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Ramón J. Sénder

Marta

Campanas del Corpus

Sol de diciembre

Aventura de Texas

Despedida de Bour Madame

 

Marta

 

      El piano se abría en un rincón de la sala casi en sombras. Se adivinaba el teclado como una enorme dentadura blanca y  sobre él el brochazo, menos blanco, de los papeles de música dispuestos en el atril. La sillería enfundada, los grandes cuadros religiosos colgados con severo cordón negro, la araña bízantína de vidrio y metal, la consola  dorada de estilo dudoso, aparecían dibujados por las brumas de aquella tarde de invierno, que se veían, a través de cristales del balcón lleno de herrajes, arrastrarse pesadas bajo los aleros húmedos, sobre la fuente quieta y sílencíosa, entre los tres o cuatro árboles desnudos, y después entraba, fundiéndose con la luz, en la sala, llenándola de una obscuridad hecha de velos impalpables, pero húmedos  y fríos.

     El piano, que ahora daba la impresión escalofriante de un monstruo acechando con sonrisa sádica en el misterio de la sala, era el alma de la casa, un espíritu paradójíco que animaba el vetusto edificio encalado, de gran portal y panzudos balcones, y expandía por la pequeña plazuela provínciana tan pronto un perfume de religíosidad impregnada de morbosos misticismos como  la blasfemia lírica de un bailable sensua1 hediendo a pecado. Todas las fibras sentimentales de la varia gama del corazón encontraban en él fidelísimo  intérprete. A veces la liviandad rayaba en sadismo, y eran tan claros los matices, tan pronunciada la torpe expresión de sus impurezas, que el liquen de la fuente y los árboles secos de la plaza sentían como un estremecimiento y recordaban, melancólicos, las dulces nupcias de la última primavera. Entonces las campanas de la próxima catedral dejaban caer sus recriminaciones sobre la plazuela gris, recordaban las excelsas voluptuosidades de la virtud y asfixiaban, bajo una lluvia de flores de bronce, las guirnaldas paganas que tejiera el alma neurótíca del piano.                             

    Pero esto ocurría pocas veces, de tarde en tarde. Generalmente, el arte, el buen arte, purificaba como un fuego sagrado las entrañas del monstruo, cuyas voces diluían en el ambiente de la plazuela un raro prestigio señorial.

    Aquella tarde fue el mago germánico, hermano de Goethe en el arte de las sutilezas espirituales, fue Beethoven quien llamó a las puertas del alma de Marta. Sola toda la tarde, habiéndose marchado su hermano de excursión científica con sus compañeros del profesorado del Instituto y algunos alumnos, sintió que la soledad del interminable día de invierno pesaba demasiado sobre sus melancolías, y buscó un sedante en el piano.

     

Marta tendría treinta y ocho años, quís más, pero el tiempo había sido con ella galante, percatado sin duda de la tristeza

de aquella juventud no muy lejana, tan lamentablemente estéril en los vergeles del amor. Marta era soltera. Llevaba su solte ría

con la misma indiferencia inconsciente que a los diez y ocho años, pero en sus ojos ardían momentáneamente remembranzas de una engañosa dulzura llena de crueldad al revivir aquel poema de sus lejanos amoríos en el que plasmara el milagro de sus sueños quinceañeros llenos de azules esperanzas.

     Conservaba la esbeltez y la pureza de líneas de sus veinticinco años, sazonada por una ausencia total de afectación, de coquetería que la hacía doblemente ínteresante.

     Dejándose suavemente acariciar por las sombras, no quiso encender la luz. Recorrió el teclado con unos arpegios, hizo una pausa y comenzó con Beethoven. La mano derecha rimaba lamentos suaves, etéreos, de arpa, mientras la izquierda fingía una desesperación cruenta en acordes que eran, al vibrar en la sala, sollozos ahogados.

     Agrupábanse las sombras sobre el piano. Marta creía ver en ellas la efigie gentil de la condesita Guicciardi.

     Siguió tocando. Terminó el adagio con una frase sombría, una frase cualquiera indescifrable: el dolor sufríéndose a sí mismo en la obscuridad sin cielos ni horizontes de un corazón. Después vino el alegreto: «Una flor entre dos abismos», que dijo Listz.

     En el «presto» surge una pasión dulcemente, sin impetuosidades: se acentúa poco a poco y estalla después en rugidos de desesperacíón y de impotencia. con fuertes acordes desordenados, convulsiones espirituales, gemidos salvajes. Los motivos se  repelen, chocan y surgen como chispas luminosas que se funden en arpegios para terminar con una explosión de ira en dos  acordes finales.

     Marta, fatigadísima, se llevó las manos al rostro. Lloraba. En la lejanía del recuerdo brillaba otro poema desvanecido en a la desesperanza de otro renunciamiento.  Fuera de la realidad, latentes en su vida las convulsiones impotentes de aquellos acordes, a nada atendía más que a su dolor.

    No oyó llegar a su hermano por el pasillo ni abrir la puerta de la sala .

    _Pero, mujer, ¿estás a obscuras? ¡Si es ya de noche! Cuando yo digo que estás a loca ...

    Encendió la luz y, como la viera llorar, preguntó extrañado:

    _¿Por qué lloras, Marta?

    Contestaron los sollozos y la salmodia de la lluvia en los cristales.

(Tomado del nº 34 de la revista Lecturas del año 1924)

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1

   No pudo disputarle las preferencias de la niña ni siquiera al mastín, al fiero mastín que arrastraba su cochecillo por las avenidas del huerto. Un día _ ella se lo dijo_ supo que le quería.

    _A ti te quiero tanto como al perro, pero el perro es más bueno que tú porque no se enfada si juego contigo, y a ti te sabe mal que juegue con él.

     Era verdad. Por eso un invierno, mientras ella desde el colegio de la ciudad le encargaba que lo cuidara, él meditaba ladinamente el modo de hacerlo desaparecer. Fue un crimen horrendo. Con el cuchillo que los pastores guardaban en la alacena del redil, lo degolló. Después, atole una piedra al cuello y lo arrojó a la rinconada del río, donde había mayor profundidad y. por lo tanto, menos probabilidades de que el cadáver fuera hallado.

    No supo nunca definir aquel sentimiento que le hacía ruborizarse cada vez que la señorita le dirigía la palabra. Aquel sentimiento que le encolerizaba cada vez que ella requería los servicios de cualquier otro criado de la casa, cada vez que alguien le ensillaba el caballo, le limpiaba las bridas bruñéndolas tan bien como él, haciéndolo todo con tal cuidado que la señorita no se daba cuenta de que no era Antoñazas el que la había servido.

    Quería haber sido siempre el criado insustituíble, acompañar a la señorita en sus juegos, ser como la sombra inseparable de la señorita; pero no podía conseguirlo. Y ese afán llenaba todas sus aspiraciones, vivía en todos sus pensamientos. Consiguió en algunas épocas ser el criado preferido, pero nada más. Un día llegó de otras tierras el señorito, que usaba olores tan finos como los de la señorita. Después, lo que tenía que suceder: la boda. Apenas hacía tres meses. Ayudó a las mujeres en la faena de exornar la casa. Con la misma señorita Julia estuvo disponiendo la capilla para la ceremonia. Llevó al breve recinto sagrado los aromas del jardín en la flora exuberante de mayo. Junto a la novia, volvía a sentirse el mismo de siempre, pigmeo, torpe, azorado. Cuando le miraba, no sabía. dónde meterse. Recordaba ahora que, al ir a recibir de sus manos un jarrón, lo dejó caer y se hizo añicos. Ella no pudo reprimir la frase:

    _ ¡Qué desmanotado! ...

    Y él se puso lívido y echó a temblar.

    Aquello le hundía más y más en los abyectos fondos del desprecio. Era un desmanotado, era verdad, pero..., ¿por qué había de decírselo la señorita Julia?

  Recordaba igualmente que en su inmovilidad confundida no atendía a la señorita. Y que cuando se dió cuenta de que le alargaba un ramo de flores tan de prisa quiso cogerlo que atenazó la breve mano ducal y, queriendo enmendar el yerro, retiró prestamente la suya, velluda y áspera, como si la de la señorita quemase. Había recibido entonces una tremenda sensación de inferioridad, la misma de aquellos días remotos en que, después de una ausencia de varios meses, llegaba ella del internado y le saludaba con la divina merced de una mirada y de una sonrisa.

  Ella le había tildado con el remoquete de Antoñazas un día _ uno de tantos días felices _ en que comentando la anología de edades extrañábase la nena de la diferencia de estatura, de las proporciones gigantescas del mozo. Rió, enorgullecido, la ocurrencia de la señorita y la divulgó hasta conseguir que todo el mundo le llamara por el apodo. Otra vez _ ¡ con qué fiebre de hiperestesia saboreaba la evocación!_ regresaba de pasear a caballo, con el abuelo. Los animales, siempre «muy seguros», sintiéronse una vez retozones, y en una cabriola imprevista el que montaba Julia dio en tierra con su jinete. Desmayose. El abuelo gritó, pidió auxilio, y Antoñazas, que acudió el primero, llevó en sus brazos, hasta casa, el cuerpo divino de la señorita. Después hubiera querido morir. Había sido demasiada felicidad para volver de nuevo a la realidad de los acerbos imposibles.

  Cuando vio por vez primera a la señorita, después del accidente, se puso colorado hasta las orejas. Hubiera querido que le tragara la tierra. ¿Por qué? El mismo no lo sabía, no lo supo nunca hasta que llegó el día de la boda, de la separación inevitable. ¡Qué horas aquellas! Nunca lo hubiera creído. Era el día del Corpus. El cielo ponía sobre la aldea un dosel damasquino. Habían barrido las calles, la plaza, y los mozos alfombraron el pueblo con brazadas de hojarasca traídas de los álamos de la ribera. Triunfaba en la gloria primaveral de la mañana un penetrante perfume que salía de la tierra recién regada y de los tiestos de albahaca en flor. Antoñazas andaba por la casa como un beodo. Le latía en las sienes la plenitud enervadora de la naturaleza en celo.

   Los recuerdos felices evocados por la imagen de la señorita Julia se fundían con la furia ignescente del sol, con la explosión cegadora del cielo limpio y luminoso, con el olor húmedo de las hojas de la alameda. de la tierra mojada y de los geranios floridos. A media mañana, las tres campanas de la torre comenzaron a voltear. Era un diluvio de notas metálicas que azotaban  

el aire, hacían vibrar las ideas dentro del cerebro y conmovían el pavimento bajo los pies. Se había puesto Antoñazas sus mejores ropas, y sin embargo, ni se asomó al umbral. Estuvo todo el día en los graneros, sentado sobre un montón de mazorcas de maíz. Igual que aquella noche, Marieta había subido a buscarlo para que bajara a comer. Haa ternasco y buen vino de Somontano. El mozo la hizo salir con cajas destempladas.

     ¡Cómo sonaban las campanas! Todo el mundo hablaba a gritos porque la algarabía del campanario apagaba las palabras a media voz. En esos gritos, en esa algarabía musical, en las ropas nuevas de las gentes, en las calles regadas, en el sol de oro fecundador y ardiente, en el cielo azul, en la festividad solemne del día, que se antojaba revestido de oros lirgicos y velos de incienso, encontraba la cifra sangrienta de su desventura. El loquear de las campanas le exasperaba, pero no era una sobreexcitación nerviosa traducida en  activídad, sino el derrumbamiento sico y moral ante la catástrofe inevitable de cuanto constituía el único objeto amable de existencia. ¡Crueles campanas del Corpus! La diafanidad de sus voces metálicas  era un sarcasmo impío. Celebraban su dolor  y con él hacían motivo regocijante de fiesta en la jocunda vesania del día. A la crueldad del renunciamiento se unía el dolor, lacerador, de la burla.

   A media tarde, cuando el vecindario llenaba la plaza aguardando la hora de procesión, se oyó el trepidar metálico del auto. Los señores se iban. Adivinó, por alguna frase oída a medias, que la servidumbre se despedía de la señorita entregándole cada criado un ramo de flores y deseándolele «mucha felicidá». Después creyó oír pronuncíar su nombre. La señorita preguntaba por Antoñazas. El mozo tembló. Era su voz cristalina, inconfundible, como la aquellas campanitas de plata que tocaba  el acólito en la misa fastuosa de Pascua. Contuvo el aliento ... Nada. El ruido del motor que se alejaba, extinguiéndose a poco en las estridencias luminosas del campanario.

    Pasaban las horas. En todo él sentía como una bienhechora anestesia. Lo único que en el maremágnum de sus confusas  ideas le recordaba el dolor del momento era la jocunda greguería de las campanas del Corpus. Aletargado, con mil inciertas ideas en el cerebro, a nada atena más que a la realidad cruenta de su desventura. Oyó, lejanas, las canturias de la cofradía de Jesus, y después, al atardecer, mudas ya las campanas, el tabletear de una cigüeña en la veleta de la torre.

   Bajó las escaleras tambaleándose. Marieta le vió salir y le llamó. El mozo se encogió de hombros y siguió su camino. A sus espaldas oyó, impasible, el suspiro de siempre:

    _¡Ay, Jesús!

  Salió al campo y anduvo, mecánicamente, hasta las canteras lejanas. En un ribazo dejó transcurrir las lloras, desde que el sol se hundió por detrás del río, como un fabuloso aerostato de oro y fuego, hasta bien avanzada la noche. Entonces volvió al pueblo.

    Al pasar frente a la taberna, le llamaron:

    _ ¡Antoñazas! ... Una copa ... ¿ Quiés una copa?

    Entró. Alguien se le acercó, obsequioso.

    _Vaya este trago por los novios.

    Antoñazas cogió el vaso y, gallardamente indignado, lo estrelló contra la pared. Después salió,

II

    En la llanura inmensa fingían los trigales un oleaje rubio, inquieto y palpitante. El cielo lucía su azul incandescente de agosto y reía el sol sobre el paisaje pletórico de luz.

   Primero fueron unas ráfagas caldeadas que rizaron las mieses y llevaron a las sienes de los segadores olorosas caricias de primavera con fragancia de abril y de trigo maduro. Después, un vellón argentado flotando en la lejanía, como un portentoso ice-berg perdido en el océano de añil.

