Mateo Alemán 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sonetos a 
Guzmán de Alfarache

 

Guzman de Alfarache (fragmentos)

 

 

I

La Vida de Guzmán, mozo perdido,

por Mateo Alemán historiada,

es una voz del cielo al mundo dada

que dice: “Huid de ser lo que este ha sido”.

Señal es del peligro conocido

adonde fue la nave zozobrada,

con que la sirte queda señalada

por donde a tantos males ha venido.

El delicado estilo de su pluma

advierte en una vida picaresca

cuál debe ser la honesta, justa y buena.

Esta ficción es una breve suma,

que, aunque entretenimiento nos parezca,

de morales consejos está llena.

 

 II

Que entre las armas del heroico Aquiles

templen su lira el griego y mantuano,

y entone el verso el cordobés Lucano

para las disensiones más civiles;

que con sentencias graves y sutiles

alumbre al mundo el orador romano,

y entre la fértil pluma del toscano,

sabia Helicona, tu licor destiles,

hazaña es alta y mucha gallardía,

aunque los hizo fáciles y prestos

la ocasión, los sujetos y la historia.

Pero que de la humilde picardía

Mateo Alemán levante a todos estos

ejemplo es digno de inmortal memoria.

III

Yo fui el acelerado a quien el celo,

viéndome de otro amante preferido,

imitando su voz, seña y vestido,

ciego con el enojo de un martelo;

a los hombres cruel, traidor al cielo,

a Clorina inocente, aleve he sido;

Caúsome de mi amor y de su olvido

memoria eterna y lágrimas al suelo.

Una mano y la vida al ángel bello,

por venganza, quité con inclemencia;

desdeñóme y amaba otro mi amigo.

Ese me puso aquí las mías al cuello,

fue parte, juez, testigo; y su sentencia,

según mi culpa, aun es poco castigo.

 

IV

No menos admirable imaginamos

al soberano artífice infinito

 por hacer un pequeño y vil mosquito,

en quien tan varios miembros contemplamos,

que un elefante, do también hallamos

otros tantos, pues es de más perito

poner el mundo en la uña bien descrito

que en los mayores mapas que miramos.

Así pues, oh González, entendemos

por un bajo guitón y miserable

mejor tu raro ingenio y agudeza

que si como jurista, que sabemos

eres de nuestro tiempo el más notable,

subieras con tu pluma en grande alteza.

V

¿Por qué os llamáis Onofre Caballero?

Que más vale un guitón tan sublimado,

a quien hemos de ver eternizado,

que no quien es al fin perecedero.

Lo que la espada ilustra la más guerrero

y la pluma al que más ha celebrado,

todos juzgan llegar a un mismo grado,

mas yo, guitón, a todos os prefiero.

Y así no sufro bien dejéis tal nombre,

si no es con más ventaja que trocarle

por el de caballero solamente.

De príncipe y de rey tomad renombre

y de sus libros ya, pues no hay hallarle

cual vos desde el ocaso hasta el oriente.

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Guzmán deAlfarache

Libro primero de Guzmán de Alfarache

 

Capítulo primero

En que cuenta quién fue su padre

 

E

 

l deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida me daba tanta priesa para engolfarte en ella sin prevenir algunas cosas que, como primer principio, es bien dejarlas entendidas _porque siendo esenciales a este discurso también te serán de no pequeño gusto_, que me olvidaba de cerrar un portillo por donde me pudiera entrar acusando cualquier terminista de mal latín, redarguyéndome de pecado, porque no procedí de la difinición a lo difinido, y antes de contarla no dejé dicho quiénes y cuáles fueron mis padres y confuso nacimiento; que en su tanto, si dellos hubiera de escribirse, fuera sin duda más agradable y bien recibida que esta mía. Tomaré por mayor lo más importante, dejando lo que no me es lícito, para que otro haga la baza.

         Y aunque a ninguno conviene tener la propiedad de la hiena, que se sustenta desenterrando cuerpos muertos, yo aseguro, según hoy hay en el mundo censores, que no les falten coronistas. Y no es de maravillar que aun esta pequeña sombra querrás della inferir que les corto de tijera y temerariamente me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio, porque, no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por buena; pero quiérote advertir que, aunque me tendrás por malo, no lo quisiera parecer _que es peor serlo y honrarse dello_, y que, contraviniendo a un tan santo precepto como el cuarto, del honor y reverencia que les debo, quisiera cubrir mis flaquezas con las de mis mayores; pues nace de viles y bajos pensamientos tratar de honrarse con afrentas ajenas, según de ordinario se acostumbra: lo cual condeno por necedad solemne de siete capas como fiesta doble. Y no lo puede ser mayor, pues descubro mi punto, no salvando mi yerro el de mi vecino o deudo, y siempre vemos vituperado el maldiciente. Mas a mí no me sucede así, porque, adornando la historia, siéndome necesario, todos dirán: «bien haya el que a los suyos parece», llevándome estas bendiciones de camino. Demás que fue su vida tan sabida y todo a todos tan manifiesto, que pretenderlo negar sería locura y a resto abierto dar nueva materia de murmuración. Antes entiendo que les hago _si así decirse puede notoria cortesía en expresar el puro y verdadero texto con que desmentiré las glosas que sobre él se han hecho. Pues cada vez que alguno algo dello cuenta, lo multiplica con los ceros de su antojo, una vez más y nunca menos, como acude la vena y se le pone en capricho; que hay hombre [que], si se le ofrece propósito para cuadrar su cuento, deshará las pirámides de Egipto, haciendo de la pulga gigante, de la presunción evidencia, de lo oído visto y ciencia de la opinión, sólo por florear su elocuencia y acreditar su discreción.

         Así acontece ordinario y se vio en un caballero extranjero que en Madrid conocí, el cual, como fuese aficionado a caballos españoles, deseando llevar a su tierra el fiel retrato, tanto para su gusto como para enseñarlo a sus amigos, por ser de nación muy remota, y no siéndole permitido ni posible llevarlos vivos, teniendo en su casa los dos más hermosos de talle que se hallaban en la corte, pidió a dos famosos pintores que cada uno le retratase el suyo, prometiendo, demás de la paga, cierto premio al que más en su arte se extremase. El uno pintó un overo con tanta perfección, que sólo faltó darle lo imposible, que fue el alma; porque en lo más, engañado a la vista, por no hacer del natural diferencia, cegara de improviso cualquiera descuidado entendimiento. Con esto solo acabó su cuadro, dando en todo lo dél restante claros y oscuros, en as partes y, según que convenía.

          El otro pintó un rucio rodado, color de cielo, y, aunque su obra muy buena, no llegó con gran parte a la que os he referido; pero estremóse en una cosa de que él era muy diestro: y fue que, pintado el caballo, a otras partes en las que halló blancos, por lo alto dibujó admirables lejos, nubes, arreboles, edificios arruinados y varios encasamentos, por lo bajo del suelo cercano muchas arboledas, yerbas floridas, prados y riscos; y en una parte del cuadro, colgando de un tronco los jaeces, y, al pie dél estaba una silla jineta. Tan costosamente obrado y bien acabado, cuanto se puede encarecer.

         Cuando vio el caballero sus cuadros, aficionado _y con razón_ al primero, fue el primero a que puso precio y, sin reparar en el que por él pidieron, dando en premio una rica sortija al ingenioso pintor, lo dejó pagado y con la ventaja de su pintura. Tanto se desvaneció el otro con la suya y con la liberalidad franca de la paga, que pidió por ella un excesivo precio. El caballero, absorto de haberle pedido tanto y que apenas pudiera pagarle, dijo: «Vos hermano, ¿por qué no consideráis lo que me costó aqueste otro lienzo, a quien el vuestro no se aventaja?» «En lo que es el caballo _respondió el pintor_ Vuesa Merced tiene razón; pero árbol y ruinas hay en el mío, que valen tanto como el principal de esotro.»

         El caballero replicó: «No me convenía ni era necesario llevar a mi tierra tanta baluma de árboles y carga de edificios, que allá tenemos muchos y muy buenos. Demás que no les tengo la afición que a los caballos, y lo que de otro modo que por pintura no puedo gozar, eso huelgo de llevar.»

         Volvió el pintor a decir: «En lienzo tan grande pareciera muy mal un solo caballo; y es importante y aun forzoso para la vista y ornato componer la pintura de otras cosas diferentes que la califiquen y den lustre, de tal manera que, pareciendo así mejor, es muy justo llevar con el caballo sus guarniciones y silla, especialmente estando con tal perfección obrado, que, si de oro me diesen otras tales, no las tomaré por las pintadas.»

         El caballero, que ya tenía lo importante a su deseo, pareciéndole lo demás impertinente, aunque en su tanto muy bueno, y no hallándose tan sobrado que lo pudiera pagar, con discreción le dijo: «Yo os pedí un caballo solo, y tal como por bueno os lo pagaré, si me lo queréis vender; los jaeces, quedaos con ellos o dadlos a otros, que no los he menester.» El pintor quedó corrido sin paga por su obra añadida y haberse alargado a la elección de su albedrío, creyendo que por más composición le fuera más bien premiado.

         Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo que oyeron o vieron, o que os digan la verdad y, sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que se desconoce, como el rostro de la fea. Cada uno le da sus matices y sentidos, ya para exagerar, incitar, aniquilar o divertir, según su pasión le dita. Así la estira con los dientes para que alcance; la lima y pule para que entalle, levantando de punto lo que se les antoja, graduando, como conde palatino, al necio de sabio, al feo de hermoso y al cobarde de valiente. Quilatan con u estimación las cosas, no pensando cumplen con pintar el caballo si lo dejan en cerro y desenjaezado, ni dicen la cosa si no la comentan como más viene a cuento a cada uno.

         Tal sucedió a mi padre que, respeto de la verdad, ya no se dice cosa que lo sea. De tres han hecho trece y los trece, trecientos; porque a todos les parece añadir algo más y, destos algos han hecho un mucho que no tiene fondo ni se le halla suelo, reforzándose unas a otras añadiduras, y lo que en singular cada una no prestaba, juntas muchas hacen daño. Son lenguas engañosas y falsas que, como saetas agudas y brasas encendidas, les han querido herir las honras y abrasar las famas, de que a ellos y a mí resultan cada día notables afrentas.

         Podrásme bien creer que, si valiera elegir de adonde nos pareciera, que de la masa de Adán procurara escoger la mejor parte, aunque anduviéramos al puñete por ello. Mas no vale a eso, sino a tomar cada uno lo que le cupiere, pues el que lo repartió pudo y supo bien lo que hizo. Él sea loado, que, aunque tuve jarretes y manchas, cayeron en sangre noble de todas partes. La sangre e hereda y el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus padres. 

         Cuanto a lo primero, el mío y sus deudos fueron levantiscos. Vinieron a residir a Génova, donde fueron agregados a la nobleza; y aunque de allí no naturales, aquí los habré de nombrar como tales. Era su trato el ordinario de aquella tierra, y lo es ya por nuestros pecados en la nuestra: cambios y recambios por todo el mundo. Hasta en esto lo persiguieron, infamándolo de logrero. Muchas veces lo oyó a sus oídos y, con su buena condición, pasaba por ello. No tenían razón, que los cambios han sido y son permitidos. No quiero yo loar, ni Dios lo quiera, que defienda ser lícito lo que algunos dicen, prestar dinero por dinero, sobre prendas de oro o plata, por tiempo limitado o que se queden rematadas, ni otros tratillos paliados, ni los que llaman cambio seco, ni que corra el dinero de feria en feria, donde jamás tuvieron hombre ni trato, que llevan la voz de Jacob y las manos de Esaú, y a tiro de escopeta descubren el engaño. Que las ales, aunque se las achacaron, yo no las vi ni dellas daré señas.

         Mas, lo que absolutamente se entiende cambio es obra indiferente, de que se puede usar bien y mal; y, como tal, aunque injustamente, no me maravillo que, no debiéndola tener por mala, se repruebe; mas la evidentemente buena, sin sombra de cosa que no lo sea, que se murmure y vitupere, eso es lo que me asombra. Decir, si viese a un religioso entrar a la media noche por una ventana en parte sospechosa, la espada en la mano y el broquel en el cinto, que va a dar los sacramentos, es locura, que ni quiere Dios ni su Iglesia permite que yo sea tonto y de lo tal, evidentemente malo, sienta bien. Que un hombre rece, frecuente virtuosos ejercicios, oiga misa, onfiese y comulgue a menudo y por ello le llamen hipócrita, no lo puedo sufrir ni hay maldad semejante a ésta.

         Tenía mi padre un largo rosario entero de quince dieces, en que se enseñó a rezar_ en lengua castellana hablo_, las cuentas gruesas más que avellanas. Éste se lo dio mi madre, que lo heredó de la suya. Nunca se le caía de las manos. Cada mañana oía su misa, sentadas ambas rodillas en el suelo, juntas las manos, levantadas del pecho arriba, el sombrero encima dellas. Arguyéronle maldicientes que estaba de aquella manera rezando para no oír, y el sombrero alto para no ver. Juzguen deste juicio los que se hallan desapasionados y digan si haya sido perverso y temerario, e gente desalmada, sin conciencia.

         También es verdad que esta murmuración tuvo causa: y fue su principio que, habiéndose alzado en Sevilla un su compañero y llevándole gran suma de dineros, venía en su seguimiento, tanto a remediar lo que pudiera del daño, como a componer otras cosas. La nave fue saqueada y él, con los más que en ella venían, cautivo y llevado en Argel, donde, medroso y desesperado_ el temor de no saber cómo o con qué volver en libertad, desesperado de cobrar la deuda por bien de paz_, como quien no dice nada, renegó.

         Allá se casó con una mora hermosa y principal, con buena hacienda. Que en materia de interés _por lo general, de quien siempre voy tratando, sin perjuicio de mucho número de nobles caballeros y gente grave y principales, que en todas partes hay de todo_, diré de paso lo que en algunos deudos de mi padre conocí el tiempo que los traté. Eran amigos de solicitar casas ajenas, olvidándose de las proprias; que se les tratase verdad y de no decirla; que se les pagase lo que se les debía y no pagar lo que debían; ganar y gastar largo, diese donde diese, que ya estaba rematada la prenda y _como dicen_ a Roma por todo. Sucedió pues, que, asegurado el compañero de no haber quien le pidiese, acordó tomar medios con los acreedores presentes, poniendo condiciones y plazos, con que pudo quedar de allí en adelante rico y satisfechas las deudas.

         Cuando esto supo mi padre, nacióle nuevo deseo de venirse con secreto y diligencia; y para engañar a la mora, le dijo se quería ocupar en ciertos tratos de mercancías. Vendió la hacienda y, puesta en cequíes _moneda de oro fino berberisca_, con las más joyas que pudo, dejándola sola y pobre, se vino huyendo. Y sin que algún amigo ni enemigo lo supiera, reduciéndose a la fe de Jesucristo, arrepentido y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia; la cual siéndole dada, después de cumplida pasó adelante a cobrar su deuda. Ésta fue la causa por que jamás le creyeron obra que hiciese buena. Si otra les piden, dirán lo que muchas veces con impertinencia y sin propósito me dijeron: que quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo en aquel género de maldad. La proposición es verdadera; pero no hay alguna sin excepción. ¿Qué sabe nadie de la manera que toca Dios a cada uno y si, conforme dice una Auténtica, tenía ya reintegradas las costumbres?

         Veis aquí, sin más acá ni más allá, los linderos de mi padre. Porque decir que se alzó dos o tres veces con haciendas ajenas, también se le alzaron a él, no es maravilla. Los hombres no son de acero ni están obligados a tener como los clavos, que aun a ellos les falta la fuerza y suelen soltar y aflojar. Estratagemas son de mercaderes, que donde quiera se pratican, en España especialmente, donde lo han hecho granjería ordinaria. No hay de qué nos asombremos; allá se entienden, allá se lo hayan; a sus confesores dan larga cuenta dello. Solo es Dios el juez de aquestas cosas, mire quien los absuelve lo que hace. Muchos veo que lo traen por uso y a ninguno ahorcado por ello. Si fuera delito, mala cosa o hurto, claro está que se castigara, pues por menos de seis reales vemos azotar y echar cien pobretos a las galeras.

         Por no ser contra mi padre, quisiera callar lo que siento; aunque si he de seguir al Filósofo, mi amigo es Platón y mucho más la verdad, conformándome con ella. Perdone todo viviente, que canonizo este caso por muy gran bellaquería, digna de muy ejemplar castigo.

         Alguno del arte mercante me dirá: «Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, pícaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no entiende?» Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar, que de buena gana sufriera tus oprobios, en tal que se castigara y tuviera remedio esta honrosa manera de robar, aunque mi padre estrenara la horca. Corra como corre, que la reformación de semejantes cosas importantes otras que lo son más, va de capa caída y a mí no me toca: es dar voces al lobo, tener el sol y predicar en desierto.

         Vuelvo a lo que más le achacaron: que estuvo preso por lo que tú dices o a ti te dijeron; que por ser hombre rico y _como dicen_ el padre alcalde y compadre el escribano, se libró; que hartos indicios hubo para ser castigado. Hermano mío, los indicios no son capaces de castigo por sí solos. Así te pienso concluir que todas han sido consejas de horneras, mentiras y falsos testimonios levantados; porque confesándote una parte, no negarás de la mía ser justo defenderte la otra. Digo que tener compadres escribanos es conforme al dinero con que cada uno pleitea; que en robar a ojos vistas tienen algunos el alma del gitano y harán de la justicia el juego de pasa pasa, poniéndola en el lugar que se les antojare, sin que las partes lo puedan impedir ni los letrados lo sepan defender ni el juez juzgar.

          Y antes que me huya de la memoria, oye lo que en la iglesia de San Gil de Madrid predicó a los señores del Consejo Supremo un docto predicador, un viernes de la cuaresma. Fue discurriendo por todos los ministros de justicia hasta llegar al escribano, al cual dejó de industria para la postre, y dijo: «Aquí ha parado el carro, metido y sonrodado está en el lodo; no sé cómo salga, si el ángel de Dios no revuelve la piscina. Confieso, señores, que de treinta y más años a esta parte tengo vistas y oídas confesiones de muchos pecadores que caídos en un pecado reincidieron muchas veces en él, y a todos, por la misericordia de Dios, que han reformado sus vidas y conciencias. Al amancebado le consumieron el tiempo y la mala mujer; al jugador desengañó el tablajero que, como sanguisuela de unos y otros, poco a poco les va chupando la sangre: hoy ganas, mañana pierdes, rueda el dinero, vásele quedando, y los que juegan, sin él; al famoso ladrón reformaron el miedo y la vergüenza; al temerario murmurador, la perlesía, de que pocos escapan; al soberbio su misma miseria lo desengaña, conociéndose que es lodo; al mentiroso puso freno la mala voz y afrentas que de ordinario recibe en sus mismas barbas; al desatinado blasfemo corrigieron continuas reprehensiones de sus amigos y deudos. Todos tarde o temprano sacan fruto y dejan, como la culebra, el hábito viejo, aunque para ello se estrechen. A todos he hallado señales de su salvación; en sólo el escribano pierdo la cuenta: ni le hallo enmienda más hoy que ayer, este año que los treinta pasados, que siempre es el mismo. Ni sé cómo se confiesa ni quién lo absuelve _digo al que no usa fielmente de su oficio_, porque informan y escriben lo que se les antoja, y por dos ducados o por complacer a el amigo y aun a la amiga _que negocian mucho los mantos_ quitan las vidas, las honras y las haciendas, dando puerta a infinito número de pecados. Pecan de codicia insaciable, tienen hambre canina, con un calor de fuego infernal en el alma, que les hace tragar sin mascar, a diestro y a siniestro, la hacienda ajena. Y como reciben por momentos lo que no se les debe, y aquel dinero, puesto en las palmas de las manos, en el punto se convierte en sangre y carne, no lo pueden volver a echar de sí, y al mundo y al diablo sí. Y así me parece que cuando alguno se salva _que no todos deben de ser como los que yo he llegado a tratar_, al entrar en la gloria, dirán los ángeles unos a otros llenos de alegría: Laetamini in Domino. ¿Escribano en el cielo? Fruta nueva, fruta nueva.» Con esto acabó su sermón.

          Que hayan vuelto al escribano, pase. También sabrá responder por sí, dando a su culpa disculpa, que el hierro también se puede dorar. Y dirán que son los aranceles del tiempo viejo, que los mantenimientos cada día valen más, que los pechos y derechos crecen, que no les dieron de balde los oficios, que de su dinero han de sacar la renta y pagarse de la ocupación de su persona.

          Y así debió de ser en todo tiempo, pues Aristóteles dice que el mayor daño que puede venir a la república es de la venta de los oficios. Y Alcámeno, espartano, siendo preguntado cómo será un reino bienaventurado, respondió que menospreciando el rey su propia ganancia. Mas el juez que se lo dieron gracioso, en confianza para hacer oficio de Dios, y, así se llaman dioses de la tierra, decir deste tal que vende la justicia dejando de castigar lo malo y premiar lo bueno y que, si le hallara rastro de pecado, lo salvara, niégolo y con evidencia lo pruebo.

          ¿Quién ha de creer haya en el mundo juez tan malo, descompuesto ni desvergonzado _que tal sería el que tal hiciese_, que rompa la ley y le doble la vara un monte de oro? Bien que por ahí dicen algunos que esto de pretender oficios y judicaturas va por ciertas indirectas y destiladeras, o, por mejor decir, falsas relaciones con que se alcanzan; y después de constituidos en ellos, para volver algunos a poner su caudal en pie, se vuelven como pulpos. No hay poro ni coyuntura en todo su cuerpo que no sean bocas y garras. Por allí les entra y agarran el trigo, la cebada, el vino, el aceite, el tocino, el paño, el lienzo, sedas, joyas y dineros. Desde las tapicerías hasta las especerías, desde su cama hasta la de su mula, desde lo más granado hasta lo más menudo; de que sólo el arpón de la muerte los puede desasir, porque en comenzándose a corromper, quedan para siempre dañados con el mal uso y, así reciben como si fuesen gajes, de manera que no guardan justicia; disimulan con los ladrones, porque les contribuyen con las primicias de lo que roban; tienen ganado el favor y perdido el temor, tanto el mercader como el regatón, y con aquello cada no tiene su ángel de guarda comprado por su dinero, o con lo más difícil de enajenar, para las impertinentes necesidades del cuerpo, demás del que Dios les dio para las importantes del alma.

         Bien puede ser que algo desto suceda y no por eso se ha de presumir; mas el que diere con la codicia en semejante bajeza, será de mil uno, mal nacido y de viles pensamientos, y no le quieras mayor mal ni desventura: consigo lleva el castigo, pues anda señalado con el dedo. Es murmurado de los hombres, aborrecido de los ángeles, en público y secreto vituperado de todos. Y así no por éste han de perder los demás; y si alguno se queja de agraviado, debes creer que, como sean los pleitos contiendas de diversos fines, no es posible que ambas partes queden contentas de un juicio. Quejosos ha de haber con razón o sin ella, pero advierte que estas cosas quieren solicitud y maña. Y si te falta, será la culpa tuya, y no será mucho que pierdas tu derecho, no sabiendo hacer tu hecho, y que el juez te niegue la justicia, porque muchas veces la deja de dar al que le consta tenerla, porque no la prueba y lo hizo el contrario bien, mal o como pudo; y otras por negligencia de la parte o porque les falta fuerza y dineros con que seguirla y tener opositor poderoso. Y así no es bien culpar jueces, y menos en superiores tribunales, donde son muchos y escogidos entre los mejores; y cuando uno por alguna pasión quisiese precipitarse, los otros no la tienen y le irían a la mano.

          Acuérdome que un labrador en Granada solicitaba por su interese un pleito, en voz de concejo, contra el señor de su pueblo, pareciéndole que lo había con Pero Crespo, el alcalde dél, y que pudiera traer los oidores de la oreja. Y estando un día en la plaza Nueva mirando la portada de la Chancillería, que es uno de los más famosos edificios, en su tanto, de todos los de España, y a quien de los de su manera no se le conoce igual en estos tiempos, vio que las armas reales tenían en el remate a los dos lados la Justicia y Fortaleza. Preguntándole otro labrador de su tierra qué hacía, por qué no entraba a solicitar su negocio, le respondió: «Estoy considerando que estas cosas no son para mí, y de buena gana me fuera para mi casa; porque en ésta tienen tan alta la Justicia, que no se deja sobajar, ni sé si la podré alcanzar.»

          No es maravilla, como dije, y lo sería, aunque uno la tenga, no sabiendo ni pudiéndola defender, si se la diesen. A mi padre se la dieron porque la tuvo, la supo y pudo pleitear; demás que en el tormento purgó los indicios y tachó los testigos de pública enemistad, que deponían de vanas presunciones y de vano fundamento.

          Ya oigo al murmurador diciendo la mala voz que tuvo: rizarse, afeitarse y otras cosas que callo, dineros que bullían, presentes que cruzaban, mujeres que solicitaban, me dejan la espina en el dedo. Hombre de la maldición, mucho me aprietas y, cansado me tienes: pienso desta vez dejarte satisfecho y no responder más a tus replicatos, que sería proceder en infinito aguardar a tus sofisterías. Y así, no digo que dices disparates ni cosas de que no puedas obtener la parte que quisieres, en cuanto la verdad se determina. Y cuando los pleitos andan de ese modo, escandalizan, mas todo es menester. Líbrete Dios de juez con leyes del encaje y escribano enemigo de cualquier dellos cohechado.

          Mas cuando te quieras dejar llevar de la opinión y voz del vulgo _ que siempre es la más flaca y menos verdadera, por serlo el sujeto de donde sale_, dime como cuerdo: ¿todo cuanto has dicho es parte para que indubitablemente mi padre fuese culpado? Y más que, si es cierta la opinión de algunos médicos, que lo tienen por enfermedad, ¿quién puede juzgar si estaba mi padre sano? Y a lo que es tratar de rizados y más porquerías, no lo alabo, ni a los que en España lo consienten, cuanto más a los que lo hacen.

          Lo que le vi el tiempo que lo conocí, te puedo decir. Era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de naturaleza, tenía los ojos grandes, turquesados. Traía copete y sienes ensortijadas. Si esto era propio, no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara ni arrojara en la calle semejantes prendas. Pero si es verdad, como dices, que se valía de untos y artificios de sebillos que los dientes y manos, que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías, confesaréte cuanto dél dijeres y seré su capital enemigo y de todos los que de cosa semejante tratan; pues demás que son actos de afeminados maricas, dan ocasión para que dellos murmuren y se sospeche toda vileza, viéndolos embarrados y compuestos con las cosas tan solamente a mujeres permitidas, que, por no tener bastante hermosura, se ayudan de pinturas y barnices, a costa de su salud y dinero. Y es lástima de ver que no sólo las feas son las que aquesto hacen, sino aun las muy hermosas, que pensando parecerlo más, comienzan en la cama por la mañana y acaban a mediodía, la mesa puesta. De donde no sin razón digo que la mujer, cuanto más mirare la cara, tanto más destruye la casa. Si esto es aun en mujeres vituperio, ¿cuánto lo será más en los hombres?

           ¡Oh fealdad sobre toda fealdad, afrenta de todas las afrentas! No me podrás decir que amor paterno me ciega ni el natural de la patria me cohecha, ni me hallarás fuera de razón y verdad. Pero si en lo malo hay descargo, cuando en alguna parte hubiera sido mi padre culpado, quiero decirte una curiosidad, por ser este su lugar, y todo sucedió casi en un tiempo. A ti servirá de viso y a mí de consuelo, como mal de muchos.

           El año de mil y quinientos y doce, en Ravena, poco antes que fuese saqueada, hubo en Italia crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy estraño, que puso grandísima admiración. Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo, cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno en la frente. Faltábanle los brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago. Tenía en el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz bien formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No tenía más de un muslo y en él una pierna con su pie de milano y las garras de la misma forma. En el ñudo de a rodilla tenía un ojo solo.

           De aquestas monstruosidades tenían todos muy gran admiración; y considerando personas muy doctas que siempre semejantes monstruos suelen ser prodigiosos, pusiéronse a especular su significación. Y entre las más que se dieron, fue sola bien recebida la siguiente: que el cuerno significaba orgullo y ambición; las alas, inconstancia y ligereza; falta de brazos, falta de buenas obras; el pie de ave de rapiña, robos, usuras y avaricias; el ojo en la rodilla, afición a vanidades y cosas mundanas; los dos sexos, sodomía y bestial bruteza; en todos los cuales vicios abundaba por entonces toda Italia, por lo cual Dios la castigaba con aquel azote de guerras y disensiones. Pero la cruz y la Y eran señales buenas y dichosas, porque la Y en el pecho significaba virtud; la cruz en el vientre, que si, reprimiendo las torpes carnalidades, abrazasen en su pecho la virtud, les daría Dios paz y ablandaría su ira.

           Ves aquí, en caso negado, que, cuando todo corra turbios, iba mi padre con el hilo de la gente y no fue solo el que pecó. Harto más digno de culpa serías tú, si pecases, por la mejor escuela que has tenido. Ténganos Dios de su mano para no caer en otras semejantes miserias, que todos somos hombres.

Capítulo II

Guzmán de Alfarache prosigue contando quiénes fueron sus padres. Principio del conocimiento y amores de su madre

 V

 

olviendo a mi cuento, ya dije, si mal no me acuerdo, que, cumplida la penitencia, vino a Sevilla mi padre por cobrar la deuda, sobre que hubo muchos dares y tomares, demandas y respuestas; y si no se hubiera purgado en salud, bien creo que le saltara en arestín, mas como se labró sobre sano, ni le pudieron coger por seca ni descubrieron blanco donde hacerle tiro. Hubieron de tomarse medios, el uno por no pagarlo todo y el otro por no perderlo todo: del agua vertida cogióse lo que se pudo.

 Con lo que le dieron volvió el naipe en rueda. Tuvo tales y tan buenas entradas y suertes, que ganó en breve tiempo de comer y aun de cenar. Puso una honrada casa, procuro arraigarse, compró una heredad, jardín en San Juan de Alfarache, lugar de mucha recreación, distante de Sevilla poco más de media legua, donde muchos días, en especial por las tardes, el verano, iba por u pasatiempo y se hacían banquetes.

    Aconteció que, como los mercaderes hacían lonja para sus contrataciones en las Gradas de la Iglesia Mayor (que era un andén o paseo hecho a la redonda della, por la parte de afuera tan alto como a los pechos, considerado desde lo llano de la calle, a poco más o menos, todo cercado de gruesos mármoles y fuertes cadenas), estando allí mi padre paseándose con otros tratantes, acertó a pasar un cristianismo. A lo que se supo, era hijo secreto de cierto personaje. Entróse tras la gente hasta la pila del baptismo por ver a mi madre que, con cierto caballero viejo de hábito militar, que por serlo comía mucha renta de la iglesia, eran padrinos. Ella era gallarda, grave, graciosa, moza, hermosa, discreta y de mucha compostura. Estúvola mirando todo el tiempo que dio lugar el ejercicio de aquel sacramento, como abobado de ver tan peregrina hermosura; porque con la natural suya, sin traer aderezo en el rostro, era tan curioso y bien puesto el de su cuerpo, que, ayudándose unas prendas a otras, toda en todo, ni el pincel pudo llegar ni la imaginación ventajarse. Las partes y faiciones de mi padre ya las dije.

 Las mujeres, que les parece los tales hombres pertenecer a la divinidad y que como los otros no tienen pasiones naturales, echó de ver con el cuidado que la miraba y no menos entre sí holgaba dello, aunque lo disimulaba. Que no hay mujer tan alta que no huelgue ser mirada, aunque el hombre sea muy bajo. Los ojos parleros, las bocas callando, se hablaron, manifestando por ellos los corazones, que no consienten las almas velos en estas ocasiones. Por entonces no hubo más de que se supo ser prenda de aquel caballero, dama suya, que con gran recato la tenía consigo. Fuese a su casa la señora y mi padre quedó rematado, sin poderla un punto apartar de sí.

    Hizo para volver a verla muy extraordinarias diligencias; pero, si no fue algunas fiestas en misa, jamás pudo de otra manera en muchos días. La gotera cava la piedra y la porfía siempre vence, porque la continuación en las cosas las dispone. Tanto cavó con la imaginación, que halló traza por los medios de una buena dueña de tocas largas reverendas, que suelen ser las tales ministros de Satanás, con que mina y prostra las fuertes torres de las más castas mujeres; que por ellas mejorarse de monjiles y mantos y tener en sus cajas otras de mermelada, no habrá traición que no intenten, fealdad que no soliciten, sangre que no saquen, castidad que no manchen, limpieza que no ensucien, maldad con que no salgan. Ésta, pues, acariciándola con palabras y regalándola con obras, iba y venía con papeles. Y porque la dificultad está toda en los principios y al enhornar suelen hacerse los panes tuertos, él se daba buena maña; y por haber oído decir que el dinero allana las mayores dificultades, manifestó siempre su fe con obras, porque no se la condenasen por muerta.

 Nunca fue perezoso ni escaso. Comenzó _como dije_ con la dueña a sembrar, con mi madre a pródigamente gastar; ellas alegremente a recebir. Y como al bien la gratitud es tan debida y el que recibe queda obligado a reconocimiento, la dueña lo solicitó de modo que a las buenas ganas que mi madre tuvo fue llegando leño a leño y de flacas estopas levantó brevemente un terrible fuego. Que muchas livianas burlas acontecen a hacer pesadas veras. Era _como lo has oído_ mujer discreta, quería y recelaba, iba y venía a su corazón, como al oráculo de sus deseos. Poniendo el pro y el contra, ya lo tenía de la haz, ya del envés; ya tomaba resolución, va lo volvía a conjugar de nuevo. Últimamente ¿qué no la plata, qué no corrompe el oro?

 Este caballero era hombre mayor, escupía, tosía, quejábase de piedra, riñón y urina. Muy de ordinario lo había visto en la cama desnudo a su lado: no le parecía como mi padre, de aquel talle ni brío; y siempre el mucho trato, donde no hay Dios, pone enfado. Las novedades aplacen, especialmente a mujeres, que son de suyo noveleras, como la primera materia, que nunca cesa de apetecer nuevas formas. Determinábase a dejarlo y mudar de ropa, dispuesta a saltar por cualquier inconveniente; mas la mucha sagacidad suya y largas experiencias, heredadas y mamadas al pecho de su madre, le hicieron camino y ofrecieron ingeniosa resolución. Y sin duda el miedo de perder lo servido la tuvo perpleja en aquel breve tiempo, que de otro modo ya estaba bien picada. Que o que mi padre le significó una vez, el diablo se lo repitió diez, y así no estaba tan dificultosa de ganarse Troya.

 La señora mi madre hizo su cuenta: «En esto no pierde mi persona ni vendo alhaja de mi casa, por mucho que a otros dé. Soy como la luz: entera me quedo y nada se me gasta. De quien tanto he recebido, es bien mostrarme agradecida: no le he de ser avarienta. Con esto coseré a dos cabos, comeré con dos carrillos. Mejor se asegura la nave sobre dos ferros, que con uno: cuando el uno suelte, queda el otro asido. Y si la casa se cayere, quedando el palomar en pie, no le han de faltar palomas». En esta consideración trató con su dueña el cómo y cuándo sería. Viendo, pues, que en su casa era imposible tener sus gustos efecto, entre otras muchas y muy buenas trazas que se dieron, se hizo, por mejor, elección de la siguiente.

 Era entrado el verano, fin de mayo, y el pago de Gelves y San Juan de Alfarache el más deleitoso de aquella comarca, por la fertilidad y disposición de la tierra, que es toda una, y vecindad cercana que le hace el río Guadalquivir famoso, regando y calificando con sus aguas todas aquellas huertas y florestas. Que con razón, si en la tierra se puede dar conocido paraíso, se debe a este sitio el nombre dél: tan adornado está de frondosas arboledas, lleno y esmaltado de varias flores, abundante de sabrosos frutos, acompañado de plateadas corrientes, fuentes spejadas, frescos aires y sombras deleitosas, donde los rayos del sol no tienen en tal tiempo licencia ni permisión de entrada.

 A una destas estancias de recreación concertó mi madre, con su medio matrimonio y alguna de la gente de su casa, venirse a holgar un día. Y aunque no era a la de mi padre la heredad adonde iban, estaba un poco más adelante, en término de Gelves, que de necesidad se había de pasar por nuestra puerta. Con este cuidado y sobre concierto, cerca de llegar a ella mi madre se comenzó a quejar de un repentino dolor de estómago. Ponía el achaque al fresco de la mañana, de do se había causado; fatigóla de manera, que le fue forzoso dejarse caer de la jamuga en que en un pequeño sardesco iba sentada, haciendo tales estremos, gestos y ademanes _apretándose el vientre, torciendo las manos, desmayando la cabeza, desabrochándose los pechos_, que todos la creyeron y a todos amancillaba, teniéndole compasiva lástima.

 Comenzábanse a llegar pasajeros; cada uno daba su remedio. Mas como no había de dónde traerlo ni lugar para hacerlo, eran impertinentes. Volver a la ciudad, imposible; pasar de allí, dificultoso; estarse quedos en medio del camino, ya puedes ver el mal comodo. Los acidentes crecían. Todos estaban confusos, no sabiendo qué hacerse. Uno de los que se llegaron, que fue de propósito echado para ello, dijo:

 _Quítenla del pasaje, que es crueldad no remediarla, y métanla en la casa desta heredad primera.

    Todos lo tuvieron por bueno y determinaron, en tanto que pasase aquel accidente, pedir a los caseros la dejasen entrar. Dieron algunos golpes apriesa y recio. La casera fingió haber entendido que era su señor. Salió diciendo:

 _¡Jesús!, ¡ay Dios!, perdone Vuesa Merced, que estaba ocupada y no pude más.

    Bien sabía la vejezuela todo el cuento y era de las que dicen: no chero, no sabo. Doctrinada estaba en lo que había de hacer y de mi padre prevenida. Demás que no era lerda y para semejantes achaques tenía en su servicio lo que había menester. Y en esto, entre las más ventajas, la hacen los ricos a los pobres, que los pobres, aunque buenos, siempre son ellos los que sirven a sus malos criados; y los ricos, aunque malos, sirviéndose de buenos son solos los bien servidos. Mi buena mujer abrió su puerta y, desconocida la gente, dijo con disimulo:

 _¡Mal hora!, que pensé que era nuestro amo y no me han dejado gota de sangre en el cuerpo, de cómo me tardaba. Y bien, ¿qué es lo que mandan los señores? ¿Quieren algo sus mercedes?

 El caballero respondió:

 _Mujer honrada, que nos deis lugar donde esta señora descanse un poco, que le ha dado en el camino un grave dolor de estómago.

    La casera, mostrándose con sentimiento, pesarosa, dijo:

 _¡Noramaza sea, qué dolor mal empleado en su cara de rosa! Entren en buen hora, que todo está a su servicio.

    Mi madre, a todas estas, no hablaba y de sólo su dolor se quejaba. La casera, haciéndole las mayores caricias que pudo, les dio la casa franca, metiéndolos en una sala baja, donde en una cama, que estaba armada, tenía puestos en rima unos colchones. Presto los desdobló y, tendidos, luego sacó de un cofre sábanas limpias y delgadas, colcha y almohadas, con que le aderezó en que reposase.

 Bien pudiera estar la cama hecha, el aposento lavado, todo perfumado, ardiendo los pebetes y los pomos vaheando, el almuerzo aderezado y puestas a punto muchas otras cosas de regalo; mas alguna dellas ni la casera llegar a la puerta ni tenella menos que cerrada convino. Antes aguardó a que llamasen para que no pareciera cautela que pudiera engendrar sospecha de donde viniera fácilmente a descubrirse la encamisada, que tal fue la deste día. Mi madre con sus dolores desnudóse, metióse en la cama, pidiendo a menudo paños calientes que, siéndole traídos, haciendo como que los ponía en el vientre, los bajaba más abajo de las rodillas y aun algo apartados de sí, porque con el calor le daban pesadumbre y temía no le causasen alguna remoción, de donde resultara aflojarse el estómago.

    Con este beneficio se fue aliviando mucho y fingió querer dormir, por descansar un poco. El pobre caballero, que sólo su regalo deseaba, holgó dello y la dejó en la cama sola. Luego, cerrando con un cerrojo la sala por defuera, se fue a desenfadar por los jardines, encargando el silencio, que nadie abriese ni hiciese ruido, y a la buena de nuestra dueña en guarda, en tanto que la, recordada, llamase.

    Mi padre no dormía, que con atención lo estaba oyendo todo y acechando lo que podía por la entrada de la llave de la cerradura del postigo de un retrete, donde estaba metido. Y estando todo muy quieto y avisadas la dueña y casera que con cuidado estuviesen en alerta para darles aviso, con cierta seña secreta, cuando el patrón volviese, abrió su puerta para ver y hablar a la señora. En aquel punto cesaron los dolores fingidos y se manifestaron los verdaderos. En esto se entretuvieron largas dos horas, que en dos años no se podría contar lo que en ellas pasaron.

    Ya iba entrando el día con el calor, obligando al caballero a recogerse. Con esto y deseo de saber la mejoría de su enferma y si allí habían de quedar o pasar adelante, le hizo volver a visitarla. En el punto fueron avisados, y mi padre, con gran dolor de su corazón, se volvió a encerrar donde primero estaba.

    Entrando su viejo galán, se mostró adormecida y que, al ruido, recordaba. Hizo luego luego un melindre de enojada, diciendo:

    _¡Ay, válgame Dios!, ¿por qué abrieron tan presto sin quererme dejar que reposase un poco?

    El bueno de nuestro paciente le respondió:

    _Por tus ojos, niña, que me pesa de haberlo hecho, pero más de dos horas has dormido.

 _No, ni media _replicó mi madre_, que agora me pareció cerraba el ojo, y en mi vida no he tenido tan descansado rato.

 No mentía la señora, que con la verdad engañaba, y mostrando el rostro un poco alegre, alabó mucho el remedio que le habían hecho, diciendo que le había dado la vida. El señor se alegró dello, y de acuerdo de ambos concertaron celebrar allí su fiesta y acabar de pasar el día, porque no menos era el jardín ameno que el donde iban. Y por estar no lejos, mandaron volver la comida y las más cosas que allá estaban.

    En tanto que desto se trataba, tuvo mi padre lugar cómo salir secretamente por otra puerta y volverse a Sevilla, donde las horas eran de a mil años, los momentos, largo siglo, y el tiempo que de sus nuevos amores careció, penoso infierno.

    Ya cuando el sol declinaba, serían como las cinco de la tarde, subiendo en su caballo, como cosa ordinaria suya, se vino a la heredad. En ella halló aquellos señores, mostró alegrarse de verlos, pesóle de la desgracia sucedida, de donde resultó el quedarse, porque luego le refirieron lo pasado. Era muy cortés, la habla sonora y no muy clara, hizo muy discretos y disimulados ofrecimientos: de la otra parte no le quedaron deudores. Trabóse la amistad con muchas veras en lo público y con mayores los dos en lo secreto, por las buenas prendas que estaban de por medio.

 Hay diferencia entre buena voluntad, amistad y amor. Buena voluntad es la que puedo tener al que nunca vi ni tuve dél otro conocimiento que oír sus virtudes o nobleza, o lo que pudo y bastó moverme a ello. Amistad llamamos a la que comúnmente nos hacemos tratando y comunicando o por prendas que corren de por medio. De manera, que la buena voluntad se dice entre ausentes y amistad entre presentes. Pero amor corre por otro camino. Ha de ser forzosamente recíproco, traslación de dos almas, que cada una dellas asista más donde ama que adonde anima. Éste es más perfecto, cuanto lo es el objeto; y el verdadero, el divino. Así debemos amar a Dios sobre todas las cosas, con todo nuestro corazón y de todas nuestras fuerzas, pues Él nos ama tanto. Después déste, el conyugal y del prójimo. Porque el torpe y deshonesto no merece ni es digno deste nombre, como bastardo. Y de cualquier manera, donde hubiere amor, ahí estarán los hechizos, no hay otros en el mundo. Por él se truecan condiciones, allanan dificultades y doman fuertes leones. Porque decir que hay bebedizos o bocados para amar, es falso. Y lo tal sólo sirve de trocar el juicio, quitar la vida, solicitar la memoria, causar enfermedades y graves accidentes. El amor ha de ser libre. Con libertad ha de entregar las potencias a lo amado; que el alcaide no da el castillo cuando por fuerza se lo quitan, y el que amase por malos medios no se le puede decir que ama, pues va forzado adonde no le lleva su libre voluntad.

    La conversación anduvo y della se pidió juego. Comenzaron una primera en tercio. Ganó mi madre, porque mi padre se hizo perdedizo. Y queriendo anochecer, dejando de jugar salieron por el jardín a gozar del fresco. En tanto pusieron las mesas. Traída la cena, cenaron y, haciendo para después aderezar de ramos y remos un ligero barco, llegados a la lengua del agua, se entraron en él, oyendo de otros que andaban por el río gran armonía de concertadas músicas, cosa muy ordinaria en semejante lugar y tiempo.

 Así llegaron a la ciudad, yéndose cada uno a su casa y cama; salvo el juicio del buen contemplativo, si mi madre, cual otra Melisendra, durmió con su consorte, "El cuerpo preso en Sansueña y en París cativa el alma."

    Fue tan estrecha la amistad que se hacían de aquel día en adelante los unos a los otros, continuada con tanta discreción y buena maña, por lo mucho que se aventuraba en perderla, cuanto se puede presumir de la sutileza de un levantisco tinto en ginovés, que liquida y apura cuánto más merma, por ciento, el pan partido a manos o el cortado a cuchillo; y de una mujer de las prendas que he dicho, andaluz, criada en buena escuela, cursada entre los dos coros y naves de la Antigua, que antes había tenido achaques, de donde sin conservar cosa propia ni de respeto, el día que asentó la compañía con el caballero, me juró que metió de puesto más de tres mil ducados de solas joyas de oro y plata, sin el mueble de casa y ropas de vestir.

    El tiempo corre, y todo tras él. Cada día que amanece, amanecen cosas nuevas y, por más que hagamos, no podemos excusar que cada momento que pasa no lo tengamos menos de la vida, amaneciendo siempre más viejos y cercanos a la muerte. Era el buen caballero_ como tengo significado_ hombre anciano y cansado; mi madre moza, hermosa y con salsas. La ocasión irritaba el apetito, de manera que su desorden le abrió la sepultura. Comenzó con flaquezas de estómago, demedió en dolores de cabeza, con una calenturilla; después a pocos lances acabó relajadas las ganas del comer. De treta en treta lo consumió el mal vivir y al fin murióse, sin podelle dar vida a que él juraba siempre que lo era suya; y todo mentira, pues lo enterraron quedando ella viva.

    Estábamos en casa cantidad de sobrinos, pero ninguno para con ellos más de a mí de mi madre. Los más eran como pan de diezmo, cada uno de la suya. Que el buen señor, a quien Dios perdone, había holgado poco en esta vida. Y al tiempo de su fallecimiento, ellos por una parte, mi madre por otra, aún el alma tenía en el cuerpo y no sábanas en la cama. Que el saco de Anvers no fue tan riguroso con el temor del secresto. Como mi madre cuajaba la nata, era la ropera, tenía las llaves y privanza, metió con tiempo las manos donde estaba su corazón; aunque lo más importante todo lo tenía ella y dello era señora. Mas viéndose a peligro, parecióle mejor dar con ello salto de mata que después rogar a buenos.

 Diéronse todos tal maña, que apenas hubo con qué enterrarlo. Pasados algunos días, aunque pocos, hicieron muchas diligencias para que la hacienda pareciese. Clavaron censuras por las iglesias y a puertas de casas; mas allí se quedaron, que pocas veces quien hurta lo vuelve. Pero mi madre tuvo excusa: que el que buen siglo haya le decía, cuando visitaba las monedas y recorría los cofres y, escritorios o trayendo algo a su casa: «Esto es tuyo y para ti, señora mía.» Así, le dijeron letrados que con esto tenía satisfecha la conciencia, demás que le era deuda debida: porque, aunque lo ganaba torpemente, no torpemente lo recebía.

