ÍNDICE

EMILIA PARDO BAZÁN

La flor de la salud

Viernes Santo

La perla rosa

La oreja de Juan Soldado

En el entreacto

El amor asesinado

La cabellera de Laura

Desquite

Cena de Navidad

Cuentos de Navidad

La Navidad de " Peludo"

 

POESÍAS

Al Marqués de S. C de R.

Considera que en humo...

La flor de la salud

     _No lo dude usted _declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda_. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

     _¿Higiénico?

     _¡Botánico!

     _¿Y quién era el enfermo?

     _El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

     _¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

     _El mismo efecto me produjo a mí _repuso el doctor_. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.

      Norberto me alargó la mano, un manojo de huesos cubiertos por una piel pegajosa que ardía y trasudaba, y mirándome con ansia infinita, me dijo cavernosamente:

     _No me deje usted morir así, doctor. Tengo veintiséis años, y me da frío la idea de invernar en el cementerio. Es imposible que haya usted agotado todos los recursos de la ciencia.

     ¡El ruego me conmovió, y eso que la práctica nos endurece tanto! Tuve una inspiración; sentí un chispazo parecido al que debe de percibir el creador, el artista..., y con los ojos hice seña de que la individua estorbaba.

     _Vete, chiquilla _ordenó, sin más explicaciones, Norberto.

      Y nos quedamos solos.

      Le apreté la mano con energía, y sacando el pomo del consabido licor verde, lo derramé en sus labios a oleadas.

     _Ánimo _le dije_. Usted va a sanar pronto. Volverá usted a tener vigor en los músculos, hierro en la sangre, oxígeno en el pulmón; las funciones de su organismo serán otra vez normales, plácidas y oportunas: el ritmo de la salud hará precipitarse el torrente vital, rápido y gozoso, de las arterias al corazón, y subiéndolo luego al cerebro despejado, engendrará en él las claras representaciones del presente y los dorados sueños del porvenir... Estoy seguro de lo que prometo; seguro, ¿lo oye?: usted  sanará. No debo ocultarle a usted que la ciencia, lo que se dice la ciencia, ya no me ofrece recurso alguno nuevo ni útil.   Humanamente hablando, no tiene usted cura; pero donde acaba la naturaleza principia lo sobrenatural y portentoso, que no es sino lo desconocido o inclasificado... La casualidad me permite ofrecer a usted el misterioso remedio que le devolverá instantáneamente todo cuanto perdió.

     Cualquiera pensaría que al hablarle así a Norberto iba a mirarme con honda desconfianza, sospechando una piadosa engañifa. ¡Ah, y qué poco conocería quien tal imaginase la condición de nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegues late permanente la credulidad, dispuesta a adoptar forma superior y llamarse fe! Los ojos de Norberto se animaban; un tinte rosado se difundía por sus pómulos. Ansioso, incorporado casi, se cogía a mi levita, interrogándome con su actitud.

     _Hay _le dije_ una flor que devuelve instantáneamente la salud al que tiene la fortuna de descubrirla y cortarla por su propia mano. Esta condición precisa, y el no saberse dónde ni cuándo se produce la tal flor, son causa de que por ahora se hayan aprovechado de ella poquísimos enfermos. Digo que no se sabe dónde ni cuándo se produce, porque si bien suele encontrarse en las más altas montañas, también afirman que brota en la orilla del mar, a poca profundidad, entre las peñas; pero a veces, en leguas y leguas de costa o de monte, no aparece ni rastro de la flor. En cambio, tiene la ventaja de que no puede confundirse con ninguna otra: ¡imagínese usted la alegría del que la ve! Es del tamaño de una avellana: su forma imita bastante bien la de un corazón; su color, encarnado vivísimo; el olor, a almendra. No la equivoca usted, no. Pero si va usted acompañado; si es otro el que la coge..., entonces, amiguito, haga usted cuenta que perdió malamente el tiempo.

      No afirmo que Norberto creyese a pies juntillas lo que yo iba encajándole con imperturbable seriedad y calor persuasivo. Si he de ser franco, supongo que dudó, y hasta me tuvo a ratos por un patrañero, un visionario o un socarrón malicioso. Sin embargo, yo sabía que no habían de caer en saco roto mis palabras, porque a la larga siempre admitimos lo que nos consuela, y más en la suprema hora en que nos invade la desesperación y quisiéramos agarrarnos aunque fuese a un hilito de araña muy sutil. La expresión del rostro de Norberto cambió dos o tres veces; le vi pasar del escepticismo a la confianza loca, y, por último, tomándome la mano entre las suyas febriles, exclamó trémulo de afán:

     _¿Puede usted jurarme que no se está burlando de un moribundo?

     No sé si usted conoce mi modo de pensar en esto del juramento. Le atribuyo escasísimo valor; es una fórmula caballeresca, romántica e idealista, que entraña la afirmación de la inmutabilidad de nuestros sentimientos y convicciones _de que se derivan nuestros actos_, siendo así que la idea y la acción nacen de circunstancias actuales, vivas y urgentes. No dando valor al juramento, ni moral tampoco se lo da al perjurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura, calma y convencimiento de hacer bien; y juré en falso, invocando el nombre de Dios, en la seguridad de que Dios, que es benigno, también quería que el milagro se hiciese...

      Y empezó a hacerse desde aquel mismo punto. Norberto, electrizado con la certeza de poder vivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayuda de nadie fue hasta la puerta, llamó a su ayuda de cámara y le ordenó preparar inmediatamente maletas y mantas de camino...

     _Solito, ¿eh? _le repetí_. ¡No olvidarse!

     ¡Solito! Ya lo creo que se fue solito Norberto. Desde su partida, todas las mañanas me desperté con miedo de recibir la esquela orlada de luto. Pasó, sin embargo, año y medio; encontré a los amigos del enfermo; averigüé que nada se sabía de su paradero, pero que vivía. Y al cabo de dieciocho meses, una tarde que me disponía a salir y ya tenía enganchado el coche para la visita diaria, entró como un huracán un fornido mozo, de traje gris, de hongo avellana, de oscura barba, de rostro atezado, que me estrujó con ímpetu entre los brazos musculosos y recios.

     _¡Soy yo! _repetía con voz sonora y alegre_. ¡Norberto! ¿No me conoce usted? No me extraña; debo de estar algo variado... ¿Qué le parezco? ¡Cuánto se ha reído usted de mí! Y lo peor es que ha hecho muy bien, muy bien. Si no es por usted, no encuentro la flor de la salud. ¿La ve usted? Aquí la traigo.

 

     Abrió un estuche de cuero de Rusia y vi brillar sobre raso blanco un alfiler de corbata de un solo rubí, cercado de brillantes, en forma de corazón, que me entregó entre empujones amistosos y carcajadas.

     _La he buscado primero a orillas del mar. Todos los días registraba las peñas. Al principio me cansaba tanto, que me daban síncopes largos en que pensé quedarme. Pero me sostenía la ilusión de descubrir la flor. El aire del mar y el perseverante ejercicio me prestaron alguna fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio. Registré bien la costa, peñón por peñón: la flor no la vi. Entonces me interné en un valle muy rústico y retirado. Me pasaba todo el día agachadito, busca que te buscarás. Vivía entre aldeanos. Comía pan moreno y bebía leche. A cada paso me encontraba mejor... ¡Usted adivina lo demás! De allí subí a las montañas nevadas y fieras, que en otro tiempo me parecían horribles... Trepé a los picachos, recorría los desfiladeros, evité los aludes, cacé, tuve frío, dormí a dos mil metros sobre el nivel del mar... Y un día, embriagado por el ambiente purísimo, sintiendo carnes de acero bajo mil piel de bronce, recuerdo que caí de rodillas en una meseta, y creí ver entre el musgo nuevo, húmedo y escarchado por el deshielo, la roja flor.

     _¡Pues ahora que se ha cogido la flor _advertí al mozo_, a cuidarla! ¡Que no se seque!

     Norberto volvió la cara... Al anochecer del día siguiente le vi por casualidad, de lejos; acompañaba a una mujer, y me pareció que se escurría entre callejuelas, para no tropezarme. Entonces _me había dejado sus señas_ le escribí este lacónico billetito:  «El santo doctor*** no repite los milagros.»

(TOMADO DE LA REVISTA LECTURAS DE MARZO DE 1928)

 

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Viernes Santo

      Fue el cura de Naya, hombre comunicativo, afable y de entrañas excelentes, quien me refirió el atroz sucedido, o por mejor decir, la serie de sucedidos atroces, que apenas creería yo, a no aclararse y explicarse perfectamente por el relato del párroco, las veladas indicaciones de la prensa y los rumores difundidos en el país. Respetaré la forma de la narración, sintiendo no poder reproducir la expresión peculiar de la fisonomía del que narraba.

