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Patxi Irurzun

Higiene íntima

Los hermanos Dosenuno

Higiene íntima

            —Mierda puta —maldije incapaz de conciliar el sueño. Por si fuera poco sólo me quedaba un cigarrillo. De todas maneras me levanté, lo encendí y me asomé a la ventana.
        —Tiene gracia —pensé—. He dormido en miles de casas okupadas, portales meados, en la puta calle, le he pegado cientos de vueltas a esta mierda de ciudad para al final acabar a diez metros del mismo agujero de donde salí.
        Me habían ligado los munipas hacía unos días en un descampado peleándome con monstruos peludos y fosforescentes, babeando ristras de ajos, sudando cerveza, kalimotxo, güiski de garrafón...
        —Delirium tremens —diagnosticaron los matasanos.
        Y después psiquiatras, asistentes sociales...:
       —Felisín, tienes que integrarte socialmente..., reestructurar tu vida...
        Eran como salvaeslips para tu alma. Querían mantener ésta bien limpita cuando sangrabas. Me acordé de mi abuelita, cómo solía recomendarme que llevara siempre la ropa interior inmaculada, por si tenía un accidente y, aunque a mi me parecía ridículo y agorero, también me ponía mis mejores gallumbos cuando salía con una chica. Lo de aquellos tipos, sin embargo, no lo pillaba, porque dentro de sus cálculos no entraban desgarros, menstruaciones, desnudos que pringaran tu higiene íntima.
        Del hospital me habían conducido a aquel piso comunitario de los servicios sociales de Jamerdana, precisamente en Beirut, mi antiguo barrio y justo enfrente de la que fuera mi casa. Lo compartía con algún que otro majareta al que consideraban todavía reciclable. Como la basura. No sabía muy bien lo que esperaban de nosotros. Supongo que una existencia austera, dócil y despojada de pasión. Nada que tuviera que ver con la idea que tenía yo de la vida, pero me encontraba tan débil que no podía protestar. Tan débil y tan cómodo, para ser sincero. Es difícil elegir entre tus convicciones y un techo cubierto, a resguardo de la intemperie.
         Me tiraba las noches en blanco y mirando por la ventana. Mirando melancólico otra ventana, la ventana de mi casa, enfrente, tras la cual tantas horas había pasado observando el mundo como un niño pobre ve girar un tiovivo.
        A veces, cuando tenía 13 o 14 años, solía meneármela cuando las chicas paseaban por la acera, me gustaba escuchar sus risas cantarinas y hacer coincidir los calambrazos en la columna con alguno de sus movimientos: una onda en el aire de sus cabelleras, el penduleo de sus nalgas, ah, ah, aaaaaah, de puta madre, pero después sentía un vacío dentro de mí, era como si expulsara toda mi vida interior diluida en semen, una pérdida de tiempo, no parecía haber ninguna chica dispuesta a recogerla y sólo servía para ensuciar las paredes. ¿Qué sentido tenía?
         Desde pequeño había tenido esa mala costumbre: hacerme preguntas. Tal vez por eso era capaz de pasarme tardes enteras mirando a la gente allá abajo, a los otros niños jugando, a los adultos en grupo, charlando, discutiendo... Me sentía tan ajeno a ellos... Ninguno podía responder a esas preguntas y ese era el germen de la soledad, la tristeza y el dolor. Con el tiempo había aprendido a vivir con ellas. Eran malas hierbas que sulfaté primero con lágrimas, más tarde con cerveza, kalimotxo, güiski de garrafón, antes de que resecaran mi pradera, y a pesar de todo continuaban allá dentro, enredándose a mi corazón, estrangulándolo, y yo no podía evitar revolverme, y temía que al hacerlo hiciera una locura, que sé yo, matarme, o matar a otro...
        —¿Cómo no va sentirse un hombre solo, cómo no va a volverse majareta si ni siquiera es capaz de conocerse a si mismo?— me preguntaba ahora, y deseé tener una botella a mano, porque lo más parecido a una respuesta se encontraba casi siempre en el fondo de ella.
