José María
Salaverría

El muñeco de trapo

Un drama en el restaurante

El muñeco de trapo

       En su gran cama de bronce, junto a su marido, y bajo la seña de un crucifijo colgado con cierta ostentación lujosa en la pared, Rosa se quedó dormida. Todo dormía en la casa. No; alguien estaba sin dormir. El muñeco de trapo.

        Precisamente la luna había conseguido espantar los nubarrones de la pesada tormenta y se insinuaba a través de una rendija del balcón, iluminando al muñeco. Toda la luz de la noche le daba en la cara. Era un muñeco grande, vestido con un traje de seda azul, sentado en el diván de terciopelo rojo. El rostro, de una blancura de payaso, recibía la luz de la luna con una delectación

voluptuosa, y sus ojos se animaban como en un insomnio locuaz.

       En efecto, no pudo contenerse. Rosa le vio sonreír de una manera cínica que espantaba, e inmediatamente comenzó la temeraria revelación. ¡Lo temía! ¡Lo estaba aguardando! Por la tarde, en los peores momentos de aquella tarde de curiosidad en que Manolo se llevó, por fin, la mejor parte, Rosa miró varias veces al muñeco, sentado también entonces, como ahora, en el diván de terciopelo rojo. Le miró hasta en el momento crítico, o sea en el instante del pecado, y aquella mirada espectadora de la cara como de yeso le pareció insufrible. ¿Por qué no lo volvió entonces de espaldas al odioso muñeco? ¿Por qué no insistió para que Manolo lo arrojase al fondo del armario?

       _Mira ese muñeco... ¿No quieres quitarlo de ahí? ...

       _¡Pero qué cosas tienes! ¿Te figuras que lo va a contar a tus amigas. ...     

       Pues sí; el muñeco lo había presenciado todo y ahora disponíase a contarlo. Antes de que la revelación adelantase cuatro palabras, Rosa se acurrucó en el seno de su marido, gritando:  

       _¡No le creas! ¡Todo lo ha inventado él!...

       _Tú eres la que sabe fingir; yo, no. Yo no miento. Yo me limito a delatar el estúpido pecado de esta tarde. Y lo delato por estúpido, no por pecado. ¿Qué derecho tenía Manolo a tu amor? ¿Es suficiente motivo su cualidad de campeón de tenis, sus treinta años, su cuerpo fornido y guapo y su intimidad desde el colegio con tu marido? Manolo es un imbécil. Le he visto actuar esta tarde en ese trance emocionado en que los hombres adquieren algo de irresistible, y no puedo contener mi indignación. Es un imbécil desde la cabeza hasta los pies. Le he visto iniciar la primera acometida; le he visto marcharse después como el tipo vulgar que ha satisfecho sin mucho costo sus necesidades... ¡Es un bruto y un cursi! En fin, llevaba una camiseta a rayas de esas que los oficinistas que presumen de elegantes compran a ocho duros la media docena.

       Rosa intentó taparse los oídos. En vano: la voz del muñeco sonaba penetrante y aguda como un silbido articulado. Después, abrazándose a su esposo, gritó entre sollozos:

       _¡No le creas! ¡No le creas!...

       El muñeco siguió imperturbable:

       _La verdad es la verdad. Yo lo he visto todo y no me callaré. Esa hora de la tarde me sería imposible perdonarla, porque he sufrido demasiado. Pena por tu marido; vergüenza por ti; humillación por mi ridícula postura de testigo que tiene que aguantar en silencio las maniobras de un imbécil. ¿Por qué le has preferido a él para esa curiosidad que te cosquilleaba desde el primer aniversario de tu boda? Si querías conocer el picante secreto del amor de otro, ahí tenías a Roque, a Ramón, a Ortiz; cualquiera de ésos valía la pena. Pero Manolo es un grosero. Recuerda que se marchó sin besarte. ¡Y aquellas ligas espantosas con que se sujetaba aquellos calcetines de un verde abrumador! ...