     Miguel sentenció desde el flanco donde los agavilladores ataban los haces:

     _Malos barruntos trae esa nube.

   La legión de dalladores siguió en su faena. Alguno levantó el rostro hacia el cielo, comprobó la afirmación del mayoral y volvió, indiferente, a oscilar la dalla a derecha e izquierda con un ritmo magnífico. Los filos de acero cortaban los tallos a compás, produciendo un rumor de sedas rasgadas. Cada segador tenía en la línea toda la heroica majestad de los viejos apólogos helenos.

   En la paz de la tarde soñaban las cígarras su leyenda de holganza. Era su canto onocorde como un angustio «etcétera» puesto por la naturaleza al calor de la hora. El ice-berg adquiría proporciones fabulosas. Sus contornos, heridos oblícuamente por sol,  tenían malévolos fulgores de nácar.

    _¿Traerá piedra?_ preguntábase el mayoral,

      Pronto salió de dudas. La nube se extendía rápidamente bajo la bóveda azul. Antoñazas se lo hizo notar, afirmando que la tormenta era inminente.

   Gran parte de la llanura había perdido sus matices estivales _ oro y verde _ y aparecía sumida en la sombra. Tenía aquel flotante vellón tan extraño poder de elasticidad, que a poco puso sobre el paisaje una tupida cortina de lino.

   Las rachas huracanadas desgreñaban los álamos del río y erizaban los trigales. Era el escalofrío medroso ante los primeros síntomas de la catástrofe. En el camino, la tierra se arremolinaba, mugiendo quedamente sus rebeldías. Iba y venía el perro del mayoral, inquieto, oteando el peligro, y el rucio enhiestaba las orejas queriendo prever las torvas intenciones de Júpiter.

     _Apa, a ver si rematamos el bancal.

  La afanosa guerrilla de dalladores redoblaba sus esfuerzos. En cada golpe de guadaña tumbaba una fanega de trigo. Antoñazas quedábase rezagado al extremo de la laboriosa mesnada. Se le vió luchar con su propia impotencia y, por fin. claudicar deteniéndose y descansando sobre el palo de la dalla su torso de atlante.

     _¡El grandísimo badanas! _ objetó el mayoral para sus adentros.

     Y después, en voz alta:

     _¡Ven aquí, adüyame a enganchar!

   El mozo obedeció. Cuando llegó junto al mayoral, quiso disculparse, pero Miguel no le oía.

     _¡Ahí va ese tirante!

     El primer trueno conmovió la llanura.

     Los segadores se detuvieron y consultaron al mayoral con una mirada.

     _ ¡ A plegar!

     A poco, otro trueno bronco y dilatado.

     Cayeron las primeras gotas. Enganchada ya la carreta, se pusieron en marcha bacia Ainal. Iban por grupos. Antoñazas, Juan, Francho y Elías, los cuatro criados fijos de la casa, formaban, discretamente, corro aparte. Los otros, por su condición nómada y su indigencia, pertenecían a una categoría inferior.

     En el horizonte zigzagueó la rúbrica pavorosa de la ira divina y restalló el rayo.

     _P'al amo _ comentó un montañés.

     _ ¡Aguaaa! _ gritó otro.

   Lejanas, sonaron las campanas de la aldea. Antoñazas, sin saber por qué, se estremeció. Bajo el palio grisáceo del cielo urdían con rimas de bronce el más bello poema patriarcal. Abaciales, ungidas en santidad, llamaban a los fieles a la oración. Había que aplacar las iras de Dios.

    Ajenos a la tormenta, arrastrando cansinamente las notas, cantaban los guadañadores una tonadilla absurda:

 «Ya vienen los segadores, mira,

 de segar de Cinco Villas. mira ...»

                       

   Caían las gotal anchas y ruidosas. La tierra, sedienta, las absorbía con avidez y devolvía un vaho caliginoso y acre. En las tablas del carro sonaban como en un parche de tambor, y en las hojas de las guadañas con un sonido cristalino, de acero. La caravana seguía su camino.

« ...de segar de Cinco Villas, míra.»

 

III

   Había cesado la tormenta y la noche envolvía la aldea en su albornoz constelado. Llegaron al pueblo y penetraron en la casa de labor. Sobre el dintel de la gran puerta plateresca campeaba el escudo de los Foces.

     Se tumbaron aquí y allá, sobre el empedrado, cara al techo. Ofrecía el patio un aspecto tétrico de aguafuerte. En la paredes, hasta cuatro candiles de gas, encerrados en polvorientas linternas, vertían sus livideces sobre los rostros de los segadores. Eran cincuenta hombres caídos con un gesto mortal de inercia. Por sus bocas entreabiertas jadeaba la vida en un alentar uniforme. En sus facciones el sudor ponía un barniz verdinegro de mármol antiguo y sus brazos desnudos tenían el brillo de las viejas molduras de bronce.

     Antoñazas, con los otros críados, entró en la cocina. Acomodose en la cadiera y echó al fuego una brazada de ramas secas. Iba empapado. La camisa se le pegaba a la piel, acusando una recia musculatura de Hércules.

     Trajinaba presurosa la criada, revistando las ollas donde acababa de cocerse el rancho de la tarde.

       _¿Habéis tenido mucha agua? _ preguntó Antoñazas, por decir algo.

       _Figúrate. Pa coger un pasmo...

     Los otros hacían pasar de mano en mano una bota de vino. Marieta, malhumorada como siempre que de dirigirse a Antoñazas se trataba, comentó:

       _ ¡Lástima! ... Hierba mala ...

     Antoñazas calló. Sabía que, de continuar, irían a parar a lo de siempre.

     Rara habilidad la de aquella mujer para sacar a colación el tema del querer. Desde que entró en la casa, a los once años, no le dejaba parar a sol ni a sombra. Y eso que ... por falta de desdenes no sería.

     _¿Sabes que ha habido carta? _ preguntó ella dando a la pregunta todo el carácter de una revelación.

       _¿De quién? _ inquirió el mozo, despiertos de improviso sus cinco sentidos.

       _De los señores. ¡Y que mandan expresiones para ti!

     Antoñazas, incrédulo, salió disparado hacia el patio.

       Ganó las escaleras como una exhalación, saltando por sobre los cuerpos de los segadores. Llegó al despacho de los señores.

       _¿Hay licencia?

       Don Joaquín de Foces, señor de Ainal,  con su representativa barba blanca y el prestigio heráldico de su voz de trueno le

hizo pasar.

       Antoñazas, ya en el despacho, se  arrempitió de su decisión. Era injustificable, insaudita. No podía menos de extrañar al  señor aquel interés por lo que pudiera decir una carta que a él, en definitiva, nada debía importarle. Subrayaba su hablar inconexo sonriendo en un ingenuo alarde de afabílidad. Pero su sonrisa no encontraba eco cordial en el anciano, y esto le desconcertaba.

       Don Joaquín escuchaba con atención sin  cejar en su característíca pose de serieedad.  Antoñazas daba vueltas al enorme pavero,  concentrando en las manos toda su nervosidad, El señor habló, por  fin. Efectivamente, habían escrito. No sólo habían escrito, sino que llegaban al día siguiente.

       _¿Que vienen?

       _Mañana por la mañana. En el auto.

       Esgrimía en la diestra el breve pliego, lleno de renglones manuscritos. Con una seña le invitó a que se sentara.

       _¿Ves? Aquí dicen algo que te interesa. El señor quiere llevarte con ellos de ayuda de cámara. ¿Qué te parece? Tendrás  que afinarte, porque así, en bruto, no está bien ... Con esa pinta de esquimal... ¿Entiendes? ...

       Con el índice, don Joaquín señalaba una palabra.

        _Ahí está.

         Miraba el lugar indicado con ojos febriles, de suprema sorpresa. Quería que en sus retinas quedara grabado eternamente aquel término, con la crucecita de la"t", el garabato nervioso de la "ñ". ¡Y qué bien olía la carta! Tenía la fragancia de  los veinte años de la señorita Julia . Pero lo otro ... lo de ir con ellos...

        De improviso, intentando ocultar dificultosamente su emoción, salió.

       _A la paz de Dios.

       Fue un incomprensible arranque súbito. Don Joaquín le vió marchar, extrañado. ¡Demonio de chico!...¡Qué prisa le corría  ir a comunicar a la servidumbre la distinción de que le hacían objeto los señores!

     En los balcones del escritorio volvía a redoblar la lluvia. ¿Otra vez tormenta? Fuera, en el pasillo, creyó el anciano escuchar un sollozo. Salió.

        _ ¡Antoñazas, muchacho!...

        No contestaron. Vio huir vertiginosamente una sombra, esquivando los reflejos inquisitorios de una linterna de petróleo que dibujaba dos triángulos luminosos en la pared

IV

   Incorporados en el suelo, recibían su pitanza de uno en uno, requebrando a la. moza que les servía. Marieta contestaba, desenvuelta y procaz. Su orgullo de mujer bella tenía fácil perdón para todas las audacias. Terminada la refacción de los dalladores, dispuso la de los criados de la casa. En la amplia cocina, sobre una mesa forrada de cinc, colocó dos ollas descomunales. Entregó después a cada cual su cuchara de madera. Uno cortaba el pan con su navaja, feroz navaja digna de la más sangrienta leyenda de rivalidad amorosa.

       Interrogó Marieta, extrañada:

       _¿Y ese?

       _No te se perderá, moceta _ dijo uno.

       _Quedría llevarlo cosido en las sayas_ añadió otro.

       La moza protestó:

      _¿ Queréis callar? ... ¡Los muy ... ,

    El mozalbete de la feroz navaja echó también su cuarto a espadas:

    _Anda a buscarlo, mujer. En la cuadra lo toparás.

      _¿También tú?

    Anduvo nerviosa por la cocina haciendo que hacía, y por fin se decidió a ir en su busca. Llegó a la cuadra. Tumbado sobre un montón de paja lo encontró, hundidos los ojos en las cuencas sombrías, congestionado el rostro.

     _¿Qué haces aquí? Vamos a almorzar.

     El mozo no quería almorzar.

      _¿ Qué tiens?

    No era nada. Cansancio. Todo el día dallando con el sol en la nuca. Pero aquello pasaría. AI día siguiente estaría bueno.

      _Pos sale a almorzar _ insistía ella.

      _¡Pa qué!

      Amorosa, le puso la mano en la frente. Quemaba. Antoñazas le rogó:

      _Anda, Marieta... Veste.

      La moza le miró, enamorada y compasiva. Después salió y, ya fuera, suspiró, compungida, desde lo más hondo del alma:        _¡Ay, Jesús!

 

 

v

   Amanecía. Detrás de las cumbres lejanas un volcán ignorado eructaba amapolas de luz.

     El mayoral daba prisas:

     _¿Rematas, o qué?

     La moza: ultimó el aprovisionamiento de las alforjas. Arrastrando penosamente un pellejo de vino, advirtió: 

     _¡Uy, Dios!... ¡EI vino que gastan!    

     _Y más qu'en hubiera. No le hagas alforja a Antoñazas, que no viene.    

     _¿Yeso? _ preguntó la moza.

     _Van a llegar los señores y tendréis faena a manta.

     Antoñazas salía en aquel instante de l cuadra. Venía ojeroso, desencajado. Miguel, dirigiéndose a sus segadores, como  un capitán a su mesnada,ordenó:

    _¡Apa! Que ya espunta el sol.

   Marcharon. La casa quedó silenciosa, vaa. Resonaban en el empedrado del patio las abarcas de Antoñazas como en un panteón. Salió a la plaza. El aguacero de la tarde anterior había lavado las calles, los  muros encalados, y en la atmósfera dejó una fresca limpidez de cristal. Reconoció, en la fragancia ozonizada del aire, el mismo aroma diabólico de la mañana del Corpus. Sentía el mismo desasosiego molesto y   una extraña fuerza invisible le oprimía el pecho. Volvió a entrar en el patio. Desde la cocina le daba instrucciones Marieta:      

      _Hemos de arreglar el cuarto de los señores, Ya puedes subir al gabinete de la señorita, sacar la consola vieja y llevar el espejo grande de abajo. Después iré yo.

    El mozo subió al cuarto de la señorita Julia. Había en el gabinete tibiezas femeninas. Los primeros besos del sol iban a  fingir arabescos sobre la cubierta de seda azul. Al acercarse a la cama, creyó percibir el mismo perfume que llevaba la señorita el día que se desmayó. Era el cuadrante recubierto de blondas que conservaba el aroma de la breve testa femenina, el olor de los cabellos color miel, de los hombros color de trigo maduro. Acercó su rostro a los encajes para aspirar mejor, para sentir el roce de aquellas sedas que acariciaran tantas veces la piel de la señorita. Y al inclinarse viose reflejado en el espejo que presidía el frontero tocador: sus facciones, renegridas por el sol y el sudor; sus ojos hundidos en un cerco cárdeno, bajo las cejas hirsutas y la pelambrera lacia y polvorienta. Tuvo vergüenza de sí mismo. Enhiestose, retiró sus manazas de oso, grandes y velludas, que había apoyado en el lecho, y comenzó, sumiso, a cumplímentar las indicaciones de Marieta.

    Horas después, el sol vertía, casi perpendicularmente, su saña incendiaria. Auxiliada por el mozo, Marieta ultimaba los detalles de exorno del gabinete.

     Dispuesta la amplia cama, renovados los visillos, cepillados los cortinajes y los breves tapices de los muros, cambiada el agua de la benditera, sólo faltaba que los señores llegaran y animaran el cuarto con su  presencia.                           

      Marieta no le quitaba ojo al mozo. En su silencio, en su gesto laxo, adivinaba el decaimiento total de sus energías. Al echar al gabinete el ultimo vistazo, volvió a preguntarle:

     _¿Qué tiens, Antoñazas?

     _ ¡Qué quiés que tenga!

     Desde la puerta, la moza le invitó a bajar, pero Antoñazas se quedaba un instante aun.

      _Veste, que yo baxo deseguida.

      Se fue ella. En la escalera encontró a don Joaquín. Se había vestido cuidadomente un terno negro, y en la corbata estampada _ ochocentista corbata, en la triunfaba una flora fabulosa, de pesadilla_ lucía, con el viejo escudo solariego, su ejecutoria de hidalguía.

       _¿Todo listo?