    En esta muerte vine a verificar lo que antes había oído decir: que los ricos mueren de hambre, los pobres de ahítos, y los que no tienen herederos y gozan bienes eclesiásticos, de frío; cual éste podrá servir de ejemplo, pues viviendo no le dejaron camisa y la del cuerpo le hicieron de cortesía. Los ricos, por temor no les haga mal, vienen a hacelles mal, pues comiendo por onzas y bebiendo con dedales, viven por adarmes, muriendo de hambre antes que de rigor de enfermedad. Los pobres, como pobres, todos tienen misericordia dellos: unos les envían, otros les traen, todos de todas partes les acuden, especialmente cuando están en aquel estremo. Y como los hallan desflaquecidos y hambrientos, no hacen elección, faltando quien se lo administre; comen tanto que, no pudiéndolo digerir por falta de calor natural, ahogándolo con viandas, mueren ahítos.

 También acontece lo mismo aun en los hospitales, donde algunas piadosas mentecaptas, que por devoción los visitan, les llevan las faltriqueras y mangas llenas de colaciones y criadas cargadas con espuertas de regalos y, creyendo hacerles con ello limosna, los entierran de por amor de Dios. Mi parecer sería que no se consintiese, y lo tal antes lo den al enfermero que al enfermo. Porque de allí saldrá con parecer del médico cada cosa para su lugar mejor distribuido, pues lo que así no se hace es dañoso y peligroso. Y en cuanto a caridad mal dispensada, no considerando el útil ni el daño, el tiempo ni la enfermedad, si conviene o no conviene, los engargantan como a apones en cebadero, con que los matan. De aquí quede asentado que lo tal se dé a los que administran, que lo sabrán repartir, o en dineros para socorrer otras mayores necesidades.

 ¡Oh, qué gentil disparate! ¡Qué fundado en Teología! ¿No veis el salto que he dado del banco a la popa? ¡Qué vida de Juan de Dios la mía para dar esta dotrina! Calentóse el horno y salieron estas llamaradas. Podráseme perdonar por haber sido corto. Como encontré con el cinco, llevémelo de camino. Así lo habré de hacer adelante las veces que se ofrezca. No mires a quien lo dice, sino a lo que se te dice; que el bizarro vestido que te pones, no se considera si lo hizo un corcovado. Ya te prevengo, para que me dejes o te armes de paciencia. Bien sé que es imposible ser de todos bien recebido, pues no hay vasija que mida los gustos ni balanza que los iguale: cada uno tiene el suyo y, pensando que es el mejor, es el más engañado, porque los más los tienen más estragados.

 Vuelvo a mi puesto, que me espera mi madre, ya viuda del primero poseedor, querida y tiernamente regalada del segundo. Entre estas y esotras, ya yo tenía cumplidos tres años, cerca de cuatro; y por la cuenta y reglas de la ciencia femenina, tuve dos padres, que supo mi madre ahijarme a ellos y alcanzó a entender y obrar lo imposible de las cosas. Vedlo a los ojos, pues agradó igualmente a dos señores, trayéndolos contentos y bien servidos. Ambos me conocieron por hijo: el uno me lo llamaba y el otro también. Cuando el caballero estaba solo, le decía que era un estornudo suyo y que tanta similitud no se hallaba en dos huevos. Cuando hablaba con mi padre, afirmaba que él era yo, cortada la cabeza, que se maravillaba, pareciéndole tanto _que cualquier ciego lo conociera sólo con pasar las manos por el rostro_, no haberse descubierto, echándose de ver el engaño; mas que con la ceguedad que la amaban y confianza que hacían de los dos, no se había echado de ver ni puesto sospecha en ello.

 Y así cada uno lo creyó y ambos me regalaban. La diferencia sola fue serlo, en el tiempo que vivió, el buen viejo en lo público y el extranjero en lo secreto, el verdadero. Porque mi madre lo certificaba después, haciéndome largas relaciones destas cosas. Y así protesto no me pare perjuicio lo que quisieren caluniarme. De su boca lo oí, su verdad refiero; que sería gran temeridad afirmar cuál de los dos me engendrase o si soy de otro tercero. En esto perdone la que me parió, que a ninguno está bien decir mentira, y menos a quien escribe, ni quiero que digan que sustento disparates. Mas la mujer que a dos dice que quiere, a entrambos engaña y della no se puede hacer confianza. Esto se entiende por la soltera, que la regla de las casadas es otra. Quieren decir que dos es uno y uno ninguno y tres bellaquería. Porque no haciendo cuenta del marido, como es así la verdad, él solo es ninguno y él con otro hacen uno; y con él otros dos, que son por todos tres, equivalen a los dos de la soltera. Así que, conforme a su razón, cabal está la cuenta. Sea como fuere, y el levantisco, mi padre; que pues ellos lo dijeron y cada uno por sí lo averaba, no es bien que yo apele las partes conformes. Por suyo me llamo, por tal me tengo, pues de aquella melonada quedé ligitimado con el santo matrimonio, y estáme muy mejor, antes que diga un cualquiera que soy malnacido y hijo de ninguno.

    Mi padre nos amó con tantas veras como lo dirán sus obras, pues tropelló con este amor la idolatría del qué dirán, la común opinión, la voz popular, que no le sabían otro nombre sino la comendadora, y así respondía por él como si tuviera colada la encomienda. Sin reparar en esto ni dársele un cabello por esotro, se desposó y casó con ella. También quiero que entiendas que o lo hizo a humo de pajas. Cada uno sabe su cuento y más el cuerdo en su casa que el necio en la ajena.

 En este tiempo intermedio, aunque la heredad era de recreación, esa era su perdición: el provecho poco, el daño mucho, la costa mayor, así de labores como de banquetes. Que las tales haciendas pertenecen solamente a los que tienen otras muy asentadas y acreditadas sobre quien cargue todo el peso; que a la más gente no muy descansada son polilla que les come hasta el corazón, carcoma que se le hace ceniza y cicuta en vaso de ámbar. Esto, por una parte; los pleitos, los amores de mi madre y otros gastos que ayudaron, por otra, lo tenían harto delgado, a pique e dar estrallido, como lo había de costumbre.

 Mi madre era guardosa, nada desperdiciada. Con lo que en sus mocedades ganó y en vida del caballero y con su muerte recogió, vino a llegar casi diez mil ducados, con que se dotó. Con este dinero, hallado de refresco, volvió un poco mi padre sobre sí; como torcida que atizan en candil con poco aceite, comenzó a dar luz; gastó, hizo carroza y silla de manos, no tanto por la gana que dello tenía mi madre, como por la ostentación que no le reconocieran su flaqueza. Conservóse lo menos mal que pudo. Las ganancias no igualaban a las expensas. Uno a ganar y muchos a gastar, el tiempo por su parte a apretar, los años caros, las correspondencias pocas y malas. Lo bien anado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. El pecado lo dio y él _creo_ lo consumió, pues nada lució y mi padre de una enfermedad aguda en cinco días falleció.

 Como quedé niño de poco entendimiento, no sentí su falta; aunque ya tenía de doce años adelante. Y no embargante que venimos en pobreza, la casa estaba con alhajas, de que tuvimos que vender para comer algunos días. Esto tienen las de los que han sido ricos, que siempre vale más el remaniente que el puesto principal de las de los pobres, y en todo tiempo dejan rastros que descubren lo que fue, como las ruinas de Roma.

    Mi madre lo sintió mucho, porque perdió bueno y honrado marido. Hallóse sin él, sin hacienda y con edad en que no le era lícito andar a rogar para valerse de sus prendas ni volver a su crédito. Y aunque su hermosura no estaba distraída, teníanla los años algo gastada. Hacíasele de mal, habiendo sido rogada de tantos tantas veces, no serlo también entonces y de persona tal que nos pelechara; que no lo siendo, ni ella lo hiciera ni yo lo permitiera.

Aun hasta en esto fui desgraciado, pues aquel juro que tenía se acabó cuando tuve dél mayor necesidad. Mal dije se acabó, que aún estaba de provecho y pudiera tener el día que se puso tocas poco más de cuarenta años. Yo he conocido después acá doncellejas de más edad y no tan buena gracia llamarse niñas y afirmar que ayer salieron de mantillas. Mas, aunque a mi madre no se le onocía tanto, ella, como dije, no diera su brazo a torcer y antes muriera de hambre que bajar escalones ni faltar un quilate de su punto.

 Veisme aquí sin uno y otro padre, la hacienda gastada y, lo peor de todo, cargado de honra y la casa sin persona de provecho para poderla sustentar. Por la parte de mi padre no me hizo el Cid ventaja, porque atravesé la mejor partida de la señoría. Por la de mi madre no me faltaban otros tantos y más cachivaches de los abuelos. Tenía más enjertos que los cigarrales de Toledo, según después entendí. Como cosa pública lo digo, que tuvo mi madre dechado en la suya y labor de que sacar cualquier obra virtuosa. Y así por los proprios pasos parece la iba siguiendo, salvo n los partos, que a mi abuela le quedó hija para su regalo y a mi madre hijo para su perdición.

    Si mi madre enredó a dos, mi abuela dos docenas. Y como a pollos _como dicen_ los hacía comer juntos en un tiesto y dormir en un nidal, sin picarse los unos a los otros ni ser necesario echalles capirotes. Con esta hija enredó cien linajes, diciendo y jurando a cada padre que era suya; y a todos les parecía: a cuál en los ojos, a cuál en la boca y en más partes y composturas del cuerpo, hasta fingir lunares para ello, sin faltar a quien pareciera en el escupir. Esto tenía por excelencia bueno, que la parte presente siempre la llamaba de aquel apellido; y si dos o más había, el nombre a secas. El propio era Marcela, su don por encima despolvoreado, porque se compadecía menos dama sin don, que casa sin aposento, molino sin rueda ni cuerpo sin sombras. Los cognombres, pues eran como quiera, yo certifico que procuró apoyarla con lo mejor que pudo, dándole más casas nobles que pudiera un rey de armas, y fuera repetirlas una letanía. A los Guzmanes era donde se inclinaba más, y certificó en secreto a mi madre que a su parecer, según se ditaba su conciencia y para descargo della, creía, por algunas indirectas, haber sido hija de un caballero, deudo cercano a los duques de Medina Sidonia.

    Mi abuela supo mucho y hasta que murió tuvo qué gastar. Y no fue maravilla, pues le tomó la noche cuando a mi madre le amanecía, y la halló consigo a su lado; que el primer tropezón le valió más de cuatro mil ducados, con un rico perulero que contaba el dinero por espuertas. Nunca falleció de su punto ni lo perdió de su deber; ni se le fue cristiano con sus derechos ni dio al diablo primicia. Aun si otro tanto nos aconteciera el mal fuera menos, o, si como nací solo, naciera una hermana, arrimo de mi madre, báculo de su vejez, columna de nuestras miserias, puerto de nuestros naufragios, diéramos dos higas a la fortuna. Sevilla era bien acomodada para cualquier granjería y tanto se lleve a vender como se compra, porque hay marchantes para todo. Es patria común, dehesa franca, ñudo ciego, campo abierto, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y ninguno la tiene. O si no, la corte, que es la mar que todo lo sorbe y adonde todo va a parar. Que no fuera yo menos hábil que los otros. No me faltaran entretenimientos, oficios, comisiones y otras cosas honrosas, con tal favor a mi lado, que era tenerlo en la bolsa. Y a mal suceder, no nos pudiera faltar comer y beber como reyes; que al hombre que lleva semejante prenda que empeñar o vender, siempre tendrá quien la compre o le é sobre ella lo necesario.

    Yo fui desgraciado, como habéis oído: quedé solo, sin árbol que me hiciese sombra, los trabajos a cuestas, la carga pesada, las fuerzas flacas, la obligación mucha, la facultad poca. Ved si un mozo como yo, que ya galleaba, fuera justo con tan honradas partes estimarse en algo.

    El mejor medio que hallé fue probar la mano, para salir de miseria, dejando mi madre y tierra. Hícelo así, y, para no ser conocido, no me quise valer del apellido de mi padre; púseme el Guzmán de mi madre y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio. Con esto salí a ver mundo, peregrinando por él, encomendándome a Dios y buenas gentes, en quien hice confianza.

Capítulo III

Cómo Guzmán salió de su casa un viernes por la tarde y lo que le sucedió en una venta

E

 

ra yo muchacho vicioso y regalado, criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda _como lo has oído_, cebado a torreznos, molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado, más que hijo de mercader de Toledo o tanto. Hacíaseme de mal dejar mi casa, deudos y amigos; demás que es dulce amor el de la patria. Siéndome forzoso, no pude excusarlo. Alentábame mucho el deseo de ver mundo, ir a reconocer en Italia mi noble parentela.

    Salí, que no debiera, pude bien decir, tarde y con mal. Creyendo hallar copioso remedio, perdí el poco que tenía. Sucedióme lo que al perro con la sombra de la carne. Apenas había salido de la puerta, cuando sin poderlo resistir, dos Nilos reventaron de mis ojos, que regándome el rostro en abundancia, quedó todo de lágrimas bañado. Esto y querer anochecer no me dejaban ver cielo ni palmo de tierra por donde iba. Cuando llegué a San Lázaro, que está de la ciudad poca instancia, sentéme en la escalera o gradas por donde suben a aquella devota ermita.

    Hice allí de nuevo alarde de mi vida y discursos della. Quisiera volverme, por haber salido mal apercebido, con poco acuerdo y poco dinero para viaje tan largo, que aun para corto no llevaba. Y sobre tantas desdichas _que, cuando comienzan, vienen siempre muchas y enzarzadas unas de otras como cerezas_ era viernes en la noche y algo oscura; no había cenado ni merendado: si fuera día de carne, que a la salida de la ciudad, aunque fuera naturalmente ciego, el olor me llevara en alguna pastelería, comprara un pastel con que me entretuviera y enjugara el llanto, el mal fuera menos.

    Entonces eché de ver cuánto se siente más el bien perdido y la diferencia que hace del hambriento el harto. Los trabajos todos comiendo se pasan; donde la comida falta, no hay bien que llegue ni mal que no sobre, gusto que dure ni contento que asista: todos riñen sin saber por qué, ninguno tiene culpa, unos a otros la ponen, todos trazan y son quimeristas, todo es entonces gobierno y filosofía.

    Vime con ganas de cenar y sin qué poder llegar a la boca, salvo agua fresca de una fuente que allí estaba. No supe qué hacer ni a qué puerto echar. Lo que por una parte me daba osadía, por otra me acobardaba. Hallábame entre miedos y esperanzas, el despeñadero a los ojos y lobos a las espaldas. Anduve vacilando; quise ponerlo en las manos de Dios: entré en la iglesia, hice mi oración, breve, pero no sé sí devota: no me dieron lugar para más por ser hora de cerrarla y recogerse. Cerróse la noche y con ella mis imaginaciones, mas no los manantiales y llanto. Quedéme con él dormido sobre un poyo del portal acá fuera.

    No sé qué lo hizo, si es que por ventura las melancolías quiebran en sueño, como lo dio a entender el montañés que, llevando a enterrar a su mujer, iba en piernas, descalzo y el sayo del revés, lo de dentro afuera. En aquella tierra están las casas apartadas, y algunas muy lejos de la iglesia; pasando, pues, por la taberna, vio que vendían vino blanco. Fingió quererse quedar a otra cosa y dijo: «Anden, señores, con la malograda, que en un trote los alcanzo...» Así, se entró en la taberna y de un sorbito en otro emborrachóse, quedándose dormido. Cuando los del acompañamiento volvieron del entierro y lo hallaron en el suelo tendido, lo llamaron. Él, recordando, les dijo: «¡Mal hora!, señores, perdonen sus mercedes, que ¡ma Dios! non hay así cosa que tanta sed y sueño poña como sinsaborias».

    Así yo, que ya era del sábado el sol salido casi con dos horas, cuando vine a saber de mí. No sé si despertara tan presto si los panderos y bailes de unas mujeres que venían a velar aquel día, con el tañer y cantar no me recordaran. Levantéme, aunque tarde, hambriento y soñoliento, sin saber dónde estaba, que aún me parecía cosa de sueño. Cuando vi que eran veras, dije entre mí: «Echada está la suerte, ¡vaya Dios comigo!» Y con resolución comencé mi camino; pero no sabía para dónde iba ni en ello había reparado.

    Tomé por el uno que me pareció más hermoso, fuera donde fuera. Por lo de entonces me acuerdo de las casas y repúblicas mal gobernadas, que hacen los pies el oficio de la cabeza. Donde la razón y entendimiento no despachan, es fundir el oro, salga lo que saliere, y adorar después un becerro. Los pies me llevaban; yo los iba siguiendo, saliera bien o mal, a monte o a poblado.

    Quísome parecer a lo que aconteció en la Mancha con un médico falso. No sabía letra ni había nunca estudiado. Traía consigo gran cantidad de receptas, a una parte de jarabes y a otra de purgas. Y cuando visitaba algún enfermo, conforme al beneficio que le había de hacer, metía la mano y sacaba una, diciendo primero entre sí: «¡Dios te la depare buena!», y así le daba la con que primero encontraba. En sangrías no había cuenta con vena ni cantidad, mas de a poco más o menos, como le salía de la boca. Tal se arrojaba por medio de los trigos.

     Pudiera entonces decir a mí mismo: «¡Dios te la depare buena!», pues no sabía la derrota que llevaba ni a la parte que caminaba. Mas, como su divina Majestad envía los trabajos según se sirve y para los fines que sabe, todos enderezados a nuestro mayor bien, si queremos aprovecharnos dellos, por todos le debemos dar gracias, pues son señales que no se olvida de nosotros. A mí me comenzaron a venir y me siguieron, sin dar un momento de espacio desde que comencé a caminar, y así en todas partes nunca me faltaron. Mas no eran éstos de los que Dios envía, sino los que yo me buscaba.

    La diferencia que hay de unos a otros es que los venidos de la mano de Dios Él sabe sacarme dellos, y son los tales minas de oro finísimo, joyas preciosísimas cubiertas con una ligera capa de tierra, que con poco trabajo se pueden descubrir y hallar. Mas los que los hombres toman por sus vicios y deleites son píldoras doradas que, engañando la vista con apariencia falsa de sabroso gusto, dejan el cuerpo descompuesto y desbaratado. Son verdes prados llenos de ponzoñosas víboras; piedras al parecer de mucha estima, y debajo están llenas de alacranes, eterna muerte que con breve vida engaña.

    Este día, cansado de andar solas dos leguas pequeñas _que para mí eran las primeras que había caminado_, ya me pareció haber llegado a los antípodas y, como el famoso Colón, descubierto un mundo nuevo. Llegué a una venta sudado, polvoroso, despeado, triste y, sobre todo, el molino picado, el diente agudo y el estómago débil. Sería mediodía. Pedí de comer; dijeron que no había sino sólo huevos. No tan malo si lo fueran: que a la bellaca de la ventera, con el mucho calor o que la zorra le matase la gallina, se quedaron empollados, y por no perderlo todo los iba encajando con otros buenos. No lo hizo así comigo, que cuales ella me los dio, le pague Dios la buena obra. Viome muchacho, boquirrubio, cariampollado, chapetón. Parecíle un Juan de buen alma y que para mí bastara quequiera. Preguntóme:

 _¿De dónde sois, hijo?

 Díjele que de Sevilla. Llegóseme más y, dándome con su mano unos golpecitos debajo de la barba, me dijo:

 _¿Y adónde va el bobito?

 ¡Oh, poderoso Señor, y cómo con aquel su mal resuello me pareció que contraje vejez y con ella todos los males! Y si tuviera entonces ocupado el estómago con algo, lo trocara en aquel punto, pues me hallé con las tripas junto a los labios.

 Díjele que iba a la corte, que me diese de comer. Hízome sentar en un banquillo cojo y encima de un poyo me puso un barredero de horno, con un salero hecho de un suelo de cántaro, un tiesto de gallinas lleno de agua y una media hogaza más negra que los manteles. Luego me sacó en un plato una tortilla de huevos, que pudiera llamarse mejor emplasto de huevos.

 Ellos, el pan, jarro, agua, salero, sal, manteles y la huéspeda, todo era de lo mismo. Halléme bozal, el estómago apurado, las tripas de posta, que se daban unas con otras de vacías. Comí, como el puerco la bellota, todo a hecho; aunque verdaderamente sentía crujir entre los dientes los tiernecitos huesos de los sin ventura pollos, que era como hacerme cosquillas en las encías. Bien es verdad que se me hizo novedad, y aun en el gusto, que no era como el de los otros huevos que solía comer en casa de mi madre; mas dejé pasar aquel pensamiento con la hambre y cansancio, areciéndome que la dinstancia de la tierra lo causaba y que no eran todos de un sabor ni calidad. Yo estaba de manera que aquello tuve por buena suerte.

    Tan propio es al hambriento no reparar en salsas, como al necesitado salir a cualquier partido. Era poco, pasélo presto con las buenas ganas. En el pan me detuve algo más. Comílo a pausas, porque siendo muy malo, fue forzoso llevarlo de espacio, dando lugar unos bocados a otros que bajasen al estómago por su orden. Comencélo por las cortezas y acabélo en el migajón, que estaba hecho engrudo; mas tal cual, no le perdoné letra ni les hice a las hormigas migaja de cortesía más que si fuera poco y bueno. Así acontece si se juntan buenos comedores en un plato de fruta, que picando primero en la más madura, se comen después la verde, sin dejar memoria de lo que allí estuvo. Entonces comí, como dicen, a rempujones media hogaza y, si fuera razonable y hubiera de hartar a mis ojos, no hiciera mi agosto con una entera de tres libras.

    Era el año estéril de seco y en aquellos tiempos solía Sevilla padecer; que aun en los prósperos pasaba trabajosamente: mirad lo que sería en los adversos. No me está bien ahondar en esto ni decir el porqué. Soy hijo de aquella ciudad: quiero callar, que todo el mundo es uno, todo corre unas parejas, ninguno compra regimiento con otra intención que para granjería, ya sea pública o secreta. Pocos arrojan tantos millares de ducados para hacer bien a los pobres, antes a sí mismos, ues para dar medio cuarto de limosna la examinan.

    Desta manera pasó con un regidor, que viéndole un viejo de su pueblo exceder de su obligación, le dijo:

 _¿Cómo, Fulano N.? ¿Eso es lo que jurastes, cuando en ayuntamiento os recibieron, que habíades de volver por los menudos?

    Él respondió diciendo:

    _¿Ya no veis cómo lo cumplo, pues vengo por ellos cada sábado a la carnicería? Mi dinero me cuestan _y eran los de los carneros...

    Desta manera pasa todo en todo lugar. Ellos traen entre sí la maza rodando, hoy por mí, mañana por ti, déjame comprar, dejaréte vender; ellos hacen los estancos en los mantenimientos; ellos hacen las posturas como en cosa suya y, así, lo venden al precio que quieren, por ser todo suyo cuanto se compra y vende. Soy testigo que un regidor de una de las más principales ciudades de Andalucía y reino de Granada tenía ganado y, porque hacía frío, no se le gastaba la leche dél; todos acudían a los buñuelos. Pareciéndole que perdía mucho si la cuaresma entraba y no lo remediaba, propuso en su ayuntamiento que los moriscos buñoleros robaban la república. Dio cuenta por menor de lo que les podían costar y que salían a poco más de a seis maravedís, y así los hizo poner a ocho, dándoles moderada ganancia. Ninguno los quiso hacer, porque se perdían en ellos; y en aquella temporada él gastaba su esquilmo en mantequillas, natas, queso fresco y otras cosas, hasta que fue tiempo de cabaña. Y cuando comenzó a quesear, se los hizo subir a doce maravedís, como estaban antes, pero ya era verano y fuera de sazón para hacerlos. Contaba él este ardid, ponderando cómo los hombres habían de ser vividores.

    Alejado nos hemos del camino. Volvamos a él, que no es bien cargar sólo la culpa de todo al regimiento, habiendo a quien repartir. Demos algo desto a proveedores y comisarios, y no a todos, sino a algunos, y, sea de cinco a los cuatro: que destruyen la tierra, robando a los miserables y viudas, engañando a sus mayores y mintiendo a su rey, los unos por acrecentar sus mayorazgos y los otros por hacerlos y dejar de comer a sus herederos.

    Esto también es diferente de lo que aquí tengo de tratar y pide un entero libro. De mi vida trato en éste: quiero dejar las ajenas, mas no sé si podré, poniéndome los cabes de paleta dejar de tiralles, que no hay hombre cuerdo a caballo. Cuanto más que no hay que reparar de cosas tan sabidas. Lo uno y lo otro, todo está recebido y todos caminan a «viva quien vence». Mas ¡ay! cómo nos engañamos, que somos los vencidos y el que engaña, el engañado.

    Digo, pues, que Sevilla, por fas o por nefas _considerada su abundancia de frutos y la carestía dellos_, padece mucha esterilidad. Y aquel año hubo más, por algunas desórdenes ocultas y codicias de los que habían de procurar el remedio, que sólo atendían a su mejor fortuna. El secreto andaba entre tres o cuatro que, sin considerar los fines, tomaron malos principios y endemoniados medios, en daño de su república.

    He visto siempre por todo lo que he peregrinado que estos ricachos poderosos, muchos dellos son ballenas, que, abriendo la boca de la codicia, lo quieren tragar todo para que sus casas estén proveídas y su renta multiplicada sin poner los ojos en el pupilo huérfano ni el oído a la voz de la triste doncella ni los hombros al reparo del flaco ni las manos de caridad en el enfermo y necesitado; antes con voz de buen gobierno, gobierna cada uno como mejor vaya el agua a su molino. Publican buenos deseos y ejercítanse en malas obras; hácense ovejitas de Dios y esquílmalas el diablo.

    Amasábase pan de centeno, y no tan malo. El que tenía trigo sacaba para su mesa la flor de la harina y todo lo restante traía en trato para el común. Hacíanse panaderos. Abrasaban la tierra los que debieran dejarse abrasar por ella. No te puedo negar que tuvo esto su castigo y que había muchos buenos a quien lo malo parecía mal; pero en las necesidades no se repara en poco. Demás que el tropel de los que lo hacían arrinconaban a los que lo estorbaban, porque eran pobres, y, si obres, basta: no te digo más, haz tu discurso.

    ¿No ves mi poco sufrimiento, cómo no pude abstenerme y cómo sin pensar corrió hasta aquí la pluma? Arrimáronme el acicate y torcíme a la parte que me picaba. No sé qué disculpa darte, si no es la que dan los que llevan por delante sus bestias de carga, que dan con el hombre que encuentran contra una pared o lo derriban por el suelo y después dicen: «Perdone.» En conclusión, todo el pan era malo, aunque entonces no me supo muy mal. Regaléme comiendo, alegréme bebiendo, que los vinos de aquella tierra son generosos.

    Recobréme con esto, y los pies, cansados de llevar el vientre, aunque vacío y de poco peso, ya siendo lleno y cargado, llevaban a los pies. Así proseguí mi camino, y no con poco cuidado de saber qué pudiera ser aquel tañerme castañetas los huevos en la boca. Fui dando y tomando en esta imaginación, que, cuanto más la seguía, más géneros de desventuras me representaba y el estómago se me alteraba; porque nunca sospeché cosa menos que asquerosa, viéndolos tan mal uisados, el aceite negro, que parecía de suelos de candiles, la sartén puerca y la ventera lagañosa.

    Entre unas y otras imaginaciones encontré con la verdad y, teniendo andada otra legua, con sólo aquel pensamiento, fue imposible resistirme. Porque, como a mujer preñada, me iban y venían eruptaciones del estómago a la boca, hasta que de todo punto no me quedó cosa en el cuerpo. Y aun el día de hoy me parece que siento los pobrecitos pollos piándome acá dentro. Así estaba sentado en la falda del vallado de unas viñas, considerando mis infortunios, harto arrepentido de mi mal considerada partida, que siempre se despeñan los mozos tras el gusto presente, sin respetar ni mirar el daño venidero.

 

Capítulo V

Lo que a Gumán de Alfarache le aconteció en Cantillana con un mesonero

 L

 

uego que dejamos a las camaradas, pregunté a la mía:

 _¿Dónde iremos?

 Él me dijo:

 _Huésped conocido tengo, buena posada y gran regalador.

 Llevóme al mesón del mayor ladrón que se hallaba en la comarca, donde no menos hubo de qué hacerte plato con que puedas entretener el tiempo, y por saltar de la sartén caí en la brasa, di en Scila huyendo de Caribdis.

 Tenía nuestro mesonero para su servicio un buen jumento y una yegüezuela galiciana. Y como aun los hombres en la necesidad no buscan hermosura, edad ni trajes, sino sólo tocas, aunque las cabezas estén tiñosas, no es maravilla que entre brutos acontezca lo mismo. Estaban siempre juntos en un establo, en un pesebre y a un pasto, y el dueño no con mucho cuidado de tenerlos atados; antes de industria los dejaba sueltos para que ayudasen a repasar las lecciones a las otras cabalgaduras de los huéspedes. De lo cual resultó que la yegua quedase preñada desta compañía.

Es inviolable ley en el Andalucía no permitir junta ni mezcla semejante, y para ello tienen establecidas gravísimas penas. Pues como a su tiempo la yegüezuela pariese un muleto, quisiera el mesonero aprovecharlo y que se criara. Detúvolo escondido algunos días con grande recato, mas como viese no ser posible dejarse de sentir, por no dar venganza de sí a sus enemigos, con temor del daño y codicia del provecho, acordó este viernes en la noche de matarlo. Hizo la carne postas, echólas en adobo, aderezó para este sábado el menudo, asadura, lengua y sesos. Nosotros _como dije_ llegamos a buena hora, que el huésped con sol ha honor, halla qué cene y cama en que se eche. Mi compañero, habiendo desaparejado, dio luego recaudo a su ganado. Yo llegué tal de dolido, que, dando con mi cuerpo en el suelo, no me pude rodear por muy gran rato.

    Llegué los muslos resfriados, las plantas de los pies hinchadas de llevarlos colgando y sin estribos, las asentaderas batanadas, las ingles dolorosas, que parecía meterme un puñal por ellas, todo el cuerpo descoyuntado, y, sobre todo, hambriento. Cuando mi compañero acabó de dar cobro a su recua, viniéndose para mí, le dije:

     _¿Será bien que cenemos, camarada?

     Respondió que le parecía muy justo, que ya era hora, porque otro día quería tomar la mañana y llegar con tiempo a Cazalla y hacer cargas. Preguntamos al huésped si había qué cenar. Respondió que sí, y aun muy regaladamente.

     Era el hombre bullicioso, agudo, alegre, decidor y, sobre todo, grandísimo bellaco. Engañóme, que, como lo vi de tan buena gracia y de antes no le conocía, mostró buena pinta, y en decir que tenía todo buen recaudo alegréme en el alma. Comencé entre mí mismo a dar mil alabanzas a Dios, reverenciando su bendito nombre, que después de los trabajos da descansos, con las enfermedades medicinas, tras la tormenta bonanza, pasada la aflición holgura, y buena cena tras la mala comida.

    No sé si os diga un error de lengua gracioso que sucedió a un labrador que yo conocí en Olías, aldea de Toledo. Dirélo por no ser escandaloso y haber salido de pecho sencillo y cristiano viejo. Estaba con otros jugando a la primera y, habiéndose el tercero descartado, dijo el segundo: «Tengo primera, bendito sea Dios, que ya he hecho una mano.» Pues, como iba el labrador viendo sus naipes, hallólos todos de un linaje y, con el alegría de ganar la mano, dijo en el mismo punto: «No muy bendito, que tengo flux». Y si tal disparate se puede traer a cuento, es este su lugar, por lo que me aconteció.

    Mi compañero preguntó:

    _Pues bien, ¿qué hay aderezado?

    Respondió el socarrón:

 _De ayer tengo muerta una hermosa ternera, que por estar la madre flaca y no haber pasto con la sequía del año, luego la maté de ocho días nacida. El despojo está guisado, pedid lo que mandáredes.

    Tras esto, diciendo aires bola, levantó la pierna y en el aire dio por delante una zapateta, con que me alivié un poco y me holgué mucho de oírle que había menudo de ternera, que sólo en mentarlo me enterneció. Y despidiendo el cansancio, con alegre rostro le dije:

    _Huésped, sacad lo que quisiéredes.

    Al punto puso la mesa con ropa limpia en ella, el pan ya no tan malo como el pasado, el vino muy bueno, un plato de fresca ensalada, que para tripas tan lavadas como las mías no era de mucho momento y se lo perdonara por el vientre de ternera o una mano della; mas no me pesó, porque las premisas engañaban cualquiera discreto juicio, emborrachando el gusto de cualquier hombre hambriento.

Dice bien el toscano, aconsejando que de mujeres, marineros ni hostaleros hagamos confianza en sus promesas más que de los que se alaban a sí mismos; porque de ordinario, por la mayor parte, regulado el todo, todos mienten. Tras la ensalada sacó sendos platillos, en cada uno una poca de asadura guisada. Digo poca: recelaba de dar mucha, porque con la abundancia, satisfecha a necesidad, a vientre harto, fuera fácil conocer el engaño. Así, yendo con tiento, acechaba con el gusto que entrábamos en ello y ponía más hambre deseando comer más.

    De mi compañero no hay tratar dél, porque nació entre salvajes, de padres brutos y lo paladearon con un diente de ajo; y la gente rústica, grosera, no tocando a su bondad y limpieza, en materia de gusto pocas veces distingue lo malo de lo bueno. Fáltales a los más la perfección en los sentidos y, aunque veen, no veen lo que han de ver, oyen y no lo que han de oír, y así en los demás, especialmente en la lengua, aunque no para murmurar, y más de hijosdalgo. Son como los perros, que por tragar no mascan, o como el avestruz, que se engulle un hierro ardiendo y, si allá delante, se comerá un zapato de dos suelas que haya en Madrid servido tres inviernos, porque yo le he visto quitar con el pico una gorra de un paje y tragársela entera.

    Mas que yo, criado en regalo, de padres políticos y curiosos, no sintiese tal engaño, grande fue mi hambre y esta excusa me disculpa. El deseo de comer algo bueno era grande: todo se les hizo a mis ojos pequeño. El traidor del mesonero lo daba destilado: no es maravilla; cuando tuviera defectos mayores, me pareciera banquete formado. ¿No has oído decir que a la hambre no hay mal pan? Digo que se me hizo almíbar y me dejó goloso.

    Pregunté si había otra cosa. Respondió si queríamos los sesos fritos en manteca con unos huevos. Dijimos que sí. Más tardamos en decirlo que él en ponerlo por obra y casi en aderezarlos. En el ínterin, porque no nos aguásemos, como postas corridas, nos dio un paseo de revoltillos hechos de las tripas, con algo de los callos del vientre. No me supo bien, olióme a paja podrida. Dile de mano, dejándolo a mi compañero, el cual entró por ello como en viña vendimiada.

    No me pesaba mucho, antes me alegré, creyendo que, si de aquello hiciera su pasto, me cupiera más de los sesos. Al revés me salió, que no por eso dejó de picar con tan buena gracia como si en todo aquel día ni noche hubiera comido bocado. Pusiéronse los huevos y sesos en la mesa, y cuando vio la tortilla mi arriero, diose a reír cual solía, con toda la boca. Yo me amohiné, creyendo que gustaba de refrescarme la memoria, estragándome el estómago. Pues como el huésped nos mirase a los dos y estuviese sobre ascuas para oír lo que decíamos, viendo su descompuesta risa tan mal sazonada, se alborotó creyendo que lo había sentido: que a tal tiempo, sin haberse ofrecido de qué, no pudiera reírse de otra cosa. Y como el delincuente siempre trae la barba sobre el hombro y de su sombra se asombra, porque su misma culpa le representa la pena, cualquier acto, cualquier movimiento piensa que es contra él y que el aire publica su delito y a todos es notorio. Este pobretón, aunque bellaco, habituado en semejantes maldades y curtido en hurtos, esta vez cortóse con el miedo. Demás que los tales de ordinario son cobardes y fanfarrones.

 ¿Por qué piensas que uno raja, mata, hiende y hace fieros? Yo te lo diré: por atemorizar con ellos y suplir el defecto de su ánimo, como los perros, que pocos de los que ladran muerden. Son guzquejos, todos ladridos y alborotos, y de volver a mirarlos huyen.

         Nuestro mesonero se turbó, como digo, que es proprio en quien mal vive temor, sospecha y malicia. Perdió los estribos, no supo adónde ni cómo reparar, diciendo:

 _¡Voto a tal, que es de ternera, no tiene de qué reírse, cien testigos le daré si es necesario!

 Púsosele con estas palabras el rostro encendido en fuego, que sangre parecía verter por los carrillos y salirle centellas de los ojos, de coraje. El arriero, alzando el rostro, le dijo:

    _¿Quién lo ha con vos, hermano, ni os pregunta los años que habéis? ¿Hay arancel en la posada, que ponga tasa de qué y cuánto se ha de reír el huésped que tuviere gana, o ha de pagar algún derecho que esté impuesto sobre ello? Dejad a cada uno que llore o ría y cobrad lo que os debiere. Yo soy hombre que, si hubiera de reírme de cosa vuestra, os lo dijera libremente. Acordéme agora, por estos huevos, de otros que mi compañero comió este día, tres leguas de aquí en la venta.

 Tras esto le fue refiriendo todo el cuento, según de mí lo había oído, y lo que después pasó en su presencia con los mancebos, que parecía estarse bañando en agua rosada, según los afectos, risas, visajes y meneos con que lo decía.

 El mesonero no cesaba de santiguarse, haciendo exclamaciones, llamando y reiterando el nombre de Jesús mil veces. Y levantando los ojos al cielo, dijo:

 _¡Válgame Nuestra Señora, que sea comigo! ¡Mal haga Dios a quien mal hace su oficio!

 Y como en hurtar él era tan buen oficial, tenía por cierto no tocarle la maldición, hurtando bien. Comenzóse a pasear, fingiendo asombros y extremos voceaba:

 _¿Cómo no se hunde aquella venta? ¿Cómo consiente Dios y disimula el castigo de tan mala mujer? ¿Cómo esta vieja, bruja, hechicera, vive hoy en el mundo y no la traga la tierra? Todos los huéspedes van quejosos della, todos veo que blasfeman su trato; ninguno sale sabroso, todos con pesadumbre. O son todos malos o ella lo es, que no puede la culpa ser de tantos. Por estas cosas y otras tales no quiere nadie parar en su casa: todos la santiguan y pasan de largo. Pues a fe que debiera estar escarmentada del jubón que trae vestido debajo de la camisa, con cien botones abrochado, y se lo vistieron por otro tanto. Mandado le tienen que no sea ventera; no sé cómo vuelve al oficio y no vuelven a castigarla. No sé en qué topa: en algo debe de ir, como dijo la hormiga. Misterio debe tener, que con la misma libertad roba hoy que ayer y como el año pasado. Lo peor es que hurta como si se lo mandasen. Y debe de ser así, pues el guarda, el malsín, el cuadrillero, el alguacil, todos lo ven y hacen la vista gorda, sin que alguno la ofenda: a estos tales trae contentos y les pecha con lo que a los otros pela. Y así es menester, que de otro modo se perdería y le volverían a dar otro paseo. Aunque más pierde la malaventurada en desacreditar su casa, que si diera buen recaudo, con buen trato y término, acudieran a ella, y de muchos pocos iciera mucho. Que llevando de cada camino un grano, bastece la hormiga su granero para todo el año. Nadie le tuviera el pie sobre el pescuezo. ¡Maldita ella sea, que tan mala es!

    Cuando aquí llegó, pensé que lo dejaba; mas volvió diciendo:

 _¡Loada sea la limpieza de la Virgen María, que con toda mi pobreza no hay en mi casa mal trato! Cada cosa se vende por lo que es, no gato por conejo, ni oveja por carnero. Limpieza de vida es lo que importa y la cara sin vergüenza descubierta por todo el mundo. Lleve cada uno lo que fuere suyo y no engañar a nadie.

       Aquí paró con el resuello, y no hizo poco. Según llevaba el trote, creí teníamos labor cortada para sobre cena; pero acabó con esto, dándonos para postre de la nuestra unas aceitunas gordales como nueces. Rogámosle que por la mañana nos aderezase una poca de ternera. Encargóse dello, y nosotros fuimos a buscar en qué dormir; y en el suelo más llano tendimos unas enjalmas, donde pasamos la noche.

Capítulo VI

Gumán de Alfarache acaba de contar lo que le sucedió con el mesonero

 N

 

o sé, si me pusieran en medio de las plazas de Sevilla o a la puerta de mi madre, cuando amaneció el domingo, si hubiera quien me conociera. Porque fue tanto el número de pulgas que cargó sobre mí, que pareció ser también para ellas año de hambre y les habían dado comigo socorro. Y así como si hubiera tenido sarampión, me levanté por la mañana sin haber parte de todo mi cuerpo, rostro ni manos, donde pudiera darse otra picada en limpio. Mas fueme la fortuna favorable en que, con el cansancio del camino y la noche antes haber cargado la mano sobre el jarro más de mi ordinario, dormí soñando paraísos y sin sentir alguna cosa, hasta que, recordado mi compañero con el cuidado de oír misa temprano y tener tiempo de caminar siete leguas que le faltaban, me despertó. Levantámonos con la luz, antes que el sol saliese. Luego, pidiendo el almuerzo, se nos trajo.

    No me supo tan bien como a él, que cada bocado parecía darlo en pechugas de pavo. Nunca le pareció haber comido mejor cosa, según lo alababa. Fueme forzoso tenerlo por tal, en fe del gusto ajeno, atribuyendo la falta heredada del asno de su padre a mi mal paladar; pero hablando verdad, ello era malo y decía bien quién era. Hízoseme duro y desabrido, y de lo poco que cené quedé empachado, sin poderlo digerir en toda la noche. Y aunque con temor de ser del compañero reprehendido, dije al huésped:

 _Esta carne, ¿cómo está tan tiesa y de mal sabor, que no hay quien hinque los dientes en ella?

         Respondióme:

 _¿No vee, señor, que es fresca y no ha tomado el adobo?

     Mi camarada dijo:

    _No lo hace el adobo, sino que este gentilhombre se ha criado con rosquillas de alfajor y huevos frescos: todo se le hace duro y malo.

    Encogí los hombros y callé, pareciéndome que ya era otro mundo y que a otra jornada no había de entender la lengua; pero no me satisfice con esto, quedé como resabiado, sin saber de qué. Y entonces me vino a la memoria el juramento tan fuera de tiempo que hizo la noche antes, afirmando que era ternera, Parecióme mal y que por solo haberlo jurado mentía, porque la verdad no hay necesidad que se jure, fuera del juicio y habiendo necesidad. Demás que toda satisfacción prevenida sin queja es en todo tiempo sospechosa. No sé qué me tuve o qué me dio que, aunque realmente de cierto no concebí mal, tampoco presumí algún bien. Fue un toque de la imaginación, en que no reparé ni hice caso.

    Pedí por la cuenta. Mi compañero dijo que la dejase, que él daría recaudo. Híceme a una parte, dejélo, creyendo ser amistad y que de tan poco escote no me lo quería repartir. Quedéle agradecidísimo entre mí, sin cesar de cantarle alabanzas, que tan franco se mostró desde que me halló en aquel camino, dándome graciosamente caballería y de comer.

    Parecióme que todo había de ser así, hallando en toda parte quien me hiciera la costa y llevara caballero. Alentéme, comencé de olvidar la teta, como si acíbar me pusieran en ella y en todas las cosas que dejaba. Y porque no se dijese por mí que de los ingratos estaba lleno el infierno, en tanto que él pagaba quise comedirme llevándole a beber los asnos. Volvílos a sus pesebres, para que, en cuanto los aparejaban, comiesen algunos bocados y acabasen la cebada. Ayudéle a todo, estregándoles las frentes y, orejas. En tanto que me ocupaba en esto, tenía mi capa puesta sobre un poyo y, como azogue al fuego o humo al viento, se desapareció entre las manos, que nunca más la vi ni supe della. Sospeché si el huésped o mi compañero por burlarme la hubiesen escondido.

    Ya pasaba de burlas, porque me juraron que no la tenían en su poder ni sabían quién la tuviese ni dónde podría estar. Miré hacia la puerta. Estaba cerrada, que no la habían abierto. Allí no había más de nosotros y el solo huésped. Parecióme y fue imposible faltar y que la habría puesto en otra parte donde no me acordaba. Dime a buscar todo el mesón y, andando del palacio a la cocina, voy a parar a un trascorral donde estaba una gran mancha de sangre fresca y luego allí junto estendido un pellejo de muleto, cada pie por su parte, que aún estaban por cortar. Tenía tendidas las orejas, con toda la cabezada de la frente. Luego a par della estaban los huesos de la cabeza, que sólo faltaban la lengua y sesos.

 Al punto confirmé mi duda. Salgo en un punto a llamar a mi compañero, a quien, cuando le enseñé los despojos de nuestro almuerzo y cena, dije:

_¿Paréceos agora que no es todo alfajor ni huevos frescos lo que los hombres comen en sus casas? ¿Esto era la ternera que con tanta solemnidad me alabastes y el huésped regalador que prometistes? ¿Qué os parece de la cena y almuerzo que nos ha dado? ¡Y qué bien nos ha tratado, que no vende gato por conejo ni oveja por carnero, el de la cara sin vergüenza descubierta por todo el mundo, el que blasfemaba de la ventera y de su mal trato!

    Él se quedó tan corrido y admirado de lo que vio, que enmudeció y, bajando la cabeza, se fue para comenzar a caminar. Tal se puso, que en todo aquel día, hasta que nos apartamos, nunca palabra le oí más de para despedirnos, y esa que habló entonces hubiérala de echar por los ijares, como sabréis adelante.

    Aunque para mí fue la pena que cada uno podrá imaginar si acaso semejante le aconteciera, con todo eso, para estancar aquellos flujos de risa con que por momentos me atravesaba el alma, holgué de mi desventura, que por lo que le tocaba ya no me atormentara tanto. Con esto y creer que fuese sueño pensar que no tuviese mi capa el huésped, tomé alguna osadía. Tanto puede la razón, que aumenta las fuerzas y anima los pusilánimes. Comencé con veras a pedirla y él con risitas a negarmela. Hízome descomponer, hasta que lo hube de amenazar con la justicia; pero no le toqué pieza ni hablé palabra de lo que había visto. Como él me vio muchacho, desamparado y un pobreto, ensoberbecióse contra mí, diciendo que me azotaría y otros oprobios dignos de hombres cobardes y semejantes. Mas, como con los agravios los corderos se enfurecen, de unas palabras en otras venimos a las mayores, y con mis flacas fuerzas y pocos años arranqué de un poyo y tiréle un medio ladrillo que, si con el golpe le alcanzara y tras un pilar no se escondiera, creo que me dejara vengado. Mas él se me escapó y entró corriendo en su aposento, de donde salió con una espada desnuda.

    Mirad quién son estos feroces, que ya no trata de valerse de sus tan fuertes brazos y robustos contra los débiles y tiernos míos. Olvidósele de azotarme y quiere ofenderme con fuerza de armas, viéndome un simple y desarmado pollo. Vínose contra mí, que ya, temiéndome de lo que fue, me previne de dos guijarros que arranqué del empedrado del suelo. Él, cuando me vio con ellos en las manos, fuese deteniendo. A la grita y vocería, el mesón alborotado, se convocó todo el barrio, cudieron los vecinos y con ellos gran tropel de gente, justicias y escribanos.