       La cara blanca del muñeco reía, reía, pero con una mueca torcida de implacable venganza.

       _¡Oh! ¡Basta! ¡Por piedad, no sigas!...

       Y al claror de la luna filtrándose por el quicio de la ventana, el muñeco, sentado en el diván de terciopelo rojo, reía sin piedad y contestaba a los gritos de Rosa:

       _Manolo es un majadero. Manolo es un egoísta y un bruto. Manolo es un cursi...

       En aquel momento, loca de espanto, Rosa recordó el gran fracaso de su alma cuando vio a Manolo, en efecto, abalanzarse sobre ella con aquella camiseta a rayas y con aquel gesto de hombre que no es más que eso: campeón de tenis...

       Un gran remordimiento la poseyó toda. Y se abrazó a su marido llorando.

       _¡Sólo a ti te quiero yo, Paco mío! ¡Quiéreme, Paco de mi alma! ¡Tú sólo eres digno de que te quiera una mujer. Paco de mi vida.

       El marido, en tanto, se vio en la necesidad de abandonar su sueño. Y al encontrarse en el centro apasionado de aquella súbita explosión amorosa, pensó, hombre al fin, que no era prudente desperdiciar las buenas ocasiones. Las lágrimas, de Rosa humedecieron sus mejillas. ¡ Es tan dulce amarse en la

tibieza tierna y primaveral de unas lágrimas de mujer!...

       Después, bruscamente, y sin atreverse a mirar al diván de terciopelo rojo:

       _Paco: ese muñeco... _dijo Rosa.

       _¿Qué tiene ese muñeco?

       _¡Rómpelo!¡Tíralo a la calle!

       _Pero, mujer...,¿por qué le has cogido esa rabia al pobre muñeco? ¡Si te gustaba tanto!...

       _¡Rómpelo! ¡Tíralo a la calle, Paco!

       El marido saltó de la cama, apresó al muñeco, abrió la ventana _llovía una lluvia menuda y espesa_ Y lo arrojó a la calle.

       El muñeco cayó sobre el fango, derrengado y con las piernas en espiral. y en seguida, ¡pero qué pronto!, se consumó lo inevitable. Pasaba un perro vagabundo; husmeó el bulto por si era alguna piltrafa comestible; conoció el fracaso de su pesquisa, e incontinenti alzó la pata. La risa entre mordaz y dolorosa del muñeco de trapo quedó anegada en orines.

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 RELATOS DE INFIDELIDADES AMOROSAS

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UN DRAMA EN EL RESTAURANTE

  El duque de Palinovsky tuvo tiempo de recorrer toda la escala dramática que por su estirpe le correspondía, antes de llegar demasiado cerca de la vejez. Ahora tenía cuarenta y tres años, y estaba más pobre que una rata. Pero en su juventud había sido rico, de la manera espléndida que se usaba en la dichosa época de los zares, y no solamente rico, sino gallardo, alegre, rumboso, amigo de las fiestas, gran jugador y buen discípulo de Don Juan. En fin, era uno de los duques que en la corte de San Petersburgo sabían cumplir más dignamente con las obligaciones que impone un insigne nacimiento.

La familia imperial le distinguía con su estimación, y él, por su parte, procuraba hacerse merecedor de tan alta estima. Era coronel de la guardia de a caballo, y todos convenían en que, en efecto, resultaba un espectáculo insuperable el verle cruzar por la explanada al frente de su escuadrón. Un espectáculo magnífico de virilidad y nobleza que las mujeres, mejor que nadie, sabían comprender en todo su mérito. Por lo mismo no produjo ninguna sorpresa aquel casamiento repentino que le aportó al duque, además de una esposa joven y bella, una de las fortunas más grandes de Rusia.