       _Sí, siñor.

       _Hoy es día grande, día de júbilo. ¿Y Francho? ¿Y Juan? ¿Han marchado al monte?

       _No, siñor,

       _Los señores están para llegar de un momento a otro, y hay que recibirlos dignamente. Antoñazas, Francho y Juan, suban a la torre, y en cuanto vean el automóvil de los señores, que echen las campanas al vuelo.

       _ Juan y Francho ya están en o campanar.

       _Bueno, pues que suba Antoñazas también.

     El mozo bajaba en aquel instante. Extraviada la mirada, vacilante el paso, incierta la voz al dar los güenos días. Dirírase que huía. Recibió la orden.

     Fuera estalló, como un castillo de fuegos de artificio, la policromía musical de las campanas lanzadas a bando. El vejo,  entusiasmado, contagiado por la alegría dominguera de las notas de bronce, reía.

     _¿Oís las campanas? Igual que el día de  la boda; suenan a fiesta gorda. No domingo, sino a fiesta gorda, a Pascua, a Corpus. ¿Verdad, Antoñazas?

     _Verdad, siñor _ balbució el mozo, marchando escaleras abajo.

     _Vamos, Marieta _ repetía el señor._Vamos a ver cómo ha quedado el gabinete.

     Llegaron arriba. La moza iba delante. De pronto se detuvo y aguzó el oído. Creoír, a través de la algarabía de las campanas, un alarido de dolor. Vertiginosamente, en alas de una cruel sospecha, de un  infausto presentimiento, bajó al patio. Suspiró:

      _¡Ay, Jesús!

     Fuese a las cuadras y llamó en todas direcciones:

       _ ¡Antonio! ... ¡Antoñazas! ..

      Contestaba el loquear de las campanas. Salió a la plaza. Al pie de la torre se arremolinaba la gente en torno a algo dísforme y sangrante. Miró al campanario. Sólo estaban Francho y Juan. Con la evidencia de lo irremediable, lo adivinó todo. Corrió con los brazos en cruz, poniendo el alma entera en sus clamores:

      _¡Antonio!...¡Antoñazas! ...

    Cuando salía, desorbitados los ojos, mesándose las gras, deshecha en llanto, bajaba don Joaquín.

      _Pero, hija, ¿qué es eso?... ¿Estás loca?

      _ ¡Antoñazas, señor, Antoñazas! .

      _¿Qué  dices?...¡Pero muchacha !

       Las campanas instrumentaban, en la paz de la mañana, sus júbilos de bronce. Marieta, entre lágrimas y gritos, desgarraba  con los dientes un pico de delantal, y don Joaquín se maravillaba, íncornprensívo.

      A través del estruendo del campanario lanzó su nota aguda la sirena del auto de los señores. Fue, en la diafanidad matinal

el chirrido de un portentoso diamante rayando el lapizlázuli altísimo del cielo de agosto.

 

(Tomado del nº 37 de la revista Lecturas del año 1924)

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Sol de diciembre

     El encanto de la tarde. tibia reposaba en  la paz del patio como en un panteón. Era también una paz blanca, de deseos apagados, de anhelos y esperanzas inánimes, envueltos en un sudario de místico renunciamiento. El sol de diciembre vertía su luz  amarilla en el claustro, recortaba los arcos de la blanca crujía románica y penetraba por las celosías en un ansia inefable de purificación.          ~

       En los claustros latía siempre un aleteo de rezos a media voz, interrumpido a veces por la algarabía luminosa de la campana conventual. El silencio era blanco, como las tocas de las hermanas y la cal de la columnata encargada de absorber la luz cenital del pequeño patio interior del asilo. Entre las losas alfombradas de liquen surgía el jaramago enfermo de melancolía.

      Pero en la parte posterior del edificio, aquellas galerías superpuestas, sabiamente orientadas hacia poniente para recoger el buen sol de las tardes de ínvíerno, se destruía la leyenda que vertía el silencio en el patio interior, en la iglesia, en el presbiterio... Era la jocunda greguería de los gorriones que habían establecido su feudo en el jardín cuidado por las monjas y en la huerta cultivada por los asílados.

     Todas las tardes, momentos antes de ponerse el sol, se congregaban los pájaros en aquellos jardines y reñían serias colisiones por el disfrute de los agujeros de la fachada para alojamiento nocturno. BIas lo tenía bien observado. Primero buscaban por los árboles desnudos de la huerta la pitanza y después comenzaba la conquista de los dormitorios. Surgían entonces gorriones de todas partes, disparándose como flechas hacia los muros del convento en una algarabía ensordecedora. En estos momentos cantaban de otro modo que los gorriones usuales de las alamedas: daban la sensación de que reían en largas carcajadas de burla, satisfechos del dominio absoluto que ejercian en el asilo, llevando impunemente su libertad a los mayores extremos del libertinaje.

       Blas lo justificaba. Sabían los muy truhanes que los viejos no podían castigarles. Un espantajo habían puesto en medio de un cuadro de plantío, pero demasiado se echaba de ver que era una cruz de palo con la primera levita que la tarasca francesa inventó allá, por los años mil.

       Convencidos los invasores del engaño, profanaban el severo porte diplomático del muñeco convirtiéndolo en evacuatorio. Así tenía de nevados los hombros esqueléticos y aquellos brazos abiertos desesperadamente en un terrible acceso epiléptico. Cierto que el monaguillo salía casi todas las tardes con una esquila descomunal y desfilaba por todos los senderos, hacíéndola sonar estrepitosamente, pero ¡quién hace caso de cencerros!

       Sin trabas ni recato, los gorriones invadían el tejado, los claustros y la huerta, vertiendo en la transparencia de la tarde una lluvia discordante de notas y colores, confetti y rosas de papel, sobre el fondo ocre del cielo.

       Blas, sentado junto a una coiumna de la galería, se dejaba envolver en la caricia del sol y rememoraba la historia de su pobre vida vulgar, en la que las desgracias se habían ido acumulando como si cada una llamara a las demás con un extraño poder de atracción.

       En sus setenta y tantos años había vivido todos los infortunios. A los veinticinco creyose feliz, resuelto el problema de la existencia con un empleo que consideraba vitalicio, en una oficina particular, a la que dedicó sus escasas energías de hombre que todo lo cifra en la laboriosidad. Suplía sus escasos recursos intelectuales con una voluntad férrea para el trabajo. Era servicial, discreto, y eonsiguió el afecto de su principal, con cuya protección realizó la primera ilusión de su vida fundando un hogar feliz con la mujer buena y no muy bella en quien adoró desde su infancia.

       Transcurrieron dos años de dicha. La felicidad culminó con el encanto de la paternidad. Tuvieron una hija. Después, al poco tiempo, la esposa fiel, en cuyos ojos había encontrado la alegría inefable de vivir, murió. Desesperado, buscó y encontró algún consuelo en el cariño de la hijita. Puso en ella todos sus amores. Abandonó a sus amigos y se recluyó, desconfiando del mundo, en un dulce destierro. No quería restar al trozo de su alma el más pequeño de sus afectos.                     

        Solo, sin parientes que compartieran su soledad, concentró en la hija todas sus ilusiones, y pasado algún tiempo creyó haber  reconquistado la felicidad, la ansiada paz interior, que creyera perder para siempre

       Un día faltó el trabajo... Y otro día día aciago que acabó de decidir el desequilibrio de su vida!_ se desvaneció la  gran ilusión de su existencia. Su hija perdiose por amor y huyó de su padre, confundiéndose avergonzada en la caravana de las pecadoras. Purgó en  la abyección su pecado de amor, como tantas otras. 

       Desde entonces sintió que la voluntad, aquella voluntad de la que tantas hiciera alarde, le abandonaba.¿Acaso la vida merecía ya la pena del más fuerzo? Por negarle le había había negado hasta la oportunidad de perdonar a su hija. ¡Y él la hubiera perdonado! ¡Lo hubiera olvidado todo en aras de su inmenso amor de padre! 

       Pero el destino era cruel y se solazaba estúpidamente con su desgracia. No quería, por tanto, rendirle ya el tributo del más pequeño esfuerzo. Más de una vez, en su desesperación, pensó en el suicidio, pero desistió siempre. Despreciaba demasiado la vida para que pudiera temerla.

        Y fue viviendo de la compasión de los que le rodeaban, hasta que alguien, llevado  de un noble sentimiento de caridad, consiguió recluirlo en el asilo.

        Allí, con el cultivo del alma en la religión de Cristo, el anciano se sintió renacer. De su vida pasada, que era como una lejana y obscura pesadilla, le quedaba en  el alma el sedimento de aquel gran amor paternal. Pensando en ella aquella tarde como tantas otras, sintió que sus ojos se  le inundaban de lágrimas.

       _¡Ah, si su madre hubiera vivido!

        La campana pequeña y revoltosa, pegada mílagrosamente al techo del claustro, comenzó a tocar oración. Blas, instantáneamente, se alegró. Ahora subiría sor Ignacia de la Cruz, joven y rubia como hija. También su edad vendría a ser igual y en cuanto al genio, despierto y vivo, era copia fiel del de Ana.

        Había comenzado a sentir por la hermana el mismo cariño paternal que le hizo feliz contemplando en tantas veladas familiares a su hijita mientras llenaba recibos de encargo, a tanto el centenar. Y al mismo tiempo que florecía en su alma este nuevo sentimiento, la obsesión de la hija desventurada se iba convirtiendo poco a poco en una melancolía suave, como si hubiera muerto antes de pecar y él mismo hubiera vertido flores en su tumba.

       Llegó sor Ignacia. Sorprendió al anciano fumando y comenzaron los regaños, unos regaños suaves que acariciaban el alma        _¡Ea, venga ese cigarro! Con uno después de las comidas basta. ¿ Te parece que toses poco? ¡Jesús mío! ¡Vicioso!

       Introducía su manita breve, ducal, en bolsillos de Blas y sacaba un puñado de colillas. 

      _¡Uf, qué asco! Estás en pecado mortal por desobedecer. Mañana te confiesas o no me vuelves a mirar más a la cara, que  yo no quiero tratos con condenados.

       La vocecita aguda y  transparente vibraba en el claustro, bajaba al jardín y se fundía con el parloteo de los gorriones. Blas  quería hablar, pero las lágrimas le nublaban la vista y la voz se le anudaba en la garganta.

        A medida que transcurrían los días, la presencia de sor Ignacia iba reemplazando la dolorosa ausencia de su hija. Se sentía dominado por una felicidad risueña que alegraba la desolación de su vejez. Tuteaba a la hermana con gran alborozo de ella y alguna oposición de la madre, anciana y severa, que se escandalizaba de todo, cuando ésta le llamó la atención, contestó la sor:

        _¡Por Dios, madre! ¡Si se va del mundo, el pobrecito!

         Y la madre, dispuesta fácilmente a cambiar de criterio, consintió.

          Blas era dichoso, desvanecido el recuerdo de su vida anterior en el calor de aquella paz conventual hecha de abnegaciones y afectos puros. Espejismos de la vejez le hacían creer a veces que Ignacía era su hija..

          Le había contado a la hermana su historia, y cuando opuso algunos reparos al llegar' al episodio de la pecadora, que no se atrevía a narrar, exclamó ella:

        -¡Bah! ... ¡No importa...Precisamente escogí la orden de la Caridad porque, de todas las monjas, son las menos beatas.

       Si llamaba a la hermana por el nombre de su hija, sor Ignacía sentía un regocijo infantil, emocionándose levemente al reconocerse objeto de las ternuras paternales del anciano.  

       Recordando todas estas cosas  _remembranzas de oro en el erial de su vida_ BIas creía en la bondad de la existencia. Ignacia era su hija; en la otra no había que pensar. Quería recordar que murió una tarde de otoño, siendo todavía buena. Lo otro era una alucinación, una pesadilla, un capricho de la fantasía que gusta de martirizarnos.

       Sí: la hermana era su hija buena, enviada por el cielo para que sembrara de paz sus últimos días. Bien lo merecía después de setenta y seis años en los que la vida se gozara en su martirio con una voluptuosidad de vampiresa.

       Como todos los días en que el cielo le hacía la merced de un rato de sol en la galería alta, aquella tarde saboreaba los últimos rayos, fijos los ojillos grises en la lejanía y apoyado el. mentón en el cayado.

       Y, como todos los días también, llegó sor Ignacia de la Cruz al toque de oración, pero esta vez radiante de júbilo, con una noticia que la hacía enloquecer de alegría:

       _¿No sabes? Me han destinado al profesorado de las Paúlas, a Zaragoza. Mañana me voy.

       Y después, conmiseratíva, añadió:

       _Lo siento por mis viejecitos. ¿Qué van a hacer sin mí?

       Blas la miró abriendo mucho sus ojos sin brillo. No contestaba. ¿Estaba seguro de lo que había oído? Sí, sí... Sor Ignacia se marchaba; y se marchaba sonriente y contenta.          

       No era la hija buena devuelta por  Dios para sembrar de paz sus días últimos.  No, no lo era.

       Cuando la monja le ofreció el brazo para  bajar al ofertorio, dijo, haciendo un alarde de serenidad:

       _No, ya bajaré solo. Vete, que yo voy en seguida.                

       En cuanto desapareció, apoyó la frente en la vuelta del cayado y suspiró. Las lágrimas enturbiaron más sus turbios ojos grises.

       El Sol huía del claustro. Doraba tan sólo un capitel y amenazaba volar de un momento a otro a aquellas nubecillas que se incendiaban en el horizonte.

       Sentía el viejo un frío extraño que le llegaba a la médula.        

       Lo mismo que desaparecía aquel sol de diciembre que confortara su pobre cuerpo algunas horas antes, se iba para siempre, para no volver, el rayo de luz que proyectó sor Ignacia en su alma, llenando de una dulce y santa alegría el diciembre helado de su vida. Sus días serían ya una anticipación del sepulcro, con sus mismas sombras y su mismo frío denso y terrible.

       Se levantó y comenzó a marchar trabajosamente, repitiendo en alta voz la frase:

       _¡Dios mío!...Se va, y se va contenta ...