 Eran dos alcaldes, llegaron juntos. Quería cada uno advocar a sí la causa y prevenirla. Los escribanos por su interese decían a cada uno que era suya, metiéndolos en mal. Sobre a cuál pertenecía se comenzó de nuevo entre ellos otra guerrilla, no menos bien reñida ni de menor alboroto. Porque los unos a los otros desenterraron los abuelos, diciendo quiénes fueron sus madres, no perdonando a sus mujeres propias y las devociones que habían tenido. Quizá que no mentían. Ni ellos querían entenderse ni nosotros nos entendíamos.

    Llegáronse algunos regidores y gente honrada de la villa, pusiéronlos medio en paz y asieron de mí, que siempre quiebra la soga por lo más delgado. El forastero, el pobre, el miserable, el sin abrigo, favor ni reparo... de aquese asen primero. Quisieron saber qué había sido el alboroto y por qué; pusiéronme a una parte, tomáronme la confesión de palabra: dije llanamente lo que pasaba. Pero, porque podían oírme algunos que estaban cerca, me aparté con los alcaldes y en secreto les dije lo del machuelo.

    Ellos quisieran verificar primero la causa, mas, pareciéndoles haber tiempo para todo, comenzaron las diligencias por la prisión del mesonero, que bien descuidado estaba de poder ser por aquel delito y, creyendo sólo era por la capa, lo hacía todo risa, como cosa de burla, por la falta de información que había y de quien contestara con el arriero de haberme visto entrar allí con ella.

    Mas, como viese que poco a poco salían a plaza los pedazos de adobo, pellejo y zarandajas del machuelo, quedó helado; tanto que, tomándole la confesión, viendo presentes los despojos, confesando de plano, quedó convencido y confeso en cuanto había pasado, sin que cosa negase ni tuvo ánimo para ello. Que es muy cierto los hombres viles, de vida infame y mal trato, ser pusilánimes, de poco pecho, como antes dije. Pues que no dándole tormento ni amenazándole con él, declaró, sin serle pedido, hurtos y bellaquerías que hizo, así en aquel mesón como siendo ganadero, salteando caminos, de donde vino a tener caudal con que ponerse en trato.

 Yo a todo esto estaba el oído atento, si de entre la colada salía mi capa; pero, con el odio que me cobró, la dejó entre renglones. Hice mis diligencias para que pareciese, ninguna fue de provecho. Acabadas de tomar nuestras declaraciones, del arriero y mía, por ser forasteros, nos retificaron en ellas. Y si por la pendencia me habían de llevar preso _como dicen, tras paciente, aporreado_ hubo diversos pareceres. Holgaran dello los escribanos y lo pretendieron. Mas uno de los alcaldes dijo haber yo tenido razón y ninguna culpa. Que ¿qué me pedían, pues iba en cuerpo y me habían quitado la capa? Con esto me mandaron soltar, llevando a la cárcel al mesonero.

 Nosotros acabamos de aliñar y seguimos nuestro camino. Pasamos por donde los clérigos estaban esperando. Cada uno tomó su caballería. Contéles el suceso, quedaron admirados dello, condoliéndose de mi necesidad; mas como no la podían remediar, encomendáronlo a Dios.

    Yo y mi compañero, con los alborotos y breve partida, que casi salimos huyendo, nos quedamos sin oír misa. Yo la solía oír todos los días por mi devoción. Desde aquél se me puso en la cabeza que tan malos principios era imposible tener buenos fines ni podía ya sucederme cosa buena ni hacérseme bien. Y así fue, como adelante lo verás; que cuando las cosas se principian dejando a Dios, no se puede menos esperar.

Libro segundo de Guzmán de Alfarache

Trátase cómo vino a ser pícaro y lo que siéndolo le sucedió

Capítulo primero

Saliendo Gumán de Alfarache de Cazalla, la vuelta de Madrid, en el camino sirvió a un ventero

 V

esme aquí en Cazalla, doce leguas de Sevilla, lunes de mañana, la bolsa apurada y con ella la paciencia, sin remedio y acusado de ladrón en profecía. El día primero sentí mucho, aunque más el segundo, porque creció el cuidado y llovió sobre mojado. Había de comer y comía, que los duelos con pan son menos. Bueno es tener padre, bueno es tener madre; pero el comer todo lo rapa.

    El día tercero fue casi de muerte, cargó todo junto. Halléme como perro flaco ladrado de los otros, que a todos enseña dientes, todos lo cercan, y acometiendo a todos a ninguno muerde. Trabajos me ladraron teniéndome rodeado; todos me picaban, y más que otro no haber qué gastar ni modo con que buscar el ordinario. Conocí entonces lo que es una blanca y cómo el que no la gana no la estima, ni sabe lo que vale en tanto que no le falta.

    Fue la primera vez que vi a la necesidad su cara de hereje. Por cifra entendí, aunque después he considerado sus efectos, cuántos torpes actos acomete, cuántas atroces imaginaciones representa, cuántas infamias solicita, cuántos disparates espolea y cuántos imposibles intenta. Con esto he visto lo poco de que se contenta nuestra madre naturaleza, y por mucho que a todos dé, ninguno está contento; todos viven pobres, publicando necesidad. ¡Oh, epicúreo, desbaratado, pródigo, que locamente dices comer tantos millares de ducados de renta! Di que los tienes y no que los comes. Y si los comes, ¿de qué te quejas, pues no eres más hombre que yo, a quien podridas lantejas, cocosas habas, duro garbanzo y arratonado bizcocho tienen gordo? ¿No me irás o darás la razón que lo cause? Yo no la sé.

    Mas, ya tengas necesidad o te pongas en ella _que es lo que mejor puede creerse_, allá te lo hayas, mis duelos lloro. Ella es maestra de todas las cosas, invencionera sutil, por quien hablan los tordos, picazas, grajos y papagayos.

    Vi claramente cómo la contraria fortuna hace a los hombres prudentes. En aquel punto me pareció haber sentido una nueva luz, que, como en claro espejo me representó lo pasado, presente y venidero. Hasta hoy había sido bozal. Cuadrábame bien el nombre: hijo de la viuda, bien consentido y mal dotrinado. Tenía mucho por desbastar: el primero golpe de azuela fue el deste trabajo. De manera me escoció, que no lo sé encarecer. Vime desbaratado, engolfado, sin saber del puerto, la edad poca, la experiencia menos, debiendo ser lo más. Y lo peor de todo que, conociendo por presagios mi perdición, queriendo tomar consejo no conocía de quién poderlo recebir.

    Entré comigo en cuenta. Hallémela muy mala, mucho cargo y poca data. Quisiera no pasar de allí, porque para ir adelante me faltaba recaudo, aunque también para volverme. Hízoseme vergüenza, ya que salí, quedarme, como dicen, al quicio de la puerta, a ojos de mi madre, amigos y deudos. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas cosas he visto después acá perdidas por este «Hízoseme vergüenza»! ¡Cuántas doncellas lo han dejado de ser, hallándose obligadas de un papel de confites y unas coplas, o porque un vano le hizo tañer a la puerta y la enamoró con ajena gracia de lo que cantó el otro por él! ¡Cuántos majaderos han hecho fianzas que han pagado la deuda, quedando perdidos y sus hijos a los hospitales! ¡Cuánto dinero se prestó por hacer amistad, que se perdió el amigo y la deuda está por cobrar, y quien lo dio no lo come y el que lo recibió lo tiene sobrado no se atreven a pedirlo por hacérseles vergüenza!

     Hágote saber _si no lo sabes_ que es la vergüenza como redes de telarejo: si un hilo se quiebra, toda se deshace, por él se va. Para las cosas de que puede resultarte daño y estrecharte notablemente, déjala ir, quiébrale los hilos y te aseguro que no me digas mal por ello. Y el pesar que has de recebir, hecha la cosa que te piden, llévelo el que te la pide, y no la hagas, que es muy de tontos la vergüenza para lo que les cumple. De ti mesmo es bien que tengas vergüenza, para no hacer, aun a solas, cosa torpe ni afrentosa; que para lo más, ¿qué sabes tú de qué color es ni qué hechura tiene? Suéltala en lo que te importa, no la tengas encadenada, como a perro, tras la puerta de tu ignorancia. Dale cuerda; corra, trote. Sólo ten vergüenza de no hacer desvergüenza, como dije, que lo que llamas vergüenza no es sino necedad. Si a mí no se me hiciera vergüenza, no gastara en contarte los pliegos de papel deste volumen y les pudiera añadir cuatro ceros adelante; mas voy por la posta, obligándome a decirte cosas mayores de mi vida, si Dios para ello e la concediere.

    Digo que [no] sentí mucho volver sin capa, habiendo salido con ella, ni quedarme _a manera de hablar_ en el barrio. Hícelo punto de honra, que habiendo tomado resolución en partirme fuera pusilanimidad volverme. ¡Ojo, pues, quien otro tal: hícelo punto de honra! A las manos me ha venido la buena dueña: no creo saldrá dellas con tocas en la cabeza. Ella irá desmelenada y sin reverendas. El agua le tengo a la boca. Vengarme pienso, poniéndole los pies en el pescuezo, echándola a fondo.

 Pluguiera a Dios _orgulloso mancebico, hombre desatinado, viejo sin seso_ yo entonces entendiera o tú agora supieras lo que es honra, para los dislates que haces y simplezas que sigues. No quiero aquí discantar sobre el canto llano de mis palabras. Yo te cumpliré la mía, diciéndote quién es, con que serás desengañado. Quédese apuntado, que presto le daré alcance.

    Hícelo punto de honra. Entre mí dije: «¡Confianza en Dios, que a nadie falta!» Con esto determiné pasar adelante y por entonces a Madrid; que estaba allí la corte, donde todo florecía, con muchos del tusón, muchos grandes, muchos titulados, muchos prelados, muchos caballeros, gente principal y, sobre todo, rey mozo recién casado. Parecióme que por mi persona y talle todos me favorecieran y allá llegado anduvieran a las puñadas haciendo diligencia sobre quién me llevara consigo.

 ¡Oh, qué de cosas me ocurren juntas en esta simplicidad!¡Cuánto distan las obras de los pensamientos! ¡Qué hecho, qué frito, qué guisado, qué fácil es todo al que piensa, qué dificultoso al que obra! Pinto en la imaginación que es el pensar un bonito niño corriendo por lo llano en un caballo de caña, con una rehilandera de papel en la mano; y el obrar, un viejo cano, calvo, manco y cojo, que sube con dos muletas a escalar una muralla muy alta y bien defendida.

 ¿He dicho mucho? Pues digo que no es menos. ¡Qué bien se disponen las cosas de noche a escuras con el almohada! ¡Cómo saliendo el sol al punto las deshace como a la flaca niebla en el estío! ¡Quién me pudiera ver, cuando esta cuenta hice, con cuánto cuidado y poca gana de dormir la fabriqué! Fueron castillos en arena, fantásticas quimeras. Apenas me vestí, que todo estaba en tierra. Tenía trazadas muchas cosas: ninguna salió cierta, antes al revés y de todo punto contraria. Todo fue vano, todo mentira, todo ilusión, todo falso y engaño de la imaginación, todo cisco y carbón, como tesoro de duende.

 Luego proseguí mi camino. Busqué una cañita que llevar en la mano. Parecióme que con ella era llevar capa; pero ni me honraba ni abrigaba tanto. Servíame de sustentar el brazo para dar aliento a los pies.

 Acertaron a pasar dos de a mula; creí que teniendo con ellos me harían la costa. Pescar con mazo no es renta cierta ni el pensar es saber. No llevaban mozo ni largo el paso; pero corto el ánimo, por lo que conmigo hicieron. Di a caminar siguiéndolos, y a tres leguas de allí hicieron mediodía. Yo reventaba corriendo y galopeando por no quedarme atrás, que aun su espacio para mis pocas fuerzas era priesa. Estos fueron hombres _o mejor dijera bestias_ que palabra no hablaron, y creo que de avarientos; y algunos lo son tanto, que la saliva no darán si saben que es medicina. Estos miserables callaban, por no ayudarme siquiera con buen entretenimiento. Aun ya si fueran diciendo cuentos como el pasado, el cansancio no se sintiera tanto. Que la buena conversación donde quiera es manjar del alma: alegra los corazones de los caminantes, espacia os ánimos, olvida los trabajos, allana los caminos, entretiene los males, alarga la vida y, por particular excelencia, lleva caballeros a los de a pie.

 Llegamos a la posada juntos, y yo tal, que de mí a un difunto había poca diferencia. Pero por granjear un pedazo de pan estamos obligados a salir de paso y olvidar puntillos. Hice más de lo que pude: humilléme, comedíme a servirlos, meterles las mulas en la caballeriza y entrar la ropa en el aposento.

    Ellos debían de tener salud, yo pestilencia, que al primer ofrecimiento me dijo el uno:

 _A un lado, señor galán; desvíesenos de aquí.

 «¡Oh, traidores enemigos de Dios! _dije_. ¡Con qué caridad comienzan! ¿Qué esperanza podré tener me darán la comida? O si en el camino me rindiere, ¿me dejarán subir en ancas de una mula?»

 Sentáronse a comer. Apartéme a un poyo, que estaba enfrente, con pensar: «¡Quizá me darán algo de la mesa!»; pero nunca quizó. Llegó allí un fraile francisco, a pie y sudando. Sentóse a descansar y de allí a poco sacó de una talega en que llevaba pan y tocino. Yo estaba tan traspasado de hambre, que casi quería espirar; y no atreviéndome con palabras, de vergüenza o cobardía, con los ojos le pedí me diese un bocado por amor de Dios. El buen fraile, entendiéndome, dijo con un ahínco cual si le fuera la vida en darlo:

    _Vive el Señor, aunque me quedara sin ello y cual tú estás ahora, te lo diera. Toma, hijo.

    ¡Bondad inmensa de Dios, eterna sabiduría, providencia divina, misericordia infinita, que en las entrañas de la dura piedra sustentas un gusano, y cómo con tu largueza celestial todo lo socorres! Los que podían y tenían, con su avaricia no me lo dieron; y hallélo en un mendigo y pobre frailecito.

 Quien propias necesidades no tiene, mal se acuerda de las ajenas. La mía estaba presente, viéronla, y mis pocos años, que iba reventando, cansado de tenerles compañía; no se compadecieron algo de mi necesidad. Mi buen fraile partió comigo de su vianda, con que me dejó satisfecho. Si como aquel bienaventurado iba hacia Sevilla, llevara mi viaje, fuera mi rescate; mas teníamos encontrado el camino.

    Al tiempo que se quiso ir, diome otro medio panecillo que le quedaba, y dijo:

    _Vete con Dios, que si más llevara más te diera.

    Metílo en el forro del faldamento del sayo y fuime poco a poco mi camino. Llegué a tener la noche otras tres leguas adelante, donde cené mi pan sin otra cosa, ni hubo quien me la diese. Era jornada de arrieros; juntáronse algunos. Mandóme el ventero entrar a dormir al pajar. Hícelo así. Pasé mi trabajo como el que más no pudo.

    La cena fue ligera. Bien se creerá sin juramento que no me levanté a la mañana empachado el vientre. Y queriendo irme, pidióme el huésped un cuarto de posada; no lo tuve ni se lo pude pagar. Harto deseó el traidor quitarme el sayo, que era de buen paño. Vime apretado y casi se me rasaron los ojos de agua. Movióse a lástima uno de los arrieros que allí estaban _que no son todos blasfemos y desalmados_ y dijo:

    _Dejadlo, huésped, que yo lo daré.

    Sus compañeros me preguntaron:

    _Muchacho, ¿de dónde eres? ¿Dónde vas?

    Respondióles el que pagó por mí:

 _¿Qué le preguntáis, perdidos? ¿No se le conoce? Amargo está de ver que va huyendo de casa de su padre o de su amo.

    Díjome el huésped:

    _Oyes, mozuelo, ¿quieres asentar a soldada comigo?

    No me pareció para de presente malo; aunque se me hacía duro aprender a servir habiendo sido enseñado a mandar. Díjele que sí.

 _Pues entra y quédate, que no quiero me sirvas de otra cosa más que en dar paja y cebada, teniendo buena cuenta con cada uno a quien la dieres.

    _Harélo _le respondí.

    Y así me quedé por algunos días, comiendo sin tasa y trabajando con ella como por pasatiempo; que hasta las noches, cuando venían los arrieros, todo lo restante con pasajeros no era de consideración.

    Allí supe adobar la cebada con agua caliente, que creciese un tercio, y medir falso, raer con la mano, hincar el pulpejo, requerir los pesebres y, si alguno me encargaba diese recaudo a su cabalgadura, le esquilmase un tercio. Algunos mancebilletes de figas y bigotes venían a lo pulido y sin mozo, haciendo de los caballeros. Con los tales era el escudillar porque llegábamos a ellos y, tomándoles las cabalgaduras, las metíamos en su lugar, donde les dábamos libranza sobre las ventas de adelante para la media paga; que la otra media recebían allí luego de socorro, aunque mal medida (y aun para ella tenía por coadjutores las gallinas y lechones de casa, si acaso faltaba el borrico, y otras veces entraban todos a la parte, porque no se repara entre buenos en poquedades); pero a fe que a la cuenta lo pagaban por entero. Nuestras bocas eran medidas, no teniendo consideración a posturas ni aranceles, que aquellos no se guardan; sólo se ponen allí para que se paguen cada mes al alcalde y escribano los derechos dello y para tener un achaque, si tenían fijada la cedulilla o no, con que llevarles la pena.

    Las cabalgaduras, ya se sabe lo que come cada una y en cuánto salen por cabeza, de paja, cebada y de posada. La cuenta de la mesa era para mí gracioso entretenimiento, porque siempre nos arrojábamos al vuelo y estábamos diestros en decir: «Tantos reales y tantos maravedís, y hágales buen provecho», cargando siempre un real más que una blanca menos. Muchos, como cuerdos, lo pagaban luego, y algunos, noveles o de la hoja, pedían de qué, y era cortarse las cabezas; porque, subiendo los precios a todo, siempre buscábamos qué añadir, aunque fuese de guisar la olla, y venían a faltar dineros, los cuales pagaban como por mandamiento de apremio. La palabra del ventero es una sentencia difinitiva: no hay a quien suplicar, sino a la bolsa. Y no aprovechan bravatas, que son los más cuadrilleros y por su mal antojo siguen a un hombre callando hasta poblado y allí le probarán que quiso poner fuego a la venta y le dio de palos o le forzó la mujer o hija, sólo por hacer mal y vengarse.

    Teníamos también en casa unas añagazas de munición para provisión de pobretos pasajeros, y eran ellas tales que ninguno entrara en la venta a pie que dejara de salir a caballo.

    Pues, olvídesete algo, ponlo a mal cobro, que ¡luego lo hallarás! ¡Qué de robos, qué de tiranías, cuántas desvergüenzas, qué de maldades pasan en ventas y posadas! Qué poco se teme a Dios ni a sus ministros y justicias, pues para ellos no las hay _o es que van a la parte, y no es tal cosa de creer. Pero ya se ignore o se entienda, sería importantísimo el remedio, que se dejan muchas cosas de seguir y los acarretos detienen las mercaderías, por la costa dellos. Cesan los tratos por temor de venteros y mesoneros, que por mal servicio llevan buena paga, robando públicamente. Soy testigo haber visto cosas que en mucho tiempo no podría decir de aquestas insolencias, que si las oyéramos pasar entre bárbaros, como a tales los culpáramos y, tratándolas a los ojos, no hacemos caso dellas. Pues prometo que la reformación de los caminos, puentes y ventas, no es lo que requería menos cuidado que las muy graves, por el comercio y trato. Aunque ya, cuando yo de aquí salga, poco me quedará de andar.

Capítulo II

Dejando al ventero, Gumán de Alfarache se fue a Madrid y llegó hecho pícaro

 S

 

iendo aquella para mí una vida descansada, nunca me pareció bien, y menos para mis intentos. Porque, al fin, era mozo de ventero, que es peor que de ciego. Estaba en camino pasajero: no quisiera ser allí hallado y en aquel oficio, por mil vidas que perdiera. Pasaban mozuelos caminantes de mi edad y talle, más y menos, unos con dinerillos, otros pidiendo limosna. Dije: «Pues pese a tal, ¿he de ser más cobarde o para menos que todos? Pues no me pienso perder de pusilánime.» Hice corazón y buen rostro a los trabajos, con que, dejada mi venta, me fui visitando las de adelante, con alguna moneda de vellón, ganada en buena guerra y de algunos mandados que hice.

    Era poco y consumióse presto. Comencé a pedir por Dios. Algunos me daban a medio cuarto y los más me decían: «Perdona, hijo.» Con el medio cuarto y otros que se le arrimaban, comía según alzancaba el gaudeamus, y con el «Perdona, hijo» no remediaba letra: perecía.

    Dábase muy poca limosna y no era maravilla, que en general fue el año estéril y, si estaba mala la Andalucía, peor cuanto más adentro del reino de Toledo, y mucha más necesidad había de los puertos adentro. Entonces oí decir: «Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y de hambre que sube del Andalucía».

    Como el pedir me valía tan poco y lo compraba tan caro, tanto me acobardé, que propuse no pedirlo por extremo en que me viese. Fuime valiendo del vestidillo que llevaba puesto. Comencélo a desencuadernar, malogrando de una en otra prenda, unas vendidas, otras enajenadas y otras por empeño hasta la vuelta. De manera que cuando llegué a Madrid, entré hecho un gentil galeote, bien a la ligera, en calzas y en camisa: eso muy sucio, roto y viejo, porque para el gasto fue todo menester. Viéndome tan despedazado, aunque procuré buscar a quien servir, acreditándome con buenas palabras, ninguno se aseguraba de mis obras malas ni quería meterme dentro de casa en su servicio, porque estaba muy asqueroso y desmantelado. Creyeron ser algún pícaro ladroncillo que los había de robar y acogerme.

    Viéndome perdido, comencé a tratar el oficio de la florida picardía. La vergüenza que tuve de volverme perdíla por los caminos, que como vine a pie y pesaba tanto, no pude traerla o quizá me la llevaron en la capilla de la capa. Y así debió de ser, pues desde entonces tuve unos bostezos y calosfríos que pronosticaron mi enfermedad. Maldita sea la vergüenza que me quedó ni ya tenía, porque me comencé a desenfadar y lo que tuve de vergonzoso lo hice desenvoltura, que nunca pudieron ser amigos la hambre y la vergüenza. Vi que lo pasado fue cortedad y tenerla entonces fuera necedad, y erraba como mozo; mas yo la sacudí del dedo cual si fuera víbora que me hubiera picado.

    Juntéme con otros torzuelos de mi tamaño, diestros en la presa. Hacía como ellos en lo que podía; mas como no sabía los acometimientos, ayudábales a trabajar, seguía sus pasos, andaba sus estaciones, con que allegaba mis blanquillas. Fuime así dando bordos y sondando la tierra. Acomodéme a la sopa, que la tenía cierta; pero había de andar muy concertado relojero, que faltando a la hora prescribía, quedándome a escuras. Aprendí a ser buen huésped, esperar y no ser esperado.

    No dejaba de darme pena tanto cuidado y andar holgazán: porque en este tiempo me enseñé a jugar la taba, el palmo y al hoyuelo. De allí subí a medianos: aprendí el quince y la treinta y una, quínolas y primera. Brevemente salí con mis estudios y pasé a mayores, volviéndolos boca arriba con topa y hago. No trocara esta vida de pícaro por la mejor que tuvieron mis pasados. Tomé tiento a la corte, íbaseme sotilizando el ingenio por horas, di nuevos filos al entendimiento y, viendo a otros menores que yo hacer con caudal poco mucha hacienda y comer sin pedir ni esperarlo de mano ajena _que es pan de dolor, pan de sangre, aunque te lo dé tu padre_, con deseo desta gloriosa libertad y no me castigasen como a otros por vagabundo, acomodéme a llevar los cargos que podían sufrir mis hombros.

    Larga es la cofradía de los asnos, pues han querido admitir a los hombres en ella y han estado comedidos en llevar las inmundicias con toda llaneza por aliviarles el trabajo; mas hay hombres tan viles, que se lo quitan del serón y lo cargan sobre sí, por tener un azumbre más de vino para beber. ¡Ved a lo que se extiende su fuerza!

    Dejando esto a una parte, te confieso que a los principios anduve algo tibio, de mala gana y sobre todo temeroso; que, como cosa nunca usada de mí, se me asentaba mal y le entraba peor, porque son dificultosos todos los principios. Mas después que me fui saboreando con el almíbar picaresco, de hilo me iba por ello a cierra ojos. ¡Qué linda cosa era y qué regalada!, sin dedal, hilo ni aguja, tenaza, martillo ni barrena ni otro algún instrumento más de una sola capacha, como los hermanos de Antón Martín _aunque no con su buena vida y recogimiento_, tener oficio y beneficio. Era bocado sin hueso, lomo descargado, holgada ocupación y libre de todo género de pesadumbre.

 Poníame muchas veces a pensar la vida de mis padres y lo que experimenté en la corta mía, lo que tan sin propósito sustentaron y a tanta costa. «¡Oh _decía_, lo que carga el peso de la honra y cómo no hay metal que se le iguale! ¡A cuánto está obligado el desventurado que della hubiere de usar! ¡Que mirado y medido ha de andar! ¡Qué cuidadoso y sobresaltado! ¡Por cuán altas y delgadas maromas ha de correr! ¡Por cuántos peligros ha de navegar! ¡En qué trabajo se quiere meter y en qué espinosas zarzas enfrascarse! Que diz que ha de estar sujeta mi honra de la boca del descomedido y de la mano del atrevido, el uno porque dijo y el otro porque hizo lo que fuerzas ni poder humano pudieran resistirlo. ¿Qué frenesí de Satanás casó este mal abuso con el hombre, que tan desatinado lo tiene? Como si no supiésemos que la honra es hija de la virtud, y tanto que uno fuere virtuoso será honrado, y será imposible quitarme la honra si no me quitaren la virtud, que es el centro della. Sola podrá la mujer propia quitármela, conforme a la opinión de España, quitándosela a sí misma, porque, siendo una cosa conmigo, mi honra y suya son una y no dos, como es una misma carne; que lo más es burla, invención y sueño. ¡Vida dichosa, que no la conoces ni sabes ni tratas della! Parecíame, si quien la pretendía de veras, abriera los ojos, considerando sin pasión sus efectos, que diera en el suelo con la carga primero que tocarla con la mano. ¡Qué trabajosa es de ganar! ¡Qué dificultosa de conservar! ¡Qué peligrosa de traer! ¡Y cuán fácil de perder por la común estimación! Y si con el vulgo se ha de caminar, ella es uno de los mayores tormentos que a quien con quietud quiere pasar su carrera le puede dar la fortuna ni padecer en esta vida. Y con ver a los ojos que así pasa, como si salvase las almas, las dan por ella. No haces honra de vestir al desnudo ni hartar al necesitado ni ejercer como debes las obras de tu ministerio y otras muchas que sé y las callo y tú las conoces de ti mismo y las disimulas, creyendo que otro no te las entiende, siendo públicas _que las dejo de escribir por no señalarte con el dedo_, y hácesla del humo y aun de menos. Haz honra de que esté proveído el hospital de lo que se pierde en tu botillería o despensa; que tus acémilas tienen sábanas y mantas y allí se muere Cristo de frío. Tus caballos de gordos revientan y se te caen los pobres muertos a la puerta de flacos. Esta es honra que se debe tener y buscar justamente; que lo que llamas honra, más propiamente se llama soberbia o loca estimación, que trae los hombres éticos y tísicos, con hambre canina de alcanzarla, para luego perderla _y con el alma, que es lo que se debe sentir y llorar.»

Capítulo V

Cómo Gumán de Alfarache sirvió a un cocinero

 L

 

ibre me vi de todas estas cosas, a ninguna sujeto, excepto a la enfermedad, y para ella ya tenía pensado entrarme en un hospital. Gozaba la florida libertad, loada de sabios, deseada de muchos, cantada y discantada de poetas; para cuya estimación todo el oro y riquezas de la tierra es poco precio.

    Túvela y no la supe conservar; que, como acostumbrase a llevar algunos cargos y fuese fiel y conocido, tenía cuidado de buscarme un traidor de un despensero,

¡déle Dios mal galardone!

      Hacía confianza de mí, enviábame solo, que llevase a su posada lo que compraba. Desta continuación y trato, que no debiera, me cobró amistad. Parecióle mejorarme sacándome de aquel oficio a sollastre o pícaro de cocina, que era todo a cuanto me pudo encaramar en grueso. Muchas veces me lo dijo y una mañana me hizo una larga arenga de promesas. Fue subiéndome a corregidor de escalón en escalón, que si aprendía bien aquel oficio, saliendo tal, entraría en la casa real y que, sirviendo tantos años, podría retirarme rico a mi casa. Mía fe, hinchóme la cabeza de viento, y hasta probar poco había que aventurar.

 Llevóme al señor mi amo, que ya nos conocíamos. Cuando allá llegué, como si fuera la primera vez que nos viéramos, me dijo con mucho toldo:

_Bien, ¿qué dice agora poca ropa? ¿A qué bueno por acá el caballero de Illescas? ¿Es menester algo? ¿Vienes a estar comigo?

       Yo estuve mal considerado, que, cuando le vi comenzar con el tono tan alto, había de volverle las espaldas y dejarlo con su razón, y a la mosca, que es verano. Embacéme, sin saber qué responder, mas como a otra cosa no iba, le dije:

        _Sí, señor.

 _Pues entra comigo, que si haces el deber _me dijo_ no perderás en ello.

 _Bien seguro estoy _le respondí_ que asentando con Vuesa Merced tendré cierta la ganancia, pues no tengo de qué me resulte pérdida. Preguntóme:

 _¿Y sabes lo que has de hacer?

        Volvíle a decir:

       _Lo que me mandaren y supiere hacer o pudiere trabajar; que quien se pone a servir ninguna cosa debe rehusar en la necesidad, y a todas las de su obligación tiene alegremente de satisfacer, para lo uno y otro se ha de disponer.

Él se contentó de mi plática y entendimiento. Asenté a mercedes como gavilán.

       Anduve a los principios con gran puntualidad, y él me regalaba cuanto podía. Mas no sólo a mis amos _que era casado_ procuré agradar, sirviendo de toda broza en monte y villa, dentro y fuera, de mozo y moza, que sólo faltó ponerme saya y cubrir manto para acompañar a mi ama, porque las más caserías, barrer, fregar, poner una olla, guisarla, hacer las camas, aliñar el estrado y otros menesteres, de ordinario lo hacía, que por ser solo estaba puesto a mi cargo; pero a todos los criados del amo procuraba contentar. Así acudía en un vuelo al recaudo del paje como del mayordomo; del maestresala, como del mozo de caballos. Uno me mandaba le comprase lo necesario, otro que le limpiase la ropa, aqueste que le enjabonase un cuello, aquel que le llevase la ración a su mujer y esotro a su manceba. Todo lo hacía sin rezongar ni haronear. Nunca fui chismoso ni descubrí secreto, aunque no me lo encargaran, que bien se me alcanzaba lo que había licencia de hablar y cuál era necesario callar. El que sirve se debe guardar destas dos cosas o se perderá presto, siendo malquisto y odiado de todos. No respondía cuando me reñían, ni daba ocasión para ello. A los mandados era un pensamiento. Donde había de asistir nunca faltaba; y aunque todo me costaba trabajo, nada se perdía. Bastábame por paga la loa que tenía y lo bien ue por ello me trataban de palabra, no faltando las obras a su tiempo.

 Gran alivio es a quien sirve un buen tratamiento: son espuelas que pican a la voluntad para ir adelante, señuelo que llama los deseos y carro en que las fuerzas caminan sin cansarse. A unos es bien y merecen servirse de gracia y a otros no por ningún dinero; y sobre todo reniego de amo que ni paga ni trata.

 Entonces pude afirmar que, dejada la picardía, como reina de quien no se ha de hablar y con quien otra vida política no se puede comparar, pues a ella se rinden todas las lozanías del curioso método de bien pasar que el mundo soleniza, aquella era, aunque de algún cuidado, por extremo buena. Quiero decir para quien como yo se hubiese criado con regalo. Parecióme en cierto modo volver a mi natural, en cuanto a la bucólica; porque los bocados eran de otra calidad y gusto que los del bodego, diferentemente guisados y sazonados. En esto me perdonen los de San Gil, Santo Domingo, Puerta del Sol, Plaza Mayor y calle de Toledo, aunque sus tajadas de hígado y torreznos fritos malos eran de olvidare.

        Por cualquiera niñería que hiciera, todos me regalaban: uno me daba una tarja, otro un real, otro un juboncillo, ropilla o sayo viejo, con que cubría mis carnes y no andaba tan mal tratado; la comida segura y cierta, que aunque de otra cosa no me sustentara, bastara de andar espumando las ollas y probando guisados; la ración siempre entera, que a ella no tocaba.

        Esto me hizo mucho daño y el haberme enseñado a jugar en la vida pasada, porque lo que ahora me sobraba, como no tenía casas que reparar ni censos que comprar, todo lo vendía para el juego. De tal manera puedo decir que el bien me hizo mal. Que cuanto a los buenos les es de augmento, porque lo saben aprovechar, a los malos es dañoso, porque dejándolo perder se pierden más con él. Así les acontece como a los animales ponzoñosos, que sacan veneno de lo que las abejas labran miel. Es el bien como el agua olorosa, que en la vasija limpia se sustenta, siendo iempre mejor, y en la mala luego se corrompe y pierde.

        Yo quedé doctor consumado en el oficio y en breves días me refiné de jugador, y aun de manos, que fue lo peor. Terrible vicio es el juego. Y como todas las corrientes de las aguas van a parar a la mar, así no hay vicio que en el jugador no se halle. Nunca hace bien y siempre piensa mal; nunca trata verdad y siempre traza mentiras; no tiene amigos ni guarda ley a deudos; no estima su honra y pierde la de su casa; pasa triste vida y a sus padres no se la desea; jura sin necesidad y blasfema por poco interese; no teme a Dios ni estima su alma. Si el dinero pierde, pierde la vergüenza para tenerlo, aunque sea con infamia. Vive jugando y muere jugando: en lugar e cirio bendito, la baraja de naipes en la mano, como el que todo lo acaba de perder, alma, vida y caudal en un punto.

        Mucho experimenté de otros. No hablo lo que me dijeron, sino lo que mis ojos vieron. Cuando las raciones no bastaban, porque para jugar no faltase, traía por la casa los ojos como hachas encendidas, buscando de dónde mejor pudiera valerme. A las cosas de la cocina con facilidad ponía cobro, aprovechándome siempre de la comodidad, como de mí no pudiese haber sospecha. Muchas cosas que hurtaba las escondía en la misma pieza donde las hallaba, con intención que si en mí sospechasen, sacarlas públicamente, ganando crédito para adelante; y si la sospecha cargaba en otro, allí me lo tenía cierto y luego lo trasponía.

        Una vez me aconteció un donoso lance, que como mi amo trajese a casa otros amigos cofrades de Baco, pilotos de Guadalcanal y Coca, y quisiese darles una merienda, todos tocaban bien la tecla, pero mi amo señaladamente era extremado músico de un jarro. Sacáles, entre algunas fiambreras que siempre tenía proveídas, unas hebritas de tocino como sangre de un cordero. Ya de los envites hechos estaban todos a treinta con rey, alegres, ricos y contentos, y con la nueva ofrenda volvieron a brindarse, quedándose _y mi ama con ellos, que también lo menudeaba como el mejor danzante_ que los pudieran desnudar en cueros: tales lo estaban ellos. La polvareda había sido mucha. Levantáronse los humos a lo alto de la chimenea. Los unos cayendo, los otros trompezando, dando cada uno traspiés fuese como pudo, según me lo contó un vecino, y mis amos a la cama, dejándose abierta la casa, la mesa puesta y el vasillo de plata en que brindaron rodando por el suelo, y todo a beneficio de inventario.

        Yo acaso había quedado en la cocina del amo aderezando sartenes y asadores, juntando leña y haciendo otras cosas del oficio. Luego como acabé la tarea, fuime a la posada. Halléla desaliñada, de par en par abierta y el vasillo por estropiezo, casi pidiéndome que siquiera por cortesía lo alzase: bajéme por él, miré a todas partes si alguno me pudiera haber visto y, como no sintiese persona, volvíme a salir pasico. No había dado cuatro pasos, cuando me tocó el corazón una arma falsa. Púseme a pensar si había sido ruido hechizo, que era bien asegurarme más y no ponerme en ocasión que por interese poco se aventurase mucho y algunos azotes a las vueltas. Volví a entrar, llamé dos o tres veces. Nadie me respondió. Fuime al aposento de mis amos. allélos tales, que parecía estar difuntos, y era poco menos, pues estaban sepultados en vino. El resuello que daban me dejó de manera como si hubiera entrado en alguna famosa bodega.

        Quisiera con algunos cordeles atarlos por los pies a los de la cama y hacerles alguna burla, pero parecióme más a cuento y mejor la del vaso de plata. Púselo a buen cobro. Habiendo asegurado el hurto, volvíme a la cocina, donde no faltó en qué ocuparme hasta la noche, que vino mi amo con un terrible dolor de costado en las sienes, y estando en el hogar sólo un tizo me quiso aporrear: que para qué gastaba tanta leña, que se quemaría la casa. No estuvo aquella noche de provecho. Suplí como pude, cubriendo su falta. Puse a punto la cena, dímosla y, habiendo cumplido a todo, nos fuimos a dormir. Hallé a mi ama de mal semblante: muy triste, los ojos bajos y llorosos, ansiada y pesarosa, sin hablar palabra, hasta que mi amo fue acostado. Preguntéle qué tenía, que tan mohína estaba. Respondióme:

        _¡Ay, Guzmanico, hijo de mi alma! Gran mal, gran desventura, amarga fui yo, desdichada la hora en que nací, en triste sino me parió mi madre.

        Ya yo sabía dónde le dolía. Su botica fuera mi faltriquera y mi voluntad su médico; pero no, que todas aquellas compasiones no me la ponían, porque había oído decir que cuando más la mujer llorare, se le ha de tener lástima como a un ganso que anda en el agua descalzo por enero. No me movió un cabello; mas fingiendo pesarme de su pena, la consolaba que no dijese tales palabras, rogándole me contase qué tenía, dándome parte dello, que en lo que pudiese haría por ella como por mi madre.

         _¡Ay, hijo _me respondió_, que trajo tu señor en amarga hora unos amigos a merendar y entre todos me falta el vasillo de plata! ¿Qué hará tu amo cuando lo sepa? Mataráme por lo menos, hijo de mis entrañas.

 «¿Qué hará por lo más?», le quise preguntar. Híceme del pesante, abominando la bellaquería y que no hallaba otro medio más de que se levantase por la mañana y fuésemos a comprar a los plateros otro como él, y dijese a su marido que, porque estaba viejo y abollado, lo había hecho limpiar y aderezar: que con esto excusaría el enojo. También le ofrecí que, si no tenía dineros y lo hallase fiado, tomase mis raciones para pagarlo con ellas o las pidiese adelantadas.

 Agradeciómelo mucho, tanto por el consejo como por el remedio; mas hízosele inconveniente salir de casa, y sola, temiendo que su marido no la viese, porque era muy celoso. Rogóme que por un solo Dios lo fuese yo a buscar, que dineros tenía con que pagarlo. Yo no deseaba otra cosa, porque me había puesto cuidado a quién o cómo pudiera venderlo que me lo comprara, pues por mi persona era fácil de creer que lo había hurtado. Mas con esta buena salida fuime a los plateros. Dije a uno que me lo limpiase y desabollase, que estaba maltratado. Concertélo en dos reales. Pusiéronlo cual si entonces acabaran de hacerlo. Volví a mi casa diciendo:

 _Uno he hallado en la puerta de Guadalajara, pero tiene cincuenta y siete reales de plata, y no quieren por la hechura menos de ocho.

 A ella le pareció una blanca, según deseaba salir de aquel trabajo. Contóme el dinero en tabla y volvíselo a vender, como si no fuera el mismo ni se lo hubiera hurtado, con que quedó contenta y yo pagado. Mas como se vino se fue: de dos encuentros me lo llevaron.

Estos hurtillos de invención, de cosecha me los tenía y la ocasión me los enseñaba; mas los de permisión, siempre andaba con cuidado para saberlos usar bien cuando los hubiera menester. Así tenía costumbre de llegarme al tajo, donde se repartían las porciones; atentamente vía lo que pasaba y cómo en cada una iban dos onzas menos. Aprendí a jugar de dedillo, balanza y golpete. Algunos le decían que pesase bien, el despensero respondía que enjugaba la carne y que, recibiéndola en un peso y en fil, no podía dejar de hacer un poco de refación para las mermas de muchos; y en esto iba a decir la sexta parte. Despensero, cocinero, botiller, veedor y los más oficiales, todos hurtaban y decían venirles de derecho, con tanta publicidad y desvergüenza como si lo tuvieran por ejecutoria. No había mozo tan desventurado, que no ahorrase los menudillos de las gallinas o de los capones, el jamón de tocino, el contrapeso del carnero, las postas de ternera, salsas, especias, nieve, vino, azúcar, aceite, miel, velas, carbón y leña, sin perdonar las alcomenías ni otra cosa, desde lo más necesario hasta lo de menos importancia que en una casa de un señor se gasta.

        Luego que allí entré, no se hacía de mí mucha confianza. Fui poco a poco ganando crédito, agradando a los unos, contentando a los otros y sirviendo a todos; porque tiene necesidad de complacer el que quiere que todos le hagan placer. Ganar amigos es dar dinero a logro y sembrar en regadío. La vida se puede aventurar para conservar un amigo y la hacienda se ha de dar para no cobrar un enemigo, porque es una atalaya que con cien ojos vela, como el dragón, sobre la torre de su malicia, para juzgar desde muy lejos nuestras obras. Mucho importa no tenerlo y quien lo tuviere trátelo de manera como si en breve hubiese de ser su amigo. ¿Quieres conocer quién es? Mira el nombre, que es el mismo del demonio, enemigo nuestro, y ambos son una misma cosa. Siembra buenas obras, cogerás fruto dellas, que el primero que hizo beneficios, forjó cadenas con que aprisionar los corazones nobles.

        En lo que me pude adelantar no me detuvo la pereza; no di lugar que de mí se diesen quejas verdaderas ni me trajeran en revueltas. Huí de los deste trato y más de chismosos, a quien con gran propiedad llaman esponjas: aquí chupan lo que allí esprimen. De los tales no se fíen, apártense dellos, aborrezcan su compañía, aunque en ella se interese, porque al cabo ha de salirse con pérdida y descalabrado. No puede una casa padecer mayor calamidad ni la república más contagiosa pestilencia, que tener hombres cizañeros y revoltosos, amigos de hablar en corrillos y hacerlos. Siempre procuré con todos tener paz, por ser hija de la humildad; y el humilde que ama la paz, ama y es amado del autor della, que es Dios. Si malas compañías no me dañaran, yo comencé bien y corría mejor; comía, bebía, holgaba, pasando alegremente mi carrera.

 Muchas veces, acabada la hacienda, me echaba a dormir a la suavidad de la lumbre que sobraba de mediodía o de parte de noche, quedándome allí hasta por la mañana. Cuando en casa no había quehacer, dábanme los bellacos de los mozos y pajes mucho del sartenazo, culebras y pesadillas; echábanme libramientos, ahogándome a humazos. Tal vez hubo que con uno me desatinaron por mucho rato, que ni sabía si estaba en pie o si sentado, y, si no me tuvieran, me hiciera la cabeza pedazos contra una esquina. Y a todo esto paciencia, sin desplegar la boca, corrigiéndome para conservarme, que el que todo lo quiere vengar, presto quiere acabar. Larga se debe dar a mucho, si no se quiere vivir poco. Despreciando las injurias, queda corrido y se cansa el que las hace: que si te corrieses, quedarías cargado.

        En mí hacían anotomía. Otras veces para probarme hicieron cebaderos, poniéndome moneda donde forzosamente hubiese de dar con ella. Querían ver si era levantisco, de los que quitan y no ponen; mas, como se las entendía y les entrevaba la flor, decía: «No a mí que las vendo, a otro perro con ese hueso, salto en vago habéis dado, no os alegraréis con mis desdichas ni haréis almoneda de mis infamias.» Allí me lo dejaba estar, hasta que quien lo puso lo alzase, teniendo cuenta que otro no lo traspusiese y dijesen que yo. Otras veces lo alzaba y daba con ello en manos de mis amos, andando con gran recato en hacer mis heridas limpias, a lo salvo, como buen esgrimidor; que dar una cuchillada y recebir una estocada es dislate.

 Hurtaba lo que podía, pero de modo que no se pudiera causar sospecha contra mí. Para las haciendas de mi cargo yo me lo tenía, y a mi amo descuidado de mandarlo. En habiendo en qué trabajar, no aguardaba que me lo mandasen. Era de todos mis compañeros el primero al pelar de las aves, fregar, limpiar, barrer, hacer y soplar la lumbre, sin decir al otro: «Hacedlo vos.» Porque onsideraba que, no habiendo de holgar ni estar mano sobre mano, tanto me daba trabajar en esto que en esotro, y era engañar de maña con lo que era fuerza.

         Siempre hacía lo que más podía y mejor sabía, guardando el decoro al oficio. Aún el ave no estaba bien acabada de pelar, cuando tomaba el almirez y molía mixturas para salsas o para guisados. Traía el herraje como espadas acicaladas, las sartenes que se pudieran limpiar con la capa, los cazos como espejos; guardábalo en sus cajas, colgábalo en sus clavos, donde solía estar cada cosa, para darlo en la mano cuando fuera menester, sin andarlo a buscar, acordándome dónde lo puse: todo tenía su lugar diputado con mucha curiosidad y concierto.

 Las horas que me sobraban cuando no había quehacer, en especial por las tardes, que siempre tenía más lugar, los oficiales de casa me daban sus percances que los llevase a vender. Íbame con ellos a las puertas de la carnicería, donde era nuestro puesto y lo acudían a comprar los que lo habían menester. Algunas veces lo que llevaba era bueno, otras no tal y otras hediondo y malo; mas todo resultaba de lo que llamaban ellos provechos y derechos, que es de diez dos, harto mejor pagado que el almojarifazgo de Sevilla. Lo ordinario y siempre, nunca faltaban menudillos de aves y despojos de terneras, perdices, gallinas, que se perdían andando en el asador o perdigadas en el hervor de la olla, conejos desollados y mechados con sus garrochitas de tocino, ribeteados como gabán de Sayago, sin dejarles blanco del tamaño de una uña donde no llevasen clavada su saeta. Presas había que, habiéndose tardado en sacarse a vender, oliscaban. Disfrazaban estas tales de manera que parecían como nuevas; cada uno, el que más podía, mejor afeitaba su hacienda. Vendía también lenguas de vaca, cecinas de jabalí, lomo en adobo, empanadas inglesas de venado, piezas de tocino con tres dedos de tabla en grueso. ¡Mirad qué derechos tan tuertos y qué provechos tan dañosos, para no sacarse cada día facultades, empeñarse los estados y vender los vasallos!

