Óscar Sipan

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El talento de las moscas

El nombre de Elena

Cerradura

EL TALENTO DE LAS MOSCAS

“Sobre esta cama donde se acostó el mar/

es donde entiendo que cada cama es un país

que no existe/ si no es con tu presencia”

JOSÉ EUGENIO SÁNCHEZ

 

       EL 31 DE JULIO DE 1944 Antoine de Saint-Exupéry cayó en mi jardín. Su paracaídas quedó enredado en el nogal que plantó el abuelo Jules el día de mi nacimiento. Cerca del suelo, estrangulado entre las ramas, colgando como una piñata olvidada, inmóvil, ridículo, indefenso, con su porte ilustre de gato mojado.

      Se quitó la gorra de aviador y me dio los buenos días. Tenía el timbre de voz justo para amansar a las fieras y madurar las cerezas. Le entregué un cuchillo de cocina y me alejé unos metros. Cortó las cuerdas no sin dificultad, balanceándose como un péndulo de hipnotizador. En el aterrizaje aplastó los rosales con sus botas de piel. Se acercó con cautela de perro de la calle mil veces apaleado y me tendió la mano.

      _No voy a denunciarle a los alemanes _le dije.

      _Ya lo sé, contestó muy serio. Pero me preocupa su reacción posterior: le he pisado las rosas.

      Un hombre sin sentido del humor es como un local de jazz sin humo o una feria sin algodón de azúcar. Juntos enterramos el paracaídas. Juntos nos adentramos en la casa. Coroné el café de puchero con un chorrito de coñac. La conversación fluía en un tono relajado, íntimo, como si fuésemos amigos desde la escuela. Me habló de los vientos africanos del desierto, de su angustia, de Consuelo y del futuro. “No hay futuro si ganan”, dijo con furia de colmena zarandeada. Lo dijo con los ojos incendiados.

      En junio, tras el desembarco de Normandía, los sabotajes y las emboscadas se habían intensificado considerablemente. La liberación de Francia era una enfermedad contagiosa que se propagaba de cuerpo en cuerpo, de alma en alma. El hecho de que aquel hombre estuviese sentado en mi mesa tomando café se me antojaba impensable. Me sentía valiente y furtiva, como una heroína de película americana. Era la primera vez que me implicaba en el conflicto: ni había transmitido mensajes de radio en la madrugada, ni había repartido propaganda clandestina, ni había ocultado a partisanos en mi alcoba. Sobrevivía. Sobrevivía escuchando las historias de la resistencia en boca de los vecinos y escondiéndome de las patrullas alemanas y de los colaboracionistas. Pronto descubrí que caer en poder de la Gestapo bien valía el precio de su compañía.

      Desde que llegó, las condiciones de temperatura, humedad, aire y cariño en la casa son inmejorables. Pasa las horas sentado en la mecedora, aplicándose en tareas mínimas. Su curiosidad es un combustible inagotable. Parece nutrirse observando las pequeñas cosas: los dibujos de las vetas en el mármol, las sombras de las plantas tras la cortina, el cuadro de las Islas Molucas que compré en París. Le fascina el talento de las moscas para aterrizar junto al café, la simetría de sus vuelos, su inquieta glotonería y sus patas comunicándose en un lenguaje extraño, epiléptico, complejo, cebando la paciencia del observador. Los ojos de Antoine son subversivos: incitan a vivir siempre. A veces desaparece, se queda sumido en sus pensamientos, enriscado en una idea sin poder descender. Entonces emerge en él una desesperación con visos de locura. Mi aviador triste , le digo en un susurro. Y él se acurruca entre mis pechos, buscando refugio para la tormenta, oliendo la tranquilidad.

      Llegó del cielo, de donde vienen las inundaciones y los hombres importantes, sin un rasguño, con su gorra aliada de comandante de la Francia Libre, hambriento, a la hora de comer.

      La casualidad no existe. Antoine abre los ojos y me sonríe. Su sonrisa es un gajo de mandarina deshaciéndose en mi boca. Se despierta con esa pereza tan de animal inventado y me quita el camisón. Una vez desnuda me penetra. Sin caricias preliminares ni juramentos de amor eterno ni promesas vacías. Me penetra sin demora, como queriendo horadar el tiempo, tensando las cuerdas del placer, imantando mi zona más cálida y asociándose con mi cuello. A golpe de cadera me transforma en una clepsidra midiendo cada segundo, las sábanas tibias de sueño, los brazos en cruz, las palmas de las manos y las piernas abiertas, un momento de lucidez, otro de dudas y el escalofrío eléctrico se convierte en una nube de mariposas revoloteando sobre la ocupación nazi y las trincheras. Sol de mi vida , le digo nada más regresar del cielo de cobalto. Y entonces él se demora en mis ojos un segundo antes de inocularme su semen y su soledad, y se desploma como un tejado sobre mi pecho, con un gemido descendente que se prolonga hasta hacerse inaudible. Abrazado a mi cuerpo, calmando el corazón y la mente, dialoga con mis lunares, alisa los rizos de mi coño boscoso, pulimenta mis muslos con las yemas de sus manos, manos nudosas, de hombre de letras y de aviador triste, acostumbradas a las metáforas sublimes y a las corrientes de aire, al desencanto y a la libertad, hasta que se queda quieto, inmóvil, inerte: duerme. El último estertor de la conciencia, las convulsiones de los músculos vencidos y luego un sueño tranquilo, acunado por el rítmico y sincopado fuelle de mis pulmones. Me siento despierta, viva, llena de ilusiones, mojada de él, segregando ternura. La ternura es la suma de todas las decepciones sentimentales dividido por la esperanza. La esperanza es un barco a punto de zarpar. La esperanza es un paracaídas. Por Antoine entregaría a Cristo a los judíos. Sin remordimientos. Sin contar las monedas. Con la conciencia tranquila.

Sol de mi vida .

      En agosto liberaron París. La radio emitió un comunicado bañado en euforia y champán: Los últimos rescoldos de la resistencia enemiga han sido aplastados. Antoine permanece escondido, de sí mismo y de los demás, y tan sólo sale al exterior de noche, cuando todos duermen, estudiando las sombras de los astros en el huerto cercado por traviesas de tren, las muecas de la luna llena en las tumbas de mis padres, en la piedra de molino, en el nogal que lo capturó para mí. Le observo apartando la cortina de la habitación, concentrado, el ceño fruncido y las manos en los bolsillos. La topografía de su tristeza es cambiante. Debe andar en litigios con Dios.

      No me besa como mi marido. Con labios indiferentes. Con fingida novedad. Con la mente en otra parte. Como se besa el anillo de un obispo. En los besos de Antoine sabes que no existe la inercia de la costumbre, que su piel es el mapa de un tesoro que te pertenece y tu saliva un contraveneno o un mensaje de vida o muerte. Mi marido murió en Italia. No murió conquistando una colina o un nido de ametralladoras o cargando el cuerpo de un compañero herido. Murió acuchillado por el hermano de una prostituta adolescente a la que no quería pagar. Murió con las vísceras fuera, en un gran charco de sangre, pidiendo ayuda, orinándose de terror y de soledad, en el patio interior de una pensión italiana. Y yo deseo que el anillo del obispo le corte los labios y la lengua y le raye los dientes y le desfigure el rostro por toda la eternidad.

