índice

Ricardo Güiraldes

Al rescoldo

De un cuento conocido

El pozo

La donna é mobile

Puchero de soldado

 

 

AL RESCOLDO

 H

 

artas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento.

Semejantes, mis noches se seguían, y me dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.

      En la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en una conversación lenta.

      Silverio, un hombrón de diez y nueve años, acercó un banco al mío.

      Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.

      —¡Chupe y no se duerma!

      Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.

      Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.

Dirigió sus pullas a otro.

      —Don Segundo, se le van a pegar los dedos, venga a contar un cuento... atraque un banco.

      El enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer más grande.

      Dejó en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.

      —Arrímese —dijo uno, dándole lugar—, que aquí no hay duendes.

      Hacía alusión a las supersticiones del viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta característica.

      —De duendes —dijo— les voy a contar un cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.

       Un cuento es para alguien pretexto de hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.

      Pero manjar exquisito para el criollo, por su rareza, hace que éste viva al par del héroe de la historia y tenga gestos, hasta palabras de protesta, en los momentos álgidos. Sus emociones son tan reales, que si le dijera: «¡Esos son los traidores! ¡Esa es el ánima malhechora!», muchos de entre ellos tendrían placer en dar una manito al hombre cuya alma ha repercutido en las suyas por un gesto noble, una palabra altanera o una actitud de coraje en momentos aciagos.

      Dejaron que el hombre meditara, pues es exordio necesario a toda buena relación, y de antemano se prepararon a saborear emociones, evocando lo que cada cual había tenido que ver en esos fenómenos cuya causa ignoran y que atribuyen al sobrenatural (gracias a Dios).

      El que menos pasó su momento de terror en la vida. Uno se topó con la viuda, otro, con una luz mala que trepara en ancas del caballo a aquél le había salido el chancho, y éste otro se perdió en un cementerio poblado de quejidos.

      —Est'era un inglés —comenzó el relator—, moso grande y juerte, metido ya en más de una peyejería, y que había criao fama de hombre aveso pa salir de un apuro.

      Iba, en esa ocasión, a comprar una noviyada gorda y mestisona, de una viuda ricacha, y no paraba en descontar los ojos de güey que podía agensiarse en el negosio.

      Era noche serrada, y el hombre cavilaba sobre los ardiles que emplearía con la viuda pa engordar un capitalito que había amontonao comprando hasienda pa los corrales.

      Faltarían dos leguas para yegar, cuando uno de los mancarrones de la volanta dentró a bailar —desparejo y jue opinión del cochero darles más bien un resueyo y seguir pegándole al día siguiente con la fresca. Pero el inglés, apurao por sus patacones, no se quería conformar con el atraso, y fayó por dirse a pie más bien que abandonar la partida.

      Así jue, y el cochero le señaló dos caminos. Uno yendo derecho pal Sur, hasta una pulpería de donde no tendría más que seguir el cayejón hasta la estansia y otro más corto, tomando derecho a un monte, que podía devisarse de donde estaban y, en crusándolo, enderesar a un ombú, que ésa era la estancia e la viuda. Pero el camino era peligroso, y muchas cosas se contaban de los que se habían quedao por querer crusarlo. Era el quintón de Álvarez, nombrao en todo el partido, y que el inglés conosía de mentas.

      Se desía que había una ánima, pero el cochero le relató la verdad.

      Era que el hijo de la viuda desaparesió un día sin dejar más rastro que un papelito, en que pedía que no olvidaran su alma, condenarla a vagar por el mundo, y que le pusieran todos los días una tira de asao y dos pesos en un escampao que había en el quintón.

      Dende ese día se cumplió con la voluntad del finao, y a la madrugada siguiente aparecía el plato vasío. Los dos pesos se los habían llevao, y en la tierra, escrito con los dedos, desía, «grasias», y esto a naides sorprendía, porque el finao jue hombre cumplido, y aunque no supiera escrebir, otra cosa jue su alma.

      Dende entonses no hay cristiano que se atreva a crusar de noche, y los más corajudos han güelto a mitad de camino y cuentan cosas estrañas.

