Manuel Díaz Rodríguez

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Las ovejas y las rosas del padre Serafin

Cuento áureo

Tic

 LAS OVEJAS Y LAS ROSAS DEL PADRE SERAFIN

  _¡Ya lo traen! ¡Ya lo traen!

      _¿Por dónde?

      _Por el cementerio. Dicen que lo alcanzaron en el cementerio.

      La multitud, fatigada, nerviosa de tanto esperar, se arremolinó y empezó a deshacerse. La mayor parte, sin darse cuenta de lo que hacían, caminaban de arriba abajo por el camino real, pero sin salir de él, o daban vueltas, como buscando una moneda que se les hubiese extraviado, alrededor del mismo punto. Otros corrieron por las calles que del camino real suben a la plaza de la iglesia.

      Algunos fueron a reunirse a los que, en coro, y con la más loca agitación, discutían frente a la fachada de la iglesia, en un altozano. Entretanto los pulperos, a la voz de "ya lo traen" cerraban y atrancaban por dentro sus pulperías. Y después de cerrar, ninguno se quedaba dentro: salían a sumarse a la muchedumbre armados, el uno de revólver, el otro de un varal de araguaney, los más con el filoso cola-de-gallo. Don José, el más respetable por la edad, la hacienda y la virtud, se paseaba en mangas de camisa por el corredor de su establecimiento. Provisto de un corto y fuerte cuchillo de caza, decía:

      _Es necesario hacer un ejemplar. Es necesario un castigo. No se debe dejar sin castigo una cosa tan fea. En este pueblo no había pasado nunca.

      _¡Nunca! Es verdad... Es necesario un castigo _coreaban los otros.

      De repente, sobre el coro, se alzó rasgando la sutil seda del aire estival una voz airada y plañidera. A la puerta de una casita, hacia el fin de una de las calles que van a la plaza del pueblo, una vieja mulata canosa, con desgreñada cabeza de Medusa, vociferaba:

      _¡Saturno! ¡Saturno! ¡La sangre de mi hijo! ¡Cobren la sangre de mi hijo!

      _¿Quién es?

      _¡Hombre! ¿Quién va a ser? ¿Quién va a ser sino Higinia? ¡La pobre vieja!

      Algunas mujeres aparecieron a las puertas de sus casas, dándoselas de animosas. Otras optaron por quedarse detrás de los portones, viendo a través de las junturas, o se asomaban a los postigos de las ventanas con rostros lívidos de miedo. Unas cuantas, excitadas por los lamentos de Higinia, surgieron detrás de las bardas de un corralón que interrumpía rústicamente el marco de la plaza. Vomitaban denuestos y amenazaban con los puños.

      _Pero, si lo cogieron, ¿por qué no lo traen? Uno de los que habían ido hasta el corro del altozano volvió, advirtiendo que era falsa la noticia.

      _Dicen que lo cogieron allá, al pie del Ávila, en la Sabana de los Muertos, en donde enterraban a los muertos del cólera y de la fiebre amarilla, no en el camposanto_. Y explicando así, tendía la mano al cerro, en dirección de un punto de la sabana yerma y ardida que hay al pie del Ávila, donde un solitario bambú derrama sobre los muertos la fresca sombra musical de sus cañas armoniosas.

      _Pero, ¿cómo sabes que lo cogieron allá arriba?

      _Por uno que se vino a la carrera, atravesando los cafetales y llegó al pueblo hace poco.

       _¡Pero, señor! ¿Qué ha hecho ese hombre para que lo persigan ansina?

      La gente, descorazonada con el anuncio de ser falsa la noticia, desahogó su mal humor contra el que hacía inocentemente la pregunta. Era un cambujo que, ignorante del suceso y no pudiendo discernirlo entre tantos y tan vagos rumores, acababa de meterse en el corazón mismo del gentío, a horcajadas en su asno. En cosa de un segundo, ni él ni su asno pudieron moverse, estrechamente rodeados por la turba como por una improvisa y viva fortaleza erizada de cólera.

      _Mire, socio, no venga con esa... preguntica _saltó otro zambo, con un tono entre de rabia y de zumba_. No se haga el inocente, que aquí no queremos quien tenga tratos con el diablo. ¿Usted como que es también de la cuerda? ¡Ojo e grillo!

      _¿Yo tratos con el diablo? ¡Ave María Purísima! ¡Si yo no sé lo que ha pasao! ¡Si yo vengo, ahorita, de más allá del Guaire, de coger maíz en mi conuco!