         Tuve que conformarme con un cigarrillo y con seguir mirando la ventana de la que había sido durante años mi habitación. Las persianas aparecían descoloridas y carcomidas por la lluvia. Imaginé que nadie vivía en la casa. Cuando murió mi abuelita el propietario se apresuró en echarme a la calle. El contrato de alquiler del cual ella era titular pertenecía a los de renta antigua, pagábamos cuatro duros y eso le jodía particularmente. Ahora tenía el piso a su disposición pero vacío. Había miles de pisos vacíos en Jamerdana, mientras en la periferia se construían nuevos barrios y algunos teníamos que dormir en casas okupadas, en portales meados, en la puta calle. Al menos con los cuatro duros que le pagábamos aquel tipo habría tenido para el autobús, para venir de vez en cuando a Beirut, echarle una ojeada a su casa y sentirse así importante, un hombre de negocios.
         Esas reflexiones me hacía cuando de repente unos pisos más abajo descubrí la figura espigadamente ágil de un adolescente colándose por otra ventana.
         —¿Qué hace ese gilipollas? —me pregunté.
       Hacía demasiado tiempo que no me enamoraba y había olvidado ciertas temeridades y urgencias que hacerlo implicaba. Tras la ventana una chica recibió al adolescente con un beso largo y apasionado, al que él se abandonó peligrosamente, pues dejó de asirse al alfeizar de la ventana para corresponderle con idéntica efusión. Por un momento permaneció flotando en el vacío (y me dio la impresión de que no le habría importado perder pie, llevarse como último recuerdo de esta mierda de mundo aquel beso) y finalmente entró a la habitación. Pude distinguir entonces el rostro de la chica. Me sonaba. Su nariz ligeramente respingona, sus labios carnosos como una fresa desventrada, los ojos oscuros encaramados a dos pómulos de piel roja y sobre todo un gesto tímido, como si se avergonzara de su hermosura, reforzándola paradójicamente con aquel apocamiento. Recordé una niña morenita mirando asustada cuando subíamos en el ascensor mis pelos de colores, la chupa llena de chapas, imperdibles... Hummmm. Claro que me sonaba, era mi vecinita, la del tercero.
         —Joder, cómo pasa el tiempo —pensé.
         Hacía sólo unos años jugaba a la goma en el portal y ahora allá estaba, arañándole la espalda a aquel muchacho. Me sentía un «voyeur» pero qué querían, yo había llegado antes, ya estaba allí fumando mi cigarrito cuando el chaval apareció en plan Spiderman. Y por otra parte ellos dos no se mostraban especialmente pudorosos, o su apasionamiento les había hecho olvidar todo lo demás, pues se desnudaban el uno al otro junto a la ventana. El chico besaba a la chica en el cuello y era como si inflara despacito un globo: el cuerpo de ella se convulsionaba leve e incontroladamente con cada caricia, dejando flotar deliciosamente su melena negra, casi azul, en el aire. Mi vecinita estaba preciosa y no pude evitarlo. Bueno, quizás ya no me encontrara tan débil como pensaba. Hacía días que no tenía una erección. Comencé a acariciarme y los calambrazos en la columna me trajeron en esta ocasión el recuerdo de Ione, no sabía por qué. Ione a la que tanto quise, sobre todo una vez que la perdí tontamente, egoísta de mí, en una borrachera cualquiera, como si fuera un mechero, la chupa, la dignidad, esas cosas que se pierden tontamente en borracheras de ese tipo.
          La había conocido —en el sentido bíblico— durante una de ellas y la perdí en otra en que conocí —también en el sentido bíblico— a su mejor amiga; que en realidad no lo era. El oleaje del alcohol funciona de esa manera, a veces nos trae pequeños tesoros, caracolas, botellas con mensajes de la otra orilla y otras latas abolladas, botas despanzurradas, alquitrán...
         Aquello había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora tenía treinta y tantas primaveras como balas de plomo alojadas en mi corazón y Ione era una de ellas, pero nunca supe si quedó alguna muesca en el suyo. Sólo que lo superó con la cabeza alta, restañándose ella misma la herida, comprendiendo que no se merecía a un julai como yo.