      Al escucharse a sí mismo en la soledad del claustro, sintió que las sienes le latían con violencia y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

(Tomado del nº 42 de la revista Lecturas del año 1924)

 

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Aventura de Texas

    Hace más de veinte años, durante la presidencia de Roosevelt, estaba yo en Florida. Era en tiempos de la segunda guerra mundial y el FBI me vigilaba con una falta completa de disimulo y de discreción, lo que en fin de cuentas me permitió eludirlos mejor. Tal vez lo hacían a propósito para que me aburriera y me marchara del país. Decidí salir de Jacksonville y marchar en autobús a New México. Debo advertir que la policía me vigilaba porque alguien me había denunciado como rojo peligroso. Mi denunciante era un rival en materia de faldas —era yo joven entonces— que tenía contactos importantes en la administración. No hay duda de que llevaba yo las de perder. El viaje era largo, ni que decir tiene. Dos días y una noche.

    Y especialmente incómodo. Mi salud no era buena en aquellos días —tenía una hernia que después me operé— y el viajar de noche me ha fatigado siempre. Afortunadamente no había demasiados viajeros. La mayor parte del largo trayecto el autobús estuvo ocupado solamente en sus dos tercios. Nuestra ruta seguía más o menos paralela a la frontera mejicana y el autobús corría por las anchas carreteras macadamizadas de Texas. Mi imaginación se entretenía pensando cómo los idiomas se enriquecen en estos tiempos de técnica industrial. Por ejemplo, eso de macadamizar. Hace algunas décadas un escocés que se llamaba Mac Adams descubrió una mezcla de asfalto y cemento que era a un tiempo bastante dura y blanda para que los vehículos más pesados corrieran por encima sin deterioro en las llantas ni en la pista. Al hecho de dar a las carreteras ese firme especial le llaman ahora en todo el mundo macadamizar. Cuando el origen de una expresión está en una cultura diferente las fuentes no se conservan tan bien. Por ejemplo, del español mesteño, es decir, de la Mesta, viene el nombre del coche mustang —se me ocurrió recordarlo viendo pasar uno de esos coches al lado del autobús y adelantarnos rápidamente—. De mesteño, mustang, que quiere decir algo así como potro salvaje o cimarrón.

    Iba pensando en estas cosas atento al paisaje. La rivalidad en materia de faldas a la que me refería antes consistía en que una mujer me distinguía con su amistad viviendo los dos en Nueva York, y cuando el rival que estaba en Europa regresó esperaba ella que yo, amante enamorado, lo retara a singular combate (al fin era yo un español romántico de capa y espada y supuestamente capaz de cualquier desmán). Yo, que no estaba enamorado ni soy hombre de desmanes, preferí tomar el tren e irme a Winter Park (Florida) a ver los toros desde la barrera.

    Decepcionada ella porque se había hecho la idea de salir en la primera plana de los periódicos como protagonista de un drama de celos, se enfureció y no sé qué le diría a mi rival, pero éste me echó la policía encima. Al mismo tiempo me escribía dulces cartas de amor. ¡Oh, las mujeres!

    Era bastante molesto. En una de las pesquisas de la policía en mi cuarto del hotel debieron hallar una de aquellas cartas de amor (solían fotografiar mis papeles) en la cual me advertía mí dulce enemiga de las diligencias de mi rival contra mi pobre persona. Como se ve, las mujeres son dialécticas. A partir de aquel feliz hallazgo la vigilancia y persecución de la policía cesó por completo. Los agentes comprendieron que se trataba de un asunto privado y no de conspiraciones políticas. Como siempre hay algún lector mal pensado debo advertir que aquel incidente de la carta fue casual. Por otra parte aunque hubiera sido premeditado mi conducta no habría dañado a la dama porque entre los hábitos de la policía existe el secreto profesional.

    El autobús marchaba a gran velocidad. En esos viajes uno se aburre y cualquier incidente por pequeño que sea toma relieve. Así sucedía que dos filas delante de la mía, y sobre el respaldo de los asientos, se asomaba mirando hacia atrás una niña de cuatro o cinco años. Tenía ojos negros, probablemente era de origen mejicano y su expresión lánguida se animaba cuando alguna cosa o persona llamaba por un momento su atención. La niña me miraba con una fijeza descuidada e inocente. Yo alcé las cejas y tomé una expresión humorística. La niña disimulando las ganas de reír se ocultó detrás del asiento. Pero estaba intrigada.

    Poco después volvió a asomarse cautelosamente. Yo me hice el distraído para que se confiara. Y volví a mirarla con una expresión de familiaridad paternal, pero cómicamente amenazadora. La niña me correspondió con cierta coquetería filial. Parecía decirme: ya sé que te gusto, hombre extraño y gesticulador. Y me sonrió.

    Viajaba la niña con su madre o tal vez su abuela, una mujer campesina que llevaba un pañuelo en la cabeza anudado bajo la barba y vestidos modestos y limpios. La niña también iba decorosamente vestida. Y bien peinada, con su lacito amarillo del mismo color del suéter.

    Como digo, nos hicimos amigos a espaldas de su madre o abuela. Desde la infancia las mujeres tienen habilidad para hacer relaciones disimuladas y para la intriga. Más habilidad que los hombres.

    Por fin, cansados de nuestro flirteo, nos pusimos a sestear cada cual en su asiento. La expresión de la niña era de cierta fatiga que yo atribuía al viaje. Pero se advertía en su mirada algo anormal, como un desvarío febril. Eran las cuatro de la tarde, la hora de crecer la fiebre en las personas que la tienen. Sin embargo, me miró otra vez con ganas de recomenzar el juego.

    Dándose cuenta la abuela de que la niña y yo estábamos entregados a un escandaloso flirt se alzó sobre el asiento y se volvió a mirar. Al encontrarse con un hombre ya maduro entretenido en aquellas simplezas sonrió. Yo me acerqué y ocupé un asiento vacío en la misma fila pero al otro lado del pasillo central. La niña y yo nos pusimos a hablar. Me dijo que se llamaba Yolanda y que en su casa de México tenían gallinas y un cerdito o chancho como dicen allá.

    La anciana me explicó que iba con la niña a New México donde tenían parientes que las esperaban. Eso de que las esperaban lo dijo como si quisiera advertir: «No crea usted, a pesar de mi edad y de mi apariencia hay alguien que me espera en alguna parte. Es decir, que nos espera a las dos: a mí y a mi nieta.»

    Le dije que yo era también mejicano. Mi pasaporte había sido expedido en México donde me había naturalizado el año anterior. Ella me miraba extrañada:

    —Pero habla usted de otra manera.

    —¿Cómo hablo?

    —Habla golpiado.

    Quería decir sin las inflexiones de suavidad que suelen usar los mejicanos. Asimilar un acento lleva tiempo. Yo reí y le pregunté cosas en relación con su nieta. Ella respondía:

    —Para la candelaria cumplirá cinco.

    Estaba la niña sentada al lado de la abuela, con la cara contra su costado. Parecía adormecerse y tenía dos rosetas febriles en las mejillas.

    —¿Es que no se encuentra bien?

    —Tiene un resfriado malo y calentura. Cuando lleguemos a casa de mi sobrina en Roswel la pondré en la cama.

    Y la abuela no tenía aspirina. Yo, tampoco. Le dije que en la primera parada del autobús podríamos comprarla. Siempre hay un drug–store en esas paradas y nunca faltan aspirinas. La abuela tomaba una expresión sombría para decir:

    —No, señor, no se puede. No nos dejan entrar en las farmacias.

    —¿A quiénes?

    —A los mejicanos.

    Yo creía haber entendido mal y ella insistía:

    —En los drug–stores no podemos entrar, si no ya habría comprado yo alguna medicina para mí nieta.

    —¿Pero por qué no pueden entrar?

    —Hay una ley contra los mejicanos.

    Por un momento creí que la mujer estaba mal de la cabeza. Le dije que algún bromista le había contado aquel cuento. Pensaba yo que en un país como los Estados Unidos que había redactado y lanzado por el mundo la declaración de los derechos del hombre, en la patria de las libertades civiles, en la democracia más funcional que ha conocido la historia de la humanidad, lo que aquella mujer decía era del todo sin base. Le pregunté si hablaba inglés.

    —Un poco, para decir las cosas más necesarias.

    La contemplaba yo en silencio y también a la niña que parecía aletargada.

    —Con una aspirina le bajaría la fiebre —repetí—. Al llegar a Pecos verá usted como es mentira eso de que no la dejan entrar en las farmacias. No falta ya mucho.

    Me miraba la abuela con una mezcla de extrañeza y de timidez y seguía yo pensando en la inocencia de esas pobres personas desvalidas que creen todo lo que les dicen, sobre todo en un país extranjero cuyo idioma ignoran.

    La niña despertó y quiso volver a sus juegos. Ya sabía yo su nombre y le dije el mío. Ella no quería dormir sino jugar, aunque se veía que tenía fiebre. Sus ojos brillaban y las rosetas de sus mejillas eran más rojas. Sus manos estaban calientes. Calculaba yo el tiempo que tardaríamos en llegar a Pecos. A veces una aspirina a tiempo le salva a uno de una pulmonía.

    Como digo, contaba los minutos.

    Por fin el autobús se detuvo. Era Pecos. Yo pensaba si el nombre de aquel pueblo sería indio o latino. En este caso debía habérselo dado alguna misión católica que criaba ganado vacuno (Pecus, Pecos) y tal vez celebraba allí mercados regulares. Más adelante el autobús tomaría la dirección norte para entrar en otro estado: New México. Es decir, que poco más allá se acabaría Texas.

    Quise que la abuela bajara conmigo para que se convenciera de que sus temores no tenían fundamento. Al ver que nos disponíamos a bajar Yolanda se animó y quiso venir también. Tenía miedo a separarse de su abuela y a quedarse sola en el autobús.

    Bajamos los tres. El drug–store estaba veinte metros más lejos con grandes maniquíes de cartón en la puerta anunciando cigarrillos y coca–cola. En la vitrina había tubitos de neón encendidos en pleno día cuya luz no brillaba mucho porque estaban llenos de polvo.

    Entramos y me dirigí a una mujer de media edad con el pelo teñido y un descote donde la piel comenzaba a acusar la fatiga de los años. En mi inglés con acento español le dije que me diera un frasquito de tabletas de aspirina.

    Ella nos contempló lentamente, uno tras otro, se detuvo un momento en la cara de la abuela, luego en la mía. Y con una expresión hermética se dirigió hacia el fondo de la tienda.

    Miraba yo a la abuela satisfecho como diciéndole: ¿No está usted viendo? Era como borrar de su mente una idea aberrante. Nadie nos había impedido entrar en la tienda e iban a darnos la aspirina.

    La empleada se detuvo un momento en el camino a la farmacia que ocupaba una sección al fondo de la tienda y descolgó el teléfono. Yo pensé: «Ahora, cuando termine con el teléfono nos traerá la aspirina».

    Pero al colgar el teléfono se quedó donde estaba con los brazos cruzados. Creyendo yo que la mujer se había olvidado le recordé que estábamos esperando. Ella pareció no haber oído.

    La abuela se ponía nerviosa y quería marcharse. Yo la retuve, pero al parecer ella había tenido otras experiencias como aquélla y decía:

    —Ya lo ve usted.

    —¿Qué?

    —Nos ningunea, esa señora. Más vale que nos vayamos.

    Recibí una impresión que no había sentido en mi vida hasta entonces. La novedad de aquella impresión me desconcertaba. Nunca había podido imaginar lo que era «no ser nadie» para alguien. No ser absolutamente nadie. No existir. Aquella mujer del pelo teñido se negaba a aceptar que nosotros existiéramos y lo hacía con una naturalidad más dolorosa para mí porque hería zonas de mi sensibilidad completamente vírgenes, ya que nunca había sufrido una experiencia semejante. Yo no existía para aquella hembra, ni Yolanda ni su abuela, mejicanas. No habíamos nacido, no desplazábamos aire ni ocupábamos lugar. Por eso ella no nos veía. Se negaba a vernos.

    Y allí estábamos los tres, con nuestra ominosa ausencia.

    La novedad de aquello me ofendía de tal forma que no acababa de hacer mi composición de lugar. Pero tampoco llegaba a aceptar el hecho envilecedor tal como se presentaba. Yo podía no existir, pero la niña necesitaba ayuda. Ella sí que existía.

    —Vámonos —repetía la abuela, avergonzada.

    —No, eso no. Iré a buscar la aspirina yo mismo.

    Había estanterías con drogas de todas clases.

    En aquel momento se oyó frenar un coche frente a la puerta de la calle. Un buick grande y negro, charolado. Dos policías uniformados entraron en la tienda. Uno ya maduro en sus cincuenta, grande como un gorila. El otro aparentaba sólo veinte o veinticinco. La hembra rubia que nos ninguneaba parecía tan acostumbrada a aquellos incidentes que no debía obtener ya de ellos satisfacción mayor.

    Yo veía en ella algo como un monstruo adaptado a lo arbitrario convencional. Y allí estábamos sus víctimas. Ni siquiera nos atacaba el monstruo. Se limitaba a ignorarnos. Los policías se acercaron pisando fuerte. La empleada se contemplaba en un espejito de mano y corregía con el lápiz la línea de los labios. Había llamado a la radio–patrulla y allí estaba. Todo era como solía ser, habitualmente.

    El policía mayor nos dijo con una rudeza profesional:

    —¿Qué hacen aquí? Fuera, fuera.

    —¿A quién lo dice usted? —pregunté más perplejo que antes.

    —A usted y a esas dos mujeres. ¡Fuera de aquí!

    Era aquello de una eficacia envilecedora como nunca en mi vida podía haber imaginado. Sin embargo, yo creo que era peor todavía la indiferencia distante e impersonal de la empleada que había acabado de pintarse los labios y se pasaba por ellos la lengua. Respondí sintiendo que la respiración se me enfriaba entre los labios y el pecho:

    —¿Qué ley le autoriza para echarnos de un lugar público donde no hacemos daño a nadie?

    —La ley del estado. Fuera de aquí. Vamos, vamos, que no estoy para perder tiempo con los mex.

    El otro policía, el joven, empujaba a la anciana y a la niña y quiso ponerme la mano en la espalda a mí también. Yo me aparté y le dije:

    —Usted no me toca. Y tengan cuidado porque no voy a tolerar lo que hacen sin protestar. Esta niña está enferma y necesita medicinas.