      A veces calla durante horas. Y ese silencio doloroso contiene la certeza de su marcha. Sufre: parece una tortuga esforzándose por aproximarse a la playa para desovar.

      Me gusta bañarle con una esponja de tela, las rodillas incrustadas en el pecho, aprisionando la carne, en el interior de un barreño de madera, abrazado a una melancolía muy suya, en armonía conmigo y con el mundo. Le envuelvo con mi cuerpo y una toalla y le afeito a navaja, de abajo arriba, con pulso firme, dejando en último lugar las mejillas y el bigote. Y luego, mientras bailamos con el jazz de la Orquesta Mussette Swing Royal, juntando los cuerpos al ritmo del acordeón y la guitarra, congelados en la alegría del movimiento, veo la renuncia, la capitulación del hombre y la ascensión del niño. Veo los campos de su infancia, la estricta disciplina del colegio Sainte--Croix, la carta de su tío Roger antes de morir en la primera guerra, la perspectiva del mundo desde el manillar de su bicicleta en el Castillo de la Môle. Nunca crecemos. Tan sólo distorsionamos la mirada.

      Ahora es invierno. Paso los días sometida al juicio de su ternura, enamorada del hombre y del niño, cada vez más lejos de la realidad, incubando su marcha sin poder asumirla, albergando la falsa esperanza de que esta guerra no terminará jamás y que Antoine seguirá cepillándome el cabello ante el espejo, recreándose en los movimientos repetitivos, mecánicos, con su mano apoyada en mi hombro y su respiración de elefante asmático. Pero sí terminará.

Permanece despierto dos días y luego duerme otros dos. En febrero pasó toda la noche dibujando la figura de un niño desangrándose en una bañera. Había una belleza salvaje en la composición. Más tarde lo quemó en el hogar; las astillas verdes expulsaban un humo denso y luego se retorcían en su propia degeneración.

      He ido a la ciudad en bicicleta, sorteando los charcos del camino, a comprar alimentos con las pocas joyas de la familia que me quedan, y al regresar un presentimiento ha cristalizado en mi interior: Antoine se ha ido. Al entrar, la casa lloraba conmigo. Sobre la cama la gorra de aviador, la foto de Consuelo rota en mil pedazos y la pulsera de plata confirmaban su ausencia, el único testamento de mis días felices. Me he puesto a preparar la comida, inhalando el vacío de su marcha, soñándolo. Porque ya sólo puedo soñarlo. Porque debo soñarlo para que regrese y salir todos los días al jardín, a la hora de comer, y esperar a que su paracaídas quede enredado en el nogal que plantó el abuelo Jules el día de mi nacimiento. Ya parece que lo veo, colgando como una piñata olvidada, con su porte ilustre de gato mojado y su desesperación.

Sol de mi vida .

      “Si me derriban no extrañaré nada. El hormiguero del futuro me asusta y odio su virtud robótica. Yo nací para jardinero. Me despido, Antoine de Saint-Exupéry”, dejó escrito en su mesa de trabajo el 31 de julio de 1944 el comandante Saint-Exupéry, voluntario en las Fuerzas Aéreas de la Francia Libre, antes de despegar desde la base aliada de Córcega, pilotando un Lightning P-38 en una misión de reconocimiento sobre Grenoble y Annecy.

      Despegó a las 8 h.45, con combustible suficiente para volar durante seis horas. A las 14.45 horas no había regresado.  En agosto de 1998 unos pescadores de Marsella sacaron entre sus redes una pulsera de identificación personal, presuntamente del famoso aviador, donde se apreciaba el nombre de Consuelo. Está en curso la investigación sobre la veracidad de dicha prueba.

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EL NOMBRE DE ELENA

“Somos nuestra memoria, somos ese
quimérico museo de formas incostantes,
ese montón de espejos rotos”

JORGE LUIS BORGES

 

“La geografía del tiempo está surcada por
caminos de memoria y grutas de olvido”

CARMEN MARTÍN GAITE

 

      NO HACE UN MES que se fue y la casa, al igual que yo, todavía parece confundida. Con las primeras luces del alba, he salido a pasear y a despedirme de las piedras, de los árboles que ya mudan la hoja y del Mediterráneo, respirando el aroma de su sal con los ojos entornados hasta impregnar la memoria y los pulmones. Hacía una mañana diáfana de cielos transparentes y el cambio de luz –tenue, suave, de color ámbar—anunciaba la obertura del otoño. En el horizonte, el milagro de las olas se repetía una y otra vez, en un orden universal, día tras día, perpetuándose en el tiempo y en la distancia con una cadencia de ritmo uniforme, proyectando colores y estados de ánimo sobre la curvatura del mar, siempre igual y siempre distinto. “No volveremos a vernos, viejo amigo”, le he susurrado con las manos en los bolsillos. Las gaviotas volaban anárquicamente en busca de despojos y el rompeolas silbaba entre dientes una espuma ligera y entrevelada, que se elevaba a gran altura para convertirse en nada. Sant Feliu de Guíxols despertaba poco a poco y la calma absoluta mutaba hacia el trabajo diario y la rutina. El fin del verano desnudaba las playas de la efervescencia de turistas sonrosados con sobrepeso, niños correteando entre una amalgama de toallas y sombrillas de colores, mujeres entregándose en sacrificio a un sol implacable y vendedores de refrescos sin afeitar empapados en sudor. El fin del verano le devolvía la cordura al paisaje.

      Una cosa es cierta: el mar no suena igual desde que ella se marchó.

      He regresado atajando por el abrupto sendero del acantilado, ascendiendo trabajosamente con la melancolía cogida de mi mano como un niño perdido. El sol se ha escondido momentáneamente tras unas nubes pasajeras. Un pescador, sosteniendo un cubo de plástico, la caña y los aparejos y tarareando la canción de moda, ha pasado en dirección contraria y no me ha devuelto el saludo. Una cuadrilla de temporeros trabajaba a un ritmo del demonio en un viñedo próximo. He atravesado el bosque de pinos pisando los charcos y he alcanzado Casa Montaner, mi hogar. Me he detenido un instante en el muro que rodea el jardín, deslizando las yemas de los dedos por los agujeros de bala –pequeños círculos hundidos en la piedra caliza como hormigueros deshabitados de la guerra civil—de los fusilados de uno y otro bando; al levantar la vieja carretera, encontraron en una fosa común noventa cuerpos sin nombre.  Luego, he cruzado la verja del jardín, que últimamente chirría como la pena de una novicia despechada, y he visitado la tumba de nuestros perros, “Dalí” y “Gala”, dos pastores belgas enterrados hace décadas bajo el sauce llorón.   Estirando la memoria, les he recordado de cachorros, blandos y juguetones, con tal intensidad que me ha parecido sentirlos dando saltos a mi alrededor, con el hocico húmedo, los ojos alegres y el pelo negro erizado.

      El grito de la cafetera me ha arrancado de mis pensamientos. Casa Montaner sigue empapada de ella. Su olor y su risa no han cicatrizado entre los muros en los que fuimos tan felices. Los cimientos se retuercen, guardando un luto invisible, las paredes jalean su nombre, el tejado, ulcerado y vencido por la tristeza, desea venirse abajo y los recuerdos lo cubren todo, como una espesa niebla en mitad del océano. Cincuenta años habitando una casa generan ciertos lazos invisibles y emocionales que van minando tu cordura. Son tus propios fantasmas los que van formando puzzles con los momentos de cariño y de odio, de esperanza y desilusión, y desatan una horrible sensación de infelicidad, de tristeza austral, de frío. La casa sin ella es una cadena perpetua, un embarazo no deseado, un purgatorio que, irremediablemente, lleva a la locura o al suicidio. Por eso debo marcharme.

