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Rosa Chacel

POEMAS

Mariposa nocturna

Ausencia

Antinoo

A María Zambrano

Mi ventana

A Paz González

Cuentecitas de colores

RELATO

Ofrenda a una virgen loca

 

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Mariposa nocturna

¿Quién podría abrazarte, diosa oscura,

quién osaría acariciar tu cuerpo

o respirar el aire de la noche

por entre el pelo pardo de tu cara?...

¡Ah!, ¿quién te enlazaría cuando pasas

sobre la frente como un soplo y zumba

la estancia sacudida por tu vuelo

y quién podría ¡sin morir! sentirte

temblar sobre los labios detenida

o reír en la sombra, descubierto,

cuando tu manto azota las paredes?...

¿Por qué venir a la mansión del hombre

si no se es de su carne ni se tiene

voz ni se puede comprender los muros?

¿Por qué traer la ciega noche extensa

que no cabe en el cáliz de los límites?...

Desde el tácito aliento de la sombra

que la floresta tiende en las vertientes

_quebrada roca, imprevisible musgo_,

desde troncos o lazos de lianas,

desde la voz lasciva del silencio

vienen los ojos de tus alas lentas

Da la datura su canción nocturna

que trasciende al compás que va la hiedra

ascendiendo hacia el talle de los árboles

cuando el crótalo arrastra sus anillos

y leves voces laten en gargantas

entre el cieno que nutre al lirio blanco

mirado por la noche intensamente...

Sobre montes velludos, sobre playas

donde las olas blancas se deshojan

la soledad tendida está a tu vuelo...

¿Por qué traes a la alcoba,

a la ventana abierta, confiada, el terror?...

 

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Ausencia

Cuarenta metros cúbicos de soledad, el cuarto.

El abrigo de la percha, ahorcado,

el sombrero en la mesa, como un cráneo,

los zapatos,

uno delante de otro, echando el paso.

Y una escarpia negra posada en lo blanco.

 

 

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Antinoo

Tu nariz pensativa sostiene la balanza de tus hombros,

tan breve el balanceo quedaron en el fiel diestra y siniestra.

Dentro está el péndulo

dispuesto a señalar con su parada el perfecto equilibrio,

dispuesto a detenerse en el instante

en que comienza lo que no termina.

Tu nariz pensativa, meditativa y contempladora

de ti mismo,

de su último aliento se despide.

¡En él tu juventud, épico aroma!

 

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A María Zambrano

Una música oscura, temblorosa,
Cruzada de relámpagos y trinos,
De maléficos hálitos, divinos,
Del negro lirio y de la ebúrnea rosa.

Una página helada, que no osa
Copiar la faz de inconciliables sinos.
Un nudo de silencios vespertinos.


Sé que se llamó amor. No he olvidado,
Tampoco, que seráficas legiones,
Hacen pasar las hojas de la historia.

Teje tu tela en el laurel dorado,
Mientras oyes zumbar los corazones,
Y bebe el néctar fiel de tu memoria

 

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MI VENTANA

El viento
bate espadas de hielo.

_No abriré la ventana_

El viento
decapita luceros.

_No abriré la ventana_

El viento
lleva lenguas de fuego.

_No abriré la ventana_

En telegramas de sombra
que van llevando los vientos
se lee ya la Gran Noticia
que conmueve al Universo...

_Yo no abriré mi ventana

 

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A PAZ GONZALEZ

En un corsé de cálidas entrañas

duerme una estrella, pasionaria o rosa,

y allí la casta Ester, la misteriosa

Cleopatra y otras cien reinas extrañas

con fieros gestos e indecibles mañas

anidan entre hierba rumorosa.

Allí hierve el rubí que no reposa,

pulsan sus arpas mélicas arañas.

Allí en el cáliz de la noche umbría

sus perlas vierte el ruiseñor oscuro.

Allí sestea el fiel león del día.

En su escondido sésamo seguro

custodia el grifo de la fantasía

de hirviente manantial el fuego puro.

