Miguel Delibes

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Viejas historias de Castilla la Vieja
El refugio
 

El campeonato

La perra

Viejas historias de castilla la Vieja

      Mi pueblo, visto de perfil, desde el camino que conduce a Molacegos del Trigo, flanqueado por los postes de la luz que bajan del páramo, queda casi oculto por la Cotarra de las Maricas. La  Cotarra de las Maricas es una lomilla de suave ondulación que, sin embargo, no parece tan suave a los agosteros que durante el verano acarrean los haces de trigo hasta las eras. Pues bien, a la espalda de la Cotarra de las Maricas, a cien metros escasos del camino de Molacegos del Trigo, fue apuñalada la joven Sisinia, de veintidós años, hija de Telesforo y la Heculana, una noche de julio allá por el año nueve. El asesino era un forastero que se trajo don Benjamín de tierras de Ávila para hacer el agosto y que, según dijeron luego, no andaba bien de la cabeza. Lo cierto es que, ya noche cerrada, el muchacho atajó a la Sisinia y se lo pidió, y, como la chica se lo negara, él trató de forzarla, y, como la chica se resistiera, él tiró de navaja y la cosió a puñaladas. Al día siguiente, en el lugar donde la tierra calcárea estaba empapada de sangre, don Justo del Espíritu Santo levantó una cruz de palo e improvisó una ceremonia, en la que congregó todo el pueblo con trajes domingueros, y los niños y las niñas vestidos de Primera Comunión. Don Justo del Espíritu Santo asistió revestido y, con voz tomada por la emoción, habló de la mártir Sisinia y de lo grato que era al Altísimo el sacrifico de la pureza. Al final, le brillaban los ojos y dijo que no descansaría hasta ver a la mártir Sisinia en las listas sagradas del Santoral.

         Un mes más tarde brotaron en torno a la cruz de palo unas florecitas moradas, y don Justo del Espíritu Santo atribuyó el hecho a inspiración divina, y cuando el Antonio le hizo ver que eran las quitameriendas que aparecen en las eras cuando finaliza el verano, se irritó con él y le llamó ateo y renegado. Y con estas cosas, el lugar empezó a atraer a las gentes, y todo el que necesitaba algo se llegaba a la cruz de palo y se lo pedía a la Sisinia, llamándola de tú y con la mayor confianza. En el pueblo se consideraba un don especial esto de contar en lo Alto con una intercesora natural de Rolliza del Arroyo, hija del Telesforo y de la Herculana. Y por el día, los vecinos la llevaban flores y por las noches le encendían candelitas de aceite metidas en fanales para que el matacabras no apagase la llama. Y lo cierto es que cada primavera las florecillas del campo familiares en la región _las margaritas, las malvas, las campanillas, los sonidos, las amapolas_ se apretaban en torno a la cruz como buscando amparo, y don Justo del Espíritu Santo se obstinaba en buscar un significado a cada una, y así decía que las margaritas, que eran blancas, simbolizaban la pureza de Sisinia, las amapolas, que eran rojas, simbolizaban el sacrificio cruento de la Sisinia, las malvas, que eran malvas, simbolizaban la muerte de la Sisinia, pero al llegar a los sonidos, que eran amarillos, el cura siempre se atascaba, hasta que una vez, sin duda inspirado por la mártir, don Justo del Espíritu Santo afirmó que los sonidos, que eran amarillos, simbolizaban el oro a que la Sisinia renunció antes que permitir ser mancillada. En el pueblo dudábamos mucho que el gañán abulense le ofreciese oro a la Sisinia e incluso estábamos persuadidos de que el muchacho era un pobre perturbado, que no tenía donde caerse muerto, pero don Justo del Espíritu Santo puso tanta unción en las palabras, un ardor tan violento y tan desusado, que la cosa se admitió sin la menor objeción. Aquel mismo año, aprovechando las solemnidades de la Cuaresma, don Justo del Espíritu Santo creó una Junta de Beatificación de la mártir Sisinia, a la que se adhirió todo el pueblo, a excepción de don Armando y el tío Tadeo, y empezó a editar una hojita, en la que se especificaban los milagros y las gracias dispensadas por la muchacha a sus favorecedores.

       Don Justo del Espíritu Santo publicaba trimestralmente la hojita de loor de la mártir Sisinia, y en ella dejaba constancia de los favores recibidos. Y un buen día, la tía Zenona agregaba en ella que careciendo de dinero para retejar el palomar acudió a la mártir Sisinia y al día siguiente cobró tres años de atrasos de la renta de una tierra, que aunque menguada _un queso de oveja y seis celemines de trigo_ le bastaron para adquirir la docena de tejas que el palomar requería. Otro día, era el Ponciano quien, necesitando un tornillo para el arado, halló uno en el pajero que, aunque herrumbroso y torcido, pudo ser dispuesto por el herrero para cumplir su misión.  Dicha gracia la alcanzó igualmente el Ponciano después de encomendar el caso a la mártir Sisinia. En otra ocasión fue la tía Marcelina, quien después de pasar una noche con molestias gástricas, imploró de la mártir Sisinia su restablecimiento, y de madrugada vomitó verde y con el vómito desapareció el mal. Aún recuerdo que en la hojita del último trimestre del año once, el Antonio agradecía a la mártir Sisinia su intercesión para encontrar una perdiz alicorta que se le amonó entre las jaras, arriba en Lahoces, una mañana que salió al campo sin la Chinda, un perdiguero de Burgos que por entonces andaba con el moquillo. Todas estas gracias significaban que la joven Sisinia, mártir de la pureza, velaba desde arriba por sus convecinos y ellos correspondían enviando al párroco un donativo de diez céntimos, y en casos especiales, de un real para cooperar a su beatificación. Mas don Justo del Espíritu Santo suplicaba al Señor  que mostrase su predilección por la mártir Sisinia, autorizándola a hacer un milagro grande, un milagro sonado, que trascendiese de la esfera local.

