RAMÓN DE NAVARRETE |
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edle ahí! ¡Ese es! El mismo que años atras, allá en vida de nuestros abuelos, se llamaba señorito de ciento en boca, pirraca y paquete, el que más tarde, y cuando nuestros padres enamoraban, trocó estos nombres por los de petit-maitre y currutaco; el mismo, en fin, que aún nos acordamos de haber oído apellidar lechuguino, en época no muy lejana, por cierto. Hoy, esta nomenclatura de El Elegante ha progresado admirablemente; hoy, merced a lo que el idioma de Mariana, de León y de Herrera se ha enriquecido, el antiguo pirraca, el moderno lechuguino,puede escoger entre una porción de titulos, a cual ma s pintoresco y castizo, como dandy, fashionable, león, o por mejor decir, lion, si hemos, de hablar técnicamente; pero así como diz que el ha bito no hace al monje, tampoco el título importa un bledo para el tipo, que con el transcurso de los años ha cambiado de traje, mas ni un punto sólo en sus inclinaciones, costumbres, ideas, mission y carácter. Hay voces en nuestra lengua a las que no se les da, comúnmente, su acepción propia y natural: Elegante, según el diccionario de la Academia, quiere decir hermoso, galán, bien hecho; y soberanos chascos se llevara el que, tomando esta explicación al pie de la letra, busque todas esas cualidades en los seres que bullen en nuestra sociedad y a los que se les aplica el adjetivo en cuestión. El fashionable, el león, puede ser alto o bajo, feo o bonito, espigado o rechoncho, tuerto o jorobado, moreno o rubio, sin que por eso deje de pertenecer a la especie indicada: lo que importa es que se dedique día y noche a justificar el dictado con que se honra y envanece; lo que importa es que no falte a ninguno de esos preceptos de la elegancia, que al revés de lasconstituciones, sin hallarse escritos, son fielmente cumplidos y observados. Así, el que reúne a las ventajas físicas las materiales, eso es miel sobre hojuelas, y podemos calificarle de rey de la tribu, o de presidente de república tan homogénea como compacta. Yo tengo para mí que el elegante desciende por línea recta de aquel Narciso famoso, que cuentan se pasaba las horas muertas contempla ndose en la límpida corriente de los ríos, por no haberse descubierto todavía en Venecia ese objeto tan útil y querido de las hermosas, como odiado de cierto linaje de gentes que suelen verse en él de la manera que los pintó Iglesias en uno de sus festivos epigramas. Y tornando un poco atra s, es decir, cogiendo el hilo desde antes de esta digresión, que sin saber cómo se me ha venido a la pluma, voy a apuntar algunas de las razones que se me ocurren para justificar esta, tal vez, maliciosa e infundada sospecha, de la afinidad de mi tipo con el que tuvo el mal gusto de enamorarse de sí mismo. Para esto, forzoso es que me siga el lector a la vivienda del elegante, a la calle, al Prado, a las sociedades, a todas partes. Lo primero que hace el hombre de buen tono (que también por esta castiza meta fora se le conoce), en cuanto amanece para él, que no ha de ser antes de las doce del día, es pedir un espejo. En él observa si sus bigotes se han desrizado, si el cabello esta lacio y descompuesto, si algún pelo de su barba se atreve a sobresalir ma s que los otros. En seguida, y aunque en bata y pantuflas, se contempla delante de otra luna de cuerpo entero, que reproduzca el suyo en toda su esbeltez y donosura, si tal fortuna logra. En el gabinete, en la sala, hay espejos por doquier; en la chimenea, en el tocador, sobre las mesas, y hasta en los peines con que se alisa sus bucles sedosos y perfumados. Después de la prolija operación de vestirse, en que suele emplear no ma s que tres horas, sale erguido y rozagante, ansiando por reflejar su perfilada imagen: los cristales de las tiendas sirven maravillosamente para este fin, y el elegante se mira con delicia o con dolor al pasar, según que le satisfaga o no aquel rápido examen. Si entra en una guantería, en una peluquería, o en un café, nuestro hombre se extasía en la admiración de