pues hasta la última hora no dejó las preciosas agudezas de su buen humor.

Mi madre, Manuela de Villarroel, vive hoy, cargada con setenta y cuatro años; pero la fortaleza de sus humores y la robustez del genio arrastran la pesadumbre de la edad sin penosa fatiga ni desazón desesperada. La memoria se le ha hundido un poco, pero las demás potencias las usa con prontitud y con deleite. Mi madre fue hija de Francisco de Villarroel, y éste sustentó una dilatada familia con una tienda de lienzos que tenía en la plaza de Salamanca, unas viñas y una casa bodega en el lugar de Villamayor, que son las únicas raíces que conocí en toda mi generación.

Ya he destapado los primeros entresijos de mi descendencia; no dudo que en registrando más rincones se encontrará más basura y más limpieza, pero ni lo más sucio me dará bascas, ni lo más relamido me hará saborear con gula reprehensible. Mis disgustos y mis alegrías no están en el arbitrio de los que pasaron ni en las elecciones de los que viven. Mi afrenta o mi respeto están colgados solamente de mis obras y de mis palabras; los que se murieron nada me han dejado; a los que viven no les pido nada, y en mi fortuna o en mi desgracia no tienen parte ni culpa los unos ni los otros. Lo que aseguro es que pongo lo más humilde y que he entresacado lo más asqueroso de mi generación, para que ningún soberbio presumido imagine que me puede dar que sentir en callarme o descubrirme los parientes. Algunos tendrían, o estarán ahora, en empleos nobles, respetosos y ricos: el que tenga noticia de ellos, cállelos y descúbralos, que a mí sólo me importa retirarme de las persuasiones de la vanagloria y de los engreimientos de la soberbia. Los hombres todos somos unos: a todos nos rodea la misma carne, nos cubren unos mismos elementos, nos alienta una misma alma, nos afligen unas mismas enfermedades, nos asaltan unos mismos apetitos y nos arranca del mundo la muerte. Aun en las aprehensiones que producen nuestra locura, no nos diferenciamos cuasi nada. El paño que me cubre es un poco más gordo de hiladura que el que engalana al príncipe; pero ni a él le desfigura de hombre lo delgado ni lo libra de achaques lo pulido, ni a mí me descarta del gremio de la racionalidad lo burdo del estambre. Nuestra raza no es más que una; todos nos derivamos de Adán. El árbol más copetudo tiene muchos pedazos en las zapaterías, algunos zoquetes en las cardas y muchos estillones y mendrugos en las horcas y los tablados, y al revés, el tronco más rudo tiene muchas estatuas en los tronos, algunos oráculos en los tribunales y muchas imágenes en los templos. Yo tengo de todo y en todas partes, como todos los demás hombres; y tengo el consuelo y la vanidad de que no siendo hidalgo ni caballero, sino villanchón redondo, según se reconoce por los cuatro costados que he descosido al sayo de mi alcurnia, hasta ahora ni me ha desamparado la estimación, ni me ha hecho dengues ni gestos la honra, ni me han escupido a la cara ni al nacimiento los que reparten en el mundo los honores, las abundancias y las fortunas.

Otros, con tan malos y peores abuelos como los que me han tocado, viven triunfantes, poderosos y temidos; y muchos de los que tienen sus raíces en los tronos, andan infames, pobres y despreciados. Lo que aprovecha es tener buenas costumbres, que éstas valen más que los buenos parientes; y el vulgo, aunque es indómito, hace justicia a lo que tiene delante. Los abuelos ricos suelen valer más que los nobles; pero ni de unos ni de otros necesita el que se acostumbra a honrados pensamientos y virtuosas hazañas. Un cristiano viejo, sano, robusto, lego y de buen humor es el que debe desear para abuelo el hombre desengañado de estas fantasmas de la soberbia; que sea procurador, abujetero o boticario, todo es droga. Yo, finalmente, estoy muy contento con el mío, y he sido tan dichoso con mis pícaros parientes que, a la hora que esto escribo, a ninguno han ahorcado ni azotado, ni han advertido los rigores de la justicia, de modo alguno, la obediencia al rey, a la ley y a las buenas costumbres. Todos hemos sido hombres ruines, pero hombres de bien, y hemos ganado la vida con oficios decentes, limpios de hurtos, petardos y picardías. Esta descendencia me ha dado Dios y ésta es la que me conviene y me importa. Y ya que he dicho de dónde vengo, voy a decir lo que ha permitido Dios que sea.

Nacimiento, crianza y escuela de Don Diego de Torres y sucesos hasta los primeros diez años de su vida, que es el primer trozo de su vulgarísima historia

Y

o nací entre las cortaduras del papel y los rollos del pergamino en una casa breve del barrio de los libreros de la ciudad de Salamanca, y renací por la misericordia de Dios en el sagrado bautismo en la parroquia de San Isidoro y San Pelayo, en donde consta este carácter, que es toda mi vanidad, mi consuelo y mi esperanza. La retahíla del abolorio que dejamos atrás está bautizada también en las iglesias de esta ciudad, unos en San Martín, otros en San Cristóbal y otros en la iglesia catedral, menos los dos hermanos, Roque y Francisco, que son los que trasplantaron la casta. Los Villarroeles, que es la derivación de mi madre, también tiene de trescientos años a esta parte asentada su raza en esta ciudad, y en los libros de bautizados, muertos y casados, se encontrarán sus nombres y ejercicios.

Criéme, como todos los niños, con teta y moco, lágrimas y caca, besos y papilla. No tuvo mi madre en mi preñado ni en mi nacimiento antojos, revelaciones, sueños ni señales de que yo había de ser astrólogo o sastre, santo o diablo. Pasó sus meses sin los asombros de las pataratas que nos cuentan de otros nacidos, y yo salí del mismo modo, naturalmente, sin más testimonios, más pronósticos ni más señales y significaciones que las comunes porquerías en que todos nacemos arrebujados y sumidos. Ensuciando pañales, faldas y talegos, llorando a chorros, gimiendo a pausas, hecho el hazmerreír de las viejas de la vecindad y el embelesamiento de mis padres, fui pasando hasta que llegó el tiempo de la escuela y los sabañones. Mi madre cuenta todavía algunas niñadas de aquel tiempo: si dije este despropósito o la otra gracia, si tiré piedras, si embadurné el vaquero, el papa, caca y las demás sencilleces que refieren todas las madres de sus hijos; pero siendo en ellas amor disculpable, prueba de memoria y vejez referirlas, en mí será necedad y molestia declararlas. Quedemos en que fui, como todos los niños del mundo, puerco y llorón, a ratos gracioso y a veces terrible, y están dichas todas las travesuras, donaires y gracias de mi niñez.

A los cinco años me pusieron mis padres la cartilla en la mano y, con ella, me clavaron en el corazón el miedo al maestro, el horror a la escuela, el susto continuado a los azotes y las demás angustias que la buena crianza tiene establecidas contra los inocentes muchachos. Pagué con las nalgas el saber leer, y con muchos sopapos y palmetas el saber escribir; y en este Argel estuve hasta los diez años, habiendo padecido cinco en el cautiverio de Pedro Rico, que así se llamaba el cómitre que me retuvo en su galera.

Ni los halagos del maestro, ni las amenazas, ni los castigos, ni la costumbre de ir y volver de la escuela pudieron engendrar en mi espíritu la más leve afición a las letras y las planas. No nacía esta rebelión de aquel común alivio que sienten los muchachos con el ocio, la libertad y el esparcimiento, sino de un natural horror a estos trastos, de un apetito proprio a otras niñerías más ocasionadas y más dulces a los primeros años. El trompo, el reguilete y la matraca eran los ídolos y los deleites de mi puerilidad, cuanto más crecía el cuerpo y el uso de la razón, más aborrecía el linaje de trabajo.

Aseguro que, habiendo sido mi nacimiento, mi crianza y toda la ocupación de mi vida entre los libros, jamás tomé alguno en la mano deseoso del entretenimiento y la enseñanza que me podían comunicar sus hojas. El miedo al ocio, la necesidad y la obediencia a mis padres me metieron en el estudio y, sin saber lo que me sucedía, me hallé en el gremio de los escolares, rodeado del vade y la sotana. Cuando niño, la ignorancia me apartó de la comunicación de las lecciones; cuando mozo, los paseos y las altanerías no me dejaron pensar en sus utilidades; y cuando me sentí barbado, me desconsoló mucho la variedad de sentimientos, la turbulencia de opiniones y la consideración de los fines de sus autores.

A los libros ancianos aún les conservaba algún respeto; pero después que vi que los libros se forjaban en unas cabezas tan achacosas como la mía, acabaron de poseer mi espíritu, el desengaño y el aborrecimiento. Los libros gordos, los magros, los chicos y los grandes, son unas alhajas que entretienen y sirven en el comercio de los hombres. El que los cree, vive dichoso y entretenido; el que los trata mucho, está muy cerca de ser loco; el que no los usa, es del todo necio. Todos están hechos por hombres y, precisamente, han de ser defectuosos y oscuros como el hombre. Unos los hacen por vanidad, otros por codicia, otros por la solicitud de los aplausos, y es rarísimo el que para el bien público se escribe. Yo soy autor de doce libros, y todos los he escrito con el ansia de ganar dinero para mantenerme. Esto nadie lo quiere confesar; pero atisbemos a todos los hipócritas, melancólicos embusteros que suelen decir en sus prólogos que por el servicio de Dios, el bien del prójimo y redención de las almas dan a luz aquella obra, y se hallará que ninguno nos la da de balde, y que empieza el petardo desde la dedicatoria, y que se espiritan de coraje contra los que no se la alaban e introducen.

Muchos libros hay buenos, muchos malos e infinitos inútiles. Los buenos son los que dirigen las almas a la salvación por medio de los preceptos de enfrenar nuestros vicios y pasiones; los malos son los que se llevan el tiempo sin la enseñanza ni los avisos de esta utilidad; y los inútiles son los más de todas las que se llaman facultades. Para instruirse en el idioma de la medicina y comer sus aforismos basta un curso cualquiera, y pasan de doce mil los que hay impresos sin más novedad que repetirse, trasladarse y maldecirse los unos a los otros; y lo mismo sucede entre los oficiales y maestros que parlan y practican las demás ciencias. Yo confieso que para mí perdieron el crédito y la estimación los libros después que vi que se vendían y apreciaban los míos, siendo hechuras de un hombre loco, absolutamente ignorante y relleno de desvaríos y extrañas inquietudes. La lástima es -y la verdad - que hay muchos autores tan parecidos a mí que sólo se diferencian del semblante de mis locuras en un poco de moderación afectada; pero en cuanto a necios, vanos y defectuosos, no nos quitamos pinta. Finalmente, la natural ojeriza, el desengaño ajeno y el conocimiento proprio, me tienen días ha desocupado y fugitivo de su conversación, de modo que no había cumplido los treinta y cuatro años de mi edad cuando derrenegué de todos sus cuerpos; y una mañana que amaneció con más furia en mi celebro esta especie de delirio, repartí entre mis amigos y contrarios mi corta librería y sólo dejé sobre la mesa y sobre un sillón que está a la cabecera de mi cama la tercera parte de Santo Tomás, Kempis, el padre Croset, Don Francisco de Quevedo y tal cual devocionario de los que aprovechan para la felicidad de toda la vida y me pueden servir en la ventura de la última hora.

En los últimos años de la escuela, cuando estaba yo aprendiendo las formaciones y valor de los guarismos, empezaron a hervir a borbotones las travesuras del temperamento y de la sangre. Hice algunas picardigüelas, reparables en aquella corta edad. Fueron todas nacidas de falta de amor a mis iguales y de temor y respeto a mis mayores. Creo que en estas osadías no tuvieron toda la culpa la simplicidad, la destemplanza de los humores ni la natural inquietud de la niñez; tuvo la principal acción en mis revoltosas travesuras la necedad de un bárbaro oficial de un tejedor, vecino a la casa de mis padres, porque este bruto - era gallego - dio en decirme que yo era el más guapo y el más valiente entre todos los niños de la barriada, y me ponía en la ocasión de reñir con todos, y aun me llevaba a pelear a otras parroquias. Azuzábame como a los perros contra los otros muchachos, ya iguales, ya mayores y jamás pequeños; y lo que logró este salvaje fue llenarme de chichones la cabeza, andar puerco y roto y con una mala inclinación pegada a mi genio; de modo que, ya sin su ayuda, me salía a repartir y a recoger puñadas y mojicones sin causa, sin cólera y sin más destino que ejercitar las malditas lecciones que me dio su brutal entretenimiento. Esta inculpable descompostura puso a mis padres en algún cuidado y a mí en un trabajo riguroso, porque así su obligación como el cariño de los parientes y los vecinos que amaban antes mis sencilleces, procuraron sosegar mis malas mañas con las oportunas advertencias de muchos sopapos y azotes que, añadidos a los que yo me ganaba en las pendencias, componían una pesadumbre ya casi insufrible a mis tiernos y débiles lomos. Esta aspereza y la mudanza del salvaje tejedor, que se fue a su país, y sobre todo la vergüenza que me producía el mote de piel de diablo con que ya me vejaban todos los parroquianos y vecinos, moderaron del todo mis travesuras y volví, sin especial sentimiento, a juntarme con mi inocente apacibilidad.

Salí de la escuela leyendo sin saber lo que leía, formando caracteres claros y gordos, pero sin forma ni hermosura, instruido en las cinco reglillas de sumar, restar, multiplicar, partir y medio partir y, finalmente, bien alicionado en la doctrina cristiana, porque repetía todo el catecismo sin errar letra, que es cuanto se le puede agradecer a un muchacho y cuanto se le puede pedir a una edad en la que sola la memoria tiene más discernimiento y más ocasiones que las demás potencias. Con estos principios, y ya enmendado de mis travesurillas, pasé a los generales de la gramática latina en el colegio Trilingüe, en donde empecé a trompicar nominativos y verbos con más miedo que aplicación. Los provechos, los daños, los sentimientos y las fortunas que me siguieron en este tiempo los diré en el segundo trozo de mi vida, pues aquí acabaron mis diez años primeros, sin haber padecido en esta estación más incomodidades que las que son comunes a todos los muchachos. Salí, gracias a Dios, de las viruelas, el sarampión, las postillas y otras plagas de la edad, sin lesión reprehensible en mis miembros. Entré crecido, fuerte, robusto, gordo y felizmente sano en la nueva fatiga, la que seguí y finalicé como verá el que quiera leer u oír.

Trozo segundo de la vida de Don Diego de Torres

E

Empieza desde los diez años hasta los veinte

ste   Don Juan González de Dios, hoy doctor en Filosofía y catedrático de Letras Humanas en la Universidad de Salamanca, hombre primoroso y delicadamente sabio en la gramática latina, griega y castellana, y entretenido con admiración y provecho en la dilatada amenidad de las buenas letras, fue mi primer maestro y conductor en los preceptos de Antonio de Nebrija. Es Don Juan de Dios un hombre silencioso, mortificado, ceñudo de semblante, extático de movimientos, retirado de la multitud, sentencioso y parco en las palabras, rígido y escrupulosamente reparado en las acciones y, con estas modales y las que tuvo en la enseñanza de sus discípulos, fue un venerable, temido y prodigioso maestro.

Para que aprovechase sin desperdicios el tiempo, me entregaron totalmente mis padres a su cuidado, poniéndome en el pupilaje virtuoso, esparcido y abundante de su casa. Poco aficionado y felizmente medroso, cumplía con las tareas del estudio y los demás ejercicios que tenía impuestos la prudencia del maestro para hacer dichosos y aprovechados a sus pupilos. Procuraba poner en la memoria las lecciones que me señalaba su experiencia, con bastante trabajo y porfía, porque mi memoria era tarda, rebelde y sin disposición para retener las voces. El temor a su aspecto y a la liberalidad del castigo vencía en mi temperamento esta pereza o natural aversión, que siempre estuvo permanente en mi espíritu, a esta casta de entretenimientos o trabajos. La alegría, el orgullo y el bullicio de la edad me los tenía ahogados en el cuerpo su continua presencia. Interiormente hallaba yo en mí muchas disposiciones para ser malo, revoltoso y atrevido, pero el miedo me tuvo disimuladas y sumidas las inclinaciones. La rigidez y la opresión importan mucho en la primera crianza; el gesto del preceptor a todas horas sobre los muchachos les detiene las travesuras, les apaga los vicios, les sofoca las inconsideraciones y modera aun las inculpables altanerías de la edad. A la vista del maestro ningún muchacho es malo, ninguno perezoso; todos se animan a parecer aplicados y liberales; y la repetición y el vencimiento les va trocando las inclinaciones y haciendo que tomen el gusto a las virtudes. Regañando interiormente, lleno de hastío y disimulando la inapetencia a los estudios y a la doctrina, tragué tres años las lecciones, los consejos y los avisos; y, a pesar de mis achaques, salí bueno de costumbres y medianamente robusto en el conocimiento de la gramática latina. De muchos niños se cuenta que estudiaron esta gramática en seis meses y en menos tiempo. Yo doy gracias a Dios por la crianza de tan posibles penetraciones, pero creo lo que me parece. Lo que aseguro es que en mi compañía cursaban cuatrocientos muchachos las aulas de Trilingüe, y a todos nos tocó ser tan rudos que el más ingenioso se detuvo al mismo tiempo que yo, y otros permanecieron por muchos días. Es verdad que estos adelantamientos y milagros se los he oído referir a sus padres, y como éstos son partes tan apasionadas de sus hijos, se puede dudar de sus ponderaciones. Adelanta poco un niño en saber la gramática de corta edad; es gracia que sirve para el entretenimiento, pero es muy poca la disposición que adquiere para la inteligencia de las facultades superiores. No pierde tiempo el que gasta tres o cuatro años entre los Horacios, los Virgilios, los Valerios y los Ovidios; entre tanto, crece la razón, se dilata el conocimiento, se madura el juicio, se reposa el ingenio y se preparan sin violencia el deseo, la atención y la porfía para vencer las dificultades.

         Más allá del uso de la razón ha de pasar el que toma la tarea de los estudios. El silogizar no es para niños. Nada malogra el que se detiene hasta los quince o diez y seis años entretenido en las construcciones de los poetas. Hasta aquí hablo con los que han de seguir los estudios para oficio y para ganancia. Los que no han de comer de las facultades, en cualquier tiempo, edad y ocasión que las soliciten, caminan con ventura; porque es todo adelantamiento cuanto emprenden, gracia cuanto saben y virtud cuanto trabajan.

Salí del pupilaje detenido, dócil, cuidadoso y poco castigado, porque viví con temor y reverencia al maestro. Gracias a Dios, no mostré entonces más inquietudes que tal cual fervor de los que se perdonan con facilidad a la niñez. Fui bueno porque no me dejaron ser malo; no fue virtud; fue fuerza. En todas las edades necesitamos de las correcciones y los castigos, pero en la primera son indispensables los rigores. Una de las más felices diligencias de la buena crianza es coger a los muchachos un maestro grave, devoto y discreto, a quien teman e imiten. Muchos mozos hay malos porque no tienen a quien temer, y muchos viejos delincuentes porque están fuera de la jurisdicción de los azotes. El maestro y la zurriaga debían durar hasta el sepulcro, que hasta el sepulcro somos malos, y de otro modo no se puede hacer bondad con el más bien acondicionado de los hombres. Los años, la prudencia, la honra y la dignidad son maestros muy apacibles, muy cuidadosos y muy parciales de nuestros antojos y apetitos; el zurriago es el maestro más respetoso y más severo, porque no sabe adular y sólo sabe corregir y detener. Murió pocos años ha el maestro de mis primeras letras, y lo temí hasta la muerte; hoy vive el que me instruyó en la gramática, y aún lo temo más que a las brujas, los hechizos, las apariciones de los difuntos, los ladrones y los pedigüeños, porque imagino que aún me puede azotar; estremecido estoy en su presencia y a su vista no me atreveré a subir la voz a más tono que el regular y moderado. Ello, parece disparate proferir que se hayan de criar los viejos con azotes, como los niños; pero es disparate apoyado en la inconstancia, soberbia, rebeldía y amor propio nuestro, que no nos deja hasta la muerte. Ahora me estoy acordando de muchos sujetos que, si los hubieran azotado bien de mozos y los azotaran de viejos, no serían tan voluntariosos y malvados como son. En todas edades somos niños y somos viejos, mirando a lo antojadizo de las pasiones; en todo tiempo vivimos con inclinación a las libertades y a los deleites forajidos, y valen poco para detener su furia las correcciones ni las advertencias. El palo y el azote tiene más buena gente que los consejos y los agasajos; finalmente, en todas edades somos locos, y el loco por la pena es cuerdo.

         Pasé desde mi pupilaje al colegio de Trilingüe, en donde me vistieron una beca que alcanzó mi padre de la Universidad de Salamanca. Fui examinado, como es costumbre, en el claustro de diputados de aquella Universidad; y, según la cuenta, o me suplieron como a niño o correspondí a satisfacción de los examinadores, porque no faltó voto. Empecé la tarea de los que llaman estudios mayores, y la vida de colegial a los trece años, bien descontento y enojado, porque yo quería detenerme más tiempo con el trompo y la matraca, pareciéndome que era muy temprano para meterme a hombre y encerrarme en la melancolía de aquel casarón. Estaba de rector del colegio, en la coyuntura de mi entrada, un clérigo virtuoso, de vida irreprehensible, pero ya viejo, enfermo y aburrido de lidiar con los jóvenes, que se creían encerrados en aquella casa. Sus achaques, la vejez y los anteriores trabajos lo tenían sujeto a la cama muchas horas del día y muchos meses del año; y, con esta seguridad y el ejemplo de otros colegiales amigos del ocio, la pereza y las diversiones inútiles, iba insensiblemente perdiendo la inocencia y amontonando una población de vicios y desórdenes en el alma. Halléme sin guardián, sin celador y sin maestro, y empezó mi espíritu a desarrebujar las locuras del humor y las inconsideraciones de la edad con increíble desuello y insolencia.

El gusto de mis padres y el apoyo del clérigo rector me destinaron para que estudiase la Filosofía; y señalándome el maestro a quien había de oír, que fue el padre Pedro de Portocarrero, de la compañía de Jesús, comencé esta carrera descuidado y menos medroso, porque ya me consideraba libre de los castigos, dueño de mi voluntad y señor absoluto de mis acciones y disparates. Acudía tarde e ignorante a las conferencias, miraba sin atención las lecciones, retozaba y reñía con mis condiscípulos (no obstante las reverendas de la beca colorada), metíme a bufón y desvergonzado con los nuevos y profesé de truhán, descocado y decidor con todos, sin reservar las gravedades del maestro. Seguía en el aula, a pesar de las correcciones, avisos y asperezas del lector, este género de alegrías peligrosas, y en el colegio continuaba con mis compañeros otros desórdenes y libertades que bastaron para hacerme holgazán y perdulario.

Huyendo muchos días de la aula y no estudiando ninguno, llegué arrastrando hasta las últimas cuestiones de la Lógica. Viendo el lector que perdía el tiempo y que no me enmendaban los consejos ni me contenían las correcciones ni las amenazas, citó una tarde a mi padre y al rector del colegio para argüirme, avergonzarme y reprehenderme en su presencia. Yo tuve noticia de esta prevención por un condiscípulo; y antes que llegasen a cogerme en la junta, rompí delante del lector los cartapacios que le había mal escrito y le dije, con osada deliberación, que no quería estudiar. Apretóme en respuesta unas cuantas manotadas y mandó que me agarrasen los demás muchachos, los que me tuvieron asido hasta que llegaron el rector y mi padre. Metiéronme a empujones en un apartamiento de la sacristía, que llaman la trastera, y allí me hicieron los cargos y las datas. Aconsejábanme a coces y advertíanme a gritos; yo recogía de mala gana los unos y los otros. Hice el sordo, el sufrido y el enmendado; y después que salí de sus uñas, hice también el propósito de no volver a la aula y, como era malo, lo cumplí puntualmente. Y éstas han sido todas las lecciones, los actos, los cursos y los ejercicios que hice en la Universidad de Salamanca. Unos retazos lógicos muy mal vistos fueron todos los adornos y elementos de mis estudios.

Considere el que ha llegado hasta aquí leyendo la materia de que se hacen los doctores y los hombres que escriben libros de moralidades y doctrinas, y verá que la necedad del vulgo y la fortuna particular de cada uno tienen en su antojo la mayor parte de sus conveniencias, sus créditos y sus exaltaciones. Yo sé de mí que gozo un vulgar ingenio, desnudo de la enseñanza, la aplicación, los libros, los maestros y de todo cuanto debe concurrir a formar un hombre medianamente erudito; y me han cacareado las obras y las palabras, a pesar de mis confesiones, mis rudezas, mis descuidos y las continuas burlas y desprecios con que las he satirizado. Arrimé desde este suceso la Lógica y cogí nuevo horror a las ciencias, de modo que en cinco años no volví a ver libro alguno de los que se rompen en las Universidades. Las novelas, las comedias y los autores romancistas me entretuvieron la ociosidad y el retiro forzado; y éstos me dejaron descuidadamente en la memoria tal cual estilo y expresión castellana con que me bandeo para darme a entender en las conversaciones, los libros y las correspondencias.

Hundido en el ocio y la inquietud escandalosa, y sin haberme quedado con más obligación que la de asistir a la cátedra de Retórica, que era la advocación de mi beca, proseguí en el colegio, sufrido y tolerado de la lástima y del respeto a mis pobres padres. En este arte no adelanté más que la libertad de poder salir de casa y algún bien que a mi salud le pudo dar el ejercicio. Era el catedrático el doctor Don Pedro de Samaniego de la Serna. Los que conocieron al maestro y han tratado al discípulo podrán discurrir lo que él me pudo enseñar y yo aprender. Acuérdome que nos leía a mí y a otros dos colegiales por un libro castellano, y éste se le perdió una mañana viniendo a escuelas; puso varios carteles, ofreciendo buen hallazgo al que se lo volviese. El papel no pareció, con que nos quedamos sin arte y sin maestro, gastando la hora de la cátedra en conversaciones, chanzas y novedades inútiles y aun disparatadas.

         Los años me iban dando fuerza, robustez, gusto y atrevimiento para desear todo linaje de enredos, diversiones y disparates, y yo empecé con furia implacable a meterme en cuantos desatinos y despropósitos rodean a los pensamientos y las inclinaciones de los muchachos. Aprendí a bailar, a jugar la espada y la pelota, torear, hacer versos, y paré todo mi ingenio en discurrir diabluras y enredos para librarme de la reclusión y las tareas en que se deben emplear los buenos colegiales de aquella casa. Abría puertas, falseaba llaves, hendía candados, y no se escapaba de mis manos pared, puerta ni ventana en donde no pusiese las disposiciones de falsearla, romperla o escalarla.

Era grave delito en mi tiempo romper de noche la clausura y tomar de día la capa y la gorra, y todas las noches y los días quebrantaba a rienda suelta estos preceptos. Mi cuarto más parecía garito de ladrón que aposento de estudiante, porque en él no había más que envoltorios de sogas, espadas de esgrima, martillos, barrenos y estacones. Di en hurtar al rector y colegiales las frutas, los chorizos y otros repuestos comestibles que guardaban en la despensa y en sus cuartos. Gracias a Dios que me contuve en ser ratero de estas golosinas, porque los deseos de enredar, reír y burlarme eran desesperados, que fue providencia del cielo no acabar en vicio execrable lo que empezó por huelga tolerada. Las trazas, las ideas y las invenciones de que yo usé para hacer estos hurtillos y abrir las puertas para huir de la sujeción y la clausura no las quiero declarar, porque el manifestarlas más sería proponer vicios que imitasen los lectores incautos que referir pueriles travesuras. Lo que puedo asegurar es que en las vidas de Dominico Cartujo, Pedro Ponce y otros ahorcados, no se cuentan ardides ni mañas tan extravagantes ni tan risibles como las que inventaba mi ociosidad y mi malicia. En la memoria de mis coetáneos duran todavía muchos sucesos que se recuerdan muchas veces en su tertulias. El que los quisiere saber, acuda a sus noticias, que las relaciones pasajeras de una conversación no dejan tan perniciosos deseos en los espíritus como las que introducen las hojas de un impreso.

Acompañábanme a estas picardigüelas unos amigos forasteros y un confidente de mi propio paño, tan revoltosos, maniáticos y atrevidos los unos como los otros. Callo sus nombres porque ya están tan enmendados que unos se sacrificarán a ser obispos y otros a consejeros de Castilla, y no les puede hacer buena sombra la crianza que tuvieron conmigo treinta años ha. En todo cuanto tenía aire de locura, descuaderno y disolución ridícula nos hallábamos siempre muy unidos, prontos, alegres y conformes. Hicimos compañía con los toreros y, amadrigados con esta buena gente, fuimos indefectibles alegradores en las novilladas y torerías, que son frecuentes en las aldeas de Salamanca. Profesé de jácaro y me hice al traje, al idioma y a la usanza de la picaresca con tal conformidad, que más parecía hijo de Pedro Arnedo que de Pedro de Torres. Para todos los desconciertos de los que siguen tan licenciosa y airada vida tuve disposiciones en mi genio y en mi salud; y, menos el vino (que hasta ahora no lo he probado) y el tabaco de hoja, todos los demás vicios que componen un desvergonzado jifero los miraba y padecía en el último grado de la disolución.

         Pasaba en el desorden de los viajes y en el matadero muchos días y, por la noche, era el primer convidado a los bailes, los saraos y las bodas de todas castas. Entretenía a los circunstantes con la variedad de muchas bufonadas y tonterías, que se dicen vulgarmente habilidades, y aventajaba en ellas a cuantos concurrían en aquellos tiempos al reclamo de tales holgorios y funciones. Disfrazábame treinta veces en una noche, ya de vieja, de borracho, de amolador francés, de sastre, de sacristán, de sopón, y me revolvía en los primeros trapos que encontraba que tuviesen alguna similitud a estas figuras. Representaba varios versos que yo componía a este propósito y arremedaba con propriedad ridículamente extraordinaria los modos, locuciones y movimientos de estas y otras risibles y extravagantes piezas. Tenía bolsa de titiritero y jugaba, con prontitud y disimulado, las pelotillas, los cubiletes y los demás trastos de embobar los concursos. Acompañaba con la guitarra un gran caudal de tonadillas graciosas y singulares, y danzaba con ligereza y con aire toda la escuela española, ya con castañeta, ya con la guitarra, ya con la espada y el broquel, dando sobre estos trastos variedad y multitud de vueltas, que no me pudo imitar ninguno de los mancebos que andaban entonces en la maroma de las locuras, deseosos de parecer bien con estas gracias, habilidades o desenfados. Finalmente, yo olvidé la gramática, las súmulas, los miserables elementos de la lógica que aprendí a trompicones, mucho de la doctrina cristiana y todo el pudor y encogimiento de mi crianza, pero salí gran danzante, buen toreador, mediano músico y refinado y atrevido truhán.

Revuelto en esas malas costumbres y distracciones, gasté cinco años en el colegio, y al fin de ellos volví a la casa de mis padres. Un mes poco más estuve en ella mal contento con la sujeción, atemorizado del respeto y escasamente corregido. Pero, a pesar de los gritos que me daban mis camaradas y de los llamamientos de mis inclinaciones traviesas, vivía más contenido y retirado. Leía, por engañar al tiempo y entretener la opresión, tal cual librillo de los que por inútiles se habían quedado del remate y desbarato de la tienda de mis padres, y especialmente me deleitó con embeleso indecible un tratado de la esfera del padre Clavio, que creo fue la primera noticia que había llegado a mis oídos de que había ciencias matemáticas en el mundo. Algunas veces, a hurtadillas de la vigilancia de mis padres y de mi obediencia, hice algunas salidas y escapatorias que se ordenaban a correr las cazuelas y cubiletes de las pastelerías, a hurtar las copiosas cenas de la capilla de Santa Bárbara, a introducirme con mis amigotes en las casas de cualquiera de los barrios extraviados donde sonaba el panderillo o la guitarra y a hacer burlas, embelecos y bufonadas con todo género de gentes y personas. Desde este tiempo tomaron tal miedo a estos hurtos y tan soberbio temor a los palos y pedradas que se levantaban entre los hurtados y ladrones, que los graduados y ministros de la Universidad, por acuerdo suyo, repartían las cenas a las tres de la tarde, quedándose sólo con los huevos, el jigote y la ensalada, para cumplir con la ceremonia y el hambre de la noche.

Omito el referir y particularizar las trazas y espantajos de que nos valíamos para lograr las presas, por no hacer más prolija esta historia y por no recordar, con las relaciones, los sentimientos y los enojos de muchos, que hoy viven, de los que padecieron tan pesadas burlas. Parecíale a mi espíritu que eran pocas y muy llenas de susto las libertades que se tomaba mi industria escandalosa, aprovechándose del sueño, el descuido y las ocupaciones de mi padre, y traté en mi interior de entregarme a todas las anchuras y correrías a que continuamente estaba anhelando mi altanero apetito. Precipitado de mis imaginaciones, una tarde que salieron al campo mis padres y hermanas y quedé yo en casa apoderado de los pocos ajuares de ella, tomé una camisa, el pan que pudo caber debajo del brazo izquierdo y doce reales en calderilla que estaban destinados para las prevenciones del día siguiente; y, sin pensar en paradero, vereda ni destino, me entregué a la majadería de mis deseos y a la necedad de la que llaman buena ventura. Y una y otra acompañadas de la soltura de mis pies me pusieron aquella noche en Calzada de Don Diego. Tomé posada en las gavillas de las eras; tumbado entre las pajas empecé a sacar pellizcos de la provisión que llevaba en la maleta de mi sobaco y, con el pan en la boca, me agarró un sueño apacible y dilatado. Dormí hasta que el sol me caldeó los hocicos con alguna aspereza y desperté arrepentido de haber dejado la acomodada pobreza de la casa de mis padres por la cierta desgracia del que camina sin conocimiento y sin dinero. Estuve un breve rato, mientras me sacudía de las pajas, lidiando contra las razones y los aciertos de volverme; pero quedé vencido o del temor a las reprehensiones que se me proponían o de los consejos de mi bribón apetito y, rompiendo por los trabajos, calamidades y miserias que me pintó de repente la consideración de mi cortedad y poca industria para buscar la comida, me encaminé a Portugal, sin proponérseme descanso, parada ni oficio a que me había de poner.

Entré por Almeida, y por el camino iba discurriendo parar en Braga, en donde residía un paisano en cuya franqueza ya libraba mi antojo el sustento, el ocio y la diversión. Pasada la Ponte de Coba, encontré a un ermitaño que había algunos años que rodaba por aquel pedazo de tierra, que llaman los portugueses Detras de os montes; y oliéndome éste en la conversación que emprehendimos y en los humos de mi bagaje que yo iba, como suelen decir, a buscar la vida, me convidó con las solicitudes y mañas que él había encontrado para sostener la suya. Propúsome el descanso, quietud, libertad y provechos de la tablilla, la independencia de las gentes y peligros del mundo, los intereses y seguridades de la soledad y el retiro; y sus ponderaciones y unos trozos de pernil que se asomaban por las roturas de una alforja que llevaba su borrico me arrastraron a probar la vida de santero.

