Ramiro Pinilla

Coro

Euskera ez

 

Coro

       El pueblo llevaba días esperándolos. Aparecieron por la carretera en formación cerrada, avanzando como mecanismos cansados, sin mirar a ninguna parte. La llovizna de octubre había unificado sus prendas heterogéneas. Llevaban jornadas por una ruta triste de pinos y despojos de maizales, comiendo cuando les alcanzaba el camión-cantina y durmiendo amontonados como los rebaños. Sobre sus cabezas flotaba un silencio espeso y hasta los guardianes se habían acostumbrado a dar las órdenes por señas.

       El pueblo los recibió por las calles vacías, atisbándolos tras los cristales cerrados. Desde horas antes habían recogido a los niños. Cruzaron con un denso rumor de pasos húmedos, encolados unos a otros por los hombros, aplastados bajos las boinas ensopadas. Trataron de verles los rostros para separar a alguno de la masa, pero con las barbas todos les parecieron igual. Cuando estuvieron más próximos se cercioraron de que no tenían cuernos. Buscaron con avidez en las sienes chorreantes, diciéndose que no era posible, pero les desaparecían por la esquina del marco sin haber visto nada. No bastó para que dejaran de creerlo.

       El pueblo no durmió aquella primera noche sabiendo que los tenía durmiendo tan cerca. Loa alojaron en las ruinas de un caserón cuyas fallas del tejado fueron remendadas con lonas. Abrieron latas de pulpo para cenar y encendieron fuego para calentarse, y se acostaron en el suelo según se les iban secando las mantas. De las ventanas más próximas a ellos se extendió la especie de que caminaban desnudos por encima de las llamas.

       Llovió toda la noche. Al día siguiente el pueblo intentó incorporarse a la vida normal. Perdida en los precipicios navarros, la única noticia directa que aquella comunidad tenía de la guerra era que les habían quitado los hombres. Los acontecimientos externos les llegaban a través de la versión de sus autoridades políticas y religiosas. El pueblo estaba convencido de que se ventilaba una reposición del combate de los ángeles.

       A media mañana la cortina de niebla se desgarró para dar paso a un sol quebrantado. Algunos miembros del batallón de trabajadores abandonaron las ruinas y se desparramaron lor las callejas buscando vino y café caliente. El pueblo les siguió haciendo el vacío. Ningún habitante se quedó a menos de cincuenta metros y les cerraron las puertas de las tabernas. Ellos estaban hechos a soportarlo todo y pasearon por las calzadas con escueto estoicismo, en pequeños grupos como los chiquiteros sin esperar nada. Los niños no se atrevían a pisar la calle y convertían los hogares en manicomios, y en las horas de escuela las madres formaban piquetes para llevarlos de la mano. En las siguientes noches varias vírgenes despertaron de su sueño gritando que las habían violado. Las mujeres se acordaban con nostalgia de los hombres que las habían dejado solas, y los ancianos tenían siempre a su alcance un garrote de alimañas. Al cuarto día una comisión de vecinos levantó al alcalde de sus siesta para preguntarle por qué les había traído aquella peste.

       _No hacen nada si no se les toca _aseguró la autoridad.

       Los vecinos quisieron saber cuándo se los llevaban.

       _El mando está resolviendo dónde ponerlos a cavar trincheras.

       Los viejos, las mujeres y los niños se colocaron cruces bien visibles encima de las ropas. Rezaban los rosarios con fervor tribal y hasta la sangre se les paralizaba en el silencio estancado del ángelus. Por las noches se recrudecieron junto al fuego las leyendas de trasgos, y los accidentes y contratiempos cotidianos se tuvieron por maldiciones de los forasteros. Éstos se habituaron a recorrer el pueblo por delante de las puertas cerradas. Lo hacían en grupos fúnebres, la vista cosida al horizonte con las últimas fibras del orgullo apaleado. Sin embargo las gentes no se atrevían a mirarles a la cara y algunas mujeres juraron que las desnudaban con los ojos. Cierto día uno de ellos apareció al extremo del mostrador de una taberna, dejando a los clientes sin aliento. Ninguno lo vio entrar. Se cruzaron miradas diciéndose que había atravesado las paredes. Para entonces ya podían diferenciarlos. Era un tipo sombrío, chupado y de piel deslavada de tanta conserva. Con los codos apoyados en la madera, parecía estar allí para hacer de blanco a las bolas de feria. En medio de un silencio trágico pidió con voz tierna en euskera un tazón de café con leche. El dueño escarbó por todo su negocio hasta encontrar el recipiente y le sirvió un líquido cubierto de humo. Para todos fue un alivio cuando se retiró con el tazón a una mesa del rincón más oscuro. Le vieron sacar un pan de munición del bolsillo de su tabardo y romperlo en migajas dentro de la humareda, como en un rito. Luego sacó una cuchara y empozó a llevarse a la boca cargas de masa. Sorbía con estruendo, con un misticismo tan reconcentrado y una expresión tan doméstica que ninguno pudo pensar en los cuernos hasta que acabó. Les atenazó la curiosidad por ver con qué moneda pagaba. El hombre recogió el tazón vacío y se lo llevó al dueño. Metálico a la expectación que había metido en la taberna, poniendo en las frentes la decepción,  dejó en el mostrador una moneda de Franco.