     Y un día de diciembre, allá por el año doce, don Justo del Espíritu santo recibió desde Ávila un donativo de veinticinco pesetas de una señora desconocida para cooperar a la exaltación a los altares de la mártir Sisinia, a quien debía una gracia muy especial. Como quiera que el asesino de la Sisinia fuera también abulense, don Justo del Espíritu Santo estableció entre ambos hechos una correlación y en la confianza de que se tratase del tan esperado milagro, el cura marchó a Ávila y regresó tres días más tarde un tanto perplejo. Los feligreses le asediaban a preguntas, y, al fin, don Justo del Espíritu santo explicó que doña María garrido tenía un loro de Guinea que enmudeció tres meses atrás  y después de ser desahuciado por los veterinarios y otorrinolaringólogos de la ciudad, el animal recobró el habla tras encomendarle doña María a la mártir Sisinia. No obstante fracasar en su objetivo esencial, el viaje de don Justo del Espíritu Santo le enriqueció interiormente, ya que a partir de entonces raro fue el sermón en que el párroco no apelara a la imagen de las murallas de Ávila para dar plasticidad a una idea. Así, unas murallas como las de Ávila debían preservar las almas de sus feligreses contra los embates de la lujuria. El paraíso estaba cercado por unas murallas tan sólidas como las de Ávila, y con cada buena obra los hombres añadían un pedazo a la escala que les serviría para expugnar un día la fortaleza. La pureza, al igual que las demás virtudes, debía celarse como Ávila cela sus tesoros, tras una muralla de piedra, de forma que su brillo no trascienda al exterior. Fue a partir de entonces cuando, en mi pueblo, para aludir a algo alto, algo fuerte o algo importante, empezó a decirse: "Más alto que las murallas de Ávila", o "más importante que las murallas de Ávila", aunque por supuesto ninguno, fuera del párroco y del gañán que asesinara a la Sisinia, estuvimos nunca en aquella capital.

        Cada verano, los nublados se cernían sobre la llanura, y mientras el cielo y los campos se apagaban lo mismo que si llegara la noche, los cerros resplandecían a lo lejos como si fueran de plata. Aún recuerdo el ulular del viento en el soto, su rumor solemne y desolado como un mal presagio que inducía a las viejas a persignarse y exclamar: "Jesús, alguien se ha ahorcado". Pero antes de estancarse la nube sobre el pueblo , cuando más arreciaba el vendaval, los vencejos se elevaban sobre el firmamento hasta  casi diluirse y después picaban chirriando sobre la torre de la iglesia como demonios negros.

               El año de la Gran Guerra, cuando yo partí, se contaron en mi pueblo, de Virgen a Virgen, hasta veintiséis tormentas. En esos casos el alto cielo se poblaba de nubes cárdenas, aceradas en los bordes y, al chocar unas con otras, ocasionaban horrísonas descargas sobre la vieja iglesia o sobre los chopos cercanos.

              Tan pronto sonaba el primer retumbo del trueno, la tía Marcelina iniciaba el rezo del trisagio, pero antes encendía a Santa Bárbara la vela del Monumento, en cuyo extremo inferior constaba su nombre en rojo _Marcelina Yáñez_, que ella grababa con un alfiler de cabeza negra, pasando después cuidadosamente por las muecas un pellizco de pimentón. Y al comenzar el trisagio, la tía  Marcelina, tal vez para acrecentar su recogimiento, ponía los ojos en blanco y decía: "Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal". Y nosotros repetíamos: "Líbranos Señor de todo mal". En los cristales repiqueteaba la piedra y por las juntas de las puertas penetraba el vaho de la greda húmeda. De vez en cuando sonaba algún trueno más potente y al Coqui, el perro de regreso de Pozal de la Culebra, donde había ido, se le erizaban los pelos del espinazo y la tía Marcelina interrumpía el trisagio, se volvía a la estampa de Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con jabón y agua bendita", y, acto seguido, reanudaba el trisagio: "Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal", y nosotros respondíamos al unísono: "Líbranos Señor de todo mal".

