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Ricardo Piglia

La loca y el relato del crimen

Las actas del juicio

Desagravio

La loca y el relato del crimen

   I

  Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
     Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. "Poder humillarla una vez", pensó. "Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse".
      En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aún bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. "Años que quiero levantar vuelo", pensó de pronto. "Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador". En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.
      _Che, vos _dijo.
      La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida.
      _¿Cómo te llamás? _dijo él.
      _¿Quién?
      _Vos. ¿O no me oís?
      _Echevarne Angélica Inés _dijo ella, rígida_. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí.
      _¿Y qué hacés acá?
      _Nada _dijo ella_. ¿Me das plata?
      _Ahá, ¿querés plata?
      La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica.
      _Bueno _dijo él_. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
      _¿Eh?
      _¿Ves? Mirá _dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos_. Te arrodillás y te lo doy.
      _Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
      _¿Escuchaste? _dijo Almada_. ¿O estás borracha?
      _La macarena, ay macarena, llena de tules _cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
      _Ahí tenés. Yo soy Almada _dijo, y le alcanzó el billete_. Comprate perfume.
      _La pecadora. Reina y madre _dijo ella_. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
      Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada.
      _La macarena, ay macarena _cantaba la loca_. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules _cantó la loca.
      Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: "¿Para qué?", dijo. "¿Quedarme?", dijo él, un hombre pesado, envejecido. "¿Para qué?", le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca.
"Nos queda poco de juego, a ella y a mí", pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
      Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío ándate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvídame te lo pido olvídame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar.
      Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.                                        

                                                                              II
      A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
      El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto.
      _Trata de ver si podés inventar algo que sirva _le dijo el viejo Luna_. Andate hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo.
      En el Departamento de Policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves.
      _Yo no he sido _dijo_. Ha sido el gordo Almada, pero a ese lo protegen de arriba.
      Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda.
      _Seguro fue este _dijo Rinaldi cuando se lo llevaron_. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando.
      _Me pareció que decía la verdad.
      _Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla, Renzi encendió su grabador.
      _Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercas tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.
       _Parece una parodia de Macbeth _susurró, erudito, Rinaldi_. Se acuerda, ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa.
      _Por un idiota, no por un loco _rectificó Renzi_. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?
      La mujer seguía hablando de cara a la luz.
      _Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que nota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer.
      _Vuelve a empezar _dijo Rinaldi.
      _Tal vez está tratando de hacerse entender.
      _¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está _dijo mientras se levantaba de la butaca_. ¿Viene?
      _No. Me quedo.
      _Oiga, viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
      _Por eso _dijo Renzi controlando la cinta del grabador_. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo.
      Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números.
      _Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada.
      _¿Qué me contás? _dijo Luna, sarcástico_. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés.
      _No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.
      _Decime, pibe _dijo Luna lentamente_. ¿Me estás cargando?
      _Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde, ¿se da cuenta?, un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay treinta y seis categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? _dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna_. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta? _remató Renzi, triunfal_. El asesino es el gordo  Almada.
      El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.
      _¿Ve? _insistió Renzi_. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se pueden hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio.
      _Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad?
      _No me joda.
      _No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis?
      _¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario.
      El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
      _Tranquilizate, pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística?
      _Hay que publicarlo, ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
      _Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas.
      _Escuche, señor Luna _lo cortó Renzi_. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana.
      _Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.
      _Está bien _dijo Renzi juntando los papeles_. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez.
      _Decime, ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar? _en la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto_. Mira, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.
      Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajo la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:
      Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo _empezó a escribir Renzi_. Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento
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Las actas del juicio

E

n la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

­Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.

Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.

En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.

En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse, hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.

Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.

Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.

­¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:

­¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con él.

­Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.

El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.

­¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. Nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.

Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:

­ Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.

­¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.

Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.

­No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.

­Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.

­Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.

Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.

Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.

Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.

­En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.

Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.

­No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:

­Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?

Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.

Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.

Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.

De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.

Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.

Como si no fueran los mismos.

­Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.

Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.

­¿Qué pasa acá? ­dijo.

­Pasa que nos volvemos, mi general.

­¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?

Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.

Esa fue la vez que lo hicimos.

Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.

Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.

También por eso lo hice. Para ayudarlo.

Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.

Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.

Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.

Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.

Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:

­Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento

 

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                                                                              Desagravio
Mientras los aviones pasaban en formación y vuelo rasante hacia el río, Fabricio recordó haber leído, hacía un momento, en la pizarra de La Prensa, "Hoy, 16 de junio, desagravio a la bandera". Lo asombró la coincidencia. El día de la reconciliación con su mujer se producía ese tumulto en la Plaza de Mayo.

Elisa lo había abandonado hacía dos meses, pero Fabricio estaba dispuesto a perdonar. Sólo esperaba de ella un gesto de ternura y de arrepentimiento. Y también podía llamar desagravio a lo que estaba por suceder.