       Al día siguiente regresó con tres compañeros. EL pueblo contempló la entrada del grupo  en la taberna sabiendo que el dueño no les cerraría la puerta. “A una culebra que me pida café con leche tampoco se lo podría negar”, les había dicho. Los cuatro tomaron por turno en el mismo tazón, porque no había otro. En los días siguientes se fue incrementando el número de prisioneros que acudía al local, pero cada uno llevaba su propia marmita por no esperar en la cola del café con leche. Surgió en la taberna una frontera natural, que dejaba a un lado al pueblo receloso y al otro a los forasteros en una actitud maciza que no ofendía a nadie. Sólo seguían despertando miedo. Les veían pagar a todos con monedas cristianas.

       No tardaron en abrírseles el resto de las tabernas y las tiendas de alimentos. Entraban con pasos pulcros, pedían con palabras estrictas y los dueños les respondían con monosílabos. Así nació un código que pergeñó una convivencia desapacible. Cuando el miedo le dejaba un resquicio, el pueblo no sabía qué pensar.

         Un sábado el jefe de los guardianes transmitió al cura el deseo de los prisioneros de asistir a la misa mayor del domingo. El cura se hizo repetir la frase porque creyó haber oído mal.

       _Aquí podemos mantener a los vándalos fuera de las casas de Dios _replicó con las orejas encendidas.

       _Son inofensivos _le aseguró el jefe de los guardianes_. Han sido derrotados y no quieren empezar otra guerra.

       _Siguen siendo rojos _insistió el cura redoblando en la erre.

       _Ni ellos mismos saben ya lo que son _sonrió el jefe de los guardianes.

       El cura accedió por represalia. Al término del rosario de la tarde se acercó a las ruinas del caserón al frente de medio pueblo y exorcizó a los moradores, y al otro días los recibió en una iglesia mordiente. Los prisioneros se presentaron formando un grupo de paseo, afeitados y con las ropas estiradas. La gente los sometió en la calle a un escrutinio silencioso por averiguar dónde llevaban el azufre para poner fuego a lo sagrado. El cura los paró a la puerta del templo. Los envolvió en un acoso circular, metiéndoles la mirada por los ojos para tocar el pozo negro de su maldad, pensando que todo tendría un sentido completo si se les vieran los cuernos. Los instaló al fondo de la iglesia, en un recinto que él mismo había marcado con tiza en el suelo. Había girado las imágenes para que todas mirasen a la Horda, y había inflamado en sus ojos de mármol la cólera divina con un matiz de carpintero. Había colgado de todas las alturas crespones negros. Había ordenado al organista que anegara el templo con un estruendo de Juicio Final. Y había revestido la sangre de todos los Cristos con auténtica sangre fresca de conejo. Los prisioneros también se tragaron con impavidez aquella virulencia.