                   Una vez, el nublado sorprendió a Padre del regreso de Pozal de la Culebra, donde había ido, en la mula ciega, a por pernalas para el trillo. Y como dicen que la piel de los animales atrae la exhalaciones, todos en casa, empezando por Madre, andábamos intranquilos. Únicamente la tía Marcelina parecía conservar la serenidad, y así como si la cosa no fuese con ella, prendió la vela a Santa Bárbara e inició el trisagio  sin otras explicaciones. Pero, de pronto, chascó, muy próximo, el trallazo del rayo y no sé si por la trepidación o qué, la vela cayó de la repisa y se apagó. La tía Marcelina se llevó las manos a los ojos, después se santiguó y dijo, pálida como una difunta: "Al Isidoro le ha matado el rayo en el alcor; acabo de verlo". Isidoro era mi padre, y la Madre se puso loca, y como en esos casos, según es sabido, lo mejor son los golpes, entre las Mellizas y yo empezamos a propinarle sopapos sin duelo. De repente, en medio del barullo, se presentó Padre, el pelo chamuscado, los ojos atónitos, el collarón de la mula en una mano y el saco de pernalas en la otra. Las piernas le temblaban como ramas verdes, y sólo dijo: "No sé si estoy muerto o vivo", y se sentó pesadamente sobre el banco del zaguán.

                Una vez que la nube pasó y sobre lo tesos de poniente se tendió el arco iris, me llegué con los mozos del pueblo a los chopos que dicen de los Enamorados, y allí, al pie, estaba muerta la mula, con el pelo renegrido y mate, como mojado. Y el Olimpo, que todo lo sabía, dijo:" La silla le ha salvado". Pero la tía Marcelina porfió que no era la silla, sino la vela, y aunque era un cabo muy pequeño, donde apenas se leía ya en las letras del pimentón :Marcelina Yáñez", la colocó como una reliquia sobre la cómoda, entre el abejaruco disecado y la culebra de muelles.

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 El refugio

      Vibraba la guerra en el cielo y en la tierra entonces, y en la pequeña ciudad todo el mundo se alborotaba si sonaban las sirenas o si el zumbido de los aviones se dejaba sentir. muy alto, por encima de los tejados. Era la guerra y la vida humana, en aquel entonces, andaba baja de cotización y se tenía en muy poco aprecio, y tampoco preguntaba nadie, por aquel entonces, si en la ciudad había o no objetivos militares, o si era un centro industrioso o un nudo importante de comunicaciones. Esas cosas no importaban demasiado para que vinieran sobre la ciudad los aviones, y con ellos, la guerra, y con la guerra la muerte. Y las sirenas de las fábricas y las campanas de las torres se volvían locas ululando o tañendo hasta que los aviones soltaban su mortífera carga y los estampidos de las bombas borraban el rastro de las sirenas y de las campanas del ambiente y la metralla abría entonces oquedades en la uniforme arquitectura de la de la ciudad.

      A mí, a pesar de que el Sargentón me miraba fijamente a los ojos cuando en el refugio se decían aquellas cosas atroces de los emboscados y de las madres que quitaban a sus hijos la voluntad de ir a la guerra, no me producía frío ni calor porque  sólo tenía trece años y sé que a esa edad no existe ley, ni fuerza moral alguna que fuerce a uno a ir a la guerra y sé que en la guerra un muchacho de mi edad estorba más que otra cosa. Por todo ello no me importaba que el Sargentón me mirase, y me enviara su odio cuidadosamente envuelto en su mirada; ni que me refrotase por las narices que tenía un hijo en Infantería, otro enrolado en un torpedero y el más pequeño en carros de asalto; ni cuando añadía que si su marido no hubiera muerto andaría también en la guerra, porque no era lícito ni moral que unos pocos ganaran la guerra para que otros muchos se beneficiaran de ello. Yo no podía hacer nada por sus hijos y por eso me callaba; y no me daba por aludido porque yo tampoco pretendía beneficiarme de la guerra. Pero sentía un respiro cuando el Cigüeña, el guardia que vigilaba la circulación en la esquina, se acercaba a mí con sus patitas de alambre estremeciéndose de miedo y su ojo izquierdo velado por una nube y me decía, con un vago aire de infalibilidad, apuntando con un dedo al techo y ladeando la pequeña cabeza: «Ésa ha caído en la estación», o bien: «Ahora tiran las ametralladoras de la Catedral; ahí tengo yo un amigo», o bien: «Ese maldito no lleva frío; ya le han tocado». Pero quien debía llevar frío era él, porque no cesaba de tiritar desde que comenzaba la alarma hasta que terminaba.

      A veces me regocijaba ver temblar como a un azogado al Cigüeña, allí a mi lado, con las veces que él me hacía temblar a mí por jugar al fútbol en el parque, o correr en bicicleta sin matrícula o, lisa y simplemente, por llamarle a voces tío Cigüeña y Patas de alambre.

      Sí, yo creo que allí entre toda aquella gente rara y con la muerte rondando la ciudad, se me acrecían los malos sentimientos y me volvía yo un poco raro también. A la misma Sargentón la odiaba cuando se irritaba con cualquiera de nosotros y la tomaba asco y luego, por otro lado, me daba mucha pena si cansada de tirar pullas y de provocar a todo el mundo se sentaba ella sola en un rincón, sobre un ataúd de tercera, y pensaba en los suyos y en las penalidades y sufrimientos de los suyos. y lo hacía en seco, sin llorar. Si hubiera llorado, yo hubiera vuelto a tomarla asco y a odiarla. Por eso digo que todo el mundo se volvía un poco raro y contradictorio en aquel agujero.