      Las maletas esperan sobre la cama de matrimonio. Recorro la casa deteniéndome en cada habitación, como el que se despide de una vieja amiga en la estación de un tren, posando la mirada en estanterías pobladas de muñecos de cerámica, cómodas bañadas de polvo, litografías de pintores afines, librerías ordenadas mil veces por Elena y desordenadas por mí, la terraza donde tomaba el sol desnuda, como una musa de Gustav Klimt, una mecedora comprada en Estambul, una alfombra con forma de pez, la despensa con sus conservas de tomate, sus mermeladas de mora y melocotón siempre con un exceso de azúcar... el más ínfimo detalle desata una tempestad de recuerdos que paralizan el presente y niegan el futuro. En cada objeto, su imagen reverbera en mi cabeza como una oración. Me duele su ausencia con un dolor sordo y profundo. En el estudio, un cuadro inacabado descansa en el caballete de madera. La pintura, ya seca, suplica entre bastidores un último esfuerzo, cinco sesiones de trabajo. El cuadro nunca verá su fin. Al morir Elena, arrastró en su caída mi pasión por la pintura. He perdido la obsesión más fuerte de mi vida. No volveré a pintar, ésa es la verdad, y es una decisión irrevocable. Ya no puedo pintar.

      No llevo mucho equipaje. Bajo las escaleras lentamente, llevando las dos maletas de piel y una sensación intensa de vacío, un reflujo de pesar que me acompaña desde el entierro, hoy hace un mes; ahora Elena forma parte del mundo mineral y eso es algo que no puedo entender. Una revisión periódica se convirtió en una derrota rápida contra el cáncer. Una vez detectado, el proceso fue imparable. Enfermedad terminal. Metástasis. Cáncer extendido. En tres semanas se consumió como una vela en un camarote. El odio hacia algo o hacia alguien me ha perseguido por haber contemplado su rostro violado por la enfermedad, su piel macilenta y su voz quebrada por la impotencia pidiéndome que saliera adelante, que viviera, que improvisara. Pero, ¿cómo? Nadie está preparado para el ocaso. Regresé de su entierro con la soledad adherida a la piel, esperando encontrar un refugio o un salvavidas al que agarrarme, la tibieza de la costumbre, y la casa me acogió con un silencio ensordecedor. Por primera vez, me sentí viejo y sin ambición de vivir.

      Ya no estoy enfadado, ya no siento odio: no sirve de nada encolerizarse con un Dios del que no se tiene certeza de su existencia.

      Ayer, al anochecer, quemé nuestros álbumes de fotos en la playa, fotografía por fotografía, alimentando una hoguera con sus recuerdos, borrando las huellas de una vida en común que ya sólo es cenizas de olvido sobre la arena blanca. El fuego engullía los recuerdos como el tiempo engulle la belleza, con glotonería, deshaciendo momentos inolvidables con la fuerza purificadora de la destrucción. Lloré mucho al verte retratada bajo la luna llena: echo de menos tus faldas largas, el incendio de tus pecas y tus bromas de domingo por la tarde. Lo echo de menos con una intensidad desgarradora. Sonreí largamente con nuestra primera fotografía, el día que nos conocimos. Por aquel entonces yo vivía en Barcelona y trabajaba en una imprenta del Barrio de Gracia. Toda mi familia había muerto en la guerra (o por lo menos eso creía) y pasaba las tardes pintando y discutiendo en los cafés con artistas consagrados sin talento y estilistas del régimen y las noches durmiendo en la Pensión Maravillas, un microcosmos de gente extraña y fascinante del Barrio Gótico. Manuel, compañero del trabajo, me invitó a pasar el fin de semana a su casa en Sant Feliu de Guíxols. Eran las fiestas mayores y los vecinos, llevando consigo tortas de anís y magdalenas caseras en cestas redondas tapadas por paños blancos, salían a esperar en la entrada del pueblo al autobús que traía la banda de músicos. Los músicos llegaban con la ropa de fiesta, orgullosos, el pelo echado hacia atrás, afeitados con destreza, y eran recibidos de forma familiar y cariñosa, como hijos pródigos que regresan al hogar tras cumplir su penitencia. Recuerdo sus caras satisfechas, el aire condescendiente y las fundas de sus instrumentos bajo el brazo. Los feos se comportaban como galanes de cine y los agraciados como auténticos hijos de puta de clase alta acostumbrados a enhebrar mujeres en la primera cita. La fiesta mayor era una tregua popular en la que los pecados, las acciones y las rencillas anteriores quedaban exculpadas de forma sistemática y donde los roles y las clases sociales se difuminaban por unos días. El primer baile se extendía desde las siete y media de la tarde hasta las diez de la noche y asistía todo el mundo: niños y viejos, solteros y casados, violentos y pacíficos, cuerdos y locos. La felicidad tomaba forma en la plaza decorada con guirnaldas de papel y farolillos con vela. Luego, las familias pudientes sentaban a cenar en sus mesas a los músicos o pagaban la manutención en otras más humildes. Nuestro músico _un saxofonista de boca torcida que caminaba como un viejo caballo percherón y olía a nata agria_nos contó durante la cena que esperaba ser tan grande como Xavier Cugat: viviría permanentemente en el Hotel Ritz, pasearía en un Rolls Royce y ganaría todos los dólares de américa. Como saxofonista pudimos comprobar que no valía nada; si conseguía ganar un solo dólar, montar un mulo enfermo o vivir en una sórdida pensión de mala muerte, se podía considerar un triunfador. El sonido de su saxo era un aullido metálico de un animal imposible. Una sola nota y se te paralizaba el alma y tus músculos se independizaban del cerebro y emigraban al monte o a Cuba. El segundo baile, el de la juventud, se extendía desde las once hasta las tres. La plaza del pueblo bullía de pescadores borrachos traspasando los límites de la decencia, madres con los hombros cubiertos con un chal de lana intentando controlar lo incontrolable, olvidando la forma en la que conocieron a sus maridos y el devenir de la naturaleza , y muchachas ansiosas por descubrir el amor en brazos de un vecino o un primo lejano. Para un tímido redomado como yo, una mujer era una cordillera inalcanzable. A cinco metros de distancia, me temblaba hasta la razón. Miraba a todas partes y a ninguna, en busca de refugio, intentando camuflarme tras un vaso de vino o una conversación intrascendente. Y entonces apareció. Sin presentarse ni ofrecerme otra opción, dijo: “Sácame a bailar, forastero”. El terror selló mi boca para explicar que no sabía, que no poseía dotes y que nunca los poseería, que podría escoger una escalera de mano como pareja de baile y daba por seguro que haría un papel más digno que yo. Dejé apresuradamente el vaso en las manos de Manuel y fui arrastrado por un cúmulo de energía con formas de mujer. Sus ojos _azules, profundos, sugestivos_resaltaban en una cara pálida y sembrada de pecas, pícara en cierto sentido, y la melena pelirroja le daba un aspecto de diablillo acostumbrado a la risa y al carnaval. Su cuello era delgado y fibroso, los pechos pequeños y puntiagudos, erizados bajo un vestido de hilo blanco, y su olor desorientaba el corazón y nublaba el cerebro, ya de por sí algo mareado. Me sentí atraído como la piedra al cristal, como la tormenta eléctrica al pararrayos, como el delincuente a la desgracia. En mitad de la plaza, crucificado por un pasodoble ejecutado a destiempo, con los músicos borrachos tocando desde un carro y en los brazos de una mujer hermosa e impulsiva, le demostré al mundo lo que ya sabía: que el baile y yo éramos incompatibles como el aceite y el agua. “Si pintas como bailas...no te auguro un futuro muy prometedor”, dijiste entre sonoras explosiones de risa contagiosa, con una voz clara y dulce que ni los años y la costumbre pudieron cambiar. Mi sangre pareció despertar de la repentina hibernación, volvió a fluir con normalidad, recorriendo un largo camino hasta el cerebro, y cuando asumió la cantidad ingente de información y analizó los sentimientos, lo supe: acaba de descubrir que mi patria se hallaba en el cuerpo menudo y jaspeado de pecas de aquella mujer, me había enamorado.

