Ramón de Mesonero Romanos

Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid en 1820 y 1821:

-Marzo. Puerta del Sol

-Mayo. San Isidro

 

Memorias de un setentón

Marzo. Puerta del Sol

Mucho y muy bueno había yo oído hablar de este curioso sitio al cura y al escribano de mi lugar, que son los únicos que desde que se fundó se han alejado de él la inmensa distancia de 42 leguas que hay hasta llegar a esta gran corte, y eso, no por gana de ver mundo, sino por precisión; porque el primero vino a hacer la rueda del pavo a un gran señorón, que en premio de sus buenos servicios, le recompensó con aquel curato; y por lo que hace al escribano, también vino obligado a Madrid a lucirlo delante de los señores del nunca bien ponderado Consejo de Castilla (q. e. p. d. ) que ya se sabe que eran los únicos que podían y debían entender de examinar a estos pájaros; pero... ¡y que bien que lo hacían! hasta el sombrero que llevaba le examinaron a mi pobre hombre ¡tal era su universal sabiduría que a la legua conoció uno de ellos la fábrica en que se había hecho! ¡Esto si que se llama examinar! Pero ¿voy a hablar de la vida del escribano y de la muerte del Consejo de Castilla, o de la puerta del Sol?

Prosigamos pues mis reflexiones sobre esta última, y no nos apartemos del camino sin qué ni para qué. Varias veces acordándome de aquellas conversaciones, me había yo parado a considerar aquel cuadro, y cada vez me asombraba más de no encontrar en él el busilis que los demás. Un día que entre otros me hallaba contemplándole, me ocurrió, por fin la idea de que tal vez los negocios que en él se hacen, podrían ser por lo bajo, como cosas que no todos conviene que sepan, en cuya inteligencia, con la libertad que me daba el no ser conocido, determiné irme colando en todos los corrillos que me rodeaban para enterarme de los asuntos en cuestión. Empecé, pues, mi obra acercándome a uno que se hallaba a mi derecha (póngase el discreto lector mirando a la calle de Carretas, gire a la derecha, y adivinará el que digo), púseme a oír la conversación, y desde luego conocí que los miembros de aquel respetable congreso, eran de una casta de pájaros que aunque algunos llamarán con un título propio de hombres diligentes, yo digo que hacen su negocio a pie quieto. Disertaban a la sazón sobre las causas de la baja del papel-moneda, diciendo con este motivo tantas necedades, que yo no pude menos de asombrarme de que unos hombres nacidos y educados en esta ciencia tuviesen tan poca sutileza para discurrir sobre ella; llegó a este tiempo un pobre pagano preguntando el precio del papel, y mi escuadrón se formó en la batalla para recibirle con las formalidades de estilo; hecha su demanda, obtuvo otra pregunta por respuesta, a saber: ¿si trataba de comprar o vender? No caí yo por el pronto en las causales de esta enigmática conversación, pero reflexionando sobre ella, conocí la diferencia que debe haber en el precio según las circunstancias, y admiré la previsión de aquellos honradísimos especuladores-A penas hubo contestado mi buen hombre que su intención era la de vender un crédito que tenía, todos aquellos semblantes sufrieron la más rápida alteración, pasando desde el aire contemplativo e interesado al más despreciador y desdeñoso, con que contestaron al infeliz suplicante con las tristes expresiones de «no se encuentra dinero» pero ¿cómo pintar la aflicción que se manifestó en aquel desdichado al oír semejantes palabras? Rogó, suplicó, e hizo tanto, que al final uno de ellos, se resolvió como por vía de conmiseración, a tomarle su crédito, aunque con la miserable diferencia de un cinco por ciento sobre el cambio corriente. No pudo menos de escandalizarme semejante usura, y por no precipitarme a dar muestras de mi descontento, tomé el partido de variar de posición; a cuyo efecto me dirigí a otro grupo que formaba en la esquina de la calle de Carretas; componíase de hombres de todos colores, los cuales, quien con más, quien con menos razón, discurrían políticamente sobre los asuntos del día.

Defendía uno de ellos apostando ciento contra uno, que los napolitanos no sucumbirían al yugo austríaco (¡no estaba en Nápoles a aquella hora!)y otro por el contrario sostenía que los austríacos vencerían (¡soberbias narices!) Dividida entre estos dos partidos la concurrencia, empezaron a lucirse tan valientes pulmones, que ya iba creciendo el corro tanto que ya tomé el partido de retirarme por si acaso la autoridad creyéndola asonada la dispersaba con su natural mansedumbre.