      En contra de lo que ocurría a muchos, que  consideraban  nuestra situación como un mal présagio, a mí no me importaba que el sótano estuviera lleno de ataúdes y no pudiera uno dar un paso sin toparse de bruces con ellos. Eran filas iterminables de ataúdes, unos blancos, otros negros y otros de color caoba  reluciente. A mí, la verdad, me era lo mismo estar  entre ataúdes que entre canastillas de recién nacido. Tan insustituibles me parecían unos como otras y me desconcertaba por eso la criada del principal que durante toda la alarma no cesaba de llorar y de gritar que por favor la quitasen "aquellas cosas de encima" , como si aquello fuese tan fácil y  ella no abonase a Ultratumba, S.A., una módica prima anual para tener asegurado su ataúd el día que la díñase.

      En cambio a don Serafín, el empresario de Pompas Fúnebres, le complacía que viésemos de cerca el género y que la vecindad de los aviones nos animase a pensar en la muerte y sobre la conveniencia de conservar incorruptos nuestros restos durante una temporada. Lo único que le mortificaba era la posibilidad de que los ataúdes sufrieran deterioro con las aglomeraciones y con los nervios. Decía:

      _Don Matías, no le importará tener los pies quietecitos, ¿no es cierto? Es un barniz muy delicado éste.

      O bien:

      _La misma seguridad tienen ustedes aquí que allá. ¿Quieren correrse un poquito?

      También bajaba al refugio un catedrático de la Universidad, de lacios bigotes blancos y ojos adormecidos, que, con la guerra, andaba siempre de vacaciones. Solía sentarse sobre un féretro de caoba con herrajes de oro, y le decía a don Serafín, no sé si por broma:

      _Éste es el mío, no lo olvides. Lo tengo pedido desde hace meses, y tú te has comprometido a reservármelo.

      Y daba golpecitos con un dedo, y como con cierta ansiedad, en la cubierta de la caja, y la ancha cara de don Serafín  se abría en una oscura sonrisa.

      _Es caro _advertía y el catedrático de la Universidad decía:

      _No importa; lo caro, a la larga, es barato.

      Y la criada del principal hacía unos gestos patéticos y les rogaba, con lágrimas en los ojos, pero sin abrirlos, que no hablasen de aquellas cosas horribles, porque Dios les iba a castigar.

      Y la ametralladora de San Vicente, que era la más próxima, hacía de cuando en cuando: «Ta_ca_tá, ta_ca_tá, ta_ca_tá». y el tableteo cercano dejaba a todos en suspenso, porque barruntaban que era un duelo a muerte el que se libraba fuera y que era posible que cualquiera de los contrincantes tuviera necesidad de utilizar el género de don Serafín al final.

      Las calles permanecían desiertas durante los bombardeos, y las ametralladoras, montadas en las torres y azoteas más altas de la ciudad, disparaban un poco a tontas y a locas y los tres cañones que el Regimiento de Artillería había empotrado en unos profundos hoyos, en las afueras, vomitaban fuego también, pero habían de esperar a que los aviones rondasen su radio de acción, porque carecían casi totalmente de movilidad, aunque muchas veces disparaban sin ver a los aviones con la vaga esperanza de ahuyentarlos. Y había un vecino en mi casa, en el tercero, que era muy hábil cazador, y  los primeros días hacía fuego también desde las ventanas, con su escopeta de dos cañones. Luego, aquello pasó de la fase de improvisación, y a los soldados espontáneos, como mi vecino, no les dejaban tirar. Y él se consumía en la pasividad del refugio, porque entendía que los que manejaban las armas antiaéreas eran unos ignorantes y los aviones podían cometer sus desaguisados sin riesgos de ninguna clase.

        En alguna ocasión bajaba también al refugio don Ladis, que tenía una tienda de ultramarinos, en la calle de Espería, afluente de la nuestra, y no hacía más que escupir y mascullar palabrotas. Tenía unas anacrónicas barbitas de chivo, y  a mi madre le gustaba poco por las barbas, porque decía que en un establecimiento de comestibles las barbas  hacen sucio. A don Ladis le llevaban los demonios de ver a su dependiente amartelado en un rincón con una joven que cuidaba a una anciana del segundo. El dependiente decía en guasa que la chica era su refugio, y si hablaban lo hacían en cuchicheos, y cuando sonaba un estampido próximo, la muchacha se tapaba el rostro con las manos y el dependiente le pasaba el brazo por los hombros en ademán protector.

      Un día, el Sargentón se encaró con don Ladis y le dijo:    

      _La culpa es de ustedes, los que tienen negocios. La ciudad debería tener ya un avión para su defensa. Pero no lo tiene porque usted y los judíos como usted se obstinan en seguir amarrados a su dinero.