A ratos espoleando arena y a veces subido sobre el burro, caminaba yo con mi nuevo y primero amo hacia las cuestas de Mundín, donde me dijo que tenía su habitación y, no lejos de ella, la ermita que cuidaba. Era el ermitaño un hombre devoto, de buen juicio, desengañado, discreto, humilde, de corazón arrogante y liberal, y de un espíritu tan valiente que nunca vio al miedo, ni entre la multitud, ni entre la soledad, ni entre las relaciones ni los asombros. Fue en Barcelona guarda mayor y administrador de rentas reales, y fue el hombre temido entre las asperezas de Cataluña por su valor, su cortesía y su buen modo. Retiráronlo del bullicio del mundo las tiranías de una ingratitud; y cuerdamente piadoso consigo, temiendo las continuaciones y las cautelosas asechanzas que le había empezado a poner la fortuna para derribarlo, se ocultó de sus reveses en las olvidadas situaciones del despoblado. Libraba el sustento a los trabajos de su demanda y ganaba el pan con escasa fatiga y dichosa recreación. Los ratos que le sobraban después de buscar el alimento, los lograba rezando, leyendo y meditando con despejada ternura, devota y atenta alegría. Venerábanle en todos los pueblos vecinos con honrados aprecios, porque, además de no ser enfadoso como los regulares demandantes ni pedigüeño importuno, sino un pobre garbosísimo y desinteresado, era cortesanamente apacible y muy gracioso en la conversación, la que seguía en cualquiera asunto de los civiles, limpia de adulaciones, hipocresías, embustes y necias lisonjas.

Estuvo aprovechando la vida algunos años este venerable hombre en la quietud de la soledad, hasta que lo sacó de ella una carestía y hambre común en aquellos países, a la que se siguió la pestilencia y la muerte de muchas personas y ganados. Llegó a guarecerse a Salamanca, en donde tuve la honra y el gusto de verle segunda vez y él el consuelo de encontrarme menos loco, más acomodado y viviendo con alguna honra en el pueblo donde nací. Viéndole viejo, fatigado e inútil para proseguir los afanes de la demanda, le rogué que se quedase hasta morir en mi casa; y, habiendo aceptado un breve rincón de ella para su retiro, lo llamó Dios a otro apartamiento más conforme, más santo y más oportuno para su costumbre y devoción. Llámase este humildísimo hombre Don Juan del Valle. Vive hoy y asiste en la portería de San Cayetano de Salamanca, en donde sirve de ejemplo y alegría a cuantos ven su afable y devoto rostro. Los padres de este observantísimo colegio le aman, conocen y tratan con respeto cariñoso. Vive contentísimo, porque le dan la comida y el entierro. No ha querido recibir nunca dineros ni más alhajas que alguna chupa, capa o calzones viejos, cuando ha tenido gran necesidad de cubrirse. Yo le guardo un amor paternal y una reverencia respetosa, sin atreverme a hacerle más ruegos que los que le encargo de que me encomiende a Dios.

Llegamos a la ermita, y sacando de un arcón un saco viejo, capilla y alpargatas, mandó que lo trocase por mi ropa, lo que hice prontamente, y la guardó en el mismo paraje donde había sacado los atavíos de santero. Me encargó las obligaciones de atizar la lámpara, barrer la ermita y cuidar del borrico; diome un par de desengaños y muchos consejos, los que remató con la saetilla de «haz aquello que quisieras haber hecho cuando mueras», y quedé una fantasma de beato tan propria, que me podía equivocar con el más pajizo padre del yermo.

         Cobré con su presencia el rubor y la humildad que habían arrojado de mi corazón los malos ejemplos y mis cavilaciones. A su vista respiraba cobarde, confundido y respetoso. Le amaba y le temía con especial inclinación y cuidado. Trabajaba con gusto y deseaba dárselo con todas mis operaciones y trabajos. Los ratos que me dejaban libres la lámpara, la escoba y el borrico, los entretenía leyendo varios libros devotos que repasaba muy a menudo mi padre ermitaño. Y en estos oficios permanecí cuatro meses, sin haberme disgustado ni los recuerdos de mis travesuras ni la mudanza de mis libertades a estas solitarias opresiones. Agradable con mis correspondencias y satisfecho de mi conducta, me enviaba a la recaudación de las limosnas mensuales con que le socorrían algunas personas aficionadas a la ermita y al ermitaño. Tratábame com mucho amor y con total confianza, y ambos vivíamos contentos, pagados y dichosos, porque el trabajo no era mucho, la diversión bastante, la comida más que moderada y el descanso regular, porque la noche toda la pasábamos en quietud y suspensión, sin más fatiga que leer o rezar dos horas y dormir seis o siete.

Toda la reparación de mi vida y la cobranza de mis perdidos talentos había encontrado en la presencia, en el trato y ejemplares acciones de este desengañado varón, y todo me lo volvió a quitar mi desdicha, mi flaqueza y mi poco juicio. Descuidóse en relinchar un poco mi juventud en una ocasión que habían venido a visitar el santuario unas familias portuguesas, estando ausente mi amo y mi maestro; y, medroso de que descubriese la incontinencia de unas licenciosas, indiferentes y equívocas palabras que le solté a una muchachuela que venía en la tropa, traté de huir de la aspereza con que ya me presumía reñido de la cordura de mi maestro y castigado del terrible rigor con que me pintaba a su semblante mi conocimiento, mi delito y su prudente queja. Y antes que se restituyese a la ermita, saqué mi ropa del arcón donde estaba depositada y, dejando el reverendo saco, marché acelerado con los temores de que no me encontrase en el camino de Coimbra, adonde me prometían mis ignorancias y antojos alegre paradero.

Sin el susto del encuentro que temía, y sin haber padecido más descomodidades que las que por fuerza ha de pasar el que camina a pie y sin dinero, llegué a la celebérrima Universidad de Coimbra. Presenté a mi persona en los sitios más acompañados del pueblo y, ensartándome en las conversaciones, persuadí en ellas que yo era químico y mi primer ejercicio el de maestro de danzar en Castilla. Contaba mil felicidades de mis aplicaciones en una y otra facultad. Mentía a borbollones, y la distancia de los sucesos y mi disimulo - y las buenas tragaderas de los que me oían -, hicieron creíbles y recomendables mis embustes. Confiado en las lecciones que había tomado en Salamanca del arte de danzar y en unas recetas desparramadas de un médico francés que tenía en la memoria, me vendí por experimentado en uno y otro arte.

El ansia de ver el hombre nuevo (que es general en todas gentes y naciones) me juntó alegres discípulos, desesperados enfermos y un millón de aclamaciones necias, hijas de la sencillez, de la ignorancia y del atropellamiento de la novedad. Yo sembraba unturas, plantaba jarabes, injería cerotes y rociaba con toda el agua y los aceites de mi recetario a los crónicos, hipocondríacos y otros enfermos impertinentes, raros y cuasi incurables. Recogía el mismo fruto que los demás doctores sabios, afortunados y estudiosos, que era la propina, el crédito, la estimación, el aplauso y todos los bienes e inciensos que les da la inocencia y la esperanza de la sanidad. En orden a los sucesos tuve mejor ventura o más seguro modo para lograrlos favorables que el Hipócrates, porque a éste y cuantos siguieron y siguen sus aforismos y lecciones, se les murieron muchos de los que curaban, otros salían a puerto y otros se quedaban con los achaques. De mis emplastados y ungidos ninguno se murió, porque las recetas no tenían virtud para sanar ni para hacer daño; algunos sanaban con la providencia de la naturaleza y a los más se les quedaba en el cuerpo el mal y la medicina y la aprehensión les hacía creer algún alivio. Fui, no obstante mi necesidad, mi arrojo e ignorancia, un empírico considerado y más prudente que lo que se podía esperar de mi cabeza y mis pocos años, porque no me metí con enfermo alguno de los agudos, ni tuve el atrevimiento de administrar purgantes, ni abonar ni maldecir las sangrías. Bien penetraba mi poca filosofía lo peligroso de éstos y lo poco importante de mis apósitos; y con esta seguridad y conocimiento vivíamos todos, mis dolientes con sus achaques y yo con sus alabanzas y dineros.

         En la danza también tuve que trabajar; pero en ésta con más satisfacción y sin ningún peligro, porque era más diestro en los compases que los médicos en sus curaciones y vivía fuera de las congojas de que me capitulasen de necio en el ejercicio. A pocos días era ya la celebridad y conversación de los melancólicos, los desocupados y noveleros. Y con sus solicitudes y aprehensiones, arribé a juntar algunas monedas de oro, buenas camisas y un par de vestidos que me engalanaban y prometían mi poco seso.

La ridícula historia de unos indiscretos celos de un destemplado portugués, cuya infame sospecha es digna de que se quede enterrada en el silencio y el olvido, me obligó a dejar Coimbra y tomar seguridad en la ciudad de Oporto, adonde me mantuve gastando en figura de caballero lo que había ganado en ocho meses a hacer cabriolas con los pies y las manos.

Aunque procuraba gastar el dinero con alguna dieta, llegó el caso de aniquilarse mi caudal y de verme en la congoja de elegir nuevo camino para buscar la vida, con la que andaba de perdición en perdición. No discurría en vereda en que no contemplase mil estorbos, enfados, opresiones y descomodidades; y, pareciéndome más libre y más holgona la de soldado, asenté plaza en el regimiento de los ultramarinos, en la compañía de D. Félix de Sousa. Pagáronme razonablemente la entrada; tomó un sargento las señas de mi figura con distinción bastante y menudencia, y le dije que mi nombre era Gabriel Gilberto, y con este fingimiento corrí la temporada que anduve vestido con la librea verde. El miedo a los palos, a las baquetas, al potro y a los demás castigos con que se reprehenden las faltas menudas en la milicia, me hizo cumplir exactamente con las obligaciones de soldado. Queríame mucho mi capitán, y yo le pagaba el cariño con singular respeto y pronta asistencia a cuanto se le ofrecía.

         Trece meses estuve bastantemente gustoso en este ejercicio y me parece que hubiera continuado esta honrada carrera si no me hubieran arrancado del camino las persuasiones de unos toreros, hijos de Salamanca, que pasaron a Lisboa a torear en unas fiestas reales que se hicieron en aquella corte. Facilitaron los medios de la deserción, disfrazándome con la jaquetilla, el sombrero a la chamberga y los demás arneses de la bribia; yo consentí porque, aunque vivía gustoso, deseaba ver a mis padres y los muros de mi patria. En el convento de San Francisco de Lisboa me despojé del uniforme y, vestido con las sobras de un torero llamado Manuel Felipe, me encuaderné en la tropa, y juntos todos tomamos el camino de Castilla, sin habernos sucedido acaso alguno digno de ponerse en esta relación.

Al paso que me iba acercando a Salamanca, iba creciendo en mi corazón el miedo y la vergüenza y otros embarazos que me dificultaban la entrada a la casa y la vista de mis padres. Nunca me resolví a que me viesen con la gentecilla con quien venía incorporado; y fingiendo con mis camaradas que tenía precisión de detenerme algunas semanas en Ciudad Rodrigo, me dejaron como a una legua distante de Valdelamula, libre del riesgo que amenazaba a mi vida si me mantuviera en las posesiones de Portugal. Entré en Ciudad Rodrigo y me volví a la ropa de estudiante, prestándome por entonces, en la confianza de que lo pagarían mis padres, D. Juan de Montalvo lo que era oportuno para ponerme delante de gentes de razón.

         Escribí a Salamanca a varios intercesores para que templasen el justo enojo de mis padres y les persuadiesen lo desengañado que volvía de mis aventuras y delirios; y el amor, la necesidad y la consideración de los peligros a que me volvería a arrojar y los ruegos de los interlocutores, me facilitaron con suavidad y con dulzura su cariño y acogimiento. Recibiéronme gustosos; yo me eché a sus pies avergonzado y con propósitos de no darles más pesadumbres y juré nuevamente mi obediencia. Las raras gentes que traté en las ridículas aventuras de químico, soldado, santero y maestro de danza, el crecimiento de los años y la mayor edad de la razón, me pasmaron un poco el orgullo, de modo que ya tomaba algún asco a las desenvolturas y libertades que había aprendido en la escuela de mi ociosidad y en las maestrías de mis amigotes. Ya conocía yo que iban faltando de mi celebro muchas de aquellas cavilaciones y delirios que me aguijoneaban a los disparates y los despropósitos. Desamparado, pues, mi seso de algunas turbaciones y libre del mal ejemplo de mis compatriotas (que ya faltaban todos de Salamanca), empecé una vida más segura y menos rodeada de enredos, bufonadas y desvergüenzas.

         No fui bueno, pero a ratos disimulaba mis malicias. No dejé de ser muchacho, pero ya era un mozo más tolerable y menos aborrecido de las gentes de buena crianza. Era atento y cortesano exquisitamente con los mayores y los iguales y, con esta diligencia y la de mi serenidad, fui ganando el cariño de los que antes me aborrecían con razón y con extremo. Con estas disposiciones volví de Portugal a mi patria. Las aventuras que fueron sucediendo a mi vida las verá el que leyere u oyere el tercer Trozo que se sigue.

Trozo tercero de la vida e historia de Don Diego de Torres

Empieza desde los veinte años, poco más o menos, hasta los treinta, sobre meses menos o más

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or desarmar de las maldiciones, de los apodos y las cuchufletas con que han acostumbrado morder los satíricos de estos tiempos a cuantos ponen alguna obra en público; por encubrir con un desprecio fingido y negociante mi entonada soberbia; por burlarme sin escrúpulo y con sosiego descansado de la enemistad de algunos envidiosos carcomidos; y por reírme, finalmente, de mí proprio y de los que regañan por lo que no les toca ni les tañe, puse en mi cuerpo y en mi espíritu las horribles tachas y ridículas deformidades que se pueden notar en varios trozos de mis vulgarísimos impresos.

Muchas torpezas y monstruosidades están dichas con verdad, especialmente las que he declarado para manifestar el genio de mis humores y potencias; pero las corcovas, los chichones, tiznes, mugres y lagañas que he plantado en mi figura, las más son sobrepuestas y mentirosas, porque me ha dado la piedad de Dios una estatura algo más que mediana, una humanidad razonable y una carne sólida, magra, enjuta, colorada y extendida con igualdad y proporción, la que podía haber mantenido fresca más veranos que los que espero vivir, si no la hubieran corrompido los pestilentes aires de mis locuras y malas costumbres. Pues para que sea verdad cuanto se vea en esta historia (que hoy tiene tantos testigos como vivientes), pondré en este pedazo de mi Vida la verdadera facha, antes de proseguir con las revelaciones de mis sucesos, acasos y aventuras. Pintaréme como aparezco hoy, para que el que lea rebaje, añada y discurra cómo estaría a los veinte años de mi edad.

Yo tengo dos varas y siete dedos de persona; los miembros que la abultan y componen tienen una simetría sin reprehensión; la piel del rostro está llena, aunque ya me van asomando hacia los lagrimales de los ojos algunas patas de gallo; no hay en él colorido enfadoso, pecas ni otros manchones desmayados. El cabello (a pesar de mis cuarenta y seis años) todavía es rubio; alguna cana suele salir a acusarme lo viejo, pero yo las procuro echar fuera. Los ojos son azules, pequeños y retirados hacia el colodrillo. Las cejas y la barba, bien rebutidas de un pelambre alazán, algo más pajizo que el bermejo de la cabeza. La nariz es el solecismo más reprehensible que tengo en mi rostro, porque es muy caudalosa y abierta de faldones: remata sobre la mandíbula superior en figura de coroza, apagahumos de iglesia, rabadilla de pavo o cubilete de titiritero, pero, gracias a Dios, no tiene trompicones ni caballete, ni otras señales farisaicas. Los labios, frescos, sin humedad exterior, partidos sin miseria y rasgados con rectitud. Los dientes, cabales, bien cultivados, estrechamente unidos y libres del sarro, el escorbuto y otros asquerosos pegotes. El pie, la pierna y la mano son correspondientes a la magnitud de mi cuerpo; éste se va ya torciendo hacia la tierra y ha empezado a descubrir un semicírculo a los costillares, que los maldicientes llaman corcova. Soy, todo junto, un hombrón alto, picante en seco, blanco, rubio, con más catadura de alemán que de castellano o extremeño. Para los bien hablados, soy bien parecido; pero los marcadores de estaturas dicen que soy largo con demasía, algo tartamudo de movimientos y un si es no es derrengado de portante. Mirado a distancia, parezco melancólico de fisonomía, aturdido de facciones y triste de guiñaduras; pero, examinado en la conversación, soy generalmente risueño, humilde y afectuoso con los superiores, agradable y entretenido con los inferiores, y un poco libre y desvergonzado con los iguales. El vestido (que es parte esencialísima para la similitud de los retratos) es negro y medianamente costoso, de manera que ni pica en la profanidad escandalosa ni se mete en la estrechez de la hipocresía puerca y refinada. El paño primero de Segovia, alguna añadidura de tafetán en el verano y terciopelo en el invierno, han sido las frecuentes telas con que he arropado mi desvaído corpanchón. El corte de mi ropa es el que introduce la novedad, el que abraza el uso y antojo de las gentes y, lo más cierto, el que quiere el sastre. Guardo en la figura de abate romano la ley de la reforma clerical, menos en los actos de mis escuelas, que allí me aparezco con los demás catones envainado en el bonete y la sotana, que son los apatuscos de doctor, las añadiduras de la ciencia y la cobertera de la ignorancia. A diligencias de los criados voy limpio por de fuera y, con los melindres de mis hermanas, por de dentro; porque, a pesar de mi pereza y mi descuido, me hacen remudar el camisón todos los días. Llevo a ratos todos los cascabeles y campanillas que cuelgan de sus personas los galanes, los ricos y los aficionados a su vanidad: reloj de oro con sus borlones que van besando la ingle derecha, sortijón de diamantes, caja de irregular materia con tabaco escogido, sombrero de Inglaterra, medias de Holanda, hebillas de Flandes y otros géneros que, por gritones y raros, publican la prolijidad, la locura, el antojo, el uso y el aseo. Mezclado entre los duques y los arcedianos, ninguno me distinguirá de ellos, ni le pasará por la imaginación que soy astrólogo ni que soy el Torres que anda en esos libros siendo la irrisión y el mojarrilla de las gentes.

He sido el espanto y la incredulidad de los que buscan y desean conocer mi figura, porque los más pensaban encontrarse con un escolar monstruoso, viejo, torcido, jorobado, cubierto de cerdones, rodeado de una piel de camello o malmetido en alguna albarda, como hábito proprio de mi brutalidad. Éste soy, en Dios y en mi conciencia; y por esta copia y la similitud que tiene mi gesto con la cara del mamarracho que se imprime en la primera hoja de mis almanaques, me entresacará el más rudo, aunque me vea entre un millón de hijos de Madrid.

        El genio, el natural o este duende invisible (llámese como quisieren) por cuyas burlas, acciones y movimientos rastreamos algún poco de las almas, anda copiado con más verdad en mis papeles, ya porque cuidadosamente he declarado mis defectos, ya porque a hurtadillas de mi vigilancia se han salido, arrebujados entre las expresiones, las bachillerías y las incontinencias, muchos pensamientos y palabras que han descubierto las manías de mi propensión y los delirios de mi voluntad. Desmembrado y escasamente repartido se encuentra en algunas planas el cuerpo de mi espíritu; y para cumplir con el asunto que me he tomado, juntaré en breves párrafos algunas señas de mi interior, para que me vea todo junto el que quisiere quedar informado de lo que soy por dentro y por fuera.

       Tengo, como todos los hijos de Adán, hígado, bazo, corazón, tripas, hipocondrios, mesenterio y toda la caterva de rincones y escondrijos que asegura y demuestra la docta Anatomía. Estos son (según aseguran los filósofos naturales) los nidos y las chozas donde se esconden y retiran los apetitos revoltosos, los afectos inescrutables y las pasiones altaneras y porfiadas. Dicen que habitan en estas interiores cavernas de la humanidad; y lo benigno, lo furioso, lo dócil y lo destemplado, lo arguyen de la disposición, textura, cualidad y temperamento de la parte. La pintura es galana, vistosa y posible; pero yo no sé si es verdadera. Lo cierto es que, salga del hígado, del bazo o del corazón, yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se pueden encontrar en todos los hombres juntos y separados.

Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso de estas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos; porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración. A la mayor o menor altura de los afectos y a la más furiosa o sosegada expresión de las pasiones, llaman genio, natural o crianza la mayor parte de la comunidad de las gentes; y si el mío se ha de conocer por las más repetidas exaltaciones del ánimo, aquí las pondré con la verdad que las examino, apartando por este breve rato el sonrojo que se va viniendo a mi semblante.

Soy regularmente apacible, de trato sosegado, humilde con los superiores, afable con los pequeños y, las más de las veces, desahogado con los iguales. En las conversaciones hablo poco, quedo y moderado, y nunca tuve valor para meterme a gracioso, aunque he sentido bullir en mi cabeza los equívocos, los apodos y otras sales con que sazonan los más políticos sus pláticas. Hállome felizmente gustoso entre toda especie, sexo y destino de personas; sólo me enfadan los embusteros, los presumidos y los porfiados; huyo de ellos luego que los descubro, con que paso generalmente la vida dichosamente entretenido. Tal cual resentimiento padece el ánimo en las precisas concurrencias, donde son inexcusables los pelmazos, los tontos y otras mezclas de majaderos que se tropiezan en el concurso más escogido; pero éste es mal de muchos y consuelo mío. Sufro sus disparates con conformidad y tolerancia, y me vengo de sus desatinos con la pena que presumo que les darán mis desconciertos. Soy dócil y manejable en un grado vicioso y reprehensible, porque hago y concurro a cuanto me mandan, sin examinar los peligros ni las resultas infelices; pero bien lo he pagado, porque las congojas y desazones que he padecido en este mundo no me las han dado mis émulos, mis enemigos ni la mala fortuna, sino es mi docilidad y mi franqueza.

Mi dinero, mis súplicas, mi representación tal cual es, mi casa y mis ajuares, los he franqueado a todos, sin exceptuar a mis desafectos. Lo más de mi vida, ya en los pasajes de mis aventuras y ya en las avenidas de mis abatimientos, la he pasado comiendo a costa ajena, huésped honrado y querido en las primeras casas del reino; y, pudiendo ser rico con estos ahorros y las producciones de mis tareas, siempre andan iguales los gastos y las ganancias. He derramado entre mis amigos, parientes, enemigos y petardistas, más de cuarenta mil ducados que me han puesto en casa mis afortunados disparates. En veinte años de escritor he percibido a más de dos mil ducados cada año, y todo lo he repartido, gracias a Dios, sin tener a la hora que esto escribo más repuestos que algunos veinte doblones que guardará mi madre, que ha sido siempre la tesorera y repartidora de mis trabajos y caudales. Si a algún envidiosillo o mal contento de mis fortunas le parece mentira o exageración esta ganancia, véngase a mí, que le mostraré las cuentas de Juan de Moya y las de los demás libreros, que todavía existen ellas y vivo yo y mis administradores.

Es público, notorio y demostrable mi desinterés; tanto que ha tocado en perdición, desorden y majadería. He trabajado de balde y con continuación para muchos que han hecho su fama y su negocio con los desperdicios de mis fatigas. Habiendo sido el número de mis tareas bastantemente copioso, son más las que están en la lista de las regaladas que en la de las vendidas. Sobre el caudal de mis pronósticos y mis necedades, ha tenido letra abierta el más retirado de mi amistad y el más extraño de mi conocimiento. El dicho Moya, que es el depositario de mis mercadurías y disparates, jurará que le tengo dada orden para que no recatee mis papeles y que los dé graciosamente al que llegare a su tienda sin más recomendación que la de una buena capa.

Siendo (como diré más adelante, además de lo dicho) el escritor más desdichado y pobre de esta era, me he conducido, en las ciento y veinte dedicatorias que se pueden ver en mis librillos, con bizarría tan gloriosa que he desmentido los créditos de petardo con que regularmente se miran estos cultos. Nunca miré a más fines ni a más esperanzas que al agradecimiento, la veneración y el adorno de la obra. Al tiempo que expresaba mis rendimientos, escondía mi persona; y, las más de las veces, dedicaba a los héroes más elevados, a los ausentes, o a quien yo contemplaba que estuviese muy fuera de la retribución y que la ausencia o el retiro dificultasen las comunes satisfacciones. Mis deseos y mis sacrificios fueron siempre puros, atentos, cortesanos y libres de las infecciones del interés mecánico y la lisonja abominable. He puesto esta menudencia impertinente para que se sepa que no tengo todas las condiciones de mal autor, pues me falta la codicia con que muchos se sujetan a hacer las obras, confiados alegremente en que el héroe a quien dedican les ha de pagar a lo menos la impresión; y éstos no cortejan, que roban.

Hablo gordo entre los que me tratan y conocen. Grite ahora el satírico que quisiere, ponga los manchones que le elija su rabiosa infidelidad a mi pobreza y mi desasimiento, que aquí estoy yo que sabré limpiarme y desmentirle con mis operaciones y los testigos más memorables de la España.

Trato a mis criados como a compañeros y amigos, y, al paso que los quiero, me estoy lastimando de que los haya hecho la fortuna la mala obra de tener que servirme. Jamás he despedido a ninguno; los pocos que me han acompañado, o murieron en mi casa o han salido de ella con doctrina, oficio y conveniencia. Los actuales que me asisten no me han oído reñir ni a ellos ni a otro de los familiares, y el más moderno tiene ocho años en mi compañía. Todos comemos de un mismo guisado y de un mismo pan, nos arropamos en una misma tienda, y mi vestido ni en la figura ni en la materia se distingue de los que yo les doy. El que anda más cerca de mí es un negro sencillo, cándido, de buena ley y de inocentes costumbres. A éste le pongo más de punta en blanco, porque en su color y su destino no son reparables las extravagancias de la ropa; yo me entretengo en bordar y en ingreír sus vestidos, y logro que lo vean galán y a mí ocupado. Ni a éste ni a los demás los entretengo en las prolijidades y servidumbres que más autorizan la vanidad que la conveniencia; y aun siendo costumbre por acá entre los amos de mi carácter y grado llevar a la cola un sirviente en el traje de escolar, en ningún tiempo he querido que vayan a la rastra. Yo me llevo y me traigo solo donde he menester; me visto y me desnudo sin adecanes; escribo y leo sin amanuenses ni lectores; sirvo más que mando; lo que puedo hacer por mí no lo encargo a nadie; y, finalmente, yo me siento mejor y más acomodado conmigo que con otro. Si éste es buen modo de criar sirvientes o de portarse como servidos, ni lo disputo, ni lo propongo, ni lo niego; yo digo lo que pasa por mí, que es lo que he prometido, y lo demás revuélvanlo los críticos como les parezca.

La valentía del corazón, la quietud del espíritu y la serenidad de ánimo que gozo muchos años ha, es la única parte que se le puede envidiar a mi naturaleza, mi genio o mi crianza. De niño tuve algún temor a los cuentos espantosos, a las novelas horribles y a las frecuentes invenciones con que se estremecen y se espantan las credulidades de la puerilidad y los engaños de la juventud y la vejez. Pero ya ni me asustan los calavarnarios, ni me atemorizan los difuntos, ni me produce la menor tristeza la posibilidad de sus apariciones. Crea el que lee que, según sosiega la tranquilidad de mi espíritu, sospecho que no me inquietaría mucho ver ahora delante de mí a todo el purgatorio. Este valor (que más parece desesperado despecho) aseguro que es hijo de una resignación cristiana pues, siendo Dios el único dueño de mi vida, sé que estoy debajo de sus disposiciones y providencias, y es imposible rebelarme a sus decretos. Para el día que determine llamarme a juicio, estoy disponiendo con su ayuda mi conformidad, y no me acongoja que el aviso sea a palos, a pedradas, a médicos, a cólicos o difuntos; sea como Su Majestad fuere servido, que a todo estoy pronto y resignado. Por la soledad, la noche, el campo y las crujías melancólicas, me paseo sin el menor recelo, y nunca se me han puesto delante aquéllas fantasmas que suele levantar en estos sitios la imaginación corrompida o el ocio y el silencio, grandes artífices de estas fábricas de humo y ventolera.

Las brujas, las hechiceras, los duendes, los espiritados y sus relaciones, historias y chistes, me arrullan, me entretienen y me sacan al semblante una burlona risa, en vez de introducirme el miedo y el espanto. Varias veces he proferido en las conversaciones que traigo siempre en mi bolsillo un doblón de a ocho, que en esta era vale más de trescientos reales, para dárselo a quien me quiera hechizar, o regalársele a una bruja, a una espiritada que yo examine, o al que me quisiere meter en una casa donde habite un duende. Me he convidado a vivir en ella sin más premio que el ahorro de los alquileres; y hasta ahora he pagado las que he vivido, y discurro que mi doblón me servirá para misas, porque ya creo, que me he de morir sin verme hechizado ni sorbido.

        Yo me burlo de todas estas especies de gentes, espíritus y maleficios, pero no las niego absolutamente; las travesuras que he oído a los historiadores crédulos de mi tiempo, todas han salido embustes; yo no he visto nada, y he andado a montería de brujos, duendes y hechiceros lo más de mi vida. Algo habrá; sea en hora buena y haya lo que hubiere. Para que no me coja el miedo le sobra a mi espíritu la contemplación de lo raro, lo mentiroso de las noticias y la esperanza de que no he de ser tan desgraciado que me toque a mí la mala ventura y el mochuelo; y cuando sea tan infeliz que me pille el golpe de alguna de las dichas desgracias, me encaramo en mi resignación católica; y mientras llega el talegazo, me río de todos los chismes y patrañas que andan en la boca de los crédulos y medrosos y en la persuasión de algunos que comercian con este género de drogas. Tengo presente al Torreblanca, al padre Martín del Río en sus Desquisiciones mágicas, y muy en la memoria los actos de fe que se han celebrado en los santos tribunales de la Inquisición, en los que regularmente se castigan más majaderos, tontos y delincuentes en el primer mandamiento de la Ley de Dios, que brujos y hechiceros; y venero los conjuros con que la Santa Madre Iglesia espanta y castiga a los diablos y los espíritus; y todo me sirve para creer algo, disputar poco y no temer nada.

En el gremio de los vivientes no encuentro tampoco espantajo que me asuste. Los jácaros de capotillo y guadejeño, y el suizo con los bigotones, el sable y las pistolas, son hombres con miedo; y el que justamente presumo en ellos me quita a mí el que me pudieran persuadir sus apatuscos, sus armas y sus juramentos. Los mormuradores, los maldicientes y los satíricos, que son los gigantones que aterrorizan los ánimos más constantes, son la chanza, la irrisión y el entretenimiento de mi desengaño y de mi gusto. El mayor mal que éstos pueden hacer es hablar infamemente de la persona y las costumbres; esta diligencia la he hecho yo repetidas veces contra mí y con ellos, y no he conocido la menor molestia en el espíritu; y después de tantas blasfemias, injurias y maldiciones, me ha quedado sana la estimación; tengo, bendito sea Dios, mis piernas y mis brazos enteros y verdaderos; no me han quitado nunca la gana del comer, ni la renta para comprarlo, con que es disparate y necedad acoquinada vivir temiendo a semejantes fantasmones.

En la cofradía de los ladrones, que es dilatadísima, hay muchos a quien temer, pero anda regularmente errado el temor, de modo que estamos metidos entre las ladroneras y tenemos miedo a los lugares en que no hay robos ni a quien robar. En los caminos, en los montes y en los despoblados habita todo nuestro espanto y nuestro miedo, y allí no hay qué hurtar, ni quien hurte. Yo he rodado mucha parte de Francia, todo Portugal, lo más de España, y cada mes paso los puertos de Guadarrama y la Fonfría, y hasta ahora no he tropezado un ladrón. Algunos hurtos veniales suceden en los montes; pero los granados, los sacrílegos y los más copiosos se hacen en las poblaciones ricas, que en ellas están los bienes y los ladrones. Y a los pocos que ruedan los caminos, y a los muchos que trajinan en las ciudades, jamás los temí, porque astrólogo ninguno ha perecido en sus manos, ni hay ejemplar de que se les antoje acometer agente tan pelona.

Finalmente, digo con ingenuidad que no conozco el miedo y que esta serenidad no es bizarría del corazón, ni atrevimiento del ánimo, sino es desengaño y poca credulidad en las relaciones y en los sucesos, y mucha confianza en Dios, que no permite que los diablos ni los hombres se burlen tan a todo trapo de las criaturas. Los que producen en mi espíritu un temor rabioso, entre susto y asco, enojo y fastidio, son los hipócritas, los avaros, los alguaciles, muchos médicos, algunos letrados y todos los comadrones. Siempre que los veo me santiguo, los dejo pasar, y al instante se me pasa el susto y el temor. Con estas individualidades, y las que dejo descubiertas en los sucesos pasados, y las que ocurrirán en adelante, me parece que hago visible el plan de mi genio. Ahora diré brevemente del ingenio, que también es pieza indispensable en esta vida.

Mi ingenio no es malo, porque tiene un mediano discernimiento, mucha malicia, sobrada copia, bastante claridad, mañosa penetración y una aptitud generalmente proporcionada al conocimiento de lo liberal y lo mecánico. Aunque han salido al público tantas obras que pudieran haber demostrado con más fidelidad lo rudo o lo discreto, lo gracioso o lo infeliz de mi ingenio, es rara la que puede dar verdaderas y cumplidas señales de su entereza, de su bondad, de su miseria o de su abundancia, porque todas están escritas sin gusto, con poco asiento, con algún enfado y con precipitación desaliñada. Yo bien sé que alcanzo más y discurro mejor que lo que dejo escrito, y que si mi genio hubiera tenido más codicia a los intereses, más estimación a la fama o lo que se dice aura popular, y si mi pobreza no hubiera sido tan porfiada y revoltosa, serían mis papeles más limpios, más doctrinales, más ingeniosos y más apetecibles. Atropelladas salieron siempre mis obras desde mi bufete a las imprentas, y jamás corregí pliego alguno de los que me volvían los impresores, con que todos se pasean rodeados de sus yerros y mis descuidos. Yo los aborrezco porque los conozco; y si hoy me fuese posible recogerlos, los entregaría gustosamente al fuego, por no dejar en el mundo tantos testigos de mi pereza y de mi ignorancia, y tantas señales de mi locura, altanería y extravagante condición. Sólo me consuela en esta aflicción en que espero morir, la inocencia de mis disparates, pues, aunque son soberbios y poderosamente plenarios, parece que no son perjudiciales cuando la vigilancia del Santo Tribunal y el desvelo de los reales ministros los ha permitido correr por todas partes, sin haber padecido ellos la más pequeña detención, ni yo la más mínima advertencia. Doy gracias a Dios que, habiendo sido tan loco que me arrojé a escribir en las materias más sagradas y más peligrosas y profesando una facultad que vive tan vecina de las supersticiones, no me despeñaron mis atrevimientos en las desgraciadas honduras de la infidelidad, la ignorancia o el extravío de los preceptos de Dios, de las ordenanzas del rey y de los establecimientos de la política y la naturaleza. Todo lo debo a Su Majestad y al respeto con que he mirado a sus sustitutos en la tierra. Basta de ingenio, y volvamos a atar el hilo de las principales narraciones.