         Tal vez sí sabía porqué me había acordado de ella. Ione se parecía mucho a mi vecinita. Todo el mundo pensaba que era una mosquita muerta. Yo mismo lo creí hasta que nos acostamos y ella se comportó de aquella manera tan enérgica y desinhibida. Con cada una de mis embestidas sentía como si le arrebatara, hiciera añicos su secreto, aquella fuerza que guardaba celosamente en lo más recóndito de su interior para cuando fuera imprescindible. En un mundo de apariencias Ione me mostraba su excepcionalidad: ella no derrochaba energías para defenderse de las cosas triviales, prefería pasar desapercibida, ser incluso infravalorada, pero cuando había que dar la talla tampoco se rajaba, no se escondía ni traicionaba a los demás, como hacían muchos que por el contrario iban por la vida pisando fuerte. Ione era noble, podía parecer una mosquita muerta pero también te zumbaba en los oídos cuando la mierda se amontonaba alrededor, y quizás eso sólo lo sabía ella, era su aliento vital, que entonces en el asiento trasero de su buga expulsaba cada vez que yo se la metía. Y sin embargo no supe darme cuenta, yo también la menosprecié.
         Sí, mi vecinita se parecía mucho a Ione y yo además de un voyeur me sentía canalla y hasta algo pedófilo, allá meneándomela, pero que querían, ya no era la niña que jugaba a la goma en el portal, ahora estaba follándose a Spiderman. Mi vecinita se parecía tanto a Ione que hasta hacía el amor de la misma manera, sentándose sobre el chico e introduciéndose despacito la polla, con pequeños, delicados vaivenes que no lastimaran su vagina chiquitita, aumentando el ritmo conforme la dilataba y apoyando las palmas de sus manos sobre el pecho del chico, como si le aplicara un masaje cardiaco que redoblara el bombeo de sangre a la entrepierna cuando se aproximaba al orgasmo.
           Por mi parte, al llegar ese momento cerré los ojos y no fue a ellos dos a quienes vi, sino a Ione y a mi mismo, en el asiento trasero de su buga. Y luego me quedé junto a la ventana como hacía unos años, enfrente, en mi antigua casa: con los testículos vacíos, el alma lánguida y haciéndome preguntas. ¿Por qué me había permitido el lujo de perderla? Había estado toda mi vida solo, unas, pocas veces por puro pánico a ser feliz y la mayoría lamentándome, y entonces, cuando estuvieron al alcance de mi mano las dos cosas, compañía y felicidad, las dilapidé por un capricho, por unas botellas, algunos porros y un polvo rápido que además resultó un desastre. ¿Y por qué me daba cuenta ahora, después de tanto tiempo y de sopetón? ¿Qué había de íntegro en no concederle ninguna esperanza no ya sólo al matrimonio, la pareja, sino incluso al amor? Mis amigos se habían ido quedando por el camino con sus sueños de clase media —el pisito, el trabajo en la fábrica, los pitufos— pero eran felices mientras que yo me desintegraba, sólo y atormentado. ¿Qué había de vital en beberse a tragos la existencia si a la vez la dejabas vacía para los restos?
         Vaya, tal vez me estaba haciendo viejo. O puede que después de todo, los matasanos, los psiquiatras, los asistentes sociales estuvieran haciendo bien su trabajo.
          —Mierda puta —murmuré.
         Quizás a la mañana siguiente me largara de aquel piso. Después de todo alguna vez el tiovivo también se detenía para que se montaran los niños pobres.
         Miré por última vez hacia la ventana de mi vecinita. Los dos muchachos jadeaban, tumbados uno junto al otro, sin dejarse de acariciar después de haberse corrido. Ellos todavía eran jóvenes y nobles, como Ione. El chico encendió un cigarrillo, le dio una calada, besó después a Nuria y ella escupió el humo. Se rieron, se susurraron al oído balsámicas palabras de amor. Pensé que continuar espiándoles ahora sí que tenía delito, que había mucha más intimidad en aquello que en el propio acto sexual de hacía unos instantes.
          Me volví pues hacia el colchón, me tumbé sobre él y deseé unirme a aquella ceremonia del humo en que los sentimientos caracoleaban en el aire pero ya no me quedaban más cigarrillos y tuve que conformarme con la plácida y lánguida tristeza después de la eyaculación.