      La viejita llevaba de día la comida y los dos pesos, y no le había susedido nada, de no oír la voz del alma en pena de su hijo que le agradesía.

      Con esto concluyó su relato el cochero, le desió güenas noches al inglés y agarró camino pal poblao, mientras el otro enderesaba al monte, pues era hombre de agayas y no creiba en aparisiones.

      Yegó y, sin titubiar, rumbió pal medio, buscando el abra en que debía estar la comida.

      Cualquiera se hubiera acoquinao en aquella escuridad, pero al inglés le buyía la curiosidá y el alma le retosaba de coraje.

      Así jue, pues, que yegó al punto señalao y vido el plato con la comida y los dos pesos, que no era hora toavía de salir las ánimas y estaban como la mano e la viuda los había dejao.

      Se agasapó entre el yuyal, peló un trabuco y aguaitó lo que viniera.

      Ya lo estaba sopapiando el sueño, cuando un baruyo de hojarasca le hiso parar la oreja. Vichó pa todos laos, y no tardó en vislumbrar un gaucho haraposo.

      Este tersiaba en el braso un poncho blanco que de largo arrastraba p'ol suelo; las botas, de potro, no le alcansaban más que hasta medio pie, y traiba un chiripasito corto con más aujeros que disgustos tiene un pobre.

      Ay no más se sentó juntito al plato, peló una daga como de una brasada de largor y dio comienso a tragar a lo hambriento.

      En eso, y Dios parese que sirviera las miras del inglés, se alsó un remolino que arrió con los dos pesos. El malevo largó el cuchillo y dentró a perseguirlos, como un abriboca, cuando sintió, pa mal de sus pecaos, que el inglés lo había acogotao y quería darle fin de un trabucaso. Entonces regó por su vida, alegando que él, aunque se había disgrasiao, no era un bandido y que le contaría cómo se había hecho ánima.

      Ay verán.

      Hasía ya más de veinte años, en sus mosedades, este paisano había jurao cortarle la cresta al gayo, que le arrastraba el ala a su china; pero ese hombre era el finao Jasinto, entonses moso pudiente en el partido, y le encajaron una marimba e palos, acusándolo de pendensiero.

      Dende entonses hiso la promesa de no tener pas hasta vengarse del hombre que lo había agrabiao robándole la prenda. Y una noche quiso el destino que lo hayase solo, y lo mató, pero peliando en güena lay. Dispués había enterrao al muerto y, peligrando que lo vieran, había gatiao, de noche, hasta las casas de la viuda, donde le dejó un papelito que le debía asigurar la comida y una platita pa poder con el tiempo salir de apuros.

      Esa era su historia y los sustos que daba a la gente, envolviéndose en su poncho blanco, era de miedo que lo encontraran un día y lo reconosieran.

      Golvió a pedir por su vida, que bastante castigo tenía con su disgrasia.

      El inglés, poco amigo de alcagüeterías, prometió cayarse y dejarlo al infelis yorando su amargura.

      Esto pasó hase muchos años, y disen que al inglés, como premio a su güena alma, nunca le salió más redondo un negosio. Don Segundo hizo una pausa, su cara bronceada parecía impresionada por sus palabras, y golpeaba con una ramita robada al fuego la maternal fecundidad de la olla.

      El auditorio esperaba en calma la conclusión de la historia.

      —Güeno, es el caso que muchos años dispués tuvo ocasión el inglés, que era viajadoraso, de golver por el pago.

      Paró en casa e la viuda, y no podía dejar de pensar en lo que le había susedido por sus mocedades.

      En la mesa, aunque fuera asunto delicao, preguntó a la patrona por el ánima de su hijo. La viejita se largó a yorar, disiendo que ya nunca oiba la voz de su hijo querido y que ya no escribía gracias como antes en el suelo.

      Dejuro en algo lo había ofendido, que eya no sabía tratar con espíritus, y, pa colmo, ni los dos pesos se alsaba, aunque siempre comía lo que eya le yevaba. Muchas veses había yorao suplicándole al alma le contestara, pero nunca hayó respuesta a sus lamentos.

