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Raúl González Tuñón

El poeta murió al amanecer

De pronto entró la Libertad

Eche veinte centavos en la ranura

Domingo Ferreiro

Los voluntarios

La calle del agujero en la media

Blues de las adolescentes

El poeta murió al amanecer

Sin un céntimo, solo, tal como vino al mundo,
murió al fin en la plaza frente a la inquieta feria.
Velaron el cadáver del dulce vagabundo
dos musas: la esperanza y la miseria.
Fue un poeta completo de su vida y su obra,
escribió versos casi celestes, casi mágicos,
de invención verdadera
y como hombre de su tiempo que era
también ardientes cantos y poemas civiles
de esquinas y banderas.

Algunos, los más viejos, lo negaron de entrada.
Algunos, los más jóvenes, lo negaron después.
Hoy irán a su entierro cuatro buenos amigos,
los parroquianos del Café,
los artistas del circo ambulante,
unos cuantos obreros,
un antiguo editor,
una hermosa mujer
y mañana, mañana,
florecerá la tierra que caiga sobre él.

Deja muy pocas cosas, libros, un Heine, un Whitman,
un Quevedo, un Darío, un Rimbaud, un Baudelaire,
un Schiller, un Bertrand, un Becquer, un Machado,
versos de un ser querido que se fue antes que él,
muchas cuentas impagas, un mapa, una veleta
y una antigua fragata dentro de una botella.
Los que le vieron dicen que murió como un niño.
Para él fue la muerte como el último asombro:
tenía una estrella muerta sobre el pecho vencido,
y un pájaro en el hombro.

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De pronto entró la Libertad

De pronto entró la Libertad.
Estábamos todos dormidos,
algunos bajo los árboles,
otros sobre los ríos,
algunos más entre el cemento,
otros más bajo la tierra.
De pronto entró la Libertad
con una antorcha en la mano.
Estábamos todos despiertos,
algunos con picos y palas,
otros con una pantalla verde,
algunos más entre libros,
otros más arrastrándose, solos.
De pronto entró la Libertad
con una espada en la mano.
Estábamos todos dormidos,
estábamos todos despiertos
y andaban el amor y el odio
más allá de las calaveras.
De pronto entró la Libertad,
no traía nada en la mano.
La Libertad cerró el puño.
¡Ay! Entonces…

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Eche veinte centavos en la ranura

A pesar de la sala sucia y oscura
de gentes y de lámparas luminosas,
si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura.
¡Y no ponga los ojos en esa hermosa
que frunce de promesas la boca impura!
Eche veinte centavos en la ranura
si quiere ver la vida color de rosa.
El dolor mata amigo, la vida es dura
y ya que usted no tiene ni hogar ni esposa,
si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura.

 

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Domingo Ferreiro

Toca la gaita Domingo Ferreiro

toca la gaita... «¡Non queiro, non queiro!»

Porque están llenas de sangre las rías,

porque no quiero, no quiero, no quiero.

Y se secaron los ramos floridos

que ella traía en la falda del viento,

que ella traía a su novio soldado

o pescador, labrador, marinero.

Sobre Galicia ha caído la peste,

ay, los oscuros sargentos vinieron.

Están colgando en los pinos los hombres,

toca la gaita, no quiero, no quiero.

Nuestros hermanos que están allá abajo

pronto vendrán a vengar a los muertos,

pronto vendrán en mitad del verano,

pronto vendrán en mitad del invierno.

El que no ha muerto andará por el monte

y en las aldeas cayeron los buenos.

Ay, que no vayan los lobos al monte,

toca la gaita, no quiero, no quiero.

Ya llegarán las valientes milicias

para acabar con la hez del desierto.

Ya llegarán en mitad de la Historia,

ya llegarán en mitad de los tiempos.

Toca la gaita... ¡que baile el obispo!

Toca la gaita, no quiero, no quiero.

Porque no es hora de fiesta en España,

porque no quiero, no quiero, no quiero.

Ya llegarán los soldados leales

para acabar con los pájaros negros,

ya llegarán en mitad de la Biblia,

ya llegarán en mitad de los muertos.

Toca la gaita. ¡Que baile la víbora!

Toca la gaita, no quiero, no quiero.