        Dejé esta ridícula historia en el lance de la vuelta de Portugal a Salamanca; y prosigo afirmando que volví menos crédulo y menos obediente a los fáciles e infelices consejos de la juventud, y más medroso de las calamidades que se expone a padecer el que se entrega a los derrumbaderos de su ignorante y antojadiza imaginación. Pasaba en casa de mis padres la vida, escondido y retirado muchas horas, sin padecer resentimiento alguno en el ánimo, ni con la mudanza a la reciente quietud, ni con la memoria de mis alegres travesuras. Insensiblemente me hallé aborreciendo las fatigas de la ociosidad y muy mejorado en el uso y descompostura de las huelgas y las diversiones, porque asistía solamente a los festejos de las personas de distinción y de juicio, y bailaba en los saraos y concursos que disponía el motivo honesto y la celebridad prudente, graciosa y comedida. Ajustaba en ellos mis acciones a una severidad agradable, de modo que se conociese que mi asistencia tenía más de civilidad y de política que de esparcimiento grosero y voluntario. Di en el extraño delirio de leer en las facultades más desconocidas y olvidadas y, arrastrado de esta manía, buscaba en las librerías más viejas de las comunidades a los autores rancios de la Filosofía natural, la Crisopeya, la Mágica, la Transmutatoria, la Separatoria y, finalmente, paré en la Matemática, estudiando aquellos libros que viven enteramente desconocidos o que están por su extravagancia despreciados. Sin director y sin instrumento alguno (de los indispensables en las ciencias matemáticas), lidiando sólo con las dificultades, aprendí algo de estas útiles y graciosas disciplinas. Las lecciones y tareas a que me sujetó mi destino y mi gusto las tomé al revés, porque leí la Astronomía y Astrología, que son las últimas facultades, sin más razón que haber sido los primeros librillos que encontré unos tratados de Astronomía escritos por Andrés de Argolio, y otros de Astrología impresos por David Origano. A estos cartapacios y a las conferencias y conversaciones que tuve con el padre D. Manuel de Herrera, clérigo de San Cayetano y sujeto docto y aficionado a estos artes, debí las escasas luces que aún arden en mi rudo talento y los relucientes antorchones que hoy me ilustran maestro, doctor y catedrático en Salamanca, cuando menos.

A los seis meses de estudio salí haciendo almanaques y pronósticos, y detrás de mí salieron un millón de necios y maldicientes blasfemando de mi aplicación y de mis obras. Unos decían que las había hecho con la ayuda del diablo; otros que no valían nada, y los más aseguraban que no podían ser hechuras de un ingenio tan perezoso y escaso como el mío.

La coyuntura desgraciada en que salieron a luz mis pronósticos, la brevedad del tiempo en que yo me impuse en su artificio, la ignorancia y el olvido común que se padecía de estas ciencias en el reino y, sobre todo, la indisposición y el aborrecimiento a los estudios que contemplaban en mí cuantos interiormente me trataban, tenían por increíble mi adelantamiento, por sospechosa mi fatiga y por abominable mi paciencia. Estaban, veinte y cuatro años ha, persuadidos los españoles que el hacer pronósticos, fabricar mapas, erigir figuras y plantar épocas, eran dificultades invencibles, y que sólo en la Italia y en otras naciones extranjeras se reservaban las llaves con que se abrían los secretos arcones de estos graciosos artificios. Estaban mucho antes que yo viniera al mundo, gobernándose por las mentiras del gran Sarrabal, adorando sus juicios y, puestos de rodillas, esperaban los cuatro pliegos de embustes que se tejían en Milán (con más facilidad que los encajes), como si en ellos les viniera la salud de balde y las conveniencias regaladas. No vivía un hombre en el reino, de los ocultos en las comunidades ni de los patentes en las escuelas públicas que, como aficionado o como maestro, se dedicase a esta casta de predicciones y sistemas. Todas las cátedras de las universidades estaban vacantes y se padecía en ellas una infame ignorancia. Una figura geométrica se miraba en este tiempo como las brujerías y las tentaciones de San Antón, y en cada círculo se les antojaba una caldera donde hervían a borbollones los pactos y los comercios con el demonio. Esta rudeza, mis vicios y mis extraordinarias libertades hicieron infelices mis trabajos y aborrecidas con desventura mis primeras tareas.

Para sosegar las voces perniciosas que contra mi aplicación soltaron los desocupados y los envidiosos, y para persuadir la propiedad y buena condición de mis fatigas, pedí a la Universidad la sustitución de la cátedra de Matemáticas, que estuvo sin maestro treinta años y sin enseñanza más de ciento y cincuenta; y, concedida, leí y enseñé dos años a bastante número de discípulos. Presidí al fin de este tiempo un acto de conclusiones geométricas, astronómicas y astrológicas; y fue una función y un ejercicio tan rato que no se encontró la memoria de otro en los monumentos antiguos que se guardan en estas felicísimas escuelas. Dediqué las conclusiones al excelentísimo señor príncipe de Chalamar, duque de Jovenazo, que a esta sazón vivía en Salamanca gobernando de capitán general las fronteras de Castilla.

El concurso fue el más numeroso y lucido que se ha notado, y el ejercicio tuvo los aplausos de solo, las admiraciones de nuevo y las felicidades de no esperado.

Con esta diligencia y otros frutos que iban saliendo de mi retiro y de mi estudio, acallé a los ignorantes que se escandalizaron de la brevedad y extrañeza de mi aprovechamiento; pero empezó a revolverse contra mis producciones otra nueva casta de vocingleros, de tan poderosos livianos, que hasta ahora no se han cansado de gritar y gruñir, ni yo he podido taparles las bocas con más de cuatro mil resmas de papel que les he tirado a los hocicos. Rompiendo con mis desenfados por medio de sus murmuraciones, sátiras y majaderías, continuaba en escribir papelillos de diferentes argumentos y en leer los tomos que la casualidad y la solicitud me traía a las manos. Traveseaba con las musas muchas veces, sin que me estorbasen sus retozos la lección de la Teología Moral, la que estudiaba (más por precepto que por inclinación) en los padres salmanticenses y en el compendio del padre Larraga, de los que todavía podré dar algunas señas y bastantes noticias.

Acometióle a mi padre a este tiempo la dichosa vocación de que yo fuese clérigo y, porque no se le resfriasen los propósitos, solicitó una capellanía en la parroquia de San Martín de Salamanca, cuya renta estaba situada en una casa de la calle de la Rúa, y sobre esta congrua, que eran seiscientos reales al año, recibí, luego que yo cumplí los veinte y uno de mi edad, el orden de subdiácono. En él he descansado, porque después de recibido, paré más a mi consideración sobre las obligaciones en que me metía, los votos y pureza que había de guardar y los cargos de que había de ser responsable delante de Dios; y, atribulado y afligido, me resolví a no recargarme (hasta tener más seguridad y satisfacción de mis talentos) con más oficios que los que abracé con poco examen de mis fuerzas y ninguna reflexión sobre las duraciones de su observancia.

Hasta ahora no he sentido en mi alma aquella mansedumbre, devoción, arrebatamiento y candidez que yo imagino que es indispensable en un buen sacerdote. Todavía no me hallo con valor ni con serenidad para ascender al altísimo ministerio cuyas primeras escalas estoy pisando indignamente, ni tampoco me ha acometido el atrevimiento y la insolencia de meterme a desventurado oficial de misas. He tenido hasta hoy un seso altanero, importuno, desidioso y culpablemente desahogado. La vigilancia y la prudencia que contemplo por precisa para conducirse en tan excelente dignidad, ni yo las tengo, ni me atreveré a solicitarla sin tenerlas.

Nació también la pereza del ascenso a las demás órdenes de un pleito que me puso un tristísimo codicioso sobre la naturaleza de la congrua con que me había ordenado; y por no lidiar con el susto y con el enojo de andar en los tribunales, siendo el susodicho de los procuradores y los escribanos, hice dejación gustosa de la renta. Encargóse del purgatorio el avariento litigante y yo me quedé con el voto de castidad y el breviario, sin percibir un bodigo del altar. Por estos temores y el de no parar en sacerdote mendicante, tuve por menos peligroso quedarme entretallado entre la Epístola y el Evangelio, que atropellar hasta el sagrado sacerdocio para vivir después más escandalosamente, sin la moderación, el juicio, el recogimiento, decencia y severidad que deben tener los eclesiásticos. Mis enemigos y los maldicientes han cacareado otras causas: el que pudiere probarlas, hágalo mientras yo viva, y discurra y hable lo que quisiere, que por mí tiene licencia y perdón para inquirirlas y propalarlas, que, gracias a Dios, no soy espantadizo de injurias. Antes de cumplir la edad prescrita por el concilio de Trento para obtener los beneficios curados hice dos oposiciones a los del obispado de Salamanca. Confieso que la intención fue poco segura, porque no me opuse por devoción ni por la permitida solicitud de las conveniencias temporales, sino por contentar a mi soberbia, desvaneciendo las voces de mis enemigos que publicaban que yo no conocía más facultad que la de hacer malas coplas y peores calendarios, y por obedecer a mis padres, que ya me consideraban beneficiado de una de las mejores aldeas del país. No obstante mi torpe disposición, quiso la piedad de Dios o la caritativa diligencia de los padres examinadores disponer que yo correspondiese en la Teología Moral con satisfacción suya y honor mío, y logré que ambas veces me honrasen con la primera letra. Todavía se refieren como dignas de alguna memoria algunas respuestas mías, porque el ilustrísimo obispo y los padres examinadores, informados de mi buen humor y prontitud, me hicieron algunas preguntas (después del serio examen), o por probar mi genio o por divertirse un poco, y mis precipitaciones fueron la celebridad de muchos ratos. Remítome a las noticias que duran en los curiosos de mis ridiculeces, porque yo no sé declararlas sin confusión y sin sonrojo.

Aparecióse en este tiempo en la Universidad de Salamanca la ruidosa pretensión de la alternativa de las cátedras y, como novedad extraordinaria y espantosa en aquellas escuelas, produjo notables alteraciones y tumultuosos disturbios entre los profesores, maestros y escolares de todas las ciencias y doctrinas. Padecieron muchos el rencor particular de sus valedores, y con él, atraso de sus conveniencias y otros daños desgraciadamente molestos a la quietud y a la reputación. A mí, por más desvalido, por más mozo o por más inquieto, me tocaron (además de otros disgustos) seis meses de prisión, padeciendo, por el antojo de un juez mal informado, los primeros dos meses tristísimamente en la cárcel, y los otros cuatro con mucha alegría, sobrada comodidad, crecido regalo y provechoso entretenimiento en el convento de San Esteban, del orden del gloriosísimo Santo Domingo de Guzmán. El motivo fue haber hecho caso de una necia y mentirosa voz (sin poderse descubrir la voraz boca por donde había salido) que me acusaba autor de unas sátiras que se extendieron en varias coplas, y su argumento era herir a los que votaron en favor de la dicha alternativa.

En los seis meses de mi prisión se informó el Real Consejo, con exquisita diligencia y madurez de todos los sucesos de este caso; y después de examinada una gran muchedumbre de testigos y de un largo reconocimiento de letras y papeles, encontró con la tropelía anticipada del juez, y, con él, la escondida verdad de mi inocencia. Salí por real decreto libre y sin costas, añadiéndome, por piedad o por satisfacción, la honra de que fuese vicerrector de la Universidad todo el tiempo que faltaba hasta la nueva elección, por San Lucas.

Así lo practiqué, y hice todos los oficios pertenecientes al rectorado con gusto de pocos y especial congoja y resentimiento de muchos. No quiero descubrir más los secretos de esta aventura, porque viven hoy infinitos interesados a quienes puede producir algún enojo la dilatada relación de este suceso.

La caudalosa conjuración que corrió contra mí después de este ruidoso caso y las dificultades que puso a mis conveniencias la astucia revoltosa de los que ponderaban con demasiada fuerza los ímpetus de mi mocedad y los disculpables verdores de mi espíritu, me hicieron segunda vez insolente, libre y desvergonzado, en vez de darme conformidad, sufrimiento, temor y enmienda venturosa. Enojado con asperezas de las imprudentes correcciones, del odio mal fingido y de las perniciosas amenazas de aquellos repotentes varones que se sueñan con facultades para atajar y destruir las venturas de los pretendientes, di en el mal propósito de burlarme de su respeto, de reírme de sus promesas y de abandonar sus esperanzas. Di, finalmente, en la extrema locura de fiar de mí y aburrir a éstas y a toda especie de personas. Volvíme loco rematado y festivo, pero nada perjudicial, porque nunca me acometió más furia que la manía de zumbarme de la severidad que afectaban unos, de la presunción con que vivían otros y de los poderes y estimaciones con que sostienen muchos las reverencias que no merecen.

Neguéme a la solicitud de los beneficios, capellanías y asistencias, por no pasar por las importunidades y sonrojos de las pretensiones; derrenegué de las cátedras y los grados, y absolutamente de todo empleo, sujeción y destino, deliberado a vivir y comer de las resultas de mis miserables tareas y trabajos.

Los despropósitos y necedades que haría un mozo zumbón, de achacoso seso, desembarazado, robusto, sin miedo ni vergüenza y sin ansia a pedir ni a pretender se las puede pintar el que va leyendo; porque yo contemplo algunos peligros en las individuales relaciones, además de que ya se me han escapado de la memoria los raros lances de aquella alegre temporada. Ahora me acuerdo que, saliendo una tarde del general de Teología, abochornado de argüir, un reverendo padre y doctor a quien yo miraba con algún enfado, porque era el que menos motivo tenía para ser mi desafecto, le dije: «Y bien, reverendísimo, ¿es ya lumen gloriae tota ratio agendi, o no? ¿Dejaron decididas las patadas y las voces esa viejísima cuestión?» «Vaya noramala (me respondió), que es un loco.» «Todos somos locos (acudí yo), reverendísimo: los unos por adentro y los otros por afuera. A vuestra reverendísima le ha tocado ser loco por la parte de adentro y a mí por la de afuera; y sólo nos diferenciamos en que vuestra reverendísima es maniático triste y mesurado, y yo soy delirante de gresca y tararira». Volvió a reprehender con prisa y con enojo mi descompostura; y, mientras su reverendísima se desgañitaba con desentonados gritos, estaba yo anudando en los pulgares unas castañuelas con bastante disimulo, debajo de mi roto manteo; y, sin hablarle palabra, lo empecé a bailar, soltando en torno de él una alegrísima furia de pernadas. Fuimos disparados bastante trecho: él menudeando la gritería con rabiosas circunspecciones, y yo deshaciéndome en mudanzas y castañetazos, hasta que se acorraló en otro general de las escuelas menores que por casualidad encontró abierto. Allí lo dejé aburrido y escandalizado, y yo marché con mi locura a cuestas a pensar en otros delirios en los que (por algunos meses) anduve ejercitado y ejercitando a todos la paciencia.

De esta burlona casta eran las travesuras con que me entretenía y me vengaba del aborrecimiento y entereza de mis enemigos; y ya, cansado de ser loco y, lo principal, afligido de ver a mis padres en desdichada miseria y acongojados con la poca esperanza de la corrección de mi indómito juicio y mis malas costumbres, determiné dejar para siempre a Salamanca y buscar en Madrid mejor opinión, más quietud y el remedio para la pobreza de mi casa.

Omito referir la fundación y extravagancias del Colegio del Cuerno, porque no son para puestas al público tales locuras. Sólo diré que esta ridícula travesura dio que reír en Salamanca y fuera de ella, porque los colegiales eran diez o doce mozos escogidos, ingeniosos, traviesos y dedicados a toda huelga y habilidad. Los estatutos de esta agudísima congregación están impresos. El que los pueda descubrir tendrá qué admirar, porque sus ordenanzas, aunque poco prudentes, son útiles, entretenidas y graciosas. Hoy viven todavía dos colegiales, que después lo fueron mayores, y hoy son sabios, astutos y desinteresados ministros del rey; otro está siendo ejemplar de virtud en una de las cartujas de España; otro pasó al Japón con la ropa de la compañía de Jesús; seis han muerto dichosamente corregidos, y yo sólo he quedado por único índice de aquella locura, casi tan loco y delincuente como en aquellos disculpables años.

        Omito también las narraciones de otros enredos y delirios, porque para su extensión se necesitan largos tomos y crecida fecundidad, y paso a referir que dejé a mi patria, saliendo de ella sin más equipajes que un vestido decente y sin más tren que un borrico que me alquiló por pocos cuartos un arriero de Negrilla. Entré en Madrid, y como en pueblo que había ya conocido otra vez, no tuve que preguntar por la posada de los que llevan poco dinero. Acomodéme los tres o cuatro días primeros entre las jalmas del borrico en el mesón de la Media Luna de la calle de Alcalá, que fue el paradero de mi conductor; y en este tiempo hice las diligencias de encontrar casa, y planté mi rancho en el escondite de uno de los casarones de la calle de la Paloma. Alquilé media cama, compré un candelero de barro y una vela de sebo que me duró más de seis meses, porque las más noches me acostaba a escuras, y la vez que la encendía me alumbraba tan brevemente que más parecía luz de relámpago que iluminación de artificial candela. Añadí a estos ajuares un puchero de Alcorcón y un cántaro que llenaba de agua entre gallos y media noche en la fuente más vecina, y un par de cuencas, que las arrebañaba con tal detención la vez que comía que jamás fue necesario lavarlas. Y éste era todo mi vasar, porque las demás diligencias las hacía a pulso y en el primer rincón donde me agarraba la necesidad.

No obstante esta desdichada miseria, vivía con algún aseo y limpieza, porque en un pilón común que tenía la casa para los demás vecinos, lavaba de cuatro en cuatro días la camisa, y me plantaba en la calle tan remilgado y sacudido que me equivocaban con los que tenían dos mil ducados de renta. Padecí (bendito sea Dios) unas horribles hambres, tanto que alguna vez me desmayó la flaqueza; y me tenía tan corrido y acobardado la necesidad, que nunca me atreví a ponerme delante de quien pudiese remediar los ansiones de mi estómago. Huía a las horas del comer y del cenar de las casas en donde tenía ganado el conocimiento y granjeada la estimación, porque concebía que era ignominia escandalosa ponerme hambriento delante de sus mesas. Yo no sé si esto era soberbia u honradez; lo que puedo asegurar es que, de honrado o de soberbio, me vi muchas veces en los brazos de la muerte.

Una de las primeras habitaciones, y la de mi mayor confianza y veneración, que traté en Madrid fue la de Don Bartolomé Barbán de Castro, hoy Contador Mayor de Millones. En ésta hacían una tertulia virtuosa y alegre los criados del excelentísimo señor duque de Veragua y otros prudentes y devotos sujetos de los que fui tomando la doctrina de aborrecer el mal hábito de mis locuras y desenfados.

Aseguraba en esta casa, en el agasajo de la tarde, la jícara de chocolate, y me servía de alimento de todo el día. Y con este socorro y el que hallé después en casa de Don Agustín González, médico de la real familia, que fue el desayuno de la mañana, pasé algún tiempo sin especial molestia las rabiosas escaseces en que me había puesto mi maldita temeridad.

Aconsejóme este famoso físico, viéndome vago y sin ocupación alguna, que estudiase medicina; y condescendiendo a su cariñoso aviso, madrugaba a estudiar y a comer en su casa, porque a la mía el pan y los libros se asomaban muy pocas veces. Estudié las definiciones médicas, los signos, causas y pronósticos de las enfermedades, según las pinta el sistema antiguo, por un compendio del Dr. Cristóbal de Herrera. Parlaba de las especulaciones que leía con mi maestro; y desde su boca, después que recogía en la conferencia lo más escogido de su explicación, partía al hospital y buscaba en las camas el enfermo sobre quien había recargado aquel día mi estudio y su cuidado. De este modo, y conduciendo de caritativo o de curioso el barreñón de sangrar de cama en cama, y observando los gestos de los dolientes, salí médico en treinta días, que tanto tardé en poner en mi memoria todo el arte del señor Cristóbal. Leí por Francisco Cypeio el sistema reciente, y creo que lo penetré con más facilidad que los doctores que se llaman modernos, porque para la inteligencia de esta pintura es indispensable un conocimiento práctico de la Geometría y de sus figuras, y ésta la ignoran todos los médicos de España. Llámanse modernos entre los ignorantes, y han podido persuadir que conocen el semblante de esta ingeniosidad, sin más diligencia que trasladar el recetario de los autores nuevos.

El que pensare que escribo sin justicia, hable o escriba, que yo le demostraré esta innegable verdad. El saber yo la medicina y haberme hecho cargo de sus obligaciones, poco fruto y mucha falibilidad, me asustó tanto que hice promesa a Dios de no practicarla si no es en los lances de la necesidad y en los casos que juré cuando recibí el grado y el examen. Sólo profesan la medicina los que no la conocen ni la saben, o los que hacen ganancia y mercancía de sus récipes. Esto parece sátira, y es verdad tan acreditada que tiene por testigos a todos, y los mismos que comen de esta dichosa y facilísima ciencia.

        Con los socorros diarios de estas dos casas y con la amistad de un bordador que me permitía bordar en su obrador gorros, chinelas y otras baratijas que se despachaban a los primeros precios en una tienda portátil de la Puerta del Sol, vivía mal comido, pero juntaba para calzar un par de zapatos y ponerme unos decentes calzones y alguna chupa sacada del portal del mercader.

Entre las amistades de este tiempo, gané la piedad de Don Jacobo de Flon, el que se inclinó a mí con el motivo de hablarme y verme ejercitar algunas habilidades en una concurrencia donde por casualidad nos juntamos. Ofrecióme su poder; y, agradecido y deseoso de que mis padres tuviesen por mi mano algún alivio en sus repetidas desgracias, le rogué que se acordase de ellos y que no se lastimase de mis miserias, que yo era mozo y podía resistir los ceños de la fortuna, y que la vejez de los que me criaron no tenía armas con que contrarrestar sus impiedades. Movido de la lástima y de mis honradas súplicas, me dio la patente de visitador del tabaco de Salamanca que dejo dicha en el resumen de la vida de mi padre, y en ella, todos mis consuelos, descuidos y venturas.

Ya mi inconstancia me traía, con la imaginación inquieta y cavilosa, trazando artificios para buscar nuevas tareas, entretenimientos y destino. Pensaba unas veces en retirarme de la corte a ver mundo; otras en meterme fraile, y algunas en volverme a mi casa. Revolvióme los cascos y puso a mi cabeza de peor condición la compañía de un clérigo burgalés, tan buen sacerdote que empleaba los ratos ociosos en introducir tabaco, azúcar y otros géneros prohibidos; y, oliendo éste que mi docilidad estaría pronta para seguir sus riesgos, aventuras y despropósitos, me aconsejó que lo acompañase a sus ociosidades y entretenimientos, ofreciendo que me daría una mitad de las ganancias, y para salir de Madrid, armas, caballo y capotillos. Yo, sin pararme en considerar el extravío, el riesgo y el fin, le solté la palabra de seguirle, ayudarle y exponer mi vida a las inclemencias, rigores y tropelías que forzosamente se siguen a tan estragado despeño.

La misericordia de Dios, que la usa con los más rebeldes a sus avisos, estorbó tan infame determinación, apartando mi vida de los insolentes riesgos en que la quiso poner mi loco despecho y maldita docilidad. Por el medio más raro y estupendo que es imaginable, me libró Su Majestad de las galeras, de un balazo, de la cárcel perpetua, del presidio o del castillo de San Antón adonde fue a parar mi devoto burgalés. ¡Bendita sea su benignidad y su paciencia! Escribirélo con la brevedad posible, porque es el caso menos impertinente de esta historia.

Ya estaba yo puesto de jácaro, vestido de baladrón y reventando de ganchoso, esperando con necias ansias el día en que había de partir con mi clérigo contrabandista a la solicitud de unas galeras o en la horca, en vez de unos talegos de tabaco que (según me dijo) habíamos de transportar desde Burgos a Madrid, sin licencia del rey, sus celadores ni ministros. Y una tarde muy cercana al día de nuestra delincuente resolución, encontré en la calle de Atocha a Don Julián Casquero, capellán de la excelentísima señora condesa de los Arcos. Venía éste en busca mía, sin color en el rostro, poseído del espanto y lleno de una horrorosa cobardía. Estaba el hombre tan trémulo, tan pajizo y tan arrebatado como si se le hubiera aparecido alguna cosa sobrenatural. Balbuciente y con las voces lánguidas y rotas, en ademán de enfermo que habla con el frío de la calentura, me dio a entender que me venía buscando para que aquella noche acompañase a la señora condesa, que yacía horriblemente atribulada con la novedad de un tremendo y extraño ruido que tres noches antes había resonado en todos los centros y extremidades de las piezas de la casa.

Ponderóme el tristísimo pavor que padecían todas las criadas y criados, y añadió que su ama tendría mucho consuelo y serenidad en verme y en que la acompañase en aquella insoportable confusión y tumultuosa angustia. Prometí ir a besar sus pies sumamente alegre, porque el padecer yo el miedo y la turbación era dudoso, y de cierto aseguraba una buena cena aquella noche.

Llegó la hora, a la casa, entráronme hasta el gabinete de su excelencia en donde la hallé afligida, pavorosa y rodeada de sus asistentas, todas tan pálidas, inmobles y mudas que parecían estatuas. Procuré apartar, con la rudeza y desenfado de mis expresiones, el asombro que se les había metido en el espíritu; ofrecí rondar los escondites más ocultos y, con mi ingenuidad y mis promesas, quedaron sus corazones más tratables. Yo cené con sabroso apetito a las diez de la noche, y a esta hora empezaron los lacayos a sacar las camas de las habitaciones de los criados, las que tendían en un salón donde se acostaba todo el montón de familiares para sufrir sin tanto horror, con los alivios de la sociedad, el ignorado ruido que esperaban. Capitulóse a bulto entre los tímidos y los inocentes a este rumor por juego, locura y ejercicio de duende, sin más causa que haber dado la manía, la precipitación o el antojo de la vulgaridad este nombre a todos los estrépitos nocturnos.

Apiñaron en el salón catorce camas, en las que se fueron mal metiendo personas de ambos sexos y de todos estados. Cada una se fue desnudando y haciendo sus menesteres indispensables con el recato, decencia y silencio más posible. Yo me apoderé de una silla, puse a mi lado una hacha de cuatro mechas y un espadón cargado de orín y, sin acordarme de cosa de esta vida ni de la otra, empecé a dormir con admirable serenidad. A la una de la noche resonó con bastante sentimiento el enfadoso ruido; gritaron los que estaban empanados en el pastelón de la pieza; desperté con prontitud y oí unos golpes vagos, turbios y de dificultoso examen en diferentes sitios de la casa. Subí, favorecido de mi luz y de mi espadón, a los desvanes y azoteas, y no encontré fantasma, esperezo ni bulto de cosa racional. Volvieron a mecerse y repetirse los porrazos; yo torné a examinar el paraje donde presumí que podían tener su origen, y tampoco pude descubrir la causa, el nacimiento ni el actor. Continuaba, de cuarto en cuarto de hora, el descomunal estruendo y, en esta alternativa, duró hasta las tres y media de la mañana. Once días estuvimos escuchando y padeciendo a las mismas horas los tristes y tonitruosos golpes; y, cansada su excelencia de sufrir el ruido, la descomodidad y la vigilia, trató de esconderse en el primer rincón que encontrase vacío, aunque no fuese abonado a su persona, grandeza y familia dilatada. Mandó adelantar en vivas diligencias su deliberación, y sus criados se pusieron en una precipitada obediencia, ya de reverentes, ya de horrorizados con el suceso de la última noche, que fue el que diré.

Al prolijo llamamiento y burlona repetición de unos pequeños y alternados golpecillos, que sonaban sobre el techo del salón donde estaba la tropa de los aturdidos, subí yo, como lo hacía siempre, ya sin la espada, porque me desengañó la porfía de mis inquisiciones que no podía ser viviente racional el artífice de aquella espantosa inquietud; y, al llegar a una crujía, que era cuartel de toda la chusma de librea, me apagaron el hacha, sin dejar en alguno de los cuatro pábilos una morceña de luz, faltando también en el mismo instante otras dos que alumbraban en unas lamparillas en los extremos de la dilatada habitación. Retumbaron, inmediatamente que quedé en la obscuridad, cuatro golpes tan tremendos que me dejó sordo, asombrado y fuera de mí lo irregular y desentonado de su ruido. En las piezas de abajo, correspondientes a la crujía, se desprendieron en este punto seis cuadros de grande y pesada magnitud, cuya historia era la vida de los siete infantes de Lara, dejando en sus lugares las dos argollas de arriba y las dos escarpias de abajo, en que estaban pendientes y sostenidos. Inmóvil y sin uso en la lengua, me tiré al suelo y, ganando en cuatro pies las distancias, después de largos rodeos, pude atinar con la escalera. Levanté mi figura y, aunque poseído del horror, me quedó la advertencia para bajar a un patio, y en su fuente me chapucé y recobré algún poco del sobresalto y el temor. Entré en la sala, vi a todos los contenidos en su hojaldre abrazados unos con otros y creyendo que les había llegado la hora de su muerte. Supliqué a la excelentísima que no me mandase volver a la solicitud necia de tan escondido portento, que ya no era buscar desengaños, sino desesperaciones. Así me lo concedió su excelencia, y al día siguiente nos mudamos a una casa de la calle del Pez, desde la de Foncarral, en donde sucedió esta rara, inaveriguable y verdadera historia.

Dejo de referir ya los preciosos chistes y los risibles sustos que pasaron entre los medrosos del salón y ya las agudezas y las gracias que sobre los asuntos del espanto y la descomodidad se le ofrecieron a Don Eugenio Gerardo Lobo, que era uno de los encamados en aquel hospital del aturdimiento y el espanto, y paso a decir que su excelencia y su caritativa y afable familia se agradaron tanto de mi prontitud, humildad y buen modo (fingido o verdadero), que me obligaron a quedar en casa, ofreciéndome su excelencia la comida, el vestido, la posada, la libertad y, lo más apreciable, las honras y los intereses de su protección. Acepté tan venturoso partido y al punto partí a rogar a mi clérigo contrabandista que me soltase la palabra que le había dado de ser compañero en sus peligrosas aventuras, porque me prometía más seguridad esta conveniencia, más honor y más duraciones que las de sus fatales derrumbaderos. Consintió pesaroso a mi instancia; él se fue a sus desdichados viajes y, en uno de ellos, lo agarró una ronda que le puso el cuerpo por muchos años en el castillo de San Antón. Yo me quedé en la casa de esta señora, quieto, honrado, seguro y dando mil gracias a Dios que, por el ridículo instrumento de este duende o fantasma o nada, me entresacó de la melancólica miseria y de las desventuradas imaginaciones en que tenía atollado el cuerpo y el espíritu. Estuve en esta casa dos años, hasta que su excelencia casó con el excelentísimo señor don Vicente Guzmán y fue a vivir a Colmenar de Oreja. Yo pasé a la del señor marqués de Almarza, con el mismo hospedaje, la misma estimación y comodidad, y en estas dos casas me hospedé solamente, después que me echó el duende del angustiado casarón de la calle de la Paloma. Vivía entretenido y retirado, leyendo las materias que se me proporcionaban al humor y al gusto, y escribía algunos papelillos, que se los tiraba al público para ir reconociendo la buena o mala cara con que los recibía.

Pasaron por mí estos y otros sucesos (que es preciso callar) por el año de mil setecientos y veinte y tres y veinte y cuatro, y, habiendo puesto en el pronóstico de éste la nunca bien llorada muerte de Luis Primero, quedé acreditado de astrólogo de los que no me conocían y de los que no creyeron y blasfemaron de mis almanaques. Padeció esta prolación la enemistad de muchos majaderos, ignorantes de las lícitas y prudentes conjeturas de estos prácticos y prodigiosos artificios y observaciones de la filosofía, astrología y medicina. Unos quisieron hacer delincuente al pronóstico e infame y mal intencionado al autor; otros voceaban que fue casualidad lo que era ciencia, y antojo voluntario lo que fue sospecha juiciosa y temor amoroso y reverente; y el que mejor discurría, dijo que la predicción se había alcanzado por arte del demonio. Salieron papelones contra mí, y entre la turba se entremetió el médico Martín Martínez, con su Juicio final de la Astrología, haciendo protector de su escrito al excelentísimo señor marqués de Santa Cruz. Yo respondí con las Conclusiones a Martín, dedicadas al mismo excelentísimo señor, y otros papeles que andan impresos en mis obras; y quedó, si no satisfecho, con muchas señales de arrepentido. Serenóse la conjuración, despreció el vulgo las necias e insolentes sátiras y salí de las uñas de los maldicientes sin en el menor araño en un asunto tan triste, reverente y expuesto a una tropelía rigurosa. Quedamos asidos de las melenas Martín y yo; y, desasiéndome de sus garras, salí con la determinación de visitar sus enfermos y escribir cada semana para las gacetas la historia de sus difuntos. Viose perdido, considerando mi desahogo, mi razón y la facilidad con que impresionaría al público de los errores de su práctica en la que le iba la honra y la comida. Echóme empeños, pidió perdones; yo cedí, y quedamos amigos.

Vino a esta sazón a ser presidente del Real Consejo de Castilla el ilustrísimo señor Herrera, obispo de Sigüenza; y aficionado a la soltura de mis papeles y a lo extraño de mi estudio, o lastimado de mi ociosidad y de lo peligroso de mis esparcimientos, mandó que me llevasen a su casa; y, en tono de premio, de cariño y ordenanza, me impuso el precepto de que me retirase a mi país a leer a las cátedras de la Universidad, y que volviese a tomar el honrado camino de los estudios. Díjome que parecía mal un hombre ingenioso en la corte, libre, sin destino, carrera ni empleo, y sin otra ocupación que la peligrosa de escribir inutilidades y burlas para emborrachar al vulgo. Predicóme un poco, poniéndome a la vista su desagrado y mi perdición, y me remató la plática con el pronóstico de una ruin y desconsolada vejez, si llegaba a ella; porque la fama, la salud y el buen humor se cansarían; y, a buen librar, me quedaba sin más arrimos que una muleta y una mala capa, expuesto a los muchos rubores y escaso alivio que produce la limosna.