Subí pues hasta frente de la puerta del café de Lorencini, y viendo allí otra gran reunión, me entré sin decir oste ni moste a olfatear el asunto de que se trataba, no creyéndole menos grandioso que el que acababa de dejar según el interés que manifestaban los circunstantes pero ¿cuál fue mi asombro, cuál mi rubor, al enterarme de que todo ello se reducía a disertar sobre... los pliegues de las levitas? Quise al pronto abandonar con desprecio aquella irrisoria escena, pero conociendo que podría serme instructiva para el sistema tonical que me he propuesto, me puse a escuchar con todos mis cinco sentidos a aquellos doctores de esta ley..Desengáñese V., decía uno de ellos, no hay traje más agraciado que una levita hecha por Hortet, según el último figurín de París. -Pues yo, contestaba otro, hallo más elegancia en un frack alto de talle, como el que yo me he mandado hacer en Francia; pero a propósito de esta ¿han visto VV. el chaleco que me han enviado de allá? ¡oh amigos! ¡qué novedad, que perfección nada de cuellos largos, nada de dobleces, sino un cullecito redondo, de dos dedos a lo más; ¡oh! esta es la última moda, y debe el mundo tan graciosa invención al famoso Pantalonier que vive dans la rire Royale de París. ¿Con qué según eso, replicaba el primero, vamos furiosamente indecentes con nuestros chalecos de gran cuello? - Ciertamente; pero tened, que ya me parece haber visto yo en Madrid algún corte como el mío, y sí no me engaño los ha de tener Hortet- Pues entonces, parto corriendo a tomar uno, y a disponer que me lo haga si es posible para presentarme esta noche en el baile de la Marquesa de..., con que señores au revoir. Edificado quedé yo al oír tan sabias disertaciones; y desde, luego resolví en mi interior alistarme bajo las banderas del brillante artífice que oía nombrar con tanto aplauso.

Púseme en seguida a reflexionar sobre lo que había visto y oído en el discurso de aquella mañana, y desde luego dí la razón al cura y al escribano de mi lugar diciendo con ellos que quien no ha visto la Puerta del Sol, no ha visto una cosa buena.

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Mayo. San Isidro

Rayaba el alba del día quince de este mes, cuando los descompasados gritos de mi compadre y amigote me hicieron acordar de la palabra que la noche antes le había dado de visitar con él la ermita del santo patrono de este gran pueblo como es uso y devota costumbre en él. A pesar de su resistencia, en virtud de mis esfuerzos, logré al cabo de un rato una completa victoria sobre mi desmesurada pereza, y ayudado por mi amigo, pude ponerme en pie; vestime, calceme tout a la negligè como lo pedía la hora y circunstancias de tal función, y entre bostezos y suspiros bajé tristemente la escalera, creyendo en mi interior no hallar diversión capaz de indemnizarme de las horas de sueño que había perdido; pero muy luego varié de opinión al ver el gran turbión de gente de uno y otro sexo que se descolgaba por la calle Mayor y demás del camino de las dos puertas de Segovia y la Vega; más y más me afirmé en mi idea, cuando habiendo salido de esta última, vimos una gran cadena no interrumpida que guiaba hasta la misma ermita; internados en ella, comenzamos a distraernos con las diversas escenas que en tales fiestas se suelen oír y ver; quien venía cantando al son de un guitarrillo, quien con una gran campana de barro atronaba las cabezas; quien algo más espiritualizado que lo que Dios manda y venía dando encontrones, y haciendo eses que no había más que ver; por aquí un gran grupo de manolas se acercaba bailando al son de sus panderos; por allá otro de mozos se abría paso con las eficaces razones de unos cuantos garrotes; y en fin por todas partes se veía una continua agitación, un continuo clamoreo, capaz de destornillar la cabeza más bien templada.

Acordábame yo de las descripciones que había leído de las fiestas con que los romanos celebraban sus bacanales, y comparábalas a estas sin temor de que se me achacase de exagerado. Con efecto si en aquéllas faltaba el pudor, en ésta no sobra; si en aquéllas había bailoteos, en ésta los hay de todos géneros; si en aquéllas se daban latigazos, en ésta se dan palos; y en fin, si en aquéllas todo era desorden y confusión, todo es en ésta confusión y desorden. Crecía pues a medida que nos acercábamos al término de nuestro viaje, de modo que cada vez nos veíamos precisados a acortar más el paso, impedidos por la multitud que nos salía al encuentro. Subimos por fin a la hermosa pradera que se hallaba dispuesta a manera de un campamento con las suficientes tiendas de campaña, bien pertrechadas de provisiones. Recorrimos aquel donoso sitio, admirándome yo cada vez más del poco recato del bello sexo en asistir a una tal función. En estas y las otras entramos en una de las fondas a reforzar nuestro desfallecido estómago: esperamos con paciencia a que se desocupasen dos sillas; luego que lo hubimos logrado, y en tanto que nos traían algo que almorzar, eché una ojeada por todo aquel recinto: entre otras aventurillas que distinguí me llamó la atención por lo misteriosa, una que desde luego califiqué de tal.

Hallábase frente de mi una joven muy pulida al lado de su anciana madre; sentado en la mesa inmediata se encontraba un agraciado mozalbete, que con sus miradas tiernas y su expresión airosa logró; al cabo de un rato fijar las de la joven. Animado con tan feliz suceso, se hallaba embelesado mi buen mancebo, cuando la bendita señora madre de aquel pimpollo, dispuso la marcha a dar su vueltecita; entonces crecieron las miradas, los suspiros se manifestaron, y hasta que salieron madre e hija de la fonda, no cesó aquella patética escena. Quedose el pobre mozo petrificado y sin valor por el pronto para seguir tan dichosa estrella, hasta que después de un rato determinó hacerlo; y levantándose precipitado, salió de la fonda con toda la expresión del amor. Peri pues de vista aquel interesante entretenimiento, y mientras acabábamos de almorzar, me distraje con las varias situaciones que representaban los cuadros que tenía delante. Miraba en uno al amor tímido manifestarse como entre sombras; contemplaba en otro al amor correspondido con toda la altivez y fiereza que guarda para tales casos; compadecía en otro al amor desdeñado viéndole tan abatido que a cualquiera movería a compasión y en fin examinaba en todos el mismo afecto a las diversas alturas a que suele llegar.