El cielo blanco, con los aviones al fondo, brillaba como una tela mojada. Grupos de manifestantes llegaban en camiones por las calles laterales. No había carteles, no había consignas, sólo la gente que se amontonaba. Igual que ovejas, pensó Fabricio. Negras. Una manifestación de ovejas negras.

No le importaba la política, las desgracias eran siempre privadas. Si la política es el arte de lo posible, solía decir, entonces toda vida es política. Repitió esa frase, porque le daba cierto sentido personal a los sucesos de los últimos tiempos.

Una bandera argentina había aparecido quemada en el atrio de la catedral. El presidente Perón acusaba a los activistas de la Acción Católica. Había rumores múltiples de inquietud militar, la Marina estaba en estado de alerta y esos aviones Gloster Meteors podían ser de la Marina. Fabricio tenía sus convicciones y sus propias hipótesis. Las cosas parecían graves, pero no eran graves, sólo eran inconexas. Todos exhibían un horror deliberado y se esmeraban por parecer más escandalizados que los demás, como si prender fuego a un trapo celeste y blanco fuera una catástrofe de consecuencias incalculables.

Veía todo eso extrañamente ligado a su vida. La misma lógica insensata y destructiva que llenaba las calles había llevado a su mujer a abandonarlo.

Esperaba encontrarla en el bar de la Recova, en los bajos del edificio del conservatorio donde ella daba clases de violín.

Lo que más extrañaba era el sonido del violín de Elisa. Formaba parte de su vida en común. Ella se levantaba temprano y antes de ir al conservatorio practicaba sus lecciones. La música llegaba como una bendición desde el fondo de la casa. Ahora, cuando Fabricio abría el negocio de óptica que había heredado de su padre, el silencio le parecía tan desolado y vacío como su propia vida.

A medida que avanzaba por la Avenida de Mayo veía crecer la multitud. Unos hombres abrigados con bufandas pero con el pecho desnudo bajaban una lata de querosén de un camión estacionado cerca del edificio del Cabildo. Era una especie de tambor redondo y estaba vacío y un hombre alto de pelo colorado con cara de ratón se lo ató a la cintura con una correa y empezó a golpearlo y a gritar consignas contra los curas y los vendepatrias. Usaba un guante de lana en la mano derecha y golpeaba la lata con un caño de plomo.

Fabricio cruzó entre ellos, con cara de simpatía, como si también él fuera un peronista que iba a la plaza a gritar idioteces y a golpear latas vacías.

No iban a amendrentarlo. Se sentía protegido. Desde hacía meses andaba armado. Llevaba un revólver en la cintura, calzado en el cinto. Había conseguido el permiso de un juez que era cliente de la óptica.

Muchas veces había imaginado que un hombre decidido y desesperado —un suicida, un amante abandonado— podía ser capaz de hacer lo que otros no podían hacer. Por ejemplo matar a Perón. Si alguien piensa matarse, entonces puede hacer lo que quiera. Esa idea lo tranquilizaba.

A veces, en las noches de insomnio que sucedieron a la decisión de Elisa, se veía esperando a Perón en un zaguán. Había visto el dibujo de un atentado contra el zar en una vieja revista uruguaya. Se veía un carruaje y un hombre parado en medio de la calle con el brazo izquierdo extendido y un arma gatillada en la mano. La imagen volvía, como un recuerdo personal. Perón bajaba sonriendo de un auto y Fabricio levantaba el brazo y lo mataba de un tiro. Veía el horror en los ojos de Perón, atrás de su sonrisa simpática. No podía sacarse esa idea de la cabeza. La sangre, la muchedumbre, los gritos.

Estaba ya frente a la Plaza de Mayo. Cada vez más gente se amontonaba confusamente en las calles laterales, donde los que bajaban de los camiones se habían reunido y empezaban a gritar. Era igual a todos los días pero a la vez era distinto y era extraño, como en un sueño. Los trolebuses y los autos circulaban por las avenidas, los negocios estaban abiertos, los transeúntes cruzaban indiferentes entre los manifestantes enardecidos.

Primero la queman y después le hacen desagravios, pensó Fabricio, y buscó los aviones en el aire helado.

Tenía que llegar al Bajo, a Paseo Colón. Elisa salía del conservatorio todos los días a la misma hora y se sentaba en el barcito de la Recova a tomar un café con leche. La había vigilado semanas enteras. La conocía bien.

¿La conocía bien? Lo había dejado, de un día para otro, sin explicarle la razón, sin pedirle nada. Le dijo que había decidido vivir cada día de su vida como si fuera el último. Qué quería decir eso, Fabricio no lo entendía. Sólo entendía que había chocado contra una plancha de metal desde la tarde en la que volvió a su casa y encontró a su mujer vestida para salir. Ya tenía la valija preparada.