     _Ya sabe usted_dijo_que, así como en Andalucía crece la flor de la canela, en este rincón de Galicia podemos alabarnos de cultivar la flor de los caciques. No sé cómo serán los de otras partes; pero, vamos, que los de por aca son de patente. Bien se acordará usted de aquel Trampeta y aquel Barbacana que traían a Cebre convertido en un infierno. Trampeta ahora dice que se quiere meter en pocos belenes, porque ya no le ahorcan por treinta mil duros, y Barbacana, que está que no puede con los calzones, como se la tenían jurada unos cuantos y salvó milagrosamente de dos o tres asechanzas, al fin ha determinado irse a pasar la vejez a Pontevedra, porque desea morir en su cama, según conviene a los hombres honrados y a los cristianos viejos como él. ¡Ja, ja...!

     Retirados o poco menos esos dos pejes, quedó el país en manos de otro, que usted también habrá oído de él: Lobeiro, que en confianza le llamábamos Lobo, y ¡a fe que le caía! Yo, si usted me pregunta en qué forma consiguió Lobeiro apoderarse de esta región y tenerla así, en un puño, que ni la hierba crecía sin su permiso, le contestaré que no lo entiendo; porque me parece increíble que en nuestro siglo, y cuando tanto cantan libertad, se pueda vivir más sujeto a un señor que en tiempos del conde Pedro Madruga. No, no hay que echar baladronadas; yo era el primerito que agachaba las orejas y callaba como un raposo. Uno estima la piel, y aún más que la piel, si a mano viene, la tranquilidad.

     A veces me ponía a discurrir, y decía para mi sotana: «Este rayo de hombre, ¿en qué consiste que se nos ha montado a todos encima, y por fuerza hemos de vivir súbditos de él, haciendo cuanto se el antoja, pidiéndole permiso hasta para respirar? ¿Quién le instituyó dueño de nuestras vidas y haciendas? ¿No hay leyes? ¿No hay Tribunales de justicia?» Pero mire usted: todo eso de leyes es nada más que conversación. Los magistrados, suponiendo que sean justificadísimos, están lejos, y el cacique cerca. El Gobierno necesita tener asegurada la mecánica de las elecciones, y al que les amasa los votos le entregan desde Madrid la comarca en feudo. A los señores que se pasean allá por el Prado y por la Castellana, sin cuidado les tiene que aquí nos am... ¡Ay! Tente, lengua, que ya iba a soltar un disparate.

     Pues volviendo al caso, Lobeiro, así para el trato de la conversación, era un hombre antipático, de pocas palabras, que cuando se veía comprometido, se reía regañando los dientes, muy callado, mirando de través. No se fíe usted nunca del que no ríe franco ni mira derecho: muy mala señal. La cara suya parecía el Pico Medelo, que siempre anda embozado en «brétemas». Lo único a que el diaño del hombre ponía un gesto como ponen las demás personas, era a su chiquilla, su hija única, que por cierto no se ha visto cosa más linda en todo este país. La madre fue en tiempos una buena moza; pero la rapaza..., ¡qué comparación! Un pelo como el oro, un cutis que parecía raso, un par de ojos azules con dos estrellas... ¡Micaeliña! ¡Lo que corrí tras ella en la robleda el día del patrón de Boán! Porque a la criatura le rebosaba la alegría, y Lobeiro, al oírla reír, cambiaba de aspecto, se volvía otro.

Sólo que, por desgracia, esta influencia no pasaba de los momentos en que tenía cerca a la criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba a perseguir a Fulano, empapelar a Ciciano, sacarle el redaño a éste y echar a presidio a aquél. ¿Usted no ha leído el Catecismo del labriego, compuesto por el tío Marcos de Portela, doctor en teología campestre? Pues el tipo de secretario que allí pinta, el de Lobeiro clavadito: criado para infernar la vida del labriego infeliz, hartarle de vejaciones y disputar la triste corteza de pan amasada con su sudor, único alimento de que dispone para llevar a la boca. Y repare usted lo que sucedía con Lobeiro: hoy hace una picardía, y le obedecen como uno; mañana hace diez, y ya le rinden acatamiento como diez; al otro día un millón, y como un millón se impone. Empezó por chanchullos pequeñitos, de esos que se hacen en el Ayuntamiento a mansalva: trabucos de cuentas, recargos de contribución, reparto ab libitum y lo demás de rúbrica. Poco a poco, la gente aguantando y él apretando más, llega el caso de que me encuentro yo a un infeliz aldeano en un camino hondo, llevando de la cuerda su mejor ternero. «Andrés, ¿a dónde vas con el cuxo? Feria hoy no la hay.» «¿Qué feria ni feria, señor abad?» «¿Pues entonces...?» «Señor abad, por el alma de quien le parió, no diga nada. El cuxiño es para ese condenado de Lobeiro, que me lo mandó a pedir, y si no se lo entrego, me arruina, acaba conmigo, y hasta muero avergonzado en la cárcel.» Y el pobre hombre, cuando me lo decía, tenía los ojos como dos tomates, encarnizados de llorar. ¡Ya comprende usted lo que es para el labriego su ganado! Dar aquel ternero era, en plata, dar las telas del corazón.

     Sólo una cosa estaba segura con Lobeiro: la honra de las mujeres; y no por virtud, sino porque no cojeaba de ese pie. Algunos de sus satélites, en cambio, bien se desquitaban. ¿Que si tenía satélites? ¡Madre querida!, una hueste organizada en toda regla. Usted no dejará de recordar que cuando apareció en un monte el mayordomo del marqués de Ulloa, hace ya algunos años, seco de un tiro, todo el mundo dijo que lo había mandado matar el cacique Barbacana, y que el instrumento era un bandido llamado el Tuerto de Castrodorna, que lo más del tiempo se lo pasaba en Portugal, huyendo de la Justicia. Pues esa joya del Tuerto la heredó Lobeiro, sólo que mejoró el procedimiento de Barbacana, y en vez de un forajido reclutó una cuadrilla perfectamente montada, con su santo y seña, con consignas, su secreto, sus estratagemas y su táctica para verificar las sorpresas y represalias de un modo expeditivo y seguro. Nosotros teníamos esperanza de que, al acabarse las trifulcas revolucionarias y las guerras civiles, mejoraría el estado del país y se afianzaría la seguridad personal. ¡Busca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peor anduvieron las cosas desde la restauración de Alfonso, y si me apuran, digo que la Regencia vino a darnos el cachete. Antes, unos gritaban: «¡Viva esto!»; los otros: «¡Viva aquéllo!»; que República, que don Carlos... Eran ideas generales, y parece que criaban menos saña entre unos y otros. Hoy únicamente estamos a quién gana las elecciones, a quién se hace árbitro de esta tierra..., y todos los medios son buenos, y caiga el que cayere. Total, como decimos aquí: salgo de un soto y métome en otro..., pero más oscuro.

     Como íbamos contando, la pandilla de Lobeiro empezó a ser el terror del país. Tan pronto veíamos llamas..., ¿qué ocurre? Pues que le queman el pajar, y el alpendre, y el hórreo, y la casa misma, al Antón de Morlás o al Guillermo de la Fontela. Tan pronto aparece derrengado, molido a palos, uno que no se quiso someter a Lobeiro en esto o en lo de más allá..., y cuando le preguntan quién le puso así, responde una mentira: que rodó de un vallado o se cayó de una higuera cogiendo higos..., señal de que si revela la verdad, sentenciado está a pena más grave. Por último, un día se nota la desaparición de cierto sujeto, un tal Castañeda, alguacil; ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz pública (muy bajito) susurra que ese hombre le estorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en un amaño muy gordo. Se espera una semana, dos, tres, que parezca el cadáver, o el vivo, si vivo está aún; nada. La viuda hace registrar el Avieiro, incluso el pozo grande; mira debajo de los puentes, recorre los montes... Ni rastro. Igual que si se lo hubiese tragado la tierra. Y probablemente así sería. ¡Un hoyo es tan fácil de abrir!

     Este Castañeda tenía un sobrino, muchacho templado, como que allá en sus mocedades proyectaba dedicarse a la carrera militar, y luego, por no separarse de su madre, que iba vieja, y de una hermana jovencita, prefirió quedarse en el país y vivir cuidando de unos bienecillos que le correspondían por su hijuela, y de los de la hermana y la madre. Él era así... un anfibio, medio señor y medio labrador, y en el país, como todo el mundo tiene su apodo, le conocían por el de Cristo. ¿Dice usted que un novelista de Francia llama Cristo a uno de sus personajes? Pues mire: ese, de fijo, lo inventará; yo, no; tan cierto es como que usted está ahí sentada oyendo este caso. En el susodicho apodo _atienda usted bien_ está mucha parte del intríngulis de la historia. ¿Que por qué le pusieron ese alias? No lo sé a derechas; creo que por parecerse en la cara y la barba larguirucha a un Cristo muy grande y muy devoto que se venera en el santuario de Boán.