    —Fuera, fuera. Y usted —se dirigía a mí— cállese.

    —Estoy en un país libre —dije alzando la voz— y usted no tiene derecho a prohibirme que hable o que entre y salga donde me apetezca.

    Me pidió los documentos de identidad. Le di mí pasaporte mejicano donde al parecer estaba escrito que había nacido en España. Yo no me había fijado en ese detalle. El policía dijo un poco decepcionado:

    —Ah, bueno. Usted es diferente porque ha nacido en España. Usted puede entrar en los drug–stores. Pero los mejicanos, no. ¡Fuera la vieja y la niña!

    La anciana tenía razón aunque yo no acababa de creerlo. He sido un admirador de América y de sus libertades. Y estaba viendo que en Texas (estado americano) esas libertades incluyen el derecho de las autoridades a la crueldad, a la injusticia y lo que es peor, lo que es intolerable, a la estupidez representada por aquellos dos policías: dos antropoides uniformados:

    —¡Fuera, he dicho!

    El policía se dirigía a la empleada del pelo rubio:

    —He is not a Mexican, this fellow.

    —¿Cómo que no? —grité—. Soy tan mejicano como ellas. Y ni esta señora ni la niña ni yo saldremos de aquí sin la aspirina. ¿Cómo se atreven ustedes a negar a nadie el derecho a la salud? ¿Quiénes son ustedes para negarle a una niña el derecho a la vida?

    Debo confesar —así es de vil la naturaleza humana— que al ver que me hacían objeto de un privilegio aunque fuera pequeño, por haber nacido en España, alguna parte subalterna y perruna de mi conciencia se sintió halagada. Pero fue solamente durante una fracción de segundo. Y reaccioné indignado contra la policía y avergonzado de mi debilidad. Los policías y la empleada me miraban como pensando: «Parece tan mejicano o más que la mujer y la niña, pero no lo es. Legalmente tiene derecho a entrar aquí. Lástima.» En todo caso alcé la voz:

    —¡Déme usted la aspirina de una vez!

    Ella seguía en sus trece (se había propuesto que yo quedara fuera y al margen de la existencia, al menos de la suya) y allí seguía la rubia con los brazos cruzados, apoyada de espaldas contra una columnita que separaba dos filas verticales de estanterías llenas de frascos. Parecía no ver ni oír. Sin duda con aquella actitud estaba adulando a los policías y diciéndose a sí misma: «Yo pertenezco a otra clase más respetable.» Debía ser una de esas hembras frustradas que en la menopausia buscan compensaciones sádicas. Y cuyas axilas huelen a geranio marchito.

    La policía empujaba a la abuela y a la niña —no a mí— hacia fuera y yo repetí una vez más tomando a Yolanda de la mano:

    —Vienen conmigo y yo no saldré sin esa medicina. He pedido un frasco de tabletas de aspirina. ¿Está usted sorda?

    Ella no parpadeó ni se movió de su sitio. Ya dije antes que estaba habituada a escenas como aquélla. Seguía yo sintiéndome en ridículo entre la vergüenza y la indignación. Los policías se extrañaban de mi insistencia y parecían pensar: «Sino va nada contra usted ¿por qué toma la cosa tan a pecho?» Pero había otra empleada más joven (casi una niña) que sin decir nada vino con la aspirina, la dejó en el mostrador, recibió el dinero y fue a la caja con una expresión concentrada y contrita como si fuera ella la culpable.   ¡Oh, la linda samaritana! Le pedí un vaso de agua para la niña y ella que parecía compadecerse de ella fue a buscarlo. Los policías insistían en sacar a las mejicanas y habían hecho de aquello una cuestión personal. Yo seguía reteniendo a Yolanda quien a su vez se agarraba con la otra mano a su abuela. Entonces el más viejo que estaba impaciente y contenía apenas sus nervios se encaró conmigo:

    —¿Dónde está su equipaje?

    —En el autobús, ¿por qué?

    —Vaya a buscarlo y venga con nosotros.

    —¿Yo? ¿Es que estoy arrestado?

    —Haga lo que digo y déjese de preguntas.

    —Yo me niego a ir a ninguna parte si no me dicen por qué y para qué.

    El policía joven quiso cogerme del brazo y yo me aparté airado. El otro me dijo impresionado tal vez por mi violencia:

    —Es para hacerle algunas preguntas. En un momento llegaremos. Y tú —dijo al otro policía— acompáñalo al bus para que coja el equipaje. Vamos al car. ¿Oye usted? —añadió echándome saliva a la cara—. Digo que vamos al car.

    —¿Qué car?

    En aquel momento llegaba el vaso de agua. La niña tomó su tableta, le di el frasquito a la anciana quien me dio las gracias con un suspiro y salió con su nieta empujada por el policía viejo después de mirarme lánguidamente y decirme en silencio: ¿Ve usted como era verdad?

    El policía joven —el chimpancé— fue detrás de ellas hasta convencerse de que salían a la calle—. Era la ley. El otro policía, el gorila, preguntó:

    —¿Qué equipaje tiene usted?

    —Una maleta y una cartera de mano.

    —Camine. Vaya a traerlas.

    —Yo no tengo nada que hacer ahora con mis maletas. No me interesa traerlas aquí. Si les interesan a ustedes vayan a buscarlas.

    El policía joven, cumplida su importante misión de desalojar el local de mejicanos volvía, satisfecho de sí. El viejo le dijo señalándome con un gesto:

    —Se niega a sacar el equipaje. Por algo será, digo yo.

    El joven me miraba pensando: «Debe ser un gran criminal.»

    Sin duda era un policía principiante. Suelen andar en parejas un veterano y un aprendiz. El viejo al ver que yo tomaba aires de intransigencia había amainado un poco. Aunque no cejaba del todo:

    —Venga al cuartel de todas formas.

    —Me niego a ir con ustedes a ninguna parte.

    —Podemos obligarlo. ¿No sabe que puedo acusarlo de desacato a la autoridad?

    —El cónsul de mi país sabrá defenderme.

   Me llevaban en todo caso contra mi voluntad sintiéndome de veras ultrajado y así lo declaré dos o tres veces. Como dije, el auto era un buick pesado, con radio y teléfono. Nos quedamos un momento esperando mi equipaje. El policía joven había ido a buscarlo y volvió con mi maleta y mi cartera. Los viajeros se asomaban a las ventanillas y me miraban con grandes ojos asombrados. Para compensar de algún modo el desaire de mi situación yo sonreía y fumaba falsamente tranquilo. Por vez primera pensaba que había algo en la democracia burguesa americana que no funcionaba o que funcionaba mal, que es peor. Como la cosa no se ha corregido sigo pensándolo.

    En una de las ventanillas la abuela de Yolanda miraba con los ojos húmedos de lágrimas y la misma expresión de espanto que le había visto en la tienda. Yo me sentía un poco Don Quijote, aunque sin caballo ni lanza. Y sin Dulcinea. La pobre viejita tenía razón. ¡Vaya si tenía razón! Pero, ¿estaban locos los americanos? Me consideraban un delincuente por haber querido comprar aspirina para una niña que tenía fiebre. Estaba yo avergonzado de mi propio error al creer que todo aquello era imposible en un país como los Estados Unidos de América. Ciertamente, Texas es Texas. Más tarde he sabido que los mejicanos les pegaron algunas palizas en la guerra del siglo pasado y que ahora los téjanos rencorosos usan esas y otras formas vejatorias. Se ven letreros ocasionalmente que dicen: «No se admiten negros, perros ni mejicanos.»

    Dentro del coche la proximidad de los policías creaba un malentendido incómodo para mí. La gente podía pensar que yo era un criminal o un amigo personal de aquellos antropoides. Cualquiera de las dos hipótesis me parecía deprimente.

    Cuando entró en el coche el policía joven con mi equipaje el otro, que se había puesto al volante, abrió el contacto y nos pusimos en marcha. Al dejar atrás el autobús vi que los viajeros que estaban antes en las ventanillas del lado derecho se habían pasado al lado izquierdo y seguían mirándome llenos de curiosidad. Debían creer que yo era un gángster, menos la ancianita mejicana que seguía en su asiento tragándose las lágrimas por miedo a llamar la atención. Ella sabía que yo no era gángster, pero debía pensar que era un poco estúpido para haberme metido en aquel lío.

    —Usted se hace responsable —dije al policía viejo— si pierdo el autobús. —No lo perderá.

    Al mismo tiempo comenzaba yo a sospechar que aquellos policías tal vez estaban advertidos por el FBI de Florida. En esos casos las sospechas y los recelos crecen alrededor de nuestro desamparo. Es natural.

    —Pienso pedir daños y perjuicios —dije todavía por decir— si pierdo el autobús.

    Hablaba por hablar y por reedificar mi ego herido. El policía parecía darse cuenta y respondía casi protector:

    —Ya le dije que no lo perderá.

    Hablaba con una gran seguridad. Sin embargo, se oía el motor del autobús y vi por la ventanilla que arrancaba sin mí. Todo aquello era un abuso de fuerza con ironías y sarcasmos implícitos. Yo me sentía del todo en ridículo.

    Fuimos a la oficina que no estaba lejos. Ya en ella los guardias se pusieron a hurgar en mi cartera y entre mis papeles hallaron una pequeña carta de Mrs. Eleanor Roosevelt en la que decía que había hecho una recomendación al State Department para que me dieran el visa de entrada. La carta —un volante impersonal y formulario— estaba fechada tres meses antes. Ella —Mrs. Roosevelt— era amiga de amigos míos que habían pedido su ayuda para que me dejaran entrar en el país.

    Miraba el policía viejo aquel papel con media sonrisa de incredulidad.

    —¡De veras! —exclamó jovialmente—. Es la firma de la big girl.

    No creía yo que aquélla fuera una manera adecuada de referirse a la esposa del presidente de la república —digo, para un policía— y se lo dije. Él respondió con una pregunta:

    —¿Es usted amigo de Mrs. Roosevelt?

    —No, ni es necesario para saber que es una mujer respetable.

    El policía callaba y yo añadí creyendo impresionarlo:

    —Tengo otros amigos en el East y pueden darles a ustedes un disgusto si llega el caso.

    —¿Cómo? —dijo él alzando una ceja.

    —Diciendo en la prensa de Nueva York lo que ha sucedido aquí.

    —Yo cumplo con mi deber y está usted gastando saliva en balde si quiere enseñarme cuál es mi obligación.

    Pero al mismo tiempo y tal vez para congraciarse conmigo dijo algo en voz baja al otro policía quien salió del cuarto y volvió con dos botellas de coca–cola que dejó sobre la mesa, una de ellas para mí. Yo no tomo esos brebajes y menos en el gollete de la botella. Eso dije. El cabo hizo un guiño a su joven subordinado y dijo con cierta inocencia:

    —Es un gentleman. Trae un vaso.

    Contra su voluntad el otro fue a buscar un vaso de cartón y lo dejó delante de mí en la mesa.

    A pesar de aquellas atenciones el guardia joven seguía mirándome como si estuviera ante un delincuente peligroso. ¿Al Capone? ¿O Dillinger? El viejo tomaba las cosas con calma y no tardé en ver por la manera de cerrar mi cartera y renunciar a abrir la maleta que había cambiado de opinión. En vista de eso y como una concesión amistosa yo puse coca–cola en el vaso y bebí un sorbo.

    Mi autobús había partido con Yolanda y su abuela. Y con la aspirina, menos mal. La fiebre de la niña bajaría. Yo pensaba constantemente en aquello y apenas oí al cabo —el gorila— cuando me dijo:

    —Debe usted saber en el futuro y para los efectos consiguientes que en el estado de Texas está prohibido a los mejicanos entrar en los drug–stores.

    —¿Le parece a usted eso justo?

    —Allá ellos. Que no vengan a los Estados Unidos si no quieren.

    —Muchos han nacido en Texas de padres mejicanos y son tan ciudadanos de América como usted.

    Sin responder el policía viejo tomó —él mismo— mi carteta bajo el brazo y el joven mi maleta y volvimos los tres al automóvil. No sé qué pretendían antes llevándome al cuartel. ¿Tal vez comprobar si yo figuraba en la colección de fotos de los criminales wanted? ¿En la lista de la gente fronteriza sospechosa? ¿O tal vez simplemente querían molestarme? Esto es lo más probable y no hay duda de que lo consiguieron durante media hora.

    Salimos en silencio de la ciudad por la carretera del norte. El coche aumentaba su velocidad y yo vi que el contador marcaba noventa millas. Ciertamente la carretera era ancha y sin accidentes, bien macadamizada y recta hasta el lejano horizónte. Después de un largo silencio que se hacía más denso por la peligrosa velocidad que llevábamos el conductor dijo como si respondiera a las preguntas que yo formulaba en mi mente:

    —El bus hace sólo sesenta millas. Nosotros hacemos noventa y cinco y lo alcanzaremos pronto.

    Estaba justamente orgulloso de su buick (ocho cilindros, más de doscientos caballos). Un cuarto de hora más tarde vimos él autobús a una distancia de dos o tres millas. Poco después el conductor reducía la velocidad para emparejarnos con él.

    El policía sonó la bocina y el coche de línea se detuvo. Otra vez aparecieron los rostros asustados en las ventanillas. En todos ellos creía yo estar leyendo la misma reflexión: «El criminal de Pecos. Ahí traen al criminal de Pecos.» El rostro más asustado era quizás el de la abuela. Creo que me miraba con recelo, la pobre. El hecho de que me hubiera arrestado la policía —siquiera por unos minutos— debía hacerme sospechoso para ella.

    Los policías dejaban mi equipaje en el suelo y volvían a su coche como si tal cosa, pero yo les dije:

    —Eh, eh, hagan el favor de llevar mis bagajes al lugar donde los encontraron. Yo no tengo obligación de cargar con ellos.

    El policía viejo puso una expresión de aburrimiento impaciente. El otro de indignación como si pensara: «Yo le daría a éste una lección aunque tenga amigos en Nueva York.» Ya se sabe que los policías primerizos toman las cosas a pecho. Yo no quería cargar con las maletas pensando en mi hernia. Cuando volví a subir al autobús seguido por los policías con mis equipajes los viajeros me miraban de reojo, menos Yolanda que estaba encantada de verme y que ya no tenía fiebre. Sin embargo, su abuela seguía recelando de mí y no me atreví a sentarme a su lado para no asustarla más. Así y todo le dije alzando la voz de modo que me oyeran los policías:

    —Esta tierra donde estamos entrando ya no es Texas. Supongo que aquí la gente se conducirá de un modo más humano.