      _Lo hubiera dicho antes, ño Carrizo.

      _¡Si es el compadre Nicasio! _dijo otro, y se preparó a referir el suceso_: pues el hombre que los muchachos persiguen no es del pueblo, compadre. Nadie sabe de dónde vino. Unos dicen que de Caucagua, otros que de Higuerote, otros que del Tuy.

      _Pa mí, que es un espía de los godos _declaró Miguelito, un negro alto y robusto como una torre de basalto que, meses atrás, en plena guerra, fue el terror de los más acaudalados terratenientes vecinos, a quienes de tiempo en tiempo desvalijaba, apellidándolos godos. Con su interrupción recordó que la guerra no estaba terminada todavía, aunque el jefe liberal hubiera entrado en Caracas en triunfo, porque todavía erraban por toda la república algunas buenas partidas de las tropas conservadoras dispersas_. De seguro que es un espía.

      _Ni se sabe cómo se llama _continuó el narrador.

      _Se llama Heriberto Guillén.

      _A mí me dijeron que Julián Perdomo.

       _¡Bueno!, pues no sabemos ni de dónde vino, ni cómo se llama. Llegó y se convidó jugar con nosotros en el corredor de la pulpería: ahí mismito estábamos nosotros limpios como unas patenas, y él con todos los reales.

      _Tendrá buena suerte, compae Pechón.

     _¡Qué suerte ni suerte! La suerte se la echaba él a los dados, porque les hacía con las manos, ¿ya usté ve?, así, de cierto modo, y parece que les rezaba también oraciones de brujo, porque los dados paraban también contra nosotros. Ya usté verá, compadre, que el hombre es de verdá, verdá, un brujo. ¡Bueno! Pues ya el hombre se levanta para irse, con la cobija en el brazo izquierdo. y el machete en la otra mano cuando Saturno, muy caliente y con razón, ¡caray!, le dijo: "Párese ahí, socio. No se vaya sin que nos dé nuestros reales, ¿oyó?, los reales que nos ha robado con su brujería".

Entonces el otro, un poquito amoscado, le contestó: "Yo no he robado a nadie: esos reales me los ha dado la suerte, y no más que a la suerte se los doy". "Pues yo seré la suerte, so negro, porque ahorita mismo vas a darme lo que malamente nos quitaste", le gritó Saturno, saltándole encima. Pero el otro ya estaba en guardia con su machete, con el que se tapaba a sí mismo mientras lo dirigía al pecho de Saturno.

      Al mismo tiempo le decía a Saturno, como adulándole: "¡No se meta, catire, no se meta, catire, que yo no lo quiero cortar, y si se mete se corta!". Y como Saturno era tan arrojado, se metió, y como el otro fue tan sinvergüenza que no quitó el machete y lo dejó siempre de punto, punta fue, que Saturno cayó redondo y que ahí lo está llorando la pobre Higinia. Todos nosotros nos tiramos encima del hombre, y después de mucho trabajo le quitamos el machete. ¡Bueno! Pues ahora es cuando usté va a ver, compadre. Forcejeando y forcejeando con él, yo lo agarré por el pelo, tan duro, que tres chicharroncitos se me quedaron en las manos. Yo los tiré al suelo, y ¿sabe usté lo que entonces pasó, compadre? ¿A que no adivina? Pues que los tres mechoncitos de pelo echaron a correr convertidos en ratones.

      _¡Ave María Purísima!

      _Como se lo digo: eso, todos lo vieron.

      _Es verdad, es verdad _asintió el coro.

      _Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no es brujo. Y no puede ser sino por brujo que, cuando ya lo teníamos como asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte en la Sabana de los Muertos.

      Las cosas habían sucedido más o menos como a su compadre Pechón se las contaba Nicasio. La noticia del mal fin de la pendencia, ilustrada con la descripción del negro trashumante a quien se pintaba como asesino, caco y brujo, se difundió eléctricamente por el pueblo, suscitando en los corazones el deseo de venganza de aquel extraño que era a la vez caco, brujo y asesino.

      La casa rectoral fue la única no invadida por el clamoroso y unánime deseo de venganza. El padre Serafín trabajaba en su huerta. Labraba los terrones, mientras una vieja hermana suya, que era al mismo tiempo su ama de llaves, refunfuñaba y a disgusto, le aderezaba una camisa. La de él _porque de tanto darlas jamás lograba tener sino una_ se la había dejado la noche antes a un enfermo a quien administró óleos.