      “Me llamo Elena y soy la maestra del pueblo”. El primer beso nos sorprendió caminando por la orilla del mar, algo borrachos, los zapatos en la mano y el amanecer en el horizonte. La noche fue un conocimiento mutuo, un desnudar el alma y las ilusiones. Nos gustamos: el misterio de la química de los cuerpos. Un fotógrafo ambulante nos retrató desayunando en el bar de la plaza tal y como éramos: una maestra guapa y convencida y un pintor enamorado y furioso.

      Nos hicimos novios. Para ello, tuve que reducir mis gastos al mínimo, suprimir los cafés y las charlas, los lienzos franceses de contrabando y los vinos, comiendo lo necesario para subsistir, cercenando todo lujo, llevando una vida gris e insulsa _del trabajo a la Pensión Maravillas y de la Pensión Maravillas al trabajo_, pero con la recompensa de ahorrar unas pesetas para poder tomar un autobús a San Feliu y por fin verla, a la entrada del pueblo, esperándome ansiosa, envuelta en un abrigo marrón ajustado de solapas amplias y un pañuelo cubriendo el pelo. A medida que el autobús se iba aproximando su belleza crecía y crecía como una hiedra en un castillo abandonado.

      Amabas tu trabajo. Llegabas todas las mañanas en bicicleta, recorriendo diligentemente los tres kilómetros que separaban tu casa de la escuela, el pelo recogido en una larga trenza de color zanahoria, dos libros y una manzana en la cesta metálica, saltabas del sillín sin frenar y apoyabas el manillar en la valla de madera. Compraste la bicicleta con tu primer sueldo de maestra. La escuela era una casita rectangular de una planta, tejado rojo, paredes desconchadas y ventanas al mar, donde se agolpaban una quincena de pupitres dobles, marcados con corazones y muescas indefinidas, y una pequeña estufa de hierro forjado en el centro. Un mapa de España deformado por la humedad, una foto del caudillo _con esos ojos apocados que te seguían por toda la estancia_ y un crucifico agrietado coronaban la pizarra. A un lado, una veintena de dibujos a lápiz de antiguos alumnos y una línea de percheros devorados por la carcoma, y al otro, las ventanas sin alféizar. El recreo era un descampado en desnivel con dos porterías de fútbol        _cuatro montoncitos de piedra_ donde siempre ganaban los que defendían arriba. Niños de aspecto montaraz y señoritos en ciernes perseguían la pelota como endemoniados, llamándose a gritos por apodos incomprensibles. Las chicas miraban aburridas a los chicos y luego inventaban juegos de habilidad e historias de dragones y marineros. Había dos tipos de padres: los que no se preocupaban lo más mínimo por sus hijos y los que se obsesionaban con su educación y se presentaban cada dos por tres. “Un consejo: si se desmanda, un buen azote con una vara de cerezo obra milagros”, te decían muy serios. Pero tú te oponías radicalmente al castigo físico, rehusabas de la violencia, cuestionándola. Guardabas tu habitual diplomacia en un cajón y les respondías con los ojos incendiados: “Mi obligación como maestra es conservar intactos el espíritu de pureza y la inocencia, estimular la imaginación, la sensibilidad y la inteligencia, enseñarles a reírse de sus propias limitaciones y fomentar el respeto a los demás. A la escuela no se acude a recibir palos, se acude a aprender. Recuérdenlo. Bastante violencia y muerte hemos sufrido ya, ¿no les parece?”. Y les dejabas boquiabiertos, sin argumentos, desosegados, como una misa de verano sin abanico, amedrentados ante una mujer a la que doblaban en edad. Con ello conseguiste el respeto de todo el mundo. Te saludaban afectuosamente y te regalaban manzanas y pescado, aceite de oliva y hogazas de pan, botellas de vino y embutidos caseros, y tú lo aceptabas agradecida, ya que era una buena forma, la única en realidad, de complementar un exiguo sueldo de maestra.

      Descubrimos Casa Montaner en uno de nuestros paseos. Era un palacete modernista de ladrillo rojo deshabitado desde hacía años, situado al pie de una loma y separado del pueblo por un bosque de pinos. Atravesando la entrada _un gran escudo oxidado de una hidra de tres cabezas sobre una puerta de hierro ovalada_ aparecía la casa en su esplendor. Admirábamos su estructura en forma de cruz, su fachada misteriosa, sus tejados a dos aguas cubiertos de cerámica coloreada y su jardín silvestre. Abandonada desde la guerra, había pertenecido a un mago y escapista reconvertido a comandante republicano huido a México desde el final de la contienda. Una bomba alemana había derribado la torre octogonal en la parte oeste, que ya sólo se intuía entre los escombros, y un invernadero de cristal. Construida a principios de siglo por un arquitecto llamado Doménech i Sagnier, Casa Montaner era una rareza descatalogada del modernismo catalán. Bajo un disfraz de amenaza de ruina y los vestigios de un pasado singular, supimos ver la casa de nuestros sueños. Y como soñar era gratis y, además, emocionante, fantaseábamos con reconstruirla algún día y vivir aislados del mundo y del horror, solos los dos.

      Roberta Milleras era la patrona de Pensión Maravillas. Mujer flaca de pronunciados escotes, viuda de capitán de infantería y voz perlada por una afonía permanente, elegía los momentos más inoportunos para colarse en mi habitación. “Tienes una carta, pintor”, me dijo con aquella voz de alambre oxidado cerrando la puerta a su espalda y emitiendo una sonrisa de lujuria contenida. Acababa de llegar de un duro día de trabajo en la imprenta y me encontraba aseándome en ropa interior ante una palangana con agua y un espejo. De un salto, me introduje en los pantalones y, sin tocar sus manos _de uñas largas y afiladas, pobladas de pulseras extravagantes y anillos baratos_, tomé la carta. Me repugnaba su falta de modales, la vejez negada y su pelo grasiento y zaino. “Gracias, señora Milleras, ya puede marcharse”. Como regla general, la vida es una gran decepción, los sueños se desvanecen antes de poder tocarlos. Los sueños no suelen cumplirse. Pero el destino me tenía reservada una sorpresa de gran calibre: la carta me convertía en el único heredero de un pariente lejano emigrado a Venezuela. En su lecho de muerte, aquel hombre al que mi madre escribía dos veces al año sin obtener contestación, me había legado el dinero acumulado en una vida de joyero y estraperlista, una pequeña fortuna que nos daba la posibilidad de satisfacer lo que más deseábamos en el mundo: poder casarnos y comprar Casa Montaner. Y comenzamos una vida en común que ha durado cincuenta años.