    La revolución sorprendió al duque de Palinovsky en la grata faena de ir derrochando la enorme fortuna de su mujer, puesto que de la suya propia, bastante considerable, ya no había nada que contar, como no fueran joviales recuerdos de tempestuosas orgías solteriles. Además, la revolución le sorprendió con una suerte de teorías tan estupefacientes como ésta: que él, duque de Palinovsky y coronel de la guardia del zar, tenía precisión de escapar como pudiera si no quería morir asesinado como un perro en la calle, en una plaza o en el fondo de un calabozo.

   Entonces fue cuando el duque de Palinovsky recorrió el segundo tramo de la escala dramática que por su estirpe le correspondía. Anduvo algún tiempo entre Niza y Montecarlo, en la sociedad de los emigrados rusos, y cooperó como cualquier otro a la inútil tarea de organizar una contrarrevolución imposible. Las alhajas, vendidas de mala manera, se agotaron, claro es, muy pronto, y no tardó también en agotarse el recurso de los préstamos a cuenta. ¿A cuenta de qué? El duque de Palinovsky vio asombrado, por la primera vez en su vida, que su calidad de personaje principalísimo en la poderosa Rusia no le servía ni para tomar en préstamo un billete de cinco francos. Bajó más todavía. Pidió unas monedas para comer ... , y un día se encontró con la siguiente oferta, que su destino le brindaba: o robar o morirse de hambre. Fue entonces cuando el duque de Palinovsky aceptó una plaza de camarero que un amigo le ofrecía.

    La Taverne Russe era un restaurante nuevo de la calle de Richelieu, próximo al bulevar, y su clientela, no obstante el título algo presuntuoso, se nutría principalmente de una sólida masa burguesa. Era lo que deseaba el dueño. El dueño aceptó complacido aquel camarero aristocrático, elegante y "auténtico príncipe ruso" que se le ofrecía, y confiaba en poderlo utilizar como reclamo de gran fuerza para su flamante establecimiento. Por lo pronto, le hizo vestir el frac reglamentario, le puso una servilleta al brazo y le señaló, un poco al fondo de la sala, las cuatro mesas que le correspondían.

   El duque de Palinovsky vio avanzar a un señor grueso, bajo de estatura y encarnado de rostro, el cual escogió la mesa más cómoda y aparte, como quien viene a comer de veras ya su gusto. Estreno ... El duque salió a su encuentro con toda su magnífica estatura desplegada, con su semblante de una integral nobleza y aquel aire de rara elegancia que tanto hizo soñar a las mujeres de la corte de San Petersburgo y que ahora mismo conseguía dignificar el torpe frac de munición que acababan de entregarle en la cocina.

  El parroquiano le miró un buen momento con una vaga muestra de asombro, como un animal de casta inferior, un perro guarda ganado, por ejemplo, podría mirar a un ejemplar de casta selecta. El parroquiano pertenecía absolutamente a la especie de los hombres que desde los bajos rincones de la necesidad, de la brutalidad, han pegado un brinco gimnástico hasta la riqueza. Era un rico de arriba abajo. Seguramente un nuevo rico. Todo él rezumaba egoísmo, sensualidad y glotonería. Y envidia. En la mira a lenta que dirigió al camarero pudo leerse claramente el rencor del hombre que ha comprendido que allí los puestos estaban equivocados; que el camarero había nacido para que le sirvieran personas precisamente como él, como el grueso y colorado burgués que se colgaba al cuello la servilleta para comer más a gusto.

  Por su parte, el camarero adivinó que el cliente, con la rapidez con que estas cosas se realizan, le había cobrado odio. Desde luego, la apuntación de la lista de platos fue una operación fatigosa, llena de rectificaciones, reticencias y gestos impertinentes. La elección del vino no costó menos trabajo. Una docena de ostras de Marennes, medio pollo asado, pastel de fresas, queso; burdeos blanco para empezar y borgoña tinto para el asado ..

  _Y pronto, ¿eh? Porque no estoy para perder el tiempo.

  El duque de Palinovsky, por una ironía de su desastrado destino, se puso a pensar nada menos que en la cena verdaderamente monumental que le ofrendaron sus camaradas la víspera de su casamiento. Aquella cena alcanzó proporciones que resultaron excepcionales hasta en el San Petersburgo de los buenos tiempos. ¿Por qué acordarse de semejante gloriosa orgía en momentos tan apurados?