      Cuando sonó la algazara de los mozos corriendo detrás del forastero fugitivo, dejó por un momento el trabajo, y se informó de lo que era.

      _Son los muchachos del pueblo que andan tras de novillos desgaritados _le dijo su hermana, afirmándole para no dejarle salir, lo que en la mente de ella no era sino una hipótesis. Por ser lo que pasaba a menudo, eso dijo ella, y él sin dificultad lo creyó, de modo que impávido continuó con su azadita de jardinero escardando la huerta que era al mismo tiempo huerta y jardín como su alma. El descansaba en la creencia candorosa de una armonía íntima de su alma con el alma del pueblo. Porque esta alma en que él ingenuamente sentía el reflejo de la suya, se la representaba de igual manera que se representaba al pueblo: como una flor de idilio.

      Visto desde las faldas del Ávila, cuando el bucarl se engalanaba de verde, el pueblo era, con sus techos rojos y orlado de haciendas de café, un rubí en lo hondo de una copa de esmeralda. Ahora, porque el bucaral flameaba de flor, fingía más bien una taza de pórfido o una florida cesta de púrpura.

      Entretanto, a lo lejos, el Ávila, sobre el paisaje de las haciendas y del pueblo agitado, surgía con la calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, como un incorruptible testimonio.

      Hacia el altozano se agregaron unos cuantos rústicos más a los primeros perseguidores. Detrás del fugitivo, penetraron todos en los fundos que están al norte del pueblo. La cáfila ululante corrió por los cafetales, al principio en una verdadera fuga de locos. Luego, uno de la chusma ideó, y a gritos comunicó su idea a los demás hasta que llegaron a entenderse, organizar la persecución con todas las reglas de una cacería. Tratábase de estorbar que se escapara la pieza.

      Mientras unos debían seguir los callejones, otros remontarían el cauce de una quebrada seca y los otros irían por dentro de los mismos cafetales. Debían hacer, deshacer y rehacer paranzas a medida que lo exigieran las tretas del perseguido y la índole del terreno. Algunos, en el ímpetu de la carrera, se destocaron, y no se detuvieron a recoger el caído sombrero de cogollo. Otros llevaban las ropas desgarradas encima de los torsos medio desnudos. Los bucares florecidos, en su perenne despojarse de flor, fugazmente esmaltaban de sangre la nieve, o el ébano lustroso, o la canela oscura de los cuerpos. Los cazadores, para enardecerse a sí mismos, y a la vez para aturdir a la pieza en fuga, llenaban el cafetal con insistente vocería. De tiempo en tiempo, sobre la vocería de los hombres detonaba, en lo alto de los bucares, la algarabía de los pericos montañeses. Poco a poco el tropel fue empujando la caza fuera del cafetal y hacia arriba, a un punto en donde ya debían de estar apostados los que se adelantaran corriendo por la holgura de los callejones.

      El fugitivo, ignorante del terreno, tropezando en los obstáculos conservaba, a pesar de todo, la ventaja, como si la suficiente malicia y lucidez para despistar a los otros la sacara del propio peligro. Los eludía y engañaba con rodeos en que no se alejaba sensiblemente del mismo punto. Más de una vez intentó ocultarse en lo hueco de un tronco. Pero cada vez alguno de sus perseguidores lo alcanzaba con la vista. Por fin se vio fuera del cafetal, a mucha distancia de los que estaban de facción, apercibidos a detenerse. Tuvo un momento de perplejidad en que se preguntó si no sería más cuerdo volver sobre sus pasos a enredarse y maltratarse de nuevo en el cafetal enfadoso, porque su instinto silvestre y seguro le advirtió mayores peligros en aquel paraje abierto que delante de él subía hasta los mismos pies del Avila. Su perplejidad sirvió a los otros. Ya estaban cerca. Y él no pudo sino seguir adelante, por lo abierto, sintiendo en los talones la furia de la traílla.

      Atravesaba el Pedregal, región salpicada de exiguos y dispersos cafetalitos, a la vera de cada uno de los cuales hay un rancho como una paloma gris que a la sombra de la escasa arboleda se acurruca. Por todas partes, en las más límpidas tierras de labor, saltan enhiestos peñascos y reluce al ras del suelo el pedrisco.