 

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Los hermanos «Dosenuno»  

_A

 ver, chavales, limpiadme bien la zona_ ordenó Martínez, el encargado, señalando los cascotes de porcelana, las colillas, toda la basura, en suma, desperdigada como flores raras y enfermas alrededor del puesto de trabajo.

_Que hoy nos visitan los “Dosenuno”.

_¿Y esos quienes cojones son?_escupió desafiante mi compañero, Animal, que tenía atravesado a Martínez y no le pasaba una.  Yo, por contra, no abría la boca en su presencia, por no tragarme las moscas gordas y verdes que revoloteaban dentro de la suya, esa alcantarilla infecta. Martínez padecía halitosis. Era un borracho de mierda al que el vino peleón había pateado las tripas hasta convertirlas en un pudridero.

_Los hermanos “Dosenuno”. Los peces gordos de PINTURA_ explicó.

Le hablaba exclusivamente a Animal, ignorándome. El corazón humano es obstinado, algo tontorrón, tan fatalmente ciego que nos conduce a desfiladeros, fosas sépticas... A pesar del nada disimulado paquete que Animal profesaba al encargado, quien además de un borracho de mierda era un hijoputa del dos, éste le trataba amistosamente. Como si ese paquete alojara bomboncitos de licor en lugar de la carga de amonal que activaba el odio salvaje de mi compañero.

_Vienen a ver que pasa _ continuó Martínez _Ya sabéis que últimamente están saliendo muchos fallos en las tazas.

Se refería a las tazas de váter, que era lo que fabricábamos en POZAL S.A. Animal y yo currábamos en la cadena de decoración. Teníamos que descargar los retretes y, de paso, supervisarlos, comprobar que no se escapara ninguno con una mota, un descuelgue de pintura, por diminuto que fuera. La gente, la gente sin imaginación, por lo que se ve se fija en esas chorraditas cuando se sienta a empujar.

_Y eso de los Doseuno ¿Qué cojones es? ¿Un mote?_ volvió a la carga Animal.

Cojones era una de sus palabras favoritas, seguramente porque Animal era una de esas personas sin imaginación.

Martínez dio un par de pasitos en su dirección y se inclinó  hacia su oreja, a juzgar por el tono jocoso que empleó, para iniciar un comentario morboso, algún cotilleo...

_Es que es la hostia, je, je. Los “Dosenuno” son..._ pero no pudo terminar, pues desde el otro extremo de la nave le cortó un berrido, una orden dirigida a él.

_MARTÍNEZ, DÉJATE DE CHÁCHARA, QUE YA ESTÁ... O SEA, QUE YA ESTÁN AQUÍ.

Era López. El hijoputa número uno. En las fábricas las relaciones laborales funcionan de esa manera. Siempre hay alguien por debajo a quien encular y alguien por encima al que chupársela. Y Martínez se la chupaba a López, sumisa pero también devotamente, así que, como un muñequito, retrocedió esos dos pasitos y cambió automáticamente su actitud confidencial por una visiblemente autoritaria.

_O sea que, lo dicho, a limpiar toda esa mierda.

 Ahora me hablaba a mí. Animal  tenía ganado su mote a pulso, era un bestia, pero también elemental, previsible en sus reacciones, mientras que mi silencio, mi distancia,  ponían nervioso al encargado. En consecuencia yo era a quien Martínez enculaba.

Me volví, pues, sin decir nada y comencé a barrer.  Pronto se levantó un remolino de polvo, el polen tuberculoso que expiraban aquellas flores extrañas, y no mucho más tarde, como si  se tratara de una nube lisérgica, a través de ella aparecieron los dos extraños visitantes.