      Al inglés le picó la curiosidá y, aunque estaba medio bichoco por los años pa meterse en malos pasos, se le remosaba el alma con el recuerdo y se aprestó pa la noche misma. Dijo a la vieja que tendería el recao bajo el alero, que la noche iba a ser caliente; y cuando todos se habían dormido, enderesó al Quintón con un paso menos asentao que años antes y caviloso sobre el cambio que había dao el malevo en sus costumbres.

      Ni bien yegó al parque, un ventarrón se alsó, y creyó el hombre en mal aviso. Se abrió paso como pudo entre las malesas y yegó trompesando al abra dispués de muchas güeltas. Venía sudando, el aliento se le añudaba en el garguero y se sentó a descansar, esperando que se le pasara el sofocón y preguntándose si no sería miedo. Malo es pa un varón hacerse esa pregunta, y el hombre ya comensó a sobresaltarse con los ruidos de aqueya soledá.

      La tormenta suele alsar ruidos extraños en la arboleda. A vieses el viento es como un yanto de mujer, una rama rota gime como un cristiano, y hasta a mí me ha susedido quedarme atento al ruido de un cascarón de uncalito que golpeaba el tronco, creyendo juera el alma de algún condenao a hachar leña sin descanso. Al día siguiente, como susede en esos castigos de Dios, el ánima encuentra desecho su trabajo y tiene que seguir hachando y hachando con la esperansa que un día el filo de su hacha ruempa el encanto.

      En esos momentos he sentido achicarsemé el alma, pensando en lo que a cada uno le puede guardar la suerte, y me hago cargo lo que sería del inglés, ya viejón, con más de un pecao ensima, figurandosé que esa sería la'ora de su castigo.

      Pero él no creiba en ánimas, de suerte que crió coraje y se arrimó al lugar en que debía estar el plato. Lo hayó como antes, y como antes también se agasapó pa esperar.

      Ya harían muchas horas que estaba ayí, y le paresió una eternidá. No podía ver la hora por la escuridá y quiso levantarse pero sintió como una mano que le pasaba por la carretiya y se agachó más bajito, pues ya le estaba entrando frío, y si no ganaba las casas era porque tenía miedo.

      Tendió la oreja y sintió que, en frente, algo caminaba entre las hojas secas. Había parao el viento y podía oír clarito los pasos de un cristiano que gateaba.

      Aguantó el resueyo y miró pal lao que venía el ruido. Como a una cuarta del suelo, vido relumbrar dos ojos que lo miraban. Sintió que el corasón le daba un vuelco y apretó el cuchillo que había desenvainao, jurando que, si era broma, bien cara la había de pagar quien le hasía pasar tamaño susto. Pero golvió a mirar, y más cerca dos otros ojitos briyaron; sintió un tropel a su espalda, le peresió que alguien se raiba, y ya, mitad de rabia y miedo, saltó al esplayao.

      —Venga —gritó— el que sea, que yo le he de en... pero, ay no más, un bulto le pegó en las piernas, el hombre trabocó unos pasos y se jue de largo, cayendo con el hosico entre el plato de latón vasío. Más sombras le pasaron por ensima, alguno le gritó una cosa al oído, yevándosele media oreja, sintió como patas peludas de diablo que le pisoteaban la cara y se la rajuñaban.

      Hiso juerza y disparó pal monte. No quería saber nada, y corría este cristiano por entre los árboles, dándose contra los troncos, pisando en falso, enredándose en las bisnagas, chusiándose en los cardos, y gritaba como ternero perdido rogando al Señor lo sacara de ese infierno.

      Don Segundo se rió.

      —Ave María, susto grande se yevó este hombre.

      —Vea el duro —gritó otro— se hizo manteca. Y cómo jue que había tanto bulto, si parese maldisión rió Silverio.

      —Jue —siguió don Segundo—, que la tal ánima había juntao unos pesos y juyó del pago a vivir como Dios manda. Como la viuda seguía poniendo la comida, la olfatió un zorro, y dende entonses vienen en manada. El que quiera sacárselas tiene que ir alvertido y no pisar en hoyos.