 ¡Pobres de los señores que no pueden o no saben o, por mejor decir, no quieren consumir esta langosta destruyendo tan dañosa polilla! Y desventurados de los que para ostentación quieren tirar la barra con los más poderosos: el ganapán como el oficial, el oficial como el mercader, el mercader como el caballero, el caballero como el titulado, el titulado como el grande y el grande como el rey, todos para entronizarse. Pues, a fe que no es oficio holgado y que el rey no duerme ni descansa con el reposo del ganapán ni come con el descuido que el oficial, y le aflige más lo que la corona le carga que cuanto el mercader carga. Más le inquieta cómo tiene de proveer sus armadas, que al caballero el aprestar sus armas. Y no hay titulado muy empeñado, que el rey no lo esté más, ni grande tan grande que los trabajos y pesadumbres del rey no sean más grandes y graves. Él vela cuando todos duermen; por eso los egipcios para pintarlo ponían un cetro con un ojo encima. Trabaja cuando todos huelgan, porque es carro y carretero; sospira y gime cuando todos ríen, y son pocos los que se duelen dél que no sea por su interese, debiendo por sí solo ser amado, temido y respetado. Pocos le tratan verdad, por no ser odiados. Pocos le desengañan; ellos saben el porqué y para qué, y sabemos todos que lo hacen por adelantarse y volar arriba, sea omo fuere, aunque sean las alas de cera y hayan de caer en el mar de Ícaro.

 La locura y desvanecimiento de los hombres, como te decía, los trae perdidos en vanidades; y los que más lastiman son señores y caballeros, que, gastando sin necesidad, vienen a la necesidad. Porque aun pocas expensas, muchas veces hechas, consumen la sustancia, váseles cayendo la pluma pelo a pelo, de donde, quedando sin cañones, los llamaron pelones o pelados. Luego se recogen a las aldeas o caserías, donde dan en criar cebones, gallinas y pollos, contando los huevos de cada día, haciendo dellos caudal principal. Sáquese de aquí en limpio que, si el rico se quisiere gobernar, le aseguro que nunca será pobre; y si el pobre se comidiere, que presto será rico, acomodándose todos en todo con el tiempo. Que no siempre le está bien al señor guardar, ni al pobre gastar. Entretenimientos han de tener; mas ténganse tales que sean para entretenerse y no para perderse. En las ocasiones ha de mostrarse cada uno conforme a quien es, que para eso lo tiene; pero no emparejándose todos lado a lado, pie con pie, cabeza con cabeza. Si se alargare el poderoso, deténgase el escudero; no quiera con sus tres hacer lo que el otro con treinta. ¿No considera que son abortos y cosas fuera de su natural, de que todos murmuran, riéndose dél, y, gastada la sustancia, se queda pobre, arrinconado? ¿No entiende el que no puede, que hace mal en querer gallear y estirar el pescuezo? Si es cuervo y no sabe ni puede más de graznar, ¿para qué quiere cantar y preciarse de voz, aunque el adulador le diga que la tiene buena? ¿No vee que lo hace por quitarle el queso y burlarlo?

 Lo mismo digo a todos: que cada uno se conozca a sí mesmo, tiente el temple de sus aceros, no quiera gastar el hierro con la lima de palo, y lo que él murmura del otro, cierre la puerta para que el otro no lo murmure dél. A todos conviene dormir en un pie, como la grulla, en las cosas de la hacienda, procurando, ya que se gasta, que no se robe; que el dejar perder no es franqueza y con lo que hurtan veedor, cocinero y despensero, que son los tres del mohíno, se pueden gratificar seis criados. No digo más del robo destos que del desperdicio de esotros, pues todos hurtan y todos llevan lo que pueden cercenar de lo que tienen a cargo, uno un poco y otro otro poco; de muchos pocos se hace un algo y de muchos algos un algo tan mucho, que lo embebe todo.

 Gran culpa desto suelen tener los amos, dando corto salario y mal pagado, porque se sirven de necesitados y dellos hay pocos que sean fieles. Póneste a jugar en un resto lo que tienes de renta en un año. Paga y haz merced a tus criados y serás bien y fielmente servido: que el galardón y premio de las cosas hace al señor ser tenido y respetado como tal y pone ánimo al pobre criado para mejor servir. Hay señor que no dará un real al sirviente más importante, pareciéndole que le basta el sueldo seco y que, en dárselo y su ración, está pagado. No, señor, no es buena razón, que aqueso ya se lo debes, no tiene qué agradecerte. Con lo que no le debes lo has de obligar a más de lo que te debe y que con más amor te sirva; que si no te alargas de lo que prometiste, siendo señor, no será mucho que el criado se acorte y no se adelante de aquello a que se obligó.

 Como sucedió a un hidalgo cobarde, que habiendo sido demasiado en confianza de su dinero con otro hidalgo de valor, viendo que sus fuerzas y ánimo eran flacos, quiso valerse de un mozo valiente que lo acompañaba. Aconteció que, como una vez echase su enemigo mano para él, su criado lo defendió con pérdida del contrario, que lo retiró en cuanto su señor se puso en salvo; y en esta quistión perdió el mozo el sombrero y la vaina de la espada. Esto se pasó; fuese a su posada. Mas nunca el amo le satisfizo la pérdida ni lo adelantó en alguna cosa. Y como viniese otra vez con un palo y le diese de palos el de la quistión pasada, el criado se estuvo quedo, mirando cómo lo aporreaban. El amo daba voces pidiendo socorro, a quien el mozo respondió: «Vuesa Merced cumple con pagarme cada mes mi salario y yo con acompañarle como lo prometí, y el uno ni el otro no estamos a más obligados». Así que, si quieres que salgan de su paso, aventajándose en tu servicio, de lo que pierdes tan desbaratadamente gánales las voluntades, que será ganar no te roben la hacienda, defiendan tu persona, ilustren tu fama y deseen tu vida.

 ¡Oh, cuántas veces vi llevar y llevé tortas de manjar blanco, lechones, pichones, palominos, quesos de cien diferencias y provincias y otras infinitas cosas a vender, que es prolijidad referirlas y faltan tiempo y memoria para contarlas! Sólo quiero decir que estas desórdenes en todos me hizo a mí como a uno dellos. Andaba entre lobos: enseñéme a dar aullidos. Yo también era razonable principiante, aunque por diferente camino. Mas entonces perdí el miedo: soltéme al gua sin calabaza, salí de vuelo. Todos jugaban y juraban, todos robaban y sisaban: hice lo que los otros. De pequeños principios resultan grandes fines.

 Comencé _como dije_ de poco a jugar, sisar y hurtar. Fuime alargando el paso, como los niños que se sueltan en andar, hasta que ya lo hacía de lo fino, de a ciento la onza. Y no lo tenía por malo, que aun a esto llegaba mi inocencia; antes por lícito y permitido.

         Compraba algunas cosillas que me hacían falta, o lo echaba en un topa, que siempre de los juegos buscaba los más virtuosos, vueltos o carteta, para acabar presto y acudir a mi oficio. Acuérdome una vez que, estando porfiando una suerte con otros mancebitos de mi talle en un corral de casa, se levantó gran grita. Pareció con la vocería hundirse la casa. Mandó nuestro amo al maestresala mirase qué era aquello. Hallónos en la brega fregando el delito y, excediendo de su comisión, dionos una rociada de leña seca, sacudiéndonos el polvo del hatillo de manera que nos levantó ronchas por todo el cuerpo debajo de la camisa. Con que también perdí mi crédito ganado, trayéndome de allí adelante sobre ojos, como dicen, de donde comenzó mi total perdición, de la manera que sabrás adelante.

Capítulo VI

Guzmán de Alfarache prosigue lo que le pasó con su amo el cocinero, hasta salir despedido dél

 M

 

ucho se debe agradecer al que por su trabajo sabe ganar; pero mucho más debe estimarse aquel que sabe con su virtud conservar lo ganado. Mucho me forzaba la voluntad en agradar, aunque más me tiraba la mala costumbre de la vida pasada. Y así lo que hacía, como cosa contrahecha, eran las obras de la mona. Que la gloria falsamente alcanzada poco permanece y presto pasa.

    Fui como la mancha de aceite, que si fresca no parece, brevemente se descubre y crece. Ya no se fiaban de mí; llamábanme, uno cedacillo nuevo, otro la gata de Venus, y se engañaban, que mi natural bueno era y en el mío ni lo aprendí ni lo supe; yo lo hice malo y lo dispuse mal. Enseñáronmelo la necesidad y el vicio: allí me afiné con los otros ministros y sirvientes de casa.

           Ladrones hay dichosos, que mueren de viejos; otros desdichados, que por el primer hurto los ahorcan. Lo de los otros era pecado venial y en mí mortal. Fue muy bien, pues degeneré de quien era, haciendo lo que no debía. Perdíme con las malas compañías, que son verdugos de la virtud, escalera de los vicios, vino que emborracha, humo que ahoga, hechizo que enhechiza, sol de marzo, áspid sordo y voz de sirena. Cuando comencé a servir, procuraba trabajar y dar gusto; después los malos amigos me perdieron dulcemente. La ociosidad ayudó gran parte y, aun fue la causa de todos mis daños. Como al bien ocupado no hay virtud que le falte, al ocioso no hay vicio que no le acompañe.

          Es la ociosidad campo franco de perdición, arado con que se siembran malos pensamientos, semilla de cizaña, escardadera que entresaca las buenas costumbres, hoz que siega las buenas obras, trillo que trilla las honras, carro que acarrea maldades y silo en que se recogen todos los vicios.

 No puse los ojos en mí, sino en los otros. Parecióme lícito lo que ellos hacían, sin considerar que, por estar acreditados y envejecidos en hurtar, les estaba bien hacerlo, pues así habían de medrar y para eso sirven a buenos. Quise meterme en docena, haciendo como ellos, no siendo su igual, sino un pícaro desandrajado.

 Pero si disculpas valen y la que diere se me admite, como tan libremente vía que todos llevaban este paso, parecióme la tierra de Jauja y que también había de caminar por allí, creyendo _como dije_ ser obra de virtud; aunque después me desengañaron, que pensé bien y entendí mal. Porque la gracia desta bula sólo la concedió el uso a los hermanos mayores de la cofradía de ricos y poderosos, a los privados, a los hinchados, a los arrogantes, a los aduladores, a los que tienen lágrimas de cocodrilo, a los alacranes, que no muerden con la boca y hieren con la cola, a los lisonjeros, que con dulces palabras acarician el cuerpo y con amargas obras destruyen el alma.

        Estos tales eran a quien todo les estaba bien, y en los como yo era maldad y bellaquería. Engañéme; con mi engaño me desenvolví de manera que desde muy lejos me conocieran la enfermedad, aunque todo era niñería de poca estimación.

        Suelen decir que el postrero que sabe las desgracias es el marido. De todas estas travesuras, por maravilla llegaban de mil una en los oídos de mi amo, ya porque los agradaba, no querían ponerme mal y me echara de casa, o ya porque, aunque me lo reñían, viendo que todo el mundo era uno, de nada se admiraban. Mas por algunos descuidos míos y cosas que se traslucían, algo andaba ya escaldado mi amo conmigo: andábame a las espuelas para cogerme.

       Aconteció que lo llamaron para un banquete de un príncipe extranjero nuevamente venido a la Corte. Mandóme ir con él para trasponer el cebollino resultas de la cocina, según el uso y costumbre. Luego que fuimos a la posada, se nos hizo el entrego. Mi amo comenzó a destrozar, dividir y romper con grandísima destreza, poniendo géneros aparte, y de cada cosa lo que le pertenecía, conforme a su arancel, porque con otros cuidados no hubiese algún descuido y se mezclasen las acciones, siendo justo dar lo de César a César y aposesionarse cada cual en su hacienda.

      Después, al cerrar de la noche habíame mandado traer costales. Comenzólos a estibar de maestro y, poniéndomelos al hombro a tiempo y de manera que no pudiera ser visto, me hizo dar cuatro caminos, que ninguno me vagaba el resuello, según iba de cargado. Cada uno y todos parecían el arca de Noé, y no sé si en ella hubo de tantos individuos o Dios después los crió. Ya que tuve acabada mi faena, mandóme aderezar la lumbre, calentar agua, pelar y perdigar, en que ocupé gran parte de la noche.

      Al bueno de mi amo no se le cocía el pan, andaba con sobresalto, sin sosiego, cuidadoso que su mujer estaba sola y no podría poner en orden tanta hacienda o que no sucediese algún torbellino. Y con este alboroto me dijo:

      _Guzmanillo, vete a casa, pon cobro en lo que llevaste, abre los ojos y mira por todo. Di a tu señora que acá me quedo. Ten cuenta con la casa y en amaneciendo ven aquí volando.

       Hícelo así, doy a mi ama el recaudo, pido garabatos y sogas, púselas por unos corredores colgando al patio: allí ensarté los trofeos de la vitoria. Era gloria de ver la varia plumajería del capón, de la perdiz, de la tórtola, de la gallina, del pavo, zorzales, pichones, codornices, pollos, palomas y gansos, que, sacando por entre todo las cabezas de los conejos, parecían salir de los viveros. Colgué a otra parte perniles de tocino, piezas de ternera, venado, jabalí, carnero, lechones y cabritos. Entapizóse nuestro patio a la redonda en muy buenos clavos que puse, de manera que, mi fe te prometo, según lo que allí campeaba, me pareció haber traído de cinco partes las dos, y faltaban por venir los siete Infantes de Lara, que no estaba con esto acabado. Ello quedó muy bien acomodado y yo muy de veras cansado, que lo trabajé muy bien; aunque se me lució muy mal, pagándome peor.

 Mi ama vivía en un aposento bajo. Dejome como el escarabajo, el peso a las cuestas, y fuese a dormir. Debió de cenar salado, que cargó delantero conforme a su costumbre antigua. Yo, acabada la tarea, hice lo mesmo, subíme a la cama. Hacía tanto calor que por buen rato me entretuve rascando y dando vuelcos, hasta que con algunas malas ganas me dejé ir a media rienda por el sueño adelante. Anduve galopeando con él y con la manta _que sábanas no se usan dar ni más que un jergón viejo a los mozos de mi tamaño en aquella tierra_, cuidadoso de madrugar como mi amo me lo había mandado.

         Veis aquí, Dios enhorabuena, serían como las tres de la madrugada, entre dos luces oigo andar abajo en el patio una escaramuza de gatos que hacían banquete con un pedazo de abadejo seco, traído acaso por los tejados de casa de algún vecino. Y como de suyo son de mala condición _que no sabréis cuándo están contentos, como los viejos, ni quieren aun comer callando, que de todo gruñen, o bien sea que quieran decir que sabe bien o que no está bueno de sal_, con el ruido de su pendencia me despertaron. Púseme a escuchar y dije: «Sería el diablo si la pesadumbre desta buena gente fuese sobre la capa del justo y estuviesen a estas horas riñendo por la partija de mis bienes, de modo que pagasen mis huesos la carne que comiesen, metiéndome con mi amo en deuda y en pendencia.»

         Yo estaba en la cama como nací del vientre de mi madre; no creí que alguien me viera; salto en un pensamiento, y como si a mi linaje todo llevaran moros y aquella diligencia valiera su rescate, doy a correr y trompicar por las escaleras abajo por allegar a tiempo y no fuese como en algunos socorros importantes acontece.

         Mi ama, como se acostó primero, llevóme muchas ventajas y más el estar holgada; corría sobre cuatro dormidas, como gusano de seda, y frezaba para levantarse. Oyó el mismo rebato, debiósele de antojar que yo soñaría, y en buena razón así debiera ello ser. Parecióle que no lo oyera. Ella, aunque se acostaba vestida, siempre andaba en cueros, y esta vez lo estaba, sin tener sobre los heredados de Eva camisa ni otra cobija. Y así desnuda, sin acordar de cubrirse, salió corriendo, desvalida, con un candil en la mano a reparar su hacienda. Su pensamiento y el mío fueron uno, el alboroto igual, y la diligencia en causa propia, el ruido de ambos poco, por venir descalzos.

         Veisnos aquí en el patio juntos, ella espantada en verme y yo asombrado de verla. Ella sospechó que yo era duende: soltó el candil y dio un gran grito. Yo, atemorizado de la Figura y con el encandilado, di otro mayor, creyendo sería el alma del despensero de casa, que había fallecido dos días antes, y venía por ajustarse de cuentas con mi amo. Ella daba voces que la oyeran en todo el barrio; yo con las mías fue poco no me oyese toda la Villa. Fuese huyendo a su aposento; yo quise hacer lo mismo al mío. Dieron los gatos a huir; trompecé con un mansejón de casa en el primero escalón. Asióseme a las piernas con las uñas; pensé que ya me llevaba el que redro vaya, pareció que me arrancaba el alma: doy de hocicos en la escalera; desgarréme las espinillas y híceme las narices.

         No podía ninguno de los dos entender o sospechar al cierto lo que el otro fuese, como todo sucedió presto y acudimos al sonido de una misma campana, hasta que yo caído en el suelo y escondida ella dentro de su pieza, nos conocimos por las quejas y llantos.

 Con esta alteración, si el fresco de la mañana no lo hizo, a la señora mi ama le faltó la virtud retentiva y aflojándosele los cerraderos del vientre, antes de entrar en su cámara, me la dejó en portales y patio, todo lleno de huesezuelos de guindas, que debía de comérselas enteras. Tuve que trabajar por un buen rato en barrerlo y lavarlo, por estar a mi cargo la limpieza. Allí supe que las inmundicias de tales acaecimientos huelen más y peor que las naturalmente ordinarias. Quede a cargo del filósofo inquirir y dar la causa dello; baste que a costa de mi trabajo, en detrimento de mi olfato, le testifico la experiencia.

         Quedó mi ama del caso corrida, y yo más, que, aunque varón, era muchacho y en cosas tales no me había desenvuelto. Tenía tanto empacho como una doncella, y cuando fuera muy hombre, me avergonzara de su vergüenza. Pesóme muy de veras haberla visto, no quisiera tal acaecimiento por la vida; mas nunca la pude persuadir dejase de creer malicia en mí, ni bastaron juramentos para ponerla en razón ni encaminarla a mi inocencia.

         Desde aquel momento me perdió toda buena voluntad, y supe después, de una vecina nuestra a quien ella contó el caso, que sola su pena era, no haberse hallado desnuda, sino haberse desañudado, que por lo más no se le diera un pito, que eso se quieren las que algo están de sí confiadas.

         Cuando vi que nada bastaba, luego vi mala señal y que me había de levantar algún falso testimonio para echarme de casa, poniéndome mal con su marido, como si, pobre de mí, hubiera sido la culpa mía. Nunca más le conocí el rostro a derechas ni atravesó palabra comigo. Venido el día claro, volví a mi atahona como me fue mandado.

        Fui a tener con mi amo; no desplegué mi boca de lo pasado. Preguntóme si dejaba recaudo en lo de casa; díjele que sí. Ocupóme en algunas cosas, y puedo certificar que mi amo y sus compañeros, yo y los míos, ayudantes y trabajadores, teníamos más que hacer en poner cobro a lo hurtado que sazón a los manjares. ¡Cuál andaba todo, qué sin orden, cuenta, ni concierto! ¡Qué in duelo se pedía, qué sin dolor se daba, con qué gloria se recebía, qué poco se gastaba, cuánto se rehundía! Pedían azúcar para tortas y para tortas azúcar, dos y tres veces para cada cosa.

         Estos banquetes tales llamábamos jubileos, porque iba el río revuelto y sobreaguados los peces. Con esto creí que, pues era, como dicen, el pan de mi compadre y el duelo ajeno, que no tenía yo menos colmillos para ganar esta indulgencia, que también estaba mi alma en mi cuerpo, sin faltarme tilde ni hebilleta de hombre, y siquiera de las migajas caídas debajo de la mesa, aun sin querer igualarme a mis iguales, fuera lícito valerme algo la franqueza, gozando del barato.

         Yo estaba cansado de pelar aves, limpiar almendras y piñones, calentar aguas y otras cosas. Andaba con una camisilla vieja y un juboncillo roto. De lo que cupo al cuartel de mi amo había una canasta de huevos; lleguéme por par dellos y echéme entre camisa y carnes unos pocos y otros en las faltriqueras de los calzones. Ved, ya que metí la mano, en lo que vine a empacharme; mas diciendo verdad, no lo hice tanto por el interese, que fue una desventurada, cuanto por decir siquiera que le di un beso a la novia y no se dijera que salí virgen o que yendo a la Corte no vi al Rey.

         El traidor de mi amo sintiólo y para santificarse con mi culpa, asegurando su fidelidad con mi hurto, estando el veedor presente y otros criados graves de casa, cuando quise salir a poner en cobro la pobreza, porque no se me viera, llegóse a mí como un león y, asiéndome por los cabezones, me trujo a la melena, hollado entre los pies.

 Bien podrás pensar cuál se puso la mercadería de bien acondicionada, pues me los deshizo todos a puntillones, corriendo las claras y yemas por las piernas abajo. «Sin duda _dije entre mí_ algún planeta gallinero me persigue.» Quisiera decirle con la cólera: «¿Pues cómo, ladrón, tienes la casa entapizada de lo que hurtaste y yo llevé, y haces alharacas por seis tristes huevos que me hallaste? ¿No ves que te ofendes con lo que me ofendes?» Parecióme más acertado el callar, que el mejor remedio en las injurias es despreciarlas. Mucho la sentí, por hacérmela mi amo, que si fuera de un estraño no la estimara en tanto. Mas hube de sufrir; no hice más mudamiento ni di otra espuesta que alzar los ojos al cielo con algunas lágrimas que a ellos vinieron.

         La behetría del banquete se pasó y nos fuimos a casa. Díjome mi amo por el camino:

        _¿Qué te digo, Guzmanillo? Advierte que lo que hoy te di me importó más de lo que piensas. Ya sé que no tuve razón: mañana te compraré unos zapatos por ello y valdrán más que los huevos.

 Alegréme con la manda, porque los que traía estaban rotos y viejos.

 Mi ama le debió de contar algunos males de mí, que desde que entramos en casa siempre mi amo me hizo un gesto de probar vinagre, sin que la ocasión llegase de comprar zapatos, que sin ellos me quedé. Como lo vía torcido, procuraba de quitarle los trompezones de delante, sirviéndole con más cuidado que nunca, sin hacerle falta _ni a cosa de la cocina_ en un cabello.

         Un día de fiesta, como era de costumbre, se hicieron unas empanadas y pasteles, de que sobró un poco de masa, y otro día lunes habían de correrse toros en la plaza. Estaba en la basura una cañilla de vaca casi entera. Yo tenía necesidad, para holgarme, de unas blanquillas, y en un pensamiento empané mi zancarrón, que como lo puse no diferenciaba por defuera de un muy hermoso conejo.

         Fuime con él a mi puesto, con ánimo de dar alguna gatada; mas como estaba de priesa, no pude aguardar merchante. Llegó a comprármela un cano y honrado escudero, hícele buena comodidad; concertéla en tres reales y medio; vi el cielo abierto, por volverme presto. Mas cuanta mi priesa era mucha, su flema era grande. Púsose debajo del brazo un reportorio pequeñuelo que llevaba en la mano, colgó del cinto los guantes y lienzo de narices, luego sacó una caja de antojos, y en limpiarlos y ponérselos tardó largas dos horas. Fue destilando del bolsico de un garniel cuarto cuarto y, poniéndomelos en la mano, cada medio cuarto le parecía cuartillo y le daba seis vueltas, mirándolo hacia el sol.

 Apenas me vi con mi dinero, cuando mi amo estaba comigo, que con la falta que hice salió a buscarme. Asióme el brazo diciendo:

         _¿Qué prendas rematáis, mancebo?

 El escudero estaba presente a todo esto, que no se lo quiso llevar la maldición, para descubrir mi secreto. Halléme atajado, que no supe ni pude darle autor, y por no tenerlo quedó como libro prohibido o mercaderías vedadas, castigándome por ello, pues me pescó las monedas, diciendo:

         _Soltad, bellaco. ¿Sois vos el que me alababan? ¿La mosca muerta, el que hacía del fiel, de quien yo fiaba mi hacienda? ¿Esto tenía en mi casa? ¿A vos daba mi pan y regalaba? No más de un pícaro. No me entréis más en casa ni paséis por mi puerta, que quien se abate a poco no perdonará lo mucho, si ocasión se le ofrece.

         Y dándome un pescozón y un puntillón a un tiempo, en presencia de mi merchante _que nunca mi mala suerte lo despegó de allí con su flema_, casi me hiciera dar en tierra.

         Quedé tan corrido, que no supe responderle, aunque pudiera y tuve harto paño. Mas no siéndome lícito por haber sido mi amo, bajé la cabeza y sin decir palabra me fui avergonzado, que es más gloria huir de los agravios callando, que vencerlos respondiendo.

Capítulo VII

Cómo despedido Gumán de Alfarache de su amo volvió a ser pícaro, y de un hurto que hizo a un especiero

 E

 

n cualquier acaecimiento, más vale saber que haber; porque, si la Fortuna se rebelare, nunca la ciencia desampara al hombre. La hacienda se gasta, la ciencia crece, y es de mayor estimación lo poco que el sabio sabe que lo mucho que el rico tiene. No hay quien dude los excesos que a la Fortuna hace la ciencia, no obstante que ambas aguijan a un fin de adornar y levantar a los hombres. Pintaron varios filósofos a la Fortuna en varios modos, por ser en todo tan varia; cada uno la dibujó según la halló para sí o la consideró en el otro. Si es buena, es madrastra de toda virtud; si mala, madre de todo vicio, y al que más favorece, para mayor trabajo lo guarda. Es de vidro, instable, sin sosiego, como figura esférica en cuerpo plano. Lo que hoy da, quita mañana. Es la resaca de la mar. Tráenos rodando y volteando, hasta dejarnos una vez en seco en los márgenes de la muerte, de donde jamás vuelve a cobrarnos, y en cuanto vivimos obligándonos, como a representantes, a estudiar papeles y cosas nuevas que salir a representar en el tablado del mundo.

       Cualquier vario acaecimiento la descompone y roba, y lo que deja perdido y desafuciado remedia la ciencia fácilmente: ella es riquísima mina descubierta, de donde los que quieren pueden sacar grandes tesoros, como agua de un caudaloso río, sin que se agote ni acabe. Ella honra la buena fortuna y ayuda en la mala. Es plata en el pobre, oro en el rico y en el príncipe piedra preciosa. En los pasos peligrosos, en los casos graves de fortuna, el sabio se tiene y pasa, y el simple en lo llano tropieza y cae. No hay trabajo tan grande en la tierra, tormenta en la mar ni temporal en el aire, que contraste a la ciencia; y así debe desear todo hombre vivir para saber y saber para bien vivir. Son sus bienes perpetuos, estables, fijos y seguros.

       Preguntarásme: «¿Dónde va Guzmán tan cargado de ciencia? ¿Qué piensa hacer con ella? ¿Para qué fin la loa con tan largas arengas y engrandece con tales veras? ¿Qué nos quiere decir? ¿Adónde ha de parar?» Por mi fe, hermano mío, a dar con ella en un esportón, que fue la ciencia que estudié para ganar de comer, que es una buena parte della; pues quien ha oficio ha beneficio y el que otro no sabía para pasar la vida, tanto lo estimé para mí en aquel tiempo, como en el suyo emóstenes la elocuencia y sus astucias Ulixes.

       Mi natural era bueno. Nací de nobles y honrados padres: no lo pude cubrir ni perder. Forzoso les había de parecer, sufriendo con paciencia las injurias, que en ellas se prueban los ánimos fuertes. Y como los malos con los bienes empeoran, los buenos con los males se hacen mejores, sabiendo aprovecharse dellos.

     ¿Quién dijera que tan buen servicio sacara tan mal galardón, por tan inopinada y liviana ocasión? Salvo si no me dices que anda tal el mundo, que por el mismo caso que uno es bueno, diestro en su oficio y en él hace como debe, por eso mismo lo descompone y arrincona para que todo se yerre, o que a los que Dios tiene predestinados tras el pecado les envía la penitencia. ¡Ojalá fuera yo tan dichoso y me lo castigaran a cuerpo presente! Mi amo ya conmigo maleaba, que su mujer lo indignó contra mí. Cualquier cerrar de ojos bastara, y aprovechara poco aunque me desvelara mucho en quitarle las ocasiones. Ya estoy en la calle, arrojado y perseguido, sobre espedido. ¿Qué haré, dónde iré, o que será de mí? Pues a voz de ladrón salí de donde estaba, ¿quién me recebirá de buena ni de mala gana?

       Acordéme en aquella sazón de mis trabajos pasados, cómo hallaron puerto en una espuerta. Buñolero solía ser, volvíme a mi menester. No me pesó de haberlos tenido, pues así me socorrí dellos. Y es bien a veces tomarlos de voluntad, para que no cansen tanto los forzosos en la necesidad, y pues nunca pueden faltar, justo es enseñarse a tenerlos para mejor saber sufrirlos cuando vengan. Demás que humillan a los hombres a cosas en que después hallan fruto.

No hay trabajo tan amargo que, si quieres, no saques dél un fin dulce, ni descanso tan dulce con que puedas dejar de temer un fin amargo, salvo en el de la virtud. Si como estaba tan a mi gusto acomodado antes no hubiera padecido trabajos, nunca con la bonanza de mi sollastría supiera navegar en saliendo de la cocina, como piloto de agua dulce, ni hallara tan a la mano de qué me socorrer.

¿Qué fuera entonces de mi? ¿No consideras qué turbado, qué afligido estaría y qué triste, quitado el oficio, sin saber de qué valerme ni rincón adonde abrigarme? Con cuanto gané, jugué y hurté, ni compré juro, censo, casa ni capa o cosa con que me cobijar. Habíase todo ido, entrada por salida, comido por servido, jugado por ganado y frutos por pensión.

        Del mal el menos: con todas estas desdichas mi caudal estaba en pie, la vergüenza perdida, que al pobre no le es de provecho tenerla, y cuanta menos poseyere le dolerán menos los yerros que hiciere.

 Ya me sabía la tierra y había dineros para esportón; mas antes de resolverme a volverlo al hombro, visitaba las noches y a mediodía los amigos y conocidos de mi amo, si alguno por ventura quisiera recebirme: porque ya sabía un poquillo y holgara saber algo más, para con ello ganar de comer. Algunos me ayudaban, entreteniéndome con un pedazo de pan. Debieron de oír tales cosas de mí, que a poco tiempo me despedían sin querer acogerme. Donde la fuerza oprime, la ley se quiebra.

         Con estas diligencias cumplí a lo que estaba obligado, para no poder acusarme a mí mismo que volví a lo pasado huyendo del trabajo. Y te prometo que lo amaba entonces, porque tenía de los vicios experiencia y sabía cuánto es uno más hombre que los otros cuanto era más trabajador, y por el contrario con el ocio. Mas no pude ya otra cosa. No sé qué puede ser, que deseando ser buenos nunca lo somos, y aunque por horas lo proponemos, en años nunca lo cumplimos ni en oda la vida salimos con ello. Y es porque no queremos ni nos acordamos de más de lo presente.

 Comencé a llevar mis cargos. Comía lo que me era necesario, que nunca fue mi dios mi vientre y el hombre no ha de comer más de para vivir lo que basta, y en excediendo es brutalidad, que la bestia se harta para engordar. Desta manera, comiendo con regla, ni entorpecía el ánimo ni enflaquecía el cuerpo; no criaba malos humores, tenía salud y sobrábanme dineros para el juego.

 En el beber fui templado, no haciéndolo sin mucha necesidad ni demasiado, procurando ajustarme con lo necesario, así por ser natural mío, como parecerme malo la embriaguez en mis compañeros, que privándose del sentido y razón de hombres, andaban enfermos, roncos, enfadosos de aliento y trato, y los ojos encarnizados, dando traspiés y reverencias, haciendo danzas con los caxcabeles en la cabeza, echando contrapasos atrás y adelante y, sobre toda humana desventura, hecho[s] fiesta de muchachos, risa del pueblo y escarnio de todos.

 Que los pícaros lo sean, ¡andar! Son pícaros y no me maravillo, pues cualquier bajeza les entalla y se hizo a su medida, como a escoria de los hombres... ¡Pero que los que se estiman en algo, los nobles, los poderosos, los que debían ser abstinentes lo hagan! ¡Que el religioso se descomponga el grueso de un pelo en ello! No solamente digo descomponga, pero aun llegar a la raya de poderse notar en semejante vituperio. Digan ellos mismos lo que sienten, cuando sienten, si no es que para llevar el absurdo adelante se disculpan con locuras y trayendo consecuencias que, cometido un yerro, dan en doscientos; mas para sí todos entienden la verdad. Afrentosa cosa es tratar dello, infamia usarlo, bellaquería paliarlo, cosa indigna de hombres no abominarlo.

 Teníamos en la plaza junto a Santa Cruz nuestra casa propia, comprada y reparada de dinero ajeno. Allí eran las juntas y fiestas. Levantábame con el sol; acudía con diligencia por aquellas tenderas y panaderos, entraba en la carnicería; hacía mi agosto las mañanas para todo el día; dábanme los parroquianos que no tenían mozo que les llevase la comida; hacíalo fiel y diligentemente, sin faltarles un cabello.

        Acreditéme mucho en el oficio, de manera que a mis compañeros faltaba y a mí me sobraba para un teniente que siempre se me allegaba. Entonces éramos pocos y andábamos de vagar; agora son muchos y todos tienen en qué ocuparse. Y no hay estado más dilatado que el de los pícaros, porque todos dan en serlo y se precian dello. A esto llega la desventura: hacer de las infamias bizarría y honra de las bajezas y de las veras burla.

        Sucedió que se dieron condutas a ciertos capitanes, y luego que acontece lo tal se publica en el pueblo y en cada corrillo y casa se hace Consejo de Estado. La de los pícaros no se duerme, que también gobierna como todos, haciendo discursos, dando trazas y pareceres. No entiendas que por ser bajos en calidad han de alejarse más los suyos de la verdad o ser menos ciertos. Engáñaste de veras, que es antes al contrario, y acontece saber ellos lo esencial de las cosas, y hay razón para ello: porque en cuanto al entendimiento, algunos y muchos hay que, si lo acomodasen, lo tienen bueno. Pues como anden todo el día de una en otra parte, por diversas calles y casas, y sean tantos y anden tan divididos, oyen a muchos muchas cosas. Y aunque suelen decir que cuantas cabezas tantos pareceres, y si uno o un ciento disparan diciendo locuras donosas, otros discurren con prudencia. Nosotros, pues, recogido todo lo de todos, en cuanto se cenaba, referíamos lo que en la Corte pasaba. Demás que no había bodegón o taberna donde no se hubiera tratado dello y lo oyéramos, que allí también son las aulas y generales de los discursos, donde se ventilan cuestiones y dudas, donde se limita el poder del turco, reforman los consejos y culpan a los ministros. Últimamente allí se sabe todo, se trata en todo y son legisladores de todo, porque hablan todos por boca de Baco, teniendo a Ceres por ascendente, conversando de vientre lleno , si el mosto es nuevo, hierve la tinaja.

         Con lo que allí aprendíamos, venía después a tratar nuestra junta de lo que nos parecía. Esta vez acertamos en decir que aquestas compañías marcharían la vuelta de Italia. Fuese averando el caso, porque arbolaron las banderas por la Mancha adentro, subiéndose desde Almodóvar y Argamasilla por los márgenes del reino de Toledo, hasta subir a Alcalá de Henares y Guadalajara, yéndose siempre acercando al mar Mediterráneo.

 Parecióme buena ocasión para la ejecución de mis deseos, que con crueles ansias me espoleaban a hacer este viaje por conocer mi sangre y saber quiénes y de qué calidad eran mis deudos. Mas estaba tan roto y despedazado, que el freno de la razón me hacía parar a la raya, pareciéndome imposible efectuarse; pero nunca me desvelaba en otra cosa.

         En ésta iba y venía, sin poder apartarla de mí. De día cavaba en ello y de noche lo soñaba. Y, si tiene lugar el proverbio del romano, «si quieres ser Papa estámpalo en la testa», en mí se verificó, que andando en este cuidado solícito, dándole mil trasiegos, me senté a un lado de la plaza junto a una tendera, donde solía ser mi puesto y de mi teniente, y estando con la mano en la mejilla, determinando de pasar, aunque fuera por mochilero si más no pudiera, y aun según estaba me sobraba, oí decir:

 _¡Guzmán, Guzmanillo!

 Volví el rostro a la voz y sentí que un especiero debajo de los portales de junto a la carnicería me llamaba. Hízome señas con la mano que fuese allá; levantéme por ver qué me quería. Díjome:

 _Abre ese esportón.

 Echóme dentro cantidad de dos mil y quinientos reales en plata, y en oro, y en cuartos pocos. Preguntéle:

         _¿A qué calderero llevamos este cobre?

Díjome:

        _¿Cobre le parece al pícaro? ¡Alto!, aguije, que lo voy a pagar a un mercader forastero que me vendió algunas cosas para la tienda.

 Esto me decía; mas yo en otro pensaba, que era cómo darle cantonada. Porque no la alegre nueva del parto deseado llegó al oído del amoroso padre, ni derrotado marinero con tormentas descubrió de improviso el puerto que buscaba, ni el rendido muro al famoso capitán que le combate le dio tal alegría ni tuvo tan suave acento, cual en mi alma sentí, oyendo aquella dulce sonora voz de mi especiero: «Abre esa capacha.»

        ¡Gran palabra! Letras que de oro se me estamparon en el corazón, dejándolo colmado de alegría. Y más cuando las calificaron, poniéndome actualmente en quieta y pacífica posesión de lo que creí había de ser mi remedio. Desde aquel venturoso punto comencé a dispensar de la moneda, trazando mi vida. Cargué con ella, fingiendo pesar mucho... y me pesaba mucho más de que no era más.

         Mi hombre comenzó de andar por delante y yo a seguirle con increíble deseo de hallar algún aprieto o concurso de gente en alguna calle o llegar en alguna casa donde hacer mi hecho. Deparóme la fortuna a la medida del deseo una como 'así me la quiero', pues entrando por la puerta principal salí tres calles de allí por un postigo, y dando bordos de esquina en esquina, el paso largo y no descompuesto, para no dar nota, las fui trasponiendo con lindo aire hasta la puerta la Vega, donde me dejé ir descolgando hacia el río. Atravesé a la Casa del Campo, y ayudado de la noche, caminé por entre la maleza de los álamos, chopos y zarzas, una legua de allí.

         En una espesura hice alto, para con maduro consejo pensar en lo porvenir cómo fuese de fruto lo pasado. Que no basta comenzar bien ni sirve demediar bien, si no se acaba bien. De poco sirven buenos principios y mejores medios, no saliendo prósperos los fines. ¿De qué provecho hubiera sido el hurto si me hallaran con él, sino perderlo y a vueltas dél quizás las orejas y haber comprado un cabo de año, si tuviera edad?

         Allí entré en acuerdo de lo que fuera bien hacer. Busqué donde el agua tenía más fondo en la mayor espesura y en ella hice un hoyo, y en las telas de mis calzones y sayo envuelta la moneda, la metí, cubriéndola muy bien de arena y piedras por defuera. Puse una señal, no porque me descuidase, que allí residí a la vista por casi quince días; pero para no turbarme después, buscándola dos pies más adelante o atrás, que fuera morirme si cuando metiera la mano dejara de asentarla encima; en especial, que algunas noches me alargaba allí a los lugares de la comarca por viandas para tres o cuatro días, volviendo luego a mi albergue, ensotándome en saliendo el sol por aquel bosque del Pardo.

 Desta manera me entretuve en tanto que desmentí las espías y cuadrilleros que sin duda debieron de ir tras de mí. Así se perdió el rastro. Y pareciéndome que todo estaría seguro para poder mudar el rancho y marchar, hice un pequeñuelo lío de los forros viejos que del sayuelo me quedaron, donde metí envuelta la sangre de mi corazón. Quedóme sólo el viejo lienzo de los calzones, un juboncillo desarrapado y una rota camisa; pero todo limpio, que lo había por momentos lavado. Quedé puesto en blanco, muy acomodado para la danza de espadas de los hortelanos.

 Anduve a escoger un par de garrotillos lisos. Del uno colgué a las espaldas el precioso fardo, el otro llevé por bordón en la mano. Ya cansado y harto de estar hecho conejo en aquel vivero, temeroso que una guarda o cualquiera que allí me viera residir de asiento no tomase de mí mala sospecha, comencé a caminar de noche a escuras por lugares apartados del camino real, tomando traviesas, trochas y sendas por medio de la Sagra de Toledo, hasta llegar dos leguas dél a un soto que llaman Azuqueica, que amanecí en él una mañana.

         Metíme a la sombra de unos membrillos, para pasar el día. Halléme sin pensar junto a mí un mocito de mi talle. Debía ser hijo de algún ciudadano, que con tan mala consideración como la mía se iba de con sus padres a ver mundo. Llevaba liado su hatillo, y como era caballero novel, acostumbrado a regalo, la leche en los labios, cansábase con el peso, que aun a sí mesmo se le hacía pesado llevarse. No debía de tener mucha gana de volver a los suyos ni ser hallado dellos. Caminaba como yo, de día por los jarales, de noche por los caminos, buscando madrigueras. Dígolo, porque desde que allí llegamos, hasta el anochecer, que nos apartamos, no salió de donde yo. Cuando se quiso partir, tomando a peso el fardo, lo dejó caer en el suelo, diciendo:

 _¡Maldígate Dios y si no estoy por dejarte!

         Ya nos habíamos de antes hablado y tratado, pidiéndonos cuenta de nuestros viajes, de dónde y quién éramos. Él me lo negó; yo no se lo confesé, que por mis mentiras conocí que me las decía: con esto nos pagamos. Lo que más pude sacarle fue descubrirme su necesidad.

 Viendo, pues, la buena coyuntura y disgusto que con el cargo llevaba, y mayor con el poco peso de la bolsa, parecióme sería ropa de vestir. Preguntéle qué era lo que allí llevaba, que tanto le cansaba. Díjome:

          _Unos vestidos.

 Tuve buena entrada para mis deseos, y díjele:

 _Gentilhombre, daríaos yo razonable consejo, si lo quisiésedes tomar.

 Él me rogó se lo diese, que siendo tal me lo agradecería mucho. Volvíle a decir:

 _Pues vais cargado de lo que no os importa, deshaceos dello y acudid a lo más necesario. Ahí lleváis esa ropa o lo que es; vendedla, que menos peso y más provecho podrá haceros el dinero que sacardes della.

 El mozo replicó discretamente, que son de buen ingenio los toledanos.

         _Ese parecer bueno es y lo tomara; mas téngolo por impertinente en este tiempo, y consejo sin remedio es cuerpo sin alma. ¿Qué me importa quererlo vender, si falta quien me lo pueda comprar? A mí se me ofrece causa para no entrar en poblado a hacer trueco ni venta, ni alguno que no me conozca querrá comprarlo.

 Luego le pregunté qué piezas eran las que llevaba. Respondióme:

         _Unos vestidillos para remudar con éste que tengo puesto.

 Preguntéle la color y si estaba muy traído. Respondió que era de mezcla y razonable. No me descontentó, que luego le ofrecí pagárselo de contado si me viniese bien. El mozo se puso pensativo a mirarme, que en todo cuanto llevaba no pudieran atar una blanca de canela ni valía un comino, y trataba de ponerle su ropa en precio.

        Esta imaginación fue mía, que le debió de pasar al otro y que debía de ser algún ladroncillo que lo quería burlar; porque estuvo suspenso, regateando si lo enseñaría o no, que de mi talle no se podía esperar ni sospechar cosa buena.

 Esta diferencia tiene el bien al mal vestido, la buena o mala presunción de su persona, y cual te hallo tal te juzgo, que donde falta conocimiento el hábito califica, pero engaña de ordinario, que debajo de mala capa suele haber buen vividor.

         En el punto entendí su pensamiento, como si estuviera en él, y para reducirlo a buen concepto le dije:

         _Sabed, señor mancebo, que soy tan bueno y hijo de tan buenos padres como vos. Hasta agora no he querido daros cuenta de mí, mas porque perdáis el recelo, pienso dárosla. Mi tierra es Burgos, della salí, como salís, razonablemente tratado. Hice lo que os aconsejo que hagáis: vendí mis vestidos donde no los hube menester, y con la moneda que dellos hice y saqué de mi casa, los quiero comprar donde dellos tengo necesidad; y trayendo el dinero guardado y este vestido desarrapado, aseguro la vida y paso libremente; que al hombre pobre ninguno le acomete, vive seguro y lo está en despoblado, sin temor de ladrones que le dañen ni de salteadores que le asalten. Si os place, vendedme lo que no habéis menester y no os parezca que no lo podré pagar, que sí puedo. Cerca estoy de Toledo, adonde es mi viaje: holgaría entrar algo bien tratado y no on tan vil hábito como llevo.

         El mozo deshizo su lío, sacó dél un herreruelo, calzones, ropilla, dos camisas y unas medias de seda, como si todo se hubiera hecho para mí. Concertéme con él en cien reales. No valía más, que, aunque estaba bien tratado, el paño no era fino.

         Descosí por un lado mi envoltero y dél saqué los cuartos que bastaron; que no le dio poca mohína cuando reconoció la mala moneda, porque iba huyendo de carga y no podía excusarla. Mas consolóse, que era menor que la pasada y más provechosa para cualquier acontecimiento. De allí nos despedimos: él se fue con la buena ventura y yo, aunque tarde, aquella noche me entré en Toledo.

Capítulo VIII

Vistiéndose muy galán en Toledo, Guzmán de Alfarache trató de amores con unas damas. Cuenta lo que pasó con ellas y las burlas que le hicieron, y después otra en Malagón

 S

 

uelen decir vulgarmente que aunque vistan a la mona de seda, mona se queda. Ésta es en tanto grado verdad infalible, que no padece excepción. Bien podrá uno vestirse un buen hábito, pero no por él mudar el malo que tiene; podría entretener y engañar con el vestido, mas él mismo fuera desnudo. Presto me pondré galán y en breve volveré a ganapán. Que el que no sabe con udor ganar, fácilmente se viene a perder, como verás adelante.

         Lo primero que hice a la mañana fue reformarme de jubón, zapatos y sombrero. Al cuello del herreruelo le hice quitar el tafetán que tenía y echar otro de otra color. Trastejé la ropilla de botones nuevos, quitéle las mangas de paño y púseselas de seda, con que a poca costa lo desconocí todo, con temor que, por mis pecados o desgracia, no cayera en algún lazo donde viniera a pagar lo de antaño y lo de hogaño, que buscando al mozuelo no me vieran sus vestidos, y achacándome haberlo muerto para robarlo, me lo pidieran por nuevo y que diera cuenta dél.

         Así anduve dos días por la ciudad, procurando saber dónde o en qué lugar hubiese compañías de soldados. No supo alguno darme nueva cierta. Andábame azotando el aire. Al pasar por Zocodover, aunque lo atravesaba pocas veces y con miedo, y si salía de la posada era mal y tarde, no durmiendo tres noches en una, por no ser espiado si fuera conocido, veo atravesar de camino en una mula un gentilhombre para la Corte, tan bien aderezado que me dejó envidioso.

         Llevaba un calzón de terciopelo morado, acuchillado, largo en escaramuza y aforrado en tela de plata. El jubón de tela de oro, coleto de ante, con un bravato pasamano milanés casi de tres dedos en ancho. El sombrero muy galán, bordado y bien aderezado de plumas, un trencillo de piezas de oro esmaltadas de negro, y en cuerpo: llevaba en el portamanteo, un capote, a lo que e pareció de raja o paño morado, su pasamano de oro a la redonda, como el del coleto y calzones.

         El vestido del hombre me puso codicia y, como el dinero no se ganó a cavar, hacíame cocos desde la bolsa. No me lo sufrió el corazón. «A buena fe _le dije_, si gana tenéis de danzar, yo os haga el son, y si no queréis andar de gana conmigo, yo la tengo peor de traeros a cuestas. Cumpliréos ese deseo satisfaciendo el mío bien presto, y que no tarde.»

         Fuime de allí a la tienda de un mercader, saqué todo recaudo, llamé un oficial, corté un vestido. Dile tanta priesa, que ni fue, como dicen, oído ni visto, porque en tres días me envasaron en él; salvo que, por no hallar buen ante para el coleto, lo hice de raso morado, guarnecido con trencillas de oro. Púseme de liga pajiza, con un rapacejo y puntas de oro, a lo de Cristo me lleve, todo muy a la orden.