      Y era verdad que la ciudad tenía abierta una suscripción entre el vecindario para adquirir un avión para su defensa. y todos sabíamos, porque el diario publicaba las listas de donantes, que don Ladis había entregado quinientas pesetas para este fin. Por eso nos interesó lo que diría don Ladis al Sargentón. Y lo que le dijo fue:

      _¿Nadie le ha dicho que es usted una enredadora y una asquerosa, doña Constantina?

      Todo esto era también una rareza. Dicen que el peligro crea un vínculo de solidaridad. Allí, en el refugio, nos llevábamos todos como el perro y el gato. Yo creo que el miedo engendra otros muchos efectos además del de la solidaridad.

      Me acuerdo bien del día en que el Sargentón le dijo a don Serafín, el empresario de Pompas Fúnebres, que él veía con buenos ojos la guerra porque hacía prosperar su negocio. Precisamente aquel día habían almacenado en el sótano unas cajitas para restos, muy remataditas y pulcras, idénticas a la que don Serafín prometió a mi hermanita Cristeta, años antes, si era buena, para que jugase a los entierros con los muñecos. A mi hermana Cristeta y a mí nos tenía embelesados aquella cajita tan barnizada del escaparate que era igual que las grandes, sólo que en pequeño. Por eso don Serafín se la prometió a mi hermanita si era buena. Pero Cristeta se esmeró en ser buena una semana y don Serafín no volvió a acordarse de su promesa. Tal vez por eso aquella mañana no me importó que el Sargentón dijese a don Serafín aquella cosa tremenda de que no veía con malos ojos la guerra porque ella hacía prosperar su negocio.

      Don Serafín dijo:

      _¡Por amor de Dios, no sea usted insensata, doña Constantina! Mi negocio es de los que no pasan de moda.

      Y don Ladis, el ultramarinero, se echó a reír. Creo que don Ladis aborrecía a don Serafín, por la sencilla razón de que los muertos no necesitan ultramarinos. Don Serafín se encaró con él:

      _Cree el ladrón que todos son de su condición _dijo. Don Ladis le tiró una puñada, y el catedrático de la Universidad se interpuso. Hubo de intervenir el Cigüeña) que era la autoridad, porque  don Serafín exigía que encerrase al Sargentón y don Ladis, a su vez, que encerrase a don Serafín. En el corro sólo se oía hablar de la cárcel, y entonces el dependiente de don Ladis pasó el brazo por los hombros de la muchachita del segundo, a pesar de que no había sonado ninguna explosión próxima, ni la chica, en apariencia, se sintiese atemorizada.

      De repente, la sirvienta del principal se quedó quieta, escuchando unos momentos. Luego se secó, apresuradamente, dos lágrimas con la punta de su delantal, y chilló:

      _iHa terminado la alarma! ¡Ha terminado la alarma! y se reía como una tonta. En el corro se hizo un silencio y todos se miraron entre sí, como si acabaran de reconocer_ se. Luego fueron saliendo del refugio uno a uno.

      Yo iba detrás de don Serafín, y le dije:

      _¿Recuerda usted la cajita que prometió a mi hermana Cristeta si se comportaba bien?

      Él volvió la cabeza y se echó a reír. Dijo:

      _Pobre Cristeta; iqué bonita era!

       Fuera brillaba el sol con tanta fuerza que lastimaba los ojos.

 

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El campeonato

      Fue su oportunidad y la perdieron, y los ingleses quedaron, de buenas a primeras, fuera de combate. El hecho era insólito y humillante. Ellos eran los maestros, y, de repente, llega un discípulo y ¡zas!, echa a rodar su historia, y su experiencia, y su maestría, y su técnica, y todas sus viejas glorias. Y lo que Juan decía, mientras daba vuelta al botón para amplificar la voz de la radio:

      _Los ingleses estarán que muerden.

      Y la radio dijo: «Zarra es sujetado por el portero uruguayo. El árbitro no lo ve. El balón sale fuera ... ».

      Juan aspi una fumada y soltó una gruesa palabrota, aureolada de humo. Luego dijo:

      _Los uruguayos son unos brutos. Siempre lo han sido. No sé por qué hemos de extrañamos ahora.

      Eran las siete y cuarto de la tarde y hacía calor. La atmósfera de la estancia estaba espesa y viciada. Olía a cuerpos sucios y confundidos. En un rincón había un catre y, recostada en el catre, una muchacha rubia, escuálida, pintarrajeada y aburrida. Al alcance de la mano, sobre un pequeño velador, tenía un vaso, mediado, de un líquido consistente y oscuro. A sus pies dormitaba una tripuda y perezosa gata negra.

      La radio dijo: «¡Gol! ¡Gol! ¡El extremo derecha uruguayo ha marcado el primer gol! ¡El gol estimula a nuestros muchachos!»...

     Juan profirió otra palabrota y afirmó:

     _Los ingleses se frotarán las manos de gusto.

     La muchacha rubia y pintarrajeada se incorporó y se estiró.

      Al hacerlo, se le marcaron bajo la piel los huesos de los brazos y los de los hombros. Acarició la nuca de Juan.

    _¿No vienes un rato? _dijo.