       El pueblo llenó el templo fascinado por la morbosidad del instante, convencido de que se estaba metiendo en una trampa. Se marcó la misma frontera que en las tabernas. Era la primera vez que veían a los forasteros sin su boina y los más incrédulos se convencieron de que ni siquiera escondían muñones de cuernos bajo ella. El cura se olvidó de la misa y subió al púlpito armado del espíritu del arcángel san Gabriel. Habló con el mismo tono de voz que cuando perdía al mus. El órgano empezó a tronar con la primera sílaba. Habló de la división del mundo en buenos y malos, del encargo divino que tenían de evangelizar a los malos y si no matarlos. Habló de la prolongación de la era de los monstruos: de los turcos, de los abencerrajes y de los hotentotes; y proclamó el retorno de la Inquisición. Se le estaban rompiendo las venas del cuello al gritar que habría tantas Cruzadas como fueran precisas, cuando un rumor traslúcido se metió en la atmósfera del templo. Sugestionado por la garganta del cura, por el alboroto del órgano y por su propio escepticismo, el pueblo tardó en averiguar que los forasteros cantaban a coro la misa de Gloria. Al principio la notas fueron tan leves que apenas las oyeron los más próximos, pero cuando alcanzaron el púlpito formaban un bloque sonoro compacto. Por unos instante el cura y el pueblo se fundieron en un asombro nebuloso. El cura fue el primero en reaccionar. Creyendo que era la prueba más laberíntica enviada por Dios, cerró los puños y volvió a la carga con el estandarte de la Luz. El pueblo se estremeció atrapado en el duelo. El coro de cien voces de los forasteros se fue adueñando de la iglesia de modo natural, imponiéndose a los redobles furiosos del órgano y de la garganta del cura. Eran unas voces limpias, disciplinadas por ensayos de anteguerra, que señalaban a horizontes perfectos. Los forasteros cantaban como si estuvieran solos, ajenos al sufragio de sus contrincantes. El cura y el órgano enmudecieron cuando los muros de la iglesia vibraron con la apoteosis del concierto colosal de las cien voces. Las mujeres y los viejos lloraban prendidos al primer asombro. Con movimientos de sonámbulo el cura bajó del púlpito y en el altar ofició la misa que le marcaba el coro de prisioneros y el organista emprendió un acompañamiento cargado de docilidad. El pueblo pasó la noche tratando de hacerle un sitio a la revelación, y al día siguiente las mujeres despidieron a los forasteros con bocadillos de chorizo y escapularios.

             (Del libro Historias de la guerra interminable)