Dejamos por último aquel sitio, y nos trasladamos a la pradera, donde a muy breve rato divisé a mi consabido dúo con su allegado; que a la sombra de aquellas estrecheces, dirigía a su objeto, no ya miradas, sino expresiones, que según lo que uno y otro las saboreaban debían ser más dulces que caramelos. ¡A Dios dije yo para entre mi, ya se rompió la primera barrera, quiera Dios que las demás no sucumban! En estas consideraciones me hallaba cuando vi que dos hombres que en el acceso de su furor repartían sendos garrotazos a todos lados, se iban acercando a mi pareja femenil y por con-secuencia a su apéndice masculino; por cuanto y no, hizo el demonio que uno de ellos tropezando en mi doña fulanita, me la llevase por delante, y Dios sabe donde hubiera parado, sino hubiera sido por el valor del fuerte brazo del don Quijote, que arrebatado de furor al ver por tierra a su Dulcinea, arremetió hacia aquellos malandrines, disparando sobre la cabeza de uno de ellos, tan buena bendición, que no hubo más que ver; el pobre hombre que se vio obligado por tales modos, determinó contestar en los mismos términos, y heme aquí a mi valeroso caballero, combatiendo en bruto con uno que para serlo no le faltaba nada.

Lloraba su desconsolada señora, chillaba su madre, y él inflamado cada vez más, descargaba sobre su contrario con una firmeza que era para alabar a Dios. Por último, viéndolos heridos, y que podría haber funestas resultas, se tuvo por conveniente ponerlos en paz y ya separados, siguieron cada uno su camino.

Asendereado y mal trecho, fue mi pobre caballero, a recibir el premio de sus esfuerzos, que fue el honor de acompañar a su diosa, y hacer a vista, ciencia y paciencia de mi señora su madre lo mismo que hasta aquí había hecho sin su noticia. ¡Cuál no sería el gozo que su pecho probase al hallarse introducido en toda forma, a costa de algunos garrotazos con la que había causado su arrojo! Yo también le tuve creyendo que todo ello había sido una casualidad del cielo, dispuesta para unir dos corazones amantes por supuesto para buen fin, pero todo se cambió en sentimiento cuando supe que el tal sujetito, era uno de estos tunos solapados que con aspecto, de modestia, tienen por oficio pervertir los inocentes corazones de las jóvenes, abandonándolas después para hacerlas el objeto de las conversaciones de sus pérfidos camaradas. Compadecí a la triste joven que tan sin reserva se había dejado engañar de aquel vil seductor, y vituperé a la madre cuya esperiencia no había sabido alejar de ocasión tan peligrosa la inocencia de su hija.

¡Oh fiestas corruptoras de las costumbres! ¡oh fiestas que sois otros tantos lazos contra el pudor y la sinceridad! ¿ pero, qué es lo que digo? ¡oh fiestas alegres, divertidas! ¡oh fiestas donde se juega, se baila, se canta! Seguid, seguid siendo como hasta aquí, que en habiendo diversión, sea de la clase que quiera, todo lo demás es menos.

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Memorias de un setentón

Capítulo II

1808

El Dos de Mayo

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            [...]

- II -

Las diez poco más o menos serían de ella [de la mañana del Dos de Mayo], cuando se dejó sentir en la modesta calle de Olivo la agitación popular y el paso de los grupos de paisanos armados, que con voces atronadoras decían: ¡Vecinos, armarse! ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los franceses! -Toda la gente de casa corrió presurosa a los balcones, y yo con tan mala suerte, que al querer franquear el dintel con mis piernecillas, fui a estrellarme a la frente en los hierros de la barandilla, causándome una terrible herida, que me privó de sentido y me inundó en sangre toda la cara. Mis padres y hermanitos, acudiendo presurosos al peligro más inmediato, me arrancaron del balcón, me rociaron, que  supongo, con agua y vinagre (árnica de aquellos tiempos), me cubrieron con yesca y una pieza de dos cuartos la herida y me colocaron en un canapé, a donde volví en mí entre ayes y quejidos lastimeros.