sí mismo; si se para delante de una hermosa en algún baile, es para que le sirva de disculpa a las miradas que dirige al trémol inmediato, y que muchas veces le presta una osadía inexplicable. Por último, no es extraño ni sorprendente encontrar dandys que lleven un diminuto espejo pegado en la copa del sombrero por su parte interior, ni otros que se examinen en la sombra, si cosa mejor, no encuentran a mano. Justificado el extremo que me propuse, hora es ya de describir, lógica y ordenadamente, mi tipo en todas sus diferentes fases: tarea ímproba por cierto y nada propia de fuerzas tan débiles, aunque tanto se presta el asunto, que pienso, si no salir, no quedar, al menos, de todo punto desairado. El elegante es el hermano legítimo de la coqueta: bastara para probar este aserto con asentar que una de sus primeras cualidades, la que ma s le lisonjea y le solaza, es la de coquetón; mas cúmpleme poner en evidencia los dema s puntos de contacto que los dos tienen entre sí: ambos son esclavos de la moda, ambos la tributan el ma s rendido culto; uno y otro tienen iguales deberes, idéntica vida y semejantes ocupaciones. Ella, como él, se consagran al placer en todas sus variadas formas; él, como ella, usan a las veces de los mismos medios, si bien no para lograr el mismo fin. El verdadero dandy no es empleado, militar, contratista, banque, ni abogado; no es más que dandy, pura y simplemente, y así debería constar en el padrón del alcalde del barrio, Con frecuencia es un misterio la historia de su lujo y de su boato; y, quiza , alguna dama vetusta, de esas que aún se acuerdan del peinado del gran Carlos lII, pudiera narra rnosla, si en voluntad le viniese. No es esto decir que no haya elegantes propietarios de títulos ; al contrario, si mucho abunda la especie que antes hemos indicado, no escasea tampoco la última, que es la legítima, la pur sang, como diría alguno de sus individuos en ese lenguaje convencional, ni francés ni castellano, y que es uno de los distintivos de mi tipo. Así, a cada palabra española, une otra que aprendió en sus viajes, o que leyó en algún libro, no siendo extraño que cometa algunas incorrecciones, tales como: _ Hoy hace un calor desolant. _ La Marquesa esta bonita como una pepiniére. _El Conde de c... ha muerto de migraine. Hay una obra longuísima, y rebosando filosofía, en que se intenta probar (y yo no sé si prueba) que el hombre verdaderamente feliz es el que, desengañado del mundo y sus vanas pompas, toma el portante y se va a sembrar patatas o coles, en algún rincón lejano, donde tenga por sociedad las cabras y los ciervos, por música el canto alegre de los pa jaros, por lecho la frésquísima hierba, por techo la bóveda celeste. Na rranse y se encarecen allí los goces y fruiciones del alma, y ha blase de la quietud del espíritu, de la tranquilidad de la conciencia, y de otras muchas cosas que llamamos ya antiguallas en nuestro siglo. Yo creo que esa casta raza de filósofos de la esrecie de San Jerónimo, va desapareciendo por días; y que ahora el hombre verdaderamente feliz que existe en la tierra, es el conocido por dandy, fashionable, león, o como nos plazca llamarle. Por supuesto que uno de los preceptos de la elegancia es no tener penas, o por mejor decir, ser insensible a ellas. Así, Eduardo, Julio o Enrique (nombres indispensables) sabe, con resignación estoica, la muerte de su padre o de su hermano; y en cambio se desespera si Utrilla o Borrel le sacaron ancho un frac o estrecho un pantalón; así, lee, sonriendo, el billete perfumado en que Amalia o Eloísa le retiran su amor después de tres años de relaciones, y se aflige y rabia si, por ejemplo, el estirado guante amarillo forma una imperceptible arruga. El elegante hace, pues, profesión de escéptico y de positivo, ainda mais, de seductor y de irresistible. Si, por casualidad, alguna mujer no acoge benévolamente sus pretensiones, dice a todo el mundo con envidiable candor: «¡Es extraordinario! ¡Sin duda me han puesto mal con ella, o no me ha mirado bien!» |