      He encontrado un trébol de cuatro hojas entre las páginas de “El árbol de la ciencia” de Pío Baroja. Al sacarlo de la estantería, se ha desprendido ante mis ojos como una pluma de un loro extraño. Desconozco en qué circunstancias, en qué lugar, lo recogiste. El trébol ha dejado una aureola de vida en las dos páginas que lo aplastaban. Te quiero, por los regalos que me ofreces allí dónde te encuentres. El amor es la frontera donde confluyen dos personas. Y la risa, el antioxidante de la pareja. Me hacías reír, Elena. Nos quisimos con una fuerza que emanaba del respeto mutuo, peleamos, nos distanciamos y nos acercamos, superamos crisis profundas, hombres y mujeres, relaciones imposibles y relaciones inventadas, y salimos indemnes de todo ello, purificados, compartiendo tristezas y alegrías, arrugas y esperanzas, con esa furiosa necesidad de cuidar del otro, dispuestos a envejecer juntos . Ningún mecanismo en toda la creación es tan complejo como una relación de pareja: la vida y sus meandros, el amor y sus catacumbas.

      Desde mi juventud ansiaba acabar con la dictadura de los paisajistas, de los esclavos de lienzo repetido, que suplían su clamorosa, casi insultante, falta de ideas acatando las técnicas y formas tradicionales. Buscaban la fama y el cobijo de los estilistas del régimen: ciegos guiando a ciegos hacia el abismo de la sumisión. La invención de la cámara fotográfica debió terminar con ellos, pero, muy al contrario, les fortaleció. Cultivaban el arte del lo insulso, de lo banal, deambulando por los cafés con los brazos caídos y nada en la cabeza. Me indignaban profundamente sus exposiciones: artistas comportándose como genios incomprendidos, haciendo méritos y asintiendo como una cohorte de lameculos ante los monólogos del vencedor. Una cosa era deponer las armas y sobrevivir y otra muy distinta entregarse en cuerpo y alma y no seguir luchando. La pintura se podía enfocar como un pasatiempo o como una búsqueda _las dos opciones me parecían igual de respetables_, pero ellos se mofaban de ser el colmo de la novedad y el virtuosismo. La sumisión de un artista _englobando a todo aquel que busca la belleza_es el único pecado imperdonable. No se trata de morir siempre por un ideal o una causa justa, pero hay múltiples formas de plantear resistencia; cuando uno se defrauda a sí mismo, pierde toda esperanza. Y aquellos pintores mansos que no optaron por el exilio ni la oposición silenciosa y se entregaron a los vencedores como bufones de la corte, merecían todo mi desprecio. La censura es una valla que, con la ayuda de la inteligencia, cualquiera puede saltar. No hay excusas: nunca se es demasiado viejo ni demasiado joven para rebelarse contra la injusticia. Por mi parte, me propuse pelear desde dentro, sabotear conciencias con cada pincelada, pelear en una guerra de guerrillas alentada en cada creación, en cada lienzo. Nada más pretencioso que buscar un estilo propio. El escritor argentino Juan Forn define el estilo como una suma de plagios. Y es que no se puede decir nada nuevo, tan sólo queda la visión personal. La pintura, en lo que se refiere a creatividad pura, terminó en las cuevas prehistóricas de Altamira.

      “Letargos” fue mi primera burla al régimen franquista y, también, mi primer éxito, una audacia de juventud para ajustar cuentas. Era una serie de veinticinco cuadros de grandes dimensiones donde hombres y mujeres en posición fetal, cuerpos de músculos atrofiados, en oscuros agujeros horadados en la tierra, larvas humanas en el interior de un útero calcáreo, hermético y gris, permanecían profundamente dormidos, inmóviles, aletargados. El mensaje resultaba claro _“El que permanece dormido, aletargado, algún día despertará”_ y mostrarlo en una exposición podía costarme caro, a mí y mi mujer. Buscaba el desasosiego para el que mira, la incomodidad, la semilla de una pequeña revolución interior: la política quedaba a un segundo plano cuando se hablaba de libertad. Deseaba que mis cuadros fuesen esponjas que absorbiesen la atención del espectador, que les hiciesen pensar. Edgar Degas decía que “un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen”. Los había vomitado sobre el lienzo con la premisa de que un artista en tiempos tristes debe insuflar esperanza. Varios meses de éxtasis creador, encerrado en el estudio, componiendo una bomba que podía estallarme en las manos. Por ello, una tarde de marzo, me armé de valor y le enseñé a Elena la serie completa, mientras le advertía del riesgo que corríamos y de que respetaría su decisión, fuese cual fuese. Lloró en silencio _sollozos por lo que pudo ser y no fue, por las cientos de miles de vidas derramadas y las esperanzas perdidas_y sentenció: “Hazlo, enséñaselo al mundo. Pase lo que pase”. Se expuso en la Galería Impala de Gerona, un local de dos plantas que hacía las veces de cuartel general de las juventudes falangistas. La censura _con la mirada desenfocada, más preocupada en buscar hoces y martillos con una pistola en la mano y una lupa en la otra, que de pensar_ no percibió nada político ni sospechoso y me ensalzó como uno de los grandes representantes de la vanguardia pictórica española. Me encargaban exposiciones por todas partes, el dinero entraba a raudales. No sólo vivía de la pintura: ganaba dinero con la pintura. “Letargos” se pudo ver en Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla y Zaragoza. Y más tarde, cuando la fama internacional me sirvió de escudo y me convirtió en un protegido de las izquierdas mundiales, viajó por Europa bajo el título que definía mis verdaderas intenciones: “La España dormida”.

      “La España dormida” conmovió a los intelectuales en el extranjero. Después de dos guerras mundiales y millones de cadáveres inútiles, Europa quería olvidar. Y su forma de olvidar era entusiasmarse por las artes, reconstruir un mundo perdido y enterrar los muertos en la memoria. Me erigió en figura fundamental de la pintura moderna y me proporcionó un estatus de intocable; el éxito internacional fue un indulto que nos salvó de la cárcel o el paredón. Cuando el régimen quiso darse cuenta, mi figura había crecido como una bola de nieve deslizándose por una ladera, era demasiado importante para liquidarme. O si lo hacían, corrían el riesgo de transformarme en un mártir: la semilla que engendra más semillas. Me había convertido en un elemento incómodo. Sus represalias no tardaron en llegar y nos incluían a los dos. Con Elena, su castigo fue cruel pero sin duda esperado: le apartaron de la escuela. Sin explicaciones, un día llegó una carta al pueblo en la que se le ordenaba abandonar el centro y se le prohibía ejercer su profesión bajo pena de cárcel. En cambio a mí, me relegaron a un ostracismo cultural, en un intento por volverme invisible. Sufrí graves campañas de desprestigio, historias inventadas en los periódicos oficiales, los únicos periódicos, atacando mi honor y el de mi familia, mi filiación política y mi sexualidad. No me afectó lo más mínimo. El mundo era inmenso. De alguna forma, nos exiliaron en nuestro propio país. Las primeras semanas la veía alicaída y desorientada, lavando cortinas impolutas y ordenando cuartos de invitados, cuidando de las plantas y cuidando de mí, herida en los más profundo de su ser. Le habían arrebatado un don _enseñar_y se encontraba perdida y asustada, sin saber qué hacer el resto de su vida. Pero sucedió algo hermoso: los padres _desobedeciendo unas leyes que consideraban absurdas_ trajeron a escondidas a sus hijos y Elena ayudó a terminar la escuela o a alcanzar la universidad a muchos vecinos de Sant Feliu de Guíxols.