Este episodio distrajo a todos por el momento de la agitación exterior; pero arreciando el tumulto y escuchándose más o menos cercanos algunos disparos, hubieron de decidirse a cerrar los balcones, reforzando el cierre con los gruesos barrotes o trancas, que entonces eran de general uso en todos ellos, en gracia sin duda de la seguridad personal que ofrecía aquella sociedad. -Mi madre, sin desatender el cuidado del herido, acudió presurosa a encender algunas velas delante de una imagen del Niño Jesús, que encerrada en una urna de cristal campeaba sobre la cómoda, por bajo del tremor o espejo, y sacando luego su rosario, se puso a rezar con fervor. Mi padre fue, sin conseguirlo, a detener al amanuense (Bujeros), que se empeñaba en ir a la calle a ver lo que pasaba; y el americano Campos y su sobrino el guardia Montenegro también se marcharon, porque -decía este último- que a la menor señal de tumulto tenían orden expresa de encerrarse en su cuartel.

Pocos momentos después de haber salido de casa, se presentó en ella muy azorado otro individuo del Cuerpo, que por lo que pude entender se llamaba Butrón, y no sé si sería el mismo que después figuró en la guerra con el grado de general; pero este no sólo venía a recoger   a Montenegro, sino también a dejar su espada y alguna prenda de vestuario, para evitar, según decía, que los grupos de paisanos le obligasen a ponerse a su cabeza, pintando de paso lo formidable del alzamiento, con que dejó a mis padres en congoja extrema, e hizo a mi pobre madre reforzar con otro par de velas la imagen del Niño Jesús.

Pasaban las horas en tan crítica ansiedad, cuando vino a exacerbarla otro incidente aún más fatal, y fue el escucharse un tiro, disparado, al parecer, de la propia casa a que contestaron otros varios desde fuera, dirigidos a los balcones de ella, algunas de cuyas balas se estrellaron en las fuertes maderas de cuarterones o en los infinitos clavos de la puerta del portal, que había tenido cuidado de cerrar el zapatero remendón que hacía las de portero.

Aquí la consternación se hizo general, y creció de todo punto cuando a pocos momentos presentose muy demudado el inquilino del cuarto tercero (D. Tadeo Sánchez Escandón), confesando que él había sido el que había disparado su escopeta contra un centinela o piquete de franceses que estaba en la esquina de la calle del Carmen, y que sin duda este era el motivo de que los aludidos hubiesen contestado con otros disparos a los balcones y fuertes culatazos a la puerta, que, según después se supo, marcaron con las bayonetas con una X fatal.    En medio de la angustia general y de recriminaciones hechas al causante inadvertido de este desmán, hubo que atender por el pronto a su evasión, que verificó por una buhardilla o desván interior de la casa, en que mi madre tenía su bien provista dispensa, con lo cual quedaron algún tanto apaciguados los ánimos, si bien con el recelo que es de suponer.

Bien entrada la tarde, aparecieron patrullas de caballería, a cuyo frente iban las autoridades civiles y militares, varios consejeros de Castilla y hasta los ministros Urquijo y Azanza según se dijo, que, enarbolando pañuelos blancos, decían: «Vecinos, paz, paz, que todo está, compuesto»; cuyas voces parecían derramar unas gotas de bálsamo sobre los angustiados corazones; pero acabada de cerrar la noche, comenzaron a oírse de nuevo descargas más o menos lejanas y nutridas, que parecían (y éranlo en efecto) producidas por losfranceses, que inmolaban a los infelices paisanos a quienes suponían haber cogido con las armas en la mano. Estos cruentos sacrificios se verificaban simultáneamente en el patio del Buen Suceso, en el Prado a la subida del Retiro y delante de las tapias del convento de Jesús, en la Montaña del Príncipe Pío, y en otros varios sitios de la población.

A todo esto, mi madre redoblaba sus rosarios y letanías;   mi padre se paseaba agitadísimo, y los chicos, y yo especialmente, por el dolor de mi herida, llorábamos y gemíamos, faltos de alimento, que nadie se cuidaba de prepararnos, y de sueño, que no podíamos de modo alguno conciliar. -Y las descargas cerradas de fusilería continuaban en diversas direcciones, lo que, supuesta la falta de resistencia y la sujeción del pueblo, daba lugar a presumir que los inhumanos franceses se habían propuesto exterminar a Madrid entero. -Y era, según se dijo después, que el sanguinario Murat, aplicando en esta ocasión el procedimiento seguido por su cuñado Bonaparte en sus célebres jornadas del Vendimiario, había dispuesto que en las plazas y calles principales, así céntricas como extremas, continuase durante toda la noche aquel horrible fuego, aunque sin dirección, y con el objeto de sobrecoger y aterrorizar más y más al vecindario. -¡Qué noche, Santo Dios! Setenta años se cumplen cuando escribo estas líneas, y siglos enteros no bastarían a borrarla jamás de mi memoria.

Muy entrada ya la mañana del siguiente día 3, apareció en casa el amanuense, a quien ya todos creíamos en el otro mundo, contando los incidentes del trágico drama del día anterior, y de que Dios se había dignado libertarle. Hablaba atropelladamente y como fuera de sí de las varias espantosas escenas de que decía haber sido testigo en la plaza de Palacio, donde, como es sabido, empezó el alzamiento del pueblo, cortando los tiros de los coches en que iban a ser trasladados los Infantes a Francia, y acometiendo con insano furor a la escolta de la caballería francesa; hablaba de haber visto más tarde en la Puerta del Sol la desesperada y casi salvaje lucha de la manolería con la odiada y repugnante tropa de Mamelukos franceses, a quienes apellidaban los moros, por su traje oriental: -decía haber visto meterse a las mujeres por bajo de los caballos para hundir en sus vientres las navajas, y encaramarse a los hombres a la grupa de los mismos para hacer a los jinetes el propio agasajo. Referíase también a la más seria y enconada lucha del Parque de Monteleón, y a las horribles venganzas del francés en revancha de la resistencia de aquellos héroes. De todo esto, que narraba Bujeros con su natural verbosidad, había, según mi padre, que rebajar un poco, haciéndole, sin embargo, las concesiones que reclamaba su natural andaluz; pero yo creo más bien que en la ocasión presente se quedó muy por bajo de la realidad.