 

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CUENTECITAS DE COLORES

Enmarcar cuentecitas de colores

_viejos indios_ partir basalto y claros

mármoles, de dureza y tono raros,

trazar rostros y emblemáticas flores,

tapices a los pasos triunfadores:

¡Roma, bajo la lava, osó guardaros!...

También granos minúsculos, bordaros

supieron damas: petit point... ¡Terrores!

Reunir las lentejas rutilantes

de la lengua más prístina y sencilla

en catorceavo batallón, completo:

vocablos netos, guías coruscantes

_cual dechado escolar de crucetilla,

don de amistad_ llamémosle soneto.

 

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Ofrenda a una virgen loca

 

Yo generalmente, voy por la calle cargado de cosas, diálogos interrumpidos, de respuestas torpes por mi parte, malignas por la parte contraria o viceversa. Sí, a veces también llega a pesarme mi malignidad ante la estupidez ajena y me planteo la cuestión: «Si hubiera sido un anciano o un inválido, ¿le habría pegado? No, sin ningún género de duda. Pero era un mentecato, un perfecto imbécil que acaso no tenía la culpa de ser perfectamente imbécil; y, sin pararme a pensar, me ensañé con él, le maltraté, le apaleé con conceptos difíciles que, en cierto modo, le honraban porque se los arrojaba como si pudiera asimilarlos; así, mis insultos eran una especie de súplica o de provocación a la inteligencia emboscada que le suponía. Pero inútil; la inteligencia no daba la cara: dejaba ­allí, delante de mí, al pobre mentecato inerme y yo  seguía apaleándole».

¡Ah!, situaciones como ésta me pesan a veces sobre los hombros durante horas, durante días y noches, y voy la calle buscando la justificación o la rectificación y no la encuentro. Y abandonar la idea, salir de la obsesión, me es imposible ... Hasta que de pronto, sin saber cómo, me encuentro en otro lugar. Otra cosa enteramente diferente ha expulsado a aquélla, la ha comprimido y echado al fondo y ahora es la otra cosa la que priva. Es tal obra literaria o científica que, o bien está ahí, impuesta, cuando no debería estarlo, porque sobran razones para que no lo esté y esas razones me abruman, pugnan por estallar de mi cabeza en medio de la calle, o bien es la obra o el acto que no está patente aún y que sería necesario que lo estuviese, porque todos, todos los que pasan lo necesitan lo piden, con ese aire de gentes perdidas que tienen muchos, y otros con esa tonta confianza de gentes seguras. Y su inseguridad y su indecisión y su extravío, son como un rumor confuso, que es vano tratar de entender: tan vano como si al oír el rumor del mar se preguntase uno: ¿qué dice?... Pero, sin embargo, la respuesta a ese rumor me hierve en la mente, me golpea en las venas. Claro que no se me ocurre jamás armar una tribuna y ponerme a perorar en medio de la calle; eso no sirve para nada. La respuesta es algo como mi vida, como toda vida y, naturalmente, querría que fuese muy larga, pero querría también verla, tenerla, darla toda de golpe, en un momento. Porque una vida, si es una respuesta, es al que se da.

¡Oh!, no pretendo adoptar el tono de un benefactor del género humano. No, no, no. Si tengo que definirme diré más bien que soy un antropófago, que salgo a la calle como el lobo baja al llano, se acerca al poblado, acecha silencio, en tensión, leve y ágil, dispuesto a devorar todo lo que encuentre.