  El caso es que el duque, captado por la distracción y con el alma lejos de allí, puso, sin fijarse en lo que hacía, la botella de vino blanco delante de su cliente. La botella sin descorchar. Con una sonrisa oblicua, el parroquiano exclamó:

 _ Bien, ya está. Me ha traído usted la botella. Y ahora ¿quiere usted decirme, sin duda, que tengo que descorcharla yo?

   _Perdón, señor. ..

   El burgués colorado te dijo:

   _¿Es usted nuevo en el oficio?

   _Tal vez ...

 De miedo de precipitarse, el duque de Palinovsky giró en redondo y se dirigió en busca del plato de ostras. Pero no le valía. No bastaba que él se propusiera ser circunspecto y desdeñoso. El parroquiano le esperaba con los ojillos aviesos y el aire de quien desea aclarar cuanto antes la realidad de las respectivas posiciones. Esto es, que el señor al que había que servir era él, el hombre rico que estaba allí sentado, y que el otro, el de la majestuosa figura, no era más que un pobre camarero.

  Tomó el plato de ostras con las dos manos, las miró, las olió y, dejándolas, arrojándolas más bien sobre la mesa, dijo:

  _ Yo he pedido ostras de Marennes. Estas son portuguesas.

   _Le aseguro, señor ...

   _¡Vaya usted en seguida y tráigame una docena de ostras de Marennes!

 Cuando el camarero expuso su conflicto, el jefe de cocina, que andaba en aquel momento ocupadísimo, borbotó como un energúmeno:

 _¡Dígale usted a ese cliente que no sea idiota! Estas ostras son de Marennes por todo lo que resta de día; así está convenido. Conque ya lo sabe usted.

  _Pero ¿qué hago? ..

  _¿Qué hace usted? Ponerlas en otro plato, añadirles unos nuevos trozos de limón y contarle a ese imbécil cualquier historia. Mentir. ¿No sabe usted su oficio?

 ¡Mentir! El duque de Palinovsky había mentido a lo largo de la vida tantas veces, por lo menos, como los demás individuos de su clase. Se miente a la amada, y hay en esta mentira como un acto de piedad. Se miente al usurero. Se simula un estado febril cuando el general le pide a uno cuenta de la guardia que no ha sido cumplida. Pero mentir a un miserable, y mentirle para que nos perdone ...

 El parroquiano volvió a tomar el plato con ambas manos, las miró atentamente, las olió como antes, y declaró, con un acento de voz que cortaba:

 _Perfectamente. Son las mismas ostras que me había usted presentado hace un instante.

   _Le aseguro, señor. ..

   _No asegure usted nada. Yo entiendo de estas cosas  bastante más que usted. ¡Son las mismas ostras de antes! Ahora bien; como, por lo visto, no hay en el establecímiento ostras de Marennes, tendré que resignarme a tomar éstas, aunque sean portuguesas.

   _Permítame que insista, señor. ..

   El parroquiano no le dejó continuar. Se había sorbido ya, con indudable destreza, la primera ostra, y dijo sencillamente, con la boca llena del fruto mucilaginoso:

    _Para decir mentiras, querido amigo, hace falta un poco más de talento que el que demuestra usted.