Poco después llegó a casa el americano Campos, que había pasado la noche y gran parte del día encerrado en el cuartel de Guardias de Corps; pero este, en vez de calmar con su presencia y sus palabras la congoja de mis padres, la acreció sobremanera, trayendo en sus manos la horrible orden del día o proclama de Joaquín Murat, que no se publicó hasta el día 4, es decir, después de haber recibido su bárbara ejecución.

Un grito de horror y de desesperación levantose entonces en toda la familia, considerando la inminencia del peligro de ver asaltada la casa de donde se había hecho fuego, y cuando no quemada, saqueada implacablemente y asesinados todos sus moradores; pero la ocasión no era sólo lamentable, sino angustiosa y fatal por extremo, y siguiendo el parecer autorizado del americano Campos, no había más partido que tomar que decidirse a abandonarla, repartiéndose la familia en las casas de los amigos más allegados. -Y no hubo más, sino con el sobresalto   y angustia que puede presumirse, verificose este obligado abandono, yendo mi padre con parte de los niños a casa del Marqués del Castelar, y tocándome a mí con mi angustiada madre ir a refugiarme a casa de don José Fernández y Garrida, que estaba casado con una hermana del futuro orador y presidente del Congreso D. Álvaro Gómez Becerra. Esta casa se hallaba y se halla situada en la pequeña plazuela de Trujillos, formando escuadra con la del Sr. D. Cándido Alejandro Palacio, Conde de Berlanga de Duero, mi actual y querido amigo, y en ella permanecimos no sé cuántos días, hasta que publicada, con fecha del día 6, la nueva y sarcástica proclama del pro-cónsul Murat, en que ofrecía ciertas   seguridades, pudimos regresar a nuestros abandonados hogares, reuniéndose en ellos toda la familia, aunque en el estado deplorable a que nos reducía nuestra triste situación.

Por lo que a mí toca, es natural suponer que me distraería pronto, con mis hermanitos, de tan horribles sensaciones, y que sólo me preocupase algún tanto el dolor de la herida, que aún sentía en la frente; pero cuando, muchos años después, y ya hombre, contemplaba al espejo su profunda cicatriz, un sentimiento de orgullo se apoderaba de mí, exclamando como el Corregio: -«Anch'io son pittore». -Yo también fui una de las víctimas del DOS DE MAYO.

Capítulo III

1808

 Del 2 de Mayo al 4 de Diciembre

 - I -

La tercera y última jornada del gran drama de 1808 en Madrid tuvo su desenlace en los primeros días de Diciembre, cuando Napoleón en persona, al frente de un ejército numeroso, penetró en ella, no ya (como un tiempo se imaginaron sus moradores) cual amigo y aliado, sino como dominador y dueño absoluto de imponerla su yugo.

Pero antes de realizarse esta gran desdicha, y en los meses que mediaron desde el 2 de Mayo, ocurrieron sucesos, alternaron vicisitudes tales, que sería imposible de todo punto prescindir de ellas, si ha de darse el enlace debido a esta sencilla narración, por mucho que pretenda reducirla a los términos que me propuse.

Conviene, por lo tanto, trasladarnos en imaginación a los días que siguieron a aquel inmortal en que, ahogado en sangre el heroico ardimiento de los madrileños, hubieron de ceder necesariamente, ante fuerzas tan superiores a la inicua tiranía del pérfido Murat.

Arrojada ya la máscara, violadas y escarnecidas todas las seguridades del amigo, del protector, del huésped; y convertido el ejército francés y su odiado jefe en tiránico opresor de la capital, aprovechó los primeros momentos del terror producido por su crueldad para desembarazarse hasta del menor asomo de competencia en su autoridad omnímoda y exclusiva; dispuso la traslación inmediata a Francia de las personas de la Real familia que aún quedaban entre nosotros, entre ellas la del Infante D. Antonio Pascual, presidente de la Junta Suprema de Estado, que estaba encargada de la gobernación durante la ausencia del Rey, y la anuló virtualmente, poniéndose a su frente con el título de Lugarteniente general del Reino. -Por cierto que al desprenderse de su autoridad aquel menguado del Infante D. Antonio, y al poner el pie en el estribo del carruaje el día 4 de Mayo, tuvo la infeliz ocurrencia de despedirse de sus compañeros de la Suprema Junta con aquella donosa carta, denunciable ante el tribunal del sentido común, que empezaba con estas palabras: «A los señores de la Junta digo cómo me he marchado a Bayona» y concluía: «Dios nos la depare buena. Adiós, Señores, hasta el Valle de Josafat»; documento verdaderamente incalificable, que provocaría la risa si no produjese un hondo sentimiento de indignación y de lástima al contemplar en qué manos había caído la suerte y dirección de una nación heroica y animosa, arrojada de este modo a los pies del altivo dominador del continente europeo.