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La vida del fashionable es lo ma s divertido que puede darse; a las doce se desayuna; en seguida se viste y a las tres sale; si es invierno, al Prado; si es estío, a la calle de la Montera, a oír lo que se miente, o a tomar parte activa en tan sabrosa ocupación. Esta es la hora también de las visitas, de esas deliciosas conferencias, en que el calor y el frío se discuten con una variedad y una elocuencia pasmosas. ¡El Prado...! He ahí uno de los sitios donde más a sus anchas campea y brilla mi tipo: ya guiando un ligero tílburi o una preciosa briska, hace admirar su soltura y su gracia; ya muellemente recostado dirige miradas fulminantes a las notabilidades femeninas, mientras su jockey conduce el carruaje, y le hace volcar con la mayor gracia del mundo; ya, en fin, cabalga al lado de una elegante carretela, enviando por la ventanilla dulcísimas frases de amor envueltas entre el polvo que levanta el coche, o entre el humo que despide su cigarro. Hay cosas que un elegante no se permite nunca, y una de ellas es pasear por otro lado que por el que se llama París. Fuera verdaderamente un acontecimiento y una degradación, que hasta los periódicos consignarían, que se olvidase de su decoro hasta el punto de traslimitar de una manera tan escandalosa; fuera, en fin, tan grave como si entrase en el teatro antes de la mitad del primer acto a lo menos, o, por casualidad, comiese algún día a las cinco menos dos minutos. En esta escrupulosidad para cumplir las leyes de la elegancia, es en lo que consiste principalmente la reputación del fashionable. El león consagra algunos momentos antes de tomar el cotidiano alimento de la tarde, a descansar en los blandos divanes del casino, o a ojear tal cual periódico, que suele ser el Diario de Avisos, para enterarse de las funciones que hacen por la noche en los teatros. Excusado es decir que es sobrio en sus comidas; porquc, ¿no se confundiría con un gaña n o con un hortera el que tuviese buen apetito? En seguida se digna aparecer en el coliseo; pero no se olvide que cuando la comedia o la ópera estén comenzadas. Esto tiene un doble fin: primero, el de ostentar indiferencia que tan bien cuadra al elegante; segundo, que le flechen hasta dos docenas de anteojos de las que ocupan los palos. Feliz él si al pasar oye: «_¡Qué buen mozo es Fernando!¡Con qué gusto se viste! ¡Qué bien se pone la corbata! ¡Es un hombre modelo! ¡Es un modelo de hombre!» Estas exclamaciones suelen alternar con otras de diferente género: «¡Caramba!, que me ha hecho usted ver las estrellas», dice el militar a quien un furioso pisotón viene a sacar de su extasis. «¡Diantre de pisaverde!», murmura un viejo a quien derriba el sombrero al pasar. «¡Qué peste a almizcle!», exclama una señora nerviosa, tapa ndose las narices con el pañuelo. «¡Ay!, ¡mis gafas...!», grita uno de esos médicos que las usan, sin duda para conocer mejor las enfermedades, al ver que se las lleva enganchadas, entre los dijes de su cadena, el elegante. Y, entretanto, imponen silencio unos; se impacientan otros; a rmase una especie de motin, y nuestro hombre, impa vido y triunfante, arriba a su luneta, habiendo conseguido su primordial objeto; el de llamar la atención, el de hacer efecto en la sala. Pero, aunque instalado en su asiento, no por eso cesan. las tribulaciones de sus vecinos. El dandy es dilletante hasta la médula de sus huesos; generalmente, no sabe una nota de música, pero delira por ella, y tararea con algunas inexactitudes, verdad es, todos los sparttitos de Bellini y de Donizetti. Así, mientras la prima donna ejecuta la Casta diva de la Norma, o la polaca de los Puritanos, el elegante le hace el dúo, con gran desplacer de los que se hallan inmediatos. Otras veces, interrumpe a los artistas con estrepitosas exclamaciones, ya lanzando un ¡bravo! cuando todos callan, ya prorrumpiendo en estas o semejantes palabras: _¡Oh! ¡Giulia Grissil, ¡si tú estuvieras aquí! _¡Qué diferencia de Rubini! _¡Qué degollación tan espantosa! _¡Oh, París!, ¡mon Paris cberi! Porque es de notar que