    Sonrió la abuela con una expresión marchita y sin fe. Digo, sin fe en mí. Parecía pensar: «Este hombre se mete en lo que no le importa.» Se sentía insegura en el país y tenía miedo de que los otros viajeros pensaran que era pariente o amiga mía.

    Los policías se fueron y el autobús siguió su camino. Por el espejito retrovisor el chófer me miraba tratando de ver qué clase de sujeto era yo y por qué la policía la había tomado conmigo.

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     Un campesino castellano acababa de cruzar la frontera de Francia en compañía de un campesino andaluz. Poco después de pasar los dos la inspección aduanera fueron a una tabernita y pidieron un vaso de vino y dos trozos de pan.

    Iban comiendo despacio y pensando en su propia suerte. No hablaban francés, pero esperaban a un empleado de una agencia hispanofrancesa que se encargaría de ellos.

    Los campesinos se llamaban Pedro y Juan, nombres muy corrientes, desde luego. Juan, el andaluz, era por un extraño azar rubiáceo y de ojos azules, mientras que el castellano parecía un moro.

    —Ésta es ya otra tierra; Pedro.

    —Otra tierra es. Es la Francia.

    —A mí se me hace que es igual. Menos el habla.

    —Y el gorro de los guardias.

    —¿Cuál es tu sentir, Juan? —preguntó Pedro.

    Pedro bebió un sorbo y dijo:

    —Pues ¿qué quieres que te diga? En la taberna saben algunas palabras españolas para servir al que llega.

    —El negocio.

    Contaban sus monedas y seguían hablando:

    —Nos ven como gente que va a ganarse la comida fuera de su país y eso se mira mejor o se mira peor. Depende.

    —Yo no me aflijo. ¿Qué más da? La vida es la vida.

    Se quedaron callados y siguieron mascando su pan y bebiendo su vino. Yo también salí de España algunos años antes por aquel mismo lugar de la frontera temiendo que por los otros, más próximos al mar, la aglomeración sería engorrosa y debía tener implícito algún peligro o al menos alguna incomodidad.

    Recuerdo que también yo comí mi pan y bebí mi vino. La única diferencia estaba en que yo hablaba francés mejor o peor. Recuerdo, también, que los aduaneros buscaban en mi pobre bagaje barras de oro, mandíbulas de muertos con dientes de oro, acciones al portador de compañías extranjeras, por lo menos alguna joya de posible valor. Nos consideraban tipos siniestros. El folletín les gusta a los franceses. En mi caso y en el de cada fugitivo había sólo una callada desesperación. Digo, en 1939.

No puedo menos de recordar a un ex director general del gobierno de Barcelona que tenía veinte millones de francos en el bolsillo y andaba buscando a quien dárselos, porque, no eran suyos. Eran del gobierno, es decir, del Estado español. Me los ofreció a mí y no los quise. Los ofreció a otros que aunque tenían hambre tampoco los quisieron. Por fin encontró a un ex ministro que los recibió y le firmó un recibo. El ex director general se cosió el recibo en el forro de la chaqueta y se acostó a dormir hambriento, pero tranquilo.

   Yo, al cruzar la frontera, pensaba: «Me voy de mi patria porque tengo en Francia dos hijos que no saben hablar aún español ni francés. Y hay que salvarlos». ¿Salvarlos de qué? La vida tiene asechanzas malignas. Mis niños habían conocido las mejores condiciones posibles de bienestar desde que nacieron. Pero eran huérfanos. A su madre la habían matado porque no podían matarme a mí que estaba al otro lado del frente, en Madrid. Y la mataron a ella. Los caballeros cruzados la mataron. Quedaban mis hijos y había que tratar de que la tiranía de la necesidad no los destruyera.

    A la larga serían destruidos como los demás, pero no por la necesidad, al menos mientras yo pudiera evitarlo.

    No por la necesidad. (Esto había llegado a ser una obsesión.)

    Seguiría siendo una obsesión muchos años hasta que fueran mayores y sus alas fueran bastante firmes para volar por su cuenta.

    Allí estaba yo entonces, quince años antes, en la frontera, diciéndome: «Ya no es mi patria, ésta. Estoy en lo que los campesinos llaman tierra gabacha». La palabra no es ofensiva. Con el tiempo se ha hecho malintencionada, pero en su origen no lo era. Con el tiempo, en mi aldea natal, «gabacho» se hizo sinónimo de «cobarde». ¡No seas gabacho!, nos decían los niños si llorábamos. Pero ésa, como otras tantas palabras, que parecen idiotismos o barbarismos, tenía un origen neutralmente definidor. Gabachos son los habitantes de las orillas de los gaves. El gave d'Oloron, el gave de Cauterets, y todos los ríos que reciben en las faldas de los Pirineos franceses la nieve derretida de la primavera. La v se convertía en b porque nosotros no las diferenciamos en España, pero debía ser gavachos.

    En tierra de gabachos. Buena gente los gabachos —y nada cobardes según han mostrado en tantas guerras—. Buena gente sobre todo frente a las miserias naturales que esclavizan en días de crisis a los hombres. Gabachos. Gente valiente, heroica, lógica y humanitaria. Yo los amaba a los gabachos. Se veía en sus gestos, en sus miradas, el placer de ayudarnos cristianamente. O diabólicamente, porque ya digo que algunos tenían en su imaginación las barras de oro del banco de España. Pero nos ayudaban. Con recelos y sospechas, pero nos ayudaban.

    Yo, pobre de mí, cuando había guerra en España la hacía con dinero de mi bolsillo. Era una especie de guerra privada y personal (lo era para todos los españoles) y las reservas que tenía en mi cuenta corriente en el banco se fueron disolviendo a medida que tenía que comprar ollas para la comida del frente en mis unidades, mantas y hasta insignias nuevas para los soldados ascendidos (que yo les regalaba, según la costumbre de los jefes). Así se consumieron las treinta o cuarenta mil pesetas de mi cuenta corriente. Algunas cantidades fueron también a parar a las manos de más de una familia amiga de la clase media que tenían en Madrid problemas inmediatos y muchos hijos pequeños.

    No lo digo porque yo crea que me conducía generosamente. Yo sabía que todo se lo iba a llevar el diablo, y me parecía torpe dejar aquel dinero congelado en un banco y esperándome a mí. A mí que no volvería, seguramente, nunca. Prefería dejar un recuerdo amistoso en un hogar honrado de gente sin inquina social ni política. Gente neutra.

    Así es que cuando salí de España mi cuenta corriente se había agotado ya. Recuerdo que solía entrar en el banco Central y a través de trincheras de sacos terreros (dentro de él) llegaba a una ventanilla donde un empleado, perplejo también (todos lo estábamos, entonces), recibía mi cheque y me lo pagaba. Como el banco estaba al lado del palacio de Buenavista donde solía estar el Ministerio de la Guerra, el enemigo tiraba y, como suele suceder, las granadas caían pocas veces en el blanco, pero destruían las casas de alrededor.

    Después, ya en Francia, confiaba en algunos derechos de autor franceses, ingleses y americanos que se habían acumulado en las editoriales. No gran cosa, pero lo suficiente de momento para defenderme contra la miseria. Así fue.

    Allí, en Bourg Madame, se veían aún las montañas de España.

   España era una madre vieja y un poco maniática (un poco tontita también, como a veces son las madres viejas), que se impacientaba e insultaba a sus hijos. Que nos daba un cachete o un palo si se terciaba. Pero no dejaba de ser la madre. Recuerdo que en los días ya lejanos de la guerra de África un soldado que estaba siempre escribiendo a su madre me decía, contestando a mis preguntas:

    —Sí que la quiero, a mi madre. Y no sé por qué, ya que no he recibido de ella sino golpes y malas palabras. De chico me daba más que a una estera, pero se alegrará cuando le den la carta y por eso le escribo: para enviarle algún contento, a la pobre.

    Hay sabiduría elemental en el campesino español y en el obrero. Al fin esa sabiduría elemental vale tanto como la otra, y aún más. Y yo pensaba en España como en una madre vieja e infeliz ella misma, con achaques y manías, pero madre, al fin. Y le decía en mi mente muchas cosas.

    Le decía: Tal vez no volveré ya nunca. Dejaré mis huesos en alguna de las encrucijadas del mundo, como tantos otros españoles. Y no importa. Nuestra patria va a ser pronto extendida y dilatada enormemente. Va a ser pronto el planeta entero, el planeta loco que sigue girando en su eje, bien ajeno y bien despreocupado de nosotros sus hijos. Pero se dice pronto, eso. Cuando uno se ve al otro lado de la frontera se dicen muchas cosas, pero no se puede evitar la frialdad del clima humano, digo, las miradas lejanas y de una indiferencia inquisitiva que ofende. Nadie quiere entendernos. Cuando uno dice: hace un día hermoso, siempre hay alguien que mira de reojo y piensa: ¿Qué habrá querido decir con eso? No se fían. Nadie se fía del trashumante que habla otro idioma, aunque vaya a visitar el santuario de Buda, de Mahoma, de San Pedro o de Santiago.

    Nadie se fía del tipo migratorio que pasa por el camino con el saco a la espalda. ¿Mendigos? ¿Ladrones? ¿Degenerados?   ¿Gitanos?  Si no son nada de eso ¿por qué han huido de su patria? Yo no habría huido si no fuera por mis hijos, es verdad. Habría preferido quedarme y hacer lo que pudiera en la dirección de mis creencias, pero había que buscarles el pan y prepararles un cobijo contra la intemperie.

    Había salido y sabía que iba a perder (que había perdido ya) muchas cosas, tal vez para siempre. Entre ellas el aire al que mis pulmones estaban acostumbrados, un aire con reflejos verde–azul, distinto del de Francia, Alemania o Inglaterra. En este nuevo aire tramontano había algo nuevo. Uno tosía porque el sistema nervioso de uno se sublevaba contra la novedad. Y luego, la imaginación, que tanto cuenta.

    Había perdido el eco (era cuestión de eco) de la risa de mis antiguas novias adolescentes, todas tan dulces y genuinas, por una razón u otra. El eco del llanto de los niños recién nacidos que quedó vibrando en las paredes de mi hogar. Aquel llanto que le despertaba a uno de noche sin molestia. Las molestias de los niños pequeños nunca debilitan ni perturban a los padres. Dormimos menos en esos años, pero no dormimos peor. Dormimos con la sensación de plenitud del que tiene hijos y debe atenderles en su llanto y gozar de su risa.

    Perdería —había perdido ya— los reflejos del verde del Retiro en los cristales de la ventana de mi estudio. El gañido de los pavos reales de la casa de fieras (pobres pavos reales, incluidos en esa denominación de fieras de parque zoológico). Y también los rugidos de los leones hambrientos, que oía desde la cama. En cuanto a mi esposa prefiero no decir nada. Hay el pudor de la desgracia. No he dicho sobre esa desgracia sino el hecho escueto. Hablar más —o escribir— en un libro que se compra con dinero me parece ominoso. Todos pueden adquirir por unas pesetas el derecho a leer ese libro, pero no a poner su mano en el sagrario último de mi más entrañable alegría o desgracia. Las dos se irán conmigo cuando me vaya de este mundo, para siempre.

    Entretanto yo también podía rugir —ustedes comprenden—, pero no de hambre de pan ni de sed de justicia, sino simplemente del desconcierto conflictivo entre el existir y el ser. Mis rugidos serían más bien secretos y esenciales. Pero podrían oírse más lejos que los rugidos de los leones enjaulados. Ellos en su jaula y yo en mi pena. De hecho se van a oír. Me van a oír.

    Yo los conocía, aquellos leones. ¡Cómo me habría gustado sacar por lo menos al más viejo y estoico, al que había renunciado ya para siempre a salir y tenía enfermedades denigrantes para un león como piorrea o artritismo! Me habría gustado sacarlo de allí y llevarlo conmigo. Pero no era yo bastante rico para devolverlo a las selvas de África. Lo demás habría sido condenarlo a una libertad ya inservible y sin sentido. Incluso a una libertad dolorosa. ¿Es que puede ser dolorosa la libertad?

    Para el viejo león lo sería ya. A menos que pudiera llevarlo como digo a la selva africana y dejarlo entre los suyos.

    Era mejor tal vez que siguiera en su pobre jaula, que rugiera a las once de la mañana y a las cinco de la tarde (era su manera de llorar tal vez) y que esperara su boba muerte consuetudinaria. Como tú. Como yo. Viudo también. Porque aquel león era viudo.

Si hubiera sacado yo aquel animal del Retiro, para llevarlo conmigo, probablemente habría llegado a ser amigo de mis niños. Ellos lo amaban porque su rugido fue lo primero que oyeron al venir a este mundo. Rugidos de león y gañidos de pavo real. No iban a volver a oírlos en toda su vida, porque no hay leones ni pavos reales en los cruces de las avenidas. Eran pavos reales con la cola caudal que recordaba las cortinas de espuma bordada del camarín de la reina Madamasima, la que no se acostaba con su cirujano.

Y con tres puntos de exclamación —los pavos reales— sobre su cabecita arrogante que no expresaban ira ni ofensa, sino una especie de perplejidad decorativa.

    Si hubiera llevado el león conmigo por el mundo yo sé muy bien lo que le habría sucedido. A su vista, la gente habría echado a correr espantada. Delante del león se habría hecho el vacío. Los que huyeran se atrincherarían en sus casas, se asomarían disimuladamente a las ventanas. Al ver al león conmigo, pacífico y calmo, no podrían creerlo y correrían a buscar sus gemelos prismáticos. Volverían a mirarlo. Verían que mi león era un león, yo un hombre ya maduro y mis hijos dos tiernos infantes que apenas si comenzaban a caminar. ¿Podría nadie imaginar un espectáculo más peregrino? Y comenzarían a cavilar. Y probarían a entender.