Porque la gaita no quiere que toque.

Porque se ha muerto Domingo Ferreiro.

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Los voluntarios

      (“Puente de los Franceses,
nadie te pasa,
porque los milicianos
¡qué bien te guardan!”
Qué bien te guardan, sí,
qué bien te guardan,
cubiertas de ceniza
la madrugada.)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NO PREGUNTARON

 

Vinieron de tierras subidas a los mapas.

Según la latitud agrias o dulces,

duras o fraternales.

Oh viajeros,

con puñales, con rosas, fotografías de jefes queridos,

de niños solos, lugares y muertes.

 

No preguntaron.

 

Así vinieron,

nadie los llamó.

Un día llegaron a morir en los muros de la ciudad

  sitiada,

de la que sólo vieron sus orillas.

 

No preguntaron.

 

¡Tan delicadamente!

Qué aristocracia popular,

qué señores de la sangre y qué ilustre morir

cuya herida

explicaba el secreto de la pólvora.

 

No preguntaron.

 

Ellos,

los hombres de la primera columna voluntaria,

no preguntaron ¿cómo va el museo?

¿dónde están las mujeres y las coplas?

¿cómo se come aquí? ¿dónde está la taberna?

¿cómo se va a la catedral? ¿dónde está el cementerio?

ni cualquier otra cosa que pregunta un viajero

que conoce la sed, el hambre, el mundo.

 

No preguntaron.

 

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La calle del agujero en la media

YO CONOZCO una calle que hay en cualquier ciudad
y la mujer que amo con una boina azul.
Una calle que nadie conoce ni transita.
Yo conozco la música de un barracón de feria,
barquitos en botella y humo en el horizonte.
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad.

Ni la noche tumbada sobre el ruido del bar
ni los labios sesgados sobre un viejo cantar
ni el affiche gastado del grotesco armazón
telaraña del mundo para mi corazón.
Ni las luces que siempre se van con otros hombres
de rodillas desnudas y de brazo tendidos.
Tenía unos pocos sueños iguales a los sueños
que acarician de noche a los niños queridos.
Tenía el resplandor de una felicidad
Y veía mi rostro fijado en las vidrieras
Y en un lugar del mundo era un hombre feliz.

¿Conoce usted paisajes pintados en los vidrios
y muñecas de trapo con alegres bonetes
y soldaditos juntos marchando en la mañana
y carros de verdura con colores alegres?
Yo conozco una calle de una ciudad cualquiera
y mi alma tan lejana y tan cerca de mí
y riendo de la muerte y de la suerte y
feliz como una rama de viento de primavera.

El ciego está cantando. Te digo, amo la guerra.
Esto es simple, querida, como el globo de luz
del hotel en que vives. Yo subo la escalera
y la música viene a mi lado, la música.
Los dos somos gitanos de una troupe vagabunda.
Alegres en lo alto de una calle cualquiera,
alegres las campanas con una nueva voz.
Tú crees todavía en la revolución
y por el agujero que coses en la media
sale el sol y se llena todo el cuarto de sol.

Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que nadie conoce ni transita.
Sólo yo voy por ella con mi dolor desnudo,
sólo con el recuerdo de una mujer querida.
Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto.
Decir: Yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.
 

 

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Blues de las adolescentes

A la hora en que yacen entornadas las ventanas de los
chalets
a la hora blanca
a la hora dorada
a la dulce hora en que parten los veleros hacia las islas,
las adolescentes salen del agua clara
las adolescentes se tiran en la arena
las
adolescentes tienen la voz húmeda
las adolescentes escuchan el cálido blues de los mediodías
las adolescentes maduran sus senos
mientras las flores llenan todo de un rural aroma
mientras las cigarras, ah, las cigarras cantan en lo alto de las
palmeras

Jébele tiene quince años y ha ido a la playa
ha ido a una reunión de estudiantes
ha subido conmigo a un ómnibus
ha estado ojeando libros y estampas
ha brotado de pronto del día su hermoso cuerpo de islas y
de trópicos.
Hace tiempo, no mucho, que yo no sé nada de ella.
Pero no puedo ver aire y plantas y agua y sol
ni oír blues o graciosos vientos que mueven las veletas sin acordarme de Jébele.
Su nombre bíblico me habla de frescos hules sobre las
pequeñas mesas
de grava perfumada en las plazas abiertas cerca de los ríos,
a la hora en que vienen del fondo de los mediodías
las voces misteriosas de la tierra .
y ya es imposible no desear la
adolescencia,
su gloria liviana y áspera,
su ácido olor a fruta mojada.
Jébele tiene quince años y ha venido a la playa.
Yo veo cómo la acarician los elementos
y estoy lleno de tierra y agua y fuego
y pienso en algún mapa que he visto, en donde ni mencionan
el nombre de las islas perdidas.