París es el gran recurso del fasbionable: el que ha estado en aquel emporio de la elegancia, no ha hecho sus pruebas para ser admitido en la clase. Adema s, a ése le faltan los grandes recursos de desdeñar todo lo que no sea francés; de enternecerse con los recuerdos de por alla , con la memoria del Bouleuard y del coliseo italiano, de las Tullerías y del sastre Ragneau, únicas cosas que de la inmensa capital suele conocer el dandy. Dos ocupaciones gravísimas acostumbra tener también éste en el teatro: aparentar fastidio e indiferencia, o dirigir visuales a diestro y a siniestro, ya enderezando sus miradas hacia un palco bajo, ya alza ndolas no menos que hasta la tertulia. Antes lo dije: el elegante es coquetón sobre todo. Y, ¡cómo se huelga y se solaza cuando, da ndole una palmadita en el hombro, le dice algún amigo: _¡Seductor l ¡Bribonazol, ¡que cuentas por docenas tus amadas! Para justificar tan envidiable reputación, desliza frases de serpiente por los oídos de las incautas e inocentes jóvenes de esa raza que pronto sera una tradición en la sociedad actual. El león debe contar siquiera siete amantes. ¿Qué menos?, una para cada día de la semana. Y, por Dios, qué injustas son; se quejan, pues él a todas las ama igualmente. Haciendo parte del número siete, o fuera de él, que esto importa poco, ha de tener precisamente una querida escogida entre la clase de las guanteras, modistas, etc., para enseña rsela a sus amigos como un objeto ma s de lujo, como un mueble precioso e indispensable. Con no menos frecuencia, suele abandonada también, y entonces, siempre le queda a la muchacha el recurso de buscar otro ma s constante, o si la echa de sensible, sorberse una noche un pomo de veneno, o dar un salto por la ventana. Aquí, mi cualidad de veridico, me obliga a decir en descargo de la conciencia del elegante, que este último extremo pertenece a la categoría de los fenómenos. Si el elegante cuenta tres o cuatro de esos lances escandalosos en que son víctimas los maridos, para pavonearse en los salones con la aureola de Lovelace, ¡magnífico! Si dos mujeres se le disputan y arman un alboroto públicamente por él, ¡sublime! Si después de esto abandona a las dos rivales, ¡merece que se le erijan estatuas! ¡Qué es verle en las reuniones, o en las soireés y en los raouts, como él dice siempre, volar cual ligera mariposa, de flor en flor, buscando la ma s bella y la ma s lozana, soltando aquí una palabra dulce, alla una reconvención, ma s lejos un elogio, allí una invectiva sangrienta o un sarcasmo, que, a veces, sobra para descomponer unos amores de tres años! Por ejemplo, Julia tiene por amante a uno de esos hombres sin pretensiones, que llevan la levita hasta que se rompe y un sombrero hasta que se engrasa. Pues bien, el fashionable aprovecha un momento en que el candidato para marido se aleja, y dice a la hermosa .con tono incisivo y punzante: _¿Quién es el sastre de Florencio? Decidle que me le envíe mañana, para hacerme un frac de pico de pato como el suyo. El amor en las mujeres resiste a la ausencia (aunque esto sea casi fabuloso), sobrevive, quiza , a la muerte del objeto querido (a pesar de que raye en lo increíble), no se extingue, sin duda, con la miseria (en cuyo caso se llama heroicidad); pero muy raras veces es superior al ridículo. Así, Julia comienza a hallar grotesco a su amado desde aquel instante; se sonroja si alguno le mira, y acaba, en fin, por dejarle plantado, y por perder un casamiento ventajoso, queda ndose, probablemente, soltera. ¡Y todo por la sa tira de un elegante! ¡Véase si esta especie tiene poco influjo en la moderna civilización! El dandy mide la importancia de las personas por el traje que llevan, y en su consecuencia, les otorga o no su amistad y su aprecio. Lo primero que hace con todo individuo que se le aproxima, es revisarle de los pies a la cabeza. ¡Desgraciado de él si su chaleco no es a la derniére, o si lleva guante oscuro! ¡Infeliz si se permite presentarse sin botas de charol, o con un paletot antiguo!, entonces, el pobre hombre recibe