     De modo que el bueno de Cristo, no bien supo la desaparición de su tío Castañeda, no se calló, como los demás, como la misma infeliz viuda, que temblaba que, después de suprimirle al marido, le pegasen fuego a la casita y la echasen en sus últimos años a pedir limosna. En las ferias y en las romerías, en el atrio de la iglesia y en la botica de Cebre, el muchacho alzó la voz cuanto pudo, clamando contra la tiranía de Lobeiro y diciendo que el país tenía que hacer un ejemplo con él: «¡Cazarle lo mismo que a un lobo, para que escarmentasen los demás lobos que se estaban criando en la madriguera, dispuestos a devorarnos!» Decía que estas cosas, no suceden sino en el país que las sufre; que donde los hombres tienen bragas no se consienten ciertos abusos; que en Aragón o en Castilla ya le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta con el trabuco o la navaja; que si el cacique se le ponía delante, él, aunque se perdiese y dejase desamparadas madre y hermanita, era capaz de arrancarle los dientes a la fiera. Al pronto le oíamos asustados; pero como todo se pega, y el valor y el miedo, en particular, son contagiosos lo mismo que el cólera, iba formándose alrededor de Cristo un núcleo de gente que le daba la razón, diciendo que por todos los medios había que descartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga. Los gallegos no somos cobardes, ¡quia! Lo que nos falta, a veces, es la iniciativa del valor. Necesitamos uno que empiece, y, ¡zas!, allá seguimos de reata. Cristo iba sumando voluntades, y conforme pasaba el tiempo y veían que de hablar así no se le originaba perjuicio alguno, la algarada crecía, y el cacique intimidado, en nuestro concepto, por haber encontrado al fin quien le presentase la cara, andaba mansito y derecho: como que pasaron más de tres meses sin sabérsela ninguna fechoría mayor. ¡Respirábamos!

     El día de la feria grande de Arnedo, que es en abril, antes de la Semana Santa, volvía yo a mi parroquia, después de pasar el rato bebiendo un poco de tostado y comiendo unas rosquillas, cuando a poca distancia del pueblo empareja con mi mula la yegüecilla de Ramón Limioso (usted le conoce: el señorito del pazo, un caballero cumplidísimo), y me pregunta, con no sé qué retintín: «Y Cristo, ¿le ha visto usted en la feria?» «¿Cristo? No, no le encontré... por ninguna parte.» «¿Tampoco en el mesón?» «Tampoco.» «¿A qué horas vino usted?» «Tempranito: a las siete ya andaba yo por Arnedo.» «¿Sabe que me choca?» «¿Y por qué ha de chocarle?» «Porque estábamos citados: él quería deshacerse de su jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambalachaba; según.» «¡Bah! Cristo es un rapaz todavía; aún no ha cumplido los treinta... ¡Sabe Dios por dónde anda a estas horas!» «No, Eugenio; pues yo le digo que me choca, que me escama.» «Aún vendrá, hombre. Son las tres, y hasta las seis o siete de la tarde no se deshace la feria.»

     Ramón Limioso meneó la cabeza, y sin hacer otra objeción, volvió grupas hacia Arnedo. Ni me fijé ni me acordé más del asunto, hasta que a las veinticuatro horas me llegó el primer runrún de la desaparición de Cristo. El mismo misterio que en lo de su tío Castañeda: ni rastro del muchacho por ninguna parte. La madre andaba como loca, pregunta que te preguntarás, de casa en casa; la hermana salía de un ataque nervioso para caer en un síncope; la Justicia local, como de costumbre, se lavaba las manos _imposible parece que así y todo las tenga tan puercas_, y del chico, ni esto. Por fin, al cabo de una semana, lo que es aparecer, apareció... Pero ¿dónde? Metido en un hórreo, en descomposición, hecho una lástima... Son pormenores horribles; bueno, se trata de que se imponga usted de cómo había ocurrido la cosa. Yo vi el cadáver y me convencí de que no había exageración ninguna en lo que se refirió después. Debían de haberle atormentado mucho tiempo, porque estaba el cuerpo hecho una pura llaga: a mí se me figura que lo azotaron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos: las señales eran a modo de rayas o verdugones en el pellejo. Para acabarlo, le dieron un corte así, en la garganta. El rostro desfiguradísimo; sólo una madre _¡pobre señora!_ reconoce y se determina a besar un rostro semejante.

     Sí, estoy conforme: es una infamia, un crimen que clama al Cielo, lo que usted guste... Pero usted también va a convenir conmigo. También va a decir que todo ello es moco de pavo en comparación del último refinamiento salvaje, de que no tiene noticia aún. Porque matar, atormentar, se llama así, atormentar y matar, y se acabó; pero cómo se llama el escarnio, la befa más inconcebible, el reto a Dios, que consiste en lo siguiente: elegir para dar tal género de muerte a ese hombre que la gente apodaba Cristo..., elegir..., ¿qué día del año piensa usted? ¡El Viernes Santo!

     Pecador soy como el que más _prosiguió el párroco de Naya con la voz y el gesto transformados por una seriedad profunda_; pecador soy, indigno de que Dios baje a estas manos; no tengo vocación de santo, como el cura de Ulloa; ni me gusta echar sermones con requilorios, como el de Xabreñes; pero en semejante ocasión, al enterarme de la monstruosidad, no sé qué hormigueo me entró por el cuerpo, no sé qué vuelta me dio la sangre, ni qué luminarias me danzaron delante de los ojos..., que, vamos, al pino más alto del pinar de Morlán me subiría para gritar: «¡Maldición y anatema sobre Lobeiro!» ¡La plática que les encajé a mis feligreses el domingo! Ni Isaías..., «fuera el alma». Con un arrebato y un fuego que aún hoy me asombra, les dije que Dios, al parecer, se hace el ciego y el sordo; pero es como quien calla para enterarse mejor; que ningún crimen se le oculta, que la sangre de Abel siempre grita venganza, y que me creyesen a mí, que, a fe de Eugenio, nadie se quedaría sin su merecido, y por medios inescrutables, pero seguros, cuando estuviese más descuidado. «Quien fosa cava, en ella caerá», me acuerdo que grité como un energúmeno. Por supuesto, que era hablar por no callar: tanto sabía yo del castigo dichoso como de la primera camisa que vestí; sólo que en aquel entonces, de veras me parecía que así iba a suceder, que Lobeiro estaba emplazado, y que la inspiración hablaba por mi boca, Spiritus ejus in ore meo.

     Poco a poco se fue acallando el rebumbio del asesinato de Cristo. La madre y la hermana, convertidas en dos sombras, flaquitas y de riguroso luto, eran el único recuerdo que quedaba de la tragedia. En la gente siempre fermentaba el odio contra el cacique, pero lo comprimía el temor. Es de advertir que por entonces «los» de Lobeiro cayeron, y necesariamente el maldito, no teniendo la sartén por el mango, se reportó en sus exacciones y sus iniquidades. El país revivió unas miajas. El bando de Trampeta aleteó. Lobeiro, en el interregno, se dedicó a una ocupación pacífica: construir su casa, que era muy vieja y ya mezquina para las exigencias de su nueva posición; porque la fortuna del cacique había crecido mucho y su mujer, amiga de lujos, de comilonas y de tirar de largo, le metió en la cabeza hacer vivienda nueva, la verdad, con todos sus perendengues: dos pisos de piedra sillar, magnífica, ventanas con unas rejas imponentes, puerta como la de un castillo, su gran escalera, su sala de recibir, su cocina hermosísima... ¡Una casa digna de Orense! En el país se hablaba mucho de tal edificio, y de la seguridad que ofrecía, y de las precauciones que revelaba aquel modo de edificar, precauciones tomadas para defensa contra lo que temía el cacique, que había hecho muchas, y no podía menos de andar prevenido.Enemigos, a miles se le podían contar; y, sin embargo, como el hombre se mantenía agachado, nadie se metía con él, temeroso de despertar a la fiera. El gran alboroto fue el que se armó cuando de repente _sin que lo barruntásemos_ se volcó la tortilla y subió nuevamente al poder el partido de Lobeiro.

¡Madre mía, Virgen del Corpiño, el espanto que cayó sobre nosotros! ¡Lobeiro otra vez mandando, rey otra vez de la comarca; otra vez a su disposición la hacienda, la tranquilidad, la vida de todos; otra vez los cadáveres en los hórreos, o en el fondo del Avieiro, o en un hoyo profundo, allá por las asperezas de algún pinar! ¿Quién sosegaba?¿Quién dormía tranquilo?¿Quién estaba seguro de no perecer martirizado?