El pueblo de Madrid y el de España entera, respondiendo instantáneamente con viril energía a los impulsos de su patriotismo y de su honor, anatematizó de la manera más solemne tamañas ruindades como ofrecían simultáneamente en Madrid y Bayona todos los individuos de la familia Real. Pero por de pronto no podía hacer más que ahogar la voz de su encono y lamentarse en silencio de su inmerecida y horrorosa esclavitud.

Por lo que puedo recordar (y prescindiendo de estas indicaciones generales, que acaso contra mi propósito se escaparon de mi pluma), la situación de Madrid en aquellos infaustos días, ante el cambio tan brusco de situación, no podía ser más terrible y angustiosa. Retraído el vecindario en sus casas, sin comunicarse apenas entre sí, y huyendo instintivamente de calles y paseos, donde pudiera ofenderle la odiada presencia de sus verdugos, estos y sus jefes pudieron a mansalva desplegar todo el lujo de su arrogancia y dar a conocer en sus Boletines los odiosos Manifiestos de Bayona; la renuncia vergonzosa de la corona de España en la persona de Napoleón; la transmisión que este tuvo a bien hacer de ella a favor de su hermano José; la formación del ridículo Congreso, y la presentación de una Constitución otorgada que había de regir en los extendidos dominios de España e Indias. Todo esto, acompañado de los correspondientes firmanes del gran Emperador, del flamante Rey y de sus lugartenientes generales Murat y Sabary, que sucedió a aquel en su pre-consulado. -Estas disposiciones, publicadas en la Gaceta, eran recibidas por la mayor parte del vecindario con la más profunda indignación, y en otros sitios con la más absoluta indiferencia o desprecio.

Así pasó todo Mayo, todo Junio y gran parte de Julio, aunque reanimándose algún tanto los espíritus con las noticias más o menos vagas que iban llegando del alzamiento general de las provincias, del aspecto formidable de la resistencia que se ostentaba ya desde las cumbres de Covadonga hasta las playas gaditanas, desde las gargantas del Pirineo hasta los pensiles valencianos o las llanuras de Castilla; del entusiasmo con que todos los pueblos unánimemente y con un impulso sobrenatural, espontáneo y enérgico, iban respondiendo al heroico grito lanzado el 2 de Mayo por el pueblo de Madrid.

Entre tanto el nuevo rey José, a quien la voluntad soberana de su hermano había arrancado del solio de Nápoles (donde estaba por lo menos tolerado), para llamarle a servir de blanco a las iras, o más bien al menosprecio, de los españoles, colocando sobre su cabeza el I.N.R.I. ignominioso, resignábase a tomar posesión de una corona que tan de espinas se le anunciaba; y adelantándose hasta la capital con fuerzas suficientes, llegó a Chamartín el día 20 de Julio, y en el siguiente hizo su entrada en Madrid, en medio del más profundo desvío de la población; contraste verdaderamente asombroso con la recepción hecha a Fernando el 24 de Marzo. -¡Y las tropas francesas, que habían presenciado uno y otro suceso, mentalmente hubieron de compararle, y no dejarían de vaticinar las funestas consecuencias que de esta comparación deducían!

Repitiose, pues, absolutamente y en términos idénticos el espectáculo que había ofrecido el pueblo madrileño en 1710, cuando por una de las vicisitudes de la guerra de sucesión hubo de penetrar en su recinto el odiado Archiduque de Austria. Pero al menos este, en su buen criterio, viendo el silencio de las calles, la ausencia absoluta de la población, y el desairado papel que le tocaba representar, tuvo la feliz inspiración de volverse desde la Plaza por la calle Mayor, diciendo que Madrid era un lugar desierto; mas el pobre José, a quien estaba impuesta de orden superior la irrisoria corona, no pudo adoptar aquel partido, y entró en Palacio, si bien por entonces hubo de ocuparle muy contados días. -El Ayuntamiento de Madrid y el Consejo de Castilla, cediendo al miedo más bien que a convicción, dispusieron, sin embargo, que el próximo día 25, en que se celebra el Apóstol Santiago, se verificase la solemne proclamación de José, y se alzasen pendones por él en los balcones de la   Panadería; ceremonia irrisoria, que se celebró en medio de la mayor indiferencia, ostentando el estandarte Real el Conde de Campo Alanje, por haberse negado a ello y huido el de Altamira, a quien correspondía como alférez Real.

¡Y en qué ocasión subía a la picota, más bien que al trono de las Españas, este desdichado! Cuando ya empezaba a extenderse el rumor de una gran victoria alcanzada por las armas españolas (la gloriosa de Bailén, librada el 19 de Julio); rumores que, creciendo de día en día, alentaban el ánimo de los patriotas, al paso que acongojaban el de los pocos y atribulados parciales del francés.