    La radio clamó: «¡Gol de Basora! ¡Gol de España! ¡Basora, de cabeza, acaba de conseguir el empate rematando un pase de Gaínza!».

   Juan empalideció y encendió otro pitillo. Dijo:

   _Buen jarro de agua fría para los ingleses _y sonrió imperceptiblemente.

   La muchacha rubia y pintarrajeada volvió a estirarse. Luego bebió un sorbo de! vaso del velador. La gata ronroneó y la muchacha le atusó el lomo suavemente.

    _Este animal está para dar a luz de un momento a otro _dijo.

    La radio estal: «¡Gol! ¡Otro gol formidable de Basora, señores! ¡España, dos; Uruguay, uno!».

    Juan juró entre dientes. Se remangó la camisa. Tenía la carne de gallina. Dijo para su capote:

    _Habrá que oír a los ingleses, ahora. Y esos zánganos de uruguayos, ¿qué se creían? ¿Que éramos como Bolivia?

    La muchacha rubia y pintarrajeada rascó a la gata entre las orejas y suspiró.

    _¿Te asusta a ti dar a luz, cariñito? _dijo.

    La voz monótona del receptor creaba en la estancia viciada un clima de somnolencia. La muchacha se tumbó en el di­ván y se adormeció. La despertó la voz exaltada, estentórea, del locutor:

    Gol, señores! ¡Varela, desde medio campo, acaba de conseguir.el segundo gol uruguayo! ¡España, dos; Uruguay, dos!

      Juan encendió otro pitillo. Le temblaba la mano al hacerlo.

      _Si lo siento _dijo_ es por la alegría que van a tener los ingleses.

    La muchacha volvió a incorporarse y apuró el contenido del vaso de un trago.

    _Yo me voy, Juan. ¿ Vienes?

    Aguarda!

    _¿A qué?

    _Un empate no es un mal resultado. Los uruguayos son gente _dijo Juan para sí.

    La radio tronó: «jEl árbitro señala el final del encuentro, señores! ¡España, dos;" Uruguay, dos!».

    Juan apagó e! receptor y se puso en pie.

    _Hemos empatado _dijo.

    _¿Yeso es malo?

    _¡Pché! _dijo Juan.

    Bajaron juntos la escalera. En la esquina había un bar.

     Juan empujó a la muchacha y entraron. Un hombretón en mangas de camisa despachaba vasos de vino. En las mesas se hablaba de fútbol. Juan dijo:

    _Dos blancos, Simón.

    Simón era el hombrón que despachaba en mangas de camisa. Tenía los gruesos brazos sin una brizna de vello, tan pulidos como el mármol de las mesas. Y las manos ásperas pesadas y rojas.

     _¡Qué loco está el mundo! _dijo Simón_. En todas partes no se habla más que de fútbol. ¿Y qué nos da el fútbol?

     _Hemos empatado _afirmó Juan, con un leve temblor de júbilo.

    Simón se excitó:

    _Total, ¿qué? Como antes de empezar a jugar, ¿no es esor

    _Eso.

    _Y para eso veinticinco millones de españoles escuchando la radio toda la tarde como embobados. Cincuenta millones de horas desperdiciadas. ¿ Sabe usted lo que puede hacerse con cincuenta millones de horas de trabajo?

    _Muchas cosas _dijo Juan.

    La muchacha rubia y pintarrajeada se impacientó:

    _Vamos, Juan.

    Simón dijo:

    _Eso. Muchas cosas. Por ejemplo, plantar cien millones de árboles. ¿Le parece a usted poco?

    Juan inquirió:

    _¿Ha plantado usted un árbol?

    La muchacha rubia y pintarrajeada intervino:

    _¿Sabes, Juan, que la gata está para dar a luz?

    _Otros dos blancos _pidió Juan.

    Luego siguieron bebiendo.d.a taberna estaba llena de gente y todos sudaban. Juan experimentaba una agradable excitación en su sangre y en sus nervios, una excitación que crecía de vaso en vaso. A las nueve salieron. La muchacha dijo:

    _Ese hombre es un mal educado. Se refería a Simón.

    A Juan le bailaba en los labios una sonrisita boba.

    _Estoy pensando en lo que dirán los ingleses a estas horas _dijo.

      Y la gente pasaba a su lado con cara de Pascuas, como si a cada uno le hubiera tocado el «gordo» de la lotería. La muchacha rubia y pintarrajeada se puso a pensar que veinticinco millones de españoles eran muchos españoles, y cincuenta millones de horas eran muchas horas, y que cien millones de árboles eran una barbaridad de árboles. Y luego pensó que el vino blanco de Simón se le estaba subiendo a la cabeza.

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La perra

     Caía el sol, demasiado luminoso para una mañana de octubre, y el hombre bajo y mísero se acomodó bajo la insuficiente sombra del chaparro. Dos pasos más allá, un hombre enjuto, con el cuello fruncido por una enorme cicatriz, bebió ávidamente de la bota que acababa de tenderle el otro. Al concluir, se pasó el envés de la mano derecha por los labios y miró, guiñando levemente los ojos, a lo lejos. La ladera se desplomaba en cárcavas profundas hasta el cauce del río, que rebrillaba al fondo entre dos hileras de chopos moribundos. En el suelo, yacían las mohosas escopetas, sistema Laffosete, y las cananas, de una de las cuales pendía desmayadamente una perdiz. A su lado, jadeando, estaba la perra, un animal de pelaje castaño y mirada taciturna que, en un movimiento inoportuno, exhibió unas ubres excesivamente distendidas. El hombre de la cicatriz, a quien le dolía en los riñones la aspereza de la ladera, se volvió calmosamente y fijó sus ojos en el animal.

