José A. Ramos Sucre

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Carnaval

El mandarín

El rajá

El asno

El capricornio

 

CARNAVAL

    Una mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible obsede mi pensamiento. Un pintor septentrional la habría situado en el curso de una escena familiar, para distraerse de su genio melancólico, asediado por figuras macabras.

    Yo había llegado a la sala de la fiesta en compañía de amigos turbulentos, resueltos a desvanecer la sombra de mi tedio. Veníamos de un lance, donde ellos habían arriesgado la vida por mi causa.

    Los enemigos travestidos nos rodearon súbitamente, después de cortarnos las avenidas. Admiramos el asalto bravo y obstinado, el puño firme de los espadachines. Multiplicaban, sin decir palabra, sus golpes mortales, evitando declararse por la voz. Se alejaron, rotos y mohínos, dejando el reguero de su sangre en la nieve del suelo.

    Mis amigos, seducidos por el bullicio de la fiesta, me dejaron acostado sobre un diván. Pretendieron alentar mis fuerzas por medio de una poción estimulante. Ingerí una bebida malsana, un licor salobre y de verdes reflejos, el sedimento mismo de un mar gemebundo, frecuentado por los albatros.

    Ellos se perdieron en el giro del baile.

    Yo divisaba la misma figura de este momento. Sufría la pesadumbre del artista septentrional y notaba la presencia de la mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible en una tregua de la danza de los muertos.

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EL MANDARÍN

    Yo había perdido la gracia del emperador de China.

     No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.

     Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.

     Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos.

     Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.

     Me confió el debelamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.

     La miseria había soliviantado a los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes.     Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.

     Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.

     El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.

     Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.

     Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.

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EL RAJÁ

    Yo me extravié, cuando era niño, en las vueltas y revueltas de una selva.

    Quería apoderarme de un antílope recental. El rugido del elefante salvaje me llenaba de consternación. Estuve a punto de ser estrangulado por una liana florecida.

    Más de un árbol se parecía al asceta insensible, cubierto de una vegetación parásita y devorado por las hormigas.

    Un viejo solitario vino en mi auxilio desde su pagoda de nueva pisos. Recorría el continente dando ejemplos de mansedumbre y montado sobre un búfalo, a semejanza de Lao-Tse, el maestro de los chinos.

    Pretendió guardarme de la sugestión de los sentidos, pero yo me rendía a los intentos de las ninfas del bosque.

    El anciano había rescatado de la servidumbre a un joven fiel. Lo compadeció al verlo atado a la cola del caballo de su señor.

    El joven llego a ser mi compañero habitual. Yo me divertía con las fábulas de su ingenio y con las memorias de su tierra natal. Le prometí conservarlo a mi lado cuando mi padre, el rey juicioso, me perdonase el extravío y me volviese a su corte.

    Mi desaparición abrevió los días del soberano. Sus mensajeros dieron conmigo para advertirme su muerte y mi elevación al solio.

    Olvidé fácilmente al amigo de antes, secuaz del eremita. Me abordó para lamentarse de su pobreza y declararme su casamiento y el desamparo de su mujer y de su hijo.

    Los cortesanos me distrajeron de reconocerlo y lo entregaron al mordisco sangriento de sus perros.

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EL ASNO

    Yo no podía sufrir la vivienda lóbrega y discurría por la vega de la ciudad escolar.

    Yo disfrutaba la soledad montado sobre un asno y me detenía en presencia de un río sereno. Los pájaros volaban al alcance de la mano y al amor de una ráfaga del infinito. Yo buscaba en el seno de las nubes rasantes el origen de una música de laúdes.

    El senescal de un rey santo me había separado de solicitar la salud por medio de las letras y me invitaba a abrazar la humildad de las criaturas insipientes. El trato del senescal me reposaba de la meditación febril.

    El rey santo vivía afligido por los reparos de una conciencia mórbida y se calificaba de soberbio al aceptar de sus hermanos el ministerio de criados de su mesa. La etiqueta se inspiraba en un paso de la Biblia.

    El rey santo me había dirigido a pensar en los rodeos y asaltos del diablo a las almas de los moribundos. El trote modesto de mi cabalgadura facilitaba el arrobo y la pérdida de mis facultades. El asno frugal y resignado, presente en las ceremonias del culto, dividía conmigo la cuita suprema. Me salvó en una carrera súbita al descubrir, en el enredo de unas espadañas y lentejas fluviales, la obesidad innoble de una esfinge de ojos oblicuos.

 

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EL CAPRICORNIO

    Fijamos la tienda de campaña en el suelo de arena, invadido por el agua de una lluvia apacible. Vivíamos sobre las armas con el fin de eludir la sorpresa de unos jinetes de raza imberbe.

    Unas aves de pupila de fuego, metamorfosis de unos lobos empedernidos, alteraban la oscuridad secreta. Un lago trémulo recogía en su cuenca la vislumbre de un cielo versátil.

    Sufríamos humildemente la penuria del clima. Derribamos un cabrío, el primero de una tropa montaraz, y nos limitamos a su vianda rebelde, coriácea. Los cuernos repetían la voluta precisa de los del capricornio en la faja del zodíaco.

    Plutarco, prócer de un siglo decadente, cita los ensueños torpes, derivados de los manjares aviesos, y persiste en reprobar la cabeza del pólipo.

    Los jinetes habían dirigido en nuestro seguimiento el rebaño funesto. Esperanzados en el desperdicio de nuestra pólvora, inventaron el ardid magistral de ponerlo a nuestro alcance. De donde vinieron la captura y el aprovechamiento de la res infame y la danza de unas formas lúbricas en el reposo de la cena.

    Disparamos erróneamente los fusiles sobre el ludibrio de los sentidos. Unos gatos de orejas mútilas cabriolaban, a semejanza de los sátiros ebrios de un Rubens, en el seno de una llama venenosa.

 

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