A la hora en que esas islas salen a la superficie
Jébele las recorre como una joven pantera,
está alerta y respira con todo su cuerpo
y ha ido a una reunión de estudiantes
y ha viajado en ómnibus conmigo
mientras desde el fondo de los mediodías
subía un rumor lejano de ocultos archipiélagos.

 

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La luna con gatillo
Es preciso que nos entendamos.
Yo hablo de algo seguro y de algo posible.
Seguro es que todos coman
y vivan dignamente
y es posible saber algún día
muchas cosas que hoy ignoramos.
Entonces, es necesario que esto cambie.

El carpintero ha hecho esta mesa
verdaderamente perfecta
donde se inclina la niña dorada
y el celeste padre rezonga.
Un ebanista, un albañil,
un herrero, un zapatero,
también saben lo suyo.

El minero baja a la mina,
al fondo de la estrella muerta.
El campesino siembra y siega
la estrella ya resucitada.
Todo sería maravilloso
si cada cual viviera dignamente.

Un poema no es una mesa,
ni un pan,
ni un muro,
ni una silla,
ni una bota.

Con una mesa,
con un pan,
con un muro,
con una silla,
con una bota,
no se puede cambiar el mundo.

Con una carabina,
con un libro,
eso es posible.

¿Comprendéis por qué
el poeta y el soldado
pueden ser una misma cosa?

He marchado detrás de los obreros lúcidos
y no me arrepiento.
Ellos saben lo que quieren
y yo quiero lo que ellos quieren:
la libertad, bien entendida.

El poeta es siempre poeta
pero es bueno que al fin comprenda
de una manera alegre y terrible
cuánto mejor sería para todos
que esto cambiara.

Yo los seguí
y ellos me siguieron.
¡Ahí está la cosa!

Cuando haya que lanzar la pólvora
el hombre lanzará la pólvora.
Cuando haya que lanzar el libro
el hombre lanzará el libro.
De la unión de la pólvora y el libro
puede brotar la rosa más pura.

Digo al pequeño cura
y al ateo de rebotica
y al ensayista,
al neutral,
al solemne
y al frívolo,
al notario y a la corista,
al buen enterrador,
al silencioso vecino del tercero,
a mi amiga que toca el acordeón:
-Mirad la mosca aplastada
bajo la campana de vidrio.

No quiero ser la mosca aplastada.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
No quiero ser abeja.
No quiero ser únicamente cigarra.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre
y no quiero ser, jamás,
una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.

Ni colmena, ni hormiguero,
no comparéis a los hombres
nada más que con los hombres.

Dadle al hombre todo lo que necesite.
Las pesas para pesar,
las medidas para medir,
el pan ganado altivamente,
la flor del aire,
el dolor auténtico,
la alegría sin una mancha.

Tengo derecho al vino,
al aceite, al Museo,
a la Enciclopedia Británica,
a un lugar en el ómnibus,
a un parque abandonado,
a un muelle,
a una azucena,
a salir,
a quedarme,
a bailar sobre la piel
del Último Hombre Antiguo,
con mi esqueleto nuevo,
cubierto con piel nueva
de hombre flamante.

No puedo cruzarme de brazos
e interrogar ahora al vacío.
Me rodean la indignidad
y el desprecio;
me amenazan la cárcel y el hambre.
¡No me dejaré sobornar!

No. No se puede ser libre enteramente
ni estrictamente digno ahora
cuando el chacal está a la puerta
esperando
que nuestra carne caiga, podrida.

Subiré al cielo,
le pondré gatillo a la luna
y desde arriba fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto cambie de una vez.

 

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