       _Le pesan los años _dijo_. ¿ Qué hiciste de los cachorros? La perra olisqueó ansiosamente la perdiz y dos plumas ingrávidas se alzaron en el viento. Una de las escopetas tenía mellada la boca del tubo izquierdo. Los pantalones del hombre bajo y sero, deshilachados en los bajos, estaban parcheados en las rodillas. El hombre bajo y mísero alargó una pobre mano deformada y acarició al animal insistentemente entre las orejas. La perra interrumpió el jadeo, cerró la boca y miró al amo con ojos inteligentes:

       _No es vieja _respondió_; los partos la avejentan. Esta vez echó siete y sólo le dejé dos. La Loy no es vieja. Los otros cinco los arrojé al río.

       _¿No tenían casta? _demandó el hombre de la cicatriz, sentándose trabajosamente al sol luminoso de la mañana.

       _Bueno _dijo el otro_; yo quería el pointer de Leo pero ella los saca siempre del Tigre, ese cochino perro pastor. No me gusta hacerlo pero tuve que arrojar al agua cinco cachorros.

       _Le pesan los años _insistió el hombre de la cicatriz, a quien la ladera le pesaba en la espalda agobiadoramente_. Ha perdido los vientos.

     El hombre bajo y mísero levantó la húmeda mirada de los ojos del animal y la posó desafiadoramente en los ojos del otro.

    _Tú la viste trabajar, no debes decir eso. En el pueblo no hay una perra como la Loy. La Loy es un animal inteligente y laborioso. Tú la viste trabajar y no debes decir eso.

    El hombre de la cicatriz señaló con un dedo la flácida perdiz. No se oía sino el rumor del leve viento enroscándose entre las leves ramas del chaparro.

       _Su trabajo ha sido eso. Yo no disparé en toda la mañana.

       Su trabajo es sólo eso.

       El hombre bajo y mísero pretendió ser irónico. Dijo:

     _La Loy aún no sabe poner perdices donde no las hay. Es demasiado vieja o demasiado joven para eso .

     El hombre de la cicatriz trató en vano de introducir la cabeza en la sombra del chaparro. Añadió:

     _No puedo olvidar la perrita de Demetrio. Al hablar de perros perdigueros siempre me se viene a las mientes la perrita de Demetrio. Si yo tuviese un perro que se alargara, lo ahorcaría. No puedo soportarlo.

    El hombre bajo y mísero, que bebía en ese momento de la bota, se atragantó. Un hilo rojizo le escurrió por la barbilla y cayó sobre su pechera. El hombre no hizo caso.

   _Mi perra no se va _dijo irritado_. ¿Sabes qué dice don Feliciano cada vez que sale al campo con ella? Dice: «Puedes estar satisfecho: a ese animal sólo le falta hablar». Eso dice don Feliciano y me parece que no es un cualquiera.

   La perra observaba a su amo indulgentemente. Abajo, del otro lado del río, por encima de los sauces, se erguía un campanario. Tembló una racha de viento cálido entre los chaparros. El hombre de la cicatriz en el cuello entrecruzó los dedos pacientemente.

      _La perra de Demetrio cazaba siempre a la vera de uno _dijo_. Si se ponía de muestra y meneaba la cola, podía uno desconfiar, pero si se quedaba firme como un palo tenía pieza segura. Y no se impacientaba, no señor. Aguardaba el tiempo preciso. Era tuerta, pero con el ojo sano estaba a la pieza y al cazador. Uno había de decirla «Vamos» para que se arrancara. Siempre cazaba a la vera de uno.

     El hombre bajo y deforme adoptó una actitud ensimismada.

No oía el rumor de la voz oscura del otro. Pensó: «No acertaría a vivir sin este animal». Disponían de habitación común, sin otra compañía, se había hecho a los hábitos y querencias del animal. Hasta le disculpaba que le diese hijos del Tigre en vez del pointer de Leo. Cada noche se dormía sobre el jergón contemplando el bulto paciente que componía el animal enroscado en el suelo. Dijo como para sí:

 _Me cobra las perdices alicortas sin más que mirarme a la cara. El año pasado me sacó un pato del río en el mes de diciembre. Jamás se enoja si yo no mato. Ella comprende que unos días uno mata y otros no mata. La perdiz malcrió este año y la Loy no puede evitarlo. Ella se afana aunque sabe que es inútil. Y, puestos a ver, ¿no se tumba la perra de Demetrio a la bartola cuando ve que no hay nada que hacer?