         Asentábame con el rostro que no había más que pedir, y en realidad de verdad tuve, cuando mozuelo, buena cara.

         Viéndome tan galán soldado, di ciertas pavonadas por Toledo en buena estofa y figura de hijo de algún hombre principal. También recibí luego un paje bien tratado que me acompañase. Acerté con uno ladino en la tierra. Parecióme, viéndome entronizado y bien vestido, que mi padre era vivo y que yo estaba restituido al tiempo de sus prosperidades. Andaba tan contento, que quisiera e noche no desnudarme y de día no dejar calle por pasear, para que todos me vieran, pero que no me conocieran.

         Amaneció el domingo. Púseme de ostentación y di de golpe con mi lozanía en la Iglesia Mayor para oír misa, aunque sospecho que más me llevó la gana de ser mirado; paseéla toda tres o cuatro veces, visité las capillas donde acudía más gente, hasta que vine a parar entre los dos coros, donde estaban muchas damas y galanes. Pero yo me figuré que era el rey de los gallos y el que llevaba la gala y como pastor lozano hice plaza de todo el vestido, deseando que me vieran y enseñar aun hasta las cintas, que eran del tudesco.

         Estiréme de cuello, comencé a hinchar la barriga y atiesar las piernas. Tanto me desvanecía, que de mis visajes y meneos todos tenían que notar, burlándose de mi necedad; mas como me miraban, yo no miraba en ello ni echaba de ver mis faltas, que era de lo que los otros formaban risas. Antes me pareció que los admiraba mi curiosidad y gallardía.

         De cuanto a los hombres, no se me ofrece más que decirte; pero con las damas me pasó un donoso caso, digno por cierto de los tan bobos como yo. Y fue que dos de las que allí estaban, la una dellas, natural de aquella ciudad y hermosa por todo extremo, puso los ojos en mí o, por mejor decir, en mi dinero, creyendo que los tenía quien tan bien vestido estaba. Mas por entonces no reparé en ello ni la vi, a causa que me había cebado en otra que a otro lado estaba; a la cual, como le hice algunas señas a lo niño, rióse de mí a lo taimado.

 Parecióme que aquello bastaría y que ya lo tenía negociado. Fui perseverando en mi ignorancia y ella en sus astucias, hasta que saliendo de la iglesia se fue a su casa y yo en su seguimiento poco a poco. Íbale por el camino diciendo algunos disparates; tal era ella que, cual si fuera de piedra, no respondió ni hizo sentimiento, pero no por eso dejaba de cuando en cuando de volver la cabeza dándome cara, con que me abrasaba vivo.

         Así llegamos a una calle, junto a la solana de San Cebrián, donde vivía, y al entrar en su casa me pareció haberme hecho una reverencia y cortesía con la cabeza, los ojos algo risueños y el rostro alegre.

 Con esto la dejé y me volví a mi posada por los mismos pasos. Y a muy pocos andados, vi estar una moza reparada en una esquina, cubierta con el manto, que casi no se le vían los ojos, la cual me había seguido y, sacando solamente los dos deditos de la mano, me llamó con ellos y con la cabeza. Llegué a ver lo que mandaba. Hízome un largo parlamento, diciendo ser criada de cierta señora casada muy principal, a quien estaba obligado agradecer la voluntad que me tenía, tanto por esto cuanto por su calidad y buenos deudos; que gustaría le dijese dónde vivía, porque tenía ierto negocio para tratar conmigo.

 Ya yo no cabía de contento en el pellejo; no trocara mi buena suerte a la mejor que tuvo Alejandro Magno, pareciéndome que penaban por mí todas las damas. Así le respondí a lo grave, con agradecimientos de la merced ofrecida, que cuando se sirviese de hacérmela, sería para mí muy grande. En esta conversación poco a poco nos acercamos a mi posada; ella la reconoció, y despidiéndonos entréme a comer, que era hora.

 Como yo no sabía quién fuera esta señora ni nunca me pareciese haberla visto, no me puso tanta codicia el esperarla, como la otra deseos de verla. Todo se me hacía tarde. Fuime a su calle, di más paseos y vueltas que rocín de noria y a buen rato de la tarde salió, como a hurto, a hablarme desde una ventana. Pasamos algunas razones; últimamente me dijo que aquella noche me fuese a cenar con ella. Mandé a mi criado comprase un capón de leche, dos perdices, un conejo empanado, vino del Santo, pan el mejor que hallase, frutas y colación para postre, y lo llevase.

 Después de anochecido, pareciéndome hora, fui al concierto. Hízome un gran recibimiento de bueno. Ya era hora de cenar. Pedíle que mandase poner la mesa; mas ella buscando novedades y entretenimientos lo dilataba. Metióme en un labirinto, comenzándome a decir que era doncella de noble parte y que tenía un hermano travieso y mal acondicionado, el cual nunca entraba en casa ás de a comer y cenar, porque lo restante, días y noches, ocupaba en jugar y pasear.

 Estando en esta plática, ves aquí que llamaron con grandes golpes a la puerta.

 _¡Ay Dios! _me dijo_. ¡Perdida soy!

 Alborotóse mucho, con una turbación fingida de tal manera que a otro más diestro engañara con ella. Y aunque ya la señora sabía el fin y los medios como todo había de caminar, se mostró afligida de no saber qué hacerse. Y como si entonces le hubiera ocurrido aquel remedio, me mandó entrar en una tinaja sin agua, pero con alguna lama de haberla tenido, y no bien limpia; estaba puesta en el portal del patio.

 Hice lo que quiso, cubrióme con el tapador y, volviéndose a su estrado, entró el hermano, el cual, viendo la humareda, dijo:

 _Hermana, vos tenéis algo de brava con este humo y lloverse la casa: gana tenéis que salga huyendo della. ¿Qué tenemos para cenar con tanta humareda?

 Entró en la cocina y, como viese nuestro aparato, salió diciendo:

 _¿Qué novedad es ésta? ¿Cuál de nosotros es el que se casa esta noche? ¿De cuándo acá tenemos esto en esta casa? ¿Qué aderezo de banquete es éste o para qué convidados? ¿Esta seguridad tengo yo en vos? ¿Esta es la honra que sustento y dais a vuestros padres y desdichado ermano? La verdad he de saber o todo ha de acabar en mal esta noche.

 Ella le dio no sé qué descargos, que con el miedo y estar cubierto no pude bien oír ni entender más de que daba voces y, haciendo del enojado, la mandó asentar a la mesa; y habiendo cenado, él por su persona bajó con una vela, miró la casa y echó la aldaba en la puerta de la calle. Y entrándose los dos en unos aposentos, se quedaron dentro y yo en la tinaja.

 A todo esto estuve muy atento y devoto, de suerte que no me quedó oración de las que sabía que no rezase, porque Dios lo cegara y no mirara donde estaba. Viéndome ya fuera de peligro, apartando la tapadera saqué poquito a poco la cabeza, mirando si la señora venía, si tosía o si escupía; y si el gato se meneaba o cualquier cosa, todo se me antojaba que era ella. Mas viendo que tardaba y la casa estaba muy sosegada, salí del vientre de mi tinaja, cual otro Jonás del de la ballena, no muy limpio.

 Mas fue mi buena suerte que con el temor de malas cosas que suelen suceder, y más a muchachos, guardaba el buen vestido para de día, valiéndome a las noches del viejo que antes había comprado, y así no me dio cuidado ni pena. Di vueltas por la casa, lleguéme al aposento, comencé a rascar la puerta y en el suelo con el dedo, para que me oyera. Era mal sordo y no quiso oír.

 Así se fue la noche de claro. Cuando vi que amanecía, lleno de cólera, triste, desesperado y frío, abrí la puerta de la calle y, dejándola emparejada, salí fuera como un loco, echando mantas y no de lana, haciendo cruces a las esquinas con determinación de nunca volvérselas a cruzar.

 Pensando en mis desdichas, llegué al Ayuntamiento y junto a él tenían abierta la puerta de una pastelería. Hartéme de pasteles, pícaros como yo, por serme de mejor sabor. Con ellos pasé al estómago el coraje que me ahogaba en la garganta.

 Mi posada estaba cerca. Llamé y abrióme mi criado, que me aguardaba. Desnudéme y metíme en la cama. Con el rastro del enojo no podía tener sosiego ni cuajar sueño. Ya me culpaba a mí mismo, ya a la dama, ya a mi mala fortuna. Y estando en esto, siendo de día claro, ves aquí que llaman a mi aposento. Era la moza que me había seguido el día pasado, y venía su ama con ella. Sentóse a la cabecera en una silla y la criada en el suelo, junto a la puerta.

        La señora me pidió larga cuenta de mi vida, quién era y a qué venía y qué tiempo tardaría en aquella ciudad. Mas yo todo era mentira, nunca le dije verdad. Y pensándola engañar, me cogió en la ratonera. Fuila satisfaciendo a sus palabras y perdí la cuenta en lo que más importaba, pues debiéndole decir que allí había de residir de asiento algunos meses, le dije que iba de paso.

 Ella por no perder los dados y que no debía apetecer amores tan de repelón, quiso dármelo. Comenzó a tender las redes en que cazarme. Así al descuido, con mucho cuidado, iba descubriendo sus galas, que eran buenas guarniciones de oro y otras cosas, que traía debajo de una saya entera de gorbarán de Italia. Y sacando unos corales de la faltriquera, hizo como que jugaba con ellos y de allí a poco fingió que le faltaba un relicario que tenía engarzado en ellos.

         Afligióse mucho, diciendo ser de su marido, y con esto se levantó, como que le importaba volverse luego a su casa, por si allá se hubiera quedado buscarlo con tiempo; y aunque le prometí dar otro y le dije muchas cosas y ofrecí promesas, no pude acabar con ella que más esperase.

 Así se fue, dándome la palabra de venir otra vez a visitarme y enviar su criada, en llegando a casa, para darme aviso si había parecido la joya. Yo quedé tristísimo que así se hubiera ido, por ser, como dije, en extremo hermosa, bizarra y discreta. Yo tenía gana de dormir, dejéme llevar del sueño; mas no pude continuarlo dos horas. Como ya tenía cuidados, levantéme a solicitarlos. En cuanto me vestí, se hizo hora de comer y, estando a la mesa, entró la criada. La cual, como diestra, me entretuvo hasta que hubiera comido y díjome que volvía si por ventura jugando su ama con el rosario, se le hubiese allí caído la pieza. Todos la buscamos mas no pareció, porque no faltaba.

 Encarecióme que no sentía tanto su valor como el ser cuya era. Figuróme el tamaño y la hechura, obligándome con buenas palabras a que le comprase otra de mi dinero, prometiéndome que el día siguiente al amanecer sería conmigo su señora, porque saldría en achaque de ir a cierta romería. Así me fui con ella a los plateros y le compré un librito de oro muy galano, el que la moza escogió y ya el ama le habría echado el ojo. Con él se quedaron, que nunca supe más de ama ni moza.

         Ya eran las tres de la tarde, y el pan en el cuerpo no se me cocía, deseando saber la ocasión de la noche pasada y si había sido burla; y olvidado de la injuria, volví a mi paseo. Estaba la señora el rostro como triste y que me esperaba. Llamóme con la mano, poniendo un dedo en la boca y volviendo atrás la cara, como si hubiera alguien a quien temer, y, llegándose a la puerta, dijo que me adelantase hacia la Iglesia Mayor.

         Hícelo así. Ella tomó su manto y llegamos entrambos casi a un tiempo. Atravesó por entre los dos coros y salió a la calle de la Chapinería, guiñándome de ojo que la siguiera. Fuime tras ella. Entróse en la tienda de un mercader en el Alcaná y yo con ella. Diome allí satisfaciones, haciendo mil juramentos, no haber tenido culpa ni haber sido en su mano lo pasado; hinchóme la cabeza de viento, creíle sus mentiras bien compuestas; prometióme que aquella noche lo emendaría y, aunque aventurase a perder la vida, la arriscaría por mi contento. Rindióme tanto, que pudieran amasarme como cera.

 Compró algunas cosas que montaron como ciento y cincuenta reales, y al tiempo de la paga dijo al mercader:

 _¿Cuánto tengo de dar desta deuda cada semana?

         Él respondió:

         _Señora, no las doy por ese precio ni vendo fiado; si Vuesa Merced trae dineros, llevará lo que ha comprado, y si no, perdone.

          Yo le dije:

 _Señor, esta señora se burla, que dineros tiene con que pagarlo: yo tengo su bolsa y soy su mayordomo.

        Así, sacando de la faltriquera unos escudos por hacer grandeza con ellos, también saqué mi barba de vergüenza y a la dama de deuda.

 Al punto se me representó haber sido estratagema para pagarse adelantado y no quedarse burlada, como acontece con algunos; y no me pesó de lo hecho, pareciéndome que con mi buen proceder la tenía obligada y no diera mis dos empleos de aquel día en las dos damas por México el Perú. Así le pregunté si su promesa sería cierta y a qué hora. Asegurómela sin duda para las diez de la noche.

 Ella se fue a su casa y yo a entretener el día, pareciéndome tener los dos lances en el puño. A la hora del concierto me puse mi vestidillo y volví a la atahona. Hice la seña concertada, que fue dar unos golpes con una piedra por bajo de su ventana, mas fue como darlos en la Puente de Alcántara.

 Parecióme quizá no sería hora o no podía más. Esperé otro poco y así me estuve hasta las doce de la noche, haciendo señas a tiempos; mas hablad con San Juan de los Reyes, que es de piedra. Era cansar en vano y burlería, que el que decía ser su hermano era su galán, y se sustentaban con aquellos embelecos, estando de concierto los dos para cuanto hacían.

 Eran cordobeses, bien tratadas las personas y, entre los más tordos nuevos que habían cazado, era un mancebico escribanito, recién casado, que, picado de la señora, le había dado ciertas joyuelas y, como a mí, lo llevaba en largas, haciéndolo esperar, pechar y despechar. Mas, cuando él conoció ser bellaquería, determinó vengarse.

         Aquella noche yo estaba ya cansado de aguardar, como lo has oído, y cuando me quería ir, ves aquí veo venir gran tropel de gente. Adelantéme, pareciéndome justicia, y sentí que llamaron a la misma puerta. Volví acercándome un poco, por ver qué buscaba la turbamulta, y un corchete, diciendo quien eran, hizo que abriesen. Cuando entraron, me llegué a la puerta, por mejor entender lo que pasaba. El alguacil miró toda la casa y no halló cosa de lo que buscaba. Yo que quisiera decir: «Miren las tinajas» y echar a huir; mas a la mi fe que ya el escribanito sabía si estaban empegadas, que cuidado tuvo en hacerlas mirar; y como estas cosas no pueden tanto encubrirse que si se repara en ellas no se conozcan fácilmente, no faltó quien vio en el suelo un puño postizo, que al tiempo de esconder la ropa del hermano se quedó allí. Y como se hacía el oficio entre amigos, dijo un corchete:

 _Aun este puño dueño tiene.

 La dama lo quiso encubrir; pero entretanto volvieron a dar vuelta con más cuidado. Y pareciéndole al alguacil que en un cofre grande que allí estaba pudiera caber un hombre, lo hizo abrir, donde hallaron al galán. Vistiéronse los dos y de conformidad los llevaron a la cárcel.

 Yo quedé tan contento cuanto corrido: contento de que no me hubiesen hallado dentro y corrido de las burlas que me habían hecho. Todo lo restante de la noche no pude reposar, pensando en ello y en la otra señora que aguardaba, creyendo esquitarme con ella. Figurábala entre mí mujer de otra calidad y término. Todo aquel día la esperé, pero ni aun siquiera un recaudo me envió ni supe dónde vivía ni quién era. Ves aquí mis dos buenos empleos y si me hubiera sido mejor comprar cincuenta borregos.

         Estaba desesperado y, para consuelo de mis trabajos, a la noche, cuando fui a la posada, hallé un alguacil forastero preguntando por no sé qué persona. Ya ves lo que pude sentir. Díjele a mi criado que me esperase hasta la mañana. Salí por la puerta del Cambrón, donde pensando y paseando pasé casi hasta el día, haciendo mis discursos, qué podía querer o buscar aquel alguacil; mas como amaneciese, parecióme hora segura para ir a casa y mudar de vestido y posada. Aseguré mi congoja, porque no era yo a quien buscaba, según me dijeron.

         Salí a la plaza de Zocodover. Pregonaban dos mulas para Almagro. Más tardé en oírlo que en concertarme y salir de Toledo. Porque allí todo me parecía tener olor de esparto y suela de zapato. Aquella noche tuve en Orgaz, y en Malagón la siguiente. Pero con el sobresalto, de que las noches antes no había podido reposar, llegué tan dormido que a pedazos me caía, como dicen; mas despertóme otro nuevo cuidado, y fue que, entrando en la posada, se llegó a tomar la ropa una mozuela, más que criada y menos que hija, de bonico talle, graciosa y decidora, cual para el crédito de tales casas las buscan los dueños dellas.

         Habléla y respondió bien. Fuimos adelantando la conversación de suerte que concertó conmigo de hablarme cuando sus amos durmiesen. Puso la mesa; dile una pechuga de un capón; brindéla y hizo la razón; quise asirla de un brazo, desvióse. Yo por llegarla y ella por huir, caí de lado en el suelo. Era la silla de costillas. Cogióme en medio, de que recebí un mal golpe, y sucediera peor porque se me cayó la daga desnuda de la cinta y, dando con el pomo en el suelo, quedó arriba la punta y se hincó por un brazo de la silla, que fue milagro no matarme, y concluyendo conmigo dejara pagados mis acreedores.

 Volvíle a preguntar si esperaría. Díjome que si falta hubiese yo lo vería, y otras algunas chocarrerías con que se despidió de mí. Las noches antes ya te dije lo mal que se pasaron. Tal estaba, que fue imposible resistirme; pero tuve deseo de madrugar, aunque nunca durmiera. Y así, mandé a mis criados tomasen paja y cebada para el pienso de la mañana y lo metiesen en mi aposento. Lo cual hecho y habiéndolo puesto junto a la puerta, me la dejaron emparejada y se fueron a dormir.

 Aunque me ejecutaba el sueño, la codicia me desvelaba y, no valiendo mi resistencia, me puse en manos del ejecutor, durmiendo _como dicen_ a media rienda. Ves aquí después de la media noche se soltó una borrica de la caballeriza, o bien si era del huésped y andaba en fiado por la casa. Ella se llegó a mi aposento y, habiendo olido la cebada, metió bonico la cabeza por alcanzar algún bocado, y en llegando al harnero, meneólo, y procurando entrar sonó la puerta. Yo, que estaba cuidadoso, poco bastaba para recordarme. Ya pensé que tenía los toros en el coso. Estaba todavía soñoliento: parecióme que no acertaba con la cama. Púseme sentado en ella y llaméla.

 Como la borrica me sintió, temió y estúvose queda, salvo que metió una mano en el esportón de la paja. Yo, creyendo que fuese la señora y que tropezaba en él, salté de la cama diciendo:

 _¡Entra, mi vida, daca la mano!

 Alargué todo el cuerpo para que me la diese. Toquéle con la rodilla en el hocico; alzó la cabeza, dándome con ella en los míos una gran cabezada y fuese huyendo, que si allí se quedara no fuera mucho con el dolor meterle una daga en las entrañas. Salióme mucha sangre de la boca y narices y, dando al diablo al amor y sus enredos, conocí que todo me estaba bien empleado, pues como simple rapaz era fácil en creer. Atranqué mi puerta y volvíme a la cama.

Capítulo IX

Llegando a almagro, Gumán de Alfarache asentó por soldado de una compañía. Refiérese de dónde tuvo la mala voz: «en malagón en cada casa un ladrón, y en la del alcalde hijo y padre»

 C

 

omo si el amor no fuese deseo de inmortalidad causado en un ánimo ocioso, sin principio de razón, sin sujeción a ley, que se toma por voluntad, sin poderse dejar con ella, fácil de entrar al corazón y dificultoso de salir dél, así juré de no seguir su compañía.

    Estaba dormido, no supe lo que dije. Tal era mi sueño entonces, que con todo mi dolor no había bien recordado. Con esto no pude madrugar; quedéme en la cama hasta las nueve del día. Entró a estas horas la muy tal y cual a darme satisfaciones de mesón: que sus amos la encerraron. Aunque bien creí que lo hizo de bellaca y mentía, y así la dije:

 _Vuestros amores, hermana Lucía, mal enojado me han, comenzaron por silla y acabaron en albarda. No me la volveréis a echar otra vez; aderezadnos de almorzar, que me quiero ir.

 Asaron dos perdices y un torrezno, que sirvió de almuerzo y comida, por ser tarde y la jornada corta. Ya me quería partir, las mulas estaban a punto; era la mía mohína de condición y de mal proceder. Quise subir en un poyo para de allí ponerme en ella, y al pasar por detrás creo que me debía de querer decir que no lo hiciese o que me quitase de allí, y como no supo hablar mi lengua para que la entendiese, alzando las piernas y dándome dos coces, me arrojó buen rato de sí. No me hizo mal, porque me alcanzó de cerca y con los corvejones:

 _Aun esto más me estaba guardado _dije algo levantada la voz_: no hay hembra que en esta posada no tenga cobrado resabio, aun hasta la mula.

         Subí en ella, y por el camino, visto las desgracias que había tenido, les fui contando a mis criados lo de la burra. Riéronse mucho dello y más de mi mozo entendimiento en fiar de moza de venta, que no tienen más del primer tiempo. Teníamos andadas dos largas leguas y el mozo de a pie quiso beber. Daca la bota, toma la bota; la bota no parece, que nos la dejamos olvidada.

 _¡Aun si por el retozo _dijo el mozo_ hizo la señora presa en ella, porque no la trajésemos algo de balde!

 Mi paje respondió:

 _Antes me parece que nos la hurtaron por sacar adelante la fama deste pueblo.

         Entonces tuve deseo de saber qué origen tuvo aquella mala voz. Y como los que andan siempre trajinando de una en otra parte y oyen tratar de semejantes cosas a varias personas, me pareció que podía preguntárselo a mi hombre de a pie y le dije:

 _Hermano Andrés, pues fuistes estudiante y carretero y ahora mozo de mulas, ¿no me diréis, si habéis oído, de dónde se le quedó a este pueblo la opinión que tiene y por qué se dijo: «En Malagón en cada casa hay un ladrón, y en la del alcalde hijo y padre»?

 El mozo respondió diciendo:

 _Señor, Vuestra Merced me pregunta una cosa que muchas veces me han dicho de muchas maneras, y cada uno de la suya; pero, si he de referirlas, es el camino corto y el cuento largo y grande la gana de beber, que no puedo con la sed formar palabra. Mas vaya como pudiere y supiere, dejando aparte lo que no tiene color ni sombra de verdad, y conformándome con la opinión de algunos a quien lo oí; de cuyo parecer fío el mío por ser más llegado a la razón. Que en lo que no la tenemos natural ni por tradición de escritos, cuando tiene sepultadas las cosas el tiempo, el buen juicio es la ley con quien habemos de conformarnos. Y así, esto tiene origen, que corre de muy lejos, en esta manera: «En el año del Señor de mil y docientos y treinta y seis, reinando en Castilla y León el rey don Fernando el Santo, que ganó a Sevilla, el segundo año después de fallecido el rey don Alonso de León, su padre, un día estaba comiendo en Benavente y tuvo nueva que los cristianos habían entrado la ciudad de Córdoba y estaban apoderados de las torres y castillos del arrabal que llaman Ajarquía, con aquella puerta y muro y que, por ser los moros muchos y los cristianos pocos, estaban muy necesitados de socorro. Este mismo despacho habían enviado a don Alvar Pérez de Castro, que estaba en Martos, y a don Ordoño Álvarez, caballeros principales de Castilla, de mucho poder y fuerzas, y otras muchas personas, que les diesen su favor y ayuda. Cada uno de los que lo supieron acudió al momento, y el rey se puso luego en el camino sin dilatarlo, no obstante que le dieron la nueva en veintiocho de enero y el tiempo era muy trabajoso de nieves y fríos. Nada se lo impidió, que partió al socorro, dejando dada orden que sus vasallos partiesen en su seguimiento, porque no llegaban a cien caballeros los que con él salieron. Lo mismo envió a mandar a todas las ciudades, villas y lugares, enviasen su gente a esta frontera donde él iba. Cargaron mucho las aguas, crecieron arroyos y ríos, que no dejaban pasar la gente. Juntáronse en Malagón cantidad de soldados de diferentes partes, tantos, que con ser entonces lugar muy poblado y de los mejores de su comarca, para cada casa hubo un soldado y en algunas a dos y tres. El alcalde hospedó al capitán de una compañía y a un hijo suyo que traía por alférez della. Los mantenimientos faltaban, el camino se trajinaba mal, padecíase necesidad y cada uno buscaba su vida robando a quien hallaba qué. Un labrador gracioso del propio lugar salió de allí camino de Toledo, y encontrándose en Orgaz con una escuadra de caballeros, le preguntaron de dónde era. Respondió que de Malagón. Volviéronle a decir: '¿Qué hay por allá de nuevo?' Y dijo: 'Señores, lo que hay de nuevo en Malagón es en cada casa un ladrón, y en la del alcalde quedan hijo y padre'. Este fue el origen verdadero de la falsa fama que le ponen, por no saber el fundamento della. Y es injuria notoria en nuestro tiempo, porque en todo este camino dudo se haga otro mejor hospedaje ni de gente más comedida, cada una en su trato. También podré decir que habemos visto en él hurtos calificados de mucha importancia.»

 En esto íbamos tratando por alivio del camino, cuando de un caminante supe que en Almagro estaba una compañía de soldados. Certificóme dello y alegréme grandemente, que sólo eso buscaba para salir de congoja. En llegando a la villa, luego a la entrada della, vi en la calle Real en una ventana una bandera. Pasé adelante y fuime a posar a uno de los mesones de la plaza, donde cené temprano, yéndome luego a dormir para restaurar algo de tantas malas noches pasadas. El mesonero y huéspedes, viéndome llegar bien aderezado y servido, preguntaban a mis riados quién fuese, y como no sabían otra cosa más de lo que me habían oído, respondían que me llamaba don Juan de Guzmán, hijo de un caballero principal de la casa de Toral.

 A la mañana temprano mi paje me dio de vestir; compuse mis galas y, oída una misa, fui a visitar al capitán, diciéndole cómo venía en su busca para servirle. Recibióme con mucha cortesía, el rostro alegre, y lo merecía muy bien el mío, el vestido y dineros que llevaba, que serían pocos más de mil reales, porque los otros habían tomado vuelo y hicieron el del cuervo en vestidos, amores y camino.

 Asentóme en su escuadra y a su mesa, tratándome siempre con mucha crianza. Y en remuneración dello lo comencé a regalar y servir, echando de la mano como un príncipe, cual si tuviera para cada martes orejas o si como en cada lugar había de hallar otro especiero, otro río y otro bosque adonde poder ensotarme tan sin miedo. Con tanta prodigalidad lo despedía y arrojaba en dos a siete y en tres a once, visitaba tan a menudo las tablas de la bandera, que ya, ganando pocas veces y perdiendo muchas, me adelgazaba.

 Con esto me entretuve hasta que comenzamos a marchar, que para socorrer la compañía nos metieron en la iglesia. De allí fuimos uno a uno saliendo, y cuando a mí me llamaron y el pagador me vio, parecíle muy mozo; no se atrevió a pasar mi plaza, conforme a la instrucción que llevaba. Encolericéme en gran manera; tanto me encendí, que casi me descompuse a querer decir algunas libertades de que después me pesara, pues con ello quedaba obligado a más de lo que era lícito.

 ¡Oh, lo que hacen los buenos vestidos! Yo me conocí un tiempo que me mataban a coces y pescozones y dellos traía tuerta la cabeza: callaba y sufría; y ahora estimé por el cielo lo que no pesaba una paja, encendiéndome en cólera rabiosa. Entonces experimenté cómo no embriaga tanto el vino al hombre cuanto el primero movimiento de la ira, pues ciega el entendimiento sin dejarle luz de razón. Y si aquel calor no se pasase presto, no sé cuál ferocidad o brutalidad pudiera parangonizarse con la nuestra. Pasóseme aquel incendio súbito, y, reportado un poco, le dije:

 _Señor pagador, la edad poca es; pero el ánimo mucho: el corazón manda y sabrá regir el brazo la espada, que sangre hay en él para suplir cosas muy graves.

         Él me respondió con mucha cordura:

 _Es así, señor soldado, y lo tal creo con más veras de lo que se me puede decir; mas la orden que traigo es ésta, y en excediendo della lo pagaré de mi bolsa.

 No tuve qué responder a sus buenas palabras, aunque las colores que me sacó el enojo al rostro no se me pudieron quitar tan presto.

 Al capitán pesó mucho deste agravio: recibiólo como propio. En quitarle mi plaza creyó que luego dejara su compañía, y vuelto contra el pagador se alargó con él de manera que, a no ser tan compuesto en sufrir, se levantara entonces algún grande alboroto. Sosegóse la pendencia, y el socorro hecho, el capitán vino a visitarme a la posada diciéndome con término bizarro lo que sentía mi pesadumbre, y con palabras y promesas honrosas me dejó contento a toda satisfacción.

 Tal fuerza tiene la elocuencia que, como los caballos dejan gobernarse de los buenos frenos, así a las iras de los hombres, las razones comedidas son poderosas trocar las voluntades, mudando los ánimos ya determinados, reduciéndolos fácilmente. Aunque yo estuviera resuelto en dejarlo, su oración me persuadiera en quedarme.

 Estuvimos en la conversación buen rato. Y, si va a decir verdades, murmuramos de la corta mano de los hombres valerosos y cuán abatida estaba la milicia, qué poco se remuneraban servicios, qué poca verdad informaban dellos algunos ministros, por sus propios intereses, cómo se yerran las cosas porque no se camina derechamente al buen fin dellas, antes al provecho particular que a cada uno se le sigue. Y porque aquel sabe que el otro, aunque con buen celo, gobierna y guía, lo tuerce y desbarata, metiendo de traviesa sus enredos, por alcanzar a ser el solo dueño; y por el mismo caso buscará mil rodeos y arcaduces y, aliándose con sus enemigos, lo es de sus amigos, porque venga a parar a su puerta la danza, puestos los ojos a su mejor fortuna. Quiere ser semejante al Altísimo y poner su silla en Aquilón y que otro no la tenga. Llevan los tales la voz en el servicio de su rey, pero las obras enderezadas para sí: como el trabajador que levanta los brazos al cielo y da con el golpe del azadón en el suelo. Ordenan guerras rompen paces, faltando a sus obligaciones, destruyendo la república, robando las haciendas y al fin infernando las almas. ¡Cuántas cosas se han errado, cuántas fuerzas perdido, cuántos ejércitos desbaratado, de que culpan al que no lo merece y sólo se causa porque lo quieren ellos! Que aquel mal ha de ser su bien, y si sucediera bien resultara mal para ellos. Así va todo y así se pone de lodo.

          _¿Quiere Vuesa Merced ver a lo que llega nuestra mala ventura, que siendo las galas, las plumas, las colores lo que alienta y pone fuerzas a un soldado para que con ánimo furioso acometa cualesquier dificultades y empresas valerosas, en viéndonos con ellas somos ultrajados en España y les parece que debemos andar como solicitadores o hechos estudiantes capigorristas enlutados y con gualdrapas, envueltos en trapos negros? Ya estamos muy abatidos, porque los que nos han de honrar nos desfavorecen. El solo nombre de español, que otro tiempo peleaba y con la reputación temblaba dél todo el mundo, ya por nuestros pecados la tenemos casi perdida. Estamos tan fallidos que aun con las fuerzas no bastamos; pues los que fuimos somos y seremos. Dé Dios conocimiento destas cosas y enmiende a quien las causa, yendo contra su rey, contra su ley, contra su patria y contra sí mesmos. Ahora, señor don Juan, el tiempo le doy por testigo de mi verdad y de los daños que causa la codicia en la privanza. Della nace el odio, del odio la invidia, de la invidia disensión, de la disensión mala orden. Infiera de allí adelante lo que podrá resultar. Vuesa Merced no se aflija, que ya marchamos. En Italia es otro mundo y le doy mi palabra de le hacer dar una bandera. Que, aunque es menos de lo que merece, será principio para poder ser acrecentado.

 Agradecíselo mucho; despedímonos. Él quisiera irse solo; yo porfiaba en acompañarlo a su posada. No me lo consintió. Luego otro día comenzó a marchar la compañía sin parar hasta que nos acercamos a la costa _y el señor capitán a la mía, gastando largo. Estuvimos esperando que viniesen las galeras. Tardaron casi tres meses, en los cuales y en lo pasado la bolsa rendía y la renta faltaba. La continuación del juego también me dio priesa y así me descompuse, no todo en un día, sino de todo en los pasados. Yo quedé cual digan dueñas, pues vine a volverme al puesto con la caña.

 ¡Cuánto sentí entonces mis locuras! ¡Cuánto reñí a mí mismo! ¡Qué de enmiendas propuse, cuando blanca para gastar no tuve! ¡Cuántas trazas daba de conservarme, cuando no sabía en cuál árbol arrimarme! ¿Quién me enamoró sin discreción? ¿Quién me puso galán sin moderación? ¿Quién me enseñó a gastar sin prudencia? ¿De qué sirvió ser largo en el juego, franco en el alojamiento, pródigo con mi capitán? ¡Cuánto se halla trasero quien ensilla muy delantero! ¡Cuánta torpeza es seguir los deleites!

 De seso salía en ver mis disparates, que habiéndome puesto en buen predicamento, no supe conservarme. Ya por mis mocedades ni era tenido ni estimado. Los amigos que con la prosperidad tuve, la mesa franca del capitán y alférez, la escuadra en que me deseaban alistar, parece que el solano entró por ello y lo abrasó, pasó como saeta, corrió como rayo en abrir y cerrar el ojo. Como iba faltando el dinero de que disponer, me comenzaron a descomponer poco a poco, pieza or pieza: quedé degradado. Fue el obispillo de San Nicolás, respetado el día del santo, y yo hasta no tener moneda.

 Los que conmigo se honraban, los que me visitaban, los que me entretenían, los que acudían a mis fiestas y banquetes, apurada la bolsa, me dieron de mano, ninguno me trataba, nadie me conversaba. Yo no sólo esto, mas ni me permitían los acompañase. Hedió el oloroso, fue mohíno el alegre, deshonró el honrador, sólo por quedar pobre. Y como si fuera delito, me entregaron al brazo seglar: mi trato, mi conversación era ya con mochileros. Y en eso vine parar. Y es justa justicia que quien tal hace, que así lo pague.

Capítulo X

Lo que a Gumán de Alfarache le sucedió sirviendo al capitán, hasta llegar a Italia

 Q

 

ué agro se me hizo de comenzar, qué pesado de pasar, qué triste de padecer nueva desventura. Mas ya sabía de aquel menester y en él había traído los atabales a cuestas. Presto me hice al trabajo, que es gran bien saber de todo, no fiando de bienes caducos, que cargan y vacían como las azacayas: tan presto como suben bajan.

            Con una cosa quedé consolado, que en el tiempo de mi prosperidad gané crédito para en la adversidad. Y no lo tuve por pequeña riqueza, habiendo de quedar pobre, dejar estampado en todos que era noble, por las obras que de mí conocieron. Mi capitán me estimó en algo, reconocido de las buenas que le hice, quiso y no pudo remediarme, porque aun a sí mismo no podía. Conservóme a lo menos en aquel buen punto que de mí conoció luego que me trató, teniendo respeto a quienes debían de ser mis padres.

           Necesitéme a desnudarme, poniendo altiveces a una parte. Volví a vestirme la humildad que con las galas olvidé y con el dinero menosprecié, considerando que no me asentaban bien vanidad y necesidad. Que el poderoso se hinche, tiene de qué y con qué; mas que el necesitado se desvanezca, es camaleón, cuanto traga es aire sin sustancia. Y así, aunque es aborrecible el rico vano, tanto es insufrible y escandaloso el pobre soberbio.

          Vi que no la podía sustentar. Di en servir al capitán mi señor, de quien poco antes había sido compañero. Hícelo con el cuidado que al cocinero. Mandábame con encogimiento, considerando quien era y que mis excesos, la niñez y mal gobierno de mocedad me habían desbaratado hasta ponerme a servirle, y estaba seguro de mí no haría cosa que desdijese de persona noble por ningún interese. Teníame por fiel y por callado, tanto como sufrido; hízome tesorero de su secreto, lo cual siempre le agradecí.

 Manifestóme su necesidad y lo que pretendiendo había gastado, el prolijo tiempo y excesivo trabajo con que lo había alcanzado rogando, pechando, adulando, sirviendo, acompañando, haciendo reverencias prostrada la cabeza por el suelo, el sombrero en la mano, el paso ligero, cursando los patios tardes y mañanas. Contóme que, saliendo de Palacio con un privado, porque se cubrió la cabeza en cuanto se entró en su coche, le quiso con los ojos quitar la vida y se lo dio entender dilatándole muchos días el despacho, haciéndole lastar y padecer.

 Líbrenos Dios, cuando se juntan poder y mala voluntad. Lastimosa cosa es que quiera un ídolo destos particular adoración, sin acordarse que es hombre representante, que sale con aquel oficio o con figura del y que se volverá presto a entrar en el vestuario del sepulcro a ser ceniza, como hijo de la tierra. Mira, hermano, que se acaba la farsa y eres lo que yo y todos somos unos. Así se avientan algunos como si en su vientre pudiesen sorber la mar y se divierten como si fuesen eternos y se entronizan como si la muerte no los hubiese de humillar. Bendito sea Dios que hay Dios. Bendita sea su misericordia, que previno igual día de justicia.

          Mi capitán me lastimó con su pobreza, porque no sabía con qué remediarla. Y tanto cuanto un noble tiene más necesidad, tanto se compadece della más el pobre que el rico. Algunas joyas tenía para poder vender; mas honrábase con ellas, y como estaba de partida para embarcarse donde las había menester, hacíasele de mal deshacer lo mucho para remediar lo poco.

 En el tiempo que tardaron las galeras, anduvimos por alojamientos. Con la confesión que mi amo me hizo, lo entendí, y el fin para que me la hizo. Díjele:

 _Ya, señor, tengo noticia experimentada de lo que son buena y mala suerte, prosperidad y adversidad. En mis pocos años he dado muchas vueltas. Lo que en mí fuere, tendré la lealtad que debo a mi señor y a quien soy. Vuesa Merced se descuide, que arriscaré mi vida en su servicio dando trazas para que, en tanto que mejor tiempo llegue, se pase lo presente con menos trabajo.

 Así me encargué de más que mis fuerzas ni el ingenio prometían. De allí adelante hacía de oficio cosas de admiración. En cada alojamiento cogía una docena de boletas, que ninguna valía de doce reales abajo, y algunas hubo que contribuyeron cincuenta. Mi entrada era franca en todas las posadas, sin estar en alguna segura de mis manos ni el agua del pozo. jamás dejó mi señor de tener gallina, pollo, capón o palomino a comida y cena, y pernil de tocino entero, cocido en vino, cada domingo.

 Nunca para mí reservé cosa en los encuentros que hice; siempre le acudí con todo el pío. Si en algún asalto me cautivaba el huésped, siendo poco, pasaba por niñería, y si de consideración, el castigo era cogerme mi amo en presencia del que de mí se querellaba y, haciéndome maniatar, con un zapato de suela delgada me daba mucho del zapateado; por ser hueco sonaba mucho y no me dolían. Algunas veces había padrinos y me la perdonaban; mas, cuando faltasen, el castigo no era riguroso ni levantaba roncha. Y como sabía que me daban más por cumplir que con gana, sin haberme tocado al sayo levantaba el grito que hundía la casa. Desta manera satisfacíamos él con su obligación y yo la necesidad, reparando la hambre y sustentando la honra.

 Salíame por los caminos a tomar bagajes; vendíales el favor, encareciendo a los dueños lo que me costaba volvérselos; pagábanlo a dinero. Los que nos daban en los lugares, rescataba los que podía, hacíalos escurridizos y decía que se huyeron. En las muestras y socorros metía cuatro o seis mozos acomodados del pueblo: pasábanles las plazas. Tal vez hubo que metiendo uno en la iglesia por cima del osario cinco veces, cobró cinco socorros, y para el postrero le puse un parche sobre las narices por desconocerlo, y cada vez le trocaba el vestido, porque mi demasía no descubriera la trampa, entrevándome la flor. Con estas travesuras y otros embustes le valía mi persona tanto como cuatro condutas. Estimábame como a su vida; mas era gran gastador y hacíasele poco.

 Llegados a Barcelona para embarcarnos, hallóse fatigado, sin moneda de rey ni traza de buscarla, ni allí podían ser las mías de provecho. Sentílo melancólico, triste, desganado; conocíle le enfermedad, como médico que otras veces lo había curado della. Ofrecióseme de improviso su remedio. Llevaba no sé cuáles joyuelas y un agnusdei de oro muy rico. Pesábale deshacerse dello y díjele:

 _Señor, si de mí se puede hacer confianza, déme ese agnusdei, que le prometo volvérselo mejorado dentro de dos.

Alegróse oyéndome, y como haciendo burla me dijo:

 _¿Cuál embeleco tienes ya trazado, Guzmanillo? ¿Hay por ventura cuajadas algunas de las bellaquerías que sueles?

 Y porque sabía que se podía fiar de mi habilidad su provecho y de mi secreto su honra y que su joya estaba segura, sin rogárselo muchas veces me lo dio, diciendo:

 _Quiera Dios que me lo vuelvas y como lo piensas te suceda. Veslo ahí.

 Tomélo, metílo en el pecho, guardado en una bolsilla bien atada y amarrada en un ojal del jubón. Fuime derecho a casa de un platero confeso, gran logrero, que allí había. Hícele larga relación de mi persona, de la manera que vine a la compañía y lo mucho que en ella en poco tiempo había gastado, reservando para mayor necesidad una joya muy rica que tenía, que, si me la pagase algo menos de su valor, se la daría; pero que se informase primero de mí, quién era y mi calidad y, en sabiéndolo, sin decir para qué lo preguntaba, teniendo bastante satisfacción, se aliese a la marina, que allí lo esperaba solo.

 El hombre, codicioso de la pieza, se informó del capitán, oficiales y soldados, hallando la relación que le parecía bastante. Contestaron todos una misma cosa: ser hijo de un caballero principal, noble y rico, que deseoso de pasar a Italia vine con dos criados, muy bien tratada mi persona y con dineros, que todo lo desperdicié como mozo, quedando perdido cual me vía. El confeso salió donde lo esperaba y me contó lo que le habían dicho. Estaba satisfecho, que seguramente podía comprar de mí cualquiera cosa. Pidióme la joya para verla, que me la pagaría por lo que valiese. Díjele que nos apartásemos a solas en parte secreta y allí se la enseñaría.

 Fuímonos alargando un poco y, donde me pareció lugar conveniente, metí la mano en el seno y saqué el agnusdei de oro, de cuyo precio estaba yo bien informado, como del que lo había pagado. Satisfízole al platero. Crecióle la codicia de comprarlo, porque demás que estaba bien obrado tenía piedras de precio. Pedíle por él doscientos escudos, y era muy poco menos lo que había costado de lance. Comenzálo a deshacer, bajándolo de punto: púsole cien faltas y ofrecióme mil reales a la primera palabra. Resolvíme que habían de ser ciento y cincuenta escudos y los valía como un real: no quería bajar de allí; sirva de aviso al que vende, que nunca baje al precio en que ha de dar la cosa, sino espere a que suba el comprador a lo en que la puede llevar.

 Dimos y tomamos. Mi hombre se puso en darme ciento y veinte escudos de oro en oro. Parecióme que de allí no subiría y que bastaban para lo que yo pretendía; rematéselo. Bien deseó no apartarse ni dejarme hasta tenerlo pagado y que me fuese con él. Yo le dije:

    _Señor honrado, que buena sea su vida, por lo que aquí me aparté a solas fue con temor no me tomen este dinero que tengo reservado para en llegando a Italia vestirme y darme a conocer a deudos míos. Y si algún soldado me vee ir con Vuesa Merced bien ha de sospechar que no es a comprar, sino a vender algo, y, en sintiéndome algunas blancas, como soy muchacho, me las han de quitar y no me queda otro remedio. Vaya en buen hora, que aquí lo espero; vengan los escudos llevará su joya: que le haga buen provecho como deseo.

 Mi razón le cuadró. Partió como un potro de carrera hasta su casa por ellos. Yo había dado aviso a un mi compañero de quien mi amo hacía confianza, que me estuviese esperando, y en dándole una seña, llegase a mí secretamente. Púsose en acecho y, venido el platero, contóme los escudos en la palma de la mano. Tenía la joya en la bolsa, hice por quererla desatar y, como estaba tan bien añudada, no pude. Tenía mi merchante colgada del cinto una caja de cuchillos. Pedíle uno. Él, sin saber para qué, me lo dio. Corté la cinta con él, dejando asido el nudo al jubón como se estaba, y dísela con el agnusdei. El hombre se admiró y dijo para qué había hecho tal. Respondíle que, como no tenía caja ni papel en que dársela envuelta, lo hice; que no importaba, que ya la bolsa era vieja y no tenía della necesidad, porque aquellos escudos habían de ir cosidos en una faja.

 Él tomó su joya como se la di, metióla en el seno, despedímonos y fuese. Hice a mi compañero la seña y, en llegando, dile los escudos y aviséle que aguijase con ellos a casa y, dándoselos a mi señor, le dijese que yo iba luego.

        Así me fui siguiendo a mi platero, y aunque por ir a paso largo me llevaba ventaja, corrí tras él, hasta tener buena ocasión como la esperaba. Al tiempo que emparejó con un corrillo de soldados, asgo dél con ambas manos, dando voces:

 _¡Al ladrón, al ladrón, señores soldados, por amor de Dios, que me ha robado, no lo suelten, ténganlo, quítenle la joya, que me matará mi señor si voy sin ella, y me la hurtó, señores!

         Conocíanme los soldados, y como me oyeron, creyeron decía verdad. Tuvieron el hombre para saber qué había sido. Y porque quien da más voces tiene más justicia y vence las más veces con ellas, yo daba tantas, que no le dejaba hablar, y si hablaba, que no le oyesen, haciéndole el juego maña. Imploraba con grandes exclamaciones, las manos levantadas y juntas las rodillas en el suelo.

 _¡Señores míos! ¡Que me matará el capitán, mi señor, compadézcanse de mí!

         Dábales lástima mi tribulación. Preguntaron cómo había sido. No le dejé hacer baza; quise ganar por la mano, acreditando mi mentira porque no encajase su verdad. Que el oído del hombre, contrayendo matrimonio de presente con la palabra primera que le dan, tarde la repudia, con ella se queda. Son las demás concubinas, van de paso, no se asientan. Díjeles:

         _Esta mañana se dejó mi señor el agnusdei a la cabecera de la cama, mandóme que lo guardase, púselo en la bolsa, metílo en el seno y, estando con este buen hombre en la marina, lo saqué y se lo enseñé. Como era platero, preguntéle lo que valía. Díjome que era de cobre dorado y las piedras vidros, que si lo quería vender. Díjele que no, que era de mi amo. Preguntóme: «¿Y él venderálo?» Respondíle: «No sé, señor; dígaselo Vuesa Merced.» Con esto me llevó en palabras, preguntándome quién era, dónde venía y dónde iba, hasta que nos vimos a solas y, sacando un cuchillo de aquella caja, me dijo que callase o que me mataría. Sacóme del seno la joya y, como no la pudo desatar, cortóme la cinta y fuese. ¡Búsquenselo, por un solo Dios!