     Sobremesas de bogavante haciendo el amor en el sillón de lectura, el deseo emergiendo en tierra de nadie, entre la digestión y la siesta, entre el cielo y el mar, una caricia repentina, una mirada cómplice, un suspiro, y los mecanismos de la atracción mutua se ponían en movimiento, el erotismo de los que se buscan, la liturgia de las pieles, subiéndote la falda hasta las caderas y deslizando las bragas al suelo, el fulgor de las ascuas ardiendo en el momento de la penetración, copulando a horcajadas, haciendo todo el ruido del mundo, la ventaja de no tener vecinos, olvidar la decencia, el miedo, la tristeza, dos cuerpos que se quieren y se cuidan, el instinto animal y el instinto de protección, la llamada del placer con forma de orgasmo, primero tú y más tarde yo, y la pregunta, ¿de qué color ha sido hoy?, naranja intenso o azul ultramar o blanco pálido o marrón de madera de nogal. Un color, un punto de partida para el comienzo de un cuadro, un regalo, la primera piedra para el que construye.

      No tuvimos hijos. Expulsar un niño al mundo sin mirar a tu alrededor, sin reflexionar, es un acto de tremendo egoísmo y de una irresponsabilidad suprema. “La vida de una mujer sin la experiencia de la maternidad no es una vida plena”, reza la doctrina popular y decididamente machista. ¿Por qué hay que perpetuar obligatoriamente el apellido y los genes, cuando el horror y la decadencia se encuentran a la vuelta de la esquina, tras la ventana? Nosotros tomamos la decisión de no traer un niño a un mundo que no controlábamos, un mundo cruel e injusto donde doscientas personas poseían el cuarenta por ciento de la riqueza.

      Los viajes ampliaron nuestro horizonte. Alternaba duros meses de creación _encerrado trece horas diarias en el estudio, enfermo de oscuridad y de esfuerzo_ con bienales de pintura, exposiciones en embajadas e inauguraciones de museos por todo el mundo. Nos sentíamos unos privilegiados por aquella vida de lujo y esplendor. Jamás podré olvidar los aplausos del “Falstaff” de Giuseppe Verdi dirigido por Vittorio Sicuri en el Teatro Colón de Buenos Aires, ni la noche que pernoctamos en el Palazzo Davanzati en Florencia, ni los atardeceres en el malecón de la Habana, ni los paseos en calesa por las melancólicas calles de Praga o la luz de un amanecer pletórico en Río de Janeiro. Me avergüenzo de haber sido tan feliz.

      Más tarde, con la muerte del dictador, el país cayó por el desagüe de la transición, un baile de máscaras, pecados y pecadores bañados por la medicina del olvido: descoser la historia como antídoto contra el sufrimiento y la injusticia del pasado. Y llegaron los homenajes _discursos grandilocuentes donde camaleones que en otros tiempos me habían acusado de traición arrojaban al vacío palabras como Democracia, Libertad, Lucha, Compromiso, Solidaridad. Elogios de los necios, palabras huecas arrastradas por el viento_y el retiro social.

      Debo marcharme. Darle la espalda al pasado y cumplir una promesa de vida. Introduzco las maletas en el coche, me ajusto la gorra de pana y miro por última vez Casa Montaner. Cioran dice que sólo podemos estar satisfechos de nosotros mismos cuando recordamos esos instantes en que, según un dicho japonés, hemos percibido el “¡Ah!” de las cosas. Ella fue mi “¡Ah!” particular, mi salvación, las luces de gálibo que indicaron mi camino. Ignoro de qué forma podré llenar su ausencia, solazar esta tristeza que me aniquila, escapar de esta vigilia permanente, bascular la pena fuera de mi cabeza, vencer los días de azufre sin Elena, pero sé que tengo una oportunidad y que he de salir a buscarla. Casi he olvidado su voz, pero no su mensaje. Se lo debo

 

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CERRADURA

      MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer madura _alcanzando esa frontera marchita que es la menopausia_ sentada en la cama de una habitación en penumbra. Tiene la cara surcada de arrugas, una de esas caras irreductibles, ajadas por el tiempo, que jamás se dignan en integrarse con el paisaje, y acaricia un retrato con ambas manos, casi arañándolo, presa de una impaciencia incontrolable. Los ojos _oscuros, impregnados en una luz confusa_ son un pozo de aguas profundas; las sienes hierba cana, zuzón aletargado por el invierno. Ahora que su única hija ha muerto los días transcurren lentos y extraños. Suspira, sin dejar de acariciar el retrato, y se yergue repentinamente, poseída por una fuerza descomunal, agitando la lámpara de araña del techo. Sueña con sus manos pequeñas y su sonrisa irrompible, a todas horas.

      Pero el cordón umbilical se ha roto definitivamente.

      Se incorpora, sintiéndose vieja e inútil, y recorre la habitación empujada por la ansiedad. Se detiene ante el tocador. Se sienta en una silla de mimbre y se cepilla el cabello lentamente, con la mano izquierda, imitando los gestos elegantes y precisos de su hija. La voz de un hombre _"me voy, no me esperes para cenar"_ atraviesa la puerta cerrada. Una voz pausada y nasal, carente de misterio, apática, demasiado lenta para la vida. Sin responderle, concentrada en sus miserias, abre un joyero y levanta el doble fondo de terciopelo: la foto de un joven de gesto orgulloso y rostro simétrico, algo taimado, una carta de amor moteada de lágrimas, un poema de grafía alterada por el dolor ("Te quiero con ese extraño avanzar de las mareas/ silencioso y disciplinado/ víctima de un absurdo plan tan antiguo como el tiempo/ de un dueño invisible/ de una luz que enturbia nuestros abrazos/ Te quiero desde la órbita imposible de un despertar varado en un océano de cansancio/ Te quiero a través de los cuerpos que pupila, corazón y cerebro/ fabrican para nosotros/ Te quiero/ a pesar de todo/ pero no hay poesía en la traición"), una caja de preservativos, un número de teléfono anotado en una grasienta servilleta de cafetería. Revisa estos objetos con la minuciosidad de un arqueólogo y luego los guarda. Vuelve a la cama y, abatida por una mano invisible, por un viento interior, se deja caer. Ahora, fría como una misa televisada, desorientada como una princesa sin un espejo, aferrándose a un pasado que se desmorona, buscando oxígeno en los recuerdos, paladeando un jarabe de hiel (el jugo de la derrota), sin ilusiones, sin camino, puede sentir la aplastante soledad humana, el estómago vacío de Dios. Porque, ¿de qué le sirve a una madre rota el sabor de la primera cereza del verano? ¿Puede importarle algo el deterioro de la capa de ozono? ¿Las consecuencias devastadoras del sida en Africa?