un gesto de desdén, se le saluda friamente, y se le vuelve la espalda. Por el contrario, si es un dandy perfilado y pulcro, desde ese momento se le alarga la mano, se le jura devouement y cariño eternos, y se le concede intimidad y confianza. Sólo una excepción puede haber en esta regla general: que el uno tenga celos del otro porque le aventaje en esbeltez, en invención, o en boato. Mas llega un día en que comienzan para el dandy los pesares y los disgustos; cuando el talle principia a encorvarse, cuando los dientes fluctúan entre las dos quijadas, cuando e! cabello blanquea o desaparece enteramente. Entonces, las horas de tocador son un suplicio para él; entonces, suspira amargamente al encajar en su boca los objetos que tan diestramente fabrican Rotondo y Monasterio, o al usar ya el aceite de Boujican, ya los casquetes de Pela ez. Entonces, es lector asiduo del Diario y del Avisador, con el fin de ver dónde anuncian mejores cosméticos para desarrugar la tez o poblar las calvas; entonces, por último, fashionable, jubilado, nota al pasar las sonrisas burlonas de los jóvenes que no le admiten en su círculo; oye los sarcasmos de los viejos, que tampoco le aceptan, y de quienes él no quiere ser aceptado, y sufre los desaires de las mujeres, que odian de corazón al individuo que cumple los cuarenta sin estar casado. Porque el verdadero elegante ha de vivir y ha de morir soltero: algunos hay que se arrepienten, y suelen ser buenos esposos y excelentes padres; pero esto es la degeneración, el envilecimiento de la especie. Tanto como son alegres y placenteros los verdes años del león, son tristes y amargos los postreros de su existencia. Ser indefinible, que ni es joven ni viejo, que vive sin presente y sin porvenir, que se alimenta con el recuerdo de sus glorias; es como esos monumento de la Edad Media, que hoy queremos remendar o recomponer, despoja ndoles de su belleza pasada y de su belleza actual. Lo mismo, pues, es el hombre que aquellas maravillas de los remotos siglos; cuando los años le roban su frescura y su esplendor, nada tan majestuoso, tan imponente como una blanca cabeza y una arrugada frente; ¡nada tan magnífico ni tan poético como las ruinas de un templo antiguo o de un palacio suntuoso, cuyas piedras va arrancando una a una la mano invisible y poderosa del tiempo...! El último período de la vida del elegante, se refunde casi enteramente en la de otro tipo que no es sólo español, sino universal: el solterón. Pasan para él los días uno tras otro sin goces y sin esperanzas; ha llase aislado de todos y de todo: aquellas canas que cuidadosamente tiñe, en vez de veneración, inspiran desprecio. Entregado a manos mercenarias, no tiene quien se siente junto a su lecho y vele en sus noches de dolor; ni quien venga a derramar en su alma ese ba lsamo dulcísimo del consuelo, que cierra las llagas del corazón, que fortifica las creencias, que aviva la fe, que hace renacer los sentimientos, que sostiene y prolonga la existencia. ¡Y luego, el día en que sus ojos se apagan para siempre, no hay nadie que le llore, nadie que le ame, nadie que grabe un recuerdo de, cariño ni deposite una flor sobre su tumba abandonada! ¡Y todo por no obedecer esas leyes inmutables de la naturaleza, que a cada época de la vida asignan sus deberes y sus obligaciones; que a la juventud perdonan el aturdimiento, la veleidad, la ligereza; que a la edad madura prescriben la sensatez y el juicio; que a la ancianidad imponen la dignidad y el decoro! |
i hace cien años, allá
en los los que se gastaban entre otras zarandajas ,
espadín y polvos, se hubiese pronunciado la palabra que
sirve de epígrafe a este artículo,
hubiéranse mirado unos a otros los que la oyeran ,
demandándose su
¿Deberemos
inferir que el tipo sea moderno? No; así como Bossuet
dijo «Estudiad el hombre y estudiaréis los vicios»,
también podemos decir: «Buscad a la mujer, y hallaréis
la Coqueta.» En efecto, parece averiguado que nuestra
madre Eva consintió en comer del fruto prohibido, porque
Luzbel le aseguró que así agradada mas a Adán.