 El duque de Palinovsky recibió el ultraje como en cierta ocasión, siendo muy joven, recibió en una escaramuza de la guerra japonesa un golpe de metralla en pleno cráneo. Ahora también, como entonces, quedó inmóvil, aturdido, con una nube extraña sobre los ojos y una fría palidez que parecía absorberle toda la sangre de la cara. Se retiró unos pasos de la mesa y permaneció quieto, como ensimismado. Poco a poco, desvanecido el aturdimiento, volvieron a su mente las ideas, pero con una velocidad y una lucidez extraordinarias. Se puso a mirar al grueso parroquiano que estaba saciando su codicia de ostras, y observó con asombro que el cerebro del burgués se le aparecía como si en realidad estuviese construido de una materia transparente. Al mismo tiempo se veía su propio cerebro, tan trasparente y accesible como estaba viendo al otro. Y vio que en las dos mentes no existía en aquel instante ninguna idea que no fuese común. Cada uno de los dos hombres no pensaba más que en el otro. Para aborrecerse. El duque leía claramente el odio en el alma del grueso burgués que estaba engulléndose las ostras, y veía agrandarse ese odio, hacerse macizo y duro, y astuto, y refinado. Un odio inteligente y de un gran poder vengativo. ¿Por qué? Después de todo, por nada. Así habría pensado la generalidad de la gente. Pero el motivo era mucho más grave que todo eso.

  El caso es que aquel hombre rico, aquel hombre que hubo de empezar de mozo de cochera, o cosa semejante, para ascender al puesto de millonario, por primera vez en su vida se encontraba, pero de qué modo tan integral, enfrente de la cuestión difícil. Resultaba, pues, que el dinero no pronunciaba la última palabra en la vida. Poder, mando, dominio, sensualidades: esto lo daba el dinero, y, sin embargo, no lo daba todo.

 Había otras cosas más contra las cuales el dinero era impotente. Aquel hombre rico sintió alguna otra vez la impotencia del dinero, corno cuando asistía a una conferencia filosófica, a una exposición privada de pintura moderna, o algo, en suma, que se refiriese a la inteligencia. Y ahora se encontraba con esta nueva limitación. La aristocracia. La nobleza. La casta. La distinción íntima y formal, absoluta, recóndita, inexorable, que hacía que en aquel momento pareciera que el camarero estuviese representando el papel de príncipe que accede a servir la comida a un mendigo en el día de contrición del Jueves Santo. En efecto, esta idea insidiosa pasó corno un relámpago por la mente del grueso burgués, al mismo tiempo que el duque de Palinovsky recordaba que su padre, en el día de Jueves Santo, le obligaba, efectivamente, a lavar los pies' y servir la comida a uno de los innumerables siervos de su casa.

  Las doce ostras completas, una por una, estaban ya en el vientre poderoso del parroquiano. Se limpió parsimoniosamente la boca con la servilleta, bebió un vaso cumplido de vino y señaló el plato con un gesto grosero.

    _Llévese esto.

    Sacó del bolsillo un pañuelo de seda y lo dejó caer. o hizo el menor ademán de querer levantarlo. Miró, al contrario, al camarero, como si le recordase su obligación y le dijese: ¡Humíllate! ¡Agáchate hasta el suelo!

  El duque encorvó su majestuosa estatura y recogió el pañuelo. Al entregarlo, las miradas de los dos hombres, próximas, casi tocándose en un cuerpo a cuerpo, se cru­zaron hasta rechinar, no como espadas, sino como dos cuchillos.

    _ Y ahora tráigame a escape ese medio pollo.

  Y añadió cuando el camarero se alejaba hacia la cocina:

  _ Pero que no le pase lo mismo que a las ostras. Que no sea un pollo portugués ...

  Todo adquiría ya el carácter de lo inevitable. Hubiera sido igual que el pollo, en lugar de venir frío a la mesa, hubiese llegado humeante. Allí sólo se trataba de apurar el placer insensato de producir vilipendio, de descargar el odio turbio desde la impunidad de aquella silla en la que triunfaba el gordo millonario. La decisión fue repentina y en cierto modo inspirada. No bien puso el camarero el medio pollo sobre el mantel, tanteándolo primero con un dedo, el parroquiano dijo:

    _Este es un pollo frío. Yo lo he pedido caliente.

    _ ¿Caliente, señor? ..

  Ante la abrumada perplejidad del camarero, y para suprimir cualquier esperanza de capitulación, el parroquiano agregó con energía:

  _Sí, caliente. Quiero un medio pollo caliente. Retire usted eso ...