 El hombre de la cicatriz se incorporó laboriosamente, tomó con calma la canana del suelo y se ciñó la cintura con ella. Asomaban los culatines de los cartuchos extrañamente remendados con papeles de fumar. Dijo resignadamente:

 _Hubo un tiempo en que uno podía vivir de la caza. Hoy no vive la caza ni vive uno. Las liebres encaman como lirones, y sin un perro con vientos no hay manera de levantadas.

 El pueblo se hallaba abajo, en torno al campanario. Aún los chopos se revestían de una hoja amarilla y decadente. Sin embargo, el sol era demasiado luminoso para un día de octubre. El hombre bajo y mísero se puso en pie y la perra le imitó olisqueándole los talones. Dijo el hombre bajo y mísero, que comenzaba a odiar al hombre de la blanca cicatriz, tomando la escopeta del cañón mellado:

   _Faltan perdices. Vientos no le faltan a la perra.

   Respondió el hombre enjuto mirando con cierto temor la inmensidad inhóspita de la ladera:

 _Si las perdices oliesen como tus pies, yo no necesitaría perro para cazadas.

 Ahora caminaban en silencio, pacientemente, con un espacio de treinta metros entre ambos. El hombre bajo y mísero seguía la línea alta de la ladera. Marchaba en silencio y, de cuando en cuando, sus labios emitían un leve silbido. La perra, al oído, volvía la cabeza y le miraba. Él miraba también a la perra y había en los dos pares de ojos una piadosa y recíproca comprensión. «Ha perdido los vientos, ha perdido los vientos ...¿Va ella a sacar perdices donde no las hay?», se dijo, y miró abajo a la silueta delgada, con la bota bamboleante a la cintura, que se desplazaba penosamente por el arduo desnivel. El hombre bajo andaba lentamente, pisando los brezos, introduciendo los tubos de la escopeta entre las jaras, sin dejar un matojo por registrar. De cuando en cuando silbaba suavemente. Las ubres distendidas de la perra producían una dolorosa impresión de agotamiento. Sólo quebraba la paz de la mañana un jadeo agobiador. Abajo, ciñendo el campanario, se diseminaba el pueblo con sus modestas casas de adobe aplastadas contra la tierra. El río brillaba entre los chopos.

  La liebre se arrancó de los pies del hombre bajo y mísero sin que la perra denotase la menor impaciencia. Mientras el hombre bajo y mísero se armaba pensó que deseaba que el hombre de la cicatriz no se hubiese percatado de la omisión de la Loy. La liebre no tenía escape y el hombre bajo y mísero la encañonaba alevosamente. Fue entonces cuando la perra se interpuso. El ojo abierto del hombre bajo y mísero topó con el cráneo de la Loy en la misma línea de fuga de la liebre.

  Pensó no disparar pero el hombre de la cicatriz voceaba aspaventosamente desde media ladera. Juró por lo bajo. El hombre bajo y mísero sabía que la perra estaba incurriendo en un lamentable error. Y cuando disparó, lo hizo a conciencia de que la liebre y la perra eran en ese instante un mismo blanco, (y por no agraviar al hombre de la cicatriz.) El estampido rodó ladera abajo hasta el pueblo, y antes de que se extinguiese, el hombre bajo y mísero oyó los aullidos de la perra a pocos pasos de él. No le sorprendió ver al animal tendido, con la cabeza ensangrentada, moviendo convulsivamente las patas traseras. La liebre yacía inmóvil, junto a un brezo, cuatro metros más allá. El hombre bajo se aproximó y acarició resignadamente con su pobre mano deformada el lomo de la perra. Le sobresaltó oír la voz del hombre de la cicatriz a su lado.

    _Le pesaban los años; mejor ha sido así _dijo.

  El hombre bajo y mísero pensaba en los dos cachorros que aguardaban junto al hogar. Luego, cuando la perra cesó de moverse, levantó lentamente los ojos, buscando los de su compañero, y sin cesar en sus caricias dijo:

   _¿Viste qué muestra me hizo?

 El hombre de la cicatriz, con el rostro vuelto a un cielo demasiado luminoso, bebía de la bota. Al concluir se limpió los labios con el envés de la mano, recogió la liebre y le apretó los riñones para que orinase. Dijo a continuación, calmosamente, a conciencia de que lastimaba al hombre bajo y mísero:

   _Yo iba a lo mío; no vi nada. Yo iba a lo mío.

 El hombre bajo y mísero cerró los ojos, deslumbrado por los destellos del río o tal vez aplanado por la presencia de la perra muerta. Dijo, sin advertir que mentía:

 _El animal aguardó a que yo me pusiera a orilla suya. Tan rígida estaba haciendo la muestra que hubiera podido sentarme en ella. ¿Oyes? No me senté en ella porque no me dio la gana. Yo le dije: «Vamos». Y entonces la Loy se arrancó. ¿ Oyes bien? El animalito no se arrancó en tanto yo no le dije: «Vamos». Yo me recordaba de lo que tú me decías hace un momento sobre la perra de Demetrio.

  _Andando _dijo el otro distraídamente_. Aún se puede arreglar la mañana.

  El sol andaba en lo alto demasiado vivo y el río espejeaba en la hondonada entre dos hileras de rígidos chopos.

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