    Todos teníamos entonces un mismo problema. Todos buscábamos la libertad. No es que la libertad resuelva problema ninguno como no sea el de la falta de libertad. Con la libertad, la vida seguía siendo difícil. Había que decidir qué es lo que uno iba a hacer con ella, lo que, en sí mismo, es un desafío a nuestra aptitud de elección y de consentimiento. La libertad no cancelaba los problemas de la enfermedad, el hastío, la perplejidad, la zozobra angustiosa y el odio destructor.

    Pero teníamos la libre decisión frente al mal y al bien. Nadie nos diría a quién teníamos que adorar, a quién aborrecer. El que quisiera nuestra atención tendría que merecerla y conquistarla y arriesgar algo por ella. Arriesgarlo todo, quizá. Así es la vida.

Nosotros estábamos dispuestos a darla —nuestra atención— por el amor de los otros, de todos los otros.

    Pero sería un amor tal como nosotros lo necesitábamos, no el amor que nos impusiera el dogma, ni la asamblea conciliar de los ejecutores de la justicia. Nada de eso. Sería simplemente el amor, nuestra secreta e íntima e inalterable razón primera de ser.

    Cuando vieran que el león parecía pacífico algunos abrirían otra vez la puerta de su casa —no mucho—, apenas un jeme, y sacarían la mano temblando de emoción. Golpearían con ella la puerta, y al ver que el león volvía la cabeza se asustarían y cerrarían de nuevo. Pero, después de algún tiempo de observarnos, algunos se atreverían a salir y a mirar de lejos.

    Yo les diría:

    —No tengan miedo. Pueden acercarse. El león no les hará daño. Lo saqué de la jaula del Retiro y le di la libertad. Está agradecido y ahora viene con nosotros.

    Entonces algunos se atreverían a tocarle al león la punta del rabo y presumirían con los otros: «Yo soy el primero que ha tocado al león». Otro tal vez osaría más. Con un bastón le rozaría el lomo. El león volvería la cabeza indiferente y el osado tiraría el bastón y saldría corriendo. Aquello sería cómico.

    Un tercer ciudadano con un bastón más largo que acababa en un aguijón pincharía al león en el lomo. El león de piel gruesa y bien poblada de pelo apenas si lo percibiría, pero alzaría la cabeza y miraría de soslayo, alerta y receloso.

    Otro probaría a molestarle más. Con una caña le tocaría quizá los testículos. O bien con una tijera trataría de cortarle el rabo. O le arrojaría un pezuelo emplumado, con la punta bien afilada.

    Entonces el león se revolvería, alcanzaría al más próximo y lo derribaría de un zarpazo. Caería el atrevido sangrando por el cuello. El león da su zarpazo buscando la yugular, como todos los felinos grandes o pequeños, aunque ninguno de ellos ha estudiado anatomía.

    Se produciría entonces un gran alboroto y la gente con escopetas, hachas, revólveres, puyas y cuchillos caería sobre nosotros y nos aniquilaría a los cuatro: al león, y a mis niños también y a mí, por andar con el león.

    Por todas esas consideraciones era mejor dejar al león recluido en su jaula y salir nosotros lo más discreta y silenciosamente posible. Lástima. Me habría gustado trabajar en el mundo para dar de comer al león y a mis niños, a los tres.

    Pero había que salir sin el león.

    Salir de nuestro país natal (el león había nacido también en Madrid).

    Allí estábamos, en la frontera, en Bourg Madame. Luego, París. Luego —huyendo de los bárbaros— New York. Y luego otros meridianos y paralelos, otras longitudes y latitudes. A este lado o al otro del mar. El mar no es una valla, sino un camino con infinitas sendas.

    Quince años después salían por Bourg Madame varias cuadrillas de obreros (porque se llaman cuadrillas como las de los segadores o los allegadores de aceituna) buscando el pan que les negaba la madre histérica y pobre y pegona y malhablada —pero al fin madre digna de amor—, y una vez fuera se sentaban en un banco dentro de la taberna más pobre y bebían un vaso de vino y comían un mendrugo de pan pensando en su vida nueva. Una vida que aún no conocían.

    Pero más que nada pensando en su pasado. Desde Bourg Madame se veía aún España, el viejo solar materno. Y Pedro volvía a hablar con dos chispitas de optimismo un poco cínico en los ojos encendidos por el tercer vaso:

    —Salimos muchos de mi pueblo y todos se fueron por Cerbére. Iban a la Suiza porque tenían oficios de herramienta y taller, pero yo venía a Tolosa como jornalero del campo y me mandaron por esta parte. Cuando salíamos de mi pueblo nos llamó el dueño de los olivares y de las viñas y acudimos a su cortijo con la mosca en la oreja. ¿Para qué querría saber de nosotros, si no era el tiempo de la oliva, ni de la uva? Allí estaba también el señor cura, un buen hombre que les puso la crisma a nuestros chavales. Otro cura nos la había puesto a nosotros y no veo la intención como no fuera porque ellos mismos o sus amigos iban a rompérnosla, digo, la crisma, cuando fuimos mayores. ¿Y sabes lo que nos dijo el señorito olivarero? Fue un buen discurso el suyo, porque es hombre de labia y le viene de casta, que su padre tengo oído que fue diputado del rey y luego también de la República. Tengo oído. Nos decía: «Ustedes abandonáis el pueblo donde nacisteis, que se está quedando vacío. Ustedes vais a dañar la recogida de la oliva y también la vendimia. ¿Quién va a allegar la aceituna en enero? ¿Y quién va a vendimiar en septiembre? Ustedes abandonáis el pueblo que se va a quedar vacío, me abandonáis a mí que tantos años les he dado el pan que comían sus hijos». Eso era verdad. El cura estaba a su lado y movía la cabeza como diciendo: ésa es la mera fetén. Abandonáis ustedes la patria que les vio nacer. Yo me acordaba de las malas muertes de los años de la guerra y la verdad es que no me atrevía a responderles, pero en mis adentros pensaba: un mes de trabajo me dieron el año pasado como aceitunero. Y otro como vendimiador. Mi comida y la de mis hijos en aquel mes se hacía con aceitunas reventadas al fuego y el pan que pringábamos con ellas. Y con el salario del mes de enero podíamos malvivir el mes de febrero, que es el más corto del año. ¿Cómo seguíamos viviendo hasta el mes de septiembre? Todavía no lo sé. El cura nos decía que cuanto más sufriéramos en esta vida más ganaríamos en la gloria celestial, después, pero si eso es verdad el amo y su familia no van a tener gloria celestial, porque no sufren en esta vida. Y a pesar de que ese señorito estará mal visto en la gloria celestial y a lo mejor no lo dejarán entrar, a pesar de eso, digo, el cura se pasaba la vida en su casa y no venía nunca a la nuestra, y eso todo el mundo lo sabía. Pero yo no me atrevía a decírselo al señor cura porque tú sabes lo que pasa si uno se hace reparar por sus ideas. Y el señorito volvía a hablar de la patria y a decir que no éramos buenos españoles si nos íbamos del pueblo y lo dejábamos vacío. Nuestra conciencia estaría negra de vergüenza, eso decía. Un poco negra la tengo ahora que he salido de España, es verdad. Bastante negra, pero espero que el mes que viene podré mandarle algo a mi mujer para que dé de comer a los críos. ¿No te parece? Antes que nada es la tranquilidad de saber que los hijos de uno no pasan miserias. Malo será dejar solo al amo en tiempos de aceituna y de vendimia, pero los otros meses del año bien solos nos deja a nosotros y si hay pan en la alacena o no lo hay bien sin cuidado le tiene al amo.

    —Y al cura.

    —Pero aunque el amo quisiera no podría mantener él solo a todos los braceros del pueblo desde enero a diciembre.

    —No lo digo por tanto.

    —Hay que considerarlo todo.

    —Yo lo único que sé es que la semana que viene podré mandar algunos dineros.

    —A quitarme voy de fumar —respondía Pedro—. Voy a ahorrar, quitándome de fumar y de beber, para traer aquí a mi mujer y a mis dos hijos. Digo, a Tolosa, que aquí podrán trabajar todos y vivir más decentemente. Aquí es cosa de ver cómo una familia de tres que tienen trabajo todo el año compran su casa y tienen su jardín con flores y hasta un garaje con auto.

    —Eso... —decía Juan, dudando.

    —Eso se ve a cada paso. Españoles lo tienen visto y me lo han escrito a mí.

    Quería sacar una carta para mostrarla, pero no la encontraba. Y seguía:

    —El chico pequeño irá a la escuela y aprenderá un oficio, que tiene buen entendimiento.

    —También los míos lo tienen, pero no hay escuela en mi pueblo y no los puedo llevar al de al lado, que cae lejos. Volviendo a lo de antes el amo de las aceitunas tenía razón y le sobraba. Lástima, ¡cómo se queda el pueblo vacío! También tenía razón el cura, a su manera, pero bien sabe Dios que si nos quedábamos en el pueblo llegaría un día que no podríamos ir a misa porque el hambre nos tendría baldados. Yo no digo que tengan la culpa ellos, digo el señorito y el cura. Ni tampoco el cabo de la guardia civil. Pero el uno porque su bisabuelo era listo y cortó tierra y la plantó de olivares, el otro porque le manda el salario el señor obispo, y el cabo de la guardia civil porque recibe su jornal en la capital de la provincia, los tres pueden seguir viviendo bien tranquilos en el pueblo y trago va y trago viene. Y allí los hemos dejado y allí estarán, calculo yo, jugando a la brisca. Y unos con otros los tres se entienden.

    —Las mujeres podrán ayudar en la allegada de la aceituna. Y de la uva.

    —Pues quién sabe. La aceituna cae en invierno y es trabajo duro por la intemperie. Y las mujeres no saben varear, que es cosa del ordeñe de las ramas y no hay que maltratar el árbol. El olivo es un árbol delicado y si no se le trata bien de un año al otro pierde el temple y se puede malograr como una persona, que yo lo tengo visto.

    —Sobre eso no sé qué te diga, porque en mi pueblo no los hay.

    —Mal cuerpo me pone a mí el pensar cómo se presentará la cosecha del año que viene, si no tiene el amo vareadores y ordeñadores al caso. Porque un olivar bien mantenido es cosa guapa de ver.

    —Ya digo que en mi pueblo no los hay.

    —Parece como la iglesia mayor de Córdoba con tanta columna tan bien puesta y enfilada. Es lo que me parece a mí. Hasta cuando hablas, allí, digo en el olivar, parece que dan ganas de no levantar la voz por respeto. Que de allí sale aceite y vale dinero y con el dinero se compran cosas que hacen a la gente feliz. Al que compra y al que vende.

    —Hermosa cosa debe ser un olivar bien mantenido.

    —Pues... ¿y una viña? Podadores los había en mi pueblo y buenos, que cada año sacaban un sarmental de más de ochenta carretadas y el amo nos lo daba aquello para encender la lumbre en la invernada. Por nada nos lo daba. No vale mucho el fuego de los sarmientos, que dura menos que un Ave María, pero el que te lo da no querría verte muerto de frío.

    —También hay que entender otras razones. Sacar el sarmental del viñedo le habría costado algunos jornales al amo y así le salía de balde.

    —También yo lo tenía pensado, eso. Pero ahora es lo que el amo decía: ¿quién va a podar los majuelos? ¿Quién sabrá cortar el mal brote y dejar el bueno? Todo hay que entenderlo, cada cosa a su manera, que una cepa no es para cortar por cortar. Una cepa tiene sus venas maestras para hacer la uva según por donde le dé el sol. Y tiene sus venas segundas que no valen tanto y algo va de desnudar la cepa sabiendo lo que haces y no al buen tuntún. El majuelo como el olivo sigue su ley. Y el amo nos decía: «Salir de España no es patriótico. Queda el pueblo deshabitado. Sólo quedan las viejas con sus gatos en la falda. No es patriótico dejar los olivares y las viñas sin cuidado. Los lagares de aceite y de vino, vacíos». El cura y el cabo decían lo mismo y razón les sobraba, pero ¿qué harían ellos si los hijos les pidieran pan y no pudieran dárselo? Ahí no hay quien resista. Ocho meses como un gandul, mano sobre mano. Y la limosna que da el gobierno, cuando la da, no llega para llenarles a los críos el estómago de paja. Y la peor vergüenza es esta de no poder emplear los brazos para cosa que valga la pena. Eso, sí. Allí sabemos de la cepa y la oliva.

    —De la cepa algo sabemos también en mi pueblo. Digo, en Castilla. Buenos viñedos hay.

    —Pero no tiene comparación con Andalucía. Allí el majuelo y el olivar están por encima de las demás cosechas. Bueno, y la hortelanía de riego, que melones como los de Alcalá del Río no los hay en el mundo.

    —En Castilla el trigo es lo que rige. La labranza, la siembra y la siega.

    —Y la trilla.

    —Eso ya, mayormente con máquinas. Malditas máquinas que trillan y avientan el trigo y nos quitan el pan.

    —Pero eso es progreso. Que sin la máquina aventadora cuando no hay brisas no se puede aventar, y llega una tronada entretanto y malogra el trigo en la era. Poco nos llega a nosotros del progreso de las máquinas, pero a nuestros hijos les llegará más.

    —El mañana es el mañana, pero eso nadie lo ve todavía.

    —Se puede barruntar.

    —El mañana, digo.

    —Sí, el mañana. En estas tierras forasteras se puede ver lo que es el mañana. Aquí les ha llegado ya y por eso el barrunto es más claro, digo yo. Un día...

    —En mi pueblo —dijo Pedro— la cosa era un poco de otra manera. Hay pueblos y pueblos. Allí el trigo y la carrasca del monte con buena bellota para los puercos. También hay un poco de pinada y de monte seco que es bueno para las borregas y para el animal cabrío.

    —¿Y las vacas?

    —La vaca pide hierba tierna todo el año redondo. Pero con las personas pasa lo mismo que en tu pueblo. El pienso para los animales no se puede decir que falte, pero no es igual la comida para las personas. Bueno, en mi casa no faltaba pan. Siempre lo había en la alacena.

    —Tanto como eso... tampoco en la mía.

    —Si yo salgo de España no es por la hambre. En mi casa no se pasaba hambre.

    —Tampoco en la mía, que antes habría robado el pan que dejar que mis hijos no lo tuvieran.

    —Uno sale del país para que los críos se manejen en la vida mejor que nosotros, ¿no te parece?