      Se necesita mucho dolor para no sentir nada.

      El tic tac del reloj asesina toda esperanza en el cuarto cerrado, sembrado de motas de polvo y mariposas disecadas, atrapado en una atmósfera de levadura.

      Arroja el retrato contra la pared, provocando un ruido ensordecedor, desasosegante, como de trenes chocando en la niebla, y sale del cuarto con un único pensamiento:

      _"No existe cobijo para esta tormenta".

      MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer encorvada afeitando a su esposo. El filo de la navaja se desliza por el cuello y el mentón hasta llegar a un labio inferior, húmedo y amoratado, que se descuelga sin vida. La mujer le habla cariñosamente, como a un niño enfadado, mientras tensa las arrugas de la mejilla y secciona una barba cana e hirsuta. No puede evitarlo: una gota de sangre se desliza por un rostro que hacía volver la vista atrás y que ahora se encuentra reducido a una masa de carne inútil. Un cuerpo hermoso y solemne, de ideales acendrados y personalidad cautivadora, al que, por no quedarle, no le queda ni la dignidad del suicida: el cuerpo de un juez atrapado por una enfermedad de nombre impronunciable que nubla la vista y los sentidos, de un germen que asesina la lucidez, toda ilusión. Cuando termina, le masajea la cara de abajo a arriba, con su after sabe preferido, y besa su frente herida, apenas rozándola; días atrás, se asustó al no reconocerse en el espejo y se golpeó en la huida con el armario del baño. Le quita el batín de seda japonesa (regalo de su último cumpleaños), desnudándole en un silencio quebradizo y, tumbándole en la cama, boca arriba, le coloca una cuña de metal bajo los genitales. Vierte agua templada y gel sobre un barreño de plástico y una esponja y limpia un cuerpo nervudo jaspeado de pecas y decadencia, dedicando especial atención a los pliegues de las articulaciones y el sexo. Tras secarlo concienzudamente, le cambia el pijama y le pone las zapatillas. Más tarde, deja caer la aguja de diamante sobre un disco gastado y, como cada mañana desde hace seis largos años, la "Danza húngara Nº 3" de Brahms se expande por el cuarto. Alzándolo de las axilas, lo coloca en posición vertical y entrelaza su mano a la suya, abrazando su gruesa cintura al mismo tiempo. El hombre mueve los pies pesadamente, sin prestar atención al ritmo ni al compás, fuera de toda armonía, como si se arrastrase por un lodazal. La mujer guía y dirige toda la operación. Es sólo un brillo, un destello que se diluye en sus ojos zarcos, de un azul abrasado, sin vida, lejos del bien y del mal, pero, por un momento, la luz de aquel viaje a Grecia le devuelve la esperanza: la sombra de un diciembre apasionado eternizándose en su cerebro, la sensación de inmortalidad al salir de puerto, el gentío agitando pañuelos blancos y derramando lágrimas de envidia o tristeza, las gaviotas, la fría brisa de la mañana y sus modales toscos, zafios hasta la exageración para un hombre de leyes, su mano poderosa _una mano de dedos tallados en bronce y uñas devoradas en el tedio de un despacho sin ventanas_ acariciando el hueco de la nuca, la pequeña orquesta de jazz comandada por un pianista ciego, el baile, el capitán haciendo los honores con una condesa rusa, la risa y el alcohol, el silencio del camarote alterado por la música de los amantes, noches de cama con sabor masculino y dulzón, el sabor de la vida. No hay nada mejor que la vida. No hay nada tras la cortina de la vida.

      Se aparta de él _acaba de orinarse y continúa bailando, ajeno a todo sufrimiento_ y desea fuertemente que muera en mitad del sueño.

     MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una enana velando el cadáver de su madre. Cuatro candelabros de hierro iluminan tenuemente la sala, una habitación umbría de altos techos poblados por manchas de humedad y jeroglíficos de moho. Una flor seca y un escapulario dorado reposan sobre la mesilla de noche, el único mueble que acompaña a la cama. Un halo de olor acre y desagradable (el aroma del naufragio) envuelve el cuerpo sin vida de la muerta, todavía joven y hermosa, que tiene el cabello recogido en una trenza color mostaza, los labios agrietados por la enfermedad y las manos _manos de uñas largas y afiladas moteadas por restos de esmalte barato_ cruzadas sobre el pecho; el semblante, pálido y sin arrugas, es una obra de arte impoluta esculpida en mármol por un loco o un genio.

La enana _sentada sobre la cama, a su lado_ le acaricia la mejilla delicadamente, mientras se esfuerza por odiarla: hasta en el final, bajo el yugo inabarcable del invierno perpetuo, parece reprocharle su existencia.

      _ Aquí está, madre, sin gritarme, sin avergonzarse de mi presencia, hermosa, dulce y tranquila, cuando en vida sólo tuvo para mí desprecio y brutalidad _le increpa furiosa_. ¿Dónde están sus hombres? ¿A dónde se fueron aquellos hombres de sienes plateadas y bucles rubios, aquellos hombres corpulentos y delgados, bebedores y abstemios, empleados de banca y tahúres, engreídos y simpáticos a los que, bajo ningún concepto, podía yo saludar? Capté el mensaje alto y claro, madre: de un vientre tan bello nunca pudo salir nada deforme. Se desprendió de mi cordón umbilical con asco y me ignoró: ignoró al bebé que lloraba de hambre en la cuna, ignoró a la niña que jugaba sola lejos de la vista de la gente, ignoró a la adolescente que se formulaba preguntas en el silencio de la madrugada, que mutaba a mujer en un cerco de amargura. Madre, rompió la más sagrada ley de la naturaleza: repudió a la sangre de su sangre. Me convirtió en el muñeco repugnante donde desahogar sus iras, en la criada eficiente e invisible de su pensión para hombres.

      Nada más verla, nada más cruzar el umbral de la puerta de la casa de beneficencia, acompañada por la hermana_ portera de voz inexistente y ojos esquivos, se ha llenado de odio: preciosa hasta el final, exuberante en su delgadez, refulgiendo en la penumbra de la habitación como un icono religioso. Un pensamiento trashumante la deja sin fuerzas: al igual que las bombillas aumentan su resplandor y luego se desvanecen, se iluminó antes de morir. Aunque sabe que ha muerto sola y medio loca, en la más absoluta miseria, lejos de sus vestidos fabulosos, de sus perfumes franceses y de sus joyas, de sus hombres solitarios y sus placeres rápidos en un bazar sexual abierto las veinticuatro horas, bajo un crucifijo de madera arrasado por la carcoma y los rezos, en la habitación de una casa de amparo, consciente en su agonía, retorciéndose entre sábanas usadas y mugre, todavía siente su presencia altiva e irritable, imagina su sonrisa de ultratumba antes del castigo. Y eso la sobrecoge: la semilla del temor no necesita luz para germinar.

      _ No, basta ya, madre, cuando crucé esa puerta prometí que no volvería a intimidarme. Escapé a un mundo mejor, me exilié de su compañía y del muérdago de sus ojos turbios y, como padre, encontré la felicidad _le recrimina con un tono de voz impregnado en desesperación_ Y, ¿sabe qué le digo, madre? Espero que se pudra en el infierno.