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                                                                     EUSKERA EZ
     Bilbao las recibió con una llovizna inmóvil. En la puerta de la estación del ferrocarril la anciana desplegó un paraguas de hombre y dio el primer paso con la niña pegada a su cuerpo. La niebla de agua desdibujaba los contornos de la ciudad. Las cosas se mostraban en una lejanía amenazante y las gentes parecían caminar a un centímetro del suelo. La anciana se las arregló para apretar el pañuelo negro de su cabeza sin soltar la cesta que llevaba al brazo. Vestía el luto abrochado de las aldeanas viejas y arrastraba por sus narices una respiración tortuosa. La boca la tenía clausurada por una línea dura de labios azules.
     Se detuvieron en la esquina del edificio. Cuando se les acercó el guardia municipal la niña levantó la cara para mirar a su abuela y los labios de la anciana se apretaron tanto que se hicieron blancos. El hombre observó sus atuendos de aldea y les preguntó qué buscaban. La niña volvió a mirar a la anciana, que parecía de piedra.
     —La cárcel —musitó con transparencia.
     El guardia miró con curiosidad a la anciana. Luego escrutó a su alrededor, sofocó la voz y repitió la pregunta, ahora en euskera. La anciana no alteró la postura de su boca.
     —¿Es sorda? —preguntó el guardia.
     La niña respondió también en castellano.
     —Le han dicho que si la oyen en euskera será peor para su hijo. Y no sabe más.
     El guardia las situó al extremo de una calle que subía. Permaneció quieto viéndolas sumergirse en una densidad traslúcida. En la cuesta la respiración de la anciana se hizo más abrupta, pero no se concedió una sola pausa. Por la calzada subían y bajaban camiones penosamente, como en una operación de guerra. La acera era tan angosta que sólo cabía un paraguas y el de la anciana desplazaba a los demás en su avanzar terminante. La tela negra salpicaba resonancias de tambor con las goteras de los aleros. La niña oía a la altura de su oreja el esfuerzo fragoroso de los pulmones de su abuela. Cuando alcanzaron el alto, la anciana recuperó su respiración sin separar los labios y sin detenerse.
     Localizaron la cárcel sin error. La vieron en la distancia, mojada, como si fuera de cartón. Era uno de esos edificios con el aire taciturno inconfundible délas prisiones. La niña volvió a mirar a su abuela y ésta apretó los labios como cuando se encontró con el guardia y otra vez se le pusieron blancos.
     La niña tenía doce años, pero se movía con la gravedad de las personas adultas. Era espigada, con unos ojos tristes que no correspondían a su edad, y apenas retenía otro tiempo que no fuera el de la guerra. También vestía un luto total. Y si miraba tanto a su abuela era para acordarse que no debía llorar.
     Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
     —Qué desean.
     La anciana siguió mirando al frente aunque ya había dejado de ver el edificio. El teniente repitió la pregunta. El bigote se le rompió con una mueca y regresó al resguardo del cuerpo de guardia.
     —No tengo prisa —sonrió—. Mi puesto acaba a las seis.
    Los otros guardias asomaron la cabeza. La anciana sostuvo el paraguas con más firmeza que nunca y la presión de un labio contra otro casi le produjo dolor. Paradas sobre el guijo de la puerta ambas daban la impresión de que la lluvia sólo caía para ellas. Entonces la niña empezó a buscar en la cesta de su abuela. La anciana le ayudó, temblando, pero la niña la miró a los ojos y supo que no tenía miedo. Salió del paraguas llevando un papel tieso. Cuando lo entregó al teniente el agua lo había ablandado.
     El teniente sonrió aún más al tropezar con el sello del obispo. Regresó ante la anciana con los ojillos semicerrados.
     —Es su hijo —le preguntó.
     La anciana sintió en su cara la mirada de la nieta y no movió un solo tejido. El teniente le blandió el papel ante los ojos.
     —Además de muda es ciega —añadió.
     Los guardias volvieron a asomar la cabeza para mirar. De sus figuras aún se desprendía la guerra.
     —Diga algo —ordenó el teniente a la anciana. Se metió el papel en el bolsillo y cruzó los brazos sobre el pecho. La niña le obligó a volverse tirándole de la guerrera. El teniente chocó con una mirada lacerante.
     —Usted sabe que no le entiende —dijo la niña—. Que sólo habla nuestra lengua.
     Sostuvo la mirada del hombre hasta obligarle a hablar.
     —Pues que no salga de casa.
     —Lleva más de un año sin ver al padre —dijo la niña.
     El teniente contempló a ambas desde el horror de aquella cárcel de posguerra. Se irritó consigo mismo al advertir que dudaba. Siguió mirando a la niña, ya sin ningún deseo de hacerlo. Luego le devolvió el papel, y en el momento de darle la espalda dibujó en el aire una indicación con la mano.
     Cruzaron un patio desolado. En una esquina había tres hombres limpiando con una manguera la caja de un camión, de cuyas labias desprendían costras de color de hígado. En la puerta del edificio les salió al paso un guardián de barba rubia y tierna. La niña le entregó el papel que llevaba en la mano. El hombre lo leyó meticulosamente y después las miró a ellas como si hubiera olvidado que las dejó allí. Giró sin pronunciar una palabra y se alejó por un corredor oscuro. La niña se preguntó cómo no ponía remedio al pesado pistolón que le golpeaba el muslo. Una repentina ráfaga de viento las azotó por la izquierda y la anciana  levantó a su nieta el cuello de la chaqueta con la misma mano que llevaba la cesta. La niña no olvidaría jamás aquella boca de la abuela cosida como con pernos, ni su rostro terroso cada vez más sereno. Observó que su expresión había dejado de delatar su necesidad de hablarle. Sus ojos le transmitieron con nitidez y con un sosiego increíble que no olvidara el recado que tenía para el padre ni el único ruego que tenía que hacerle al enemigo.
     El guardia regresó detrás de un hombre gordo con cara de sueño. Les habló parado a tres metros.
     —Nadie puede ver a los condenados a muerte.
     Su voz quebradiza produjo la impresión de que había contado un chiste. Las dos figuras de la puerta no se movieron.
     —Es la norma —concluyó, parapetándose en la frase.
     El de la barba rubia le marcó con el dedo un lugar del papel. El hombre gordo extrajo unas gafas del bolsillo de su guerrera, las abrió con una sola mano y las encajó en su rostro. Al darse cuenta de la fuerza de lo que había escrito emitió un gruñido.

      —Habría que encerrar al clero en las sacristías.