Medroso a su poder, asustado del posible paradero en una mala ventura y resentido de perder la alegre y licenciosa vida de la corte, prometí la restitución a mi patria y oponerme a cualquiera de las siete cátedras raras, que entonces estaban todas vacantes, por hallarme sin medios ni modo para seguir las eternas oposiciones de las otras. Diome muchas gracias, muchas honras y muchas promesas con su favor y su poderío. Besé su mano, me echó su bendición y partí de sus pies, asustado y agradecido, triste y temeroso, impaciente y cobarde, y, finalmente, lleno de sustos, confusiones y esperanzas. Los nuevos sucesos, acciones y aventuras que pasaron por mí en la nueva vida a que me sujeté en Salamanca lo verá en el siguiente y penúltimo trozo de ella, el que no esté cansado de las insipideces de esta lección.

Cuarto trozo de la vida de Don Diego de Torres

Que empieza desde los treinta años hasta los cuarenta poco más o menos

C

 

uando yo empezaba a estrenar las fortunas, los deleites, las abundancias, las monerías y los dulcísimos agasajos con que lisonjean a un mozo mal entretenido y bien engañado los juegos, las comedias, las mujeres, los bailes, los jardines y otros espectáculos apetecidos; y cuando ya gozaba de los antojos del dinero, de las bondades de la salud y de las ligerezas de la libertad, poseyendo todos los ídolos de mis inclinaciones sin el menor susto, estorbo ni moderación, porque ni me acordaba de la justicia, las enfermedades, las galeras, la horca, los hospitales, la muerte, ni de otros objetos de los que ponen la tristeza, el dolor, la fatiga y otros sinsabores en el ánimo, salí de la corte para entretejerme segunda vez en la nebulosa piara de los escolares, adonde sólo se trata del retiro, el encogimiento, la esclavitud, la porquería, la pobreza y otros melancólicos desaseos, que son ayudantes conducentes a la pretensión y la codicia de los honores y las rentas.

Vivía mal hallado y rabioso con esta inútil abstracción, y muy aburrido con las consideraciones de lo empalagoso y durable de esta vida; pero por no faltar a mi palabra ni a la manía de los hombres que juzgan por honor indispensable el cautiverio de una ocupación violenta, en la que muchas veces ni se sabe ni se puede cumplir, juré permanecer en ella contra todos los ímpetus de mi inclinación.

Desenojaba muchos días a mis enfados huyendo de las molestas circunspecciones del hábito talar a las anchuras y libertades de la aldea; trataba con agasajo, pero sin confianza, a los de mi ropaje. Iba paladeando a mi desabrimiento, con las huelgas del país, los ratos que vacaba de mis tareas escolásticas y, en los asuetos, marchaba a Madrid a buscar los halagos de las diversiones en que continuamente se hundía mi meditación. Con estos pistos y otros muerdos que le tiraba al curso, fui pasando hasta que la costumbre me hizo agradable lo que siempre me proponía aborrecible.

Luego que entré en Salamanca, hice las diligencias de leer a la cátedra de Humanidad; y sabiendo que estaba empeñado en su lectura y en su posesión mi primer maestro, el doctor don Juan González de Dios, desistí del gusto y la conveniencia que había aprehendido en mi instancia. Yo quería esconder el hediondo nombre de astrólogo con el apreciable apellido de catedrático de otra cualquiera de las disciplinas liberales; pero contemplando utilidad más honrada la de no servir de estorbo al que me ilustró con los primeros principios de la latinidad y las buenas costumbres, me rendí a quedarme atollado en el cenagoso mote del Piscator.

Por este cortesano motivo determiné leer a la cátedra de Matemáticas; hice mi pretensión con irregularidad y sin apetito a quedarme por maestro, porque me gritaban las dulces grescas, las sabrosas bullas, los deleites urbanos y las licencias alegres de la corte, que las apetecía en aquel tiempo con más ansia que todos los honores y comodidades del mundo. Salió otro opositor a dicha cátedra, y éste esperaba más felicidad en la multitud de los votos, persuadido a que por sus años maduros, su encogimiento, su moderación y sus acciones juiciosas o impedidas, y a la vista de mis inquietudes, escándalos y libertades, sería más justo acreedor al premio y a las aceptaciones. Trabajaron sobradamente mis enemigos, ya ponderando las virtudes del uno, ya las malicias y los vicios del otro, y ya asegurando que la tropelía de mi genio y la poca sujeción de mi espíritu produciría notables inquietudes en la pacífica unión de los demás doctores; y temiendo que yo podía aventajarle en las noticias de la ciencia o en los lucimientos de los ejercicios, intentaron que no se leyese en público, sino que nos comprometiésemos los dos opositores a las serenidades de un examen secreto. Resistíme poderosamente a esta novedad, diciendo con soberbia cautelosa que no había examinadores tan oportunos que pudiesen sentenciar en nuestras habilidades y aptitudes; además de que mi intención no era la de ser catedrático, sino la de hablar en público para desmentir a los que me habían marcado de ignorante y cumplir con las prevenciones de los edictos, que éstos pedían una hora de lección de puntos en el Almagesto de Ptolomeo, argumento de los opositores, y sufrir tercer examen en el claustro pleno de la Universidad; que esto se había de ejecutar; y faltando al cumplimiento de alguna de estas circunstancias, o a la más venial providencia o costumbre de la escuela en orden a la oposición de cátedras, daría parte al rey y le suplicaría que me permitiese leer en los patios, ya que se trataba de cerrar los generales.

Serenóse, con mi resistencia y mi razón, la mañosa novedad que quiso introducir la débil congregación de algunos miembros descarriados de aquel robustísimo y sapientísimo senado. Tomé puntos la víspera de Santa Cecilia del año mil setecientos y veinte y seis; elegí de los tres que se encargan a la suerte y ventura, explicar el segundo, que fue el movimiento de Venus en el Zodíaco, y, al día siguiente, al cumplir las veinticuatro horas del término prescrito por las leyes de la Universidad, marché a las escuelas mayores con algún miedo, mucha desvergüenza y culpable satisfacción.

Para expresar con alguna viveza los extremados regocijos, los locos aplausos y las increíbles aclamaciones que hizo Salamanca en esta ocasión en honra del más humilde de sus hijos, era más decente otra pluma más libre, menos sospechosa y más autorizada que la mía, pues, aunque ninguna de las que hoy vuelan en el público es más propensa a la claridad de las verdades que la que yo gobierno, no obstante, en las causas tan propias, se descuida insensiblemente el amor interesado. Pero, pues este lance es el más digno y más honrado de mi vida, y no es oportuno solicitar a otro autor que lo escriba, lo referiré con la menor jactancia y vanagloria que pueda.

A las nueve de la mañana fui a entrar en el general de cánones de las escuelas mayores, y a esta hora estaban las barandillas ocupadas de los caballeros y graduados del pueblo, y los bancos tan cogidos de las gentes que no cabía una persona más. En este día faltaron todas las ceremonias que se observan indefectibles en estos concursos y ejercicios. Los rectores de las comunidades mayores y menores y sus colegiales estaban en pie en los vacíos que encontraron. Los plebeyos y los escolares ya no cabían en la línea del patio frontero al general, y los demás ángulos y centro estaban cuajados de modo que llegaba la gente hasta las puertas que salen a la iglesia catedral. El auditorio sería de tres a cuatro mil personas, y los distantes, que no podían oír ni aun ver, otros tantos. Nunca se vio en aquella Universidad, ni en función de esta ni otra clase, un concurso tan numeroso ni tan vario. A empujones de los ministros y bedeles entré a esta hora, condenado a estar expuesto a los ojos y a las murmuraciones de tantos hasta las diez en punto, que era la hora de empezar. Subí a la cátedra, en la que tenía una esfera armiliar de bastante magnitud, compases, lápiz, reglas y papel, para demostrar las doctrinas. Luego que sonó la primera campanada de las diez, me levanté y, sin más arengas que la señal de la cruz y un dístico de Santa Cecilia, cuya memoria celebraba la Iglesia en aquel día, empecé a proponer los puntos que me había dado la suerte, los que extendí con alguna claridad y belleza, no obstante de estar remotísimo de las frases de la latinidad. Concluí la hora sin angustia, sin turbación y sin haber padecido especial susto, encogimiento ni desconfianza, al fin de la cual resonaron repetidos vítores, infinitas alabanzas y amorosos gritos, durando las entonaciones plausibles y la alegre gritería casi un cuarto de hora, celebridad nunca escuchada ni repetida en la severidad de aquellos generales. Serenóse el rumor del aplauso, y en la proposición de títulos y méritos, que es costumbre hacer, mezclé algunas chanzas ligeras (que pude excusar), pero las recibió el auditorio con igual gusto y agasajo. Arguyóme mi coopositor; y entre los silogismos se ofrecieron otros chistes que no quiero referir, por repetidos y celebrados entre las gentes, y porque no encuentro yo con el modo de contar gracias mías sin incurrir en el necio deleite de una lisonja risible y una vanidad muy desgraciada.

Finalizóse el acto y volvió a sonar descompasadamente la vocería de los vítores; y, continuando con ella, me llevó sobre los brazos hasta mi casa una tropa de estudiantes que asombraban y aturdían las calles por donde íbamos pasando. Esta aceptación y universal aplauso hizo desmayar a mis enemigos en las diligencias de oscurecer mi estudio y destruir mi opinión y mi comodidad.

Pasados tres días tuvo su ejercicio mi coopositor; llenó su hora, y quedó el auditorio en un profundo silencio. Antes de poner el primer silogismo, mirando a la Universidad que estaba en las barandillas, dije que me diese licencia para argüir fuera de los puntos, porque no había leído a ellos el que estaba en la cátedra, pues, habiéndole tocado leer de los eclipses de la luna, había hecho toda su lección sobre la tierra, disputando de su redondez, magnitud y estabilidad; y añadí que le mandase bajar, que yo subiría a leer de repente. Fue locura, soberbia y fanfarronada de mozo, pero lo hubiera cumplido. Argüí, finalmente, a los puntos de su estudiada lección; precipitóme la poca consideración de mancebo a soltar algunos equívocos y raterías; y acabado el argumento (porque dijo el opositor que se daba por concluido), sonaron otra vez muchos vítores a mi nombre y cayeron horrorosos silbos y befas sobre mi desdichado opositor.

La moderación humilde y el disimulo prudente y provechoso que se debe observar en las alabanzas propias, le están regañando a mi pluma las soberbias y presuntuosas relaciones de este suceso; la integridad de la obra y la disculpable ambición a los decentes aplausos me empujan también a describir con alguna distinción la multitud de sus mayores circunstancias; pero, pues he determinado callar algunas, concluiré las que pertenecen a este asunto con más aceleración y más miseria. Faltó, pues, el examen de las facultades matemáticas en el claustro pleno, para hacer cabal la función. Yo sé el motivo de este defecto, y sé también que es importante no decirlo.

Votóse entre setenta y tres graduados, que tanto era el número de los doctores, y tuve en mi favor setenta y uno. Mi coopositor tuvo un voto, y el otro se encontró arrojado de la caja. Estaban las escuelas y las calles vecinas rodeadas de estudiantes gorrones, cargados de armas y esperando con más impaciencia que los pretendientes la resolución de la Universidad. Y, luego que la declaró el secretario, dispararon muchas bocas de fuego, soltaron las campanas de las parroquias inmediatas, echaron muchos cohetes al aire y me acompañó hasta casa un tropel numeroso de gentes de todas esferas, repitiendo los vivas y los honrados alaridos sin cesar un punto.

A la noche siguiente salió a caballo un escuadrón de estudiantes, hijos de Salamanca, iluminando con hachones de cera y otras luces un tarjetón en que iba escrito con letras de oro sobre campo azul mi nombre, mi apellido, mi patria y el nuevo título de catedrático. Pusieron luminarias los vecinos más miserables y en los miradores de las monjas no faltaron las luces, los pañuelos ni la vocería. Alternaban músicas y vítores por todos los barrios y pareció la noche un día de juicio.

Este fue todo el suceso y todo este clamor, aplauso, honra y gritería hizo Salamanca por la gran novedad de ver en sus escuelas un maestro rudo, loco, ridículamente infame, de extraordinario genio y de costumbres sospechosas. Cada hora se escuchaban en aquellas aulas doctísimas lecciones y admirables proyectos de escolares prudentes, ingeniosos y aplaudidos, y cada día se ven empleados en las cátedras, obispados y garnachas, excelentes sujetos de singular virtud, ciencia y conducta, y con ninguno ha hecho semejantes ni tan repetidas aclamaciones. Averigüen otros la razón o deslumbramiento de este vulgo, mientras yo le doy con esta memoria nuevas gracias y me quedo con singulares gratitudes.

Más dócil, más erguido y más sesudo que lo que yo esperaba de mi cabeza, empecé la nueva vida de maestro, enseñando con quietud, cariño y seriedad a una gran porción de oyentes que se arrimaron a mi cátedra los primeros cursos, quizá presumiendo que, entre las lecciones matemáticas, había de resolver algunas coplas o ingeniosidades de chacorrero espíritu que todos han presumido en mi humor, gobernándose por las violentas y burlonas majaderías de mis papeles. Fuese por esta causa o por la de probar los fundamentos y principios en que estriba un estudio tan misterioso, temido y olvidado, yo logré ver muchas veces lleno de curiosos a mi general en la hora que explicaba. Los cosarios a escribir la materia siempre fueron pocos; pero en el número de entrantes y salientes puedo contar a todos los mancebos que envían sus padres a seguir otras ciencias que dan más honra y más dinero, pero menos descanso y más peligro. Nunca se oyeron en mi aula las bufonadas, gritos y perdiciones del respeto con que continuamente están aburriendo a los demás catedráticos los enredadores y mal criados discípulos. A los míos les advertí que aguantaría todos los postes y preguntas que me quisiesen hacer y dar sobre los argumentos de la tarde, pero que tuviese creído el que se quisiera entrometer a gracioso que le rompería la cabeza, porque yo no era catedrático tan prudente y sufrido como mis compañeros.

Un salvaje ocioso, hombre de treinta años, cursante en Teología y en deshonestidades, me soltó una tarde un equívoco sucio, y la respuesta que llevó su atrevimiento fue tirarle a los hocicos un compás de bronce (que tenía sobre el tablón de la cátedra), que pesaba tres o cuatro libras. Su fortuna - y la mía - estuvo en bajar con aceleración la cabeza, y esta mañosa prisa lo libró de arrojar en tierra la meollada. Este disparate puso a los asistentes y mirones en un miedo tan reverencial que nunca volvió otro alguno a argüirme con gracias.

        Continuaba sin pesar desacomodado los cursos en mi Universidad, y los veranos y vacaciones huía de las seriedades de la escuela a desenojarme del encogimiento y tristeza escolástica a Madrid y a Medinaceli, adonde me hospedaba con gusto, con regalo y sin ceremonia mi íntimo amigo Don Juan de Salazar, que ya descansa en paz. Pasaban sin sentir por mí los días y los años, dejándome gustoso, sin desazón, sin achaques y entretenido con las muchas diversiones que se me ofrecían en los viajes, en la corte y en la casa de este y otros amigos de mi humor, de mi cariño y de todo mi genio. Era Don Juan de Salazar (que fue el que me arrastraba entonces más que otro todo mi cuidado y amor) un caballero discretísimo, sabio, alegre y aficionado a la varia lectura, inteligente en los chistes de la matemática, en los entretenimientos de la historia, en las delicadezas de la filosofía y en las severidades de la jurisprudencia. Montaba a caballo con arte, con garbo y seguridad; hacía pocos, pero buenos versos; era muy práctico y muy frecuente en la campiña, en el monte y en la selva; mataba un par de perdices, un jabalí y un conejo con donaire, con destreza y sin fatiga, y era, finalmente, buen profesor de todas las artes de caballero, de político, de rústico y de cortesano. Vivíamos muchas temporadas en una sabrosísima amistad y ocupación, ya en su librería, que era varia, escogida y abundante, ya en el monte, en el dulce cansancio de la caza, y en el estrado de su mujer, doña Joaquina de Morales, mi señora, donde sonaban los versos, la conversación, los instrumentos músicos y toda variedad de gracias y alegrías. Representábanse entre nosotros, los familiares y vecinos, diferentes comedias y piezas cómicas (que algunas están en mi segundo tomo de poesías) en los días señalados por alguna celebridad eclesiástica, política o de nuestra elección.

Escribía también, ya en los ratos que le sobraban a mis deleites, ya por las posadas, por huir siempre del ocio, por burlarme del mundo y por juntar moneda, los papelillos que hoy se van cosiendo en tomos grandes. De las sátiras que arrojaban contra ellos y contra mí, hacía también divertimiento, risa y chanzoneta. Burlábame de ver sus autores cargados de envidia y de lacería más que de razón, intentando quitarme el sosiego, la libertad y el aplauso. Alegrábame mucho siempre que me soltaban algunos papelones maldicientes, porque al instante se seguía la mayor venta de mis papeles, y el especial regocijo de ver sus autores encorajados e iracundos contra un mozo picarón, que se le daba un ardite de toda Constantinopla.

Lleno de risa y de desprecio contra la necedad de estos furiosos y provocativos salvajes, rodeado de los requiebros de los aficionados a mis boberías, embebido en la variedad de gustos y festejos, con bastantes abundancias de fortuna y sin conocer la cara al sinsabor, al mal ni al quebranto, viví cinco años, que fueron los intermedios desde que entré en la cátedra hasta que recibí el grado de doctor. Detúveme en proporcionarme a tan honroso empleo por estar más desatado para mis aventuras, porque consideraba como estorbo impertinente a mis correrías la sujeción a los claustros, a las fiestas, a las conclusiones y otros encargos de este apreciabilísimo carácter. Medroso a las leyes y estatutos que mandan despojar de los títulos y rentas de maestro al que no se gradúa en determinado tiempo, hube de rendirme a las ordenanzas y al cumplimiento de las obligaciones, con bastante dolor de mis altanerías. Tomé el grado el jueves de ceniza del año de mil setecientos y treinta y dos, en el que no hubo especialidad que sea digna de referirse; sólo que el martes antes, que lo fue de carnestolendas, salió a celebrarlo con anticipación festiva el barrio de los olleros, imitando con una mojiganga en borricos el paseo que por las calles públicas acostumbra hacer la Universidad con los que gradúa de doctores. Iban representando las facultades, sobrevestidos con variedad de trapajos y colores, llevaban las trompetas y tamborilillos los bedeles, reyes de armas y maestros de ceremonias, y concluyeron la festividad y la tarde con la corrida de toros con que se rematan los serios y costosos grados de aquella escuela. Díjose entonces que yo iba también entre los de la mojiganga, disfrazado con mascarilla y con una ridícula borla y muceta azul; pero dejémoslo en duda, que el descubrimiento de esta picardigüela no ha de hacer desmedrada la historia.

Con la circunspección en que me metí y con la mayor quietud a que me sujeté empezaron a engordar mis humores, a circular la sangre con más pereza, a llenarse de cocimientos errados el estómago y a rebutirse los hipocondrios de impurezas crudas, de tristísimos humos y de negras afecciones. Subieron a ser males penosos todas estas indisposiciones desde el día veinte de enero del año de treinta y dos, que pasé a las inclementes injurias del aire y la nieve en el puerto de Guadarrama, en los montes que tiene el conde de Santisteban entre Las Navas y Valdemaqueda.

Diré brevemente el suceso. Yo perdí el camino y, al anochecer, rogué a un pastor, que venía de una de las casas de los guardas de aquel sitio, que me pusiese en la calzada real. Recibí erradas las señas, y después de haber dejado el carril que seguía a la distancia que el pastor me dijo, entré en otra carretera bastantemente trillada y reducida. Caminábamos sumidos en el rebozo de la capa mi criado y yo, huyendo del azote del aire y la nieve, y a corto trecho de mí oigo un grito suyo, que dijo: «Señor, que me ha tragado la tierra.» Revolvíme con prontitud para socorrerle y, al tomar media vuelta sobre la derecha, se hundió mi caballo con un estruendo terrible y dio conmigo en tierra, lastimándome con curable estrago, todo un muslo. Salí como pude y, a pesar de las oscuridades de la noche, percibí que había sacado mi caballo una pierna atravesada de unos clavos de hierro, introducidos en dos trancas horrorosas de madera, a quien llaman cepos los cazadores de los lobos. Acudí a mi criado y lo hallé tendido debajo de su animal, que estaba también cogido en otro cepo. Hice muchas diligencias para ver si podía quitarles las pesadas cormas y, como en mi vida había visto semejante artificio, no encontré con los medios de librar de él a mis caballos. Medrosos de no caer en otras trampas, y desesperados de no poder levantar del suelo a nuestros animales, hicimos rancho, expuestos toda la larga noche a los rigores y asperezas del frío y el viento. Con los pedernales de las pistolas, pólvora y los trapos de una camisa que saqué de mi maleta, encendíamos lumbre, pero luego se nos volvía a morir con la humedad. En esta tristísima fatiga, y con el desconsuelo de no oír ni un silbo, ni un cencerro, ni seña alguna de estar cercanos a algún chozo, majada o alquería, nos encontró la luz de la mañana, a la que vimos el estrago y pérdida de nuestros rocinantes. Cargamos con nuestras maletas a pie, y a breve rato dimos con el lobero; sacó éste los pies de los caballos de los cepos; reconocimos que el uno tenía cortados los músculos, nervios y tendones de la pierna, y que el otro solamente los tenía atravesados. Guiónos a la casa de un guarda llamado Calabrés, y en su chimenea nos reparamos del frío de la noche; nos dio para almorzar una gran taza de leche, puso para comer una estupenda olla con nabos y tocino y, gracias a Dios, pasamos felizmente el día. Murió el un caballo, y el otro se curó con mucha dificultad en Las Navas; y en dos jacos de alquiler de este lugar proseguimos nuestra derrota hasta Ávila de los Caballeros, y en la casa del marqués de Villaviciosa acabé de convalecer de mi tormenta con sus favores, sus regalos y mi conformidad.

Prólogo fue del libro de mis desgracias esta melancólica aventura, porque detrás de ella se vino paso a paso mi ruinoso destierro, en el que padecí prolijas desconveniencias, irregulares sustos y consideraciones infelices. Pero fui, al mismo tiempo, tan afortunadamente dichoso que vi sobre mí una lástima universal de los nacionales y extraños, una aclamación increíble y un amor tan honrado que jamás aspirara a presumir.

         Si yo pudiera poner en esta escritura, sin irritar a los actores y testigos que todavía han quedado en el mundo, las particulares menudencias y circunstancias que estoy deteniendo en mi pluma, creo que sería este pasaje el único que pusiese alguna enseñanza, algún gusto y dilatada estimación en esta historia. Yo conozco que es importante que estén ocultos los primeros principios y muchas circunstancias de los medios y los fines de este escandaloso suceso, por lo que determino contentar al lector con instruirle en las verdades más públicas, para que pueda entretenerse sin el resentimiento de los fabricantes de mi pasada penalidad. Es cierto que en los libros de las novelas, ya fingidas, ya certificadas, y en los lances cómicos inciertos o posibles, no se encuentra aventura tan prodigiosa ni tan honrada como la que me arrojó a padecer los rigores de un largo y enfadoso destierro. El que quisiere quedar instruido, registre algunos papeles míos que con facilidad se tropiezan en las librerías, y hallará (aunque revueltos con estudiada confusión) los motivos de mi ignominia y mi desgracia.

En las dedicatorias a mis almanaques de los años de 34 y 35, hechas a los excelentísimos señores marqués de la Paz y don Josef Patiño, que aún duran en el libro intitulado Extracto de los pronósticos de Torres, está patente mi inocencia y embozada con los rodeos de una astucia loable la raíz principal de las conjuraciones que labraron mis desconsuelos y desdichas. En dos membretes impresos en Bayona de Francia, el uno dictado por don Juan de Salazar, compañero en la conturbación, en la fatalidad, la fuga y la fatiga, y el otro proferido por mí al rey nuestro señor, suplicando a su piedad con lastimosos y rendidos ruegos para que nos oyese su justicia, aparecen también algunas luces de la clara verdad de este suceso. En estos papeles, en la representación que los ministros hicieron a su real majestad y en la confesión de don Juan consta solamente que, provocado este caballero de las injurias de un clérigo poco detenido, se dejó coger de las insolencias de la cólera y, abochornado de sus azufres, tiró de la espada y abrió con ella en los cascos del provocante un par de roturas de mediana magnitud.

Dicen que fue el herido con las manos en la cabeza, no a curarse, sino a solicitar la ira de un contrario poderoso, en cuya confianza y valimiento apoyaba su reprehensible temeridad. Arbitraron (para prevenir con más eficacia sus rencores y nuestras pesadumbres) que con las heridas frescas partiese quejoso a informar al presidente de Castilla. Así lo hizo el buen sacerdote, y marchó colérico, sanguino, con las dos faltriqueras en los cascos, y ante su tribunal dijo que aquellas heridas se las había impreso don Juan de Salazar, y añadió, finalmente, que don Diego de Torres había tenido la culpa. Éste es todo el hecho público y ésta es la historia que se cantaba en aquel tiempo. Los antecedentes, motivos y crueles asechanzas que pusieron a don Juan en la precisión de examinar ciertas osadías del herido y otras diligencias de sus alianzas, quedarán encubiertas hasta el fin del mundo. Lo que yo aseguro, ahora que estoy libre y por la misericordia de Dios perdonado de las sospechas en que impusieron al ánimo piadoso del rey, es que no consentí la menor tentación ni tuve la más leve culpa en orden a la estocada del clérigo, ni hablé jamás ni en chanza ni en veras, ni con la insinuación ni con el deseo, en semejante asunto; y en todos los ardides, probanzas y juramentos con que intentó la malicia destruir mi fidelidad, mi honor y buena correspondencia, juro por mi vida que fueron falsos, y esto juraré a la hora de mi muerte.

Deseo con ansia sacar a mi discurso de este atolladero. Crea el lector lo que gustare, y véngase conmigo a saber (si le agrada) lo que ya puedo decir con verdad, con descanso, sin peligro y sin ofensa.

Los que tomaron el coraje, la voz y los poderes del herido dieron cuenta al rey, probando el delito sin nuestra confesión, examen ni disculpa; y temerosos de que la providencia regular nos pusiese en prisión, salimos de Madrid al Esquileo de Sonsoto y Trescasas, en donde esperamos ocultos la resolución de la consulta. Llegó, como mala nueva, breve y compendiosa, sin haber padecido la más leve detención en el viaje desde Sevilla (donde estaba a esta sazón la corte) hasta el Real Consejo. Contenía el real orden pocas palabras, porque sólo mandaba que, por ciertas causas, fuese don Juan de Salazar por seis años al presidio del Peñón y don Diego de Torres extrañado sin término de los dominios de España.

       Nos dio esta buena noticia el clérigo caritativo de la cabeza rota, que a un tiempo le hacía su buen corazón parcial con el arrepentimiento de la injuria y la venganza, y con la enemistad furiosa de nuestros contrarios y enemigos. Antes que las diligencias judiciales nos encontraran en donde pudiesen notificarnos el real decreto, huimos, aconsejados del temor y la reverencia del Esquileo de Sonsoto, con la deliberación de no parar hasta Francia.

El día 12 de mayo, a las dos de la tarde, salimos del expresado lugar, a caballo y con el alivio de seiscientos doblones y dos criados que nos servían con puntualidad y con cariño. Llegamos al anochecer a la Granja del Paular de Segovia, donde nos regaló y consoló tres días el venerable padre don Luis Quílez, procurador de aquella silenciosa comunidad de vivientes bienaventurados. Dadas desde allí todas las prevenciones e industrias para lograr los avisos y las cartas que informasen de nuestra vida y nuestros negocios, y advirtiendo a los criados que nos tratasen como amigos y camaradas, trocados los nombres, el de don Juan de Salazar en Bernardo de Bogarín y el mío en Manuel de Villena, tomamos la bendición de aquellos enterrados religiosos y nuestra derrota, con alguna melancolía, pero felizmente conformes con los trabajos y el paradero con que nos tenía amenazados el odio y la fortuna. Enderezamos nuestro destino a la Francia. Eran las ermitas y conventos de frailes nuestro refugio, sagrado y abrigo; y cuando estos lugares no se proporcionaban a la regularidad de las jornadas, se disponía el rancho en las campañas, y sobre la tierra de Dios, que estaba bien mullida de las lluvias, asentábamos los catres, los aparadores y los repuestos, que lo eran las mantas y albardones de nuestros caballos, que iban bien almidonados de mataduras y costrones. Los avisos frecuentes que nos dieron de la corte eran que habían salido en nuestra solicitud varias requisitorias, encargando a los intendentes, corregidores o alcaldes de cualquier pueblo que nos aprisionasen y detuviesen en el lugar donde pudiésemos ser habidos. En los mesones, en los conventos y otros parajes en donde nos cogía el mediodía, la noche y la gana de comer, se mezclaba nuestra astucia y curiosidad en la conversación de los peregrinos, los arrieros y otros concurrentes, preguntando qué había de nuevo en Madrid, y entre las novedades salía al punto a danzar nuestra tragedia. Mormurábamos de nosotros mismos con cuantos se nos ponían delante. Afeábanse las ligerezas de los hechos, maldecíanse los escándalos de los delincuentes y se glosaba sobre el asunto con libertad extraordinaria. Nosotros atizábamos con disimulo importante el fuego de la mormuración, y especialmente cuando el relator era algún crítico aficionado a la poca caridad o algún hipócrita de los que quitan los créditos por amor de Dios y las honras por el bien de las almas.

        Divertía mucha parte de nuestros sustos y desvelos este juguete y la ridícula variedad con que oíamos referir nuestra lastimosa historia. Unos aseguraban que nos vieron ahorcados; otros, que ya comíamos el bizcocho de munición en las Alhucemas, y muchos se mantenían en la verdad de nuestra fuga. El suceso se contaba en cada sitio de diferente modo y sustancia. Decíase por unos que una dama principal era el agente y motivo de nuestra desolación; por otros, que una comedia satírica representada contra el gobierno, y los más aseguraban que por haber muerto a un cura y herido a otro; y a estas mentiras las rodeaban de unas circunstancias tan infames e imposibles que más nos producían la risa que el enfado. La ignorancia de nuestras personas puso también a muchos en una curiosidad aventurada y a nosotros en nuevos y evidentes peligros.

En Burgos nos marcaron por frailes apóstatas, porque en un convento de aquella ciudad nos oyeron argüir en filosofía y teología; y como esta acción era extraña del traje corto y picaresco que elegimos para disimularnos, se persuadieron los oyentes a que nuestro estudio y modestia no podía salir de otro lugar que de los claustros religiosos. Entre los que no nos trataban pasamos plaza de contrabandistas, gobernando su presunción por los informes del vestido, del gesto y de las armas. La pesadumbre con que caminábamos no era mucha, porque la esperanza de que llegaría (aunque tarde) el conocimiento de mi inocencia y el perdón de la destemplanza de mi amigo, el gusto de ir viendo países nuevos y gentes no tratadas, el alivio de los seiscientos doblones que llevábamos en nuestros bolsillos y los buenos caballos que nos sufrían y autorizaban, nos iban templando la mayor prolijidad de nuestras penas, enojos y fatigas.

No quiero poner aquí el montón de angustias que padecimos a ratos en nuestro viaje, ya producidas del miedo de no dar en una prisión, ya del cuidado que nos acosaba el espíritu con la memoria de nuestras casas y familias, porque no se me aburran los lectores con la vulgaridad de la relación de unos lances tan indefectibles que se los puede presumir el más rudo; imagínelos el que lea, y quedará menos enojado con su discurso que con la torpeza de mis enfadosas expresiones.

Llegamos a Bayona de Francia, y en esta ciudad nos detuvimos algunos días esperando en las cartas los consuelos de alguna serenidad y arrepentimiento de los conjurados que se habían enardecido contra nuestra quietud. Nos certificaron los avisos de los agentes de Madrid el mal estado de nuestra libertad y las pocas esperanzas que por entonces podíamos tener en orden a reconciliarse los ánimos de los unos y los otros; y mi amigo, que llevaba al cuidado de su discreción las resoluciones de las dos voluntades, determinó que al punto partiésemos a París. Halló pronta mi obediencia, mi amistad y mi gusto; y al día siguiente marchamos, persuadidos a que el favor del señor marqués de Castelar, que se hallaba embajador de España en aquella corte, sería el único medio y remedio contra las adversidades que nos empezaban a perseguir.

Reconociendo con puntualidad las ciudades, caseríos y villajes intermedios, llegamos a Burdeos, en donde nos encontró un criado de don Juan, que traía cartas más recientes que las que recibimos en Bayona. Tuvo con ellas la mala novedad de que le habían embargado sus bienes, y que los enemigos adelantaban a tal extremo sus rencores, que habían irritado sumamente a los jueces; y, por último, le persuadían a volverse a España a presentarse a la justicia, porque éste sólo era el único modo de volverse a su hacienda, casa y opinión. Con este aviso y este consejo mudó el propósito de continuar las jornadas a París, consultando conmigo sus deliberaciones. Y como yo no me había quedado con más obligación ni más voluntad que la de conformarme a sus ideas, asentí en ésta sin la menor repugnancia ni disputa. Cargaron sobre don Juan todas las resoluciones y las diligencias judiciales, porque, como era público que mis muebles no podían valer para pagar un alguacil, ni mis raíces para satisfacer un pedimento, ni mi persona podía ser útil sino para añadir un estorbo a la cárcel y un comedero más a la cofradía de la Misericordia, no se acordaron de ella para nada.

        Don Juan embargado y yo sin embargo, nos volvimos desde Burdeos para España con el dolor de las malas nuevas de nuestra libertad y con el sentimiento de no ver a París, adonde nos guiaba aún más el gusto que la esperanza de nuestros alivios. A entender en los medios y las astucias de no ser sorprendidos de las rondas de las aduanas, a cuya estratagema y desvelo estaba cometida nuestra prisión, y a imprimir los dos memoriales de que ya hice memoria en los párrafos antecedentes, paramos segunda vez en Bayona. Desde allí remitimos a Sevilla (donde a esta sazón estaba la corte) trescientos memoriales a diferentes señoras, señores, ministros y agentes para que solicitasen el buen despacho de nuestras súplicas, que todas se encaminaban a que el rey nos oyese en justicia, que se nos examinase en el tribunal que su piedad y su rectitud se dignase de elegir. La resulta fue que a don Juan se le oyese en justicia, y mi nombre no apareció para nada en el decreto.