Y, entonces, ¿lo de dar? …podrían decirme. Pues es lo mismo; a veces no están claros los límites entre el dar y el tomar. No, no están claros, porque si maquinalmente meto la mano en el bolsillo y doy un peso a un pobre, el acto es intrascendente, no tiene gran importancia ni para él ni para mí. Pero si, como ya me ha sucedido, meto la mano en el bolsillo y no encuentro el peso que esperaba encontrar, sino un billete mayor, de cinco, de diez, tal vez de cincuenta pesos y, con una rápida reflexión, veo que es mucho más de lo que pensaba dar, más de lo que en realidad puedo, pero simultáneamente veo que mi movimiento ha sido visto y que si mi mano sale del bolsillo vacía, causaré una decepción, y una decepción es algo grosero, semejante a una erosión o una fractura ... Bueno, eso en el caso de que considere mi acto como pasivo; mi grosería, entonces, sería como la de una piedra que roza o en la que alguien tropieza. Pero si lo considero como activo, entonces es ya francamente un hurto, porque no solamente no he dado, sino que he quitado una pequeña esperanza. (La esperanza más pequeña es como un árbol; un árbol que brota con la rapidez de una llama. Se acerca el fósforo encendido al alcohol y ¡paf!, la llama brota, irisada. La esperanza es igualmente rápida, pero no es difusa ni amorfa; es como un árbol, con raíces, tronco, ramas, hojas, flores y frutos. Todo eso puede brotar de golpe.) Y como he visto todo esto antes de sacar la mano del bolsillo, la saco con el billete y lo pongo rápidamente en la mano que aguarda. Entonces, en vez de sentir que dejo caer algo de mi mano, siento que me cae en ella un corazón aturullado, en el que la confusión y la sorpresa irradian rápidas palpitaciones.

Un ser humano sorprendido es algo tan frágil como un ratón o cualquier bestezuela que uno atrapa; y yo tengo, por naturaleza, instintos de abalanzarme sobre otra vida y aprisionarla entre mis manos, y ver el espanto de sus ojos y su debatirse, inútil, porque la retengo suavemente pero no la dejo escapar mientras yo no quiero, y luego la suelto poco a poco, para que crea que se escapó gracias a su esfuerzo, y entonces sale huyendo, como si hubiese sido aherrojada, cuando no ha sido más que acariciada.

Bueno, todo esto pasa con la bestezuela urbana, de la que podemos sentimos cazadores con tan poco riesgo. Un billete de diez o de cincuenta pesos puede, por un momento, hacemos dueños de su sobresalto, de su alegría también. Pero es que esa alegría suya es tan turbadora como  el terror; está llena de sospecha: «¿Habrá sido equivocación?, ¿irá a haber enmienda?». El primer impulso es salir huyendo. Y cuando es el cazador el que huye, se quedan sin saber... y el cazador se va contento y se pierde en la selva de la ciudad donde él, a su vez, es una minúscula bestezuela, que otros, con armas un poco más potentes, pueden hacer temblar, huir, latir de esperanza.

Cargado con todas estas cosas anda uno por la calle, pues supongo que esto no sólo a mí me pasa. Pero eso sí, a mí me pasa en proporciones descomunales. No siempre, aunque, más o menos, siempre. Hay días en que la carga parece estar en la atmósfera, la tensión crece por momentos y de pronto creo sentir que voy corriendo a todo correr entre la multitud, atropellando a la gente, o, por el contrario, me parece que no puedo avanzar, que estoy cercado por una muchedumbre espesa, las dos cosas son ilusorias y no permanezco más de unos segun­dos en el engaño. Miro a mi alrededor, veo que todo normal y sigo. Otras veces la carga, la tensión que hay en el aire, es fascinadora; siento que estoy ante algo hermosísimo y ese algo no es más que una esquina que, al doblarla, como quien pasa la hoja de un libro, me ha puesto ante los ojos una página magnífica, una calle en penumbra bajo el túnel de las tipas o el derribo de una casa, con alcobas rosadas, molduras, chimeneas... Uno de esos días fue cuando la encontré.

Hace muy poco tiempo que ocurrió, no recuerdo la fecha exacta, pero sí la hora y el lugar. Fue en esta primavera, una mañana, serían ya pasadas las once, muy cerca del mediodía. Momento atroz: la gente, a esa hora, está cansada del trabajo o del callejeo. El hambre les hace a todos muy sensibles y al mismo tiempo muy indiferentes, es decir, que cualquier cosa que pase en la calle les impresiona, pero también les irrita, porque van deprisa hacia casa y no tienen ganas de detenerse; entonces, como no pueden dejar de ver, desacreditan lo que ven, lo toman por cosa irreal o frívola y siguen.