  De nuevo se encontró el duque en la cocina con la facha bramadora del jefe, que en aquel preciso instante estaba más cargado de trabajo y con peor humor que nunca.

  _¿Otra vez? _borbotó el energúmeno_. ¿Todavía no ha terminado usted con ese idiota? ¿Para qué quiere comer el pollo caliente semejante avestruz? ... Bueno, ¿qué aguarda usted? ¿Quiere usted ser camarero con esa traza de atontado? ... Meta usted el pollo en agua hirviendo y ¡duro con él! ¡Hágaselo tragar a ese imbécil!

  También esta vez, mientras el duque de Palinovsky volvía de la cocina con el medio pollo asado, tuvo un acceso de recuerdos juveniles, de cuando la felicidad abrillantaba su vida victoriosa.

  Se acordó del tiempo de estudiante en la Escuela Militar, y cómo en la ceremonia de final de curso, en presencia del zar, los nobles cadetes, al recibirse de oficiales, juraban con la mano en la espada portarse siempre con honor, aunque les amenazara la muerte.

  El cuerpo inclinado con irreprimible elegancia, tendido el brazo con suavidad, el duque depositó sobre la mesa el medio pollo caliente. Empezaba a sentir en las sienes una viva pulsación que, al comprobarla, aumentó sus sospechas. Aquello adquiría todo el carácter de lo irreparable. Su ira contra el parroquiano, por ejemplo, pasaba al rango de un furor monstruoso e invencible. ¿Por qué no se decidía a machacarle la cara a puntapies?

 _¿Qué me trae usted aquí? ¿El mismo pollo de antes?

   _Atiéndame, señor ...

   _¿Por qué tengo que atenderle? ¡Esto es una porquería! ¿En qué barreño de agua sucia ha recalentado usted eso?

 Y desde entonces todo sucedió precipitada y lógicamente, como obedeciendo a un impulso bien meditado y bien ordenado de la fatalidad.

   _Señor, le aseguro que este pollo ...

 El gordo parroquiano no le permitió seguir. Estaba radiante de triunfo y más encarnado y orondo que al principio. Más chato, más repugnante. Con una ferocidad burlona en los ojillos vivaces. Por fin se decidía a arrojar el ultraje definitivo:

 _¡Amigo mío, lo que me está usted contando es una perfecta mentira!

 El duque de Palinovsky sintió otra vez la impresión que recibiera en el cráneo al recibir el casco de metralla en la guerra contra los japoneses. Pero ahora la reacción fue rápida. La misma nube cayó sobre sus ojos: sólo que ahora la nube tenía el color de la sangre. Sobre el plato yacía un largo y puntiagudo cuchillo de trinchar. Lo empuñó rápidamente y se fue sobre el millonario. Alzó el arma ...

 Antes de que el brazo cayera en el impulso homicida, el duque de Palinovsky pudo contemplar todo el infinito horror de aquel rostro condenado a muerte. Era la propia imagen del espanto. Era un gran gesto despavorido del hombre que se ha dado cuenta del instante trágico, y que comprende toda la superioridad hasta en la tragedia del enemigo que puede (que "puede") asesinarle. Y era la miseria vil, nauseabunda, del cobarde que teme la muerte y que suplica piedad. Que pide piedad al mismo enemigo al que cuatro segundos antes escarnecía.

  Hay movimientos que nadie en este mundo podrá jamás esclarecer; se hunden como misterios infinitos en el fondo de la interrogación cósmica. Así sucedió entonces. ¿Fue la ira que se transforma en asco? ¿La violencia valerosa que tropieza con un sapo y siente, en el fracaso, deshacerse todo en una desesperada fatiga? Lo cierto fue que el cuchillo, apuntado sobre la garganta del gordo burgués, quedó paralizado en el aire un segundo, menos acaso de un segundo, para caer seguidamente sobre el pecho del propio duque... 

  Y el duque de Palinovsky, alto como un hermoso gigante, se desplomó en el suelo, muerto.

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