Disfrazados en el traje de arrieros (que ésta fue la resolución que pensamos por oportuna para escaparnos de las rondas) con los vestidos de unos mercaderes de Fuentelaencina que casualmente tropezamos en Bayona, salimos de ella, capitulando llegar a un tiempo mismo a su lugar y satisfacer en las aduanas los derechos que se pagan al rey por los géneros extraños. Ellos, galanamente adornados con nuestros vestidos y caballos, y nosotros, sorbidos en unos coletos mugrientos, en mangas de camisa, con los botines abigarrados, la vara en el cinto, gobernando los ramales de seis mulos y gruñendo votos y porvidas, nos desaparecimos de Bayona por diferentes carriles, sin más diferencia que una hora de tiempo. Fuimos pasando por los lugares donde paraban las requisitorias; nos encontramos muchas veces con las rondas, y ninguno de los jueces ni los guardas nos pudo descubrir ni aun sospechar, porque es cierto que íbamos discretamente disfrazados. Con dos horas de diferencia (sin habernos acaecido aventura singular en el viaje) llegamos a Fuentelaencina, entregamos los machos, los géneros y la cuenta, y dimos mediana razón de nuestras personas y muchas gracias a los mercaderes. Despedidos de ellos, discurrió mi amigo en que el medio más seguro para empezar a tratar de nuestro negocio era el dividirnos. En esto quedamos, y don Juan se cargó con el cuidado de asistir a mi madre y darla quinientos reales cada mes, lo que cumplió como caballero y hombre de bien, que sabía mi inocencia y la injusticia que los enemigos me habían hecho en quitarme la opinión, la comida y la libertad. Engendró en los contrarios algunos celos esta liberalidad; pero sepan los que hoy viven que, después que volví de mi destierro a mis honores y a mis conveniencias, pagué a don Juan toda la cantidad con que su garboso genio remedió la desventura en que mi madre quedaba; y aunque no lo dio con el fin de la cobranza, yo lo recibí con el deseo de la satisfacción.

Tristísimamente desconsolados, sin acertar con las palabras de la despedida ni con las voces de los consuelos, nos dividimos, tomando don Juan el camino de Madrid y yo el de Salamanca. Apenas llegó, se presentó en la cárcel de Corte, y desde allá le colocaron en el convento de San Felipe el Real, donde hizo judicialmente una declaración honrosa y verdadera de todos los hechos; y vista por los señores del Real Consejo, de las órdenes de quienes era súbdito por ser el delincuente caballero de la orden de Santiago, fue absuelto de los seis años del Peñón, y nuevamente sentenciado a un año de residencia en el convento de Uclés, de la misma orden.

Mientras don Juan estaba padeciendo los enfados de los interrogatorios, las comisiones de los alguaciles, los consejos de los impertinentes y la reclusión en aquella venerable casa, estaba yo paseando las calles de Salamanca, lleno de dudas y sospechas, disponiendo la conformidad a cuanto me quisiese remitir la Providencia, la desgracia o la fortuna. Un mes estuve en esta suspensión, sin que mi jefe el maestrescuela, ni el corregidor del lugar, ni otra ninguna persona me hablase una palabra en orden a mis aventuras. Llegué a persuadirme que estaría perdonado o a que fue ficción de mis enemigos la voz tan válida y acreditada del destierro; y una mañana, cuando más olvidado vivía yo de mis desgracias, se entró por mis puertas el alcalde mayor don Pedro de Castilla y me notificó la orden del rey, en que su majestad se dignaba de que fuese extrañado de sus dominios. Salí en aquella tarde con dos corchetes y un escribano, y en treinta horas me pusieron en Portugal, sujeto a las leyes del señor don Juan V, el justiciero y piadoso monarca de aquel breve mundo.

Ya tengo escrito este pasaje en la dedicatoria al excelentísimo marqués de la Paz, en el pronóstico del año 1734; acudan a él los curiosos, pues es molestia demasiadamente enfadosa repetir en estos pliegos lo que ya tengo escrito en otras planas. Hallé, gracias a Dios, en los políticos y los rústicos de aquel reino piadosísimas atenciones, dádivas corteses, lástimas graciosas y una caridad imponderable. Ni en el escrupuloso genio de los portugueses ni en la delicadeza de mi estimación produjo el más leve perjuicio el mal olor de delincuente con que ya estaban apestados, ni el contagio de infame con que me presenté a sus ojos, llevando sobre mí el sayo de capitalmente condenado. Recibiéronme, gracias a Dios, con un gozo y un agasajo que jamás pude presumir. Rodando las aldeas, caseríos y ermitas cercanas a las hermosas ciudades de Coimbra, Villa-Real y Lamego, anduve cuatro meses bien divertido y regalado en las casas de los curas, los fidalgos, los jueces, los médicos y otras personas de gusto y conveniencias. Repasaba muchos ratos felizmente gustoso, con la memoria y la narración de mis anteriores aventuras, cuando me vieron aquellos montes con el ropón de ermitaño.

Los recuerdos del dichoso don Juan del Valle eran frecuentes asuntos de las conversaciones, siendo gozo de los que le trataron y fatiga bien empleada de los que no lo conocieron la repetición de sus virtudes escondidas. Parlaba con los abades y los hidalgos instruidos (de que hay abundancia en aquel reino) de los sistemas de la filosofía reciente; componíamos el mundo de los átomos, de la materia sutil, de la estriada y globulosa; regañábamos con Aristóteles, y se decía entre nosotros que no supo explicar un fenómeno de la naturaleza; y con la repetición de los disparates de Cartesio, de las presunciones de Regis y las vanidades de los que hoy garlan en el mundo, con sus librillos repletos de rayas, círculos y figuras, los tenía ansiosamente embelesados. Resollaba con los médicos muchas pataratas astrológicas; disculpaba los embustes, astucias y engaños de su facultad y lo dudoso de sus juicios y recetas, pero con tal advertencia que no los enojase mi poca fe y el escarnio con que me quedo contra la credulidad de los que no piensan que hay muerte y que para todo hay remedio. Echaba mis párrafos de política, de áulica, de guerra y de cuanto imaginaba oportuno a la inclinación de los oyentes. Aseguro al que lee que en mi vida he hablado ni tan varia ni tan disparatadamente como entonces; pero era disculpable mi garrulidad, porque la precisión de tenerlos gustosos y parciales hizo alborotar con demasía a mi natural silencio.

Con este trato humilde, agradable y astuto vivía en aquellos cortos lugares, hasta que, cansado de su brevedad, me mudé a Coimbra, adonde no pude detenerme sino muy poco tiempo, por causa de que aún vivía (aunque muy viejo y postrado) el majadero celoso que me dio motivo para dejar la vez primera que la pisé aquella hermosísima ciudad. No obstante este ridículo estorbo, y persuadido a que la mudanza de mi nombre y traje le habrían ya borrado de su memoria los accidentes de mi figura, quise alicionarme con el trato y la conferencia de algunos de los doctores de aquella, grande por todos modos, Universidad. Baptizado tercera vez con el nombre de Francisco Bermúdez, hablé de mi verdadero nombre y persona con varios sujetos de la primera distinción, gobierno y sabiduría de aquella escuela, y me significaron el especial honor que lograrían en que el doctor don Diego de Torres fuese a servir la cátedra de Matemáticas que tenían vacante por muchos años por falta de opositor y pretendiente. Yo les aseguraba que conocía a Torres y que estaba olvidándose del mundo en uno de los lugares de la raya, obedeciendo el real decreto de su rey, que le tenía extrañado de sus dominios. Prometí que le significaría lo mucho que tenía que agradecer a sus buenos deseos, manifestando las honradas proposiciones con que procuraban premiar sus fatigas y desvanecer sus desconsuelos. Añadieron a estas favorables promesas que perdonarían los gastos de la incorporación del grado, el examen y ejercicios, y consultarían al rey para que, sin ejemplar, aumentase los salarios de la cátedra.

Antes que pudiese la casualidad o la malicia descubrir que yo era el Torres que solicitaban, dejé a Coimbra y vine a parar por otro par de semanas a Mirandela y a la Torre de Moncorvo, y de este lugar escribí a los doctores de la comisión que don Diego de Torres sólo atendía a los cuidados de manifestar al rey su veneración, su inocencia y todas las operaciones de fidelísimo vasallo, y que perdería todas las esperanzas y comodidades de honra y de riqueza que le pudiese dar el mundo hasta demostrar su fidelidad, su celo y su inalterable esclavitud. Persuadílos en la carta lo agradecido que quedaba a la altísima honra de tan-gloriosa universidad, y otras expresiones muy rendidas, muy reverentes y muy verdaderas.

Vago y ocioso de uno en otro pueblo vivía yo, esperando en el examen de los jueces y en la piedad del rey la restitución a mi patria, pero mi mala suerte me retardaba los alivios. Muchas veces me vi acometido de los pensamientos de ponerme en Lisboa, ya agasajado de los deseos de volver a instruirme en aquella gran corte, ya incitado de las cartas y las proposiciones con que me llamaron algunos príncipes; pero conociendo que me exponía a la infamia de ser ingrato o a la angustia de hacer imposible la vuelta a Castilla, no me determiné a consentir ni a los honrosos llamamientos de los próceres ni a los alegres gritos de mi curiosidad.

Mientras que yo andaba desocupado, sin destino seguro y lleno de indeliberaciones, ideas, arrepentimientos y propósitos, cumplió don Juan su reclusión de Uclés; y, habiéndose restituido a Madrid, continuaba con fervor incansable las diligencias y oficios de mi libertad y restitución. Escribióme que sería oportuno que alguna de mis hermanas se apareciese en la corte a besar los pies del rey y a suplicar a su real ánimo por mi libertad, por su alivio y el de mi pobre madre; y en pocos días se pusieron desde Salamanca en el camino de Valsaín (adonde estaba la corte) mi hermana Manuela, mi sobrina Josefa de Ariño y mi primo Antonio Villarroel.

Encontraron en el ministro un agrado piadoso, en los grandes sujetos de la corte una lástima cariñosa y en los más ignorados una inclinación favorable y una prontitud increíble, llena de consuelos, alivios y breves esperanzas. El puro llanto de mis inconsolables parientes y la porfiada asistencia a las puertas del ministro y la general misericordia con que todos miraban a mi pobre hermana y sobrina, me sacaron del tristísimo cautiverio al puerto de la felicidad y la ventura. El eminentísimo señor cardenal de Molina, mi señor, de orden del rey, me volvió mejorada la libertad y la honra en una carta que guardo para mi confusión, mi gratitud y mi seguridad.

Volví a mi patria, y en ella me recibieron muchos con contento, algunos con desazón y los más con una indiferencia sospechosa y aun fuga reparable, porque juzgaban que lo desterrado era enfermedad pestilente y que el odio de los enemigos podía introducirse en sus deseos, esperanzas y conveniencias. No me admiré, porque éste es un temor común en los espíritus desdichados y una enfermedad incurable en todo lugar de pretendientes.

Tres años duró la privación de mi libertad; y aunque tuve en ellos la paciencia y alivios que dejo expresados, también padecí en este intermedio otra conjuración, no tan poderosa, pero más terrible y abominable que la que fue causa del destierro. Callaré su naturaleza, los productores y el lugar del delito, porque la caridad que debo tener con el prójimo me estorba la queja y la noticia. Viven muchos que pudieran ofenderse de mi descubrimiento y no es justo dar que sentir a ninguno, cuando no importa a mi opinión ni a mi quietud que se queden en el silencio su arrojo y mi conformidad. Sólo puedo decir, para mi confusión, que el Real Consejo de las Órdenes tomó la providencia de averiguar la torpeza de la acción; y, examinada con muchos testigos, desengaños y papeles, halló el reo oculto, encontró con mi inocencia ahogada y fue sobrecogido de una lastimosa compasión de ver los crueles enojos y facinerosas asechanzas con que daba en aborrecerme la fortuna.

Padecí en este tiempo, en extrema soledad, con mucha pobreza y riguroso desabrigo, dos enfermedades agudas que me asomaron a la boca del sepulcro. Fue la una un soberbio garrotillo, que me agarró bien descuidadamente en una miserable aldea de Portugal, en la casa de un pobre pescador honrado, piadoso y diligente. En el angosto cubierto de su estrecha habitación, resumida toda a un negro portal y a una cocina poco ahumada, y sobre un desmembrado jergón compuesto de los destrozos de sus viejas redes, estuve lidiando con las zozobras de tan maligna y traidora enfermedad. Fui, en un tomo, el dotor, el cirujano y el enfermo; y quiso la providencia de Dios que, en un sitio tan retirado, tan mísero y tan inculto, no me faltase lo conducente para detener las atrevidas prontitudes del afecto.

Tenía mi ángel pescador arrojadas sobre unos tablones muchas simientes de calabaza y de melón, que reservaba su economía y su industria para sembrar en un pedazo de terreno que tenía arrendado, y una cazuela barrigona de barro zamorano más que mediada de azúcar (provisión indispensable en la casa más pobre de aquel reino); y con estas simientes me disponía unas horchatas medianamente frescas en la garapiñera del sereno, las que bebía por tarde y por mañana. Dábame en las horas oportunas unos caldos de coles y tocino; y con aquella golosina y remedio, estas substancias y seis sangrías que repartí entre los brazos y las piernas, me libré de morir ahorcado entre las garras de tan violento e implacable verdugo. Nunca fui tan agradecido ni tan apasionado a los cortos elementos de la medicina como en esta ocasión, y el haber leído que a esta idea de achaque se ocurre con las sangrías y los refrescos, me sirvió de un notable alivio y una confianza saludable. Para que al lector no le quede confusión alguna en orden al modo y la prontitud de ejecutar las evacuaciones de sangre, sepa que ha muchos años que llevo en mi bolsillo, y especialmente a los viajes, un estuche con herramientas de cirugía, pluma, tintero, hilo y abuja, y otros trastos con que divertir y remendar la vida y el vestido.

Fue la otra enfermedad una calentura ardiente que me saltó en el convento de San Francisco de Trancoso, en la que fui asistido dichosamente de un confesor sabio y devoto y de un médico necio e ignorante. En este peligro libró con más ventajas mi conciencia que mi cuerpo, porque en aquélla no quedó rastro ni reliquia de escrúpulo, y de mi humanidad aún no he podido ver sacudidas las maldades que dejó en ella o plantó de nuevo con sus malaventuradas zupias y brebajes. Después de diferentes recaídas, vino a parar en una tísica incipiente, y hubiera pasado a la tercera especie, a no haber escapado de sus uñas.

Desesperado con la asistencia y la ignorancia de este bruto dotor, determiné que un lego enfermero de la casa me diese un botón de fuego entre tercera y cuarta vértebra del espinazo, para que, abriendo una fuente en este sitio, se viniese a este conducto la destilación que corría precipitada a los pulmones. Con la esperanza de esta medicina, dictada a mi antojo, y sin temor a mi flaqueza ni a las injurias del temporal, me mudé a Ponte de Abad, lugar en donde, por la misericordia de Dios, no había médico ni boticario. Con la falta de estos dos enemigos, con mucha paciencia y el consuelo de ir palpando las buenas noticias que daba mi albañal, me vi libre en pocos días de tan rebelde y desesperada dolencia.

Otros trabajos y desdichas sufrí en esta larga y penosa temporada, pero los suavizó mucho mi conformidad y los deleites que no dejaban de encontrarme a cada paso, de modo que iba corriendo mi vida como la del más dichoso, el más rico y el más acompañado, pues para todos vienen las pesadumbres y los gustos, la salud y la enfermedad, el ocio y el entretenimiento, la miseria y la abundancia, porque la vida del más feliz y el más desgraciado está llena de sobras y faltas, alteraciones y serenidades, tristezas y alegrías, y con todo, se vive hasta la muerte.

        Gozando de la quietud de mi casa, de la compañía dulce de mi madre y hermanas, de la conversación de mis amigos y de las adulaciones de mi tintero y de mi pluma, me estuve un año en Salamanca, hasta que con la licencia del eminentísimo cardenal de Molina, mi señor, vine a Madrid. Aposentóme (con admiración y susto de los contrarios y honrado gozo de los afectos) don Juan de Salazar en su casa, y con esta acción volcó muchos juicios y arruinó mil conjeturas poco favorables a nuestra amistad y confianza; corrimos en su coche paseos públicos, visitamos con ancha alegría a nuestros apasionados, con política estrecha a nuestros enemigos y con reservada prudencia a los indiferentes en las noticias y acciones de nuestros trabajos y sucesos. Nuestra presencia y amistad produjo muchos desengaños, desató muchas dudas y puso respeto a no pocas jactancias y mentiras. Con esta diligencia y la demostración de la constancia inseparable de nuestro cariño, se serenaron las inquietudes y se enterraron todas las ideas y máquinas de los genios revoltosos, noveleros y desocupados. Pasé con mi amigo felizmente todo el verano y, pocos días antes de San Lucas, me volví a Salamanca a cumplir mis juramentos y mis obligaciones. Y al año siguiente, que fue el de 1736, después de finalizadas mis tareas, empecé a satisfacer varios votos que había hecho por mi libertad y mi vida en el tiempo de mi esclavitud y mis dolencias.

Fue el más penoso el que hice de ir a pie a visitar el templo del apóstol Santiago, y fue sin duda el más indignamente cumplido, porque las indevotas, vanas y ridículas circunstancias de mi peregrinación echaron a rodar parte del mérito y valor de la promesa. Salí de Salamanca reventando de peregrino, con el bordón, la esclavina y un vestido más que medianamente costoso. Acompañábame don Agustín de Herrera, un amigo muy conforme a mi genio, muy semejante a mis ideas y muy parcial con mis inclinaciones, el que también venía tan fanfarrón, tan hueco y tan loco como yo, afectando la gallardía, la gentileza y la pompa del cuerpo y del traje, y descubriendo la vanidad de la cabeza. Detrás de nosotros seguían cuatro criados, con cuatro caballos del diestro y un macho donde venían los repuestos de la cama y la comida. Atravesamos por Portugal para salir a la ciudad de Tuy, y en los pueblos de buenas vecindades nos deteníamos, ya por el motivo de descansar, ya por el gusto de que mi compañero y mis criados viesen sin prisa los lugares de aquel reino, que yo tenía medianamente repasado. Divertíamos poderosamente las fatigas del viaje en las casas de los fidalgos, en los conventos de monjas y en otros lugares, donde sólo se trataba de oír músicas, disponer danzas y amontonar toda casta de juegos, diversiones y alegrías. Convocábanse, en los lugares del paso y la detención, las mujeres, los niños y los hombres a ver el Piscator, y, como a oráculo, acudían llenos de fe y de ignorancia a solicitar las respuestas de sus dudas y sus deseos. Las mujeres infecundas me preguntaban por su sucesión; las solteras por sus bodas, las aborrecidas del marido me pedían remedios para reconciliarlos; y detrás de éstas, soltaban otras peticiones y preguntas raras, necias e increíbles. Los hombres me consultaban sus achaques, sus escrúpulos, sus pérdidas y sus ganancias. Venían unos a preguntar si los querían sus damas; otros a saber la ventura de sus empleos y pretensiones; y, finalmente, venían todos y todas a ver cómo son los hombres que hacen los pronósticos, porque la sinceridad del vulgo nos creen de otra figura, de otro metal o de otro sentido que las demás personas, y yo creo que a mí me han imaginado por un engendro mixto de la casta de los diablos y los brujos. Este viaje le tengo escrito en un romance que se hallará en el segundo tomo de mis poesías, y en el Extracto de pronósticos, en el del año 1738, en donde están con más individualidad referidas las jornadas; aquí sólo expreso que sin duda alguna hubiera vuelto rico a Castilla si hubiese dejado entrar en mi desinterés un poco de codicia o un disimulo con manos de aceptación; porque, con el motivo de concurrir a la mesa del ilustrísimo arzobispo de Santiago, el señor Yermo, el médico de aquel cabildo don Tomás de Velasco, hombre de mucha ciencia, mucha gracia y honradez, hablaba de mí en todos los concursos (claro está que por honrarme) con singularísimas expresiones de estimación hacia mi persona y mis bachillerías. Agregáronse a su opinión y su cortesanía los demás médicos, y no hubo achacoso, doliente ni postrado que no solicitase mi visita. Atento, caritativo y espantado de la sencillez y credulidad de las gentes, iba con mi dotor sabio y gracioso a ver, consolar y medicinar sus enfermos, los que querían darme cuanto tenían en sus casas. Agradecí sus bizarrías, sus agasajos, y les dejé sus dones y sus alhajas, contentando a mi ambición con la dichosa confianza y el atentísimo modo con que me recibieron. Mucho tendría de vanidad y quijotada este desvío en un hombre de mi regular esfera, pero también era infamia hacer comercio con mis embustes y sus sencilleces, no teniendo necesidad ni otro motivo disculpable.

Dejando contentos a los médicos, y muy distraídos de aquel error común que me capitula de enemigo grosero y rencoroso de las apreciables experiencias de su facultad, y consolados a los enfermos, aquietando a unos sus aprehensiones y realidades con remedios dóciles, y persuadiendo a otros que la carestía de los medicamentos era el más oportuno socorro para sus dolencias, pasé a la Coruña, en donde me sucedió el aplauso y el honor de aquellos honradores genios con el mismo alborozo que en Santiago. Desde aquel alegre y bellísimo puerto de mar tomé el camino de Castilla por distintos lugares en los que merecí ser huésped de las primeras personas de distinción, agasajándome en sus casas con las diversiones, los regalos y los cariños. En medio de estar ocupado con los deleites, las visitas y los concursos, no dejaba de escoger algunos ratos para mis tareas. La que me impuse en este viaje fue la Vida de la venerable madre Gregoria de Santa Teresa, la que concluí en el camino, con el almanak de aquel año, antes de volver a Salamanca, adonde llegué desocupado para proseguir sin extrañas fatigas las que por mi obligación tengo juradas. Cinco meses me detuve en este viaje, y fue el más feliz, el más venturoso y acomodado que he tenido en mi vida, pues, sin haber probado la más leve alteración en la salud ni en el ánimo, salí y entré alegre, vanaglorioso y dichosamente divertido en mi casa. En la quietud de ella cumplí el cuarto trozo de mi edad, que es el asunto de esta historia; y desde este tiempo hasta hoy, que es el día veinte de mayo del año de 1743, no ha pasado por mí aventura ni suceso que sea digno de ponerse en esta relación. Voy manteniendo, gracias a Dios, la vida sin especial congoja ni más pesadumbres que las que dan a todos los habitadores de la tierra el mundo, el demonio y la carne. Vivo, y me han dejado vivir desde este término los impertinentes que viven de residenciar las vidas y las obras ajenas, quieto y apacible, y ocupado sin reprehensión y sin molestias. Me ayudan a llevar la vida con alguna comodidad y descuido, la buena condición y compañía de mis hermanas y mis gentes, y mil ducados de renta al año, que, con ellos y las añadiduras de mis afortunadas majaderías, junto para que descansen mi madre y mis hermanas, ayuden a nuestros miserables parientes y den algunas limosnas a los pobres forasteros de nuestra familia. Vivo muy contento en Salamanca, y con los propósitos de dar los huesos a la tierra donde respiré el primer ambiente y a la que me dio los primeros frutos de mi conservación.

Varias veces me ha acometido la fortuna con las proposiciones de bienes más crecidos y más honrados que los que gozo, pero conociendo mi indignidad y la mala cuenta que había de volver de sus encargos, me he hecho sordo a sus gritos, sus promesas y sus esperanzas. Hago todos los años dos o tres escapatorias a Madrid, sin el menor desperdicio de mi casa, porque en la de la excelentísima señora duquesa de Alba, mi señora, logro su abundantísima mesa, un alojamiento esparcido, poltrón y ricamente alhajado, y, lo que es más, la honra de estar tan cercano de sus pies. Por los respetos a esta excelentísima señora, me permiten las más de su carácter y altura la frecuencia en sus estrados, honrando a mi abatimiento con afabilísimas piedades. Los duques, los condes, los marqueses, los ministros y las más personas de la sublime, mediana y abatida esfera, me distinguen, me honran y me buscan, manifestando con sus solicitudes y expresiones el singular asiento que me dan en su estimación y su memoria. No he tocado puerta en la corte ni en otro pueblo que no me la hayan abierto con agasajos y alegría. El que imagine que este modo de explicar las memorables aficiones que debo a las buenas gentes es ponderación o mentira absoluta de mi jactancia, véngalo a ver y le cogerá el mismo espanto que a mí que lo toco. Véngase conmigo el incrédulo pesaroso de mi estimación, y se ahitará de cortesías y buenos semblantes. Lo que más claramente descubre esta relación es una vanidad disculpable y un engreimiento bien acondicionado, porque sabiendo yo que no merece mi cuna, mi empleo, mi riqueza ni mi ingenio más expresiones que las que se hacen por cristiandad y por costumbre, no deja de hacerme cosquillas en el amor proprio de que esta casta de general y venerable agasajo se endereza a mi persona, a mi humildad y a mi correspondencia.

También creo que me habrá dado tal cual remoquete cortesano la extravagancia de mi estudio; pero otros hacen coplas y pronósticos, y los veo aborrecidos y olvidados. Confiesen mis émulos y envidiosos que Dios me lo presta, y que yo me ayudo con el respeto y buen modo con que procuro hacerme parcial a todo género de gentes; que yo también confieso que escribo estas excusadas noticias por darles un poco de pesadumbre y un retazo de motivo para que recaigan sobre mí sus murmuraciones y blasfemias. Guardo con especial veneración, respeto y confusión mía, las cartas y la correspondencia con algunos cardenales, arzobispos, duquesas, duques, generales de las religiones y otros príncipes y personas de la primera altura y soberanía. Éstas son las alhajas y preciosidades que venero especialísimamente y las que mandaré a mis herederos que muestren y vinculen por única memoria de mi felicidad y para testigos del honor que sabe dar el mundo a los desventurados que procuran vivir con desinterés, abatimiento de sí mismos y respeto a todos. No me faltan algunos enemigos veniales y maldicientes de escalera abajo, aunque ya tengo pocos y malos, y siento mucho que se me haya hundido este caudal, porque a estos tales he debido mucha porción de fama, gusto y conveniencia que hoy hace feliz y venturosa mi vida.

Ésta es la verdadera historia de ella. Espero en Dios acabar mis días con la serenidad que estos últimos años. Estoy en irme muriendo poco a poco, sin matarme por nada. Discurro que ya no me volverán a coger las desgracias ni los acasos memorables, porque mi vejez, mis desengaños y mis escarmientos me tienen retirado de los bullicios y con el ojo alerta a las asechanzas y los trompicaderos; y si me vuelven a agarrar las persecuciones, consolaréme con la consideración de lo poco durable que será mi desdicha, porque la muerte ha de acabar con ella, y ya no puede estar muy lejos. Y en fin, venga lo que Dios quisiere, que todo lo he de procurar sufrir con paciencia y con resignación y con alegría católica, que éste es el modo de adquirir una buena muerte después de esta mala vida.

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Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte

 

Primeras visitas de Torres y Quevedo por Madrid

Al lector, como Dios me lo enviare, malo o bueno, justo o pecador, sano o moribundo, que no soy asqueroso de cuerpos ni conciencias ajenas.

 

Prólogo

Ya habrás oído decir, lector a secas (que eso de discreto, ni te lo dije nunca, ni lo oirás de mi boca), que en uno de los reinos extranjeros se le puso a un tratante en la cabeza vender diablos, como si fueran guacamayas o micos de Tolú. Éste dicen que guió la recua camino del infierno con una tropa de alguaciles, escribanos, médicos y alcaldes que iban hacia allá; y habiendo cargado, se vino a la feria y vendió todo el empleo de diablura, y aun se repartieron algunos mojicones entre los mercantes. Lo mismo ejecutaron otros mercaderes a su imitación, y hoy se están despachando demonios por cientos y Satanases por gruesas por todo el mundo, con más crédito que si fueran medallas de Roma. A mí, pues, se me ha plantado en el escaparate de los sesos vender mis sueños, mis delirios y mis modorras. Y no siendo éstas tan malas como los demonios, creo que te las he de vender bien vendidas; y más cuando tu perversa inclinación echa el tiempo al muladar del ocio, y tu curiosa necedad aboga por mi bolsillo contra el tuyo, como me lo han hecho creer mis antecedentes disparates. Desde hoy empiezo a soñar. Ten paciencia, o ahórcate; que yo no he de perder mi sueño porque tú me murmures los letargos.

Con don Francisco de Quevedo me sacó mi fantasía por esa Corte a ver los disfraces de este siglo, y juntos hemos notado la alteración de su tiempo al que hoy gozamos. Si te parece mal, poco cuidado me dará tu desazón. Conténtate; y no seas tan mentecato, que le pagues los azotes al verdugo; que yo no puedo desearte más castigo que es que tu paciencia me vengue de tu mordacidad. Siete veces soñó el insigne Quevedo como verás en el primer tomo de sus obras; conque a mí, que soy más avutardado de espíritu, me toca dormir y soñar más. En la relación de lo soñado me excederá Quevedo, pero a roncar no le cederé a él ni a cuantos aran y cavan.

Yo te llamara pío, benévolo, discreto y prudente lector, pero es enseñarte a malas adulaciones; y eres tan simple, que lo habías de creer, como que el miedo y la cortesía eran los que me obligaban a tratarte de este modo. ¿Qué cosa más fácil que presentarte el nombre dediscreto, porque tú me volvieras el deerudito? Que es lo que sucede entre los que leen y escriben, afeitándose unos a otros. Pero es locura, porque yo nunca voy tras tus alabanzas, sino tras tu dinero. Suéltalo, y más que me quemes en estatua dando al fuego mi papel. Conténtate con lo lector en pelo, que lo discreto no lo has de ver en mi pluma, ni en mi lengua; porque yo no estoy acostumbrado a mentir, y hasta que muera te he de aporrear con mis verdades. Lo más que puedo hacer por ti es darte una receta para que te lo llamen otros. Es ésta: Lo primero, has de llamar madamas a todas las mujeres, hasta las cocineras y mozas de cántaro. Lee luego la cartilla del chichisbeo, que es el alcorán de los galanes españoles, cuyo primer carácter, en vez de cristus, essatanás. Traslada a tu memoria todo lo que en favor de él han escrito los poetas luteranos, repítelo en toda ocasión, y sigue aquellas instrucciones. En concurriendo con señoras, asoléalas bien, como si fueras a hacer pasas; que con esto, cuatro humaredas de incienso cortesano que te lo venderá cualquier lisonjero, los polvos de ¡cuándo soñé yo lograr tal fortuna!, su poco de aquello de deidades, hincar las rodillas a cada instante, hablar mucho y alto, te llamarán discreto. Pero cree que en la verdad te quedas un grandísimo tonto.

Si te determinas a leer, te advierto que sea con alguna reflexión. Mira no te quedes embobado como un salvaje en las pinturas de los mascarones que pongo en la primera entrada de las visitas; cuélate adentro, y encontrarás doctrina saludable para conocer y huir los vicios de esta edad. Si así lo haces, te dará buen provecho la lectura. Dios permita que así suceda; pero lo temo mucho, porque te he visto leer regularmente con mala intención, y sólo andas a caza de moscas y te metes en censurar el estilo y las voces sin haber saludado la gramática castellana. Si quieres morder lo escrito, aprehende a hablar primero, y luego a escribir; y entonces serán racionales tus reparos. Pero si no sabes hablar con otro artificio que el que te enseñó tu madre o el ama que te dio la teta, no entres el hocico en mis sueños; porque puede ser que salgas escaldado. Dios te dé vida para que me pagues mis salvajadas, y mormura lo que tú quisieres, que yo quedo burlándome de verte metido a corrector de autores y libros y dando voto decisivo en lo que no entiendes ni puedes ejecutar. Consuélate con que yo estoy certísimamente creyendo que lo que tú censures, y lo que yo he escrito, todo es un envoltorio de majaderías. Y si llego a sospechar que hay algo bueno, más me inclinaré a que es lo que yo propongo, que lo que tú arguyes; porque esto está dictado con reflexión y con sano juicio, y lo que tú sueles decir es arrojado del delirio, de la envidia y de tu mala costumbre. Vale, seor leyente, hasta otro prólogo, que quizá será peor que el que se acaba aquí.

 

Preámbulo al sueño

A la héctica llama de un viudo candil, que aunque es un mocoso, ha días que padece achaques de caduco, destilaciones y gota, males viejos en candil de astrólogo, que como estudia a luz más derecha, tiene mal cuidada la torcida, estuve anoche aguantando la mecha y enojando a los párpados, que los quiero sobre las niñas de mis ojos, por brujulear las dicciones de un curioso libro que ha meses que le doy mi lado, porque me despierta el sueño. Y por más que porfiaba a vencer con mi atención los esperezos de la mugrienta luz, pudo más su flaqueza que mi constancia; pues en la palidez de sus congojas se desmayaron antes mis pestañas. Conque, enferma la vista, se me quedó difunto el miramiento.

Cansado, pues, y aun medroso, porque entre bostezos de viviente y boqueadas de agonizante más susto me daba que luces; por no levantarme de la cama a atizarlo (que no es candil el mío que se puede hacer cera y pábilo de él) y, lo principal, porque no me atisbase la camisa un compañero que se acueste en mi cuarto, arrimé el papel a una silla en donde descansan mis vestidos y, cogiendo una calceta que se columpiaba en uno de sus brazos, tiré dos azotes al aire para que acabase de un soplo vida que propiamente es humo. Mas, como guió el golpe mi ceguedad (mal presumida la distancia), del primer calcetazo le prendí las narices al candil; y en el suelo acabó de vomitar toda la asquerosa herrina y quedó tan sentido del porrazo, que después que amaneció en mi posada, le vi moquear por todas sus coyunturas. Tirados todos, el libro en la silla, el candil por tierra y yo en mi catre, enrosqué los lomos, di dos suspiros al aire, y eché de golpe la cabeza en la almohada. Y al caer se enterraron la mitad de las facciones, hasta medias narices; y como el dibujo de las ancas, muslos y suras se distinguía sobre la manta, quedé un medio perfil, metamorfosis entre galgo y astrólogo, que si me hubiera visto, se horrorizara un San Antón. Sin susto de cosa de esta vida, llamé al sueño; y en breve espacio de si viene o no viene, me pintaba la consideración depostrada (¡válgame Dios, qué acuerdo tan natural!) las parecidas imágenes de cama y sepultura, muerte y sueño, acreditándome este desengaño mi memoria con aquel dístico del gran Nasón, que bien sé que es suyo, pero no me acuerdo ahora en qué elegía lo colocó:

Stulte, quid est sommus gelidae nisi mortis imago?

Multa quiescundi tempora fata dabunt.
 