      Sin mirar atrás, sintiendo un alivio indescriptible, se aleja con paso firme y sale del cuarto hacia la vida, mientras las velas se consumen en una danza anárquica y derraman riachuelos de cera.

      MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer desnuda asiendo un violonchelo como a un amante apocado. Frente a ella, un gran espejo hexagonal le devuelve su imagen, inmóvil, petrificada en un suspiro; una cortina roja, pesada como un muro, aisla la habitación de la luz y el ruido. Tiene los ojos cerrados _ojos de pestañas cobrizas y rizadas, de párpados delicados y venosos_ y respira pausadamente. El cabello rasurado al uno le da un aspecto de indefensión. Una hembra de lóbulos cristalinos, pubis laberíntico y piernas largas rematadas por tobillos de porcelana china que desembocan en unos pies pequeños. Una boca grande _de modelo consumida por las drogas, los hombres y la noche_ retiene el silencio en un rictus de serenidad. Sus pequeñas manos parecen un prolongación del arco y el violonchelo. Desde su oscuridad, espera el momento adecuado, la décima de segundo mágica que infle las velas de la inspiración. Nada perturba ese rostro cincelado por dioses o demonios, ese rostro de piel pálida y nariz oblonga. De repente, rompe su mutismo y abre los ojos, iluminada por una luz indescifrable, por un néctar de sonidos y colores (licor de almas), y, siguiendo con fervor la partitura fijada en un atril invisible, extrae del instrumento notas que recuerdan aromas silvestres, aromas lejanos, aromas misteriosos: música refrescante para el alma de los que no esperan nada. Utiliza la improvisación como llave que abre la puerta entre dos mundos, como antídoto contra la locura. Se enfrenta a la pieza sin planes ni estratagemas, prisionera de su libertad, combatiendo, con una armonía indestructible, sus miedos, sus inquietudes, buscando el púrpura de la noche eterna, el clímax de su zigurat particular y, cuando parece alcanzarlo, una fuerza desconocida destruye su concentración y le arroja a la realidad. En una sola nota descendente toda la tristeza y el desencanto, toda la vejez y la enfermedad, todo el cansancio y el peso de la Historia, el reflejo de un millón de tardes de hastío en el agua clara, de despertares solitarios, de traiciones inesperadas, los dialectos del tiempo desvelados en una única nota inacabada, el tórrido e imparable camino hacia la muerte.

      Se deja caer al suelo entre sollozos, firmemente abrazada a su amante, sintiendo la náusea de la impotencia, víctima, una vez más, de su propia imperfección.

      MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer anclada en la moda de otro tiempo maquillándose ante un espejo de bolsillo. El espejo le dice que nunca fue bonita. Intenta borrar el paso del tiempo con varias capas de maquillaje apelmazado. Pero no es suficiente. Lleva un vestido rojo atardecer que se ciñe a sus caderas y a sus pechos _erguidos y voluptuosos en el pasado, que ahora se descuelgan como fruta podrida, lejos de la efervescencia de la juventud, avergonzados de su antigua lozanía_ y parece sonreírle a una copa de vino. Un gran escote en forma de uve muestra las manchas de la vejez y el sol. Brinda a la salud de Gregory Peck, bebe un largo trago y golpea el vaso contra la mesa; los posos del vino se quedan impregnados en el carmín y una saliva oleaginosa se desliza por la comisura de sus labios. Se dispone a ofrecer a la sociedad seis horas de su tiempo libre. El teléfono de la esperanza es un método como cualquier otro para combatir las espinas de la soledad; una forma más de fortificarse contra el fracaso. Medio borracha, con la mirada chispeante y sincera, se levanta y hace café. La cocina _demasiado grande para una sola persona_ refulge en una oscuridad tan sólo alterada por la llama del calentador. El silencio, esa ausencia de voces y ruido, parece sobrecogerla. Se sirve un café largo, le agrega un chorrito de anís casero y regresa junto al teléfono. En el cenicero, restos de carmín acunan a cinco cigarrillos consumidos. Termina un crucigrama sin demasiado interés _"sexta letra del alfabeto griego" ZETA_. Camina inquieta con sus zapatos de tacón, rehuyendo su imagen en el espejo, sintiendo un cansancio inexplicable, esperando. Regresa por el camino de la bebida y se sirve varias dosis. Un pensamiento obsceno, sacrílego atraviesa su cabeza: besar en la boca al hombre que, desde el crucifijo de bronce, preside la habitación, lamer la herida del costado y arrancarle el taparrabos, seducirlo, poseerlo en la plenitud de su calvario.

      _¿Esta mentira es la vida? ¿Esta falacia? ¿Por qué nos arrastramos como serpientes por un sendero plagado de aristas cortantes? ¿A dónde se fue mi buena estrella? _se lamenta en voz alta, con la cabeza fijada entre las manos.

Se acerca al teléfono negro y desea con todas sus fuerzas que alguien llame. Alguien con una historia triste y sórdida, no importa que sea hombre o mujer. Alguien que se desaga en llantos y necesite su apoyo, su conversación. Porque ella aconseja, escucha, orienta...es una brújula en un mar de confusión; un mar que, en realidad, también arremete contra ella.

      Cuando suena el teléfono contesta acariciando el gatillo de una pistola cargada que, tarde o temprano, tendrá que utilizar.

      MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer inclinada sobre una máquina de escribir. El flexo _un círculo de luz ambarina_ ilumina volutas de humo y ráfagas de palabras que, como por arte de magia, surgen de la nada, empujadas por unos dedos ágiles y huesudos, sin anillos, esculpidas para una absurda posteridad. Multitud de párrafos masacrados y frases ilegibles violan las cuartillas de papel reciclado, que se amontonan en la parte izquierda de la mesa y en la papelera de rejilla, convertidas en minúsculos satélites.

      Escribe: "Le sonríe maquinalmente, sin ganas, y a cambio recibe otro abrazo desconfiado. Ha cedido en sus pretensiones, en su pequeña rebelión. Porque las mujeres le temen al fórceps oxidado que todo hombre lleva dentro".

Escribe: "Los partos, el paso del tiempo y el desamor la convirtieron en una mujer anfibia, una mujer que indistintamente podía vivir en el ostracismo de una tierra baldía de sentimientos o sumergida en un doloroso mar de lágrimas y desdicha".

      Escribe: "Hombre y mujer están condenados a no entenderse, a desangrarse en la gélida bañera del amor. El sufrimiento de dos mundos opuestos abre el camino, un camino cuyo final siempre se hace solo y desnudo".

Remarca estas frases con un rotulador rojo y luego las estruja entre sus manos.

      Comenzó el relato preguntándose "¿qué hay tras las puertas cerradas?", pero únicamente escribe sobre el esfuerzo: el esfuerzo de una madre por recuperar a su hija fallecida; el esfuerzo de malvivir con un marido víctima del Alzheimer; el esfuerzo por superar el recuerdo de una madre cruel y despiadada; el esfuerzo por vencer la mediocridad; el esfuerzo por escapar de la soledad, el hastío de los que esperan. Escribe sobre los seres que mejor conoce: las mujeres. Y utiliza las cerraduras como nexo entre su imaginación y la realidad. Porque, ¿qué es real y qué no lo es? Alguien dijo: Hay Otros Mundos, pero están en mi Cabeza.

 

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