         Viendo los soldados la bolsa cortada, miraron al platero, que estaba como muerto sin saber qué decir. Sacáronle el agnusdei del seno, que lo llevaba en la bolsa, como yo se lo había dado. Echaba maldiciones y juramentos, que se lo había vendido y que por mi mano con aquel cuchillo corté la bolsa y en ella se lo di, dándome por él ciento y veinte escudos de oro. No lo creyeron, pareciéndoles que ni él comprara de mí aquella pieza, pues había de creer ser hurtada, y porque habiéndome mirado y rebuscado, no me hallaron dineros.

 Con esta prueba lo maltrataron de obras y palabras, que no le valían las que decía. Quitáronselo por fuerza. Fuese a quejar a la justicia; parecí presente; referí el caso, según antes lo había dicho, sin faltar sílaba. Los testigos juraron lo que habían visto; púsose el negocio en términos, que quisieron castigarlo. Diéronle una fraterna y echáronlo de allí, y a mí me mandaron que llevase a mi amo la joya. Fuime a la posada y en presencia de toda la gente se la entregué.

 La traición aplace, y no el traidor que la hace. Bien puede obrando mal el malo complacer a quien le ordena; pero no puede que en su pecho no le quede la maldad estampada y conocimiento de la bellaquería, para no fiarse dél en más de aquello que le puede aprovechar. Por entonces no le pesó a mi amo del hecho, mas diole cuidado. Hallábase bien con mis travesuras, temíase dellas y de mí. Con este rescoldo pasó hasta Génova, donde, habiendo desembarcado y teniendo de mi ervicio poca necesidad, me dio cantonada.

 Son los malos como las víboras o alacranes que, en sacando la sustancia dellos, los echan en un muladar; sólo se sustentan para conseguir con ellos el fin que se pretende, dejándolos después para quien son. A pocos días llegados, me dijo:

 _Mancebico, ya estáis en Italia; vuestro servicio me puede ser de poco fruto y vuestras ocasiones traerme mucho daño. Veis aquí para ayuda del camino; partíos luego donde quisierdes.

    Diome algunas monedas de poco valor y unos reales españoles, todo miseria, con que me fui de con él.

    Iba la cabeza baja, considerando por la calle la fuerza de la virtud, que a ninguno dejó sin premio ni se escapó del vicio sin castigo y vituperio. Quisiera entonces decir a mi amo lo en que por él me había puesto, las necesidades que le había socorrido, de los trabajos que le había sacado, y tan a mi costa todo; mas consideré que de lo mismo me hacía cargo, apartándome por ello de sí como a miembro cancerado. Viendo mi desgracia y creyendo hallar allí mi parentela, me di por todo poco. Fuime por la ciudad tomando lengua, que ni entendía ni sabía, con deseo de conocer y ser conocido.

Libro tercero de Guzmán de Alfarache

Trata en él de su mendiguez y lo que con ella le sucedió en Italia

Capítulo primero

No hallando Gumán de Alfarache los parientes que buscaba en Génova, le hicieron una burla y se fue huyendo a Roma

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ara los aduladores no hay rico necio ni pobre discreto, porque tienen antojos de larga vista, con que se representan las cosa mayores de lo que son. Verdaderamente se pueden llamar polillas de la riqueza y carcomas de la verdad. Reside la adulación con el pobre, siendo su mayor enemigo; y la pobreza que no es hija del espíritu, es madre del vituperio, infamia general, isposición a todo mal, enemigo del hombre, lepra congojosa, camino del infierno, piélago donde se anega la paciencia, consumen las honras, acaban las vidas y pierden las almas.

         Es el pobre moneda que no corre, conseja de horno, escoria del pueblo, barreduras de la plaza y asno del rico. Come más tarde, lo peor y más caro. Su real no vale medio, su sentencia es necedad, su discreción locura, su voto escarnio, su hacienda del común; ultrajado de muchos y aborrecido de todos. Si en conversación se halla, no es oído; si lo encuentran, huyen dél; si aconseja, lo murmuran; si hace milagros, que es hechicero; si virtuoso, que engaña; su pecado venial es blasfemia; su pensamiento castigan por delito, su justicia no se guarda, de sus agravios apelan para la otra vida. Todos lo tropellan y ninguno lo favorece. Sus necesidades no hay quien las remedie, sus trabajos quien los consuele ni su soledad quien la acompañe. Nadie le ayuda, todos le impiden; nadie le da, todos le quitan; a nadie debe y a todos pecha. ¡Desventurado y pobre del pobre, que las horas del reloj le venden y compra el sol de agosto! Y de la manera que as carnes mortecinas y desaprovechadas vienen a ser comidas de perros, tal, como inútil, el discreto pobre viene a morir comido de necios.

 ¡Cuán al revés corre un rico! ¡Qué viento en popa! ¡Con qué tranquilo mar navega! ¡Qué bonanza de cuidados! ¡Qué descuido de necesidades ajenas! Sus alholíes llenos de trigo, sus cubas de vino, sus tinajas de aceite, sus escritorios y cofres de moneda. ¡Qué guardado el verano del calor! ¡Qué empapelado el invierno por el frío! De todos es bien recebido. Sus locuras son caballerías, sus necedades sentencias. Si es malicioso, lo llaman astuto; si pródigo, liberal; si avariento, reglado y sabio; si murmurador, gracioso; si atrevido, desenvuelto; si desvergonzado, alegre; si mordaz, cortesano; si incorregible, burlón; si hablador, conversable; si vicioso, afable; si tirano, poderoso; si porfiado, constante; si blasfemo, valiente, y si perezoso, maduro. Sus yertos cubre la tierra. Todos le tiemblan, que ninguno se le atreve; todos cuelgan el oído de su lengua, para satisfacer a su gusto; y palabra no pronuncia, que con solenidad no la tengan por oráculo. Con lo que quiere sale: es parte, juez y testigo. Acreditando la mentira, su poder la hace parecer verdad y, cual si lo fuese, pasan por ella. ¡Cómo lo acompañan! ¡Cómo se le llegan! ¡Cómo lo festejan! ¡Cómo lo engrandecen!

         Últimamente, pobreza es la del pobre y riqueza la del rico. Y así, donde bulle buena sangre y se siente de la honra, por mayor daño estiman la necesidad que la muerte. Porque el dinero calienta la sangre y la vivifica; y así, el que no lo tiene, es un cuerpo muerto que camina entre los vivos. No se puede hacer sin él alguna cosa en oportuno tiempo, ejecutar gusto ni tener cumplido deseo.

 Este camino corre el mundo. No comienza de nuevo, que de atrás le viene al garbanzo el pico. No tiene medio ni remedio. Así lo hallamos, así lo dejaremos. No se espere mejor tiempo ni se piense que lo fue el pasado. Todo ha sido, es y será una misma cosa. El primero padre fue alevoso; la primera madre, mentirosa; el primero hijo, ladrón y fratricida. ¿Qué hay ahora que no hubo, o qué se espera de lo por venir? Parecernos mejor lo pasado, consiste sólo que de lo presente se sienten los males y de lo ausente nos acordamos de los bienes; y, si fueron trabajos pasados, alegra el hallarse fuera dellos, como si no hubieran sido. Así los prados, que mirados de lejos es apacible su frescura, y si llegáis a ellos no hay palmo de suelo acomodado para sentaros: todos son hoyos, piedras y basura. Lo uno vemos, lo otro se nos olvida.

 Muy antigua cosa es amar todos la prosperidad, seguir la riqueza, buscar la hartura, procurar las ventajas, morir por abundancias. Porque donde faltan, el padre al hijo, el hijo al padre, hermano para hermano, yo a mí mismo quebranto la lealtad y me aborrezco. Así me lo enseñó el tiempo con la disciplina de sus discursos, castigándome con infinito número de trabajos. Ya veo que si cuando a Génova llegué me considerara, no me arriscara, y si aquella ocasión guardara para mejor fortuna, no me perdiera en ella, como sabrás adelante.

 Luego, pues, que dejé a mi amo el capitán, con todos mis harapos y remiendos, hecho un espantajo de higuera, quise hacerme de los godos, emparentando con la nobleza de aquella ciudad, publicándome por quien era; y preguntando por la de mi padre, causó en ellos tanto enfado, que me aborrecieron de muerte. Y es de creer que si a su salvo pudieran, me la dieran, y aun tú hicieras lo mesmo si tal huésped te entrara por la puerta; mas harto me la procuraron por las obras que me hicieron.

 A persona no pregunté que no me socorriese con una puñada o bofetón. El que menos mal me hizo fue, escupiéndome a la cara, decirme: «¡Bellaco, marrano! ¿Sois vos ginovés? ¡Hijo seréis de alguna gran mala mujer, que bien se os echa de ver!» Y como si mi padre fuera hijo de la tierra o si hubiera de doscientos años atrás fallecido, no hallé rastro de amigo ni pariente suyo. Ni descubrirlo pude, hasta que uno se llegó a mí con halagos de cola de serpiente. ¡Oh, hideputa, viejo maldito!, y cómo me engañó, diciendo:

 _Yo, hijo, bien oí decir de vuestro padre, aquí os daré quien haga larga relación de sus parientes, y han de ser de los más nobles desta ciudad, a lo que creo. Y pues habréis ya cenado, veníos a dormir a mi casa, que no es hora de otra cosa; de mañana daremos una vuelta y os pondré, como digo, con quien los conoció y trató gran tiempo.

         Con la buena presencia y gravedad que me lo dijo, su buen talle, la cabeza calva, la barba blanca, larga hasta la cinta, un báculo en la mano, me representaba un San Pablo.

 Fiéme dél, seguílo a su posada, con más gana de cenar que de dormir; que aquel día comí mal, por estar enojado y ser a mi costa, que temblaba de gastar. Mas como lo que nos dan es poco, y si nos cuesta dineros, comemos poco pan y duro, y aun se nos hace mucho y blando, ya me hacía guardoso. Íbame cayendo de hambre, y ¡mirá cuál era mi huésped!, pues, como el cordobés, me dijo que ya habría cenado. Y si no temiera perder aquella coyuntura, no fuera con él sin visitar primero una hostería; mas la esperanza del bien que me aguardaba, me hizo soltar el pájaro de la mano por el buey que iba volando.

 Luego como entramos, un criado salió a tomar la capa. No se la dio, antes en su lengua estuvieron razonando. Enviólo fuera y quedámonos a solas paseando. Preguntóme por cosas de España, por mi madre, si le quedó hacienda, cuántos hermanos tuve y en qué barrio vivía. Fuile dando cuenta de todo con mucho juicio. En esto me entretuvo más de un hora, hasta que volvió el criado. No sé qué recaudo le trajo, que me dijo el viejo:

 _Ahora bien, idos a dormir y, mañana nos veremos. ¡Hola! ¡Antonio María! Llevá este hidalgo a su aposento.

 Fuime con él de una en otra pieza. La casa era grande, obrada de muchos pilares y losas de alabastro. Atravesamos a un corredor y entramos en un aposento, que estaba al cabo dél. Teníanlo bien aderezado con unas colgaduras de paños pintados de matices a manera de arambeles, salvo que parecían mejor. A una parte había una cama y junto a la cabecera un taburete. Y como si tuviera que desnudarme, acometió el criado a quererlo hacer.

 Llevaba un vestido, que aun yo no me lo acertaba a vestir sin ir tomando guía de pieza en pieza y ninguna estaba cabal ni en su lugar. De tal manera, que fuera imposible dicernir o conocer cuál era la ropilla o los calzones quien los viera tendidos en el suelo. Así desaté algunos ñudos con que lo ataba por falta de cintas y lo dejé caer a los pies de la cama; y sucio como estaba, lleno de piojos, metíme entre la ropa.

 Era buena, limpia y olorosa. Consideraba entre mí: «Si este buen viejo es deudo mío y me hace cortesía y no quiere descubrirse hasta mañana, buen principio muestra: haráme vestir, trataráme bien; pues estando tal me hace tan buen acogimiento, sin duda es como lo digo; desta vez yo soy de la buena ventura». Era muchacho, no ahondaba ni vía más de la superficie; que si algo supiera y experiencia tuviera, debiera considerar que a grande oferta, grande pensamiento, y a mucha cortesía, mayor cuidado. ¡Que no es de balde, misterio tiene! Si te hace caricias el que no las acostumbra hacer, o engañarte quiere o te ha menester.

 Salió fuera el criado, dejándome una lámpara encendida. Dijele que la apagase. Respondió que no hiciera tal, porque de noche andaban en aquella tierra unos murciélagos grandes muy dañosos y sólo el remedio contra ellos era la luz, porque huían a lo escuro. Más me dijo: que era tierra de muchos duendes y que eran enemigos de la luz y en los aposentos escuros algunas veces eran perjudiciales. Creílo con toda la simplicidad del mundo.

 Con esto se salió. Yo luego me levanté a cerrar la puerta, no por miedo de lo que me pudieran hurtar, mas con sospecha de lo que, como muchacho, me pudiera suceder. Volvíme a la cama, dormíme presto y con mucho gusto, porque las almohadas, colchones, cobertores y sábanas me brindaban y a mí no me faltaba gana.

 Pasado ya lo más de la noche, declinaba la media caminando al claro día y, estando dormido como un muerto, recordóme un ruido de cuatro bultos, figuras de los demonios, con vestidos, cabelleras y máscaras dello. Llegáronse a mi cama y diome tanto miedo, que perdí el sentido, y sin hablar palabra me quitaron la ropa de encima. Dábame priesa haciendo cruces, rezaba raciones, invoqué a Jesús mil veces, mas eran demonios batizados; más priesa me daban.

 Habían puesto sobre el colchón, debajo de la sábana, una frazada. Cada uno asió por una esquina della y me sacaron en medio de la pieza. Turbéme tanto, viendo que rezar no me aprovechaba, que ni osaba ni podía desplegar la boca. Era la pieza bien alta y acomodada. Comenzaron a levantarme en el aire, manteándome como a perro por carnestolendas, hasta que ellos, cansados de zarandearme, habiéndome molido, me volvieron a poner adonde me levantaron y, dejándome por muerto, me cubrieron con la ropa y se fueron por donde habían entrado, dejando la luz muerta.

 Yo quedé tan descoyuntado, tan si saber de mí que, siendo de día, ni sabía si estaba en cielo, si en tierra. Dios, que fue servido de guardarme, supo para qué. Serían como las ocho del día; quíseme levantar, porque me pareció que bien pudiera. Halléme de mal olor, el cuerpo pegajoso y embarrado. Acordóseme de la mujer de mi amo el cocinero y, como en las turbaciones nunca falta un desconcierto, mucho me afligí. Mas ya no podía ser el cuervo más negro que las alas: estreguéme todo el cuerpo con lo que limpio quedó de las sábanas y añudéme mi hatillo.

 En cuanto me tardé en esto, estuve considerando qué pudiera ser lo pasado, y a no levantarme descoyuntado, creyera haber sido sueño. Miré a todas partes; no hallaba por dónde hubiesen entrado. Por la puerta no pudieron, que la cerré con mis manos y cerrada la hallé. Imaginaba si fueron trasgos, como la noche antes me dijo el mozo; no me pareció que lo serían, porque hubiera hecho mal de no avisarme que había trasgos de luz.

         Andando en esto, alcé las colgaduras, para ver si detrás dellas hubiera portillo alguno. Hallé abierta una ventana que salía al corredor. Luego dije: «¡Ciertos son los toros! Por aquí me vino el daño.» Y aunque las costillas parece que me sonaban en el cuerpo como la bolsa de trebejos de ajedrez, disimulé cuanto pude por lo de la caca, hasta verme fuera de allí.

 Cubrí muy bien la cama, de manera que no se viera en entrando mi flaqueza y por ella me dieran otro nuevo castigo. El criado que allí me trajo, vino casi a las nueve a decirme que su señor me esperaba en la iglesia, que fuese allá. Y porque allí no se quedara el mozo, para ganarle ventaja, roguéle me llevara hasta la puerta, que no sabría salir. Llevóme a la calle y volvióse. Cuando en ella me vi, como si en los pies me nacieran alas y el cuerpo estuviera sano, tomé las de Villadiego. Afufélas que una posta no me alcanzara.

          Más se huye que se corre. Mucho esfuerzo pone el miedo; yo me traspuse como el pensamiento. Compré vianda y, para ganar tiempo, iba comiendo y andando. Así no paré hasta salir de la ciudad, que en una taberna bebí un poco de vino, con que me reformé para poder caminar la vuelta de Roma, donde hice mi viaje, yendo pensando en todo él con qué pesada burla quisieron desterrarme, porque no los deshonrara mi pobreza. Mas no me la quedaron a deber, como lo verás en la segunda parte.

Capítulo II

Saliendo de Génova Gumán de Alfarache, comenzó a mendigar y juntándose con otros pobres aprendió sus estatutos y leyes

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al salí de Génova, que si la mujer de Lot hiciera lo que yo, no se volviera piedra: nunca volví atrás la cabeza. Iba la cólera en su punto, que cuando hierve, por maravilla se sienten aun las heridas mortales; después, cuanto más el hombre se reporta, tanto más reconoce su daño.

 Yo escapé de la de Roncesvalles; como perro con vejiga, no había ligadura fiel en toda mi humana fábrica. Mas no lo sentí mucho hasta que reposé, llegando a una villeta diez millas de allí, que aporté sin saber dónde iba, desbaratado, desnudo, sin blanca y aporreado. ¡Oh, necesidad! ¡Cuánto acobardas los ánimos, cómo desmayas los cuerpos! Y aunque es verdad que sutilizas el ingenio, destruyes las potencias, menguando los sentidos de manera que vienen a perderse con la paciencia.

 Dos maneras hay de necesidad: una desvergonzada que se convida, viniendo sin ser llamada; otra que, siendo convidada, viene llamada y rogada. La que se convida, líbrenos Dios della: esa es de quien trato. Huésped forzoso en casa pobre, que con aquella efe trae mil efes en su compañía. Es fuste en quien se arman todos los males, fabricadora de todas traiciones, fuerte de sufrir y de ser corregida, farol a quien siguen todos los engaños, fiesta de muchachos, folla de necios, farsa ridiculosa, fúnebre tragedia de honras y virtudes. Es fiera, fea, fantástica, furiosa, fastidiosa, floja, fácil, flaca, falsa, que sólo le falta ser Francisca. Por maravilla da fruto que infamia no sea.

 La otra, que convidamos, es muy señora, liberal, rica, franca, poderosa, afable, conversable, graciosa y agradable. Déjanos la casa llena, hácenos la costa, es firme defensa, torre inexpugnable, riqueza verdadera, bien sin mal, descanso perpetuo, casa de Dios y camino del cielo. Es necesidad que se necesita y no necesitada, levanta los ánimos, da fuerza en los cuerpos, esclarece las famas, alegra los corazones, engrandece los hechos inmortalizando los nombres.

 Cante sus alabanzas el valeroso Cortés, verdadero esposo suyo. Tiene las piernas y pies de diamante, el cuerpo de zafiro y el rostro de carbunclo. Resplandece, alegra y vivifica. La otra su vecina parece a la tendera sucia: toda es montón de trapos de hospital, asquerosa, no hay a quien bien parezca, todos la aborrecen y tienen razón.

 Miren, pues, qué tal soy yo, que de mí se enamoró. Amancebóse conmigo a pan y cuchillo, estando en pecado mortal, obligándome a sustentarla. Para ello me hizo estudiar el arte bribiática; llevóme por esos caminos, hoy en un lugar, mañana en otro, pidiendo limosna en todos. justo es dar a cada uno lo suyo, y te confieso que hay en Italia mucha caridad y tanta, que me puso golosina el oficio nuevo para no dejarlo.

 En pocos días me hallé caudaloso, de manera que desde Génova, de donde salí, hasta Roma, donde paré, hice todo el viaje sin gastar cuatrín. La moneda toda guardaba, la vianda siempre me sobraba. Era novato y echaba muchas veces a los perros lo que después, vendido, me valía muchos dineros. Quisiera luego en llegando vestirme y tornar sobre mí.

 Parecióme mal consejo. Volví diciendo: «¿Hermano Guzmán, ha de ser ésta otra como la de Toledo? Y si estando vestido no hallas amo, ¿de qué has de comer? Estáte quedo, que si bien vestido pides limosna, no te la darán. Guarda lo que tienes, no seas vano.» Asentóseme. Dile otro ñudo a las monedas: «Aquí habéis de estaros quedas, que no sé cuándo os habré menester.»

 Comencé con mis trapos viejos, inútiles para papel de estraza, los harapos colgando, que parecían pizuelos de frisas, a pedir limosna, acudiendo al mediodía donde hubiese sopa, y tal vez hubo que la cobré de cuatro partes. Visitaba las casas de los cardenales, embajadores, príncipes, obispos y otros potentados, no dejando alguna que no corriese.

 Guiábame otro mozuelo de la tierra, diestro en ella, de quien comencé a tomar liciones. Este me enseñó a los principios cómo había de pedir a los unos y a los otros; que no a todos ha de ser con un tono ni con una arenga. Los hombres no quieren plagas, sino una demanda llana, por amor de Dios; las mujeres tienen devoción a la Virgen María, a Nuestra Señora del Rosario. Y así: «¡Dios encamine sus cosas en su santo servicio y las libre de pecado mortal, de falso testimonio, de poder de traidores y de malas lenguas!» Esto les arranca el dinero de cuajo, bien pronunciado y con vehemencia de palabras recitado. Enseñóme cómo había de compadecer a los ricos, lastimar los comunes y obligar a los devotos. Dime tan buena maña, que ganaba largo de comer en breve tiempo.

 Conocía desde el Papa hasta el que estaba sin capa. Todas las calles corría; y para no enfadarlos pidiendo a menudo, repartía la ciudad en cuarteles y las iglesias por fiestas, sin perder punto. Lo que más llegaba eran pedazos de pan. Éste lo vendía y sacaba del muy buen dinero. Comprábanme parte dello personas pobres que no mendigaban, pero tenían la bola en el emboque. Vendíalo también a trabajadores y hombres que criaban cebones y gallinas. Mas quien mejor lo pagaba eran turroneros, para el alajur o alfajor, que llaman en Castilla. Recogía, demás desto, algunas viejas alhajas, que como era muchacho y desnudo, compadecidos de mí, me lo daban. Después di en acompañarme con otros ancianos en la facultad, que tenían primores en ella, para saber gobernarme. Íbame con ellos a limosnas conocidas, que algunos por su devoción repartían por las mañanas en casas particulares. Yendo una vez a recebirla en la del embajador de Francia, sentí otros pobres tras de mí, que decían:

 _Este rapaz español que agora pide en Roma, nuevo es en ella, sabe poquito y nos destruye, por lo que he visto, que habiendo una vez comido, en las más partes que llega, si le dan vianda no la recibe. Destrúyenos el arte, dando muestras que los pobres andamos muy sobrados; a nosotros hace mal y a sí proprio no sabe aprovecharse.

 Otro que con ellos venía, les dijo:

 _Pues dejádmelo y callad, que yo lo diciplinaré cómo se entienda y, no se deje tan fácil entender.

 Llamóme pasico y apartóme a solas. Era diestrísimo en todo. Lo primero que hizo, como si fuera protopobre, examinó mi vida, sabiendo de dónde era, cómo me llamaba, cuándo y a qué había venido. Díjome las obligaciones que los pobres tienen a guardarse el decoro, darse avisos, ayudarse, aunarse como hermanos de mesta, advirtiéndome de secretos curiosos y primores que no sabía; porque en realidad de verdad, lo que primero aprendí de aquel muchacho y otros pobretes de menor cuantía todas eran raterías respeto de las grandiosas que allí supe.

 Diome ciertos avisos, que en cuanto viva no me serán olvidados. Entre los cuales fue uno, con que soltaba tres o cuatro pliegues al estómago, sin que me parase perjuicio, por mucho que comiese. Enseñóme a trocar a trascantón, con que hacía dos efectos: lastimaba, creyendo que estaba enfermo, y, que, aunque envasase dos ollas de caldo, quedara lugar para más y, así se publicase la hambre y miseria de los pobres.

 Supe cuántos bocados y, cómo los había de dar en el pan que me daban, cómo lo había de besar y guardar, qué gestos había de hacer, los puntos que había de subir la voz, las horas a que a cada parte había de acudir, en qué casas había de entrar hasta la cama y, en cuáles no pasar de la puerta, a quién había de importunar y a quién pedir sola una vez. Refirióme por escrito las Ordenanzas mendicativas, advirtiéndome dellas para evitar escandalo y, que estuviese instruto. Decían así:

Ordenanzas mendicativas

 «Por cuanto las naciones todas tienen su método de pedir y por él son diferenciadas y conocidas, como son los alemanes cantando en tropa, los franceses rezando, los flamencos reverenciando, los gitanos importunando, los portugueses llorando, los toscanos con arengas, los castellanos con fieros haciéndose malquistos, respondones y malsufridos; a éstos mandamos que se reporten y no blasfemen y a los más que guarden la orden.

 »Ítem mandamos que ningún mendigo, llagado ni estropeado, de cualquiera destas naciones, se junte con los de otra, ni alguno de todos haga pacto ni alianza con ciegos rezadores, saltaembanco, músico ni poeta ni con cautivos libertados, aunque Nuestra Señora los haya sacado de poder de turcos, ni con soldados viejos que escapan rotos del presidio, ni con marineros que se perdieron con tormenta; que, aunque todos convienen en la mendiguez, la bribia y labia son diferentes. Y les mandamos a cada uno dellos que guarde sus Ordenanzas.

 »Ítem, que los pobres de cada nación, especialmente en sus tierras, tengan tabernas y bodegones conocidos, donde presidan de ordinario tres o cuatro de los más ancianos, con sus báculos en las manos. Los cuales diputamos para que allí dentro traten de todas las cosas y casos que sucedieren, den sus pareceres y jueguen al rentoy, puedan contar y cuenten hazañas ajenas y suyas y de sus antepasados y las guerras en que no sirvieron, con que puedan entretenerse.

 »Que todo mendigo traiga en las manos garrote o palo, y los que pudieren, herrados, para las cosas y casos que se les ofrezcan; pena de su daño.

 »Que ninguno pueda traer ni traiga pieza nueva ni demediada, sino rota y remendada, por el mal ejemplo que daría con ella; salvo si se la dieron de limosna, que para solo el día que la recibiere le damos licencia, con que se deshaga luego della.

 »Que en los puestos y asientos guarden todos la antigüedad de posesión y no de personas y que el uno al otro no lo usurpe ni defraude.

 »Que puedan dos enfermos o lisiados andar juntos y llamarse hermanos, con que pidan arremuda y entonando la voz alta: el uno comience de donde el otro dejare, yendo parejos y guardando cada uno su acera de calle; y no encontrándose con las arengas, cante cada uno su plaga diferente y partan la ganancia; pena de nuestra merced.

 »Que ningún mendigo pueda traer armas ofensivas ni defensivas de cuchillo arriba, ni traiga guantes, pantuflos, antojos ni calzas atacadas; pena de las temporalidades.

 »Que puedan traer un trapo sucio atado a la cabeza, tijeras, cuchillo, alesna, hilo, dedal, aguja, hortera, calabaza, esportillo, zurrón y talega; como no sean costal, espuerta grande, alforjas ni cosa semejante, salvo si no llevare dos muletas y la pierna mechada.

 »Que traigan bolsa, bolsico y retretes y cojan la limosna en el sombrero. Y mandarnos que no puedan hacer ni hagan landre en capa, capote ni sayo; pena que, siéndoles atisbada, la pierdan por necios.

 »Que ninguno descorne levas ni las divulgue ni brame al que no fuere del arte, profeso en ella; y el que nueva flor entrevare, la manifieste a la pobreza, para que se entienda y sepa, siendo los bienes tales comunes, no habiendo entre los naturales estanco. Mas por vía de buena gobernación, damos al autor privilegio que lo imprima por un año y goce de su trabajo, sin que alguno sin su orden lo use ni trate; pena de nuestra indignación.

 »Que los unos manifiesten a los otros las casas de limosna, en especial de juego y partes donde galanes hablaren con sus damas, porque allí está cierta y pocas veces falta.

 »Que ninguno críe perro de caza, galgo ni podenco, ni en su casa pueda tener más de un gozquejo, para el cual damos licencia, y que lo traiga consigo atado con un cordel o cadenilla del cinto.

 »Que el que trajere perro, haciéndolo bailar y saltar por el aro, no se le consienta tener ni tenga puesto ni demanda en puerta de iglesia, estación o jubileo, salvo que pida de pasada por la calle; pena de contumaz y rebelde.

 »Que ningún mendigo llegue al tajón a comprar pescado ni carne, salvo con extrema necesidad y licencia de médico, ni cante, taña, baile ni dance, por el escándalo que en lo uno y en lo otro daría lo contrario haciendo.

 »Damos licencia y permitimos que traigan alquilados niños hasta cantidad de cuatro, examinando las edades, y puedan los dos haber nacido de un vientre juntos, con tal que el mayor no pase de cinco años. Y que, si fuere mujer, traiga el uno criando a los pechos, y, si hombre, en los brazos, y los otros de la mano y no de otra manera.

 »Mandamos que los que tuvieren hijos, los hagan ventores, perchando con ellos las iglesias y siempre al ojo, los cuales pidan para sus padres, que están enfermos en una cama: esto se entienda hasta tener seis años y, si fueren de más, los dejen volar, que salgan ventureros, buscando la vida y acudan a casa con la pobreza a las horas ordinarias.

 »Que ningún mendigo consienta ni deje servir a sus hijos ni que aprendan oficio ni les den amos, que ganando poco trabajan mucho y vuelven pasos atrás de lo que deben a buenos y a sus antepasados.

 »Que el invierno a las siete ni el verano a las cinco de la mañana ninguno esté en la cama ni en su posada; sino que al sol salir o antes media hora vayan al trabajo y otra media en antes que anochezca se recoja y encierre en todo tiempo, salvo en los casos reservados que de Nós tienen licencia.

 »Permitímosles que puedan desayunarse las mañanas echando tajada, habiendo aquel día ganado para ello y no antes, porque se pierde tiempo y gasta dinero, disminuyendo el caudal principal; con tal que el olor de boca se repare y no se vaya por las calles y casas jugando de punta de ajo, tajo de puerro, estocada de jarro; pena de ser tenidos por inhábiles e incapaces.

 »Que ninguno se atreva a hacer embelecos, levante alhaja ni ayude a mudar ni trastejar ni desnude niño, acometa ni haga semejante vileza; pena que será excluido de nuestra Hermandad y Cofradía y relajado al brazo seglar.

 »Que pasados tres años, después de doce cumplidos en edad, habiéndolos cursado legal y dignamente en el arte, se conozca y entienda haber cumplido la tal persona con el Estatuto; no obstante que hasta aquí eran necesarios otros dos de jábega, y sea tenida por profesa, haya y goce las libertades y exempciones por Nós concedidas, con que de allí adelante no pueda dejar ni deje nuestro servicio y obediencia, guardando nuestras ordenanzas y so las penas dellas.»

 

Capítulo III

Cómo Gumán de Alfarache fue reprehendido de un pobre jurisperito y lo que más le pasó mendicando

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emás destas Ordenanzas, tenían y guardaban otras muchas, no dignas deste lugar, las cuales legislaron los más famosos poltrones de la Italia, cada uno en su tiempo las que le parecieron convenientes: que pudiera decir ser otra Nueva Recopilación de las de Castilla. Ilustrábalas entonces un Alberto, por nombre proprio, y por el malo, Micer Morcón.

 Teníamoslo en Roma por generalísimo nuestro. Merecía por su talle, trato y loables costumbres la corona del Imperio, porque ninguno le llegó de sus antecesores. Pudiera ser príncipe de Poltronia y archibribón del cristanismo. Comíase dos mondongos enteros de carnero con sus morcillas, pies y manos, una manzana de vaca, diez libras de pan, sin zarandajas de principio y postre, bebiendo con ello dos azumbres de vino. Y con juntar él solo más limosna que seis pobres ordinarios de los que más llegaban, jamás le sobró ni vendió comida que le diesen, ni moneda recibió que no la bebiese. Y andaba tan alcanzado, que nos era forzoso, como a vasallos de bien y mal pasar, socorrerlo con lo que podíamos. Nunca lo vimos abrochado ni cubierto de la cinta para arriba, ni puesto ceñidor ni mediacalza. Traía descubierta la cabeza, la barba rapada, reluciendo el pellejo, como si se lo lardaran con tocino.

 Éste ordenó que todo pobre trajese consigo escudilla de palo y calabaza de vino, donde no se le viese. Que ninguno tuviese cántaro con agua ni jarro en que beberla, y el que la bebiese fuera en un caldero, barreño, tinajón o cosa semejante, donde metiese la cabeza como bestia y no de otra manera. Que quien con la ensalada no brindase, no lo pudiese hacer en toda aquella comida o cena y quedase con sed. Que ninguno comprase ni comiese confites, conservas ni cosas dulces. Que las comidas todas tuviesen sal o pimienta o se la echasen antes de comerlas. Que durmiesen estidos en el suelo, sin almohada y de espaldas. Que hecha la costa del día, ninguno trabajase ni pidiese.

 Comía echado, y el invierno y verano dormía sin cobija. Los diez meses del año no salía de tabernas y bodegones.

 Teníamos, como digo, nuestras leyes. Sabíalas yo de memoria, pero no guardaba más de las pertenecientes a buen gobiero, y las tales como si de su observancia pendiera mi remedio. Toda mi felicidad era que mi actos acreditaran mi profesión y verme consumado en ella. Porque las cosas, una vez principiadas, ni se han de olvidar ni dejar hasta ser acabadas, que es nota de poca prudencia muchos actos comenzados y acabado ninguno. Nada puse por obra que soltase de las manos antes de verle el fin. Mas, como estaba verde y la edad no madura ni sazonada, faltábame la prática, hallábame más atajado cada día en casos que se ofrecían y en muchos erraba.

 Una fiesta de los primeros días de septiembre, como a la una de la tarde, salí por la ciudad con un calor tan grande, que no lo puedo encarecer, creyendo que quien me oyera pedir a tal hora, pensara obligarme gran hambre y me favorecieran con algo. Quise ver lo que a tales horas podía sacar, sólo por curiosidad.

 Anduve algunas calles y casas. De ninguna saqué más de malas palabras, enviándome con mal. Así llegué a una donde toqué con el palo a la puerta. No me respondieron. Batí segunda y tercera vez: tampoco. Vuelvo a llamar algo recio, por ser la casa grande.

 Un bellacón mozo de cocina, que debía de estar fregando, púsose a una ventana y echóme por cima un gran pailón de agua hirviendo y, cuando la tuve a cuestas, dice muy de espacio:

 _¡Agua va! ¡Guardaos debajo!

 Comencé a gritar, dando voces que me habían muerto. Verdad es que me escaldaron, mas no tanto como lo acriminaba. Con aquello hice gente. Cada uno decía lo que le parecía; unos que fue mal hecho, otros que yo tenía la culpa, que si no tenía gana de dormir, que dejara los otros dormidos. Algunos me consolaron, y entre los más piadosos junté alguna moneda, con que me fui a enjugar y reposar.

 Iba entre mí diciendo: «¿Quién me hizo tan curioso, sacando el río de su madre? ¿Cuándo podré reportarme? ¿Cuándo escarmentaré? ¿Cuándo me contentaré con lo necesario, sin querer saber más de lo que me conviene? ¿Cuál demonio me engañó y sacó del ordinario curso, haciendo más que los otros?»

 Llegaba cerca de mi casa, y junto a ella vivía un vicio de casi setenta años de pobre, porque nació de padres del oficio y se lo dejaron por herencia, con que pasó su vida. Era natural cordobés: dígolo para que sepáis que era tinto en lana. Trájolo su madre al pecho a Roma el año del Jubileo. Cuando me vio pasar de aquella manera, hecho un estropajo, mojado, sucio, lleno de grasa, berzas y garbanzos, me preguntó el suceso. Yo se lo conté y él no podía tener la risa, y dijo:

 _Tú, Guzmanejo, bien me temo no seas otro Benitillo: como te hierve la sangre, antes quieres ser maestro que dicípulo. ¿No vees que haces mal en exceder de la costumbre? Pues por ser de mi país y muchacho, te quiero dotrinar en lo que debes hacer. Siéntate y considera que no se ha de pedir por la siesta el verano, y menos en las casas de hombres nobles que en las de los oficiales: es hora desacomodada, reposan todos o quieren reposar, dales pesadumbre que nadie los despierte y se enfadan mucho con importunidades. En llamando a una puerta dos veces, o no están en casa o no lo quieren estar, pues no responden. Pasa de largo y no te detengas, que perdiendo tiempo no se gana dinero. No abras puerta cerrada: pide sin abrirla ni entrar dentro, que acontece abriendo, descuidados de lo que sucede, salir un perro que se lleva media nalga en un bocado; y no sé cómo nos conocen, que aun dellos estamos odiados. Y si perro faltare, no faltará un mozo desesperado, diciendo lo que no quieras oír, si acaso con eso poco se contenta. Cuando pidas, no te rías ni mudes tono; procura hacer la voz de enfermo, aunque puedas vender salud, llevando el rostro parejo con los ojos, la boca justa y la cabeza baja. Friégate las mañanas el rostro con un paño, antes liento que mojado, porque no salgas limpio ni sucio; y en los vestidos echa remiendos, aunque sea sobre sano, y de color diferente, que importa mucho ver a un pobre más remendado que limpio, pero no asqueroso. Aconteceráte algunas veces llegar a pedir limosna y el hombre quitarse un guante y echar mano a la faltriquera, que te alegrarás pensando que es para darte limosna, y verásle sacar un lienzo de narices con que se las limpia. No por eso te ensañes ni lo gruñas, que por ventura estará otro a su lado que te la quiera dar y, viéndote soberbio, te la quite. Donde fueres bien recebido, acude cada día, que augmentando la devoción, crece tu caudal. Y no te apartes de su puerta sin rezar por sus difuntos y rogar a Dios que le encamine sus cosas en bien. Responde con humildad a las malas palabras y con blandas a las ásperas, que eres español y por nuestra soberbia siendo malquistos, en toda parte somos aborrecidos, y quien ha de sacar dinero de ajena bolsa, más conviene rogar que reñir, orar que renegar, y la becerra mansa mama de madre ajena y de la suya. Donde no te dieren limosna, responde con devoción: «¡Loado sea Dios! Él se lo dé a vuestras mercedes con mucha salud, paz y contento desta casa, para que lo den los pobres.» Esta treta me valió muchos dineros, porque respondiéndoles con tal blandura y las manos puestas, levantándolas con los ojos al cielo, me volvían a llamar y daban lo que tenían.

 Demás desto, enseñóme a fingir lepra, hacer llagas, hinchar una pierna, tullir un brazo, teñir el color del rostro, alterar todo el cuerpo y otros primores curiosos del arte, a fin que no se nos dijese que, pues teníamos fuerzas y salud, que trabajásemos. Hízome muchas amistades. Tenía secretos curiosos de naturaleza con que se valía. Nada escondió de mí, porque le parecía capaz y entonces comenzaba; y como ya él estaba el pie puesto en el estribo para la sepultura, quiso dejar capellán que rogase a Dios por él. Así fue, que luego se murió.

 Juntábamonos algunos a referir con cuáles exclamaciones nos hallábamos mejor. Estudiábamoslas de noche, inventábamos modos de bendiciones. Pobre había que sólo vivía de hacerlas y nos las vendía, como farsas. Todo era menester para mover los ánimos y volverlos compasivos.

 Los días de fiesta madrugábamos a los perdones, previniendo buen lugar en las iglesias: que no alcanzaba poco quien cogía la pila del agua bendita o la capilla de la estación. Salíamos a temporadas a correr la tierra, sin dejar aldea ni alcaría de la comarca que no anduviésemos, de donde veníamos bien proveídos, porque nos daban tocino, queso, pan, huevos en abundancia, ropa de vestir, doliéndose mucho de nosotros.

          Pedíamos un traguito de vino por amor de Dios, que teníamos gran dolor de estómago. Dondequiera nos decían si teníamos en qué nos lo diesen. Llevábamos un jarrillo, como para beber, de algo menos de medio azumbre: siempre nos lo henchían. Luego en apartándonos de la puerta, lo vaciábamos en una bota, que no se nos caía colgando atrás del cinto, en que cabían cuatro azumbres. Y acontecía henchirla en una calle, que nos era forzoso ir a casa y, echarlo en una tinajuela para volver por más.

 De ordinario andábamos calzados, descalzos, y, cubiertas las cabezas, yendo descubiertos. Porque los zapatos eran unas chancletas muy viejas y muy rotas y el sombrero de lo mesmo. Pocas veces llevábamos camisa, porque, pidiendo a una puerta con la humildad acostumbrada nuestra limosna, si decían: «¡Perdonad, hermano! ¡Dios os ayude! ¡Otro día daremos!», volvíamos a pedir «¡Unos zapatillos viejos o sombrero viejo para este pobre que anda descalzo y descubierto al sol y al agua! ¡Bendito sea el Señor, que libró a vuestras mercedes de tanto afán y trabajo como padecemos! ¡Que Él se lo multiplique y libre sus cosas de poder de traidores, dándoles la salud para el alma y al cuerpo, que es la verdadera riqueza!»

 Si también decían: «En verdad, hermano, que no hay qué daros, no lo hay ahora», aún quedaba otro replicato, pidiendo «¡Una camisilla vieja, rota, desechada, para cubrir las carnes y curar las llagas deste sin ventura pobre, que en el cielo la hallen y los cubra Dios de su misericordia! ¡Por el buen Jesús se lo pido, que no lo puedo ganar ni trabajar, me veo y me deseo! ¡Bendita sea la limpieza de Nuestra Señora la Virgen María!» Con esto o con esotro, de acero eran las entrañas y el corazón de jaspe que no se ablandaban.

 Escapábanse pocas casas de donde no saliese prenda. Y cualquier par de zapatos no podían ser tan malos, tan desechado el sombrero, ni la camisa que se nos daba tan vieja, que no valiera más de medio real. Para nosotros era mucho, y a quien lo daba no era de provecho ni lo estimaba. Era una mina en el cerro de Potosí.

 Teníamos merchantes para cada cosa, que nos ponían la moneda sobre tabla, sahumada y lavada con agua de ángeles. Llevábamos de camino unos asnillos en que caminábamos a ratos en tiempo llovioso, para poder pasar los arroyos. Y si atisbábamos persona que representase autoridad, comenzábamos a plaguearle de muchos pasos atrás, para que tuviera lugar de venir sacando la limosna; porque, si aguardábamos a pedir al emparejar, muchos dejaban de darla por no detenerse, y nos quedábamos sin ella. Desotro modo se erraban pocos lances.

 Otras veces que había ocasión y tiempo, en divisando tropa de gente nos apercebíamos a cojear, variando visajes, cargándonos a cuestas los unos a los otros, torciendo la boca, volteando los párpados de los ojos para arriba, haciéndonos mudos, cojos, ciegos, valiéndonos de muletas, siendo sueltos más que gamos, metíamos las piernas en vendos que colgaban del cuello, o los brazos en orillos. De manera que con esto y buena labia, ¡que Dios les diese buen viaje y llevase con bien a ojos de quien bien querían!, siempre valía dinero. Y éste llamábamos venturilla, por ser en despoblado y por suceder veces muy bien y en otras no llegar más de lo que tasadamente nos era necesario para el camino.

 Teníamos por excelencia bueno sobre todo que no se hacía fiesta de que no gozásemos, teniendo buen lugar, ni aun banquete donde no tuviésemos parte. Olíamoslo a diez barrios. No teníamos casa y todas eran nuestras: que o portal de cardenal, embajador o señor no podía faltar. Y corriendo todo turbio, de los pórticos de las iglesias nadie nos podía echar. Y no teniendo propiedad, lo poseíamos todo. También había quien tenía torreoncillos viejos, edificios arruinados, aposentillos de poca sustancia, donde nos recogíamos. Que ni todos andábamos ventureros ni todos teníamos pucheros. Mas yo, que era muchacho, donde me hallaba la noche me entregaba al siguiente día. Y así, aunque los llevaba malos, la juventud resistía, teniéndolos por muy buenos.

 

Capítulo VII

Cómo Gumán de Alfarache sirvió de paje a monseñor ilustrísimo cardenal y lo que le sucedió

 D

 

e todas las cosas criadas ninguna podrá decir haber pasado sin su imperio. A todos les llegó su día y tuvieron vez. Mas como el tiempo todo lo trueca, las unas pasan y otras han corrido. De la poesía ya es notorio cuánto fue celebrada. Diga de la oración la antigua Roma, la veneración que dio a sus oradores, y hoy nuestra España a las sagradas letras, de tantos tiempos atrás bien recebidas, y en el punto en que están ambos derechos. Los vestidos y trajes de España no se escapan, que, inventando cada día novedades, todos ahílan tras ellas como cabras. Ninguno queda que no los estrene; y aquello no parece bien, que hoy el uso no admite, no obstante que se usó y tuvo por bueno; llegando la ignorancia del vulgacho a querer todos emparejarse, vistiendo a una medida, el alto como el bajo de cuerpo, el gordo como el flaco, el defectuoso como el sano, haciendo sus talles de feas monstruosidades, por seguir igualmente al uso y querer con un jarabe o purga curar todas las enfermedades.

 También los vocablos y frasis de hablar corrompió el uso, y los que algún tiempo eran limados y castos, hoy tenemos por bárbaros. Las comidas también tienen su cuándo, que no nos sabe bien en el invierno lo que por el verano apetecemos, ni en otoño lo que en el estío, y al contrario.

 Los edificios y máquinas de guerra se inovan cada día. Las cosas manuales van rodando: las sillas, los bufetes, escritorios, mesas, bancos, taburetes, candiles, candeleros, los juegos y danzas. Que aun hasta en lo que es música y en los cantares hallamos esto mismo, pues las seguidillas arrinconaron a la zarabanda y otros vendrán que las destruyan y caigan.

 ¿Quién vio los machuelos un tiempo, que tanto terciopelo arrastraron en gualdrapas y ser incapaces hoy de toda cortesía, que ni cosa de seda ni dorada se les puede poner? Testigos somos todos cuando el hermano sardesco era el regalo de las damas, en que iban a sus estaciones y visitas; agora es todo sillas, las que antes eran albardas. Digan las mismas damas cuán esencial cosa sea y lo que importa tener perritos falderillos, monas y papagayos, para entretener el tiempo que en los pasados gastaban con la rueca y con las almohadillas. Mas fueron desgraciados y pasaron. Corrieron, como todo.

 A la Verdad aconteció lo mismo. También tuvo su cuando, de tal manera, que antiguamente se usaba más que agora y tanto, que vinieron a decir haber sido sobre todas las virtudes respetada, y aquel que decía mentira más o menos de importancia, era conforme a ella castigado hasta darle pena de muerte, siendo públicamente apedreado. Mas como lo bueno cansa y lo malo nunca se daña, no pudo entre los malos ley tan santa conservarse. Sucedió que, viniendo una gran pestilencia, todos aquellos a quien tocaba, si escapaban con la vida, quedaban con lesión de las personas. Y como la generación fuese pasando, alcanzándose unos a otros, los que sanos nacían vituperaban a los lisiados diciéndoles las faltas y defectos de que notablemente les pesaba ser denostados. De donde poco a poco vino la Verdad a no querer ser oída, y de no quererla oír llegaron a no quererla decir, que de un escalón se sube a dos y de dos hasta el más alto; de una centella se abrasa una ciudad. Al fin fuéronsele atreviendo, hasta venir a romper el estatuto, siendo condenada en perpetuo destierro y a que en su silla fuese recebida la Mentira.