Pero con un filósofo descuido me sacudí de esta melancolía, considerando que aunque el sueño es muerte, era para mí entonces el dormir media vida. Morir es preciso, y esta memoria y conformidad han podido quitarme el horror a este fantasma; y si amaneciese en el sepulcro, me libraba de médicos, zupias, el candilón y campanillorro, que son los prólogos del morir y alabarderos del agonizar, y daba un gran chasco a los sacristanes. Aunque de esta burla no se escaparán, porque justamente me voy despabilando para ser difunto de gorra y muerto petardista; y la parroquia donde cayere, habrá de honrarme de mogollón o faltar a la misericordia de enterrar los muertos. Con este consuelo (propio alivio de un genio perdulario) y aquella melancolía (natural aviso de nuestro frágil ser) fui perdiendo por instantes el tacto de los ojos y la vista de los otros tres sentidos y medio; y cuando, a mi parecer, el discurso estaba más despabilado, viene el sueño y, ¿qué hace?, da un soplo a la luz de la razón; y me dejó el alma a buenas noches y a mí tan mortal, que sólo cuatro ronquidos, unos por la boca y otros por lo que no se puede tomar en boca, eran asqueroso informe de mi vitalidad.

Acostada el alma, y ligados los sentidos a escondidas de las potencias, se incorporó la fantasía, y con ella madrugaron también otro millón de duendes que se acuestan en los desvanes de mi calvaria; y entre ellos se movió tal bulla, que a no ser yo tan remolón de talentos y tan modorro de sentidos, me hubiera desvelado los mismos arrullos que me mecían el letargo. Entre las varias figuras que se abultaron en la oficina del sueño, fue la más amable (aunque a los principios más horrible) la que voy a sacar a luz; y la estofó la fantasía con tales matices, que ahora que sé que no duermo y que ciertamente estoy dictando lo que soñé entonces, estoy por jurar que fue más visto que soñado.

 

Sueño

Yo gozaba en el éxtasis tirano del sueño todas las quietudes que pueden hacer dichoso a un dormido. Pero duró muy poco la sucesión de mis tranquilidades; pues a un breve rato que estaba en su poder, sentí que se descargaba sobre mis orejas una voz entre aullido y tiple desagradablemente desentonada, a manera de aquel desapacible ruido que resulta del vuelco de un talego de calderilla, y que me repitió tres o cuatro veces el campanudo apellido de Torres, Torres. ¡Jesús mil veces! Creo por entonces que desperté y que había visto que me estaba estorbando la respiración echado de bruces sobre mi almohada un semblante que calzaba sus veinte puntos de facciones hinchadas con la violencia de la postura. Las melenas, que parecían ramal de penitente, cabellos cilicios entre púa y pelote, tan rucios como rodados, servían de limpiadera de mis barbas. Por bigotes tenía dos mecheros de velón, y una pera como un rabo de cochino y tan larga, que le hacía roscas en la golilla; los ojos entre vidrios, y sus antojos y los míos formaban tan aguda su vista, que me pareció que me miraba con dos chuzos; el gesto tan abribonado, que partían a medias su ceño lo despegado y lo burlón. En fin, informaba su semblante un espíritu de los que los gitanos llaman conchudos, que son los que saben más que ellos y entienden toda la gramática parda y jerga pajiza delcalorré, chai, mistorró y elparnié, que es el dios sobre todo de la bribia.

Luego que me advirtió desvelado, retiró la estatura a su natural erección. Yo me incorporé; y estregándome los ojos con los nudos de los dedos, me pareció que entre medroso y dormido, renqueando con las voces, con la pronunciación a gatas y el idioma en cluquillas, le dije:

_Sombra, fantasma o bulto de los espacios imaginarios, pues no te creo parto físico, sino aborto de su confusión, ¿quién eres? ¿Qué buscas en mí y en mi cuarto?

_Recoge al corazón el aliento _me dijo_, sosiégate y no des tantos vaivenes con las razones. Abre estos ojos y mira, que soy don Francisco de Quevedo y Villegas.

_Ven acá, sabio de los siglos, veneración mía, pasmo de la esfera, padre de la verdad, gracioso y prudente despreciador del mundo; llégate, aunque me chamusques; abrázame, aunque me tuestes; ven, que ya sólo tu nombre me ha borrado el horror a lo difunto.

Estos y otros tales extremos hice yo, puesto en cruz sobre la cama y ahorcado de sus hombros; y volcándole a uno y otro lado la cabeza, le besé los carrillos, y con la violencia de los columpios nos quedamos sentados, él en una esquina y yo en el medio de mi catre.

_Dime, discreto mío _le volví a decir_, ¿no estás ya en la gloria? Pues ¿cómo dejas aquella amabilísima morada por las hediondeces de este siglo? Yo te creía eternamente gozando las verdaderas dichas de la beatitud; porque si dice Dios que el modo de conocer al árbol cristiano racional es por su fruto, siendo el que nos dejaste en tus obras tan maduro, tan dulce, tan suave, tan florido y tan incorruptible, es señal de que fuiste dichosa planta de este mundo; y quien en la tierra floreció tan místico y tan desengañado, se debe creer que llegarían sus frutos al cielo. Y no dudo que sabiendo tanto, te sabrías salvar; y si esto lo erraste, todo lo perdiste y ríome de tus obras, a quien siempre confesaré la deuda de ser menos bruto. Desengáñame, y dime por Dios, ¿a qué vienes?

_Yo no te puedo quitar la buena fee que te he merecido; pero tampoco te diré mi estado, porque no tengo licencia para desengañarte. Mi venida sabrás en vistiéndote. Y así recoge esos trebejos que tan sin aliño tienes barajados, y vístete; que el tiempo es breve, y es preciso aprovecharlo _dijo Quevedo.

Junté todos mis trapos encima de la cama; y brujuleando la boca a una calceta para empezar a arroparme, le dije:

_Perdona la curiosa impertinencia; y mientras yo acabo de vestirme, respóndeme a una duda que ha días que padezco y deseo salir de ella. Dime, ¿padeciste mucho purgatorio por las sátiras que dejaste escritas? Porque verdaderamente que están dictadas con desenfado y travesura, y con ellas enojarías a cuantos fueron coetáneos en tu siglo.

_El purgatorio _me dijo_ lo pasé acá, porque viví desterrado muchos meses, preso muchos años, pobre y enfermo toda la vida; y esta continuada persecución fue por la paga de otros vicios, no por el que preguntas. Y aunque parece en mis obras que traté con desprecio los trabajos, debes saber que me impresionaron mil melancolías, que fueron el fomento de las dos apostemas que me quitaron la vida en Villanueva de los Infantes; en donde se están acabando de podrir las frías cenizas de esta ahora aparente organización. Y esta pregunta es necedad que la haga un hombre cristiano; porque si sabes que hasta de las buenas obras hemos de ser residenciados, ya podrás presumir lo riguroso de la cuenta, y sólo puede disculpar tu ignorancia el buen deseo que te mueve a salir de algunos escrúpulos de que te considero acosado. Y así como tus sátiras no miren a más objeto que el vicio común, esto más será sermón que desenvoltura, más será buena plática que desahogo. Escribe doctrinas, y sea en el estilo a que se acomodare mejor tu natural. Te aconsejo que no gastes dibujos en tu locución, que la desnudez es el traje más galán de los desengaños; no castiga, ni corrige el ceño ni la rigidez una costumbre relajada; el desprecio ha corrido a muchos pecados; a la moralidad no la puede deslucir lo festivo de las voces; en la severidad de la plática y en el sobrecejo de las razones ordinariamente halla el gusto (estragado de la malicia) espinas que le punzan; lo desabrido no es esencia del desengaño; con el cebo de lo deleitable se introduce mejor el pasto de lo útil. A mi estilo calificaron los necios con el infame nombre de mordacidad, siendo así que mis inventivas nunca tuvieron particular destino. Sólo las arrempujé a la general corrección de los desórdenes y abusos. Yo describí con invención festiva en El sueño de las calaveras el día del Juicio Final. En El entrometido, la dueña y el soplón pinté el infierno y los pecados que allá os arrastran. Si lo hubiera copiado con la pluma que pide el argumento, horrorizaría con la imagen. La plática terrible más espanta que convoca, más asusta que mueve; y a lo amargo de las verdades es preciso aconfitarlas para que perdido el primer asco, sean después medicina. En aquel linaje de agudeza, entre los motivos que sacaban la risa, hice que escuchasen los gritos que despiertan la memoria; y finalmente, salga al tablado del mundo la verdad, y sea en el adorno que quisieres.

Puso fin a la conversación de este asunto, dejándome consolado en mi pena y libre de los escrúpulos que me seguían continuamente la conciencia. Y habiéndome vestido, reparé más en el que traía el venerable difunto, y le dije:

_Yo no quisiera salir por la Corte contigo en ese traje, porque nos esperan los chiflidos y la grita de los que nos vean, porque ya sólo en los entremeses se ven las golillas; y así por ahora ponte uno de mis vestidos, cortándole con esto los motivos a la irrisión que nos amenaza.

_No te dé cuidado _me respondió_, que mi figura sólo a tus ojos se concede y a todo mortal está negada; y así acompáñame sin miedo a registrar la Corte.

_Don Francisco _le dije_, ¿a mí para qué me necesitas? Tú solo puedes ir, que no te has de perder.

_Ven y acompáñame _me respondió enojado un poco_, y no quieras saber más de mí.

Llegamos al umbral de la puerta; y parando allí un instante, mientras elegía camino y calle por donde empezar las visitas, le dije yo:

_Amigo difunto, lo que has de ver en este siglo es adelantado el vicio y la necedad. En tu tiempo había un hombre soberbio, otro lujurioso, otro ladrón y otro mohatrero; y ahora en cada uno vive de asiento la lujuria, la soberbia y la avaricia, y cada viviente es una galera de maldades. Pero también es cierto que se acabaron dos castas que florecieron en tu era, las más pestilentes que pisaban el mundo y apestaban el infierno. Ya no hay dueñas, ni hallarás un grano de esta maldita semilla, y ha algunos años que se acabó la sementera. Tampoco hay hipócritas, monederos falsos de la virtud y santidad.

_¿Conque no hay dueñas ni hipócritas en tu siglo? _dijo Quevedo.

_No, amigo _respondía_; ya no se dejan guardar las doncellas, ni hay quien afecte ayunos ni disciplinas, pues hasta las apariencias de virtuosos han aborrecido los hombres. Ahora se hace adorno de la destemplaza, gala del vicio, y pompa de la disolución.

_Vamos marchando _dijo el difunto_, que tengo vivas ansias de examinar tantas novedades como me prometen tus misterios.

 

Visión y visita primera

Los barberos

Por el Caballero de Gracia arriba íbamos los dos; y a poco trecho se nos colgó de las orejas un sonido entre acento de rabel y dejo de rebuzno, y a veces tan rabioso, que pareció maúllo concebido en caniculares de lujuria gatesca.

_¿Quién toca tan desapacible? _dijo Quevedo, a la sazón que llegamos a una tienda de barrer cachetes y desplumar guargueros.

_Vuelve la cara _le respondí_, sabio mío, a ese zaguán.

Volvímosla uno y otro; y divisamos por la media puerta que dejaba libre una cortina de holán gallego, estampada a nubarrones de aceite y mugre, a un mozuelo semimacho, más rapado que sotana de sopón, más relamido que plato de dulce en poder de pajes, en medio de ruedas de amolar, sillas despellejadas, bancos, escalfadores, bacías, demandas, redomas, paños sucios y moharraches. Estaba sentado en el sillón de pelar entrecejos, sirviéndole de cabalgadura uno de los muslos al otro, y serrándole las cuerdas a un violín con tal desconsuelo, que parecía salir el son de entre agallas de burro melancólico.

_Ves aquí _le dije a Quevedo_; éste es el que tocaba antes, que es un aprendiz de basurero de barbas, fregón de rostros y desmontador de traseros lanudos.

_Esto es cosa nueva _dijo el muerto sabio_. Desde ahora comienzo a descubrir la alteración de las cosas de mi siglo. Los ratos que vacaban los aprendices de barbero, tañían cuatro pasacalles en una vihuela.

_Otras novedades de mayor nota irás descubriendo en el prolijo discurso de estas visitas, que te han de suspender más la admiración _le respondí_. Eso que tú dices, difunto de mi alma, era en tiempo que se usaban doncellas. Entonces acudían las barbas al sonido de las vihuelas, y ahora se convocan a los que no están afelpados de carrillos al reclamo de los rabeles. Esto no es cosa digna de reparo; y si hemos de parar la vista y la atención en menudencias tan ridículas, no saldrás de Madrid en veinte siglos. Caminemos adelante, que ya hallarás novedades más desentonadas y lastimosas, y ellas mismas te han de reñir las advertencias y sátiras que escribiste contra las costumbres de tu mejor edad.

Visión y visita segunda

Las pelucas y militares andrajosos

Trepamos toda la calle; y aún no habíamos doblado la esquina, cuando dimos de ojos con un perillán vitela, limado de carnes, el pellejo vestido a raíz de la osatura, caudaloso de zancas, con una carrera de pescuezo, alma de callejón, espíritu en garrocha, pasante de cordel y aprendiz de línea; echaba por piernas dos listones de hueso más seguidos que el Alcorán; cara buida y amolada en necesidad; más angosto que el camino de la virtud, más hambriento que un noviciado. Era el buen fantasma un ayuno con sombrero, una dieta con pies, un desmayo con barbas y una carencia con calzones. Unas veces parecía el cuello bajón y otras calabaza; tan hundido de ojos, que juzgué que miraba por bucina; cada respiración traía a las ancas dos bostezos. Todo era indicio de estómago en pena, de tripas en vacante y de hambreón descomunal. Pisaba con dos vainas de cuchillo de monte en vez de zapatos, con sus roturas y enrejados, como que traía los pies en jaula. Amortajábanle las piernas unas mediecillas de solfa, salpicadas de puntos; unas veces, con los bujeros sobre las canillas, me parecían flautas; otras, se me representaban por cada una un gigote de pierna; todas eran saltos, carreras y galopes; por otras partes se miraba tan raro su tejido, que llegué a entender que había vidrieras de lana. Traía en torno de los muslos unos talegos indiciados de calzones, llenos de grietas, repulgos, chirlos, descalabraduras y cicatrices; por las entrepiernas se desmoronaban en hilachos, rapacejos, remiendos dislocados y otras campanillas; y entre todas se descolgaba un chisguete de camisón en ademán de ojeador de pastelero, jaspeado de cámaras de pulgas. Era de ver la casaquilla negra a saltos y parda a salpicones; un bosque de andrajos por forro, la tela entretenida de parches y reparada de emplastos; tan grasienta, que por cada pelo destilaba lechones y moqueaba enjudias. Veníanse ahorcando de ella, en la parte que corresponde al pecho, seis o siete botones medio desollados, cuyos ojales iban corriendo la posta de un rasgón hasta la espalda; su poco de espadín montado a la gurupa; una tortilla de sombrero medio ahogada en el sobaco, y una peluca de barbas de zalea, rizada a pellizcos y compuesta a bofetones.

_Extraña figura _dijo Quevedo_. ¡Válgame Dios! ¿No era bueno que este hombre echase una capa a su desnudez, y no que va por medio de la Corte siguiendo la ostentativa del infeliz estado de su suerte y haciendo gala de no traerla?

_Bueno fuera _le respondí_; pero advierte que semejantes figurones se mueren por cortar la pobreza a la moda, y viven contentos con andar desharrapados al uso. Como sea traje militar, aunque se forme de las tripas de cesta de maulero, no lo truecan por la mejor capa. Éstos nunca se ponen el sombrerillo por no machucar la peluca, aunque el sol los chamusque.

_Varios he visto _dijo Quevedo_ que andan con cabellera postiza. Dime, ¿se ha hecho mal contagioso el encalvecer? ¿O qué motiva no traer los más la natural corona de su cabello?

_No, sabio mío _respondí_; lo que ha pasado a ser achaque contagioso es la necia locura de los cortesanos. No han encalvecido de pelo, sino de juicio. Ingratos a la naturaleza que los adorna, desechan sus favores; córtanse el pelo con que los hermoseó la madre común, no sólo atenta a la conservación, sino a la hermosura de sus vivientes. No hay ave que se desnude de sus plumas por vestir las ajenas. No hay árbol que sin sentimiento se despoje de sus hojas. No hay bruto que no viva contento con su pelo. Los socorros del arte son honestos, sin ofensas del natural; y es insufrible agravio acusarle a la naturaleza descuidos cuando se desveló en providencias. Yo espero que se han de introducir los anteojos por moda, que las piernas de palo las han de traer por uso, y las muletas por adorno.

_¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! _exclamó Quevedo_. En mi siglo eran las pelucas indicios de calvo o sospechas de tiñoso; ya creo que en el tuyo ha dilatado su imperio la mentira; persuádome a que hoy se vive con más artificio que entonces.

_Juiciosamente hablas _acudí yo_. Ningún siglo ha rebosado más embustes; porque has de entender que nos anegamos en sastres, llueven zapateros, hay langosta de letrados, y a enjambres andan los agentes, escribanos y relatores. Después de esto, todos estudian en parecer lo que no son. Pero vamos adelante, discreto mío; confirmarás en lo que vieres tu dictamen juicioso.

 

Visión y visita tercera

Puestos de rosolíes, mistelas y aguardientes
 

Iba Quevedo, sin mover las pestañas, repasando tiendas, ojeando tablillas y construyendo la descuadernada greguería de oficios que hay en la Red de San Luis; y a veces miraba con un ceño tan desagradable, que más terrible se hacía con lo airado, que con lo difunto. Yo también marchaba a su izquierda, confuso y atolondrado el celebro de discurrir el motivo, la ocasión y el modo de venirse Quevedo a la Corte. Porque si era para saber el orden o confusión de su política y los estragos de su república, sin cansarse en pasearla, lo pudiera ver desde su mansión. ¿Para informar a los bienaventurados? Ociosa medida. ¿Para avergonzar a los miserables precitos de que hay hombres en la carrera de la salvación tan malos como ellos? Excusada la diligencia, pues unos y otros se lo tienen sabido. Creo que si el difunto no me llama, que me despierta la batahola de este discurso. Cuando yo marchaba regañando con este pensamiento, me tiró la capa y me dijo:

_¿Qué especie de retablos es ésta; que he contado seis o siete en esta calle, que ni son boticas, tabernas ni figones, y lo parecen todo?

_Éstas, amigo muerto _le respondí_, son reposterías de volcar sesos, tiendas de hacer irrisible a la razón, lonjas de la embriaguez, oficinas en donde se labran los tabardillos y calenturas ardientes, tablados en donde se rifan las cólicas y reúmas, puestos para disponer muertes repentinas; y, últimamente, feria general en donde con las apariencias de calor saludable se compran las prácticas recetas de enfermar, morir y emborracharse. Repara, y las verás más asistidas que los templos; y son tan brutos los cortesanos, que se aporrean y madrugan a morir unos antes que otros. En cada casa de la Corte se destina un aposento para embalsamar estos julepes y jaropes. Se ha hecho razón de estado la borrachera, y pasa por cortesano montés y político zafio el que no hace provisión abundante de esas zupias. Éste es el vicio que se señorea más de los hombres. Considera tú cuál estará el seso de estas gentes ahumado a toda hora de mistelas, aguardientes y rosolíes. ¿Qué progresos? ¿Qué resoluciones dará un celebro acalorado con estas lumbres? ¿Y qué discursos hará un talento agobiado con la pesadez de espíritus tan extraños? Los más juiciosos usan destempladamente de estos licores; y les ha puesto la razón tan roma, la inteligencia tan chata, el alma tan burda y el juicio con tantas lagañas, que creen que ya vive generalmente en todos moribundo el calor nativo, y que no se puede vivir sin atizar los estómagos con esta maldita yesca. Invención ha sido del demonio para postrar los ardores de los castellanos, el fuego de los andaluces, los obstinados ardores de los catalanes y los rebeldes espíritus de los valencianos. No consiguieron las fuerzas del orbe domar sus arrogancias, y ya los tiene postrados con infamia la suavidad de este veneno.

_¡Qué Nerón inventó tormentos tan disimulados, martirios tan engañosos y tan malignas muertes! _exclamó Quevedo.

_No lo puedo decir _le respondí_. Lo que es más extraño es que no vivan acariciados de esta golosina, que al fin la gula se ha enseñoreado del caudal de nuestros sentidos; sino es ¿quién ha sido poderoso de arrempujar una sed tan vehemente a nuestros guargueros e introducir un frío tan helado en los estómagos, que no hay garganta que no se empine, ni hígado que no se revuelva al oír el nombre sólo de estos licores?

_Las mistelas _volvió a decir Quevedo_ y toda esta casta de vinos espirituosos y volátiles los gastaban en mi siglo los desahuciados por la medicina y la naturaleza, aplicándolos a la nariz para que por sus conductos pasasen a alentar celebros descaídos y pulsos remolones. Y hoy se usa más que el agua. ¡Válgame Dios! Si volviera a ser viviente, por no ver mundo tan borracho, pasara la vida entre los brutos de los montes; que ésta es compañía menos fiera que la de un racional pretendiente a bestialidades por sus vicios.

 

Visión y visita cuarta

Las librerías y libros nuevos

 

En esta conversación íbamos, dirigiéndonos camino del Consejo, cuando al pasar por junto a la puerta de una librería, tirándole la capa a don Francisco, le dije:

_No hay que dar por ahora un paso adelante. Paremos un poco, que aquí está una tienda de libros donde en breve rato verás la incultura y negligencia de las almas de esta infeliz edad.

_Parémonos en buena hora _me respondió, y pusímonos junto al umbral.

Era el mercader de libros garrafal de narices, frondoso de cejas, con cagalutas de lagañoso y prólogos de calvo; descalabraba los ojos a pedradas de su horrible figura, añadiéndole la cólera que tenía deformidades a su aspecto; en infusión de condenado el semblante, y el gesto de haber bebido espíritus de cómitre revueltos con quintaesencia de demonios; decía balas, hablaba chuzos y regoldaba bayonetas; cada resuello era un sartal de diablos, una ristra de maldiciones y una procesión de juramentos; en un instante le vimos jurar toda la letanía y la mitad del calendario.

Preguntóme Quevedo:

_¿Qué tiene éste, que desmintiéndose hombre, está haciendo las informaciones de furia para ser morador sempiterno del abismo? ¿Así se le caen de las manos a la razón las riendas que tiene para moderar la bruta libertad de los afectos?

_Presto escucharás _le respondí_ los motivos de su impaciencia, que semejantes truenos se oyen todos los días en la calle en que estamos.

A esta sazón prosiguió el mercader su tempestad, diciendo:

_Mal haya el siglo en que es política la necedad y condición de bien criado la ignorancia. Mal haya quien me aconsejó que buscase la vida en la farándula de los libros después que los hombres se descartaron de racionales. En otro tiempo era la lección el pan de cada día: empezaba el cariño a las letras desde los príncipes; su ejemplar seguían los demás caballeros; los pobres y plebeyos, prometiéndose abrigo en la estimación de los nobles y adinerados, destinaban largos desvelos al estudio de las artes y ciencias. Cayeron del seno de la afición de los príncipes, olvidáronse las fatigas, dominó la ociosidad, subió a los tronos la rudeza, acabóse en todo la solicitud de adornar al entendimiento de noticias, y se empezó a hacer gala de lo necio.

_¿Es posible que han llegado los libros _dijo el sabio muerto_ a juzgarse por ladrones del tiempo, enemigos del deleite y cuñados del gusto, los que antes eran familiares de la vida, consejeros del juicio, piedras de amolar el discurso, jardines del ingenio y eficaz arbitrio para desenojar un pobre su fortuna?

_Más vale _le respondí_ en el arancel de un príncipe un papagayo que un filósofo, una mona que un matemático, un mico que un letrado, un mulo que un poeta.

_Estas tiendas hervían antes en todo género de personas, vendíanse los libros, continuábase el comercio. Hoy se nos sale la vida por los agujeros de la hambre. Mal haya la edad tan bruta, siglo irracional. Yo tengo de aburrir lo librero, y he de meterme a oficial de albardas; que ya el mundo es muy frecuente de pollinos.

A estas voces llegaban las quejas del mercader, al tiempo que don Francisco me preguntó:

_¿Es verdad lo que este hombre está gritando? Porque es cierto que si lo es, es infamia de la nación y aun de la naturaleza. En mi siglo empezó a declinar algo el estudio de las letras; pero no faltaba algún favor en los señores, y lograban estimación los estudiosos.

_¡Cómo si es verdad! _le respondí_. No pone nada de su caletre en lo que le escuchas. Hoy es moda el ignorar, es uso la barbaria, y las señas de caballero son escribir mal y discurrir peor. Más vale un tonto rebutido en adulador, un salvaje forrado en charlatán, un camello injerto en presuntuoso, que veinte resmas de Moretos y Villayzanes. El latín será dentro de pocos años más raro que el griego; y se tendrá por forzoso que venga otro Antonio de Nebrija, que fue el Pelayo de la latinidad. Eso de retórico no se usa, porque dicen que nada tiene fuerza de persuadir sino el dinero. De la divina poesía se perdieron los moldes. De la ciencia natural más saben las cocineras, los pastores y los hortelanos que los filósofos. Al fin, los estantes de los libros son banquetes de polilla y refectorios de ratones; tiempo llegará en que los echen al desván de las antiguallas a ser compañeros de los bigotes, de las calzas y los guardainfantes.

_Según lo que dices _preguntó Quevedo_, ¿no hay ya quién escriba?

_Ya quisiéramos _le respondí_ que se leyese lo que está escrito. Los Hipócrates, los Galenos, los Avicenas, los Aristóteles, los Euclides y otros muchos se venden por arrobas a los mantequeros. Esta fortuna corren los príncipes, que a los demás les suele suceder lo proprio. En lo que toca a escribir en nuestra edad, es más fácil que ser médico. Buscando un título mozo, con poca alteración de palabras y menos de discursos, se puede meter un mascafrenos a padre de un libro anciano y zurcirle la paternidad a su nombre, aunque tenga el alma en cerro y por desvirgar la inteligencia.

Iba a repreguntarme Quevedo; pero a entrambos hizo volver el rostro el tropel de un hombre que se llegó a los umbrales de la tienda, tan gordo, que venía siendo ganapán de sí mismo, frisón de piernas, harto de cara y aún ahíto de los demás miembros; el rostro entre mascarón de navío, sumidero de taberna o escotillón de mosto; traía en ella esculpido a Esquivias y San Martín, bostezando bodejas, resollando toneles, con los ojos pasados por vino, un tomate maduro por nariz, un par de nalgas disciplinadas por carrillos, barba bruñida a chorreones de zumo de marrano; un puerco espín de estopa por peluca, espadín y casacón burdo, que casi le iba aporreando los talones. Entró, pues, en la tienda; y yo le dije a mi buen muerto:

_Ten cuenta, sabio mío, con este mamarracho; oirás lo que viene pidiendo.

Saludónos, no en español, ni en francés, sino en bruto; y habiendo hecho lo proprio con el mercader de los libros, le pidió si tenía un arte de cocina. Respondió que sí; ajustóle brevemente, soltó el camueso la moneda, y marchó cargado de su humanidad.

_¡Oh siglo infeliz! _dijo Quevedo_. Miren qué libros de filosofía moral buscan los hombres para enriquecer el juicio, para estudiar el desengaño, para dirigir las acciones, para enfrenar las osadías de la irascible y para las destemplanzas de la concupiscencia, si no es un arte de embravecer el apetito con lo exquisito de los manjares, solicitándole espuelas a la gula.

_Ese libro _añadí yo_ y otras recetas de ahitarse, que andan manuscritas, tienen más estimación que todos los aforismos de Diógenes y los apotegmas de Plutarco. A los que tienen por oficio rascar la sarna de los paladares a los catedráticos de sabores, parece que se les cometió despoblar el mundo. Éstos son los alcahuetes de las apoplejías y los granaderos de la muerte; más hombres ha muerto el fuego de las cocinas que el de las campañas.

_Guía a otra parte _me dijo don Francisco_, que de esto ya estoy bien informado.

Visión y visita quinta

Los embudistas
 

Sin perder paso ni tropezar figura que nos cortase el hilo de cierto argumento en que discurríamos el difunto y yo, llegamos a la Platería. Entre la confusión de los coches se nos iba ocultando uno en que iba envainado un demonio en hábito de hombre; dos barriles de Zamora por carrillos, ahumado el rostro con incienso de infelices; derramábansele por los ojos malvasías, vinos del Rin y cuanta especie de licores ha arrastrado a España la viciosa sed de nuestros paladares; regoldando pollas, ventoseando perdices, todo cacoquimio de manjares y apopléctico de bebidas. Reconociólo Quevedo, y me dijo:

_¿Qué hombre es aquél tan hinchado de vanidad, que despierta con su aspecto el enojo de cuantos le miran?

_Éste _acudí yo_ es Judas del valor de sus amigos; alquilador de su conciencia, como de mulas, a los ignorantes pretendientes; gañán de embustes, mercader de necesidades, revendedor de méritos; y, finalmente, su nombre proprio es embudista, que es el último ascenso de las ladroneras.

_Explícame ese oficio _me dijo Quevedo.

_Sí, haré; pero me has de dar palabra de callar como un muerto, y omitir las glosas y repreguntas que puede mover esta noticia.

_Sea en buen hora _me respondió.

Y yo proseguí:

_Viene un desgraciado perdido, o un perdulario, o un cuidadoso de su hacienda a la Corte con cuatro papeles que llaman servicios (juzga por las letras y las armas); encuentra, o lo dirigen los prácticos en la negociación, a la oficina de uno de éstos, guiado las más veces de otro aprendiz de embustes, andarín de trampas y arriero de ambiciones; presenta sus papeles, y hecho cargo de sus deseos, le dice el avariento:«La pretensión, se entablará, pero ha de hacer vuesa merced antes un depósito de mil pesos en parte segura de la justicia. Y para ganar a cierta persona, son precisos veinte doblones; y al carretero de lástimas que le ha conducido a vuesa merced a esta venta, le dará para refrescar; y a mí por ahora lo que fuere su gusto, que en concluyéndose la dependencia hará vuesa merced como caballero. Y tenga fee que esto lo hemos de lograr, aunque salga por las picas de Flandes; que hay amigos, y éste es el todo de las pretensiones.» Ésta es, señor Quevedo, la vida de ese hombre y de otros infinitos en Madrid.

Santiguóse don Francisco, y no me habló una palabra, ni yo quise decirle más.

Visión y visita sexta

Los letrados

No bien había visto el reverendo finado la Casa de los Consejos, cuando dijo:

_¿Esta casa es nuevamente destinada para los tribunales? En la misma habitación de los Reyes residía antes la justicia. Esto está muy apartado de la Majestad, si yo no he perdido la memoria de las situaciones.

_Algunos años ha que están aquí los Consejos _le respondí_; y pues hemos llegado con felicidad, entra, que las mismas visiones te informarán el interior gobierno de esta ignorada república. Y mientras tanto que sales, divertiré la impaciencia con el reconocimiento de los fárragos que atesora aquí este librero.

_Pues ¿cómo va esto? ¿No me guías tú? _me dijo el difunto, a quien respondí:

_Tú no necesitas lazarillo que te lleve el cabestro; entra, pues lo puedes hacer como por tu casa, que aquí aguardo.

_Éste es miedo _me replicó.

_Sí, amigo _le respondí.

_Pues cuando yo era viviente _me replicó_, no tuve cobardía para decir las verdades a todo el mundo. Si has repasado mis obras, habrás visto en muchos lugares, especialmente en la Fortuna con seso, cómo argüí y aconsejé a los malos ministros y, armado del escudo de la verdad, me burlé de las tiranías de los privados.

_Sí, amigo _le dije_; pero también viviste preso, desterrado y aborrecido. Y en todo tiempo te retirabas a tus mayorazgos, que, aunque cortos, ya lograbas que te diesen con qué entretener la vida; y a toda mala fortuna, por caballero de mogollón te había de sustentar tu Orden en Uclés; y yo no tengo más paradero que un presidio o una portería. Mañana se me antojará escribir estas visitas que vamos haciendo los dos; y si no las parlo con mucho disimulo y acertado respeto, cuando mejor libre, será perder el tiempo y el trabajo. Y así es lo más seguro huir de estas contingencias; que puede suceder que yo vea algo que me haga hablar, y que me escuche algún diablo soplón de tantos como alientan aquí y me haga una causa en un abrir y cerrar de ojos. Entra tú hasta los últimos entresijos de esta habitación, y allá te las hayas. Aunque si vale para con tu crédito mi informe, en reconociendo esos patios que desde aquí se registran, no tienes más que ver; porque el interior de esta fábrica la ocupan sólo los ministros togados. Éstos viven sobradamente pobres; harto he dicho para que conozcas su virtud. El trabajo es inmenso, la tarea insufrible, el sueldo poco y mal pagado; viven perseguidos de embustes, sus orejas atormentadas de aullidos de miserables y de mentiras de tramposos; a sus manos sólo llegan horrores de delincuentes, quejas de pleiteantes, desdichas de infelices; y su descanso es llorar los trabajos proprios y ajenos. En estos patios encontrarás los sobornos, las trampas, y a todas legales, los embudos y la insolente casta de hombres que se ríen como si no hubiera eternidad.

Entró Quevedo, y a breves instantes salió y dijo:

_Nada he visto que no tocase cuando viviente; esta turba de escribanos, agentes, procuradores, la misma es que en mi tiempo. Un escándalo he visto por donde discurro lo rencoroso y lo diviso de las repúblicas. Éste es la gran copia de abogados meñiques y legistas motilones, que es tanta, que excede duplicado el número de pleitos y litigantes; y ver que son más que los pleiteantes los abogados, y que todos tengan que comer y que gastar como Dios manda, yo no sé cómo se pueda componer.

_Es tan abundante la sarta de ellos en la Corte _le dije yo a Quevedo_, que de cualquier vaporcillo se forma un abogado. Y el otro día sucedió que estando una carretada de troncos en el rincón de una portería de un convento, se empezaron a bullir y a levantarse prodigiosamente por obra de algún nigromántico, se ahorcaron de una golilla y se rodearon de una capa talar; y salieron por la puerta estornudando párrafos y eructando citas con notable admiración de los que allí estaban; los cuales los siguieron, viéndolos ensartar por las puertas del Consejo. Providencias notables han dado los superiores ministros, pero no han conseguido aniquilar esta langosta. De cada uno que destierran, resucitan tres o cuatro; conque no tenemos esperanza de que se desaloje esta peste, sino que sea sitiándola por hambre; y vivimos algo consolados, porque ya empiezan a comerse unos a otros.

_Lo que es extraño también _dijo Quevedo_ es que los más son lampiños, y en mi tiempo era más raro que el fénix el letrado sin barbas.