Bueno; esto, en cuanto a la hora, y resulta que en cuanto al lugar, podría decir lo mismo; elevado a la máxima potencia; porque el lugar era la Avenida Entre Ríos, al 800. Era la avenida adonde afluía lo más activo, lo más afanado de la ciudad y yo iba hacia la Plaza del Congreso, por la acera de la izquierda. Iba, como siempre, mirándolo todo, toda cosa o persona, con el temor de que algo se me escapase; como siempre, cuando, de pronto, veo venir hacia mí a una mujer modesta, de mediana estatura. Tendría seguramente unos cincuenta años; no sabría definir su clase social, origen ni profesión: era rubia, de tipo europeo y más que modesta, pobre, aunque muy cuidada, afectada casi, con un atavío que, sin ser extravagante, era un puro error. Me fijé sólo en que llevaba calcetines de lana verde sobre las medias, y ya no hacía frío como para eso. Tal vez fuera ese detalle lo que me hizo observada, pero no, no la observé en un principio, la miré simplemente; venía hacia mí, de frente, y la miré. Ella no se dio cuenta, siguió avanzando y cuando ya estaba a unos cuatro o cinco metros se detuvo, apenas un segundo; se quedó como suspensa al echar el paso y al mismo tiempo hizo con la mano un ademán como para llamar a un taxi.

¿Es esto raro? No; ese ademán se lo he visto hacer mil veces a otras mujeres, pero en ésta me sobrecogió.

Desvié mi dirección ligeramente, como si fuese a mirar una vitrina, para dejarla pasar, y pasó sin mirarme. A los pocos pasos, tal como yo lo esperaba, repitió su ademán. Entonces vi que aquel gesto no iba dirigido hacia ningún taxi, hacia ningún objeto o persona real. Vi también que el ademán podía ser el de detener un vehículo, pero también podía ser el de decir adiós o llamar a alguien desde muy lejos, y entonces noté que no era un simple movimiento de la mano. Toda la figura, al detenerse en aquella breve parada, se transformaba, dejaba de ser la modesta pasajera de la Avenida Entre Ríos, era de pronto otras mil cosas y sobre todas ellas, una: era ligera y juvenil, elegante, cosmopolita, mundana...

Cuando me desvié de la línea recta que me llevaba hacia ella, me paré ante el escaparate de una mercería que estaba lleno de botones; de arriba a abajo botones, tontamente alineados en pedazos de cartulina, y me pareció que se oscurecía el mundo, que se paralizaba la vida. Los botones, tan definitivos, cubrían todo el fondo del escaparate como un columbario. Todo me resultaba muerto e inmóvil después de haber visto aquel movimiento. Me volví a mirada por detrás y, cuando ella se detuvo instantáneamente, dejando el pie izquierdo casi en el aire, apenas apoyada en el suelo la punta del zapato _un zapato de tacón bajo, deportivo, sobre el que se redoblaba el calcetín verde_, cuando levantó la mano y en toda su persona, en su cintura y en su cuello brotó una súbita gallardía que, aunque detenía la marcha centuplicaba el movimiento _es decir, que, andando, caminaba: parada, volaba_, cuando toda esta transfiguración se inflamó por segunda vez ante mí, la radiante mañana de primavera que momentos antes llenaba la avenida se dilató hasta alcanzar horizontes alpinos, cielos de altamar.

La seguí. No repitió su ademán en toda la cuadra y al llegar a la esquina titubeó un momento y se dispuso a cruzar la avenida, pero no llegó más que al centro: allí, en el andén del tranvía se detuvo y nuevamente trazó en el aire su amplio saludo, o llamada, o despedida.

Me paré junto a un árbol, evitando el final de la cuadra para que no se me pusiesen delante los ómnibus. Saqué un cigarrillo y lo encendí lentamente, por aparentar que hacía algo, pero era innecesario el disimulo. ¿Me vería ella mirarla? No sé, tal vez estaba demasiado dentro de su mundo para percibir lo que quedaba fuera, tal vez me había admitido en él y seguía conmigo el juego. El caso es que permanecimos allí _¿horas?, ¿minutos?_, uno frente a otro, y fue como una larga vida juntos, como un viaje por todos los caminos de la tierra.