 Salió la Verdad a cumplir el tenor de la sentencia. Iba sola, pobre, y _cual suele acontecer a los caídos, que tanto uno vale cuanto lo que tiene y puede valen, y en las adversidades los que se llaman amigos declaradamente se descubren por enemigos_ a pocas jornadas, estando en un repecho, vio parecer por cima de un collado mucha gente y, cuanto más se acercaba, mayor grandeza descubría. En medio de un escuadrón, cercado de un ejército, iban reyes, príncipes, gobernadores, sacerdotes de aquella gentilidad, hombres de gobierno y poderosos, cada uno conforme a su calidad más o menos llegado cerca de un carro triunfal, que llevaban en medio con gran majestad, el cual era fabricado con admirable artificio y extrema curiosidad.

 En él venía un trono hecho, que se remataba con una silla de marfil, ébano y oro, con muchas piedras de precio engastadas. En ella iba una mujer sentada, coronada de reina, el rostro hermosísimo; pero cuanto más de cerca perdía de su hermosura, hasta quedar en extremo fea. Su cuerpo, estando sentada, parecía muy gallardo; mas puesta en pie o andando, descubría muchos defectos. Iba vestida de tornasoles riquísimos a la vista y de colores varios; mas tan sutiles y de poca sustancia, que el aire los maltrataba y con poco se rompían.

 Detúvose la Verdad en tanto que pasaba este escuadrón, admirada de ver su grandeza, y cuando el carro llegó, que la Mentira reconoció a la Verdad, mandó que parasen. Hízola llegar cerca de sí. Preguntóle de dónde venía, dónde y a qué iba. Y la Verdad la dijo en todo. A la Mentira le pareció convenir a su grandeza llevarla consigo, que tanto es uno más poderoso cuanto a mayores contrarios vence y tanto en más tenido cuantas más fuerzas resistiere.

 Mandóla volver. No pudo librarse; hubo de caminar con ella; pero quedóse atrás de toda la turba, por ser aquél su proprio lugar conocido. Quien buscare a la Verdad, no la hallará con la Mentira ni sus ministros; a la postre de todo está y allí se manifiesta.

 La primera jornada que hicieron, fue a una ciudad en donde salió a recebirlos el Favor, un príncipe muy poderoso. Convidóla con el hospedaje de su casa. Aceptó la Mentira la voluntad, mas fuese al mesón del Ingenio, casa rica, donde le aderezaron la comida y sestearon.

 Luego, queriendo pasar adelante, llegó el mayordomo, Ostentación, con su gran personaje, la barba larga, el rostro grave, el andar compuesto y la habla reposada. Preguntóle al huésped lo que debía. Hicieron la cuenta y el mayordomo, sin reparar en alguna cosa, dijo que bien estaba. Luego la Mentira llamó a la Ostentación, diciendo: «Pagadle a ese buen hombre de la moneda que le distes a guardar cuando aquí entrastes.»

 El huésped quedó como tonto, qué moneda fuese aquélla que decían. Túvolo a los principios por donaire; mas, como instasen en ello y viese que lo afirmaban tanta gente de buen talle, lamentábase diciendo nunca tal habérsele dado. Presentó la Mentira por testigos al Ocio su tesorero, a la Adulación su maestresala, al Vicio su camarero, a la Asechanza su dueña de honor y a otros sirvientes suyos. Y para más convencerlo, mandó comparecer ante sí al Interés, hijo del huésped, y a la Codicia, su mujer. Todos los cuales contestes afirmaron ser así. Viéndose apretado el Ingenio, con exclamaciones rompía los aires, pidiendo a los cielos manifestase la Verdad; pues no sólo le negaban lo que le debían, pero le pedían lo que no debía.

 Viéndolo la Verdad tan apretado, como tan amiga que siempre deseó ser suya, le dijo:«Ingenio, amigo, razón tenéis; pero no puede aprovecharos, que es la Mentira quien os niega la deuda y no hay aquí más de a mí de vuestra parte y en lo que puedo valeros es en sólo declararme, como lo hago.» Quedó la Mentira tan corrida de aqueste atrevimiento, que mandó a los ministros pagasen al Ingenio de la hacienda de la Verdad.

 Y así se hizo y pasaron adelante, haciendo por los caminos, ventas y posadas lo que tiene de costumbre semejante género de gente, sin dejar alguna que no robasen. Que un malo suele ser verdugo de otro, y siempre un ladrón, un blasfemo, un rufián y un desalmado acaba en las manos de otro su igual: son peces que se comen grandes a chicos.

 Llegaron más adelante a un lugar donde la Murmuración era señora y gran amiga de la Mentira. Salióla a recebir, llevando delante de sí los poderosos de su tierra y privados de su casa, entre los cuales iban la Soberbia, Traición, Engaño, Gula, Ingratitud, Malicia, Odio, Pereza, Pertinacia, Venganza, Invidia, Injuria, Necedad, Vanagloria, Locura, Voluntad, sin otros muchos familiares.

 Convidóla con su posada, la cual aceptó la Mentira, con una condición, que sólo se le diese el casco de la casa, porque ella quería hacer la costa. La Murmuración quisiera mostrarle allí su poder y regalarla; mas como debía dar gusto a la Mentira, recibió la merced que le hacía, sin replicarle más en ello y así se fueron juntos a palacio. El veedor Solicitud y el despensero Inconstancia proveyeron la comida. Y a la fama vinieron de la comarca con suma de bastimentos. Todo se recebía, sin reparar en precios. Y en habiendo comido, queriendo ya partirse, los dueños pidieron su dinero de lo que habían vendido. El tesorero dijo que nada les debía y el despensero que lo había pagado.

 Levantóse gran alboroto. Salió la Mentira, diciendo: «Amigos, ¿que pedís? Locos estáis o no os entiendo: ya os han pagado cuanto aquí trajistes, que yo lo vi, y os dieron el dinero en presencia de la Verdad. Ella lo diga, si basta por testigo.» Fueron a la Verdad que lo dijese. Hízose dormida; recordáronla con voces, mas ella, considerando lo pasado, dudaba en lo que había de hacer. Acordó fingirse muda, escarmentada de hablar, por no pagar ajena costa y de sus enemigos, y con aquella costumbre se ha quedado.

 Ya la Verdad es muda, por lo que le costó el no serlo: ese que la trata, paga. Mas a mi parecer, pinto en la imaginación que la Verdad y la Mentira son como la cuerda y la clavija de cualquier instrumento. La cuerda tiene lindo sonido, suave y dulce; la clavija gruñe, rechina y con dificultad voltea. La cuerda va dando de sí, alargándose, hasta que la ponen en su punto; la clavija va dando tornos, quedando apretada, señalada y gastada de la cuerda. Pues así pasa: la Verdad es la clavija y la Mentira la cuerda. Bien puede la Mentira, yéndose estirando, apretar a la Verdad y señalarla, haciéndola gruñir y que ande desabrida; pero al fin va dando tornos y estirando, aunque con trabajo y, quedando sana, la Mentira quiebra.

 Si mi trato fuera verdad, aunque pasara por tantos tormentos, afrentas y pesadumbres, no pudieran al cabo dejar de tener buen puerto. Era mentira, embuste y bellaquería: luego faltó y quebró. No pudo resistir la torcedura: siempre rodando de daño en daño, de mal en peor, que un abismo llama otro.

 Ya soy paje. ¡Quiera Dios que no vengamos a peor! No es posible lo que está violentado dejar de bajar o subir a su centro, que siempre apetece. Sacáronme de mis glorias, bajándome a servir. Presto verás lo poco que asisto en ello. Que tanto caminar apriesa, el cansancio llegará presto. Venir tan de vuelo de uno en otro extremo no puede ser con firmeza: es dificultosísimo de conservarse. Si el árbol no echa raíces, no lleva fruto, presto se seca. No las pude echar en el oficio nuevo, aunque perseveré algunos años, ni vine a frutificar. Fue mucho salto a paje, de pícaro _aunque son en cierta manera correlativos y convertibles, que sólo el hábito los diferencia: por fuerza me había de lastimar.

 Bien al revés me aconteció que a los otros, pues dicen que las honras, cuanto más crecen, más hambre ponen. A mí me daban hastío las que había profesado. Esas lo eran para mí: cada uno en lo que se cría... Bueno sería sacar el pece del agua y criar los pavos en ella, hacer volar al buey y el águila que are, sustentar al caballo con arena, cebar con paja al halcón y quitar al hombre el risible. Yo estaba enseñado a las ollas de Egipto; mi centro era el bodegón, la taberna el punto de mi círculo, el vicio mi fin, a quien caminaba. En aquello tenía gusto, aquello era mi salud y todo lo a esto contrario lo era mío.

 El que como yo estaba hecho a qué quieres boca, cuerpo qué te falta, los ojos hinchados de dormir, las manos como seda de holgar, el pellejo liso y tieso de mucho comer, que me sonaba el vientre como un pandero, las nalgas con callos de estar sentado, mascando siempre a dos carrillos como la mona, de qué manera pudiera sufrir una limitada ración y estar un día de guarda y a la noche la hacha en la mano, en un pie como grulla, arrimado a la pared hasta casi amanecer, a veces sin cenar y aun las más era más a lo cierto, helado de frío, esperando que salga o entre la visita, hecho resaca de las escaleras o fuelles de herrero, bajando y subiendo, acompañar, seguir la carroza a horas y deshoras, poniéndonos el invierno de lodo y el verano de polvo, sirviendo a la mesa, el vientre ahilado con deseos, comiendo con los ojos y deseando en el alma lo que allí se ponía, llevar el recaudo, volver con otro, gastando zapatos, y de mes a mes que nos los daban, los quince días andábamos descalzos.

 En esto se pasa desde primero de enero hasta fin de diciembre de cada un año. Preguntando al cabo dello «¿Qué tenéis horro, qué se ha ganado?», la respuesta está en la mano: «Señor, sirvo a mercedes, he comido y bebido, en invierno frío, en verano caliente, poco, malo y tarde. Traigo este vestido que me dieron y no tanto con que me cubriese, cuanto para con que sirviese; no para que me abrigase, sino con que los honrase. Hiciéronlo a su gusto y a mi costa; diéronme por mis dineros las colores de su antojo. Lo que habemos medrado en abundancia ha sido resfriados, que no hay hombre que pueda alzar un plato; granos y comezón con que nos entretenemos, y otras cosas de frutillas tales o peores. Cuando el viento corre fresco y alcanzamos valor de diez o doce cuartos, todo en grueso, ha sido de otros tantos pellizcos o bocados de cera que quitamos a la hacha y los vendemos a un zapatero de viejo. El que puede acaudalar un cabo, ya ése tiene patrimonio, hace grandezas, compra pasteles y otras chucherías; mas acaso si en ello lo hallan, en azotes lo paga, que es un juicio». Sólo esto se permitía hurtar, digo se hurtaba, menos mal, que si se nos permitiera, cabo a cabo me diera tal maña, que pusiera tienda de cerería; mas, cuando esquilmaba de la mía o traspalaba de las de mis compañeros, aquello era todo.

 Eran ellos tan rateruelos, que nunca les vi meter mano en otra cosa, dejado a parte de comida, que las tales consúmense y nunca se venden. Y aun en esto hacían mil burradas; que como uno levantase un panal de la mesa, envolviólo de presto en un lienzo y metiólo en la faltriquera. Como servía los manjares y no pudiese tan presto darle puerto de salvación o el cobro que deseaba y con el calor se fuese la miel derritiendo, iba corriendo por las medias calzas abajo a mucha priesa. Monseñor lo miraba desde la mesa, y con gana de reír que tuvo, mandóle que se estirase arriba las calzas. El paje lo hizo. Como pasó las manos por cima de la miel, pegósele y quedó corrido, de lo que allí se rieron; mas a fe que le amargó, porque, sin gustar de la miel, con una correa le hicieron que diese la cera. No fuera yo, que a fe que nunca tal me sucediera. Sabía muy bien cualquier bellaquería y no estaba olvidado de mis mañas. Porque no se me secase la vaina, me ocupaba siempre en menudencias, haciendo cuidadosos a mis compañeros. El diablo trajo a palacio necios y lerdos, que se dejan caído cada pedazo por su parte; gente enfadosa de tratar, pesada de sufrir y molesta de conversar. El hombre ha de parecer al buen caballo o galgo: en la ocasión ha de señalar su carrera y fuera della se ha de mostrar compuesto y quieto.

 Paje había, y digo que los más y me alargo más, que todos eran unos leños, lerdos, poco bulliciosos, así delante como detrás de su señor. Tan tardos en los mandados, como en levantarse de la cama. Flojos, haraganes, descuidados, que por ser tales holgaba de hacerles tiros, acomodándolos de medias, ligas, cuellos, sombreros, lienzos, cintas, puños, zapatos y lo más que podía, de que poblaba el jergón de la cama de mi compañero, porque no lo hallasen en la mía. En los aires lo trocaba por otro y, aunque fuera por hierro viejo, no había de quedar en mi poder. Tuviera cada uno buena cuenta con su hatillo, que si un punto se descuidaba, ojos que lo vieron ir, nunca lo vieran volver.

 De aquestas travesuras hacía muchas y todas eran obras de mozo liviano. Di en una cosa después, que jamás me había pasado por el pensamiento, y fue en goloso. No sé si lo hizo el comer por tasa y que levantó el deseo el apetito; o que debía estar en muda, porque dicen que en ciertas edades truecan los hombres de costumbres.

 Íbame tras la golosina, como ciego en el rezado. Las que mis ojos columbraban, en el erario no estaban seguras. Mis manos eran águilas; y como el ciervo con el resuello saca las culebras de las entrañas de la tierra, así yo, poniendo los ojos en las cosas de comer, se me rendían viniéndoseme a la boca.

         Tenía monseñor un arcón grande, que usan en Italia, de pino blanco. Aun en España he visto muchos dellos, que suelen traer de allá con mercaderías, especialmente con vidros o barros. Este estaba en la recámara para su regalo, con muchos géneros de conservas azucaradas, digo secas. Allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga. Tenía camuesa, zanahoria, calabaza, confituras de mil maneras y otro infinito número de diferencias, que me traían el espíritu inquieto y el alma desasosegada.

 Siempre que había de hacer colación o comer alguna destas cosas, dábame la llave, que la sacase en su presencia, sin fiarla nunca de mí a solas. Desta desconfianza nació ira; de la ira, deseo de venganza. Con él me puse a soñar, estando despierto: «¡Válgame Dios! ¿Cómo le daríamos a este arcón garrote?» Ya dije que era grande, a mi parecer de dos varas y media, una de alto y otra en ancho, blanco más que un papel, la veta menuda como hilos de cambray, bien labrado, pulido, cerrado con cantoneras y su chapa en medio.

 Si sabes qué es hurtar o lo has oído decir, cómo será bueno vaciarlo sin falsar llave, abrir ceradura, quitar gozne ni quebrar tabla, espera, diréte qué hacía... Cuando me cabía la guarda y había en casa visita o cualquier otra ocupación que parecía forzosa o prometía seguridad, tenía mi herramienta prevenida. Alzaba un poquito el un canto de la tapa, cuanto podía meter una cuña de madera y, alzaprimando un poco más, metía un palo rollizo torneado, como cabo de martillo. Este iba poco a poco cazando con él, dando vueltas hacia la chapa y, cuanto más a ella lo llegaba, tanto la dejaba del canto más levantada. De manera que, como era mozuelo y tenía delgado el brazo, sacaba lo que se me antojaba, de que poblaba las faltriqueras.

 Más hacía, cuando alguna vez no alcanzaba lo que estaba un poco lejos, contra la contumacia y rebeldía de las tales cosas: ponía en un palillo o cabo de caña dos alfileres, uno de punta y otro hecho garabato, con que lo hacía venir a obediencia. Así era señor de cuanto dentro estaba, sin tener llave para ello. Dime tan buena maña que, aunque había mucho, ya se vía la falta, y conocióse claro por una zamboa castellana que, como fuese muy grande y estuviese toda dorada, me incliné a ella. Era un ascua de oro a la vista y después me supo, que hasta hoy la traigo en la boca: nunca mejor cosa ni su semejante vi en mi vida.

 Como era pieza conocida y faltase de allí, comenzó la sospecha general. Mas nunca se entendió que se hubiera sacado menos que con llave contrahecha. Y desto pesara mucho a monseñor, tener en su casa quien se atreviera a falsarle cerraduras y más las de dentro de su retrete. Llamó a sus criados principales, para que la verdad se supiera. Quiso mi buena suerte que ya estaba toda digerida, sin memoria della en mi poder. Era el mayordomo un capellán melancólico, de mala digestión; dijo que llamasen a todos los criados para que, encerrados en una pieza, se hiciera en ellos cala y cata y en sus aposentos, porque obra semejante no era de hombre de razón, sino atrevimiento de criado mozo.

 A todos nos enjaularon; mas no fue de sustancia, que nos hallaron cabales de la marca y a ninguno falso. Esta se pasó, mas el cuidado no, que a buena fe que andaba el amo deseoso de saber la verdad. Yo con el alboroto dejé pasar algunos días, hasta que se olvidase y hubiese otro asno verde, sin osar poner las manos ni aun la vista en el arcón. Mas la corcova que el árbol pequeño hiciere, en cuanto fuere mayor, se le hará peor: las malas mañas que aprendí, me quedaron indelebles. Así pudiera sustentarme sin ello, como sin resollar; y más aquellas niñerías, que ya les había tomado el tiento y me sabían bien. No pude tenerme en la silla, sin volver a caer y a visitarle de nuevo. Volvíme a la querencia.

 Un día que mi amo jugaba, parecióme lance forzoso asistir allí con otros cardenales, aunque le pesara. Estaba el arcón en un retretillo como alcoba, mas adentro de la cámara en que dormía y, teniendo mi brazo arremangado dentro dél, acertó a darle a monseñor gana de orinar. Levantóse a su aposento y, no viendo algún paje, tomó el orinal, que estaba a la cabecera y, estando orinando, sentílo y alborotéme. Quise con el sobresalto sacar el brazo de presto, cayóse el garrotejo rollizo en el suelo y quedéme asido dentro, el brazo entre la tapa y el canto de las maderas: quedé como gorrión en la loseta, bien apretado.

 Al ruido del golpe, monseñor preguntó:

 _¿Quién está ahí?

 No pude no responderle ni apartarme de como estaba. Entró dentro y hallóme de rodillas, castrando la colmena. Preguntóme qué hacía. Hube de confesar.

 Diole tanta gana de reír en verme de aquella manera, que llamó a los que con él jugaban, para que me vieran. Riéronse todos y rogaron por mí, que aquella se me perdonase, por ser la primera y golosina de muchacho. Monseñor porfiaba que no y que había de ser azotado. Sobre cuántos azotes me habían de dar, hubo nueva chacota, que así los iban recateando, como si fuera hechura de algún pontifical. Quedaron de concierto fuesen una docena. Remitieron la paga al dómine Nicolao, que servía de secretario. Era mi mortal enemigo. Diómelos con tales ganas, en su aposento, que en quince días no pude estar sentado.

 Pero no le sucedió dello como pensaba, que me lo pagó muy presto y aun con setenas. Y fue que, como los mosquitos lo persiguiesen, y hubiese muchos en toda Roma, y en casa buena cantidad, le dije:

 _Yo, señor, daré un remedio de que usábamos en España para destruir esta mala canalla.

 El me lo agradeció, y con ruegos me importunó se lo diese. Díjele que mandase traer un manojo de perejil y, mojado en buen vinagre, lo pusiese a la cabecera de la cama, que todos acudirían al olor y, en sentándose en él, irían cayendo muertos. Creyóme y hízolo luego. Cuando se fue a la cama, cargó tanto número dellos y diéronle tan mala vida, que le sacaban los ojos a tenazadas y le comían las narices. Dábase mil bofetadas para matarlos y, creyendo que morirían, pasó hasta por la mañana.

 La noche siguiente, como el remedio hubiese atraído, no sólo los de casa, mas aun de todo el barrio, labraron de manera que le disfiguraron el rostro y todo lo más que pudieron alcanzar de su cuerpo, con tal exceso, que fue necesario dejar el aposento y salirse dél huyendo.

 El secretario me quiso matar, y viéndolo monseñor de aquella manera, que parecía leproso, y que yo de miedo no parecía, se descompuso riendo de la burla que le hice y, mandándome llamar, me preguntó que por qué había hecho aquella travesura. Respondíle:

 _Vuestra Señoría Ilustrísima me mandó dar una docena cabal de azotes por lo de las conservas, y se acuerda bien cuánto se recatearon uno a uno; demás desto, no habían de ser azotes de muerte, sino de los que pudieran llevar mis años. El dómine Nicolao me dio más de veinte por su cuenta, siendo los postreros los más crueles. Y así vengué mis ronchas con las suyas.

 Pasóse en gracia y, porque de mi atrevimiento pasado quedé azotado y desterrado del servicio de la cámara, serví este tiempo al camarero.

Capítulo VIII

Cómo Gumán de Alfarache vengó una burla que el secretario hizo al Camarero a quien servía, y el ardid que tuvo para hurtar un barril de conserva

 E

 

ra hombre donoso, sin punta de malicia, todo del buen tiempo, hecho a la buena fe, sin mal engaño, salvo que era un poco importuno y más de un poco imaginativo. Tenía unas parientas pobres y cada día les enviaba su ración y algunas veces comía o cenaba con ellas, como lo hizo la noche antes que sucediese lo que oiréis adelante, y de achaque de un jarro de agua y unas tajarinas (que es un manjar de masa cortada y cocida en grasa de ave, con queso y pimienta), no vino bien dispuesto, fuese a la cama derecho y metióse dentro desnudo. Pues como faltase a la cena de monseñor y preguntase por él, dijéronle lo que pasaba. Enviólo a visitar y respondió no sentirse bueno, mas que confiaba en Dios lo estaría por la mañana, con la merced que su señoría ilustrísima le hacía enviando a saber de su salud.

 Esto se quedó así por entonces, y a la mañana yo era ido a casa de las parientas con la comida, y un compañero mío quedó limpiando los vestidos, para que su señor se levantara. Él y el secretario se burlaban mucho y de las burlas, por ser sin perjuicio, gustaba monseñor. Levantóse el secretario y fuese adonde mi compañero estaba y preguntóle:

 _¿Cómo está vuestro amo?

 Él respondió que reposaba, porque la noche antes no lo había hecho ni podido dormir. Volvióle a decir:

 _Pues, en tanto que no se viste, idos con este mi criado, ayudaréisle a traer cierto recaudo. Y ha de ser presto, que yo quedaré aquí entretanto.

 El mozo fue donde le mandaron, y el secretario, con el achaque de la cena fuera de casa y haber faltado a la mesa, tenía trazada una donosa burla y prevenido un mozuelo, que vestido en hábito de dama cortesana, se metiese tras de su cama. Pues como estuviese durmiendo y la entrada franca, para mayor seguridad entró el secretario primero sin ser sentido. El mozuelo se escondió, como estaba industriado, y estúvose quedo. Volvió el secretario a salir y fuese donde monseñor se paseaba rezando, el cual preguntó luego por el camarero. Respondióle:

 _Señor, agora supe dél y me dijo su criado no haber estado esta noche bueno. Y no me maravillo, que antes de recogerme anoche lo visité y no me habló de buena gracia; no sé lo que se tiene.

 Monseñor, que era la misma caridad, al momento lo fue a visitar. Y estando sentado a su cabecera, salió el mozuelo por la cortina trasera de la cama y dijo:

 _¡Ay, amarga de mí! Voyme, señor, que es tarde, por amor de mi marido.

 Y así salió por medio de todos los criados del cardenal, que con él habían allí venido. Monseñor se admiró, que lo tenía por un santo, y el camarero, asombrado, creyó ser visión. Comenzó a dar gritos:

 _¡Jesús, Jesús! ¡El demonio, el demonio!

 Y así saltó en camisa de la cama, huyendo por toda la pieza. El secretario y algunos que lo sabían, se estuvieron riendo, y en ello conoció monseñor que había sido burla. Dijéronle la verdad.

 El camarero no sosegaba ni sabía por dónde huir. Y aunque todos procuraban reportarlo, no volvió tan presto en sí; antes quedó asombrado y corrido de la burla, por haber sido en presencia de monseñor. Disimuló cuanto pudo, como cortesano, y el cardenal se fue santiguando y riendo del entretenimiento donoso. Ya cuando yo vine, todo era pasado; mas tanto lo sentí, como si dado me hubieran otros tantos azotes. Diera el camarero por vengarse un ojo de la cara. Como me vio triste y él también lo estaba, me dijo:

 _¿Qué te parece, Guzmanillo, de lo que han hecho conmigo estos bellacos? Respondíle:

 _Bueno ha sido; mas creo que si a mí me la hicieran, que no le diera Su Santidad la penitencia ni en mi testamento aguardara a dejarle la manda; que antes dello cobrara la deuda y no mal.

 Todos me tenían por travieso y tracista. No fue necesario muchas palabras, qua ya me sacaba los bofes porque le dijese algo. Recelábame de darle consejo, por no ser lícito a un paje vengar las injurias de un ministro grave contra otro su igual. Ande cada oveja con su pareja, que no son buenas burlas con los mayores. Una bastó para mi satisfacción y en causa propia, que fue con disculpa. ¿Quién o para qué me embarcaba en cosas de que no podía escapar menos que con buenos azotes o las orejas cuatro dedos más largas y sin pelo ni cañón en la cabeza? Por eso callaba y estábame quedo.

 Mas yo, que de mío era bullicioso, siendo tantas veces importunado, haciéndome grandes ofrecimientos y promesas y entender que monseñor había de saber ser obra de mis manos, en defensa de quien por entonces era mi amo, determiné hacerme dueño dello; y así dejé pasar algunos días, esperando que hiciese más calor. Cuando me pareció tiempo y que el ordinario de España quería partir, el secretario trabajaba con gran priesa. Compré un poco de resina, encienso y almácigas; molílo y cernílo todo junto, dejándolo hecho sutil harina.

    Estaba el mozo del secretario aquella mañana envuelto con los vestidos, limpiándolos depriesa. Fuime derecho a él, diciendo:

    _Hola, hermano Jacobo, hágote saber que tengo en el asador un muy gentil torrezno. Pan hay: si tienes vino, serás mi compañero; y si no, perdona, que quiero buscar camarada.

 Él dijo:

 _No, pesia tal, que yo lo daré: quédate aquí, que luego soy con él y contigo.

 Entretanto que fue por él a la despensa, saqué mi papel de polvos y, volviendo las calzas, rociélas con un poco de vino que llevaba en un pomillo de vidro y polvoreélas muy bien, tornándolas a poner como el mozo las dejó. Él volvió bien presto con el jarro proveído y, antes que hablase palabra, su amo lo estaba llamando, que se quería vestir. Dejóme el vino en poder y entróse allá dentro. Metiéronse en papeles, que hasta mediodía no pudo volver a salir.

 Era el secretario muy velloso. Comenzaron los polvos a disponerse y hacer su efecto. Era por los caniculares y con la fuerza del calor obraron de manera que desde la cintura hasta la planta del pie se hizo un pegote tan recio y fortalecido, que le daba mal rato, arrancándosele un ojo con cada pelo.

 Como así se vio, comenzó a llamar su gente, para saber aquello qué fuese. Ninguno lo supo decir ni darle razón hasta que el camarero entró y le dijo:

 _Señor, esto ha sido burlar al burlador y dar al maestro cuchillada: si buena me la hizo, buena me la paga.

 Ella fue tal, pues con unas tijeras iban cortando pelo a pelo entre dos criados y fue necesario descoser las calzas para poderlas quitar. La burla se solenizó más que la primera, porque escoció más. Desta vez quedé confirmado por quien era: todos huían de mis burlas como del pecado.

 Los dos meses del destierro se pasaron. Después volví a mi oficio, con la misma poca vergüenza que primero. Ya tendrás noticia de la fábula, cuando apartaron compañía la Vergüenza, el Aire y el Agua, que, preguntándose dónde volverían a verse, dijo el Aire que en la altura de los montes, y el Agua en las entrañas de la tierra, y la Vergüenza que, una vez perdida, imposible sería hallarla. Yo la perdí, sin ella me quedé y sin esperanza de volver a ella. Ni me estaba a cuento, porque a quien le falta la villa es suya.

 ¿A quién lo pasado no pusiera escarmiento, para no volver más a caso semejante? Contaréte de la emienda lo que me aconteció. Ya tenía las tripas dulces y tan hechas a ello, que aquellos días que faltó fue quitar al enfermo el agua o al borracho el vino. Dejárame caer de lo alto de San Ángel, para hurtarlas del suelo. Y es así que quien teme la muerte no goza la vida. Si el miedo me acobardara, sin gozar de más dulce me quedara.

 Hice mi cuenta: «Cuando en otra me hallen ¿qué me pueden hacer? ¿Qué mal me puede venir?» Siempre vi pintar al miedo flaco, despeluznado, amarillo, triste, desnudo y encogido. Es el miedo acto servil, muy proprio en esclavos, nada emprende, de nada sale bien; como el perro medroso, que es más cierto en ladrar que a morder. Es el miedo verdugo del alma y es necedad temer lo que evitar no se puede. Érame imposible por mi condición abstenerme. «Venga lo que viniere, que a los osados favorece la fortuna. Con Mi persona lo he de pagar y no con bienes muebles ni raíces, pues Dios no ha sido servido de darme tierra propia de que haga un bodoque, ni semovientes que conmigo no anden».

 Era monseñor aficionado a unos pipotillos de conservas almibaradas, que suelen traerse de Canaria o de las islas de la Tercera y, en estando vacíos, echábanlos a mal. Yo acaudalé uno de media arroba, que me servía de baúl y en él tenía guardados naipes, dados, ligas, puños, lienzos de narices y otras cosas de paje pobre.

 Mandó un día, estando comiendo, a su mayordomo que comprase a un mercader tres o cuatro quintales dellos, que habían llegado frescos. Yo lo estaba oyendo y pensando en el mismo tiempo cómo valerme de un barril. Alzóse la mesa, recogiéronse todos a comer. Entretanto me fui a mi aposento y en abrir y cerrar el ojo recogí dentro del que tenía cuantos trapos viejos y tierra hallé a la mano hasta henchirlo. Púsele su fondo, apretéle los arcos, como si naturalmente lo hubieran traído con raíces de escorzonera; dejélo estar, poniéndome a la mira de lo que sucediera.

 Ves aquí sobretarde veo traer dos acémilas cargadas de conservas, que descargaron en el recibimiento. Mandónos el mayordomo a los pajes las llevásemos al aposento de monseñor. Vile a la dama el copete. «No os pasaréis _le dije_ sin que os asga del cabello.» Carguéme de uno, como todos los demás, y, quedándome de los postreros, al pasar por delante de mi aposento, métolo dentro y saco el otro, el cual me llevé a la recámara y así hice mis tres caminos, dando de todos buena cuenta.

 Cuando subí el postrero, púseme muy mesurado en la sala; Monseñor me dijo:

 _¿Qué te parece desta fruta, Guzmanillo? ¡Aquí no se puede meter el brazo! ¡Poco valen las cuñas!

 Respondíle al punto:

 _Monseñor ilustrísimo, donde no valen cuñas, aprovechan uñas y, si no cupiere el brazo, valdríame la mano y eso me bastara.

 Replicóme:

 _¿Cómo entrarán las uñas ni la mano, de la manera que están?

 _Esa es la ciencia _le respondí_, que estando de otra fácil de ser abiertos, ni grado ni gracias. En las dificultades han de conocerse los ingenios y en las cosas grandiosas de importancia se muestran; que no hincando en la pared un clavo ni en calzarse los zapatos, cosas agibles, de suyo ya hechas.

 _Ahora, pues _dijo_, si en estos ocho días fuere tu habilidad tanta que me hurtes algo dellos, te daré lo que hurtares y otro tanto; pero, si no lo haces, te has de obligar a una pena.

 _Monseñor ilustrísimo _le dije_, ocho días de plazo es vida de un hombre, negocio largo y que podría ser, cuando allá llegásemos, o el concierto se hubiese resfriado o la memoria perdido. Yo acepto la merced que se me ofrece, y, si mañana a estas horas no estuviere negociado, dejo la pena en el arbitrio del secretario, porque estoy cierto de lo que desea vengar el enojo pasado, que todavía sabe a la pez y no se la cubre pelo.

 Rióse monseñor y los que con él estaban, y así quedamos de concierto para el siguiente día. Mas, como ya estaba el negocio seguro, pudiera desde luego salir de la obligación, y dejélo hasta su tiempo.

 Estaba otro día la mesa puesta y monseñor sentado a ella, comiendo los principios que yo serví primero, y mirándome a la cara con alguna risa, me dijo:

    _Guzmanillo, poco te queda de aquí a la tarde, llegándosete va el plazo. ¿Qué dieras ahora por verte libre? Ya el dómine Nicolao tiene puesto a punto el recaudo y me parece que traza cómo vengarse de ti, y tú de satisfacerte dél. De mi consejo sería se hubiese bien contigo, no tanto por ti, como por sí.

    Yo le respondí:

 _Monseñor ilustrísimo, seguro estoy de la pena de sus manos y no lo están las conservas de las mías, y, si se pudiera jugar a siete y llevar, y tuviera que perder más de la pobreza de mi persona, desta vez determinara jugarlo, por tener mi suerte cierta.

 Así pasó la comida hasta el servir los postres, que tomando del aparador una media fuente, la llené del barril, y con ella me fui a la mesa y la puse en ella. Cuando monseñor la vio, admiróse, porque él mismo, en su aposento, guardó los barriles y allí los tenía, que a nadie los fió, por el apuesta, y se guardó la llave. Llamó al camarero y mandóle entrar dentro, que los contase y viese si estaba alguno abierto o mal acondicionado.

 Entró y hallólos como se pusieron. Salió diciendo que estaban enteros y cabales, sanos y sin sospecha de faltar en alguno de todos ellos un cabello.

 _¡Ah, ah, ah! _dijo monseñor_. ¡No te han de valer bellaquerías! ¡Desta vez pagar tienes! Querías decir que lo sacaste de los barriles y lo tendrás pagado con tus dineros. Dómine Nicolao _dijo al secretario_, yo os entrego a Guzmanillo, que hagáis dél a vuestra posta, pues ha perdido en la apuesta.

 El secretario respondió:

 _Monseñor ilustrísimo, Vuestra Ilustrísima Señoría haga en él cual castigo le pareciere, que yo par dél ni de su sombra quiero llegarme ni me atrevo, que lo tengo por tal, que buscará sabandijas que me coman. Si a mi castigo dejan su pena, yo lo absuelvo y lo quiero por amigo.

 _No he tenido culpa hasta ahora _respondí_, para que me den absolución. Donde no hay materia, no tienen que buscar forma. Yo tengo ganado lo que prometí, y cuando no fuere verdad y se viere palpablemente, castíguenme como quisieren. ¿De qué sirven las palabras, donde hay obras? Digo que esta conserva es de la que ayer se trajo, y no sólo ésta, pero un barril entero está en mi aposento.

 Santiguábase monseñor, maravillado cómo pudiera ser. En cuanto acabó de comer y alzaron la mesa, no hacía otra cosa que santiguarse con toda la mano. Deseoso de certificarse dello, se levantó y fue a mirarlo por sus ojos. Había puesto ciertas señales. Hallólas fieles, el número cabal, consigo la llave: no sabía cómo fuese.

 Creyó con más veras que compré el barril y díjome:

 _Guzmanillo, ¿no sabes que metiste aquí tantos? Pues cuéntalos.

 Yo los conté y le dije:

    _Monseñor ilustrísimo, cabales están; pero de lo contado come el lobo. Ya veo que están buenos; mas no todos, y para que así se vea, tráigase uno que tengo en mi aposento, y abran aquel que allí está y hallaránlo trocado.

 Abriéronlo, conociendo mi verdad y sutileza, porque la tierra y trapos viejos lo manifestaron. Quedaron admirados de pensar cómo pudiera haber sido. Todos me lo preguntaron, mas a ninguno lo dije.

 Luego supliqué se cumpliese conmigo lo prometido. Así se hizo. Mandáronme dar otro y tuve dos. Pero, para que conociesen de mi ánimo ser noble, tal como me lo entregaron, lo di a los pajes, mis compañeros, que lo partiesen entre sí.

 Y aunque monseñor quedó escandalizado de la sutileza del hurto, admiróse más de mi liberalidad y túvolo en mucho. Temíase de mis mañas y, sin duda, entonces me echara de su casa, si no fuera tan santo varón.

 Hizo una consideración: «Si a éste desamparo, algún gran mal podrá sucederle por sus malas costumbres. Las cosas que en mi casa hace, son travesuras de niñez y de lo que no me pone en falta. Menor daño es que a mí se atreva en poco, que con la necesidad a otros en mucho.» Con esto hizo, para mejor disimularlo, del vicio gracia. Y es gran prudencia, cuando el daño puede remediarse, que se remedie, y cuando no, que se disimule. Hízose risa dello, contándolo a cuantos príncipes y señores lo visitaban, en las conversaciones que se ofrecían.

Capítulo IX

De otro hurto de conservas que hizo Gumán de Alfarache a monseñor y cómo por el juego él mismo se fue de su casa

 L

 

a ordenación de la caridad, aunque antes quedó apuntado, digo que comienza de Dios, a quien se siguen los padres y a ellos los hijos, después a los criados _y, si son buenos, deben ser más amados que los malos hijos. Mas como no los tenía monseñor, amaba tiernamente a los que le servían, poniendo, después de Dios y su figura, que es el pobre, todo su amor en ellos. Era generalmente caritativo, por ser la caridad el primer fruto del Espíritu Santo y fuego suyo, primero bien de todos los bienes, primer principio del fin dichoso. Tiene inclusas en sí la Fe y Esperanza. Es camino del cielo, ligaduras que atan a Dios con el hombre, obradora de milagros, azote de la soberbia y fuente de sabiduría.

 Deseaba tanto mi remedio como si dél resultara el suyo. Obligábame con amor, por no asombrarme con temor. Y para probar si pudiera reducirme a cosas de virtud me regalaba de la mesa, quitándome las ocasiones y deseo, de su plato; de sus niñerías, cuando las comía, partía conmigo, diciendo:

 _Guzmanillo, esto te doy por treguas, en señal de paz; mira que, como el dómine Nicolao, contigo no quiero pendencia, conténtate con este bocado y con que te reconozca vasallaje dándote parias.

 Decíalo sonriéndose con alegre rostro, sin reparar que estuvieran en su mesa cualesquier señores. Era humanísimo caballero, trataba y estimaba sus criados, favorecíalos, amábalos, haciendo por ellos lo posible, con que todos lo amaban con el alma y servían con fidelidad; que sin duda al amo que honra el criado le sirve, y si bien paga, bien le pagan; pero, si es humano, lo adoran. Y al contrario, al señor soberbio, mal pagador, de poco agradecimiento, ni le dicen verdad ni le hacen amistad, no le sirven con temor ni regalan con amor; es aborrecido, odiado, vituperado, pregonado en plazas, calles y tribunales, desacreditado con todos y defendido de ninguno. Si supiesen los señores cuánto les importan honrados y buenos criados, la comida se quitarían para dársela, por ser ellos la verdadera riqueza. Y es imposible que sea el criado diligente con el señor que no lo amare.

 Trajéronle a monseñor de Génova unas cajas de conservas, muy, grandes, muy doradas, labradas por encima: lo que se podía desear. Eran frescas, acabadas de hacer y en el camino habían tomado alguna humedad. Cuando se las pusieron delante, holgóse de verlas y más por haberlas hecho y enviado una señora deuda suya, de quien solía ser ordinariamente regalado. Yo no estaba en casa y, en tanto que volvía, entraron en acuerdo qué se haría dellas o dónde se podrían enjugar, que tuviesen salvoconduto de mi persona. Porque, como se hubiesen de poner al sol, corrieran peligro aun dentro de la urna con las cenizas de Julio César. Cada uno dio su parecer, y ninguno bueno. Monseñor acordó en una cosa y dijo:

 _No hay para qué buscar dónde guardarlas. Dándoselas que las guarde, tendrán seguridad, y no de otra manera.

 Cuadró a todos la razón y luego como vine me dijo:

 _Guzmanillo, ¿qué habemos de hacer destas conservas que vienen húmedas, para que no se acaben de perder?

 Yo dije:

 _Lo más cierto me parece, monseñor ilustrísimo, comerlas luego.

         _¿Y atreviéraste a comerlas todas? _me preguntó. Respondíle:

 _No son muchas, a mi parecer, si el tiempo fuese mucho, mas no soy tan comedor, que para luego me atreviera solo con tanta y tan honrada gente.

 _Pues yo quiero que las guardes y tengas cuenta con sacarlas al sol cada día, que aquí no hay lance. Por cuenta se te han de entregar y las tienes de volver. Descubiertas van y llenas. Asegurado estoy del daño que les puede venir.

 _Yo no lo estoy _le respondí_ de mí mesmo ni del que les podría hacer, que soy hijo de Eva y, metido en un paraíso de conservas, podríame tentar la serpiente de la carne.

         Volvió a decir:

          _Pues mira cómo ha de ser, que me las tienes de dar como te las doy, tan enteras y cabales, o mira por ti lo que te va en ello.

 Volvíle a decir:

  _No viene el pleito sobre ese artículo, que hasta volverlas como están, sin que se les conozca falta ni daño, cosa es fácil; otra es en la que reparo.

         _¿En qué reparas? _me volvió a preguntar. Díjele:

 _Que me pongo a gran peligro, porque conozco de mi habilidad y flaqueza que, cumpliendo con lo que se me manda, forzoso he de gustar mucha parte dello.

 Monseñor, admirándose, dijo:

        _Ahora, pues, en esto quiero ver lo que sabes. Doyte licencia que comas, hasta que te hartes una vez, con tal condición, que me las vuelvas a entregar sin que se les conozca falta, y si se le conociere me lo has de pagar.

 Aceptélo. Fuéronme todas entregadas. Otro día saquélas al sol en unos corredores y, entre todas había una de azahar y limón, que a la vista se venía. Lleguéme bonico con un cuchillo pequeño, quitéle las tachuelas del suelo y, dejándola trastornada sobre la tapa, con el mismo cuchillo le saqué casi la mitad por abajo, volviéndola a clavar como primero, poniendo en lugar de conserva otro tanto de papel de estraza, cortado a la medida y, tan justo, que no había más que ver.

 Estando monseñor aquella noche haciendo colación, trájele a la mesa cuatro cajas de aquellas y preguntéle si había hecho buena guarda. Respondióme:

         _Si así están las demás, yo me contento.

         Fuíselas trayendo todas y holgóse de verlas, porque estaban algo más enjutas y cabales. Luego volví con un plato, y en él todo mi hurto, que, en realidad de verdad, aun dello no probé cantidad de una nuez: aquello hice solamente para la ostentación del ingenio.

         Cuando lo vio, me preguntó:

          _¿Qué es esto?

         Yo le respondí:

        _ Parto con Vuestra Señoría Ilustrísima de mi hurto.

         Él me dijo:

 _Yo mandé que te hartases, mas no que hurtases. Perdido has esta vez.

Repliquéle:

       _Yo no me he hartado ni lo he probado. No pienso perder por ese camino, que eso es de lo que me he de hartar y, todo el hurto entero, como se podrá bien ver. Y si del haber usado virtud ha de resultarme daño, no sé por dónde camine que acierte, pues me tienen tomadas las veredas. No se me da nada del castigo ni de haber perdido, porque creí haber ganado; mas otra vez no perderé.

 _Ahora no quiero dejarte quejoso _me respondió_. Sin razón te culpo. Mas ¿de cuál de todas estas, deseo saber, lo sacaste?

 Alargué la mano diciendo:

         _Desta es la falta _y enseñéle cómo y, por dónde.

 Holgóse de la gran sutileza, mas no quisiera que tuviera tanta, porque se temían mucho no la emplease en mal algún tiempo. Mandóme alzar la caja y que me la llevase.

 Destas cosas pasaban por mí muchas. Gustaba dellas y de mí, como de un juglar. Porque, si algún paje se dormía, bien pudieran otro día comprarle zapatos y medias, que libramientos de cera eran sus despertadores. Nuestro ejercicio era cada día dos horas a la mañana y dos a la tarde oír a un preceptor que nos enseñaba, de quien aprendí, el tiempo que allí estudié, razonablemente la lengua latina, un poco de griego y algo de hebreo. Lo más, después de servir a nuestro amo, que era harto poco, leíamos libros, contábamos novelas, jugábamos juegos. Si salíamos de casa, era sólo a engañar buñoleros, que con los pasteleros buen crédito teníamos ganado.

 De noche dábamos lejías a las damas cortesanas, y, a las puertas cantaletas. En esto pasé hasta que me apuntó la barba. Y aunque te parecerá vida de entretenimiento, era entretenerme en un palo, con una argolla al pescuezo, puesto a la vergüenza. Todo me hedía, nada me asentaba. Día y noche sospiraba por mis pasados deleites.

 Cuando me vi mancebo, que pudiera bien ceñir espada, holgara de algún acrecentamiento de donde pudiera cobrar esperanzas para valer adelante. Y estoy cierto que, si mis obras lo merecieran, no me faltara; mas, en lugar de cobrar juicio y hacer cosas virtuosas para ganar la voluntad, obligando con ellas, di en jugar aun hasta mis vestidos. Y como era un poco libre, también lo andaba en el juego.

 Siempre procuré aprovecharme de todas cuantas trampas y cautelas pude, en especial jugando a la primera. ¡Cuántas veces, yendo en dos, tomé tres cartas y, teniendo cinco, envidé con las tres mejores! ¡Cuántas veces tomé la carta postrera y, poniéndola debajo, veía si era buena o no, y muy de espacio brujuleaba la otra va vista y hacía partidos, que era robar en poblado! ¡Cuantas veces tenía un diácono a mi lado, que se hacía dormido y, me daba las cartas por debajo! ¡Cuántas veces andaba un adalid por cima, que me daba el punto de los otros, para saber el que tenían y a qué iban y por señas tan sutiles me lo decía, que era imposible poder entenderse! ¡Cuántas pandillas hice, dando al contrario cincuenta y dos y, quedándome con un as, hice cincuenta y cinco, o con un cinco, que hice cincuenta y cuatro, y. mejore mi punto o gané por la mano! Pues ya cuando jugábamos dos a uno y nos dábamos las cartas, tomar naipe desechado, poniéndolo encima, jugar con guión, hacer trascartones, poner el naipe de mayor o señalarlo, habiéndome hecho de concierto con el coimero o con el que los vende.

 ¡Oh, qué hice de ruindades y fullerías! Ninguna hubo que no entendiera y supiera: todas las obraba. Porque la ceguera del juego es tal, que tienen los cautelosos en él mucho campo. Y si lícito fuese _digo lícito, que como en la república se permiten casas de pecados, por excusar otros mayores_, había de haber en cada pueblo principal maestros destas bellaquerías, donde los inclinados al juego las entendiesen y no los engañasen. Porque nuestra sensualidad se deja vencer fácilmente del vicio y hace vil costumbre lo que se inventó por lícito ejercicio. Con razón se dirá vil costumbre, cuando descompuestamente siguieren, sacándolo de su curso. El juego fue inventado para recreación del ánimo, dándole alivio del cansancio y cuidados de la vida, y lo que desta raya pasa es maldad, infamia y hurto; pues pocas veces se hace que no se le junten estos atributos...

 Voy hablando de los que se llaman jugadores, que lo traen por oficio y tienen por costumbre; no obstante que deseo más que se aparten dél aquellos que son más nobles, considerando los daños que dello se les sigue, viendo que el malo se iguala con el bueno y, que, si él gana y el otro pierde, se obliga a sufrir muchos atrevimientos y, descomposturas, palabras y meneos, que la ganancia sola pudiera sufrirlo y no un hombre de honor. Y otras cosas que no me atrevo a decir, tales de calidad, que no sólo por ellas y las dichas habían de aborrecer el juego, pero las casas donde se juega.