_Es que entonces eran los otros los rapados, porque los pelaban ellos. Y ahora lo somos todos, nosotros y ellos; porque es tanta la caterva, que se rapan unos a otros, y por eso hierve el mundo en discordias, porque éstos comen con los pleitos y las manotadas; y si ellos no los buscan, nosotros estamos ya tan discretos, que no se los hemos de llevar a casa, y aquí se vienen a zumbar los perros, porque su ganancia es que haya aullidos, gritería, golpes, pendencias y codicias. Y en eso de que sean desbarbados, no te admires, porque no todos los que has visto en el cepo de los cartones son letrados; que como en un tiempo vestían las madres a los niños que deslechaban de frailecitos, ahora los visten de abogados para que Dios les dé esta vocación, que hoy es socorrida; y se han ensanchado las leyes de esta orden, y se logra una vida acomodada. En tu tiempo no eran letrados, ni pisaban estas losas hasta los cuarenta años; y ahora en cumpliendo los diez y seis, profesan de patraña, y a los veinte jubilan en la provincia de los embusteros. Yo te diré en lo que consiste su estudio, como quien ha visto su formación en las escuelas.

»Entra un tonto de éstos en un colegio o universidad, se enjuaga con un buche de súmulas, sale haciendo un silogismo más desfigurado que ayunante hipócrita, indispuestos los términos de mal de cabeza, y las premisas diciendo que la conclusión no es su hija, que se la echaron a la puerta. Sale, pues, dialéctico de suposición, y no ha saludado sus umbrales; vase al aula de los legistas a ganar el año y perder todo el tiempo; engaña a su pobre padre, persuadiéndole a que ha masticado la Instituta y que ninguno frecuenta más a Vinio y a Antonio Pichardo, siendo así que no atiende a otras leyes que las del juego. Envíale su padre la mesada, y él envida todo el resto a sus condiscípulos o conjugadores. Acércanse las Carnestolendas, y hace provisión de naranjas para exprimirlas sobre los pescuezos de todo ganapán o aldeano, como si fueran pechugas de perdiz. Y con esto y colgarse en toda fiesta de Iglesia en la pila del agua bendita (como cosa perdida o excomunión) a requebrar casadas y cascar doncellas, tiene a pocos años de esta desenvoltura quien le firme el papel de estudioso, habiéndole hecho de bufón y tahúr en todo este tiempo.

»Al cabo de él se quita una letra de paseante, y se pone apasante. Se va a la casa de otro que tiene telares de este enredo litigioso, hombre a quien ya le hierve el seso a borbollones de tejer embustes y trae la beca hecha un farrapo en el colegio de los engaitadores; vase, como digo, a la casa de éste, empieza a hacer peticiones mazorrales, dale su maestro la llave de la práctica, que es la llave maestra para abrir faltriqueras, con la cual dejan más limpios a los litigantes que los que entran por el agujero de Santiago; y ésta llaman pasantía. Mejor dijeran pasatiempo. Y con estos méritos se reciben para abogar en estrados, los que fueran mejor recibidos para abogar en galeras. Vienen a la Corte, se ajustan la golilla y ensanchan la conciencia. Arrástrales la capa y la codicia, almidonan y estiran la figura; y afectando severidad juiciosa, quieren parecer Catones, los que son cartones. Abren un cuarto que llaman estudio, no teniendo otro estudio que encerrar cuartos; lo llenan de juegos de libros, y no ven más libro que el del juego; y éstas son las fatigas que los enriquecen, siendo el embuste la mano que les lleva el alimento a la boca de su interés.

»Yo no he visto el infierno, pero lo discurro ahíto ya de estos atunes; y los demonios los recibirán con asco, porque la mucha abundancia hace despreciable la mercaduría. Dicen que son padres de las leyes, y viven sin ley; vocean que todo su estudio se ordena a hallar la mente del príncipe, siendo así que se encamina a buscar la mentira. El fiel de Astrea lo han convertido en peso de regatón; porque a un párrafo más sencillo que un montañés y más claro que poeta de primera tonsura, lo dejan con sus interpretaciones más obscuro que boca de lobo, y lo vuelven en cuadro de perspectiva con lo bastardo de sus glosas, consiguiendo que mirado por una parte se descubra en él un ángel y por otra un diablo, por aquí la gloria y por allá el infierno. Son peores que los médicos, difunto de mi alma, que es la mayor ponderación que puedo hacer. Éstos ya desahucian a algunos enfermos, pero los letrados no hay ejemplar que desahucien a ningún pleiteante. Yo nunca quise pleitos, porque ninguno que aboga lo pierde, ni lo gana el que pleitea. En mi casa no entrarán abogados ni gatos; pues, siendo estos últimos destinados a cazar ratones, no se sabe cuáles son más perniciosos enemigos: éstos, que roen un arca, o los otros, que suelen merendar la cena. Y lo mismo sucede entre el que dice que es suya mi capa y el abogado que me la defiende; pues en caso de mucho favor mi contrario me deja la capa, y el abogado, en camisa.

 

Visión y visita séptima

Químicos y médicos

Cuasi no me atendía ya el muerto a mi informe; porque luego que reconoció que estábamos en la plazuela de Palacio, fue grande el regocijo que se asomó a su pálido semblante. Tuvimos otra altercación como la pasada sobre si yo había de entrar; pero notando mi resistencia, él se coló a los patios, subió arriba y salió brevemente otra vez. Habló conmigo de ciertas cosas (que no es fácil que yo me acuerde de todo lo soñado); y prosiguiendo su conversación y algunas preguntillas, le dije:

_Amigo, yo no entiendo de eso. Tú vienes a reconocer los entresijos de la Corte. Sea en hora buena, y regístrala bendito de Dios. Vivo y muerto, eres y fuiste más avisado que yo; y una vez que tocas estas materias, no necesitas mi comento para su inteligencia. Ni yo tampoco he menester que tú me digas nada, pues vivo en Madrid y trato gentes, y me paseo ocioso.

Iba a responder Quevedo, y le cortó las razones un estudiante lanza que vimos hacia San Gil, cuya catadura, aunque vista de lejos, borrón más o menos, era así. Envasado en una sotana mínima, cosido contra un manteo cartujo, ermitaño de mangas, yermo de medias y desolado de zapatos vimos en la dicha calle, ya tomando la esquina de San Juan el dicho colega, más sorbido que la quina y más largo que cura de buboso; hombre soga, ayuno de mofletes; dos astas de paleto por quijadas; los ojos caninos, y aupándose por las cejas a roerse las comisuras del celebro; las narices y los mocos colgando, desmayadas de necesidad sobre los bezos y roídas de dos sabañones franceses, que tenían aposentados en las ventanas. Era un verdadero país de la hambre y copia viva del ayuno, porque predicaba carencias por todas sus coyunturas.

_Éste _le dije a Quevedo_ es el espectáculo más risible y más despreciable que hemos visto en toda la carrera de nuestras visitas. Repara en aquel vadesécum, hermafrodita de cartera y bolsón; pues en él vienen liadas las ejecutorias de sus embustes en varias recetas de hacer oro y plata. Éste es alquemista y quimista, embustero de oficio. Y aunque ahora le ves tan arrastrado, presto le arrastrará un coche; porque desengañado de que no se despachan los polvos aurífugos, ha dado principio a remendar saludes y ha derramado algunas hierbas, y va acreditándose de médico nordeste. Aquella mala catadura y estudioso desaliño también es negociación; porque así lleva la borla de misterioso, y va mintiendo y predicando que en aquel interior está el agua de la vida, el pozo de la ciencia y el Jordán de las vidas.

_¿Tan apreciada está el arte médica _me preguntó don Francisco_, que éste podrá llegar a valer por ella?

_Sí, muerto mío _le respondí_; si como éste echó mano de los emplastos químicos, toma primero los embustes médicos, ya estuviera en el auge de la exaltación, y a los clamores de químico moderno hubiera enfermado medio Madrid de gentes por llamarlo. Y es la causa que en tu siglo no había tantos enfermos; eran más contenidos, menos glotones y más fuertes los cortesanos; respiraban entonces el aire más puro. Hoy todos vivimos achacosos; y somos habituales enfermos, además de la enfermedad de muerte que nos sigue desde el nacer. Oye, unos son enfermos pestilentes, y en este número entramos todos; porque de gálicos y cólicos es general la epidemia. En tu tiempo las bubas desacreditaban a un linaje, y hoy es deshonra no buscarlas. Unos las heredan, otros las hurtan, y los demás las compran. El cólico es ya quinta cualidad en nuestra naturaleza, siendo indubitable que en tu tiempo ignoraron los médicos este achaque. Otros enferman de estudio y negociación, por afectar cansancios y mentir tareas. Éstos son los covachuelistas, contadores, ministros y algunos frailes. Otros, y éstos son los más locos e incurables, enferman porque viene la primavera y el otoño: se echan a la cama, llaman al médico, y se curan de las providencias de Dios. Locos, si Dios ha dispuesto este temporal oportuno para el aumento de todo viviente, ¿por qué creéis que a los hombres nos dejó en esas estaciones sin más remedio que las manos del físico? La primavera viene a dar vida; reconócelo en las plantas y en los brutos, ya que a ti te ignoras tanto. Otros, y éstos son los más señores y todos los que lo quieren parecer, enferman de deudas; y por no pagar sus trampas se huyen, fingiendo una melancolía, a una aldea, y desde allí hacen el coco a los acreedores. Y las damas malean de melindre, y se dejan romper las venas por quitarse un poco de más color que se les asomó a las mejillas. A todo este linaje de enfermos los curan los médicos sangrándolos bien de todas partes. A los más los echan del mundo y a otros de sí; y los remiten a los aires de Pinto, Leganés y Barajas. Y todas estas villas que rodean la Corte hierven en crónicos necios y enfermos mentecatos. El Arnedillo, el Sacedón, el Trillo, Fuente del Toro y Ledesma es el Ceuta y el Peñón de los desahuciados, en donde pagan en el presidio de sus minerales las inobediencias de la botica. Nuestros antojos y desórdenes han encaramado a la medicina donde no pueden alcanzar ni los que la profesan; y así no hay en el mundo animales más hinchados con el viento de su ciencia que estos albañiles de la salud, siendo así que dan la muerte con un soplo de su misma ventolera, y son saludadores al revés; porque si éstos traen la cruz delante que dan a besar a los que soplan, detrás de estos otros viene la cruz con que entierran a los que matan. Y viven tan tullidos de razón y tan chatos de inteligencia los cortesanos, que les dan sus joyas, sus vestidos y sus coches porque les desmoronen la vitalidad. No hablo de la discreta filosofía de lo teórico; que ésta es buena o es mala, y yo no entiendo de eso. Lo que noto y aborrezco es su práctica; y en ésta no me puedo engañar, pues me desmintieran los ojos. En sus juntas sucede que uno vota purga, otro sangría, y otro cordial; y en el concurso de estos nebulones sale una sentencia que regularmente es de muerte, y en su tribunal logra el enfermo ver puesta en disputa su vida, que es lo mismo que hacienda puesta en pleito. La cuestión de los que concurren es de tormento para la cabeza del que yace, dándole de contado un dolor capital y de promedio una pena como el dolor, en castigo de la necedad que cometió el enfermo en llamarlos para guardar la vida; que es contrabando a los guardas de millones que para celar su renta ha puesto en el mundo la muerte.

_¿Y tú no los llamas? _me dijo Quevedo.

Y le respondí:

_Aunque me ha dado la fortuna muchas coces, y ya ha empezado a descuadernarse el libro de la vida, nunca he querido llamar al diablo, porque sólo con el pensamiento se me chamusca la melena, y todo me hiede a azufre; ni tampoco al médico, porque luego que lo imagino, empiezo a horrorizarme, y me huele el cuerpo a cera y la camisa a cerote. Para morirme no he menester a ninguno; y aunque nunca me he muerto, lo juzgo por cosa fácil. Y si acaso los hubiera de llamar a los esfuerzos del uso o instancias de la necia piedad, nunca permitiera a muchos; sino a uno, y que fuese cualquiera, porque cualquiera de ellos es cualquiera.

 

Visión y visita octava

Los comadrones

Así venía yo conversando con mi compañero difunto, atravesando la calle de Jacometrenzo con intención de encaminar nuestros pasos a la de Foncarral para hacer una larga visita en el Hospicio. Y en dicha calle casi nos hubo de atropellar un coche en que venían embutidos dos o tres físicos de inglés (que la velocidad del movimiento me perturbó el número); y apenas los vi, exclamé diciendo:

_¡Dios te dé buena hora, pobrecita, seas quien fueres! Su piedad te libre de las manotadas de esos osos, de los arrepelones de esos tigres y de las hocicadas de esos marranos.

_¿En qué angustia consideras al prójimo _dijo Quevedo_, por cuya libertad así gritas al cielo? ¿Es la pestilencia esa gente que has visto? ¿Es la ira de la tempestad, o el espíritu de la fornicación?

_Cuasi lo mismo _le respondí_; porque ésos que van arrastrados de aquel coche son vendimiadores de vientres, pasteleros de úteros, segadores de menstruos, hurones de pocilgas humanas y buzos de orines, que empujando vaginas y haciendo allá a las tubas falopianas, entran a chapuzo por los que se anegan en la profundidad de los riñones.

_No te entiendo _dijo don Francisco.

_Pues son _le volví a decir_ rateros de la herramienta del parir, que han hurtado a las comadres sus trebejos y se han alzado con su oficio; que esta facultad en la Corte es hermafrodita, porque tiene ya macho y hembra. Ya con las licencias de un sexo y el desenfado del otro se entran por todas partes. Gente tan sucia y tan idiota, que no saben cuántas son cinco, ni tres, ni aun uno, porque no entienden de nones; que toda su aritmética es con las pares. Últimamente, éstos son sacaniños como sacamuelas.

_¿Qué dices? ¿Otro hombre, no siendo el que la Iglesia le elige, llega a tocar la más escondida y delicada preciosidad de las bellezas españolas? _dijo Quevedo, y prosiguió, santiguándose_. Pues ¿qué se hizo aquel rubor que salpicaba de corales sus mejillas a la más leve insinuación de un cortesano rendimiento? ¿Yace tan pálido, que no bermejea a los golpes de tan asqueroso desacato? ¿Dónde se huyó aquel melindre, aquel asco a la libertad, que aun la decente satisfacción les amargaba en el oído? Y, en fin, ¿en dónde para aquella entereza cristiana, aquel valor contra su mismo natural, que antes se determinaban a morir que a desenvolverse? Y en ellos, ¿qué se hizo aquel cuidado, celo y veneración a sus esposas, a quien celaban de sus permisiones? Yo no puedo creer que sean tan insolentes los cortesanos. ¡Éstos, que vivían ofendidos de la más remota sospecha, mortificados de su propria imaginación y cautelosos del más ausente deseo! ¡Éstos, que en casándose querían represar los inseparables progresos del apetito común y se acatarraban a un soplo de la general concupiscencia! ¡Éstos, que por añadir un triunfo al templo del recato despreciaban las vidas y los bienes! ¡Éstos han parado en entregar sus compañeras al indecente informe de esos bárbaros!

_Sí, señor _le respondí_. Todo el noli me tangere de esos caballeros vive hoy manoseado de esos mullidores de barrigas, albañiles de medio cuerpo abajo, que trastejan a toda broza; pues en las partes más defendidas de la imaginación han hecho pasadizo para todas las tentaciones; y de aquellas tablas nunca holladas del deseo, han formado solar a los sucios zancajos de sus pulgares. Desde que yo vi que los peones de cirugía encaramaron sus verduguillos al vello de su hermosura, y desde que los españoles se deslanaron el bigote, conjeturé en lo que había de parar este desuello. Conque para mí, señor don Francisco, es sólo calificación lo que para ti novedad e ignorancia.

_No extraño _dijo el sabio muerto_ que con la capa del estilo, adorno del uso y traje de la política, se haya inficionado la Corte de estas y otras pestes; porque la corrupción de la edad, el paso frecuente a las naciones y el trato con las sectas trabucan y barajan los usos y costumbres provinciales, nos llevan unas y nos dejan otras, y los vicios y virtudes continuamente viven peregrinas por el mundo. Y con especialidad, los españoles siempre fueron los micos de la especie: todo lo quieren imitar, viven con los ojos antojadizos y los gustos avarientos; y sin consultar a la razón, enamorados de las superficies, califican de mejorías las extravagancias. Lo que más siento es que vivan tan necios los maridos, que crean que sin los remos de estos hombres no puedan desembarcar sus mujeres; cuando desde que fletó para España la especie humana los primeros fardos de la racionalidad, llegaron al puerto de otra mujer. Adiós, que no quiero ver más Corte, habiendo tocado tan notable extravío de la pureza.

_Muy somero tienes el enojo, habiendo cuasi noventa años que estás muerto. No te vayas, que aún te falta mucho que admirar. Y pues has venido a ver esta bola del mundo, ten paciencia y déjala rodar; que en marchando yo a tu esfera, si acaso voy al mismo lugar, verás cómo lo dejo correr. Por esta calle arriba hemos de subir a la de Foncarral, en cuyo extremo has de ver lo que en tu tiempo se empezó y el auge en que vive su providencia.

Llegamos a la gran casa de los pobres del Ave María, y le dije a mi discreto difunto lo que verá el que quisiere leer.

 

Visión y visita novena

Los pobres del hospicio

ste es el Hospicio de los desahuciados de la suerte, de los incurables de la fortuna. Aquí recoge la providencia política y cristiana a los que hieden en cualquier parte, adonde los arrastra la necesidad de detener la vida con el sustento cotidiano. Entremos, y verás lo que se agregó después de tu siglo.

Llegamos a la puerta, y el portero tenía cara de haber almorzado ajenjos y vinagre. Gruñónos un poco al entrar; y ya en la casa vimos a un hombre machucado a mojicones de los días, engullido en un saco hasta la nuez. La frente, trepando por el testuz, no le paraba hasta derramársele desde el cerro vertical a las honduras del colodrillo, sin un matorral de pelos en el campo de su chola; un culo de bacía por casco, dos aventadores por orejas, que parecían asas; descabalado de ojos, hombre aguja con un testigo de vista solamente; tan mocoso, que acudía a sonarle la pringue por momentos; agachado de narices, calvo de dentadura, lujurioso de barbas, más largo que colación de rico, más chupado que un caramelo; y tan sutil y angosto, que parecía hilado.

_Éste _le dije a Quevedo_ es uno de los pobres que habitan esta casa, a quien la novedad puso a la cola de la fortuna. Éste enseñó mucho tiempo a formar silogismos de compases para concluir cualquiera a su contrario, de aquéllos que verías muchas veces reducirse a Ferio. Éste era dialéctico de idas, catedrático de tajos, doctor de reveses (como los son algunos en derechos), preceptor de mandobles y maestro de descalabrarse. A éste, una vez que estaba batallando con un discípulo de su misma escuela, se le entró el botón por uno de los ojales de la cara; crió el cuervo, y sacóle un ojo. Después de algunos días prosiguió dando lecciones para aporrearse los cascos, hasta que se aburrieron totalmente las espadas y se empezaron a colgar de la cinta dijes con contera, mondadientes con puño y alfileres con vaina. Hiciéronse armas comunes las apoplejías de plomo, los cólicos de munición, los médicos de horqueta, los aforismos de Albacete. Conque al pobre diablo se le acabó este medio de proseguir la vida; y después de haber enfadado al mundo con su misma necesidad, paró en este Hospicio que llaman de los pobres.

_¡Válgame Dios! _acudió Quevedo_. ¡Que se arrimaron las espadas en Castilla, que después de ser adorno eran defensa!

_Sí, discreto mío _le respondí_; ya ha muchos años que en Castilla se usa más de las copas.

Pasamos adelante, adonde vimos una mujer marchita de pellejo, aceda de rostro y leona de catadura. Cubríase de una almilla de terciopelo de albarda y de un brial tan verde como los que se dio en el prado quien lo traía. Al punto que la miró Quevedo, me preguntó:

_¿Qué, también se recogen mujeres en esta casa?

_Sí _le dije_; aquí verás pobres, pobras y pobretas; gorronas de puchero en cinta, de las que se arriendan en la Cortes para rascar sarnosos de Venus y desahogar lujurias valonas por un zoquete de pan de munición y un par de coces. A éstas no las prenden por gorronas, sino por infelices. En la Puerta del Sol y por todas las calles de Madrid hay innumerables de su mercancía, mas no de su fortuna, que andan a su albedrío encordando ingles como guitarras. Por esta que ves se habrán dado más unciones, que por todos los guapos de la Macarena y todos los Ponces de la medicina.

_Vamos de aquí _dijo Quevedo.

Y a pocos pasos descubrimos uno muy arremangado de toga, con unos calzones charlatanes, que nos iban parlando poco a poco la carnadura de los muslos. A mí me pareció que quería el buen colegial vaciar todo el cuerpo por la bragueta.

_Éste _dije a Quevedo_ buscaba el comer a fabricar los cepos del traje que ya pudre, las golillas digo. Tuvo cuatro reales en aquel tiempo; echóse este uso al desván de las antiguallas, conque se quedó el pobre capón de oficio y rapado de tienda.

Aquí acudió Quevedo, y me dijo:

_¿Es posible que se acabó aquel traje tan proprio de la gravedad española?

_Sí _le respondí_; y de tal manera, que para representar a Judas muy ridículo el Jueves Santo le cuelgan en algunas partes vestido de golilla.

Ya tratamos de salir cuando encontramos con otro colegial. Era éste muy conciso de cuerpo, muy lacónico de estatura, súmula de hombre y parva materia de la humanidad; hambriento de cara, tan menudo de facciones, que casi las tenía en polvos; cabeza de títere, pelo de cofre, angustiado de frente, dos chispas por ojos, una verruga por nariz y tan sumido de boca, que me pareció sorberse los labios; él, en fin, era hombre con raza de mico.

_Este chisgarabís _dije a Quevedo_ daba lecciones de saltar, era maestro de música de movimientos, director de pavanas y solista de cabriolas. Éste, después que se tomaron de orín los bailes que se usaban en tu edad, caduco de hambre, se arrimó a las muletas del Hospicio.

_¿También esa alteración? _preguntó Quevedo.

_Sí, sabio _le respondí_. Ahora se usan otras danzas, que son sementeras del cabronismo. Si Dios me da vida para acompañarte, ya lo veremos; que disculparás entonces esta desenfadada locución, porque son unos bailes, especialmente en las damas, más afectuosos y más blandos que sus lágrimas y tan espirituosos, que resucitan la más difunta concupiscencia. Aquí ya no hay cosa digna de ver. Sólo por esas piezas adelante se están acabando de podrir otro millón de viejos vecinos a la mortaja; cojos, mancos y tullidos, partes iguales; y los más con el sayo de difuntos, a quienes más que la Providencia los ha conducido la muerte, apartándolos de la carrera de la vida para que no le estorben la veloz tarea de segar las locas cervices que presumen de robustas. Y ahí se enmohecen hacinados por esos rincones, sin hacer memoria de ellos la misma Parca que los condujo.

_Gracias a Dios todopoderoso, que he visto algún humo de piedad cristiana en esta Corte. Fundación católicamente política es ésta, en donde a los ociosos se les da ejercicio, a los pobres socorro, a los postrados asistencia, y a todo desvalido universal consuelo. Poderosa discreción ha sido burlar los estragos a la necesidad, sus fuerzas al abatimiento, y sus enojos a la fortuna. Hospital, oratorio, oficina, palacio y recolección de todo desamparado es éste, según tu informe y mi visita.

_Sí, Quevedo _le dije_; aquí vive resguardada la especie de miserables en la tierra. Unos se han venido, y a los más los han aprisionado; y de este modo consiguió el astuto desvelo del sabio recaudador limpiar la Corte de vagabundos finos y falsos, de pobres mentirosos y verdaderos, y de enfermos buenos y malos. Y debe creer vuesa merced que a los principios que se empezó a llenar de hombres esta habitación, vimos prácticamente cuanta idea de maldades nos pintó vuesa merced embozada en sus burlas, en la Vida del Gran Tacaño. Pobre hubo, señor don Francisco, que descalabraba con alaridos las orejas, aullando entre rabia y laceria el ¿No hay para este pobre, imagen de Cristo, algún socorro? Así Dios los libre de testigos falsos, etc. Y cuando llegó el lance de recogerlo, le encontraron acolchonado el capote de pesos mejicanos. Otro, dejándose cargar como tullido, gritón a la puerta de un templo, desmoronándole la esquina, y aceptaba más letras que el genovés más ambicioso. Y otros que, haciendo a la noche alcahueta de sus embustes, de día comerciaban en tratos de tan copiosa ganancia, que podían hombrear con el más grueso mercader. A muchos atrapó la justicia; y los más, cuando vieron tan desvelada la providencia, se desnudaron de lo pobre, y ya parecieron con traje mas acomodado y menos falaz. Tal era la abundancia de estos insolentes mendigos y falsos pordioseros que vendían y empeñaban la palabra de Dios y de su Madre, que las más de las piedras de esta santa casa se colocaron con los ocultos caudales que los cogieron. Argumento de esta verdad fue la violencia con que los arrastraron, y la pesadumbre con que hoy se mantienen; pues, si verdaderamente fueran pobres, ¿qué más podían lograr, que encontrarse ricos de la noche a la mañana, con casa puesta, doctor comido, barbero pagado, mesa y cama a todo trapo, sin rodar calles, aporrear puertas ni exponerse a los empellones y ceños con que regularmente recibe el más humilde los andrajos? Y hay infinitos en esta mansión de los malvados y manidos, que se dejaran cortar los brazos y vaciar los ojos por volver a la asquerosa fatiga de pobretones.

_No lo dudo _me dijo Quevedo_; que la pobreza voluntaria es el amancebamiento más rebelde que puede hallarse en las pasiones. En mi siglo, se podían barrer los truhanes que vivían dados a esta raza de pereza. Ésta es la más sospechosa gente de las repúblicas; pues regularmente los mendigos de día son ladrones de noche. Vamos, y vuelvo a decir que es la más cristiana y la más ingeniosa incentiva que puede darse en pueblo católico esta fundación.

Cuasi tocábamos el umbral de la segunda puerta, que hace frente a la calle, cuando nos arrebató con la vista la curiosidad de un viejo que estaba asentado en un poyo, ya tan torcido de estatura, que la cabeza hombreaba con los ijares; con una corcova piramidal más aguda que sombrero de maragato o caperuza de disciplinante, con los cascos más lucios que huevo de avestruz y tan calvo, que sólo se le brujuleaban cuatro pelos envergonzantes a raíz del colodrillo, que le servían de bigoteras a los tolanos; podrido de quijadas, mohoso de bezos, moribundo de facciones y tan difunto de semblante, que estaba amenazando el día dos de noviembre.

_Éste _le dije a Quevedo_ más parece de tu mundo que del mío. Tú entenderás el idioma de los finados; arrímate a él, y en lengua de alma pregúntale quién es o qué quiere.

Llegó Quevedo, y habiéndolo saludado e inquirido quién fue en el mundo, el que estaba ya cuasi a las once de la noche de la vida, empujando las voces desde el estómago para que rompiesen una valla de flemas que le habían tapiado la boca y goteando las palabras, dijo:

_Yo, señores, en el tiempo que se morían los hombres honrados con más vanidad, fui ayudante de lágrimas, despertador de sollozos, recuerdo de calaveras y silencioso predicador de muertes futuras; pues con la muda plática de un paño negro parlaba a los ojos lo infalible de la eternidad, movía la lástima y despertaba los letargos de la distracción, y recordaba el Juicio Final. Dieron los vivientes en sisar a los derechos parroquiales y redondearse de funeral. Muchos, discurriendo engañados que son moneda corriente para el purgatorio los bienes mundanos y con la falsa humildad de ahorro de pompas, se mandaron enterrar a obscuras entre gallos y media noche, conque cayeron del todo los alquileres de mis lutos. Comí la tercera parte de mis bayetas, y el resto se acomodó en bragas, ropillas y zapatos; y me he venido a acabar de morir a este santo Hospicio.

_¿Este buen viejo chochea? _me preguntó Quevedo, y prosiguió_: Pues ¿qué? ¿Han cesado aquellos clamores de la campana que avisan lo mortal a los vivientes y con su lengua piden a gritos al concurso católico oraciones y ruegos para que perdone la Majestad divina los defectos de las almas cristianas? ¿Tan poco devotos son los muertos de este siglo, que mandan arrogarse a los sepulcros sin solicitar con la presencia de sus cadáveres las oraciones de los que se quedan?

_No es tanto como dice ese viejo _respondí yo a don Francisco_. Es verdad que la locura de algunas gentes ha dejado en los huesos la pompa funeral. Ya no hay aquellos bribones alquilados, enjutos de ojos, que sólo servían de hacer risibles las calaveras y ridículos los entierros; ya no viven a obscuras ni en boca de noche las viudedades, ni hay aquellos ritos cuasi bárbaros de tu siglo. Ya se pasan los muertos sin llorones; hoy los atraviesan en un coche, y sin más compañía que un pisador de huesos, un par de arrieros de difuntos y un solfista de tumbas, los remiten a la parroquia; y al amanecer o entre las dos luces de la tarde les regañan una vigilia, y los desaparecen en un momento. Y así se entierran los que pasaron plaza de honrados en el mundo. La gente superior, como son los señores, hacen lo que se les antoja, como si fueran vivientes; y los oficiales y personas pobres, que no conocieron en vida a la verdad, se mandan clamorear, disponen su entierro con cristiana reflexión, visten sus esqueletos con el sagrado sayal de San Francisco, y se colocan en donde puedan ser vistos y encomendados; con el devoto acompañamiento de ministros eclesiásticos son conducidos a los templos, y van mudamente predicando a cada viviente su paradero y su fin.

Así iba yo informando al discreto difunto. Caminando divertidos y sin haber vuelto a hacer memoria del lutero, nos hallamos en la mitad de la calle de Foncarral; y parlándole yo lo que no quiero decir ahora, llegamos a la calle de los Peligros, pasada ya la de Alcalá, y al entrar en la del Príncipe, nos arrastró los ojos la siguiente figura.

Visión y visita décima

Los petimetres y lindos

Con su maleta de tafetán a las ancas del pescuezo, venía por este camino un mozo puta, amolado en hembra, lamido de gambas, muy bruñidas las enaguas de las manos; más soplado que orejas de juez, más limpio que bolsa de poeta, más almidonado que roquete de sacristán de monjas y más enharinado que rata de molino; hambriento de bigotes, estofado de barbas, echados en almíbar los mofletes; tan ahorcado del corbatín, que se le asomaba el bazo a la vista, imprimiendo un costurón tan bermejo en los párpados, que los ojos parecían siesos. Era, en fin, un monicaco de éstos que crían en la Corte como perros finos con un bizcocho y una almendra repartido en tres comidas. Venía, pues, columpiándose sobre los pulgares como danzarín de maroma, con sus vaivenes de borracho, ofendiendo las narices de cuantos le encontraban con sus untos, aceites e inciensos. Paróse enfrente de un balcón, y mi discreto difunto se quedó también observándolo. Dio el tal don Líquido dos palmaditas a las guedejas cabrías de su peluca; sacó un reloj de pinganillos, con que se venía aporreando la ingle derecha, y luego la caja del tabaco (y si hubiera tenido más cerca la cuchara, escarbadientes y el tenedor, también hubiera salido a plaza); y tomó un polvo soplado cinco o seis veces. Y con una dama que se asomó a sus hierros, se quebró y requebró nuevamente. Hubo aquello de Los parienticos están que besan a vuesa merced los pies y Las señoras lo estimarán mucho; y por despedida, la general de las señoras de la Corte a todo celibato, elAdiós, hijo mío; y marchó el salvaje por la calle arriba, apestando consideraciones con la vanidad que iba vertiendo de bien criado y de hermoso.

_Dime, Torres _dijo mi difunto_, ¿qué mozo es éste y otros mil vagabundos que he visto rodar por esa Corte?

_A éstos _respondí yo_ los crían sus padres para secretarios del Rey, y vienen a parar en verederos de tabaco con dos reales y medio el día de pre. Éstos gastan tocador y aceite de sucino porque padecen males de madre; gastan polvos, lazos, lunares y brazaletes, y todos los disimulados afeites de una dama. Son machos, desnudos; y hembras, vestidos. Malogran los años y el alma en estas insolentes ocupaciones; y el oficio que ves es el empleo de su vida, porque acusan como infame el trabajo y el retiro. Viven haciendo votos a la lujuria y promesas a la fornicación; y después de bien bañados en la desenvoltura que has visto en este mentecato, marchan por las calles de la Corte a chamuscar doncellas y encender casadas. Su paradero es la lonja de San Sebastián y el atrio de la Victoria, en donde a una misma hora encuentras otros de su calibre; y aquellos reverentes sitios dedicados al culto divino los hacen bodegón de insolencias, tiendas del descrédito y campo de maldades. Hacen a los hombres del tamaño de sus estaturas, y se llaman Periquitos, Manuelitos, Frasquitos; y el que tiene el apellido acomodado para sisarle letras, le nombran también con esta rebaja. El Gobierno, el Estado, la política ni la ética, que son los estudios y parolas útiles para instruir en virtudes morales a un joven bien nacido, ni las saludan siquiera. Sus conversaciones empiezan en las señoras, median en las mujeres y acaban con las hembras. Y esto, ¿cómo? Señor don Francisco, segándoles la honra y haciéndolas tan fáciles de coger, que cada uno de los que oyen ya las cuentan triunfos de sus antojos. Ésta es la vida de estos simples por la mañana; retíranse a sus cuartos, y vuelve esta tarea a la tarde; y al anochecer los recogen sus madres porque no los hechicen o no los acatarre el sereno. Los días de fiesta los dan un real de plata para que jueguen con sus primas y se diviertan con los señoritos de la señora doña Fulana; y pasa de los treinta años un barbolo de éstos, y los descalza, los espulga y los arropa la criada. Y no te digo más por no emporcarte los oídos.

_No tanto, pero mucho de lo que me has contado de ese joven pasaba en mi siglo con los que nacían de padres medianamente acomodados. El que mejor dirigía la crianza de su hijo, era buscándole un maestro de danzar para quitarle la torpeza de los miembros y arreglándole a pisar con arte el suelo de un estrado. A tal cual aleccionaban en la música, a otros en saber domar a un bruto; que todas son bellísimas gracias para después de bien instruidos en el temor de Dios y en la vida cristiana, que ésta se debe anteponer a la política, para después de haber asegurado un ejercicio que haga felices los años con las tareas.

_Pues oye, muerto mío _le dije_; ni aun de esas habilidades se adornan, sí sólo de la viciosa afeminada compostura que has visto. Y así, luego que mueren los padres, vienen a sumirse en el podridero de los truhanes; y abunda tanto la Corte de estos perdularios, que no hay esquina que no esté apuntalada de perdidos. Y porque me creas, mira hacia aquella calle del Príncipe el envoltorio de retales vivientes que asoma por ella.