Los hermanos Dosenuno.

Intenté aparentar serenidad, que su presencia singular no me alterara hasta el punto de que ellos se sintieran incómodos, observados, incluso rechazados, pero resultaba difícil disimular los espasmos que me transmitía mi columna vertebral repentinamente transformada en una barrita de hielo.

Los hermanos Dosenuno eran siameses. Cada uno de ellos tenía su propio y nada similar cuerpo pero estos se fundían en uno en sus respectivas frentes, que les malencaraban de manera que mientras uno de ellos se veía obligado a mirar hacia un lado el otro debía de orientarlo hacia el contrario. De esa manera tenían que caminar en una especie de baile de salón, el primero marcha atrás, el segundo marcándole el paso, y, supongo que por una cuestión de equilibrio el que andaba de frente era gordo, un barrilito, mientras  que el que reculaba se quedaba en la esmirriada radiografía de un eructo de cerveza. Con todo aquella descompensación no resultaba lo más llamativo, puesto que sus cuerpos se apreciaban bien diferenciados, como una extraña pareja de danzantes, sino que lo que resultaba inevitablemente peculiar y  hasta repelente era el lugar en que sus cabezas se unían, donde la piel se estiraba y retorcía como una loncha de queso caliente, sin que se supiera muy bien donde comenzaba uno y acababa el otro, a pesar de que existía una línea bien diferenciada a partir de la cual nacían los cabellos de los dos, siendo uno castaño y liso, espeso, y el otro negro y rizado, distribuido en circulitos como caquitas de oveja. 

Los Dosenuno estuvieron pululando por la nave varios minutos, acompañados de López,, Martínez y algún otro lameculos, que se movían a su alrededor torpe y tensamente, todavía no sabía muy bien si por los galones que pudieran ostentar los dos hermanos en la jerarquía de POZAL S.A. o por su apariencia monstruosa. De vez en cuando López, Martínez y sus mariachis conseguían relajarse, sonreír con algún comentario de los Dosenuno, pero pronto volvían a ponerse firmes.

_¿Eso qué cojones es, un tío o dos?_ interrumpió mis observaciones Animal.

Me encogí de hombros. Al principio supuse que los Dosenuno compartían un sólo cerebro pero en ese caso los movimientos de los dos cuerpos deberían estar regidos por éste, y eso no sólo no era así, cada uno de ellos disponía de una autonomía que habían conseguido sincronizar en beneficio mutuo, sino que además pronto me di cuenta de que las personalidades de cada hermano se mostraban distintas, que mis jefes sonreían cuando el esmirriado  hacía girarse amablemente al gordo de manera que fuese el costado por el que asomaba su delgada cara el que les mirara, mientras que se ponían nerviosos cada vez que el gordo daba un caderazo para cambiar esa posición, desplazar a su hermano al flanco ciego y tomar la palabra él.

_No se, tío, creo que son como el hermano  bueno y el hermano malo_ contesté.

Animal estalló en una carcajada, y su risa primitiva, me contagió, y también me ayudó a relajarme. Conseguí incluso olvidarme por un momento de los Dosenuno.

_Cojones, que vienen p’aquí_ dijo, sin embargo, al cabo de un rato mi compañero y la barrita de hielo en mi columna, que había comenzado a deshacerse traspasó las paredes de mi estómago y comenzó a gotearme gélidamente en los intestinos. Como no era el momento de correr despavorido al baño intenté desahogar todo mi nerviosismo  en las otras tazas, concentrarme exclusivamente en mi trabajo, en descargar y supervisar los retretes de la cinta, para no mirar a los siameses sin que resultara demasiado obvio que trataba de no mirarles; pero no había manera, percibía sus sombras tras de mi, hasta escuchaba sus respiraciones y lo único que me venía a la cabeza era la imagen de su cerebro, como una esponja con dos gajos que no habían llegado a separarse completamente.

Fue, de todas maneras, mi compañero y su inteligencia de animalito, el que hubo de meter la pata, retirando una de las tazas cuando los Dosenuno y todo su solícito séquito ya se retiraban.