     Usted se va a reír si le digo una cosa. No, no se reirá; al contrario, se hará cargo mejor que nadie, porque tiene costumbre de reflexionar sobre estas singularidades propias de la naturaleza humana. El miedo, a veces, es el mejor agente del valor. Sí; por miedo se cumplen actos de heroísmo; por canguelo se realizan determinaciones que en estado normal nos ponen los pelos de punta. Una persona que se ve rodeada de llamas, o teme que el incendio se propague y le pille encerrada en una habitación y el humo la asfixie, no se encomienda a Dios ni al diablo para arrojarse de un quinto piso a la calle, aunque se estrelle. Con esto quiero decirle cómo a las gentes de Cebre y sus cercanías, el propio terror de caer en las uñas de Lobeiro les infundió una resolución tremenda adoptada con cautela tal, que todo lo hicieron en el mismo secreto y unión que cuenta usted que profesan los nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió la cosa.

     Llegado el día de la fiesta de la Virgen en el santuario de Boán, fui yo allá convidado por el cura, que es amigo. Se reunió un gentío, que era aquello un hormiguero: hubo sus cohetes, sus gaitas, sus bailas, sus calderadas de pulpo y su tonel de mosto; lo que sabe usted que nunca falta en tales romerías. También andaban algunas señoritas muy emperifolladas dando vueltas y luciendo los trapitos flamantes; y la más bonita de todas, Micaeliña, que paseaba con la madre por debajo de los robles, hecha un sol de guapa. Acababa de cumplir los trece años; se conoce que estrenaba vestido, y no cabía en sí de contenta; el vestido era blanco, con lazos de color de rosa, precioso, de seda riquísima, locura para una chiquilla así.

     La madre: «Micaeliña, no te arrugues», por aquí, y «Micaeliña, no te manches», por allá; y la criatura, al principio, respetando mucho la gala; pero, ya se ve, luego se cansó de guardarle miramiento al vestido majo y vino, disparada, a tirarme del balandrán. «Eugenio, ¿corremos?» Al principio fui a remolque; pero, al fin _este pícaro genio gaitero que tengo yo..._, me hizo la rapaza pegar mil carreras por aquellas cuestas abajo, riendo los dos como locos. Y cuidado que me daba no sé qué por el cuerpo el divisar a Lobeiro allí, a dos pasos, con sus manos donde yo sabía que había manchas de sangre fresca.

     El diantre del cacique, cuando me vio tan divertido con la hija, me llamó aparte, y, sin mirarme una vez siquiera, con los ojos torcidos para el suelo, me dijo:

     _Hombre, Eugenio, hágame un favor: convenza a mi mujer y a la chiquilla de que va a estar muy bien Micaela en el colegio de Orense.

     _¿Y usted se separa de ella? _pregunté con asombro.

     _Sí, hombre... Cosas que uno discurre porque no tiene remedio _contestó él muy encapotado y a media habla.

     Así que la familia de Lobeiro y los ad láteres que siempre le escoltaban se retiraron de la romería, pregunté al cura de Boán, extrañándome de la idea de enviar a Orense a la chiquilla, cuando precisamente era el encanto de su padre. Boán me dio una explicación plausible:

     _Eso lo hace por no exponer a la rapaza a un lance cualquiera. Le tienen amenazado de muerte, y veinte veces ya le avisaron de que su casa ha de arder. Y aunque él dice que, según la construyó, no es tan fácil pegarle fuego, no quiere tener aquí a Micaeliña, porque recela alguna barbaridad.

     Ya verá usted, señora, cómo, efectivamente, no ardió la casa de Lobeiro.

     Yo dormí en la rectoral de Boán aquella noche. Con el chollo de la fiesta se había empinado y engullido muy regularmente; de modo que el primer sueño fue de piedra. Estaba como una marmota, que si me sueltan un redoble de tambor en los mismos oídos, no doy a pie ni a mano. Conque figúrese lo que sería la explosión para que me incorporase en la cama de un brinco.

     ¡Puummm! ¡Boom! Nunca acababa de sonar. Yo, a oscuras, a tientas, buscando las cerillas y gritando por el criado:

     _¡Eh! ¡Ave María Purísima! ¡Rosendo! Condenado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa? ¡Jesús, Dios y Señor, misericordia!

     Por fin encendí el fósforo, y cuando entró Rosendo, aturdido, tropezando, en ropas menores, no pude aguantar la risa. El muchacho casi se echó a llorar.

     _Sí, ríase, que es para reír. Señor, no ría, que es pecado. Estoy que se me arrepian las carnes.

     _Pero ¿qué hay? ¿Qué demonios pasa?

     _¿Y quién lo sabe, a no ser un brujo? Parece que se ha hundido mismamente el mundo todo de la tierra.

     Escuché. Nada, silencio. Salí a la ventana. Ni señal de cosa alguna. Me palpé: estaba sano y bueno. El cura de Boán andaba por allí azorado, dando vueltas. Nos pusimos a hacer comentarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cada uno defendía su conjetura, cuando, ¡tras, tras!, ¡a la puerta!... ¡Al señor cura de Boán, que vaya a dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro, que se muere! Boán dista un cuarto de legua de la casa de Lobeiro. El que traía el recado nos enteró de todo.

     Mientras Lobeiro, su hija y sus satélites estaban de parranda, con mucho tiento, al pie del balcón mayor, «habían» depositado veintiséis cartuchos de dinamita _lo bastante para volar una fortaleza_ y su mecha correspondiente. Hecho esto, retiráronse con tranquilidad, pie ante pie. A la noche, recogida ya la familia, silencioso todo, «alguien» cogió el cabo de mecha, le prendió fuego y desvió con mucha calma. De los veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se inflamaron. Pero fue más de lo preciso.

     No se salvó alma viviente. Entre los escombros de la casa yacían el cadáver de la mujer de Lobeiro, el tronco mutilado del criado y el cuerpo de Micaeliña, muerta como una paloma que le dan un tiro, con su sangre en las sienes, tendida al lado de su padre. El lobo aún vivía; fue el único que no pereció en el acto. Antes de expirar tuvo disponible una hora larga para contemplar a su oveja difunta... Digan lo que quieran los sabios esos del materialismo..., ¡retaco!, yo juro que hay Dios, y un Dios que castiga sin palo ni piedra... Con dinamita, corriente, ¡Con lo que sale!

     ¿Quién fue el autor o autores de la hazaña? ¡Retaco! Dios... Digo, no; soy un bruto. Pues todos y nadie; la comarca. Llamen a declarar a Cebre entero, y respondo de que el juez no saca en limpio ni tanto así. Resultará que aquella noche nadie faltó de su casa, y que desde hace veinte años nadie compró dinamita ni pólvora más que para las bombas y las madamas de fuego de las romerías. ¿Quiere usted más? ¿A que no se atreve el Gobierno a llevar adelante la persecución? Ya ve usted, hoy mandan los de Lobeiro. ¿A que ni ocho días va nadie a la cárcel por lo que llamamos aquí «el cuento de la dinamita»?

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La perla rosa

   "Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida _díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo_, comprenderá el placer de juntar a escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir a invertirla en el más quimérico, en el más extravagante e inútil de los antojos de esa mujer. Lo que ella contempló a distancia como irrealizable sueño. Lo que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van a darle dentro de un instante...Y ya creo ver la admiración en sus ojos y ya me parece que siento sus brazos ceñidos en mi cuello para estrecharme con delirio de gratitud.

Mi único temor, al echarme a la calle con la cartera bien lastrada y el alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos encantadoras perlas de color rosa que tanto entusiasmaron a Lucila la tarde que se detuvo colgada de mi brazo a golosinear con los ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más rica, no la encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas orladas de brillantes.

    Aunque iba preparado a que me hiciese pagar el capricho, me desconcertó el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías y el pico iban a convertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda _¡soy tan poco experto en compras de lujo!_ de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosas. A tiempo que pensaba así, observé, a través del alto y diáfano vidrio de la tienda, que pasaba por la a cera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga Llorente. Ver su apuesta figura y salir a llamarle fue todo uno. ¿Quién mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que cada visita que hacía a nuestra modesta y burguesa casa _y hacía bastante desde algún tiempo acá_ yo la estimaba con especialísima prueba de afecto?

    Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó dos o tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención a la singularidad de las perlas. Y, como yo recelase aún, molestado por el piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en todos los días de su vida volvería a mirarme a la cara. ¡Qué miserables somos! No debía aceptar el préstamo; no debí llevar a mi casa sino lo que pudiese pagar al contado...Pero la pasión me dominaba, y hubiese besado de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigía a mi casa disparado; quisiera tener alas.

    Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella, diciéndole con cara de beatitud: "Resgístrame", comprendió y murmuró: "Regalo tenemos": Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el estuche. El grito que exhaló al ver las perlas fue de esos que no se olvidan jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y hasta me besó...¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No acertaba a creer que joya tan codiciada y espléndida le perteneciese; no podía convencerse de que iba a ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño acordarme de esas tonterías, pero me acuerdo siempre.

    Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga, y estuvimos todos bulliciosos y decididores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho _una rosa del mismo color de las perlas_. Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó a Apolo, a una función alegre, en que sin tregua nos reíamos. A la mañana siguiente volví con afán a mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pisco, resto de las perlas. Regresé a mi casa a la hora de costumbre, y al sentarme a la mesa, mi primera mirada fue para las orejas de Lucila. Di un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco de brillantes una de las perlas rosa.

    _¡Has perdido una perla! _exclamé.

    _¿Cómo una perla? _tartamudeó mi mujer echando mano a sus orejas y palpando los aretes. Al ver que era cierto, quedose tan aterrada que me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.

    _Calma _le dije_. Busquemos, que aparecerá.

    Excuso decir que empezamos a mirar y a registrar por todas partes, recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles, escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto hasta un mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de lágrimas. Mientras resolvíamos se me ocurrió preguntarle:

    _¿Has salido esta tarde?

    _Sí..., creo que sí..._respondió titubeando.

    _¿Adónde?

    _A varios sitios...Es decir...Fui..., por ahí..., a compras...

    _¿Pero a qué tiendas?

    _¡Qué sé yo! A la calle de Postas..., a la plaza del Ángel..., a la Carrera...

    _¿A pie o en coche?

   _A pie... Luego tomé un cochecillo.

   _¿No recuerdas el punto..., el número?

   _¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que pasaba _objetó nerviosamente Lucila, que rompió a sollozar con amargura.

   _Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, a ver si en el suelo o en el mostrador...Pondremos anuncios...

   _¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz! _exclamó tan afligida que no me atreví a insistir, y prefería aguardar a que se calmase.

    Pasamos una noche de inquietud y desvelo. Oí a Lucila suspirar y dar vueltas en la cama como si no consiguiese dormir. Yo, entre tanto, discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me vestí, y a las ocho llamaba a la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído decir que la policía, en casos especiales, averiguaba fácilmente el paradero de los objetos perdidos o robados, y esperaba que Gonzaga, con su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría a emplear este nuevo recurso.

    _El señorito está durmiendo; pero pase usted al gabinete, que dentro de diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted verle _dijo el criado al notar mi presencia y mi premura.

Me avine a esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo distinto que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar inmediatamente a la alcoba...!

Lo cierto es...que al primer alegre rayo de sol que cruzó las vidrieras, y antes de que el criado me dijese "tome usted asiento", ya había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla rosa!

   Si esto que me sucedió le sucede a usted, y usted me pregunta qué debe hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía: "Coger una espada de la panoplia que supera al diván y atravesársela por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte." ¿Sabe usted lo que hice? Me bajé, recogí la perla, la guardé en el bolsillo, salí de aquella casa, subí a la mía, encontré a mi mujer levantada y muy desencajada; la miré y no la ahogué. Con voz tranquila le ordené que se pusiese los pendientes. Saqué la perla del bolsillo..., y cogiéndola entre los dedos, le dije:

    _Aquí está lo que perdiste. ¿Qué tal, lo encontré pronto?

  Es cierto que al acabar me dio no sé qué vértigo de locura. Eché mano a aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto..., y bajar la escalera, y refugiarme en el café más próximo donde pedí coñac...

    _¿Que si he vuelto a ver a Lucila?...Una vez..., iba del brazo de "otro", que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo involuntariamente."

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 RELATOS DE INFIDELIDADES AMOROSAS

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La oreja de Juan Soldado

 

     Cuando llamamos a ganar jornal a Juan, el de la tía Manuela, yo ni sabía de qué color tenía los ojos, pues sólo le había visto de lejos, los domingos, a la salida de misa. Al inspeccionar el trabajo de zanjeo que le confiamos, no tardé en observar que el jornalero arrastraba un poco la pierna derecha, y a la luz del sol, que abrillantaba el sudor en su atezado cutis de labriego, noté también una cicatriz que hendía la mejilla, y la caída habitual de la boina hacia aquel lado de la cabeza, que parecía más chico que el otro. Fijándome en esta particularidad, pronto descubrí que a Juan le faltaba la oreja casi entera: sólo quedaba un colgajo del lóbulo, bajo una ruda maraña de pelo.

     Al hombre que se pasa todo el día hincando el azadón en el terruño, no hay cosa que le guste como eso de que le dirijan una pregunta. Es un socorrido pretexto para interrumpir la labor y descansar apoyándose en el mango de la herramienta. Es, además, una distracción. Juan me contestó solícito; sí, había estado en la guerra de Cuba la friolera de tres años... Y mientras encendía el cigarro, con la lentitud de movimientos característica del labrador, empezó a referir sobriamente sus campañas. Era preciso insistir para que entrase en detalles; no despuntaba por la elocuencia, y sus respuestas lacónicas no tenían animación ni colorido. Diríase que hablaba de aventuras y lances acaecidos a otros.

     No obstante, tirando del hilo de los recuerdos, logré sacar la madeja de aquellos tres años terribles. El cuadro completo de la fatal guerra surgió iluminado por mi fantasía. En lugar de ver los arbustos cargados de fruta, las enredaderas cuajadas de flor, el perro tendido a mis pies, el celaje brumoso y, allá en el horizonte, el pedazo de mar detrás de la cortina de verdiazules pinares, yo veía pantanos y ciénagas, lodazales y charcos, en que acampaba una columna; los hombres tiritaban de fiebre palúdica, recibiendo en la mollera el calor de un cielo de plomo y de un sol que no velaba ninguna nube; y de entre la intrincada espesura, a corta distancia, salía un disparo, luego otro; un «número» caía, crispando los dedos sobre el pecho; pero la columna proseguía su marcha, dejando al muerto tendido sobre el sangriento lodo, con las vidriadas pupilas abiertas.

     Después veía erguirse el fortín solitario en la inmensa llanura, aislado centinela, que sólo de Dios puede esperar socorro en caso de ataque; y entre el rumoroso silencio de la estrellada noche tropical, se me aparecía el fortín envuelto en llamas, sus defensores degollados allí mismo, a la claridad del incendio... Juan no sabía merced a qué milagro, cegado por la sangre fluyente del machetazo en la faz, había conseguido escapar vivo, emboscarse en la selva, caminar descalzo, hambriento, por espacio de cinco días y encontrar a la tropa que para salvar el fortín llegaba tarde...

     Y cambiaba la decoración, y la escena pasaba en la costa; agazapados entre los escollos, protegidos por grupos de ceibas y manglares, Juan y sus compañeros hacían fuego sobre las lanchas del constelado banderín, que contestaban con dobles descargas acercándose a la orilla y atracando, a pesar de la fusilería, con la serenidad de la resolución. ¡Oh! Aquel enemigo nuevo, bien armado, bien equipado, sano, fuerte, no se volvía atrás ni se dispersaba como la traidora mambisería; pero tampoco pensaban retroceder los que rechazaban el desembarco; Juan no era capaz de decir las veces que había cargado y disparado su mauser; cierto que tampoco podía referir cuándo se le escapó de las manos, al sentir en la pierna derecha un golpe sordo y en la cabeza un desvanecimiento, del cual sólo le hizo volver el dolor atroz de la extracción y la cura... Mes y medio de hospital y una convalecencia que era como largo delirio de pesadilla... ¡Y gracias que no le amputaron!

      _¿Y la oreja? _exclamé_. No me has dicho qué fue lo de la oreja. Otro machetazo como el de la cara, de fijo.

     Juan enmudeció algún tiempo, como si reflexionase. El labrador gallego es cauto, y da tres vueltas a la lengua antes de soltar lo que por cualquier motivo juzga comprometido o peligroso. Al fin, calmoso, a medias palabras, se decidió a referir la historia de la oreja menos.

      _No fue machetazo, no, señora... Fue... una de esas cosas que pasan en el mundo... ¡Porque nunca conocemos dónde la mala suerte nos aguarda! Verá... Ya sabe cómo después de «acabarse» la guerra y quedar los «anqués» dueños de todo aquello, embarcaron para España a la tropa. El barco venía que no se cabía en él, y los enfermos éramos tantos, que ni asistirnos podían. Yo venía entre los más malitos, como que me trasladaron del hospital para el buque. ¡Y agradecer que no tuvieron que tirarme al mar! Cincuenta y siete echaron en la travesía, pero yo quedé.