Los celos lo estaban volviendo loco. La veía con otros hombres, oía voces, estaba alucinado. El esfuerzo de apartar a esa mujer de su mente lo había reducido a un estado mental imposible de describir.

Desagravio, le gustaba esa palabra. Pero Elisa no sabía que ése era el día elegido. No sabía que él iba a buscarla para llevarla de vuelta a casa. Había preparado todo con tanto cuidado que no podía volver atrás ni cambiar el plan y se imaginaba los hechos con precisión, la cena con champagne, el dormitorio, la noche cuyo final era el perdón.

No había buscado un día especial. Sencillamente había decidido que ése era el día y se había encontrado con ese tumulto en la Plaza. Sólo temía que su mujer cambiara los hábitos ante la posibilidad de disturbios. Pero la vio salir del café de la Recova, como había imaginado que la vería, bella y elegante con el traje sastre que él le había ayudado a elegir.

Elisa estaba en la esquina. Parecía querer cruzar, alejarse de la plaza, tomar el subte. Llevaba el pelo rubio, recogido con sencillez, y se movía con elegancia y sensualidad. Fabricio se preguntó por qué se sentía tan agitado al verla, no podía respirar, le latía el corazón. Lo deprimía que la simple proximidad de Elisa destruyera de tal modo su valor. No era valor lo que precisaba, sino habilidad para convencerla.

En ese momento los aviones se acercaron otra vez a la plaza desde el fondo del río. La multitud se movió nerviosamente cuando los aviones cruzaron a media altura y giraron para acercarse desde el fondo. Hubo gritos. Corridas.

Fabricio comprendió que el azar estaba de su lado. Iba a decirle que pasaba por ahí, sólo quería llevársela con él, alejarla del peligro.

Cruzó entre la gente y caminó rápidamente hacia ella. Elisa parecía mirarlo pero no lo vio, atenta a los extraños movimientos de los aviones que sobrevolaban la plaza mientras la multitud se movía en círculos.

Fabricio ya estaba junto a ella. Era más bajo, macizo y parecía feliz. Elisa tuvo un gesto de sorpresa y de contrariedad. Se dio vuelta para escapar. Y la tomó del brazo.


—Soltame, ¿qué hacés? -dijo ella.

—Te vine a buscar.

—Pero no ves el lío que hay.

—Por eso, quiero que vengas conmigo.

—Estás loco. Yo con vos no quiero saber nada.

—No mientas —dijo Fabricio—. Todo va a ser igual que antes. Yo ya te perdoné.

Ella lo miró con una sonrisa rara.

—Pero qué decís, sonsito. Ni muerta vuelvo con vos. La vulgaridad lo sorprendió. Le habló como si él fuera un chico.

Después ella se movió para irse. Fabricio la sostuvo fuerte del brazo, por encima del codo. Sentía la tela áspera del traje de tweed. Y entonces, en ese momento, los aviones empezaron a bombardear la plaza. Caían en picada y volvían a levantar y caían otra vez hacia la ciudad, rozando la Casa de Gobierno, ametrallando las calles.

Una explosión extraña, sorda, se oyó en el borde de la Recova y el trole se quebró al recibir la bomba. La gente caía una sobre otra; se los veía por la ventanilla moverse y agitarse, lejanos, como suspendidos en el aire sucio. Los asientos vacíos arrancados. Una mujer abría y cerraba los brazos, gritaba, en silencio, del otro lado del vidrio.

Todo sucedió en un instante. Elisa retrocedió, Fabricio no la soltó. La gente corría, el ruido era intermitente. Estaban sobre Paseo Colón, a resguardo. La arrastró hacia la Recova. El humo y los escombros ensombrecían el cielo. De golpe empezaron a sonar las sirenas de alarma. Recién en ese momento Fabricio supo lo que había venido a hacer.

—Tranquila —dijo, y sacó el arma. Ella lo miró, sorprendida.

—No —dijo. Y se santiguó.

Se oyó un ruido seco, como el de una rama que se parte. El estruendo se perdió en los sonidos de la ciudad en llamas.

Había humo en las calles, escombros, autos incendiados. Elisa estaba tirada sobre la vereda. Tenía los ojos abiertos y en los ojos persistía una expresión de asombro y de ironía. Fabricio la empujó con el pie y se guardó el revólver en la cintura.

—El subte no debe funcionar —dijo—. Voy a tener que caminar.

Era un hombre de cara angulosa y pelo encanecido que se alejaba hacia el sur de la ciudad, murmurando y haciendo gestos, entre los cadáveres y las ruinas

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