_¿Cuales son los fallos más frecuentes?_ se apresuró a preguntar entonces uno de ellos, evidentemente el gordo, por el tono despectivo que empleó.

Le hablaba a Animal, pero a éste le había bloqueado un pánico cerval, y fue incapaz ni siquiera de levantar la vista.  Era una situación de lo más violenta. Los fallos de la pintura no tenían nada que ver con nosotros, y era evidente que lo que atenazaba a Animal no era, pues,  la responsabilidad por los mismos, sino la apariencia extraordinaria de los siameses que todos los demás intentábamos disimular más civilizada, acaso hipócritamente. Mi compañero comenzó a tartajear y yo sentí como las miradas de Martínez y López me buscaron  desesperadamente, intentando desviar la atención de Animal y centrarla en mí.

_Que se jodan_ pensé, si bien no tuve valor para vengar con mi silencio el ninguneo al que me sometían habitualmente.

_Salen muchas motas, muchos descuelgues_ dije, antes de que Animal lograra arrancarse y empeorar las cosas con alguno de sus “cojones”, y hasta  conseguí maquear mi voz con un timbre  espontáneo.

De reojo observé como los músculos faciales de Martínez y López  descomponían su rigidez y lamenté haberles sacado del atolladero, sobre todo a Martínez, pero no lo había hecho por ellos, quizás ni siquiera por Los Dosenuno, simplemente no podía soportar aquella tensión algo marciana. Intentaba que todo volviera a su cauce, pero no me ayudó  nada mirar a los ojos al gordo, no ser capaz de  ignorar el escorzo retorcido de la piel en su cuello, ni aquella tajada de cuero cabelludo como un  tranchete, ni tampoco el tono hiriente de su voz, que usó en varias preguntas más. Aquel tipo era monstruoso y sin embargo, a la vez, sufría como humano aquella absurda e injusta monstruosidad, la vengaba utilizando su autoridad como un cuchillo blandido gratuitamente en el aire.  

Cuando agotó su arsenal de interrogantes los siameses se giraron y fue  el esmirriado quien habló. Yo estaba descargando en ese momento una taza de las calificadas como “Rojo Atardecer”.

_Ese color es bonito ¿verdad?_ dijo, y sonrió, y en aquella sonrisa había la misma, cálida, apasionada serenidad  que en el  crepúsculo de un día de verano.

El contraste con las preguntas prácticas, técnicas de su hermano, acabó por descomponerme del todo y una vez que se hubieron alejado lo suficiente salí a la carrera hacia el baño.

Una vez allí eché el pestillo y, me cercioré de que no había nadie más cerca.  Yo no era de los que se fijaban en las motitas , los descuelgues de pintura cuando me sentaba a empujar.  Por el contrario consideraba que se trataba de un acto íntimo, precisamente porque nos igualaba a todos los seres humanos, y eso me hacía pensar en la insignificancia de todos nosotros. Creía que un momento tan desagradable como aquel nos obligaba a reflexionar sobre ello, que la imaginación debía emplearse en buscar respuestas mientras los intestinos se vaciaban. 

_Rojo atardecer_ murmuré, por ejemplo,  entonces.

Había varios colores más entre las tazas que retirábamos con nombres poéticos, soñadores como aquel: azul índigo, rojo mágico, verde jazz... Otros, por el contrario, eran explícitos, sin matices de ese tipo:  amarillo correos, negro pastel... Supuse que  los primeros los habría diseñado el hermano esmirriado, y los segundos el gordo. Que de alguna manera los siameses formaban un  sólo ser que expresaba a través de uno de ellos, el gordo,  las expresiones más mundanas, más contaminadas por su instinto de supervivencia, y a través de otro, el esmirriado, las más puras, las más espirituales.

Satisfecho con aquella reflexión, que podía hacer extensible al corazón humano, me encontraba ya a punto de abrocharme los pantalones cuando escuché como alguien entraba al baño, y se encerraba en otro de los compartimentos.  Decidí entonces salir pero comprobé que no se trataba de una persona, sino de dos. Mejor dicho, de dos en una.