Llegaban a este tiempo seis o siete trapones tan llenos de andrajos, que cada uno parecía la calle de la Sal. Uno venía pariendo un tarazón de camisa con sus pinceladas de chafaina descomida, más sucio y más hediondo que cocina frailesca en tiempo de capítulo. Otro llevaba como grillos los zapatos, ahorcados de la garganta del pie; y pendientes de la bragadura más farrapos que le cuelgan a la gaita de un gallego. Otro traía arrebañados los calzones porque se le huyó la abujeta; otro, tan humilde de casaca, que venía besando el santo suelo con los cuadriles; los más, con los sombreros machucados de copas, sorbidos de candiles, y no por eso faltos de aceite; a otros les sonaban los trebejos de los espadines como sonajas de lazarillo de gaitero. Todos y cada uno era un molino de trapos, un almacén de grasa, un refectorio de piojos y un de profundis de laceria. Era, pues, un enjambre de la bribia, cortesanos monteses que andan a ojeo de boquirrubios y a montería de reales, petardistas graduados en la universidad de la perdición y términos medios entre trampa y limosna.

_Éstas son, Quevedo mío _proseguí yo_, las consecuencias de aquel antecedente; éstos son los lindos desnudos; éstos fueron como aquel mozo, pulidos y aseados; y los más gastaron coche, y hoy ruedan en cochambre. El paradero de aquella crianza es la presente infelicidad; todos éstos han corrido ya las caravanas de los desesperados y la pelota de los inútiles, y en todas partes han apestado con la corrupción de sus costumbres. Unos han sido arrendadores de sal, otros tabaqueros, otros criados de silla de señoras, oficiales de estafeta, alguaciles mayores y comisionistas, que son las prebendas de ociosos y ejercicios de holgazán tunante que se pone a lo que saliere; y como habían criado callos los miembros con la pereza y la mala crianza, jamás pudo ni la necesidad ni el trabajo domar las rebeldías de su mal aleccionada juventud. Para un poco _dije a Quevedo_, y deja que llegue aquel remiendo que se ha descosido del sartal.

Paramos, y vimos que se acercó a hablarnos, debajo de un sombrero cornudo vez y media, un perillán arremangado de hocicos y tan abierto de boceras, que pareció que había puesto a parir la dentadura, hermana del bigote; obtuso de quijadas como calavera de gato, con dos dientes paralelos a la nariz, algo mayores que dos ajos lígrimos, jurándolas de mordiscones a cuantos miraba; sediento de camisa, hambreón de bragas, ocultando con el rebozo de un capote de barragán ataraceado del tiempo la carnadura de los costados, que le asomaba por los cuarterones del jubón. Llegó a hablarme con acento entre moribundo y necesitado; y quitándome las motas del vestido, me dijo que nunca me había encontrado más grueso ni de mejor color (siendo la verdad que toda mi vida me he conocido más enjuto que cecina de mono y más gualda que el diaquilón gomado); pidióme para comer aquel día, dile lo que pude, y se fue, dejándome dos remedios para la destilación.

_Rara figura de hombre _dijo el difunto amigo_, y extraña carrera de vida. Más suave es tirar de una pareja que decir déme un real, présteme un ochavo. Infeliz sujeto, y sujeto a tantos, que ha querido su mala dirección poner su comida en las manos ajenas, hediendo a todos, enojando y avergonzando a su misma estructura, capaz de empleos más cristianos, más socorridos, más acomodados y menos enfadosos.

_Advierte _le dije a Quevedo_ que éste es una fiel copia del paradero de los almidonados. Aquél que vimos (de quien te hice mención entre los andrajosos) más estirado que pescuezo de ladrón en la horca, a pocos meses vendrá a ser otro dechado de la necesidad, porque los más vienen a sumirse en el escotillón de esta desventura. Oye, que brevemente te informaré de lo que sucede a los que crían en esta malvada escuela de la ociosidad.

»Engañan con aquellos aparatos de adorno y de riqueza a una familia en donde se está criando devotamente una señora joven. O ya porque se visitan los padres de unos y otros, o por otro honesto motivo, se introduce el zamarro del don Lindo; y afectando modestias a la madre y mintiendo suspiros a la hija, que esto se consigue con dos afectos de Calderón que los traen en la faltriquera como pistolas, alcanzan parecer bien a la una y a la otra. Los casan los padres, o se casan ellos. Descúbrese a pocos días su pobre talento y su poco caudal; hállanse aburridos los suegros; y el bribón, aunque descontento en el pupilaje, come y calla, y recibe con ceño los arrullos de su mujer hasta que se mueren los que le ponían la mesa. Queda entonces señor de sí y de su mujer, y en cortos días la destruye a ella, come lo heredado y divierte la dote; porque luego que se ve con dinero, va pagando los votos que había hecho a la lascivia, da fin a todo, y empieza el salvaje inútil a idear pretensiones, y la inocente esposa a decir que su marido tiene poca fortuna; y obligado de la hambre se mete por la primera rotura que le abren los empeños. Regularmente sale de la Corte; hállase impaciente sin la comedia, el paseo, la botillería y el chocolate en la casa del vecino, y mal con el trabajo; maldice a su mujer y la castiga; se aburre con sus consideraciones y, entre desesperado e iracundo, hace una trampa y se vuelve a Madrid a criar piojos y a vivir rasgado y sucio. Conciértase con la desvergüenza y se casa con el desuello, y sale a buscar piadosos y tiernos de corazón. Conoce a todos por sus motes y apellidos, sabe mejor que yo las fiestas del calendario, y con esta receta rueda por la Corte, dando días y enhorabuenas de años a todo yente y viniente; y en esta carrera deja la vida en un hospicio o en un zaguán. Hállase precisado el arrullador de tumbas a gorjearlo de balde, y la parroquia a recibirlo de mogollón; y son gorras en la vida y en la muerte. Y habiendo visto uno de éstos, tienes repasados a los demás de esta calaña gorrona y alcurnia desvergonzada.

_Si no me lo dijeras tú, que te contemplo hombre práctico y verdadero _exclamó don Francisco_, no creyera que podían ser tan rudas y tan cerriles las almas de estas gentes; pues el más apartado de la racionalidad sabe presumir el miserable progreso de su vida y el ceño de las adversidades, y se previene en los primeros años para la elección de un estado católico y menos infeliz. Te aseguro que está más escandalosa la Corte que en el tiempo que yo (por la misericordia de Dios) la desfruté.

Muchas imágenes parecidas a éste, pero no tantas ni en tan rudo lienzo, había en mi tiempo. Yo escuchaba las quejas de su fortuna, pero escondían las perezas de su desorden. Nunca creí en desafortunados, que este nombre se equivoca con la poltronería y la huelga. No hay fortuna, por loca que sea, que se arroje a maltratar una vida arreglada. En la primavera de su salud, para comer y vestir, todos pueden ganar, y con esto ninguno es pobre ni miserable. Si no lo consigue, es porque se le estorban sus vicios, no la desdicha, la suerte ni la fortuna; que éstos son espantajos contra la Cristiandad. Dios, que se lo da a la hormiga, también se lo dará al hombre; y más, trabajándolo. ¡Válgate Dios por mundo! ¡Cada día te llevan las locuras de tus moradores más violento al fin! ¡Mientras más vida, menos conocimiento! ¡Mientras más desengaños, menos enmienda! ¡Y a más avisos, más inconstancias! Vamos, Torres, y guía donde sea tu voluntad.

Visión y visita undécima

Corral de comedias, poetas líricos, cómicos y representantes

Sólo el que sea práctico en los sueños podrá creer y pintar la viveza de los colores y la grandeza de los bultos con que sabe el docto natural de las especies iluminar la oficina del celebro para persuadir como verdades las aéreas impresiones, que no tienen más esencia que ser un vapor, a veces tan maligno, que burlándose del alma ofende la vitalidad con lo mismo que escogió la naturaleza para su conservación. Con tanta eficacia me engañó el sueño, que jurara que vi la calle del Príncipe y en ella a aquel don Líquido y la infeliz tropa de andrajosos, y que yo proseguí hablando con Quevedo. Y me ha quedado en las orejas tan colgado el metal de su voz, que cuasi me parece que si oyera diferentes acentos, dijera cuál era el más parecido al que yo aún estoy oyendo de mi difunto. Díjele, pues:

_Ya que estamos en esta calle tan próxima a los patios de comedias, entraremos en uno; que aunque es temprano, no nos faltará en que estar divertidos.

Pagué por los dos a la puerta, pues para mi aprehensión Quevedo era tan de bulto como yo. Pero volvióme el cobrador la mitad, en que conocí ser cierta para los otros su invisibilidad y la buena conciencia de aquella gente. Señoreóse del patio don Francisco; y volviéndose a mí, dijo:

_Sólo esta república he notado sin mudanza. Basta que sea viciosa para que se fije en las permanencias de la duración. Ésta es la misma plaza en donde se corrieron las obras de Lope, se silbaron los partos de Montalbán y se torearon los abortos de los grandes ingenios que florecieron en mi era. Y considero anegado también este tiempo.

_Mal consideras _le dije a Quevedo_, porque eso de poetas grandes no es fruta de este siglo. En lo lírico se ha perdido ya la elegante cultura y hermosa locución de Góngora. Las festivas pimientas y tus abundantes salinas, cuando igualmente vestías la pluma de mojarrilla y de toga, ya no hay quien las guste; que el vulgo de hoy es muy asno y se alimenta de cardos embutidos de espinas, y le parecen lechugas. Ni hay quien se caliente a la feliz lumbre del Candamo. Han dado en decir algunos que el delito de la poesía en España fue tener comercio con el desengaño, haber comprado algunas verdades en la tienda de la filosofía moral, transportadas a la Corte; y aunque las aconfitaron los poetas, con todo eso se ofendieron de la amargura, y cayó la poética de los solios. Pasó a tratar con pajes, luego a barrer los zaguanes de los señores, después anduvo de taberna en taberna, y vino a depositar sus huesos en el camero de un hospital.

»Sea ésta o aquélla la causa de su destierro, crea vuesa merced que en este miserable siglo escuchan los menos locos eso de poetas grandes, doncellas honestas y jueces desinteresados como las paradojas de fénix. Ahora no suenan sino es cucos y cigarras, chirreando enfadosamente los oídos de los que escucharon aquellas calandrias y ruiseñores. Toda la armonía de este tiempo es sonajas, pitos de capador y zambombas; en vez de águilas reales, se han vuelto bastardos aguiluchos. Ya no hay quien suba a la cumbre del Parnaso, que es monte de musas y dificultades, y se les hace muy cuesta arriba. Los laureles que antes salían destinados para ceñir las gloriosas sienes de los ingeniosos, coronando sus sudores con los cercos de inmortal lozanía, hoy se contentan con hacer un papel de metemuertos en la comedia de los escabeches, porque ya no hay poetas de corona, sino legos.

»No arden los celebros con las dulces borracheras de Apolo, porque son más frecuentes las inspiraciones de Baco. Los que nacen en este siglo, llegan a las borras de la poesía, unos, aun no estrenadas las potencias del alma, un oso informe por ingenio y una bolsa de mendigo por memoria. Yermos de toda noticia y páramos de toda erudición, sin haber dado pincelada en el lienzo raso del entendimiento, se presumen favorecidos del natural y se predican poetas a nativitate, y ponderan su facilidad con aquello de Los poetas nacen, etc. Grandes son las obras de la naturaleza, pero yo he visto más cojos, ciegos y mancosa nativitateque poetas. Otros se engullen los palotes de la erudición, que son los preceptos de la gramática latina; duermen abrazados con Rengifo, meten en el buche cuatro maulerías del Teatro de los dioses, se aconsejan con calepino de once lenguas y purgan de cuando en cuando un romance con más idiomas que suele sonar en una garita. Éstos escriben castellano mestizo. Otros hay (y de éstos es más larga la generación que la de los cornudos) que descuartizan un poema, o ya tuyo, o ya del Góngora; y hecho trozos, lo meten en su expensa, y poco a poco lo traen al banquete de sus escritos, y pasa para los convidados plaza de gallina que se ha criado en el corral de casa. Y éstos traen poesía postiza como cabellera. Todos éstos se gradúan de poetas líricos en la universidad del vulgo, siendo doctores del claustro un sastre, un zapatero y un albañil. Y cuando más, un boticario, un médico, un abogado y un teólogo dan su parecer, como si fueran las coplas confecciones, enfermedades, casos de conciencia y pleitos.

»De la poesía cómica ya se perdieron los moldes y los oficiales. Las comedias ya no las hacen los poetas, sino es los músicos, hortelanos y carpinteros. Ya nadie bebe de la rica vena del Calderón, manantial perenne de agudezas, cuya rara fluidez dejó suspensos los Terencios y los Plautos, ocasionando lo corriente de sus números el que se controvierta si escribió sus jornadas en prosa sonora o en verso desatado. Ahora se sorbe el cieno en que se revuelcan los renacuajos de este siglo. La cómica vive hoy más abajo de la representación. Toda la casta de poetas villanciqueros que surtían de coplas de Gil y Menga las Navidades y los que escribían jacarandainas para los ciegos, se han arrimado a los cómicos, y se ahogan los pobres en poetas, oyendo continuamente sus rebuznos. Y si no los confundiera la grave y sonora armonía de la música moderna, fuera lo mismo que escuchar los alaridos de la tortura. Pero ya no siente tanto el entendimiento este trato de cuerda con la suspensión que ocasionan las bien heridas cuerdas de lo armónico; descuídase el alma, y se le introducen los halagos forasteros.

_¡Válgame Dios! ¡Cuando parece que se corrige un vicio, se dilata más! _dijo Quevedo, y prosiguió_: ¡Acabáronse con la cultura los afectos blandos que embelesaban los talentos y despertaban la impureza, que persuadían a amar y mentir; y han tomado su lugar los halagüeños entrometidos desvelos de la dulzura música, con que han avivado más a la república de las pasiones! ¿Qué importa que el estilo carezca de lo agudo, si a la armonía le sobra lo penetrante? Todo es malo. Dime, mientras salen las guitarras, ¿qué mujeres son éstas que ocupan la fila de ese sitio que llamáis cazuela?

_Ésa toda es gente honrada _le respondí_. Pocos años ha asistían a esa delantera las que hacían baratillo de la suya.

_¿En qué opinión viven los cómicos? _preguntó otra vez Quevedo.

_En mala _respondí_, porque el vulgo inadvertido no los reconoce más que por las precisiones de su desenfado. Los ve como lo que son otros hombres, no como que ellos son en sí y por sí; y gradúan por la viveza de la representación las acciones del alma, sin advertir que con el arte esfuerzan muchas veces al natural. Discretamente ocupados viven estos hombres. La universidad más completa del orbe son los teatros. Cuanto han sudado gloriosamente los ingenios más fecundos de la España, tanto tienen ellos en su memoria; y se hallan sabios en toda casta de estudios. El arte de huir los escándalos aquí se enseña; la ciencia de vencer con aire los duelos aquí se practica; la filosofía de conocer voluntades aquí se enseña; la lógica engañosa de los apetitos aquí se desenvuelve; a la retórica falsa del amor aquí se le reconocen sus figuras; la política para privados aquí se demuestra; la humildad al vasallo aquí se le advierte; y, en fin, en este teatro se registran los semblantes al vicio y a la virtud, y prácticamente se hacen visibles los modos de introducirse en las costumbres. En nuestra voluntad está elegir la una y aborrecer lo otro.

»Los cómicos son los catedráticos de esta manifestación, y demuestran a los apetitos los órganos del bien y el mal; imprimen en los corazones lo que sin viveza les da el ingenio de la escritura. Instruidos de esta doctrina y prácticos maestros de esta ciencia, viven más aparejados para ser buenos que los ignorantes que muchas veces los escuchan y los mofan. Sus tareas son porfiadas, su estudio el más riguroso, porque colocan en la memoria las voces, el sentido, las acciones, el sitio desde donde y a quien lo han de decir, sacando a los humores de su natural propensión. Rencores acredita el suave, alegrías el triste, crueldades el piadoso; y nunca usan de su genio, siempre mortificando al natural. Conque así, sabio mío, digo que es injusta la crisi de la necedad maliciosa que suele deslucir sus nombres. La mayor infelicidad del mundo consiste en que es más crítico el más ignorante. Aquél juzga más, que conoce menos. Siempre el vulgo fue arbitrio irracional de todas las cosas; todas las pondera sin peso, las mide sin medida, las numera sin regla. Monstruo de muchas cabezas y sin tener alguna, mira por los anteojos de su aprehensión. Sin conocer las últimas diferencias y sin la proximidad del examen, desde su tiniebla quiere repartir luces; y conociendo las cosas de montón y calificándolas a bulto, desata la lengua para acusar lo inocente y canonizar lo vicioso.

»Dígolo por las cómicas, que son tan desgraciadas, que después de una larga tarea, mayor que la que puede sostener la delicadeza del sexo, no logran buena opinión y viven manchadas de la voz vulgar, sin que este juicio estribe en fundamento alguno. La cultura y adorno en ellas no es reclamo de galanteo, sino condición de su ejercicio. Salen ordinariamente representando una princesa, una reina, en cuyo traje se amargaría la atención más honesta si advirtiese los descuidos caseros, fuera de que más horas suelen aconsejarse con el espejo otras muchas que logran mejor categoría y en su ornato dan a entender el mismo estudio. Ni puede argüirse su liviandad del número de los que las solicitan y buscan para festejarlas. Lo mismo sucede en todas las que son adornadas de la hermosura, sin que por esto las hermosas sean comúnmente livianas. Lo cierto es que Venus es enemiga de las tareas, y que la ociosidad es fecunda madre del vicio.

»Estas mujeres apenas tienen rato de quietud. A todo su tiempo son acreedores los ejercicios de su estudio: en ensayos prolijos gastan la mañana, en atenta representación la tarde y en pesado estudio la noche, mortificando la cabeza y perdiendo la garganta. Conque sin duda están más ociosas que ellas las que van a oírlas. Las municiones de que usan los que las festejan para poner en posesión sus deseos, son menos poderosas contra éstas. No les ocasiona cuidado lo galán, lo cultamente vestido de un mancebo, porque no ven sus ojos otra cosa más sobrada en su compañía. De las raterías del enamorado se burlan. Conceptos más elevados retienen en su memoria y escuchan todos los días. Las riquezas no les hacen ruido. Ninguna rompe más flecos de oro, ni destroza más encajes, ni pisa mejores piedras. Saben por su ejercicio qué es fineza, qué amor, qué odio y qué fingimiento; y desprecian con facilidad apetitos comunes, los que regularmente abaten la fortaleza de las sencilleces. No digo que no habrán tenido los teatros algunas escandalosas. Pero ¿en qué parte no las hay? Y por los arrojos de una no es justo que perezca el crédito de todas. En éstas, como viven levantadas del suelo dos varas más que las otras mujeres, son más reparables sus acciones. Lo que en otras es cortesía, en estas infelices es desuello; lo que agasajo en otras, en éstas disolución...

_Déjalo por Cristo _me dijo Quevedo_, que para predicar a cada cómica un sermón de honras vales un mundo. Raro eres en el aprehender. Contra todo el torrente de las personas llevas tu juicio o tu locura.

_¿Tú no anduviste este camino? _le pregunté yo.

_No fui tan loco _respondió_, que me fatigase en tales jornadas. Nunca traté en comedias ni con representantes.

_Pues le faltó la mejor gala a tu entendimiento _le dije.

Y al punto salieron las guitarras; y mi difunto, habiendo oído en pie los primeros números de un área, sin poder sufrir la necedad de la composición poética, marchó, y yo detrás de él, y tan enojado, que no me atreví a preguntarle su parecer en la moderna cultura de coplear.

 

Visión y visita duodécima

Músicas y estrados

Tiró don Francisco por la calle de la Cruz abajo, y yo siguiéndolo y sudando por ganarle la ventaja que me había cogido. A la Puerta del Sol llegué a emparejarme con mi difunto; y desmoronando la esquina que sube a la calle de las Carretas, vimos un envoltorio de hombres más alegres que el tamboril de Baco, más locos que un buen año, más ociosos que el que tiene beneficios simples y más retozones que asno que espera lluvia. Unos eran aplastados de gestos; las bocas se desbocaban a los oídos, risas burlonas, bailándoles tarantelas los ojos y zarabandas los semblantes. Otros, mohínos de fisonomía y zainos de guiñaduras. Uno se reía a empujones, con más falsedad que el alma de Judas. Otro se mofaba de su mismo compañero, pues detrás de los cariños se le bullían las burlas. Estaban todos dando solfas de murmuración a cuantos veían y descompasadamente hiriendo con la lengua, no la opinión, sino las figuras de los que pasaban por la calle, no valiéndoles la confusión del concurso para ocultarse de su fisga descomunal. Todos eran jorobados de ijares, y enseñaban unas muescas por los lomos, más hundidas que alma de condenado; y reparando bien, advertí que aquellas corcovas eran sus pies y sus manos. A uno se le descollaba un trapo verde por los pliegues de la gabardina, y a otro se le reconocía una tarazón de flauta asomado por mala parte.

Dijo Quevedo:

_¿Qué gente?

Yo, le respondí:

_Éstos son alanos que se cuelgan de las orejas, que hacen su presa en el oído y viven pendientes de todos. Éstos son músicos, el costado más alegre de los cuatro que tiene la locura. Aquí están de venta, esperando a alguno que los llame para holgar y darles el dinero. Éstos son los que gozan las delicias de la Corte y sus bienes. Hay mujer que vende las mantas por dar dos pesos a uno que la toque el rabel, que éste es el instrumento más palpado. Los hombres ricos de Madrid son los músicos, los médicos, los boticarios y los sastres; pero éstos son los que hacen más ruido en la Corte.

Apartóse uno de ellos de la tropa; y me dijo que si quería divertirme, que él estaba cogido para un estrado, que me llevaría a entretener un poco. Comuniquélo con mi difunto, y me mandó aceptase; que él gustaría también de informarse. Respondíle al músico que sí, y tomamos los tres el portante. En una casa de la parroquia de San Martín, de cuyos dueños no me quiero acordar ahora, entramos los tres. Marchó el músico a su orquesta; y yo apenas toqué la alfombra, hincado de hinojos, besé con las voces que me ha enseñado la práctica de las cortesanías y el envión de los apetitos los pies a las señoras mujeres que florecían el estrado. Sentéme en uno de los taburetillos, en donde estaban ya hombres y damas, y con la más ociosa empezaron a salirse los delirios de mi locura y las porfías de mis deseos. Seguía gustoso las amables dulzuras de la parola, que aunque no contengan más discreción que los sazonados chistes del sexo, sobra para entretener, divertir y pasmar, sin acordarme de que llevaba por compañero a un difunto. Éste, pues, o porque me vio enajenado, o porque quería informarse, me llamó, y me dijo:

_No, amigo Torres, a las chispas de esta lumbre es preciso encenderse la yesca de la sensualidad. El fuego no se ha de tomar tan cerca; esta libertad es irse ensayando para el infierno y ponerse en infusión de precito. Nada de cuanto he visto me ha enojado más que esta confusión, mezcla, libertad y desenvoltura. En mi siglo, la cierta señal de correspondencia para el que había de ser marido, era permitirle pisar el borde de la alfombra. Éste era ya el penúltimo favor que recibía el que dentro de un cuarto de hora se había de desposar. Y es lástima el que estas señoras malogren el buen ejemplo de sus honestos trajes con las ensanchas que dan a su honestidad. Bien parecen ahora las damas, viven limpias, adornadas y cubiertas; que en mi tiempo a todas se les registraban los cuatro costados, y la más noble se preciaba de pechera. Todo es malo. Cuando se olvida un desorden, es para acordarse de ciento. También he reparado _prosiguió mi muerto_ que en esta sala no hay imagen alguna de Cristo, de su Madre, ni de otro santo de los innumerables que viven eternamente en la compañía de Dios; las paredes desnudas, sin más abrigo que esas cortinas y silletas.

_Perdióse la devoción _le dije_, y con ella el gusto a la pintura.

Y Quevedo prosiguió:

_Un cuadro penitente enfrena al más desbocado. Una efigie honesta sirve de despertador a la templanza. Y todas nos acuerdan los premios de la cristiana religión.

_Ya en todas las piezas que sirven al estrado no se usa más adorno que esta desnudez _le dije_. En las antesalas se suelen ahorcar algunas pinturas. Ven conmigo a este recibimiento, y notarás la inclinación de los españoles en los objetos que tienen para divertir la vista.

Salimos afuera, y en la pieza interior había multitud de papeles y láminas de deshonestos mamarrachos: un hombre vomitándose, otro bebiendo, otro meando, un cartelón en que rodeando a una mesa se registraban varias figuras fumando y engullendo, otro en que se reconocía un galanteo y una disolución, y otras copias ridículas que movían más a lo vicioso que a la carcajada.

_Éstos son los santos de devoción que hallarás, objetos que impacientan la gula, avivan la destemplanza e irritan la sensualidad.

En el reconocimiento estábamos de estas escandalosas pinturas, yo con una vela en la mano sirviendo de apuntador y Quevedo pasmado, cuando nos arrebató al oído el mormullo de los violines, que parecían petrales de cascabeles y jaulas de grillos.

_Ya empieza el sarao _le dije a mi difunto_; no pierdas la ocasión. Quedémonos arrimados a la puerta, que desde aquí verás la alteración de las diversiones.

Salió una dama cosida al lado de uno de los concurrentes a bailar un minuete. Yo no le quitaba ojo a Quevedo; él tragaba saliva, y sin querer asistir más se levantó, y me dijo:

_Yo no quiero ver más. Hasta aquí pudo llegar el desorden.

_Ni yo deseo que lo veas, ni me hables palabra; retirémonos a este rincón, que aún te falta que los veas cenar.

Pero sus visiones piden visita aparte.

Visión y visita decimatercia

Las comidas y cenas

Acabaron el baile, despidiéronse unos y quedáronse otros; llegó el tiempo de cenar, fueron requeridos los criados. Con esto entraron al punto seis o siete ministros de la gula, auxiliares de la destemplaza, terceros de la ahitera y alcahuetes de la borrachez. Extendieron sobre largas mesas delicadísimos manteles; distribuyeron un haz de servilletas, cuchillos, platos, cucharas y tenedores. Tocóse a degollar la razón, a desgarretar la salud, a desenvolver el recato, a espolear la lujuria y a desarrebujar el secreto. Sentáronse todos; empezaron a venir ensaladas de todas las naciones; engulléronse un huerto con aceite y vinagre; siguióse variedad de carnes; desde aquí comenzó la humareda de los mostos a cegar el juicio y a dejar a tientas el alma. Tan impaciente se miraba la voracidad de todos, que más parecía embestir que comer. Cada dos bocados eran colaterales de media azumbre. Tragáronse a la Extremadura en jamones, a Salamanca en pavos; desparecióse San Martín a sorbos, y se enjugó Lucena a buches. Tan presto quería la gula verter los platos en el vientre, que desechando la diligencia del mascar, nos dieron a entender que se podían sorber los perdigones y beberse las pollas. Corrían desguazados por los gaznates de las hembras los ríos de peralta. Aquí fue donde no pudo enmudecer don Francisco; y volviéndose, me dijo:

_Éste es el teatro donde me has representado con más viveza la corrupción de las costumbres de tu siglo. Basta el informe de este desordenado banquete para conocer el estado lamentable de las cosas. ¿Cuándo la moderación de las mujeres en España consintió tan destemplado desorden en el uso del vino? Ya creo que las hembras son apóstatas de la honestidad, cuando este licor es ídolo de sus apetitos. En mi tiempo era agravio de pureza, no digo beberlo, sino el desearlo.

_El nuestro es tan infeliz _le dije al difunto_, que bendicen a Noé tan afectuosas las mujeres como los hombres. En nuestra era los infantes se crían a los pechos de las cubas, los jóvenes repiten el vino como el agua, y las mujeres lo cuelan como el chocolate. Así se desmandan los antojos del animal, así se desenfrena el apetito, así son más intensos los ardores de la carne. Venus se abriga con la manta de Baco, y apenas se ve concurso de éstos que no tenga desenvoltura de fiesta bacanal. Con este licor se avienta el fuego de la lujuria; úsanlo inmoderadamente las personas de uno y otro sexo; con él se les anula el juicio, se descompone la gravedad, se introduce el desembarazo, se huye la vergüenza, que es la conservadora del recato; se entromete el retozo, se desenfrenan los labios, se les da libertad a los ojos, se afloja la rienda a los afectos, y se abre el camino a todo linaje de inmodestia, liviandad y demasía. Las mistelas, con la añagaza de la dulzura, empezaron a galantear el gusto de las mujeres; pusiéronle buena cara a lo suave de estas confecciones; habituáronse a beber un traguito hoy y otro mañana, hasta que aquello que empezó por corta golosina, creció a desorden considerable.

»Esto sucede entre casadas y doncellas, sin alguna diversidad, y la misma confusión acontece en todo género de cosas; porque ya no verás aquella loable demonstración que distinguía a las doncellas de las casadas, aquel exterior carácter que testificaba la intacta limpieza de los pensamientos con quien juraban conformidad sus acciones, sus palabras y sus semblantes. Ya no se ve aquella casta de solteras que con su compostura iban riñendo el libre estilo de la villana juventud; ahora sus ojos, sus ademanes y movimientos van sonsacando desenfadadas expresiones y reclamando indecentes solicitudes. En tu siglo a una señora doncella en cualquier visita se le dudaba la voz; hoy se sientan a presidir un estrado, y hablan a cántaros. Antes, aun para responder a una cortesana atención, el rubor las enmudecía, las sellaba el encogimiento; conversación de boda ni de novios se prohibió a sus labios, se guardó siempre de sus orejas. Ahora la más verde y deshonesta lozanía responden sin mudar de color ni de estilo; al presente hablan de las bodas con tal desuello, como si fueran jubiladas en el matrimonio. Antes no hallaban la mano, aun para dársela a su marido; hoy es cosa que está de balde (como lo has visto), pues en cualquiera danza se le hace barato al que la quiere. Ésta es la desvergonzada malicia de nuestra edad, difunto sabio; y para esforzar más el juicio, atiende al paradero de esta cena.

Ya era cada estómago una población de pechugas, una provincia de tajadas, una despensa de lomos, un humero de chorizos, un empedrado de zoquetes y una balsa de replecciones. Comieron con tal variedad, que tenían vientres podridos como ollas; cuasi se escuchaba el mormullo en los estómagos, en que se percibía los mendrugos y las tajadas andar a mojicones sobre tomar asiento, empujándose unos a otros. Y en los más, los racimos iban jinetes de los meollos y caballeros en los cascos; los vapores eran inquilinos de las calaveras, en infusión de mosto los sentidos, las almas embutidas en un lagar, nadando las fantasías en azumbres, alquilado el celebro a los disparates, los sesos amasados con uvas, los discursos chorreando cuartillos, las inteligencias vertiendo arrobas, las palabras hechas una sopa de vino; muy almagrados de cachetes, ardiendo las mejillas en rescoldo de tonel, abochornados los ojos en estíos de viña, encendidas las orejas en canículas de bodegón, y delirando los caletres con tabardillos de taberna.

Uno de ellos fue a despabilar; tomó las tijeras y, muy tartamudo de movimientos, balbuciente de acciones y bizco de manos, anduvo media hora para arrancarle los mocos a la vela. Y no siendo posible topar el pabilo, se levantó de la silla a pujos; y repitiendo su solicitud, en vez de coger el mechón a la vela, le prendió a uno de sus compañeros las narices, dejándoselas de camino remendadas de tizne. Sintió el compañero el estrujón; y tapadas las potencias de los humos, se moqueó dos o tres veces, diciendo a trompicones y articulando a remiendos:

_¡Hola, señores; no juguemos con las orejas!

Estaban tan pelados de razón y tan lagañosos de alma, que otro don Vendimia de los conmensales, por llevar a la boca una sopa de almíbar, se tapó un ojo. No por esto cesaban las copas del licor blanco, tinto y de otros colores, de suerte que cada uno de los perillanes tenía una borrachera ramillete. Después de varios dulces, embutieron frutas de todas estaciones, llevando la retaguardia las aceitunas, conque de nuevo se impacientó la sed. Acudió a acallarla la variedad de mistelas, copia de aguardientes y otras bebidas espirituosas con que últimamente se anocheció lo racional. Acabóse la cena, y uno de los señores tarazanas con el vendaval de un regüeldo, apagó una de las luces. Otro disparó mucha artillería de estornudos occidentales; éste se levantó echando un borrón en cada paso. Queriendo formar una cabriola, yéndosele los pies a Esquivias a buscar la cabeza, se descostilla. Aquél prosigue en bailar; y tropezando en el atún de Torrente, le prensan la cara con la barriga. Uno canta un responso pasado por rosolí; otro hace relinchar un rabel; finalmente, toda la sala era una zahúrda de mamarrachos, un pastelón de cerdos y un archipiélago de vómitos.

Con tanta viveza se trasladó a mi fantasía la copia de tan ridículo país, que también me emborraché de risa al ver tanto atún nadando en piélagos de vino. Se me acaloró el celebro con la aprehensión del tufo y de las carcajadas; y fuese la dilatación de los movimientos, que me despertaron un penoso dolor en las carrilleras y costillares, o que ya subía menos poderosa la virtud de los vapores a los órganos en donde se forman estos presumidos bultos, o la criada que entró al mismo tiempo, yo desperté, y jamás con mayor pesadumbre. Más triste que canónigo rico al son de las canales de marzo quedé después de haber cobrado mis potencias. No suspensión, gloria del alma son los sueños que enseñan y entretienen. Mucho sentí haber perdido los razonamientos del grave difunto; pues en el letargo lograba sus discursos, y ya recordado, sólo me acompaña la escasa luz de mis talentos.

Mucho me entristeció no haber acabado de enseñar en la misma modorra lo más interior de la Corte al aparecido Quevedo. Consuélame saber que yo duermo a menudo; y es muy posible que vuelva a soñar y que sea con el mismo, y para entonces estará más instruido para no detenerlo tanto. Por fin, el último alivio de esta pena lo templaré contando mi sueño, que es el que habéis leído o habéis oído leer. Y entre burlas de delirante o veras de despierto, sabed que hablo con los viciosos, tacaños, insolentes, embusteros y ruines. Los buenos se harán malos si timan para sí algo de esto. Los malos serán buenos si, corridos de que se saben sus culpas, acuden con la enmienda a sus costumbres. Cada uno tome lo que le toca, y a mí repártanme lo que quisieren, que ya espero yo será mucho y malo. Pero como en mi voluntad vive siempre la elección, cogeré lo que me parezca, y no lo que me arrempujaren. Y así, adiós, amigos, hasta otro sueño.

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