      Una inmensa mole avileña parece en prehistóricos tiempos haber caído retumbando de la cumbre a partirse en fragmentos infinitos en el hondo estupor del valle. En algunas partes, los labriegos han hecho montículos y pirámides con el pedrusco; en otras lo han dispuesto y amontonado en paredones que hacen de aledaños a las tierras labrantías. Por ahí corrió el negro, desesperado cuando se dio cuenta del gran número de enemigos, tropezando unas veces en el peñascal, pasando otras veces como un milagro del viento por encima de los paredones. A las puertas de los ranchos acudieron otros hombres atraídos por la grita de la turba, y casi todos, por comunión con los del pueblo, se agregaron a los cazadores del negro fugitivo.

     Gracias al refuerzo que de esta guisa recibían de pronto, y a los movimientos más fáciles en aquel paraje abierto, los perseguidores traquearon y acosaron como a un ciervo perseguido, hasta verlo estrechamente acorralado. Abrumándolo con sus gritos de muerte, casi lo tocaban ya con las manos, cuando él, derribando a uno de un puñetazo, y dando a la derecha un salto inverosímil, se internó en los grandes cafetales nuevamente.

      Por la primera vez, ya dentro del cafetal, osciló, remolinó y se paró desconcertada la turba. Algunos empezaron a encontrar inútil su carrera fatigosa, imaginando en salvo a la pieza y borrada su pista, cuando volvieron a ésta por unos gajos rotos y manchados de sangre. El hombre, a su entrada en el cafetal, se había destrozado las ropas y desgarrado profundamente las carnes contra las espinas de un naranjero. Debía de estar no muy lejos, al abrigo de las frondas... Y además del rastro de sangre que iba marcando sus huellas, lo denunció el bullicioso vuelo de una bandada de pericos. A la bulla de los loros montaraces y a la algazara de los hombres encaminados otra vez con seguridad sobre u pista, el negro trashumante corrió de los podridos troncos de bucare, entre los que se disimuló por un momento, a guarecerse entre las altas raíces de un matapalo, que sobresalían de la tierra y a flor de tierra se desparramaban como los tentáculos de un pulpo. Mas, como los otros lo vieron antes que él tuviera tiempo de ocultarse, de nuevo se encontró forzado a correr, a correr siempre, despedazándose las ropas, rompiéndose las carnes contra las matas de café y algunos árboles de espinas, turbado y entontecido por los otros que, detrás de él y progresivamente lo empujaban de la densa maraña del arbolado hacia lo limpio del barbecho.

      Fue entonces cuando voló al pueblo y en el pueblo se esparció la noticia de habérsele cogido, porque él mismo se vio y los demás lo creyeron cogido en lo limpio de la sabana. Sin embargo, también en la Sabana de los Muertos logró escapar, descolgándose, para correr después quebrada abajo por la peñascosa del Pajarito. Palomas acogidas a sestear al frescor de la quebrada volaron hacia el Ávila en sesgo vuelo de susto. En la carrera, el negro miró centellear, bajo una ceja de verdura, el ojo contemplativo de un pozo, y se precipitó al brillo del agua como un venado sediento. No pensó ya sino calmar el martirio de la sed. Y cuando lo hubo calmado y se halló de nuevo en pie, como si juzgara imposible su fuga, o estuviese resignado a rendirse, en vez de seguir la carrera, dio el frente a la frenética jauría humana.

      _¡No me maten! ¡No me maten! Yo no lo corté: él se cortó porque quiso. Yo soy un hombre honrado. Yo no les robé a ustedes los reales; la suerte me los dio.

      El se cortó a sí mismo: yo no hice fuerza con el machete, ninguna.

      Cuando acabó de hablar se hallaba rodeado por toda la pandilla y con las manos a la espalda atadas con cordeles y correas a estilo de esposas. Bajo la gritería jubilante de escarnio, uno de los perseguidores furiosamente vengaba su ropa hecha trizas, arrancando y esparciendo los andrajos que al hombre quedaban de la suya.

      _Vamos al pueblo, para que digas eso que ahora dices, a ver si te hacen caso _le sopló otro en la nuca, mientras le daba tal empellón, que el hombre sin el equilibrio de los brazos, bamboleó y estuvo a punto de caerse.

      _Yo me entregué, ¿por qué me maltratan?

      La respuesta se la dio un charro en una bofetada terrible:

      _¿Por qué no te escapas ahora? Anda, vete: válete de tus artes de brujo.

      Unánimes carcajadas de mofa saludaron esta salida, y una lluvia de bofetadas empezó a caer sobre el prisionero.

      _Anda, hombre, haznos una brujería _le dijo Bartolo el pesador de carne del pueblo, y le tiró de una oreja, tan brutalmente, que la oreja medio desprendida lloró un chorro de púrpura sobre el ébano de la cara. Ebrio de dolor, el hombre se tambaleó, sofocando un alarido. Su rostro de negro asumió, en la súbita palidez, el tono de la ceniza, mientras los labios rayaban la ceniza de la faz con una blancura espantosa.