     Al llegar al puerto iba dando «cuasimente» las boqueadas. Me sacaron en camilla y me avispé una miaja con el fresquito de la tierra. Al acordar, empece a pedir agua por amor de Dios. En esto dicen que se llegó a mí una mujer (yo no veía; ¡si estaba espichando!) con un jarro lleno. Me lo contaron después los que la vieron; venía corriendo y gritando: «Hijo, hijo mío, «pobriño»; aquí te traigo de beber... toma, toma... «Lo malo era que la autoridad no quería, vamos, que nos diesen nada, ni un «chisco» de agua, ni vino, ni caldo, ni leche; y había puesta fuerza, muchísima fuerza, «de arredor», para que no se acercasen las mujeres a nosotros. Aún no bien vieron a aquella, que se quería meter con el jarro entre los caballos y el «arremolino» de la gente..., escomenzaron a decir: «A ver si os calláis... A ver si no pedís nada, ¡recaramba!, que aquí ni hay orden ni uno se entiende.»

     Yo, ¡ya se ve!, no oí lo que mandaban, porque no daba cuenta de mí; estaba en los últimos... Seguí pidiendo agua, por caridad... Y la mujer aquella, y otras muchísimas que andaban por allí con socorros, en vez de largarse, se arrimaban más, y torna con darnos la bebida. Se armó un alboroto que metía miedo, y la Policía a sacudir sablazos de plano y luego de corte... Yo sentí como si me «rabuñasen» con un alfiler nada más. Luego, en el hospital, al volver en mi sentido, me ardía la cara, y me dijo asimismo el médico: «Muchacho, si no te «mancaron» en Cuba, ya te «mancaron» aquí... Te han llevado de un sablazo una oreja...»

     Silencio. Se había consumido el cigarrillo, y Juan, escupiendo en las manos callosas y anchas, volvió a agarrar el azadón. En su cara impasible no se revelaba ni enojo ni pena. A mí sí que me temblaba algo la voz al preguntarle:

     _¿Volverás a la guerra, Juan? Ahora dicen que vamos a tenerla con los ingleses...

     _Ya somos viejos para comer el rancho _contestó, apaciblemente, sacudiendo una paletada de tierra_. Allí mi hermano, que es más mozo...

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En el entreacto

  El silencio de la alcoba _ silencio casi religioso_  se rompió con el sonar leve de unos pasos tácitos y recatados, que amortiguaba la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor.

  _ ¿Traes eso?

  _ ¡Chis! Aquí viene.

  _ ¿Se han fijado?

  _ Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver a la parienta...

  _ Como de costumbre. ¡Digo yo que no habrán extrañao...!

  _ Qué va, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensarse...?

  _ No se les ocurrirá, me parece...

  _ ¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡Casualidás!

  El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de batista y Valenciennes, la criatura fruto de una unión venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaína, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.

  _ Desnúdale ya _ordenó imperiosamente a la mujer.

  Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitación.

  _ Miguel _ articuló por fin_, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel.

  El hombre había depositado sobre la meridiana de brocado rameado, igual al que vestía la pared, un bulto informe. Era algo envuelto en raído y pingajoso mantón.

  _ ¿Ahora me sales con esas? _articuló mascando un terno_. ¿No vale lo tratado? Entonces se hará otra cosa mejor, que nos aprovechará a nosotros, aunque no le sirva de na a nuestro nene... La ocasión es que ni encargá. Solos estamos y ahí guardan los amos sus alhajas y de fijo que monises... ¡Caya! ¡La órdiga! ¡Abierto se lo han dejao, y colgás las yaves!

  Un movimiento de feroz codicia impulsaba ya a Miguel hacia el mueblecito de boule moderno, incrustado y recargado de bronces, artística cinceladura; y hacía descender la tapa, descubriendo el interior, lleno de cajoncitos, cuando la mujer le paró la acción.

  _ Eso no...! ¡Maldita sea! Si tal barbaridad cometes, ¡como que yo soy Ginesa, que grito y llamo y nos perdemos pa toa la vía...! Malo será lo otro, pero es en bien de nuestro nenito... Eso sería robar, y yo no nací pa ladrona. ¿Te enteras? Aunque estuviesen ahí los tesoros de San Creso, seguros estaban por mí, ¿lo oyes?

  Miguel había retrocedido, lívido.

  _ ¡Caya, loca, no escandalices, que va a venir gente...! Y despacha, ¿entiendes?, y avívate, que son las once, y si a tus amos les da la manía de volver temprano... ¡Me caso en...! ¡Si se recuerdan que han dejao puestas las yaves...! ¡Me...!

  _ Quiera Dios y la Virgen de la Paloma que no sea hoy cuando nos hundamos, Miguel...!

  Con manos inciertas, la mujer emprendió la labor, asaz complicada. El marido permanecía en acecho, temeroso de una sorpresa, que no sería, por otra parte, fácil evitar...Ginesa desempañaba y desfajaba al niño de sus amos, que gruñía y lloriqueaba, despertado súbitamente. Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa encima de la nitidez de la sábana, le amamantó para calmarle.

  _ ¡Vivo, vivo, no tanto cuajo! _repetía, con terrible expresión de zozobra, la voz del hombre.

  Del lío abandonado sobre la meridiana salió un vagido confuso. Dentro del cobijo de trapos había otra criatura. Ginesa, al oír aquella especie de gemido dulce y tierno, como balar de ovejilla desamparada, recobró valor, actividad, serenidad. Era la queja de su crío, a quien, necesitada, hubo de dejar por un hijo ajeno. Y amante de la criatura como una leona madre, Ginesa le daría, no leche, sangre de las venas brotando de heridas que doliesen mucho.

  Y le tenía entregado a manos indiferentes, sin cuidados, criado a biberón sabe Dios cómo, encanijándose tal vez; y el chorro de dulzura que surgía de sus senos era para un chiquillo rico, que podía comprarlo.

  Ella no robaría un céntimo jamás; pero, vamos, que tampoco esto era justo. Y pensaba con salvaje gozo en que, desde aquel punto y hora, el chiquito de sus entrañas sería quien bebiese el jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas de amor...

  Emprendió la otra tarea: la de desnudar a su rorro. Cada prenda que le quitaba, tibia, del calor del corpezuelo, se la ponía al hijo de los señores. Embriagada ya en la temeraria acción, repetía, mofándose:

  _ Toma..., toma... Toma ropa de pobres, a ver si te gusta...

  El niño, satisfecho con la mamadura reciente, entornando sus ojitos, se adormecía... Le soltó Ginesa sobre el mantón astroso, y vistió al otro con las prendas delicadas, que marcaba una coronita minúscula de marqués. La voz del marido, ronca por un terror que iba graduándose, insistía:

  _ Pero ¿acabas u no, mardita? ¡Que güelvan y nos piyen en la faena...!

  Terminó el trueque. Miguel se acercó y contempló a su hijo, yacente en la elegante cuna.   Se dilató su rostro de vanidad, de malignidad, de pasión satisfecha. Y, bajándose, riendo, le colocó un gran beso, a bulto.

  _ ¡Adiós, marqués _murmuró irónico_. Pué que argunos haya por el mundo como tú...

  _ Por muchos años sea _exclamó Ginesa, vehemente.

  _ ¡Menuda vía se dará el tunantón! _añadió, a guisa de comentario, Miguel.

  Y recogiendo en la meridiana el bulto, cargó con él de nuevo, rezongando.

  _ Tú, ¡hala pa mi casa...! A ver si te parece mejor que ésta.

  Ginesa, ya sin miedo ni escrúpulo alguno, le echó la capa sobre los hombros y le embozó en ella, empujándole, a fin de que no se demorase ni un segundo más... Habían salido bien del lance; no lo enredase el diablo...

  Y sería el diablo quien fuese, pero al punto mismo en que Miguel trasponía el umbral, cara a cara halló con el señor marqués en persona.

  _ ¿Qué es esto? ¿Quién va? ¡Alto...! ¡Quieto...! ¡A desembozarse...!

  Dos puños de hierro, de fuerte sport_man, sujetaban, zarandeaban al presunto ladrón...

  _ ¡Ginesa! ¡Ama Ginesa! ¿Quién es este hombre?

  Y serena, sin perder la presencia de espíritu, Ginesa avanzó, se arrodilló, gimoteando:

  _ Señor marqués...Perdón...No es nadie, señor; es mi marío...Señorito, no gorverá a suceder...Quince días que no veía a mi nene, y me lo ha traío pa que le diese un beso... Muy mal hecho fue; señorito, una es madre...

  _ ¿No le habrá dado usted de mamar? Ya sabe que hemos convenido...

  _ ¡Ca! No, señor... Ya sé que eso es "otra cosa"... Pero una miradiya...

  _ Éstas no son horas _reprendió, severamente, el marqués_ de venir ni de traer al chico... Se solicita permiso, se viene por la tarde...

  _ Así se hará, señor _respondió Miguel, que agasajaba al chico contra su pecho cariñosamente_. No tenga cuidao. Y, con licencia, me llevo al pequeño, que la noche está muy fría.

  _ Lléveselo cuanto antes... ¡Me gusta la ocurrencia! ¡Y ese portero! Ya me oirán... ¡Ea! Andando...