 Mas, va que nuestro apetito es tan desenfrenado, no sería malo, sino importante, que sepa el mancebo las leves, los partidos, las tretas, los engaños que en él hay. Y si rehundieren, rehúnda el resto en botas, calzas, puños, cuello, cinto, en el pecho, en las mangas, donde pueda, para que no pierda su dinero como bestia, que demás de ganárselo, burlan dél.

 Una cosa procuré: nunca sentarme a jugar con poco ni de poco, ni con persona que no aventurase a ganar mucho, jugando mi real a tres y sin dar mohína ni tomarla. Yo me entretenía ya de manera que hacía muchas faltas, y no es posible que pueda el jugador cumplir con sus obligaciones, y menos el que sirve. Yo no sé cuál señor quiere dar pan a criado jugador. Porque si tiene a su cargo hacienda de que puede aprovecharse y pierde, ha de jugar por cuenta del amo, en ventura si podrá esquitarse; pero si vuelve a perder y no tiene de qué pagar, ha de hacer otro mayor daño, cuando aquél quisiere remediar, si no tiene a cargo hacienda. No es posible asistir a las horas que debe servir ni lo han de hallar cuando fuere menester, como a mí me aconteció.

 Sentíalo monseñor en el alma. Nada pudo aprovechar conmigo _amonestaciones, persuasiones, palabras ni promesas_, para quitarme de malas costumbres. Y estando una vez con los más criados de casa, en mi ausencia les dijo lo bien que me quería y deseo que de mi bien tenía, y, pues conmigo no bastaban buenos medios, se usase una estratagema: que, echándome unos días de casa, podría ser que viendo, mis faltas amansaría, conociendo mi miseria; pero que no se me quitase la ración, porque no hiciese cosa torpe ni mal hecha. ¡Oh virtud singular de príncipe, digna de alabanza eterna y a quien deben imitar los que quieren ser bien servidos! Que si los criados no son cual yo era, es imposible no dar mil vidas por sólo un pequeño gusto de los tales amos.

 Prevínome la necesidad forzosa de la comida. ¡Líbreos Dios todopoderoso de tal necesidad! Todas las otras, trabajo se padece con ellas; pero el comer y, no tener de qué llegar la hora y estar en ayunas, pasar hasta la noche y no haberlo hallado, no aseguro la primera capa que se encontrare por la mitad de lo que vale.

 Hízose así y en tiempo harto trabajoso, porque como un día una noche hubiese estado jugando y perdido cuanto dinero tenía, y del vestido me quedase sólo un juboncillo y zaragüelles de lienzo blanco, viéndome así, metíme en mi aposento, sin osar salir dél. Y aunque me quise fingir enfermo, no pude, porque monseñor era tan puntual en la salud y cosas necesarias de sus criados, que al momento me hiciera visitar de los médicos, y también porque de boca en boca luego se supo en toda la casa mi daño.

          Como le falté a la mesa tantos días, preguntaba siempre por mí. Pesábale que se dijesen chismes y de que unos fiscaleasen a otros; y así le decían: «Por ahí anda.» Creció su sospecha no me hubiera sucedido alguna desgracia y, apretando mucho por saber de mí, fue necesario satisfacerlo, diciéndole la verdad. Pesóle tanto de mi mala inclinación, viendo cuán disolutamente sin temor ni vergüenza procedía, que mandó me hiciesen un vestido y con él me echasen de casa en la forma que lo había mandado antes.

 Vistióme el mayordomo y, despidióme. Corríme tanto dello, que como si fuera deuda que se me debiera tenerme monseñor consigo, haciendo fieros me salí sin querer nunca más volver a su casa, no obstante que me lo rogaron muchas veces de su parte con recaudos y promesas, diciéndome el fin con que se había hecho y sólo haber sido pensando reformarme. Significáronme lo que me quería y en mi ausencia decía de mí. Nada pudo ser parte que volviese; siempre tuve mis trece, que parecía vengarme con aquello. Estendíme como ruin, quedéme para ruin, pues fui ingrato a las mercedes y beneficios de Dios, que por las manos de aquel santo varón de mi amo me hacía. Justa sentencia suya es que a quien las buenas obras no aprovechan y las tiernas palabras no mueven, las malas le domen con duro y riguroso castigo. Fuera de juicio salgo del poco mío que tuve, dándoseme por todo nada, como si nada me faltara. ¡Cuánto menosprecié lo mucho que por mí se hizo, tan sin qué, por qué ni para qué, pues ni en mi capacidad cabía ni a mi servicio se debía ni por gratitud lo merecía! ¡Qué mal supe conservar aquel bien presente ni merecer el que con aumento esperaba y sin duda recibiera! ¡Qué desconocido anduve al regalo con que fui curado! ¡Qué olvidado de la solicitud con que fui administrado! ¡Qué ingrato a la caridad con que fui servido! ¡Qué descuidado del cuidado con que fui doctrinado! ¡Qué soberbio a la mansedumbre con que fui amonestado! ¡Qué pertinaz a las dulces palabras con que fui persuadido! ¡Qué sordo a las graves razones amorosas con que fui reprehendido! ¡Qué áspero a la paciencia con que fui sufrido! ¡Qué incorregible al favor con que fui defendido! ¡Qué rebelde a los medios que para mi remedio se buscaron! ¡Qué incapaz del buen término con que fui tratado y que sin enmienda de los descuidos que me disimularon!

 Si cualquiera de los dos que me tuvieron por hijo fuera vivo, ni ambos juntos que volvieran a su prosperidad, hicieran tanto ni con tanto amor, sufriéndome por solo él tantas y tan perjudiciales travesuras, que así tan desenvueltamente las usaba, no como en casa de mi señor ni de mi padre, sino cual en la mía. Con menos respeto trataba en su presencia que si fuera igual mío, y él con entrañas de Dios me lo sufría. Estoy cierto que quien me engendró me hubiera aborrecido y dejado de la mano, cansado de mis cosas. Monseñor no se canso, no se indignó ni airó contra mí.

 ¡Oh, condición real, heredada del Padre verdadero, hacer bien y más bien a los tales como yo! Esperándome un día, una semana, un mes, un año y muchos años, no faltando con sus misericordias en todos ellos, para que no haya excusa y que, atajados con vergüenza, pronunciemos contra nosotros la sentencia que nuestros delitos merecieren.

 En todo seguí mi gusto, a todo hice oídos de mercader. Apelé para mi carne, que _pronta para mis vicios_ en seguirla me desvanecí. Tuve para ejecutarlos fuerzas, para buscarlos habilidad, para perseverar en ellos constancia y para no dejarlos firmeza. Tanto en ellos era natural, como estraño en las virtudes. Querer culpar a la naturaleza, no tendré razón, pues no menos tuve habilidad para lo bueno, que inclinación para lo malo. Mía fue la culpa, que nunca ella hizo cosa fuera de razón; siempre fue maestra de verdad y de vergüenza, nunca faltó en lo necesario. Mas, como se corrompe por el pecado y los míos fueron tantos, yo produje la causa de su efecto, siendo verdugo de mi mismo.

Capítulo X

Despedido Gumán de Alfarache de la casa del cardenal, asentó con el embajador de Francia, donde hizo algunas burlas. Refiere una historia que oyó a un gentilhombre napolitano, con que da fin a la primera parte de su vida

 N

 

o me puedo quejar de haberme monseñor despedido de su casa, si, como dije y fue verdad, tanta instancia hizo por volverme a ella; mas, como hervía la sangre, considerélo bien mal _quiero decir hice bien mal de no considerar mi mal, bien.

 Andábame vagando a la flor del berro por las calles de Roma, y como tenía de la prosperidad algunos amigos de mi profesión, viéndome desacomodado me convidaban, aunque me costaba muy caro: que la comida en compañía del malo, dando el alimento al cuerpo, destruye con malos humores el alma. Y no tanto me hartaban aquellos bocados, como me destruían sus malos consejos y costumbres, de que sólo me ha quedado el arrepentimiento, porque lo vine a conocer cuando ya me hallé con el agua a la boca.

 Éntranse los vicios callando, son lima sorda, no se sienten hasta tener al hombre perdido. Son tan fáciles de recebir cuanto dificultosos de dejar. Y los amigos tales son fuelles: encienden la llama que comienza a arder y con una centella levantan gran hoguera.

 Bien pudiera yo cobrar mi ración, habiéndome dicho el mayordomo de mi amo que fuese o enviase por ella cada día: mas dejélo de obstinado y quería más la hambre con los malos, que hartura de los buenos. Bien presto me dieron el pago los que me aconsejaron que la perdiese y por cuya confianza yo lo hice. Cansáronse de dármelo muy presto. No sólo no me lo dieron; mas, por no dármelo, me aborrecieron. Esto de huéspedes tiene misterio: siempre hallé en el que convida boca de miel y manos de hiel. Con franqueza prometen, con avaricia dan, con alegría convidan y con tristeza comen. Los huéspedes han de ser a deseo, ricos y de pasaje; han de pisar poco la casa, calentar poco la silla y asistir poco a la mesa, para no dar hastío. No te fíes, creyendo ser hospedado liberal y, francamente, como suenan las palabras; que para mí es regla cierta de hospederías haberse de recebir de un pariente una semana, del mejor hermano un mes, de un amigo fino un año y de un mal padre toda la vida.

 Sólo el padre no se cansa, que todos los más de poco se empalagan y, enfadan. Lo que más tardares, has de ser odiado y enojoso y te querrían echar en el pan zarazas. Dame, pues, por ventura, si te convida un casado y la mujer es angosta de pechos, la hacienda suya, y un poco brava, o si es madre o hermana, finalmente mujer, que las más de suyo son avarientas, ¡cómo lo lloran, cómo lo sienten, cómo lo maldicen y aun a sí mesmas con ello! El día que en tu casa pudieres comer con piedras duras, no quieras en la ajena pavos blandos.

 Mis amigos, hartos de mí, no fue necesario que yo avergonzado los dejase, pues ellos me desecharon yéndose acortando en el dar, hasta sin rebozo venirlo a negar. Fueme forzoso buscar un árbol donde arrimarme, que me hiciese sombra con la comida. Vime tan apretado que, cual el hijo pródigo, quisiera volver a ser uno de los mercenarios de la casa de monseñor. Fue mi desgracia tanta, que ya era fallecido. Ya yo estaba rendido y me quería sujetar con muy determinada voluntad en la enmienda; mas acudí tarde. Que quien cuando puede no quiere, bien es que cuando quiera no pueda y pierda por el mal querer el bien poder.

         No distó mi buena de mi mala fortuna espacio de dos meses. Y, si los asistiera sin la mudanza que hice, cuando mal y peor librara, me quedara como a el que menos de sus criados, con una honrada ración para toda mi vida y en ventura de alguna mejoría; mas, pues así fue, sea Dios loado. No podré decir que mi corta estrella lo causó, sino que mi larga desvergüenza lo perdió. Las estrellas no fuerzan, aunque inclinan. Algunos ignorantes dicen: «¡Ah señor!, al fin había de ser y lo que ha de ser conviene que sea.» Hermano mío, mal sientes de la verdad, que ni ha de ser ni conviene ser: tú lo haces que sea y que convenga. Libre albedrío te dieron con que te gobernases. La estrella no te fuerza ni todo el cielo junto con cuantas tiene te puede forzar; tú te fuerzas a dejar lo bueno y te esfuerzas en lo malo, siguiendo tus deshonestidades, de donde resultan tus calamidades.

 Entré a servir al embajador de Francia, con quien monseñor, que está en gloria, tuvo estrechas amistades, y en su tiempo gustaba de mis niñerías. Mucho deseaba servirse de mí, mas no se atrevió a recebirme por el amistad que estaba de por medio. En resolución allá me fui. Hacíame buen tratamiento, pero con diferente fin; que monseñor guiaba las cosas al aprovechamiento de mi persona y, el embajador al gusto de la suya, porque lo recebía de donaires que le decía, cuentos que le contaba y, a veces de recaudos que le llevaba de algunas damas a quien servía.

 No me señaló plaza ni oficio: generalmente le servía y generalmente me pagaba. Porque o él me lo daba o en su presencia yo me lo tomaba en buen donaire. Y hablando claro, yo era su gracioso, aunque otros me llamaban truhán chocarrero. Cuando teníamos convidados, que nunca faltaban, a los de cumplimiento servíamos con gran puntualidad, desvelando los ojos en los suyos; mas a otros importunos, necios, enfadosos, que sin ser llamados venían, a los tales hacíamos mil burlas. A unos dejándolos sin beber, que parecía que los criábamos como melones de secano; a otros dándoles a beber poco y con tazas penadas, a otros muy aguado, a otros caliente. Los manjares que gustaban, alzábamos el plato, servíamosles con salado, acedo y mal sazonado. Buscábamos invención para que les hiciese mal provecho, por aventarlos de casa.

 Una vez aconteció que, como un inglés hubiese dicho ser pariente del embajador y tuviese costumbre de venírsenos a casa cada día, mi amo se enfadaba, porque, demás de no ser su deudo, no tenía calidades ni sangre noble y, sobre todo, era en su conversación impertinente y cansado. Hay hombres que aporrean un alma con sólo mirarlos, y otros que se meten en ella, dejándose querer, sin ser en las manos del uno ni en el poder del otro el odio ni el amor. Pero éste parecía todo de plomo, mazo sordo.

 Una noche al principio de cena comenzó a desvanecerse con mil mentiras, de que el embajador se enfadó mucho y, no pudiéndolo sufrir, me dijo en español, que el otro no entendía:

 _Mucho me cansa este loco.

 No lo dijo a tonto ni sordo; luego lo tomé a destajo. Fuile sirviendo con picantes, que llamaban a gran priesa. Era el vino suavísimo, la copa grande; iba menudeando. De polvillo en polvillo se levantó una polvoreda de la maldición. Cuando lo vi rendido y a treinta con rey, quitéme una liga y púsele una lazada floja en la garganta del pie, atando el cabo con el de la silla; y, levantados los manteles, cuando se quiso ir a su posada, no tan presto se alzó del asiento como estaba en el suelo, hechas las muelas y los dientes y aun deshechas las narices: de manera, que vuelto en sí otro día y, viendo su mal recaudo, de corrido no volvió más a casa.

 Bien me fue con éste, porque sucedió como deseaba; mas no todos los lances salen ciertos. Algunos hay que pican y se llevan el cebo, dejando burlado el pescador y el anzuelo vacío, como me aconteció con un soldado español, de más de la marca. ¡Oh hideputa traidor y qué madrigado y redomado era! Oye lo que con él nos pasó. Entrósenos en casa a mediodía, cuando el embajador quería comer, llegándose a él, dijo ser un soldado natural de Córdoba, caballero principal della y que tenía necesidad, y así le suplicaba se la favoreciese haciéndole merced. El embajador sacó un bolsico donde tenía unos escudos y sin abrirlo se lo dio, por parecerle que sería lo que significaba. No contento con esto, deteníase contándole quién era y las ocasiones en que se había hallado, de lance en lance. Como el embajador se fue a sentar a la mesa, él hizo lo mesmo. Llegando una silla, se puso a un lado. Yo iba por la vianda y veo que otros dos gerifaltes como él entraban por el corredor y, como lo vieron comiendo, dijo el uno al otro:

 _¡Voto a tal! que parece que el pecado nos ata los pies, que siempre este chocarrero nos gana por la mano.

 Como los oí, lleguéme a ellos y díjeles:

 _¿Vuestras mercedes conocen aquel caballero?

 El uno me respondió:

 _Conocemos a aquel bodegonero. Su padre no se hartó de calzarme borceguíes en Córdoba, donde tiene su ejecutoria en el techo de la Iglesia Mayor. Esta es la desventura nuestra, que si pasamos veinte caballeros a Italia, vienen cien infames cual éste a quererse igualar, haciéndose de los godos. Como entienden que no los conocen, piensan que en engomándose el bigote y arrojando cuatro plumas han alcanzado la nobleza y valentía, siendo unos infames gallinas, pues no pelean plumas ni higotes, sino corazones y hombres. ¡Vámonos, que yo le haré al marica que desocupe nuestros cuarteles y busque rancho!

 Fuéronse y, quedé considerando cuáles eran todos tres cómo se honraban. Con los dos me indigné, pareciéndome fanfarrones y por su mal término en hablar infamando a el que se deseaba honrar sin ajena costa ni perjuicio, y con el huésped cobré gran ira, por su demasiado atrevimiento. Debiérase contentar con lo que le habían dado, sin ser desvergonzado, poniéndose a la tabla con semejante desenvoltura.

         Diome deseo de burlarlo y aprovechóme poco, pues pensando ir por lana volví tresquilado, no saliendo con mi intento. Pidióme de beber; hice que no lo entendía. Señalóme con la mano; acerquéme junto a él. Volvió tercera vez con una seña; volví los ojos a otra parte, mesurando el rostro. Y viendo que o lo hacía de tonto o de bellaco, no me lo volvió a pedir; antes dijo al embajador:

 _No le parezca a Vuestra Señoría ser atrevimiento el haberme sentado a su tabla sin ser convidado, por las muchas excusas que tengo para ello. Lo primero, la calidad de mi persona y noble linaje merece toda merced y, cortesía. Lo segundo, ser soldado me hace digno de cualquier tabla de príncipe, por haberlo conquistado mis obras y profesión. Lo último, que se junta con lo dicho mi mucha necesidad a quien todo es común. La mesa de Vuestra Señoría se pone para remediar a semejantes, con que no es necesario esperar a ser convidados los que fueren soldados de mis prendas. Suplico a Vuestra Señoría se sirva mandar que se me dé la bebida, que como soy español, no me han entendido, aunque la he pedido.

 Mi amo nos mandó darle de beber y así no pudo excusarse; pero jurésela que me lo había de pagar. Trájele la bebida en un vaso muy pequeño y penado, y el vino muy aguado, de manera que lo dejé casi con la misma sed. Mas, como a los españoles poco les basta para entretener y sufrir mucho trabajo, con aquella gota pasó como pudo hasta el fin de la comida, habiéndonos todos los pajes conjurado de no mirarle a la cara en cuanto comiese, porque no volviese con señas a pedirlo y nos obligase a darlo. Mas él supo mucho, que, cuando satisfizo el estómago de viandas y servían los postres, volvió a decir:

 _Con licencia de Vuestra Señoría voy a beber.

 Y levantándose de la silla fuese al aparador y en el vaso mayor que halló, echó vino y agua, lo que le pareció. Y satisfecha la sed, quitándose la gorra y haciendo una reverencia, salió de la sala y se fue sin hablar otra palabra.

 Quedó el embajador tan risueño de mis trazas y admirado de la resolución del hombre, que me dijo:

 _Guzmanillo, este soldado se parece a ti y a tu tierra, donde todo se lleva con fieros y poca vergüenza.

 En libertades de españoles estábamos tratando sobre mesa, cuando entró por la puerta un gentilhombre napolitano, diciendo:

 _Vengo a contar a Vuestra Señoría el caso más atroz y de admiración que se ha visto en nuestros tiempos, que hoy ha sucedido en Roma.

 El embajador pidió se lo contase. Yo por oírlo entretuve la comida, lleguéle una silla, y en sentándose dijo así:

 «_En esta ciudad residió un caballero mancebo, de edad hasta veinte y un años, de noble sangre y no mucha hacienda. Tenía buen parecer, era virtuoso, hábil, diestro y de gran valor por su persona. Enamoróse de una doncella dentro de Roma y de edad tendría diez y siete años, en extremo hermosa y honesta; ambos iguales en estado y más en voluntad, pues si uno amaba, el otro ardía. Él se llamaba Dorido y, ella Clorinia.

 »Sus padres la criaban tan recogida, que no le permitían trato ni conversación de que pudiera resultarle daño, ni asomar a ventana, sino acaso y muy pocas veces. Porque el exceso de su hermosura era causa para ser de todos los nobles mancebos cudiciada. Sus padres y un hermano que tenía estaban muy celosos, por lo cual no podían los dos amantes tratarse como quisieran. Es verdad que a Clorinia, como bien enamorada, nada se le ponía por delante para mostrarse a Dorido todas las veces que por la calle pasaba. Porque tenía pared en medio de su ventana otra de una amiga suya, que con mas libertad, por ser casada, siempre podía residir a ella. Y como le hubiese dado cuenta de sus amores, cuando pasaba Dorido le daba cierta seña, con que luego salía por verlo y, así recibía de su amante lo que con esta avaricia podía.

»Esto estuvo así por algún tiempo, que otra cosa no había mas que mirarse de pasada. Pero Dorido, impaciente, cudicioso de mejorarse en los favores, buscó modo cómo con más comodidad gozar de la dulce vista, ya que otro no le era permitido; y fue hacer amistad muy estrecha con el hermano, que se llamaba Valerio. Diose tal maña, que no podía Valerio vivir sin Dorido, lo cual fue causa que muchas veces lo llevase a su casa, haciéndole señor della, donde a su placer contemplaba la hermosura de su dama. Iban con estos cebos tomando los amores fuerzas, declarándose más las voluntades con los ojos.

 »Clorinia, como menos fuerte y, por ventura más encendida, se descubrió a una criada suya, llamada Scintila, la cual, deseosa de servir a su ama, fue a buscar a Dorido y le dijo:

 »_Ya, Dorido, no es tiempo que os excuséis de mí, pues no me es nuevo los amores que pasan entre vos y, mi señora; y, para que veáis que no os engaño, sabed que ella mesma me los ha revelado, pidiéndome ayuda en que os declare su pecho y lo que os ama: y así me dio esta cinta verde, señal de esperanza, para que por su gusto la pongáis en el brazo. Bien creo estaréis cierto que viene de su mano, pues muchas veces se la conocistes revuelta en sus cabellos; de manera que de hoy en adelante podréis fiaros de mí, que tanta gana tengo de serviros.

 »Oyendo aquesto Dorido, quedó espantado y mal contento, como aquel que siempre se había recelado della, no teniéndola por capaz de negocio de tanta confianza, temiendo no fuesen descubiertos sus amores. Mas, visto que no había otro remedio, habiéndolo hecho Clorinia, disimuló su poca satisfacción y lo mejor que pudo le agradeció la buena voluntad y obras.

 »Pasados algunos días y creciendo el deseo en Dorido de hablar a boca a su señora y, no hallando medios para ello, amor, que todo lo puede y vence acometiendo imposibles le abrió camino, mostrándole modo de poder conseguir lo que tanto deseaba. Estaba pegado a la pared de la casa de Clorinia, que respondía por la calle pública, un pedazo de pared antigua, medio derribada, de altura que casi llegaba a una ventana de la casa, y un poco más bajo della estaba un agujero, tapado con una piedra movediza, que se quitaba y ponía.

 »Este solía servir algunas veces a Clorinia de celosía, mirando por él _sin ser vista_ los que pasaban por la calle. Era bien conocido de Dorido, por las veces que en él había visto a su señora. Parecióle oportunidad favorable _a su deseo. Comunicólo a Scintila y, rogándole que le favoreciese, le dijo:

 »_Ya, Scintila, que quiso mi dicha que a nuestros amores os haya hallado dispuesta en mi gusto, no dejaré de ponerme en vuestras manos, con seguridad que pondréis en todo el cuidado que la voluntad de servir a vuestra señora y hacerme merced os obligan. Sabed que, desde que a Clorinia di el alma, haciéndola dueño verdadero della y de mi vida, no tengo alcanzada otra cosa más de haberme respondido con la voluntad, significada por los ojos, por habernos faltado mejor comodidad. Cuanto más me ha sido defendido, más ha crecido el deseo: que siempre la privación engendra el apetito. Hame venido ahora un pensamiento cómo con vuestra ayuda pueda quedar honestamente satisfecho mi deseo. Ya sabéis el agujero que está debajo de la ventana. Ése será el lugar y vos el instrumento de mi buena dicha. Diréis a Clorinia, suplicándole por mi, corresponda en mi ruego y, cuando lo rehusase, podréis guiarle la voluntad, si acaso no se atreviere, para que aquesta noche, pues la obscuridad nos ayuda, que ya, después de su gente sosegada, se sirva de hablarme por él, que otra cosa no le pido ni pretendo

 »A Scintila pareció cosa fácil y sin riesgo. Diole buena esperanza, prometióle su solicitud hasta ponerlo en efecto. Así lo cumplió y señaló la hora en que pudiera ir, advirtiéndole de cierta señal que haría de la ventana.

 »Dorido, venida la noche, disfrazado el vestido, fuese al determinado lugar, donde estuvo esperando. Llegada la ocasión, cuando todos los de casa estaban sosegados, Scintila se fue a la ventana s, la abrió con achaque de verter un poco de agua. Lo cual, visto por Dorido, que va estaba encima de la pared, y, habiendo conocido a Scintila, dijo:

 »_Aquí estoy.

 »Ella le dijo que esperase, y cerrando la ventana se entró dentro. Dorido quedó saltándole el corazón en el pecho, que parecía querer salir de allí, reventando con el deseo encendido en fuego de amor, temeroso de vario suceso que le impidiese aquella gloria, cuidadoso de pensar qué palabras le poder decir. A todo acudía con el pensamiento, y con los ojos a mirar por el agujero lo que la mal encajada piedra permitía. Ya veía cómo Clorinia hablaba con Scintila, ya con sus padres, ya cómo se levantaba de adonde estaba y pasaba en otra parte, hasta que, sus padres acostados, la vio venir al puesto y llegar tan turbada de vergüenza, que intentaba volverse; mas, como la esforzase Scintila, llegóse.

 »Luego que se vieron juntos, tanto se turbó Dorido [que], aunque estaba prevenido de lo que pensaba decirle, quedó mudo, y ella no menos temblando, sin tener en tal coyuntura quien al uno ni al otro diese aliento para pronunciar palabra. Mal o bien, poco a poco, cuando hubieron cobrado calor las lenguas heladas, formaron de ambas partes algunas con que se saludaron.

 »Dorido le pidió la mano y ella se la dio de buena gana. No pudo más que besársela, trayéndola por todo su rostro, sin alejarla punto de su boca. Después él alargó la suya, alcanzando a tentar el rostro de su dama, sin poderse gozar otra cosa, ni el lugar era más dispuesto. En esto se entretuvieron un gran rato. En cuanto las manos hablaban, ellos callaban, que lo uno impedía lo otro.

 »Y como Scintila les daba priesa, por el temor de no ser descubiertos, Dorido, con muchos encarecimientos, pidió a Clorinia que la noche siguiente, a la misma hora y él en el mismo lugar, pudiese gozar de aquel regalo. Ella se lo prometió y así se despidieron, cada uno lleno de contento y él mucho más, que no le cabía en todo el cuerpo; y, con el deseo que pasasen presto aquella noche y el siguiente día, se fue a su casa, donde si sentado no podía reposar, en levantándose buscaba en qué acostarse, y como allí no sosegaba, con inquietud y deseo paseábase. No hallaba descanso en cosa alguna.

 »Desta manera padeció hasta la siguiente noche y punto señalado, que con ampolletas estaba midiendo, haciéndosele todo perezoso. Fuese a su puesto, esperando que le diesen la seña. Metióse en el hueco de una puerta antigua, que estaba en el paredón muy cerca de la ventana, y, estando para subir al agujero, vio que pasaron dos galanes de dos damas de la misma calle, los cuales anduvieron por ella dando vueltas, esperando que se desocupase, por gozar de otra semejante ocasión.

 »Eran grandes amigos de Dorido y sabían que andaba enamorado de Clorinia. Conociéronse bien los unos a los otros; mas, como en sus amores andaba tan recatado, no quería descubrirse, por la sospecha que pudiera dar de lo que no había. Y así, en cuanto aquellos por allí estuvieron paseando, no se atrevió a subir en el paredón, por no ser visto. Que, aunque la noche fuera más obscura, se dejara muy bien reconocer el bulto por los que allí andaban, aunque por los que pasaran de largo no se advirtiera tanto. Y así, porque no lo conociesen, yéndose de allí se puso más lejos, esperando que se fueran o entretuviesen en sus paradas para volver a la suya. Mas, como vio que tardaban y llegarse la hora, parecióle, si su dama venía y allí no lo hallaba, que, ignorando la causa, se lo tuviera por descuido y poco amor. Esto llegó con la cólera en tal desesperación, que estuvo determinado de acometerles, dándoles caza si no le aguardaran, y si se defendieran matarlos.

 »Pudiéralo bien hacer, así por su mucho esfuerzo como que iba bien apercebido. Demás que la ira en que ardía le ayudara, que semejante coraje acrecienta las fuerzas; y más, que los cogiera descuidados. Pero considerando, no el peligro, sino el estado de sus negocios, por no perderlos estuvo sosegado, mordiéndose los labios, torciéndose las manos, mirando al cielo, dando pisadas en la tierra como un loco.

 »Viendo, pues, que el tiempo era pasado, se fue tan disgustado, cuanto alegre la noche pasada. Luego el siguiente día estos dos hombres fueron en busca de Dorido y le dijeron:

 »_Ya, señor, sabéis que somos vuestros amigos y como tales no es justo entre nosotros haya cosa oculta. Lo mismo es justo, si lo sois nuestro, se haga de vuestra parte, diciéndonos la verdad que se os preguntare y fuere lícito. Ayer, a cuatro horas andadas después de anochecido, paseando por nuestra calle, que así la podemos llamar, pues en ella tenemos cada cual de nosotros el alma, buscando nuestra ventura, vimos un hombre que nos anduvo acechando, siguiéndonos los pasos, sin perdernos de vista un solo credo. Tuvimos deseo de reconocer quién fuera y lo dejamos de hacer por no causar algún escándalo. No pudimos aún sospechar quién fuese, hasta después estar certificados, por lo que sucedió, ser vos. Y fue que, habiéndonos parado cerca de la ventana de vuestra dama, la sentimos abrir y ponerse a ella Scintila, que viendo los bultos y no conociendo, dijo: 'Dorido, ¿por qué no subís?' Cuando aquello le oímos, con una impertinente curiosidad, fiados de vuestra amistad, le respondí: '¿Por dónde?' A esta palabra, sin replicar otra alguna, cerrando la ventana se entró dentro. De donde sospechamos debíades haber hecho algún concierto, y, por no impedirlo nos fuimos de allí luego y en vuestra busca, mas no parecistes. Y así no podimos deciros hasta ahora lo pasado; mas porque deseamos serviros y que, conservando nuestra amistad, nuestras pretensas vayan adelante, cada uno con la suya, sin que podamos impedirnos, partamos la noche. Nosotros tomaremos de la media hasta el día, dejando la prima; y, si lo queréis al trocado sea como gustáredes, que a nosotros todos nos viene a ser una cuenta.

 »Dorido quisiera disimular con ellos, mas hallándose atajado con razones, no pudo y así escogió la prima que le ofrecieron y con esta llaneza prosiguió la noche tercera su visita, bien falto de esperanza de hacerla y que ella allí volviese, por el suceso pasado.

 »Mas, como Clorinia amaba, nada se le ponía por delante, que con mucho cuidado solicitaba si volvería su galán, por alegrarse con su vista y saber qué impedimento le hubiera hecho faltar la noche pasada. En tanto que sus padres estaban cenando, levantándose de la mesa, fue al agujero. Podíalo hacer con seguridad, porque la chimenea, junto a la cual cenaban, estaba a la una parte de la sala, que era grande; y la ventana del agujero a la otra, cerca del rincón della, y en medio había ciertos embarazos que impedían la vista de la una parte a la otra.

 »Sus padres estaban de manera que fácilmente pudiera llegar hablar bajo, sin ser sentida de alguno. Verdad es que estaba sobre aviso de lo que pudiera suceder, para quitarse presto. Ella llegó a tan buen tiempo, que ya Dorido la estaba esperando, porque desde la calle le pareció sentir pasos en la sala. Fue cierta señal para él que serían de su dama; subió presto a verlo, y, como era la segunda vez que se vían, ya no tuvieron el empacho que primero.

 »Habláronse con más osadía lo que les dio lugar el tiempo, que fue aquella noche breve y como hurtado. Despidiéronse con grandes ternezas, dejando concertado que, en cuanto la luna les diese lugar con la menguante, gozasen ellos de su creciente, hasta que otro mejor medio se hallase.

 »En este tiempo un mancebo, muy gran amigo de Dorido, que llamaban Oracio, se enamoró de Clorinia. Servíala, no embargante que entendía ser prenda de su amigo; pero juntamente sabía que no trataba de casarse con ella y él sí. Confiándose de su grande amistad, en la justa petición y causa honesta, le pidió muy encarecidamente desistiese de los amores de Clorinia y le diese lugar, pues el fin de ambos era tan diferente.

 »Valieron mucho con Dorido las afectuosas palabras y ruego lícito de Oracio, y así le respondió ser muy contento, prometiéndole, si su señora dello gustase, desembarazaría el puesto, dejándole desocupada la plaza, sin contradición alguna, y viviese seguro que no le sería competidor, para lo cual haría dos cosas. La una desengañar a Clorinia, diciéndole cómo por cierto voto él no podía ser casado con ella, y la otra, que para poderla olvidar procuraría amar en otra parte; pero que por la grande amistad que con Valerio tenía, no podía dejar de visitarla, y, dello podría resultarle algún provecho y de ninguna manera daño, pues entendía favorecerlo en las ocasiones que se ofreciesen.

 »Quedó con esto Oracio contento, satisfecho y muy agradecido a Dorido, no considerando que, habiéndolo dejado a la elección de Clorinia, hasta saber su voluntad había poco negociado. Y el haber hecho Dorido la oferta, fue confiado que hablar a Clorinia en ello fuera sacarle el corazón.

 »Con estas varias confianzas Oracio pidió a Dorido hablase por él, y así se lo prometió, por conservar su amistad, no dando nota ni escándalo en sus amores. Como lo ofreció, lo hizo, que viéndose con su dama, le relató una grande arenga de todo lo pasado, diciéndole que, si su voluntad era amar a Oracio, que nunca Dios permitiera que él impidiera su honrado intento; mas a lo menos, cuando no lo quisiese, tenía obligación de agradecerle la voluntad, no mostrándosele áspera y, si pasase por la calle, no huirle, que le hiciese rostro alegre, aunque fuese fingido.

 »A esto respondió Clorinia con enojo, diciendo que no le mandase tal ni hablase más en ello, porque cuando por este fin él la dejase, antes gustaría de ser aborrecida que ofenderle y ofenderse, poniendo su amor en otra parte. Que él había sido el primero y sería el último en su vida, la cual desde luego le sacrificaba, para que, no siendo caso de mandarle que lo olvidase, dispusiese de todo lo restante a su voluntad.

 »No dejaba Dorido de recebir contento por ser el verdadero crisol donde se afinaban sus amores y, la seguridad con que lo amaban, y así no se lo volvió a tratar; antes prosiguió sus visitas de día y noche, habiendo primero desengañado a Oracio de lo pasado.

 »Él no lo quiso creer. Entristecióse grandemente de oírlo y, con todo esto, no dejaba de servirla; mas nunca la halló dispuesta en hacerle algún favor, antes áspera y. rigurosa. De donde resultó que, viéndose desdeñado y a Dorido preferido, el furor irritó la paciencia, encendiéndose de tal manera en una ira infernal, que el amor que le tenía trocó en aborrecimiento. Y así como por lo pasado siempre deseo servirla, de allí adelante se desvelaba buscando su daño, poniendo en ello todo su estudio y diligencia, de tal manera que, como hubiese algunas veces acechado a Dorido y supiera la hora, lugar y modo como subía por el paredón y se hablaban, una noche se anticipó a la venida del verdadero amante y, fingiendo ser él, subió al puesto y hizo un pequeño ruido con la piedra que estaba en el agujero, según lo había visto hacer algunas veces.

 »Pues como Clorinia sintió la seña y sin considerar el tiempo, que era muy anticipado, acudió al reclamo; luego quitando la piedra, recibió con dulces palabras al fingido amador, que callado estaba, lo cual incitó más a Oracio en su traición y, metiendo la mano por el agujero, asió de la de Clorinia y se la sacó afuera fingiendo querérsela besar. Así se la tuvo apretada con la suya izquierda y, con la derecha, sacando un afilado cuchillo que llevaba, sin mucha dificultad y con suma impiedad, se la cortó y llevó consigo, dejando la triste doncella en el suelo amortecida; porque el dolor, que se había de desfogar con voces y quejas, refrenólo, haciendo fuerzas a la flaqueza femenil, encerróse en el corazón y, ofendiendo los espíritus vitales, quedó casi muerta.

 »Allí acabara sin duda, si brevemente no acudieran. Que como la hallasen menos y llamándola no respondiese a sus padres, alborotados dello salieron a buscarla y, la hallaron desangrándose en el suelo junto del agujero, que quedó abierto. Y en verlo ensangrentado, dio indicios de la causa de su muerte, que tal se juzgaba, pues en ella no había señal de vida.

 »Viendo los afligidos padres el cruel espectáculo triste y el tronco del brazo sin su mano, no pudiendo refrenar el dolor, cayeron como muertos, juntos a la sin ventura hija, no menos desalentados que ella estaba; mas, volviendo luego en sí, con las mayores lástimas que nunca se oyeron, comenzaron a lamentar su mucha desventura y, lastimoso caso. Pero en medio del excesivo dolor, consideraron, ya que la vida de la hija se perdía, que también perdían la honra y no ser lícito aventurarlo todo junto.

 »Parecióles ocultar el suceso, refrenando los suspiros y gemidos. Así sosegaron la casa y, llevando a Clorinia a la cama, con los muchos beneficios que le hicieron la volvieron algo en sí. La cual, viéndose en medio de sus padres llorosos y, de aquella manera, le fue otro tanto dolor y, acrecentado de la vergüenza, de nuevo se amorteció.

 »Visto por ellos, creció su dolor de manera que se les arrancaban las almas y, con las palabras más tiernas que podían, regaladamente procuraban consolarla, diciéndole dulces amores, como padres que tanto la querían, para curarle con ellas la herida del ánimo, que era la que más ella sentía.

 »Con esto la afligida Clorinia se alentó algún tanto y llorando su mal, que hasta entonces no había podido, movía las piedras a sentimiento. Luego con gran secreto trataron de curarla. Valerio, su hermano, fue a llamar un cirujano amigo suyo, de quien podía secretamente fiarse.

 »La noche hacía muy oscura. Llevaba una lanterna, con la cual al atravesar una calle reconoció a Dorido, que muy descuidado venía para verse con su dama, ignorante de todo lo pasado. Comenzólo a llamar con voz dolorosa y triste y, como volviese, le dijo:

 »_¡Ay amigo verdadero! ¿Dónde vais? ¿Vais por ventura a llorar con nosotros nuestras desgracias y el trágico dolor que nos acaba las vidas? ¿Habéis visto o sentido desventura como la nuestra y de la desdichada Clorinia? ¡Ay! que a vos, que sois amigo verdadero, no se podrá encubrir lo que a todo el mundo habemos de negar, porque sé que habemos de tener en vos compañero a nuestro duelo y que, como nosotros mismos, haréis diligencia en la venganza, procurando saber quién sea el cruel homicida de mi hermana.

 »Dorido quedó sin sentido de oír esas palabras y fue maravilla poderse tener en pie, según le hirieron en el corazón; pero, cobrándose algo con el deseo de entender el caso, procurando esforzarse, con voz turbada preguntó lo que había sido. Valerio le dijo por orden lo pasado y cómo iba a llamar un cirujano. Rogóle se fuese con él, pues corría peligro con la tardanza la vida de Clorinia.

 »Dorido lo acompañó; y aunque le hacía más menester ser consolado que dar consuelo, todavía lo menos mal que pudo, dijo así:

 »_Valerio, hermano, es tanto lo que siento vuestras lástimas y de la desdichada Clorinia, que no menos que a vos me pueden dar el pésame de su desdicha. De tal manera lo siento, que estoy seguro y cierto que no me hacéis ventaja; empero, viendo cuan poco el dolor aprovecha ni el llanto importa, no acudo a más que aconsejaros en lo que se debe hacer. Y os digo que se busque al traidor que tal maldad ha hecho, para que en él se ejecute la mayor venganza que nunca se hizo. Yo me encargo dello, que para esta diligencia bien creo seré bastante a salir con ella, descubriendo rastros por donde lo halle. Vos id por el cirujano, que no es bien, donde a tanto se ha de acudir, que todos asistamos a una cosa, siendo la de mi cargo tan forzosa. Cada uno haga la suya. Idos con Dios, que no me basta la paciencia en detenerme punto.

 »Con esto se apartaron. A Dorido se le asentó en el ánimo que otro que Oracio no pudo haber sido autor de tal maldad, por muchas razones que concurrieron, que cada cual era manifiesto indicio dello. Y así determinó hacer en él un castigo igual a lo que su justo enojo le pedía. Con esta determinación se fue a su casa y, entrando en su aposento, soltó las riendas al llanto, lamentando el áspero desastre.

 »_¡Clorinia _le decía_ de mis ojos!, bien veo el mal que por mí te ha venido. Yo fui la causa dello. Engañóte el traidor Oracio. Pensaste que era tu querido Dorido. ¡Ay desdichada señora de mi vida! Yo te traje a este paso tan amargo, yo te he muerto, pues te inquieté de tu reposo, yo te saqué de tu recogimiento. ¡Ay maldito agujero! ¡Ay malditos ojos que te vieron! ¡Ay maldita lengua con que pedí me hablases, amada Clorinia! ¡Clorinia, vida mía, ya no vida, sino muerte, pues con la tuya vendrá la mía! No te hice este mal! Mas ¡viva yo hasta que te vengue y vive tú hasta que sepas la venganza en el traidor, que será tan ejemplar como es justo, para que quede por memoria en siglos venideros! Yo prometo sacrificar a tus cenizas la impía sangre del traidor Oracio. Por una mano que te quitó, dará dos suyas. Una cortó inocente; dos le cortaré sacrílegas. Déte tanta vida el cielo que lo alcance y deje gozar el galardón que por ello te debo. Y tú, dulce Clorinia, perdona la culpa que tengo, que si fuese tu gusto mi muerte, con mis manos te lo hubiera dado.

 »Con estas y otras lastimosas palabras lloraba el caso, digno de eternas lágrimas. Y bien el dolor le acabara, según le apretaba; mas íbase sustentando con el deseo de venganza y así entre muerte y vida pasó aquella noche. Luego el siguiente día los fue a visitar.

 »Los padres y hermano de nuevo renovaron las lágrimas, abrazando los unos a los otros. Y el padre dijo:

 »_¿Qué desdicha tan grande, hijo Dorido, ha sido la nuestra? ¿Qué rigor de cielos contra mí se conjuraron? ¿Qué furia infernal intentó semejante delito? ¿Qué os parece de nuestra desgracia? ¿Cómo sentís nuestra honra? ¿Qué capa cubrirá mancha tan fea, y qué venganza podrá mitigar dolor semejante? Decidnos, ¿qué consuelo será el nuestro? ¿Cómo podremos vivir sin la que nos daba vida?

 »Dorido, no pudiendo resistir las lágrimas, consolando los afligidos padres y hermano, dijo:

 »_No es tiempo, señores, de gastarlo lamentando; antes debemos ocuparlo en lo que más a todos nos es importante. Y aunque para lo que quiero proponer fuera necesario no ser yo mismo, la ocasión y secreto me obligan que lo haga. Bien conocéis y habéis visto la general desdicha sucedida, tan vuestra como mía y más mía que vuestra, por sentir vuestro dolor juntamente con el mío. Y veo cortado el hilo de mi vida, que sólo espero la muerte, tan amarga cuanto creí me fuera dichosa si la acabara primero que Clorinia. Ya sabéis quien soy y sé yo vuestro mucho valor y calidad. Que, cuando al mío no sobrepujara, lo hiciera la singular amistad que me habéis tenido, poniéndome en obligación eterna. Este caso es proprio mío y para que así lo entienda el mundo, lo que después por otro tercero había de suplicaros, quiero pediros de merced me deis a mi Clorinia por esposa; y con esto haréis dos cosas: rescatáis vuestras honras y ejecutáis con mano propia la venganza. Si el cielo me fuere tan favorable que le conceda vida, conmigo quedará, no como merece su calidad, mas como se debe a mi deseo de servirla; y, si otra cosa sucediere, bien es se sepa que hizo su esposo lo que estuvo obligado, y no Dorido, amigo de sus padres. Concededme este bien, por lo bien que a todos podría resultar dello.

 »A los padres y hermano pareció justa y honrada petición. Agradeciéronselo mucho; mas, porque quien más en ello había de ser parte era Clorinia, quisieron tomar su parecer. La cual, cuando se lo dijeron, le salieron las lágrimas de gozo y dijo:

 »_Con sola ésta espero tener vida y, si más caro me costara, la compraba barato. Confío en Dios de vivir alegre y morir consolada, y así suplico se haga como mi esposo Dorido lo pide.

 »Luego lo llamaron y, viéndose juntos, en mucho rato no pudieron hablarse, con lo que las almas de los dos sentían. Y así se juraron, quedando concertado el matrimonio y hechas en él con todo secreto las diligencias que convino, entretanto que pudieran ser desposados.

 »En esto pasaron tres días y del contento parecía tener Clorinia alguna mejoría; mas era fingida, porque con la mucha sangre que le había salido, poco a poco se acababa. Viendo Dorido ser imposible escapar su esposa con la vida, porque muriese de todo punto alegre y satisfecha, si tal puede haber en la muerte, al cuarto día, pareciéndole tiempo conveniente a lo que tenía trazado, para el quinto convidó a Oracio, como hacía otras veces. El cual, confiado en el secreto con que cometió el delito y que ni en la ciudad ni vecindad se hablaba ni entendía palabra, paseábase muy seguro, como si tal no hubiera hecho, y así no se recelaba.

 »Dorido, para más desvelarlo, fingió no saber alguna cosa. Mostróle el rostro alegre, la boca risueña, que, asegurado también con esto, aceptó el convite. Había hecho Dorido conficionar un vino que daba profundo sueño siendo bebido, el cual secretamente mandó que le sirviesen a la mesa. Hízose así y, habiendo comido, con el postrer bocado se quedó en la silla como un muerto. Luego Dorido, atándole los pies y brazos fuertemente a los de la misma silla, cerradas todas las puertas de la casa y ellos dos en ella solos, le dio a oler una poma, con que luego recordó del sueño en que estaba sepultado y, viéndose de tal modo, sin ser señor de poderse menear, conoció ser castigo de su culpa.

 »Dorido le cortó ambas manos y en el canto de la silla le dio garrote, con que lo dejó ahogado. Y esta madrugada lo trajo antes de amanecer delante de sí en la silla de un caballo y, poniendo un palo en el agujero donde cometió el delito, lo dejó ahorcado dél y con una cinta las dos manos atadas al cuello y por dogal un soneto.

 »Con esto se ausentó de Roma, pareciéndole que, sin su Clorinia, patria ni vida pudieran consolarlo. Hoy, que amaneció este espectáculo, ha fallecido Clorinia y en este punto acaba de espirar».

 Al embajador causó gran lástima y admiración el caso. Era hora de ir a palacio y despidiéronse. Yo di mil gracias a Dios, que no me hizo enamorado; pero si no jugué los dados, hice otros peores baratos, como verás en la segunda parte de mi vida, para donde, si la primera te dio gusto, te convido.

 El soneto que pusieron a Oracio, traducido en el vulgar nuestro dice así:

SONETO

Yo fui el acelerado a quien el celo,

viéndome de otro amante preferido,

imitando su voz, seña y vestido,

ciego con el enojo de un martelo;

a los hombres cruel, traidor al cielo,

a Clorinia inocente, aleve he sido:

causóse de mi amor y de su olvido

memoria eterna y lágrimas al suelo.

Una mano y la vida al ángel bello,

por venganza, quité con inclemencia:

desdeñóme y amaba otro mi amigo.

Ése me puso aquí las mías al cuello,

fue parte, juez, testigo; y su sentencia,

según mi culpa, aun es poco castigo.

 

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