      Todos festejaron el cuento. Decididamente, don Segundo los había fumao para que no lo embromaran, pero el cuento valía uno serio.

      Hubo un movimiento general. A los que estaban cebando se les había enfriado la yerba; otros se fueron a dormir, mientras los menos cansados volvían hacia la mesa, donde la baraja, manoseada y vieja, esperaba el apretón cariñoso de las manos fuertes.

 

ir al índice

 DE UN CUENTO CONOCIDO

 P

 

anchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.

Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.

      Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.

      —Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.

      —Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.

      La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.

      Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.

      Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.

      Algunas veces, cuando la ocasión lo hacía inevitable, empezaba a trastabillar sobre una letra. “Cantá, cantá”, decía la madre; y sobre melodía plañidera, sin sentido, se arrastraban las palabras con un lloriqueo nasal, mientras el semblante conservaba su habitual expresión de empaque.

      Un día, a hora inesperada, el estrépito de una carrera llamó a doña Natividad en dirección al palenque. El semblante de Panchito traía una expresión de dolor.

      Hizo señales desesperadas. “¡Cantá, muchacho”, gritó la madre, ansiosa; pero fue inútil.

      Obedeciendo a los signos repetidos y recobrando en un momento de angustia la agilidad de sus jóvenes años, la anciana trepó en ancas de su hijo.

      Era cerca de la bebida.

      Caballo y jinete yacían en grupo de vieja flacura. El lobuno tentó levantarse, pero fue vano su deseo. Sentía en el lomo un vacío que le pesaba, y todo su esfuerzo alcanzó a esbozar una mirada hacia su amo, tirado unos pasos más lejos, la cabeza sobre el borde del abrevadero, una herida incolora ceñida en la frente, a flor de hueso.

      Una espuela desaparecía enterrada en el suelo, y el negro chiripá, volcado en pliegues desordenados, envolvía el cadáver como un crespón de luto.

      Así había muerto don Ambrosio —de viejo quizás—, arrastrando en su caída al caballo impotente, cuyo ojo zarco no reflejaría más, en claro brillo, su alma de esclavo bondadoso.

      El hijo miraba todo aquello, sacudido el torso por pequeños estremecimientos nerviosos, como si el llanto hubiera tartamudeado en su garganta.

      Y a pesar de los ruegos de su madre, que exigía detalles, Panchito no cantó ese día.

 

ir al índice

EL POZO

 S

 

obre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple.

Todo una historia trágica.

Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel.

      Allí le sorprendieron: el cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.

      Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.

      Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, sólo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.

      Con su mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida.

      Miró hacia arriba; el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.

      Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz.

      Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.

      Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por pesa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.

      Más de una vez, la tierra insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas.

      Sin embargo, un mundo insospechado de energías nacía a cada paso, y como por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.

      Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante suyo la forma de un Aguaribay como cosa irreal...

      Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado.   Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito.

      El infeliz comprendió, hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.

      Ahora, todo el pago conoce el pozo maldito; y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.

ir al índice

LA DONNA É MOBILE

E

 

ra domingo, y lindo día; despejado, por añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.

 Con su flete,

muy paquete

y emprendao,

          iba Armando

   galopiando

 pal poblao.

       Por otra parte:

 En el rancho

de ño Pancho

lo esperaba,

la puestera,

(más culera

que una taba).

 ¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo.

 

SEGUNDA PARTE

      Buena gaucha la puestera, y conocida en el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros que saben tener sumido al cristiano macho (llámesele mal de amor o de ausencia). Y no era fea, no, pero suculenta, cuando sentada sobre los pequeños bancos de la cocina, sus nalgas rebalsaban invitadoras. «Moza con cuerpo de güey, muy blanda de corazón», diría Fierro. Lo cierto es que el moreno iba a pasto seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al criollo en mal de amor.

      Cuando Armando llegó al rancho, interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro, tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.

¡Negro pajuate!

 

TERCERA PARTE

      —Güenas tardes.

      —Güenas.

      No estaba el horno como pa pasteles, y Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso, cantando por cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.

      —Prenda, perdone y escuche.