Al mismo tiempo, observé la sensatez de su conducta. Otras gentes también la miraban al pasar, pero no se detenían; generalmente hacían un gesto burlón y pasaban de largo. Yo percibía que, inmediato a su burla, brotaba en ellos una especie de rubor, como si hubiesen visto algo que no se debe mirar y apresuraban el paso para quedar pronto libres de su influjo.

Recordé, entonces, mi aversión a los mimos; recordé que pocos días antes algún devoto del arte escénico me había preguntado: «¿Viste al gran mimo X?» «No.» «¿Por qué?, ¿no te interesa?» «Sí, pero... No sé qué respuesta le di. De haberme decidido a responder sinceramente, habría tenido que decir: «Sí, pero ... me da miedo». Porque ésa era la verdad; el mimo nos lleva al mundo del deli­rio, excluye la palabra, que es el plano donde se sostienen los que dialogan, y se comunica con nosotros en el silencio de su ensueño; nos hace entrar en él y nadie me negará que es medroso entrar en el sueño de otro.

 

Bueno, esto es lo que ocurría aquel día en la Avenida Entre Ríos: los que pasaban huían de ella como de una vorágine peligrosa que podía arrastrar; y ella no quería absorberlos. De esto deduje su sensatez; no quería que irrumpiese en su ensueño nadie que estuviese despierto, duramente despierto, que pudiese caer en la fluidez de su silencio, como una piedra en un estanque. Para evitarlo, se situó en el andén, bajo la parada del tranvía, pero hacia el lado en que iba la circulación; no mirando a la que venía de frente. Así, los taxis no podían acudir a su llamada porque ésta se dibujaba en el aire a espaldas suyas: ella llamaba o saludaba a los que ya habían pasado.

Yo, parado enfrente, me dejé arrebatar. Yo, que me había negado a asistir a las representaciones del gran mimo X _el miedo aparte_, por repugnancia al delirio colectivo ... No, no era lo colectivo lo que me repugnaba _la orgía no me repugna_, era la sistematización del ensueño a un horario y un precio convenidos. Un delirio que se va a repetir, en sesión de tarde y de noche, duran­te varios días, eso no me atrae; en cambio, éste que transcurría en medio de la ciudad, que era su producto y su acusación... (porque hay que pensar bien lo que es la Avenida Entre Ríos a las doce menos minutos; hay que ver _afrontándola_ toda la ansiedad que va por ella, como una crecida; que va y que viene, porque en los dos sentidos van dos corrientes que se rozan sin mezclarse, sin enredarse, sin formar remolinos. Los anhelos, los deberes o los rencores las mantienen tensas en sus fines, al final, como en el telar los hilos, y el vaivén de la lanzadera a cada segundo va dejando fijo un punto de la trama, inamovible.) ¡Ella había quedado suelta!, era una falla en el tejido. Estaba parada en medio y llamaba o saludaba, pero no iba en ninguna de las dos corrientes.

Tal vez aquel movimiento correspondiese al instante en que se originó su extravío, al golpe de lanzadera en que perdió el compás. Sí, indudablemente, eso era; eso es, porque para ella ese momento no ha terminado, no tiene fin. Su diferencia con los otros está sólo en eso, porque el tejido de la ciudad es irregular: en algunos puntos, los hilos son tan débiles que parecen tazados, desgastados; en otros son firmes; en otros tienen de pronto, en urdimbre o trama _ser o tiempo_, un grumo desproporcionado, sobresaliente y eso le da al total cierta gracia, cierta ame­nidad. Ella era tan desmesurada que no había entrado por el peine, y la lanzadera pasaba una y otra vez sin apresarla, y ella seguía pendiente de aquella vez. Yo no podía dejarla sola. Parado enfrente, escuché su silencio con una atención tan intensa que abolía la distancia entre los dos y entonces pude ver claramente el universo que brotaba a su alrededor cada vez que lo conjuraba con la mano.