      Metió la mano en la cesta que llevaba la anciana y sacó un paquete.
     —¿Qué es?
     —Pan, tortilla y chorizos para el padre —dijo la niña.
     El guardián puso en sus manos el paquete.
     —Ponlo en ese balde.
     La niña lo depositó cuidadosamente en el fondo de un balde que había en el suelo. El guardián las condujo a una estancia atravesada por dos tabiques de alambres formando pasillo. La abuela y la nieta esperaron un tiempo interminable estremecido por golpes de cerrojo en todo el edificio. Con el último estruendo de hierros se abrió una puerta al otro lado de los tabiques y apareció una figurita irreconocible. La anciana pegó el rostro a la alambrada y apretó con vigor un labio contra otro para no traicionar su voluntad. La niña se aferró con los dedos a los alambres. Miró con vehemencia para comprobar si aquel era realmente su padre. Estuvo a punto de escapársele el idioma de su cocina, pero descubrió a tiempo al guardián apostado a dos pasos.
     —¿Está usted bien, padre? —dijo en castellano. El hombre no acertaba a hablar. La niña comprendió que no creía del todo que ellas estuvieran allí.
     —Padre.
     Los brazos del hombre seguían caídos. No los movió para hablar.
     —Sí. Sí. Bien. ¿Y en casa?
     La niña vio cómo la abuela bebía con su expresión las palabras del hijo que no entendía. La anciana despegó los labios para dejarlos temblar.
     —Todos bien —dijo la niña.
     El hombre miró a su madre.
     —Ama.
     A la anciana se le escapó un aire de emoción por la rendija de su boca.
     —Eh —exclamó el guardián—. Quiero oir que lo que hablan no sea maldito vasco.
     La anciana realizó un esfuerzo potente para recuperar la clausura de sus labios.
     —Ama —repitió el hombre.
     Llevába la misma boina y el mismo tabardo de caza con que lo apresaron en Santoña con medio ejército del Norte, tres años antes. La cárcel lo había reducido a la mitad de su peso. Las pisadas del guardián que recorría las celdas llamando a los veinticuatro muertos de cada noche, le había vuelto los cabellos blancos.
     —Cuántas vacas tenéis en la cuadra —preguntó.
     —Sólo tres —dijo la niña—. Quitamos cinco cuando tú...
     —Están sanas.
     —Sí.
     Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
     —No se atrevió a verte aquí.
     El hombre no tuvo necesidad de volverse hacia su madre porque desde el principio las abarcaba a las dos en una misma mirada.
     —Ama.
     La anciana se apretó más contra la verja.
     —Rezad por ella —dijo el hombre. La niña supo que se refería a la madre asesinada en Gernika tres años antes.
     —Sí —contestó.
     El hombre no pudo reprimir el ruido de su respiración.
     —¿Ya seguís guardando las semillas en el arcén?
     —Sí —dijo la niña.
     —Si no podéis con las tres vacas quitad alguna más.
     —La abuela me dice que le diga que cuando usted tenía once años le pegó aquel plastazo en la cara no para castigarle por no sé qué, sino porque a ella se le había quemado el guiso y estaba de mal humor, y que le perdone ahora.
     La niña palpó con pulcritud el estremecimiento del padre.
     El guardián dio un fuerte chalo de mando.
     —Pasó el tiempo. Despídanse. Los botones del tabardo del padre oprimieron la alambrada.
     —Ama.
     La niña no se atrevía a decir adiós para que no acabara todo. Recibió una mirada azul de su abuela y dio tres pasos hacia el guardián.
     —Sólo pide una palabra en euskera.
     —Está prohibido.
     —Es la última que podrá decir al padre en este mundo.
     —No es posible.
     —Sólo una palabra.
     —No.
     —Sólo una.
     El guardián titubeó.
     —Una sola —dijo.
     La niña regresó junto a su abuela y la miró moviendo la cabeza hacia abajo.
     La anciana se concentró. Empuñó con fuerza la cesta para emprender el regreso al caserío y esperó a serenar su respiración. Siguió concentrándose con ahinco. Antes de desprenderse de la palabra la impregnó de treinta y siete años, día a día, de convivencia con el hijo, desde el parto a aquella jaula para fieras. Al saborear por anticipado que la oiría él, descubrió que ni con una muerte más podrían derrotar su mundo los enemigos. Recogió con entereza el nuevo rostro cuadriculado del hijo para el recuerdo y se sintió de hierro por dentro al pronunciar:
     —Agur.

 

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