Los hemanos Dosenuno.

_Lo siento, estas situaciones me ponen muy nervioso_ dijo uno de ellos.

_Tranquilo, hombre_ contestó el otro.

No era capaz de distinguirlos, pues ahora ninguno de los dos se  imponía, o cedía. Pensé que se trataba de algo lógico, que forzosamente debían de haberse acostumbrado a compartir  los caprichos, las ruidandes, las urgencias más rutinarias y repulsivas, como aquella.

Todavía estaba a tiempo de salir, pero entonces oí a uno de ellos comentar:

_Al soplapollas ese del Martínez le canta el aliento a muerto.

Y al otro:

_Y el López es un chulopera.

Estaba de acuerdo con las dos apreciaciones, si bien por una parte me sorprendió que también ellos dos lo estuvieran, pues comenzaba a desbaratar aquella teoría mía sobre su cerebro, y por otra me obligaba a permanecer allá  pues indicaba que creían encontrarse a solas.

 Me quedé por tanto allá, encerrado y en silencio, esperando a que terminaran y preguntándome cómo estarían colocados en el retrete. Después  aquella pregunta se convirtió en una tortura, porque pasaban los minutos y los Dosenuno no salían, por el contrario la tarea debía de estar resultándoles trabajosa, a juzgar por los jadeos que llegaban desde el otro lado de la pared. Casi instintivamente comencé a buscar un agujerito en la chapa que separaba las dos letrinas y me apliqué ya con decisión cuando ellos dos volvieron a intercambiar frases, ahora más entrecortadas y acompañadas por el ruido de ropas que se rozaban, o el pálpito de la tapa de la taza acelerado por un vaivén.

_Así... así... cabrón... cómo me gusta.

_Tranquilo, relájate, relájate.

Por fin descubrí un plastón de papeles pegados, secos ya, que conseguí retirar sin estridencia, y tras el que apareció el milagroso agujerito. Pegué el ojo  y miré: la imagen era grotesca.  Cada uno de los siameses masturbaba a su hermano. El gordo estaba sentado en la taza y procedía lentamente, con delicadeza, mientras que el esmirriado, de pie, encorvado, se movía en convulsiones violentas, agitando la pelvis. Era él el que repetía:

_Así...así....sigue.... sigue...

Mientras  el gordo intentaba calmarle:

_Calla, loco, que nos van a oír.

Continuaron todavía un ratito, hasta que se vaciaron prácticamente a la vez, en una perfecta comunión ahora en jadeos, espasmos y finalmente eyaculación. Después cada uno de ellos se limpió y tiraron de la cadena, momento que aproveché para volver a cubrir el agujerito.

_Perdona, tío, necesitaba relajarme_ volvió a excusarse uno de ellos una vez que el calderín se hubo vaciado, mientras se lavaban las manos.

_Que sí, hombre, tranquilo.

De nuevo no supe ya quién era quién. Me daba igual. Aquello me había dejado petrificado. No el hecho en si de la masturbación, que consideré normal: incluso si alguna vez llegaban a mantener relaciones sexuales con otra persona cada siamés no iba a poder excluir al otro, así que no les quedaba intimidad alguna en esa  materia, la más puramente física, y estaban condenados a compartirla y entonces ¿por qué no de la forma más placentera? Pero me había sorprendido la manera en que se habían tornado los roles que yo les había asignado. Pensé esta vez que su cerebro, sus dos cerebros, fundidos, al igual que sus frentes, en uno como una loncha de queso, se comunicaban por una especie de pequeño túnel en el que había un constante flujo de pensamientos, sensaciones; que toda aquella teoría del hermano bueno y el hermano malo era sólo un cuento.

Luego, una vez que los Dosenuno hubieron salido dejé pasar un tiempo prudencial,  tiré yo también de la cadena y volví a mi puesto de trabajo.

_¿Dónde cojones te habías metido?_ me preguntó Animal.

Pero no le contesté.

No me creería.

Y aún menos habría entendido nada.

Nada de nada.

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