Pero estos rumores tomaron consistencia; la verdad se abrió paso, y adquiriendo el carácter de absoluta evidencia, infundió tal desconcierto y pavura en las huestes  invictas de Austerlitz y de Jena, que apresuradamente se dispusieron a levantar el campo y abandonar con su rey José la capital del Reino, como así lo verificaron, el día 1.º de Agosto.

Puede figurarse cualquiera la explosión del delirio universal a tan inesperado acontecimiento. -El pueblo del Dos de Mayo, libre de sus tiranos dominadores, vuelto a la vida patria, a los objetos de su cariño, de su admiración y de su culto; recibiendo sucesivamente y con muy cortos intervalos las asombrosas noticias del efecto producido por su heroico grito en todo el ámbito de la monarquía, que hoy celebraba la gloriosa jornada de Bailén; otro día la inmortal defensa de Zaragoza; ora el apresamiento en Cádiz de la escuadra francesa; ora la seguridad del auxilio de Inglaterra obtenida por los asturianos; ya la formación de Juntas provisionales; ya la improvisación de ejércitos enteros; el sacudimiento, en fin, general, unánime, y tal como no ha ofrecido jamás la historia de pueblo alguno, se entregaba, como es natural, a todas las demostraciones de su entusiasmo, y (preciso es también decirlo) a algunas deplorables demasías, hijas de su rencor y resentimientos contra las situaciones pasadas. -Pocas, sin embargo, fueron estas lamentables escenas, dirigidas contra los que, o por mala apreciación de los medios de resistencia, o por miedo, o por cálculo, se habían adherido a la causa entre ellas la más señalada y vituperable fue el bárbaro asesinato cometido en la persona del ex-intendente de la Habana D. Luis Viguri, grande amigo que suponían en Godoy, a quien arrastraron inhumanamente por las calles de Madrid, estableciendo un precedente que la gante aviesa se complacía en llamar La Viguriana, amenazando con igual suerte a todos los que calificaba de traidores.

Entre tanto el Consejo de Castilla (en quien por cierto  hubiera sido de desear algún más tesón y valor enfrente de la dominación francesa) alentaba, hasta cierto punto, aquellas demasías, y como que hacía alarde de autorizarlas, faltando a todas las leyes y conveniencias. He aquí el papelito que encuentro entre los viejos de mi padre, y que copio a la letra hasta con su viciada ortografía:

«Casas confiscadas y mandadas vender por el Consejo para gastos de guerra: de diferentes traydores de la nación que marcharon con los franceses, como también los muebles hallados en ellas: -Primeramente la del Duque de Frías. -Las de los Negretes, padre e hijo. -Mazarredo. -Urquijo. -Azanza. -Ofarrill. -Marqués Caballero. -Cabarrus. -Marquina, Consejero de Castilla. -Durán, también de Castilla. -Amorós, de Indias. -García Suelto. -Moratín. -Angulo y Belasco. -Melón, juez de Imprentas. -Monota, agente de Negocios. -Moratus, canónigo de San Isidro. -Estala y Llorente, canónigos de Toledo. -Ervás. -Zea. -Romero. -Arribas. -Salinas. -San Felices. -La Condesa Jaruco. -Y hoy han prendido al Consejero Navarro y Vidal, que tantos favores hizo a Valencia quando el Duque de la Roca, y este ha escapado».

Véase cómo el Consejo envolvía en la misma proscripción desde las personas de los ministros y superiores gobernantes, hasta las inofensivas de literatos y hombres de ningún carácter político.

Pero apartemos la vista de esta parte sombría del cuadro, para fijarla en el espectáculo indescriptible de entusiasmo y regocijo que presentaba en su conjunto el pueblo de Madrid. -Este no podía ser más halagüeño, y quisiera que mi pluma pudiera alcanzar a imprimirle su espléndido colorido. Diríase tal vez que el intentar siquiera trasladarle al papel es una temeridad, atendidos mis cortos años; pero a esto habré de contestar que ante   tal espectáculo no había niños ni edades ni condiciones; todos éramos hombres, todos nos crecimos al sublime fuego del patriotismo, y sin gran dificultad hallo clara y distintamente estampado en mi imaginación el cuadro sublime que en aquellos momentos se desplegaba a mi vista.

A levantar y sostener aquel entusiasmo popular alzáronse las voces de nuestros más esclarecidos ingenios, los himnos del combate, las preces de la Iglesia y los cantos del pueblo en general. -El gran Quintana, apoderándose con segura mano de la lira de Tirteo, prorrumpió en aquella inmortal oda que empezaba: «¿Qué era, decidme, la nación que un día», la cual no tiene precedente en nuestro Parnaso, por lo atrevido y patriótico del pensamiento, por lo vigoroso del estilo y lo apasionado del acento, no arrancado hasta entonces de las cuerdas de lira castellana.