Ella no permanecía quieta como yo, parada en un punto: caminaba un poco a lo largo del andén y en el par de minutos que duraba su paseo no era nadie: era una mujer insignificante que daba unos pasos en el lugar donde se espera el tranvía; pero de pronto, alzaba la mano, detenía el pie que iba a echar, y todo se inflamaba... Pasaban los yachts, las velas blancas iban raudas hacia el horizonte, con el impulso de su adiós, o bien brotaba la estación con su gentío cosmopolita, los equipajes lujosos, diez valijas brillantes y coches que acudían a su llamada, también el Grand Hotel, que a su más leve ademán mandaba una legión de grooms a recibida... y ella, perfectamente joven, joven como la primavera misma, como las chicas de las réclames, las que anuncian las diversas cosas, modas, productos de la industria o la farmacia incluso, máquinas de escribir, teléfonos, avionetas; porque todo lo que brota en la ciudad debe ser anunciado por una muchacha a la moda, ligera, pasajera, que sepa detener el pie en ese momento del paso inestable; tan dinámica como la que acude a una cita con algo de retraso y ve desde lejos al que la espera y con un ademán le anticipa su llegada, le afirma que viene volando, impaciente. O, también, como la que se despide de los admiradores, y avanza rápida hacia el avión y se interrumpe en la marcha, con una parada última de adiós ...

Bien, todo esto y mucho más, viví con ella en el mundo de su delirio, pero luego volví a mi mundo de razón sin olvidarla. Ella fue quien se marchó primero, porque el tranvía tardaba en venir y la gente empezó a aglomerarse en el andén. Entonces, cuando sus paseos no pudieron seguir en línea recta, cruzó a la acera de enfrente y desapareció entre la multitud.

Yo seguí junto al árbol, tardé un rato en echar a andar y al fin me fui de allí, dialogando con ella. Aunque, dialogando no, porque ella no me contestaba. Yo seguí mi camino hacia la Plaza del Congreso y ella el suyo en dirección contraria, pero, mentalmente, yo la seguí con mi ofrenda imposible. Inútil exhortarla, ella no la podía recibir, porque la deseó tanto que se quemó en el anhelo. No se trataba aquí de provisión de aceite; su lámpara se fundió antes de que yo llegase porque yo era el que ella esperaba.

Lo supe en cuanto vi su primer ademán. Era un movimiento en el que no había nada estudiado, nada afectado: su espontaneidad parecía producida por algo que surgiese en aquel momento y ese algo se repetía a los pocos minutos, tal vez desde hace treinta años. Incansablemente, con la misma frescura y el mismo impulso, brotaba el gesto, la línea, la belleza que no había sido vista. Porque el que ella esperaba, yo u otro cualquiera que, como yo _un periodista, dueño del éxito, de la palabra pública que se difunde y va de un extremo al otro del mundo_, pudiese darle realidad, no había acudido a su llamada.

Ahora yo la veía y sigo viéndola. Con el mismo ritmo con que se repite en ella la onda de su obsesión, brota ante mí su imagen y quiero responderle, quiero acudir cargado de dones, darle más de lo que en toda su vida haya podido desear, pero ella no puede tomarlo.

No importa: yo lo pongo a sus pies. Mañana toda la ciudad podrá conocerla. ¿Su nombre? No tiene importancia: los que no la vieron aquel día la verán brotar de estas líneas, tal como ella quería ser vista: en ésos, su gloria será pura, y en los otros... Porque el dato verídico, tan seguro como un nombre y toda una filiación, es éste: ello ocurrió esta primavera, una mañana, cerca del mediodía, en la Avenida Entre Ríos, al 800. De modo que esos otros, los que la vieron, aquellos que pasaban de prisa con un gesto burlón, leerán estas líneas y dirán: «¡Está loco! ¿Habla de aquella mujer?...». Sí, de aquélla hablo. Me he propuesto llenar de su imagen las columnas de todos los diarios, filmar su historia, para que pueda prodigarse en la nocturnidad de las salas del mundo, pintarla en carteles que anuncien la primavera por todas las esquinas, para decir, precisamente a aquellos que la vieron: «Sois vosotros los que no la habéis visto ... ».

     A ella, no puedo decirle nada. Puedo proyectar mis palabras como un foco sobre su belleza, pero no puedo encender la lámpara de su mente. Puedo hacerla resplandecer de gloria, pero ella seguirá a oscuras.

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