Véase como de todos los males de la humanidad tiene la
culpa la coquetería de las mujeres.
Elena, la
causa eficiente de la guerra de Troya, fue una Coqueta,
y algo más, que se dejó robar por Paris: Dido, la reina
de Cartago, con remilgo y monadas, hizo que Eneas
olvidase sus deberes y faltase a sus juramentos.
Calipso se consoló de la partida de Ulises con la
llegada de Telémaco; Cleopatra solo se aplicó el a
áspid, cuando no tuvo quien la requiriese de amores;
Isabel de Inglaterra dio muerte a Maria Stuard,
porque le disputaba sus amantes; y la infeliz reina de
Escocia pagó en el cadalso sus veleidades y coqueterías.
Tampoco es raro que media docena de amigos se encuentren con seis ediciones de un mismo billete, o con seis copias de un mismo retrato. En este caso la alocución de despedida se formula del modo siguiente:
No piensen
mis lectores que la Coqueta se corre ni desconcierta por
esto: así como un propietario no teme ver siempre
desalquilada la casa que un inquilino abandona, entonces
lo mismo que aquel, Adela pone papeles: es decir, que
destina una hora más al tocador; que si canta dirige sus
miradas, mientras entona una romanza amorosa, al que más
cerca tiene; que si baila el cotillón, saca tres veces
seguidas a uno mismo; que si este o aquel la
contempla un instante, clava en él sus ojos toda la
noche. Otras veces se resuelve a atacar el alcázar
de la vanidad humana: al tieso y afectado dandy,
que no piensa más que en el frac de Utrilla, en el
charol de Fortis , o en las corbatas de Bomel, le
encomia cualquiera de sus trajes, y he aquí la conquista
hecha: si es un autor dramático silbado, habla contra
las cábalas literarias, se enciende en ira con las
intrigas de bastidores, y acaba por decir
que no conoce drama mejor que el suyo, aunque no lo haya
visto, o desde el prólogo comenzase a bostezar y a
dormirse. Si es un artista, le saca a relucir dos
o tres nombres que leyó en un periódico por la mañana ,
como Van-Dick y Correggio; hace el elogio del claro
oscuro de sus cuadros, aunque sean chillones y
desentonados, y le predice un porvenir brillante. Si es
un hombre
juicioso y racional (porque ni estos están libres de la
fascinación), comienza por hablar mal de las mujeres,
truena contra las coquetas, hace el elogio de la que no
gusta de saraos ñi diversiones, y que limitada a
sus faenas domésticas, cumple todos sus deberes
dedicando su existencia a su esposo, y a sus hijos. Con
esto le basta para armarse en poco tiempo, y para no
echar de menos el descalabro anterior. PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS SATÍRICO-BURLESCOS y AQUÍ PARA LEER RELATOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |
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