    —Pan lo había en mi casa. Y muchas veces la abuela lo cortaba y se les daba a los chicos con miel.

    —Tampoco falta en mi pueblo, la miel. Que las abejas la hacen con la flor de romeral, que es la principal comida que tienen. Y los años buenos tenemos un puerco, dicho sea sin malicia, y un jamón colgado del techo.

    Bebieron los dos. Juan tragó mal y estuvo tosiendo un rato. Confesó humildemente que jamón no lo tenían, pero sí aceituna cornicabra que asaban a las brasas. Pedro el castellano siguió hablando de sí mismo y de los suyos:

    —Nosotros hemos venido a menos, pero siempre fue así y mi familia tenía su buena casa de piedra y hasta un pariente cura.

    —¿Algún primo?

    —Tío segundo. También tengo yo un primo, pero el pobre tuvo que marcharse a las Américas.

    Lo compadecía, Pedro, olvidando que también él era un emigrante y de menor cuantía, porque no podía pagarse un pasaje en un barco y menos en un avión.

    —Aquel primo mío corrió mundo. Estuvo ocho años en las Américas y llegó a ser capataz en la California y mandaba en más de ocho mil mejicanos que iban a la pizca del algodón y también a la cosecha de la naranja y de la uva. Había mucho peón mejicano y chino y hasta del Japón, y mi primo algo aprendió de ellos, aunque eso más bien diría yo que le perjudicó. Con el tiempo vino a causarle la mina.

    —¿Qué ruina?

    —A ver. Tanto trato con gente de otras naciones le hizo coger ideas que fueron su perdición. Digo, cuando volvió a España.

Eso le interesaba a Juan, quien escuchaba con los cinco sentidos.

    —¿Pero por qué volvió a España?

    —Eso de quedarse siempre fuera de nuestra tierra acaba por quemarle a uno los adentros.

    —Según, digo yo.

    —Yo tengo pensado traer a Tolosa a mi mujer y a los críos y con ellos será diferente porque se tiene calor de familia. Pero mi primo era soltero y sin arrimo.

    —¿Aprendió tu primo la lengua de la California?

    —No. Aprendió la lengua mejicana que es la que se estila allí, según dicen. En más de ocho mil hombres, mandaba. El amo era uno de esos que llaman yanquis y cuando se hizo viejo y con sus buenos millones se retiró del trato del algodón y las naranjas y le dijo a mi primo, digo, como que quería venderle a él sus fincas mejor que a otro. Y a pagar a plazos del dinero que levantara con las cosechas. El amo le dijo: honrado y trabajador eres y prefiero entenderme contigo mejor que con los bancos. Eso le dijo.

    —Rico pudo hacerse, tu primo.

    —Dorado de caudales en pocos años, porque la moneda de allí vale como cien veces la de acá.

    —Eso es la pura verdad, que yo he visto a soldados yanquis en Sevilla caérseles los duros cuando pagan un auto de alquiler en la calle y no bajarse a cogerlos.

    —Era hombre mi primo de mucha cabeza y lo veías y no lo podías creer. Parecía hombre tirado y flaco y mal carado. Y callado y secreto. Pero antes de salir el sol ya estaba en la faena y así seguía hasta después de entrada la noche. El amo le decía: hombres como tú ya no los hay, porque nunca han estado mis predios más lozanos ni he tenido mejor arreglo con la peonada. Mi primo era de los que dicen que cuando sale el sol y le pilla a uno en la cama es jornada perdida.

    —Hombre de temple.

    —Y la gente que manejaba no era de trato fácil. Tuvo alguna mala faena de la que salió con sangre. Llevaba la muestra de una puñalada así en el vacío del lado derecho. Un italiano que le plantó cara.

    —Zurdo debía ser.

    —Mi primo le respondió por el respectivo, pero salió libre mi primo porque se vio que tenía razón. Andando con esa gente cogió las ideas.

    —¿Y no le compró los predios al amo?

    —Pues lo estuvo cavilando un año entero. El amo le decía: piénsalo bien y dime tu parecer.

    —Yo en su caso lo habría comprado.

    —Todo tiene sus contras. Y mi primo con su salario había ahorrado más de doce mil duros y lo pensó y dijo: no. Que se entienda el amo con los bancos porque yo me vuelvo a mi pueblo a sentir cantar las alondras en los trigales. Eso decía. Y como lo dijo, vino al pueblo y se casó con la maestra. Con el salario de ella y las rentas de él que le daban sobre setenta duros al mes, vivía como un rey. Se iba a cazar con su buena escopeta de dos cañones y un galgo muy corredor que no lo había mejor en la comarca. Y cuando volvía les daba lo que había cazado a los amigos pobres y les decía que si sabían juntarse en una sociedad ganarían mejores jornales. Lo malo era que nunca iba a misa ni le enviaba liebres al cura, y eso daba que hablar. Él decía que en la California había muchas religiones, y cuando le hablaban en aquella tierra como para entrar en religiones judías o protestantes él respondía:   «Conque yo no creo en el catolicismo, que es la única religión verdadera, y quieren que crea en las otras». Pero cuando volvió no iba a misa y parece que el cura le cogió tirria. Era buena persona el cura, pero cada cual se apega a su oficio y lo defiende. Es lo que pasa. Si nadie fuera a misa tampoco el pobre cura tendría de qué vivir. Mi primo decía que él creía en Dios y que Dios lo mismo da el sol y la lluvia y la salud y el entendimiento al beato que al hereje. De ahí no lo sacaban. Y el año que comenzó la guerra iban a buscarlo los señoritos de la ciudad con su mala leche y mi primo se adelantó.

    —¿Qué quieres decir?

    —Que se colgó de una viga en el solanar. Y allí estuvo todo el día hasta que vinieron los de la Cruz Roja a sacarlo, que todo el pueblo lo miraba con lástima porque como persona cabal lo era y nadie lo quería mal, digo, en el pueblo. Además era concejal republicano. Eso también le perjudicó si a mano viene. Para entonces algunas personas lo miraban mal.

    —Debió hablar demasiado con la gente, digo, sobre sus ideas.

    —Era de pocas palabras, mi primo. Pero en los pueblos la gente conoce al que calla lo mismo que al que habla. O mejor.

    —¿Qué sacó con irse a las Californias? Una mala muerte, sacó.

    Se quedaron callados pensando en sí mismos. En las aldeas la gente hablaba o callaba y el mal y el bien llegaban para todos y a veces con el mal llegaba la muerte para alguno.

    —Es lo que pasa —repetía Juan.

    Ahora, desgraciados o felices, los hijos de aquellos emigrantes serían personas más decentes. Porque Juan y Pedro querían que sus familiares parecieran decentes. Y Pedro seguía hablando:

    —En mi pueblo sólo han quedado cuatro viejos y seis o siete mujeres. Soledad y pobreza. También hay una casa fuerte, y el cura, ya se sabe, de parte del rico. Es natural, porque arregló de su bolsillo la pila bautismal y compró el cimbal de la ermita de Santa Quiteña. Y se dice que también le tiene comprado un manto con requilorios de plata que le ponen a la Santa el día de la fiesta, para que esté más maja que Santa Petronila la del pueblo de al lado. Porque él se cuida mucho de la buena fama del pueblo, eso sí. Y cuando nos íbamos del pueblo nos mandó que fuéramos a la iglesia y nos echó un sermón: que el amor a la patria era lo más alto, que cambiar de patria como cambiar de madre, que el pueblo iba a quedar sin los brazos más robustos, que la siega la harían los gallegos, pero cuanto menos brazos más costaría el peonaje.

    —La pura verdad.

    —Luego el cura nos mandó a todos ponernos de rodillas y rezamos el rosario. Y dimos cada cual un real para las ánimas del purgatorio, que parece que no tienen nunca suelto, y otro sermón para decir que debíamos mantener alto el pabellón nacional allí donde fuéramos.

    —¿Qué quería decir con eso?

    —Pues yo tampoco lo entendía, entonces. Y pensaba: tenemos que trabajar en el campo de sol a sol, sembrar, escardar, podar, sulfatar, y es lo que haremos aquí en la Francia. Y limpiar los establos, y llevar el estiércol al campo, y ordeñar las vacas. Y pasar la noche en pie cuando paren. Y dar agua a las unas y sal a las otras. Y obedecer al capataz y al amo y a las criadas de casa adentro, que las hay muy descaradas. Y aprender la lengua para entender lo que nos manden y enviar dinero a la familia y vivir sobre el terreno obedeciendo a la policía y aguantar las malas palabras como sea y donde sea. Y tener cuenta de nuestros cuerpos y andar limpios si podemos y decir a todos amén como forasteros que van buscándose la vida por el mundo. Y además mantener alto el pabellón nacional. Esto yo no sabía lo que era, pero el cura decía que era lo más importante. Eso y la fe cristiana y el ir a misa y el real para las ánimas.

    —El pabellón nacional es la bandera.

    —Eso me dijeron. Entonces yo pregunté si teníamos que llevar una bandera española, lo que no sería muy a propósito, digo yo, en otras tierras donde tienen la suya que es de otro color. Y entonces nos dijo el cura que debíamos llevar el pabellón en el alma. Eso, la verdad, no sé cómo se hace.

    —Es como acordarse del día que fuimos soldados y juramos.

    —El que más y el que menos jura cada día.

    —No. El día que juramos la bandera.

    —¿Pero qué bandera? Yo juré a una bandera diferente cuando fui soldado en 1934.

    —Yo en 1940. Diferente era, la verdad.

    —¿Y cuál es la buena? Yo no me atreví a preguntarlo, porque otra vez que había hablado de eso me respondieron con mala sangre.

    —La bandera que rige es la de ahora.

    —¿Por qué?

    —Dicen que está bendecida por el Papa.

    —Entonces quiere decirse que la mía no vale.

    —Ya te digo que todo eso pasa en el alma.

    —¿Y dónde está el alma?

    —Yo creo que eso que dicen del alma es la buena voluntad y el no querer hacer mal a los otros aunque se lo merezcan. Por eso se dice de un granuja que es un desalmado. ¿No lo has oído tú, eso?

    —Más de una vez lo tengo oído.

    —Un desalmado. Entonces llevar el pabellón alto es como querer a nuestra tierra. ¿No la quieres tú?

    —Yo, sí. Pero parece que ella no me quiere a mí.

    —Y tener su recuerdo en el alma.

    —Pues no sé. Ahora mismo me da murria el salir y andar con gentes que hablan de otra manera. Se me pone un peso en la entraña con esto de marcharme.

    —El cura de mi pueblo y el amo tenían razón. Y una madre, aunque le trate a uno mal, es una madre.

    —Y aunque sea una mala madre.

    —Hasta los hijos de puta quieren a su madre, y si a mano viene dan la vida por ella.

    —Sobre ese particular yo no sé qué decir, porque la mía era una santa.

    —No más que la mía.

    Callaron los dos pensando que un hijo de puta pensaría lo mismo de su madre. Pero aquél era un tema crudo y malsonante y no quisieron insistir. Además, en el fondo, estaban de acuerdo. Una madre es una madre, puta o santa. Y las madres de los dos eran sin reproche. En eso los dos estaban de acuerdo también.

    Reía Juan recordando algo. No lo decía, pero el recuerdo estaba bien claro en su mente. Decirlo allí a un extraño habría sido una falta de respeto para su madre. Recordaba que cuando ella se enfadaba y él tenía diez o doce años y escapaba porque quería pegarle ella lo insultaba llamándolo hijo de puta.

    Había inocencia en aquella expresión de su madre, quien se enfadaba con cualquier motivo porque la falta de medios de vida les agriaba la sangre a los dos: a la madre y al padre.

    Se pasaba Pedro la mano por la barba bien afeitada y el roce sonaba a papel de lija. Les habían dicho que había que rasurarse cada día en aquellos países, cosa que en su pueblo no hacían ni los ricos. Quizás en la ciudad algún banquero, algún obispo, algún duque. Pero el común de los mortales, no. Y fuera de España lo hacía el común de los mortales. Así decía Pedro.

    Se veía que las tierras extranjeras que pagaban bien el trabajo no querían que los trabajadores tuvieran mala presencia.

    Estaban acabando su vaso de vino cuando llegaron dos individuos que hablaban español. Eran de la agencia.

    Fuera habían dejado una camioneta en la que había por lo menos quince campesinos más. Y allí fueron Pedro y Juan y con la camioneta desaparecieron por una carretera recta que parecía perderse a lo lejos donde se confunden el cielo y la tierra.

    La mayor parte de las carreteras de Francia eran rectas y se confundían a lo lejos con la tierra y el cielo.

    Como decía al principio, yo también salí de España algunos años antes por Bourg Madame. No era el caso de Juan ni de Pedro, porque yo podría vivir con cierto decoro. Pero asesinaron a la madre de mis hijos en el lado contrario del frente y los niños quedaron abandonados. Tuve que ir a Francia a buscarlos y cuidar de sus tiernas vidas.

    A mi mujer la mataron los fascistas y luego resultó que los comunistas estalinianos querían matarme a mí, en Francia. Yo necesitaba vivir para mis hijos. Y los tres nos salvamos, de milagro. Hasta hoy. Uno ha vivido realmente, desde entonces, en la frontera. No la frontera geográfica, sino la otra, la que separa la vida de la muerte. Al borde del abismo. Mis hijos tenían derecho a salvarse por su inocencia y su infantilidad. Yo sé que hay seres frágiles de corta vida —a veces sólo dura el espacio entre dos puestas de sol— que no son impresionados por los peligros del abismo. Al borde del precipicio vivo todavía, ahora, y veo con frecuencia cómo una mariposa de alas doradas vuela sobre él y lo cruza sin cuidado. Así, con mis niños.

    No sólo lo cruzaron ellos sino que me llevaron a mí.

    Sobre el terrible abismo de las catástrofes.

    También ellos —mis hijos— se salvaron de él por su fragilidad y sin saberlo siquiera me salvaron a mí. Y aquí estamos los tres. Yo soñando con el pasado y ellos con el futuro. En una frontera sin aduanas ni policías que busquen en las maletas mandíbulas con oro en los dientes. En esa frontera que todos cruzaremos un día. Tú también, lector amigo o enemigo, quién sabe.

 

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