  Cuando se alejó el marido del ama, apretando bajo la capa a la criatura, el marqués se volvió a Ginesa:

  _ Dé usted gracias a Dios que he venido solo. Si me acompaña la señora, mañana busca otra ama. Y tendría razón de sobra. Y es que lo merecían ustedes. ¡Pues hombre!

   Ginesa se echó a llorar, con dolor que no podía ser más verdadero. ¡Ahora que tenía allí al nene suyo! ¡Irse! ¡No verle! ¡No criarle!

  _ Bueno; no se apure, no se le ponga mala la leche; por esta vez pase, que no se repita... Diga usted... ¿ha estado usted siempre aquí?

  _ Sin moverme. ¿Lo ice el señorito por las yaves, que se quedaron puestas? Ya sabe que aunque hubiese ahí miyones...

  _ Ya sé, Ginesa, que es usted fiel... Sus amos antiguos respondieron por usted.

  Y el marqués recogió el manojillo, reparando el olvido que había motivado su vuelta impensada. bajando las escaleras aprisa, saltó al mismo coche que le había traído, para llegar al teatro Real a tiempo de no perder el último acto del Crepúsculo, la entrada de los dioses en la Walhalla.

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El amor asesinado

    Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

    Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

    Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

    Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.

    Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.

    Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.

    Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.

    El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.

    Eva le acogió en su regazo; acariciole con felina blandura; sirviole golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.

    Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...

   No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.

    Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.

    Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...

    El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.

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La cabellera de Laura

 

    Madre e hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la tierra misma: la claridad entraba a duras penas, macilenta y recelosa, al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de cocina, dormitorio y cámara.

    Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol, cuidando a su madre achacosa y consolándola siempre que renegaba de la adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas a tal extremidad dos damas de rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas a porrillo! ¡Acostarse a la luz de un candil ellas, a quienes había alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía sufrir la hoy menesterosa señora, y cuando su hija, con el acento tranquilo de la resignación, le aconsejaba someterse a la divina voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas maldiciones.

    Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más rigurosos, y faltó a Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la decente pobreza sustituyó la negra miseria; a la escasez, el hambre de cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.

    Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de labor incesante y constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega! Saldría con un perrito a pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y tan mala hija _teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo como oro cendrado, que llegaba hasta los pies_, no dejaría que su madre se desmayase por falta de alimento! Al oír estas insinuaciones, Laura se estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro con las manos y rompió a sollozar. De pronto, como quien adopta una resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho capuchón de lana oscura y salió a la calle, que raras veces pisaba, convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear fue en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder feriar el solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda _gran componedora de voluntades con ribetes de hechicera_, y muy encubierto el rostro, entró Laura en la equívoca mansión.

    Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía a vender la tapada y gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en un pliegue del manto, bajo el capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo.

    _Esto vendo en diez escudos _exclamó_, y córtese ahora mismo.

Convenía la proposición a la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y, asiendo unas tijeras segó la copiosa melena.

    Al observar que la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba muy bajo, silbó a su oído:

    _Si eres doncella y tan hermosa como promete tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien o doscientos, cuando te venga en voluntad.

    Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se cruzó con un caballero de buen talle y porte, que no reparó en ella; Laura sí le miró a hurtadillas, y, sin querer, le encontró galán. El caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el cual no visitaba a humo de pajas a la madre Brasilda, sino que acudía allí como el cazador, a que le señalen do está la caza, y se la ojeen y acorralen para asegurarla y matarla a gusto.

    Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana cabellera rubia que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en la cual los destellos del velón, siempre encendido en las oscuridades del tenducho, rielaban como en lago de oro.

    _¿De qué mujer es ese pelo? _preguntó, sorprendido, el galán.

    _A fe que no lo sé, hijo _contestó la vieja_. Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa mata, cobró, y con extraño misterio se fue un minuto antes que entrases...

    _¿Por que no la seguiste, buena pieza?...

    _Porque sin duda ella está más pobre que las arañas, y volverá a ganar los cien escudos que le ofrecí...

    _¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si aparece.

    Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el tesoro que contenía y, ocultándolo bajo el capotillo, se volvió a su casa.

    Desde aquel día realizose en don Luis un cambio sorprendente. Renunciando a sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en el paseo, en las iglesias; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle los devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que ni sabían, ni podían sospechar, que don Luis estaba enamorado, ciegamente

enamorado, de la cabellera rubia.

    Habiéndola colocado respetuosamente, atada con lazo de seda, en un cojín de tisú de plata, se pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de devoción, como a venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora.

    Exaltada la imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de juventud y de pureza, fantaseaba el tronco a que tal follaje correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada, cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas formas virginales de rosa y nácar, o rodeando, como nimbo de santa imagen, un rostro de angelical expresión, en que, se abrían las flores azules de los luminosos ojos.

    Había ideas y recelos que enloquecían al soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la honestidad por conservar la vida? Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un azotacalles, no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido! Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel matiz único, incomparable, se ofrecía a sus ojos. Don Luis adelgazaba, se desmejoraba, estaba a pique de desvariar cada vez que la vieja hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía lazando las manos secas:

    _Bruja será también la del cabello de oro, y habrase untado y volado por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo buscándola...

    Perdido ya de amores don Luis, como hombre a quien le han dado extraño bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos febriles, hizo un voto: «Que encuentre a tu dueña, y sea rica o pobre, buena o mala, noble o de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por testigo a este Crucifijo que me escucha». Después del voto, lleno de esperanza y de ilusión, salió don Luis a la calle, y, al oscurecer, como fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y cubierta con un viejísimo capuz de lana.

    _Señor caballero _decía en voz lastimera y humilde_, ¿necesitan por casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde trabajar, y mi madre no tiene qué comer.

    _Esa es mi casa _respondió distraídamente don Luis, que pensaba en sus fantásticos amores_; ven mañana que tendrás harta labor... Toma a cuenta _y deja en la mano tendida un escudo.

    Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas.

    Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos, cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan absorto que ni miró a la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse _el que vio cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja_, exhaló un grito involuntario... Al oírlo, volvióse don Luis, y, cruzando las manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el sol... Y dirigiéndose a las dueñas y a las mozas de servicio, con imperio y ufanía, dijo solemnemente:

    _No labréis más; hoy es día de fiesta: saludad a vuestra señora...

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Desquite

 

    Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril _¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?_ disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.

    Lecciones le salían a docenas no sólo porque era, en realidad, un excelente profesor, sino porque tranquilizaba a los padres su ridícula facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba a correr peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón; cuyas manos, desproporcionadas, parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas a medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo alguno, al llamarle para enseñar a su hija canto y piano, la madre de la linda María Vega. Sólo a un sujeto «así como él» le permitiría acercarse a niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!

    Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó, sin duda, la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, sabría de sobra que era un monstruo; y, ciertamente, Trifón, se había mirado y conocía su triste catadura; y así y todo, le hirió, como hiere el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia las sábanas, decidió entre sí: «Ésta pagará por todas; ésta será mi desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe que con el espíritu se puede seducir a las mujeres que tienen espíritu también!».

    Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era, en efecto, un niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón a que sus discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien fácil le fue observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, una exquisita sensibilidad y la música producía en ella impresión profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían más propensa a exaltarse y a soñar. Por experiencia conocía Trifón esta manera de ser y cuánto predispone a la credulidad y a las aspiraciones novelescas.

    Cautivamente, a modo de criminal reflexivo que prepara el atentado, observaba los hábitos de María, las horas a que bajaba al jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres, eligiendo la música más perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo a que iba a entregarse María.

    Dos o tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana, al pie de cierta maceta que regaba diariamente, encontró un billetito doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era suave preludio de ella, no tenía firma, y el autor anunciaba que no quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, pensativa, rompió el billete; pero el otro día, al regar la maceta, su corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo billete _tierno, dulce, poético, devoto_; pasada otra más, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del jardín, y a cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía. Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible mano, solicitando respuestas y esperanzas.

    Después de no pocas vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos renglones que depositó en la maceta, besándola; y eran la ingenua confesión de su amor virginal. Varió entonces el tono de las cartas: de respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado. «¿A qué ver la envoltura física de un alma? ¿Qué importaba el barro grosero en que se agitaba un corazón?» Y María, entregado ya completamente el albedrío a su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el ser más bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin, después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el invisible y la reclusa, María recibió una epístola que decía en sustancia: «Quiero que vengas a mí»; y después de una noche de desvelo, zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la contestación terrible: «Iré cuándo y cómo quieras.»

    ¡Oh! ¡Que temblor de alegría maldita asaltó a Trifón, el monstruo, el ridículo Fenómeno, al punto en que dentro de carruaje sin faroles donde la esperaba, recibió a María con los brazos! La completa oscuridad de la noche _escogida, de boca de lobo_ no permitía a la pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas frases divinas que arranca a la mujer de lo más secreto de su pecho la vencedora pasión..., y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara, mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fue que Trifón, sacando la cabeza por la ventanilla, dio en voz ronca una orden, y el coche retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía a entrar en su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la fuga.

    Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la incredulidad de los contados amigos que Trifón posee cuando le oyen decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:

    _También a mí me ha querido, ¡y mucho!, ¡y desinteresadamente!, una mujer preciosa...

 

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Cena de Navidad

     Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica. Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado _y no había más remedio sino obedecer_. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...».

     Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador. Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde _el tren pasaba a las ocho_, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente. Desperté como de un sueño, oyendo dos voces rudas que me interpelaban.

     _¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!

     El camino hacía violenta revuelta, y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio me dejó que una patena.

     Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó:

     _¡Hala palante; palante!

     Hasta este momento yo había guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:

    _¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!

     Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir:

    _¡Hala palante; palante!

    Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó al otro:

    _Ya tamo cerquiya... Aúpalo.

    Me auparon, efectivamente, y dando tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.

    La cueva era extensa y tenía dos salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida al humo, ardía una hoguera.

    _Espabílate, Ramonsiyo _dijo el jefe_, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!...

    La despensa estaba bien provista. Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:

    _A esatarle.

    Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño:

    _Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no...

    Un ademán expresivo, hecho a ras de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase.

    Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era posible.

     Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel.

    _Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni escribiré tal cosa.

    Carmelo me miró con siniestra frialdad.

    _Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón, paque pene poco...

    Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica ardiente, le imploré:

    _No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está acostando en las pajas del pesebre...

    Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese arrastrarme afuera, le detuvo.

    _Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.

    Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.

    _Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay?

    _Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha atendío.

    ¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón, que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de confitería que también incitaban a beber.

    Temo haberme achispado un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina descendía sobre mí...

    Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo...

    _Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin querer... _decíame poco después mi amigo_. No pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!

    En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...

   _Adiós, señó Carmelo _le dije_. Su cena estaba riquísima...

   _¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió! _respondiome brutalmente.

Cuentos de Navidad

    Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.

    Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.

    Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él _¡horrible sacrilegio!_ de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose...,mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.

    Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.

   Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.

   Discurría ya su padre el príncipe con quién desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su manera, adoraba a aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Siena.

    La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.

    Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca.

    Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde a cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.

    Como Catalina de Siena, más de una vez se vio asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada a la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en la paz que descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.

    Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.

    Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un precioso Niño: una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y a quien la monja recibió enajenada en ellos.

    _Esta noche _dijo el Niño amorosamente_ he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.

    Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí: el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.

    _Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre, Orso Amadei.

    Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.

    _¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos y los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre!

    Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vio el huerto amortajado de nieve.

    A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando a la galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, a que sólo asistían sus capitanes semibandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.

    Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio a los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba a tales horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó que trajesen a la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo,y los hombres se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa.

    Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza.

    _Soltad a esa mujer _gritó Orso_. Que la acompañen a su casa con el mayor respeto. Que nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello de su cabeza! Que se la trate como a mi persona...

    Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a engullirlo, sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía.

    El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de «Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba las gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.

    _Que suelten a éste _mandó Orso_. Antes, dadle bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino a discreción... Que se le trate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona!

    Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos.

    _Piedad, gran señor _exclamaba_, piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.

   Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a atravesar la garganta del pequeño...; pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.

    Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho empezó a acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal.

    A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había expirado a las doce en punto de la noche.

    El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón a los habitantes, y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!

(«La Época», 1896.)

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La Navidad de «Peludo»

   Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!

   Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmullo de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos,reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!

   Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento.

   Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre...

   Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños... Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos.

   Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.

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   Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi_ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oírse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracose de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedose en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo.

   En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi_ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazarena...»

   A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.

   _Rompiose la cuerda _observó el tabernero_. No le dé patadas _agregó_, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.

    Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.

   _Para lo que servía... _gruñó_. Ya ni podía conmigo...

(«Blanco y Negro», núm. 399, 1898.)

 

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Al Marqués de S. C. de R.

Sobre el fin de la poesía

Epístola

Amigo: en la jornada de la vida

puede hacer mucho bien el que despierte

la generosa aspiración dormida.

Hay alma que tal vez reposa inerte

por falta de una voz que la conmueva

en la inacción, hermana de la muerte.

Pero aquel que por norte siempre lleva

los preceptos de Dios, con regocijo

al hermano dirá la buena nueva.

Doctrinará la madre al tierno hijo

mezclando con la leche la enseñanza

con que Jesús la humanidad bendijo.

Y sin vacilación, temor, mudanza,

habitaremos este triste valle, de otra

vida mejor con la esperanza.

¡Cuánto será egoísta aquel que calle

Y no cante su fe, si voz le queda,

 Hasta que un eco sus cantares halle!

 ¡ Ay del que sienta inspiración y /pueda

comunicar de su creencia el fuego, si

algún indigno miedo se lo veda!

¡Ay del que sabe conducir al ciego,

y le deja acercarse al precipicio

donde está expuesto a despeñarse luego!

Ensalzar la Virtud, herir el Vicio:

Tal es la misión única que deba

llenar la poesía, en su juicio.

 ¡El que en el alma estremecida lleva

 del poético numen la ruptura,

 que a profanar sus aras no se atreva!

Cante en buen hora el genio a la hermosura;

pero no manche la cristiana lira

cínica frase, o teoría impura.

Elévela aquel fuego que la inspira:

tenga un noble entusiasmo, si se inflama;

tenga un santo delirio, si delira.

Eterna, ardiente, inextinguible llama

en lo bueno y lo justo halla el poeta

que honestas musas a su lado llama.

¿No llenará la mente más inquieta

el contemplar, en éxtasis profundo,

obra de Dios, la creación completa?

Las leyes inefables con que al mundo

rige su sabia mano omnipotente:

 su orden maravilloso, sin segundo.

 Enciende el volcán la roja frente,

y puebla el hondo abismo de los mares

 y la linfa del río transparente.

 Los claros rayos animó solares,

y salpicó la inmensidad el cielo

 con los nunca contados luminares.

Persistir hace en el estéril suelo

el diario milagro de la vida,

y fecundo calor sucede al hielo.

 ¿Quién no siente que el alma estremecida

 se abisma en contemplar grandeza tanta,

de gozo interno y gratitud henchida?

Hay otra fruición no menos santa,

que es atraer al hombre al buen camino

que hasta Dios le conduce y le levanta.

¡Cuán noble del poeta es el destino

si entiende su deber y le da cima

penetrado de espíritu divino!

 Con el grato concepto de la rima,

al remiso, al cobarde, al negligente,

aguija, da valor, mueve y anima.

Firme en la resistencia inteligente

que opone al mal, ni acepta, ni rechaza

las ideas del vulgo ciegamente.

La recta senda que a sus pasos traza

No se tuerce hacia atrás ni hacia adelante,

y lo pasado al porvenir enlaza.

 La moral está escrita en diamante;

Las civilizaciones se suceden;

 Inmutable es el bien, uno y constante.

 Pero sus vías adornarse pueden

 con todo cuanto hay bello en lo creado

para que en su aridez solas no queden.

Purificar el gusto depravado:

Dar magníficos cuadros a la escena

donde aprenda y se forme el pueblo honrado;

esto será la poesía buena:

así el arte renace y cobra vida

de la Virtud en la región serena.

 No arguyen que la senda está florida

que al error y extravío nos conduce,

 y la del bien de abrojos guarnecida.

Que si cantar lo malo nos seduce,

es porque somos malos, y la tea,

 no el ara santa, en nuestros ojos luce.

 El justo es como el ciervo que desea

las fuentes de agua viva en el desierto

y no el fétido charco que le asquea.

Sepulcro blanqueado y bien cubierto

es la torpe, inmoral literatura:

gusanos devorando un cuerpo muerto.

 Vista, como el guerrero, su armadura,

 recta intención  el que a escribir se lanza

y acorde sonará su lira pura.

Que puesta en Dios la noble confianza,

dulces cantares brotará la boca

en fe abrasada, rica en esperanza.

 El nunca desampara al que le invoca,

 y da al poeta voces y armonías,

 como al sediento el agua de la roca.

 Así el poeta en nuestros turbios días

 irá, no en busca de gloriosa palma,

 sino agitando las cenizas frías que guarda

al bien en un rincón del /alma.

(1875)

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Considera que en humo se convierte

el dulce bien de tu mayor contento,

y apenas vive un rápido momento

la gloria humana y el placer más fuerte.

Tal es del hombre la inmutable suerte;

nunca saciar su ansioso pensamiento

y al precio de su afán y su tormento

adquirir el descanso de la muerte.

La muerte triste, pálida y divina

al fin de nuestros años nos espera

como al esposo infiel la fiel esposa;

y al rayo de la fe que la ilumina,

cuando al malvado se aparece austera

al varón justo se presenta hermosa.

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