Don Juan Nicasio Gallego exhaló de un modo incomparable los quejidos de la patria en su admirable y popular elegía «Al Dos de Mayo». -Don Juan Bautista de Arriaza entonaba su magnífica «Profecía del Pirineo», -y D. Francisco Sánchez Barbero, D. Antonio Sabiñón, D. Cristóbal Beña, todos, en fin, los predilectos hijos de las Musas hicieron estremecerse a un tiempo todos los corazones, hiriendo las fibras del patriotismo y del honor. La música, esta expresión sublime de los afectos del alma, vino a secundar aquella explosión del público sentimiento; y música y poesía, derramándose por la atmósfera, convirtieron en un concierto armonioso y unánime aquella explosión del entusiasmo popular.

En tanto empezaron a refluir a Madrid las tropas improvisadas en las provincias, ostentando, más bien que la organización militar y la apostura guerrera, sus pintorescos  trajes berberiscos a par que los destellos de su valor y patriotismo. -Vinieron primeramente los valencianos y aragoneses con sus anchos zaragüelles, fajas, mantas y pañuelos en la cabeza a guisa de turbante, entonando aquella estrofa inmortal de la clásica jota:

«La Virgen del Pilar dice

que no quiere ser francesa;

que quiere ser capitana

de la tropa aragonesa»,
o bien el himno de la heroica Zaragoza, libre recientemente de los horrores de su primer sitio:

«Zagalas del Ebro,

laureles tejed

Y a nuestros guerreros

ciñamos la sien».

«El sol quince veces

batida la vido,

y quince vencido

tornar vio al francés.

El héroe animoso

que nos acaudilla

tuviera a mancilla

dejarse vencer».

Zagalas del Ebro, etc

  Siguiéronles en 23 de Agosto las tropas andaluzas, las   gloriosas triunfadoras de Bailén, algo más organizadas, y vestidas militarmente, con el general CASTAÑOS a su cabeza, las cuales fueron recibidas con una inmensa ovación al eco armonioso del himno de la victoria:

«Dupont, terror del Norte,

fue vencido en Bailén,

y todos sus secuaces

prisioneros con él.

Toda la Francia entera

llorará este baldón;

al son de la Carmañola,

¡Muera Napoleón!

¡Muera, Napoleón!».

Reunidos unos y otros a los jóvenes voluntarios castellanos y al inmenso concurso del pueblo entero de Madrid, cuyo entusiasmo delirante llegó entonces a su apogeo, celebraron al siguiente día 24 de Agosto la solemne y verdadera proclamación de Fernando VII, que contrastaba brillantemente con la pálida farsa representada en el mes anterior a nombre del intruso José.

Todo era efusión y sincero alarde de patriotismo; hombres y mujeres, niños y ancianos, radiantes de alegría, ostentaban en sus sombreros y mantillas, en sus pechos y peinados, sendas escarapelas encarnadas con el retrato de Fernando VII en su centro; y prorrumpían en el famoso himno de guerra, cuya letra (que no es fácil saber a quien se debe) aplicaron, para mayor escarnio, a la música de la Marsellesa:

«A las armas corred, patriotas,

a lidiar, a morir o a vencer;

guerra eterna al infame tirano,

odio eterno al impío francés.

Patriotas guerreros

blandid los aceros

y unidos marchad

por la patria, a morir... o triunfar.

¡A morir... o triunfar!».

La población indígena madrileña, fiel, sin embargo, a sus primeros amores, volvía entusiasmada a requerir su Juana y Manuela, permitiéndose, sin embargo, algún otro escarceo más sentimental:

«Virgen de Atocha,

la Capitana,

que del rey tienes

puesta la banda,

haz que pronto Fernando

vuelva de Francia»;

o dando rienda suelta a su sarcástico natural, cebábase en el desdichado Rey intruso, a quien apenas había podido conocer, pero que desde luego calificó de ebrio y [disoluto dando rienda suelta a su sarcástico natural, cebábase en]

«Tráelo, Marica, tráelo

a Napoleón,

tráelo y le pagaremos

la contribución».

    «Ya viene por la Ronda

José Primero

con un ojo postizo

Y el otro huero,.

«Ya se fue por Ventas

el Rey Pepino,

con un par de botellas

para el camino».

He citado antes las inmortales composiciones de nuestros egregios vates en esta ocasión; pero como el pueblo no está a la altura, que digamos, de los Píndaros y Tirteos, no es de extrañar que a par de aquellos levantados intérpretes del entusiasmo nacional apareciese la falange de copleros, polilla del Parnaso y del sentido común, inundando la población con innumerables folletos, romances y jácaras, de que tengo a la vista un gran caudal; pero de los cuales me abstengo de hacer uso en gracia de sus autores y del paciente lector. -«Del sublime al ridículo (se ha dicho con razón) no hay más que un paso»- y este paso se dio a trote largo hasta el último confín. -De todas estas elucubraciones sólo quiero hacer excepción con una en que no sin cierto gracejo y donosura se hacía una   parodia de la nueva Constitución de Bayona; y como es posible que no exista más ejemplar que el que yo tengo, me permitiré hacer un extracto de él Decía, pues: Constitución de España, puesta en canciones de música conocida, para que pueda cantarse al piano, al órgano, al violín, al bajo, a la flauta, a la guitarra, a los timbales, al arpa, a la bandurria, a la pandereta, a la zampoña, al rabel y toda clase de instrumentos rústicos.

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