Prenda, perdone y escuche,

que mis penas bi'a cantar,

pero usté mi'a de alentar,

pues traigo pesao el buche,

más retobao que un estuche

que no se quiere vaciar.


      Doña Anunciación, más seria que el Ñacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.

      Armando buscó inspiración por milonga:

No me mire, vida mía,

con esa cara tan mala,

que el corazón se me quiebra

como una hojita'e chala.

 Miremé, china, en el alma,

con sus ojos de azabache;

miremé con su cariño,

que no hay miedo que me empache.

 Y digamé con los ojos

que lo quiere a su moreno,

y enfrenemé con confianza,

que he de morder en su freno.

 Pero no se enoje, prenda,

y no arrugue ansí la cara,

si no quiere que me muera

más blandito que una chara.

      Ahí no más, salió el de adentro, enredándose en los bancos, con tamaña daga remolineando, y ambos amantes se encararon, entre insultos y promesas de degüello.

      —Negro desgraciado, había de tocarle la mala —y quedó boqueando, mientras el otro huía despreciando a la china, a quien comparaba con bestias poco honradas. Se fue, se fue... pucha, moso apurao.

      La puestera, momentáneamente preocupada, arrastró hacia afuera al muerto, lo subió a duras penas en la zorra, ató el petizo y fue hasta una vizcachera rodeada de tupidos cardos, donde volcó su carga. Mientras tapaba al finao, recordó su nuevo amor ahuyentado.

      —Bien muerto —pensaba— por entrometido.

      La cabeza quedaba aun de fuera; doña Anunciación no podía ya de cansada, pero era buena cristiana; hizo una cruz de un palito, buscó un lugar donde ponerla, y, con ímpetu repentino, se la clavó al muerto en el ojo.

¡Negro pajuate!

 

ir al índice

PUCHERO DE SOLDADO

 E

 

l tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.

Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.

                El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.

                Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?

                De pronto pensó en voz alta:

                — Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.

                — ¿Qué les sucedió? —preguntamos, más por deferencia que interés.

                 — Figúrense que el gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue —se sabe— uno de los jefes expedicionarios.

                 Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa. Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.

                 Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.

                 Aquella noche cayeron en número crecido. No podíamos pelear con ventaja; pero en lugar de la atropellada que esperábamos se contentaron con incendiar el pajonal, y pronto las llamas nos alumbraron como de día.

                 Había que ver, amigo: temblábamos de miedo como nuestras sombras bailarinas. Íbamos a morir asados si nos quedábamos. ¿Y disparar? ¿A dónde que no nos ensartáramos con las lanzas de los salvajes que nos esperaban para eso?

                  Era la muerte a fuego o hierro. Podíamos elegir.

                  De pronto vi la salvación. La laguna donde habíamos dado el día antes de beber a nuestros animales.

                  Di la voz, y corrimos temerosos de no tener tiempo. El calor picoteaba ya el cuerpo, y a punto nos largamos de cabeza en el agua, luminosa de reflejos.

                  Le garanto que tengo una rebajita en el Purgatorio. Metidos en el agua hasta el cogote, vimos llegar las llamaradas, que roncaban en una sostenida nota grave; parecía como que la tierra se fuera en borbotones de humo, y la cara se nos asaba materialmente. Entonces empezamos la única maniobra de defensa. Metíamos la cabeza bajo el agua el mayor tiempo posible para evitar la quemadura de las llamaradas que pasaban sobre nosotros, pero teníamos que respirar y así jugamos al zambullón hasta sentir el fuego alejarse.

                   El agua parecía de puchero. Pensar en salir a tierra era locura. Nos hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos, pues, por quedarnos, y, aplacado el susto, sintiéndonos como resucitar, empezamos a mirarnos. No faltaba ninguno.

                   Clareaba ya la mañana cuando salimos del agua, colorados como flamencos y tiritando de frío por contraste.

                   Pero nos reíamos. Nos reíamos los unos de los otros, a pesar de quedar sin recursos en el desierto, porque pensábamos que el fuego encendido para nuestra muerte nos salvaba arriando a los indios lejos de nosotros.

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL