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Ricardo Molina

Ámame sólo como amarías al viento...

Amor a orilla del río

Desnudo

Elegía VI

Primavera de 1947

 

Ámame sólo como amarías al viento
cuando pasa en un largo suspiro hacia las nubes;
Ámame sólo como amarías al viento
que nada sabe del alma de las rosas,
ni de los seres inmóviles del mundo,
como al viento que pasa entre el cielo y la tierra
hablando de su vida con rumor fugitivo;
ámame como al viento ajeno a la existencia
quieta que se abre en flores,
ajeno a la terrestre
fidelidad de las cosas inmóviles,
como al viento cuya esencia es, ir sin rumbo,
como al viento en quien pena y goce se confunden,
ámame como al viento tembloroso y errante.

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Amor a orilla del río

Qué buscas por el río entre los blancos álamos,
oh, amor, oh, amor de manos de jacinto?
¿Qué buscas esta tarde de setiembre?
¿Qué agradable misterio halaga tus sentidos inefables?
En los cañaverales juega el viento
desnudo como un niño en la orilla del río.
Las espinosas zarzas
forman sombrías grutas goteantes de rocío.
Yo persigo tu sombra invisible;
vivo preso en tu aire; consumido
en los salvajes arenales que el sol quema implacable.
Di, ¿qué buscas en las grutas espinosas
a la orilla de los ríos?
Mientras sigo tus pasos,
la tierra es para mí como un vapor de plata;
los guijarros del cauce del arroyo
me abrasan sin piedad los pies desnudos.
¿Cómo pasaste por aquí, cómo pasaste
sin lastimar tus pies, oh, amor desnudo?

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Desnudo

Estoy desnudo, el sol con fuego dice
cuanto diría el hombre enamorado.
Basta el silencio a confesarlo todo,
si tendido en la orilla de algún río
el hombre calla y en su pecho, mudo,
un sol como el del cielo resplandece.

Ya lo sabemos todo. Que son rojos
los labios que se besan en la orilla,
que la vida es un breve y dulce abrazo
y que con la mañana una alegría
sin nombre nos invade silenciosa.

Ya no necesitamos las palabras.
Ya basta el sol que besa, basta el río
que nos lleva en sus ondas lentamente,
el viento que los ojos acaricia,
la verde sombra que en la boca tiembla.

 

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Elegía VI

Te amé a los quince años. Tú tenías mi edad.
Te amé en la sierra verde bajo un sol de domingo,
cuando al volver de misa paseaba tu familia
por la larga avenida de viejos eucaliptos.

Te amé bajo los pinos de agujas amarillas,
sobre la tierra ocre perfumada de menta.
Te amé sobre las rocas tapizadas de musgo,
sobre los prados verdes y las crujientes eras.

Te amé. Te amé. Es cuanto puedo decir ahora,
mas no recuerdo cuándo empezamos a amarnos.
Todo empezó lo mismo que un claro día de junio
sobre la tierra en flor teníamos quince años.

¿Sería, sin embargo, otoño, primavera
o invierno? Ay, quién sabe cuál era la estación.
¿Te acuerdas tú? La Vida era un rosal al viento...
Ven y dime en qué tiempo empezó nuestro amor.

¿Qué importa que los años nos hayan separado,
qué importa si el recuerdo es lo mismo que un valle
por el cual caminamos cantando, sonriendo
y cogiendo sus flores de perfume inefable?

Oh amada cuyo nombre lejano y melancólico
mi corazón agita como el viento a los bosques,
ven y dime aquel tiempo de pinos murmurantes,
de arroyos, de montañas, de nubes y de amores.

Ven y dime que tú también me amaste entonces
en la sierra, en los pinos y en los negros ocasos.
Oh, dime que me amaste cuando sobre la tierra
ardiente y amarilla teníamos quince años.

 

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Primavera de 1947

No es posible esquivar este cuerpo de tierra,
no es posible olvidarse de los ojos, los labios,
el cuello y las mejillas y los brazos y el pecho
y los pies y los muslos y el vientre y la cintura
y el alma repartida
por todo nuestro cuerpo
como el sexo,
una piel más sensible y brillante, un perfume
hondo como el deseo.

 

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