       _¡No me maten! ¡no me maten! ¡Por Dios! Yo no soy brujo. No es verdad. Yo no soy brujo.

      Y como el hombre hiciera un esfuerzo por desatarse las manos y huir, el mozo de la pesa de carne le labró con un cuchillo un sedal en el vientre, a la vez que otro le asestaba un machetazo tan tremendo en los hombros que una verdadera ola de tibio carmín saltó, repartiéndosele por el pecho y la espalda.

      _¿Qué es eso, muchachos? ¡No lo maten! ¡Déjenlo! ¡Déjenlo! _clamó una especie de albino a quien llamaban el catire Facundo, y se constituyó en el jefe de la banda, con un gesto y un grito_. ¿Por qué lo van a atar? ¿No ven que tenemos que llevarlo para el pueblo? ¿Qué dirán los otros? Quítese de ahí, socio, y no vuelva con sus machetazos. ¡Carama!, por un tris lo deja frío. Y a echar palante, que se hace tarde, y nos están esperando en el pueblo. ¡Alza, arriba, y al pueblo, muchachos!

      De ahí se apresuraron unos cuantos a llevar noticias al pueblo. Algunos se les habían adelantado, y otros les imitaron después, de suerte que en la población a cada instante se recibían noticias de cómo, cuán y por dónde venían los mozos con el brujo. La multitud, estacionada en el camino real, fue poco a poco subiendo por las distintas calles, para apiñarse en el extremo norte de éstas en la plaza misma. De ese punto verían cuando llegaran los otros por la parte opuesta.

      Entretanto los otros avanzaban hacia esta parte del pueblo por los callejones de la hacienda vecina, los guardianes, abrumando a golpes, a risas de sarcasmo, a motes de burla al prisionero, y el prisionero, silencioso, desangrándose y tiñendo el suelo de púrpura, mientras los bucares florecidos lloraban sangre sobre todos. Por un acuerdo tácito, en el pueblo procuraban todos que el cura no supiese nada.

      Solo uno, obedeciendo a un escrúpulo tardío, a última hora y por trascorrales, anunció al desprevenido pastor cuanto pasaba entre las ovejas. Y el haz de noticias entró como un puñal en el corazón del cura.

      _¡Dios mío! ¡Dios mío! _balbuceó en el dolor de un repentino y profundo arrancamiento, y corrió desolado hacia la puerta de la calle.

      La multitud rompía en la plaza, inundándola de clamores:

      _¡Muera! ¡Muera!

      En el portal de la tahona vociferaba la cabeza de Medusa:

      _¡La sangre de mi hijo! ¡La sangre de mi hijo!

      El padre Serafín desde la puerta de la rectora, siguió con los ojos a la multitud que corría hacia el altozano del pueblo. Volvió sus ojos a ese punto, y allí, cercado de forajidos de facciones bestiales y de ropas en flecos apareció el hombre. Al verlo, chorreando sangre y casi desnudo, vivo Ecce-Homo, sanguina monstruosa en fondo de sepia, el padre Serafín, turbadísimo, abrió los brazos en cruz y cayó de rodillas frente al hombre como ante una aparición del Crucificado:

      _¡Dios mío, perdón! ¡Dios mío, perdón! ¡Qué han hecho!

      Viejos, muchachos, cuantos habían esperado en el camino, subían en tumulto adonde estaba el hombre, a desquitarse en él del ansia de la espera. Las comadres que se esquivaban hasta ahí detrás de las junturas de las puertas, o se asomaban a los postigos de las ventanas, recorrían ahora las calles y aumentaban el tumulto, cual si a la vista del hombre sangriento se hubieran sentido animosas.

      Algunas portaban machete o cuchillo. Una de ellas avanzó hacia el mismo pecho del brujo, y lo escupió en la cara. Ante el salivazo agresivo y el persistente avance de la multitud, el miserable, temblando de terror, prorrumpió en una queja:

      _¡Si me van a matar, Dios mío, no me dejen morir sin confesión!

      Facundo creyó de ley cumplir la voluntad religiosa del reo, y fue en busca del padre Serafín, para que éste oyera en confesión al brujo. El padre Serafín iba y venía como un loco por la plaza, amonestando a unos, reprendiendo a otros hablándoles de amor, persuadiéndoles caridad, sin que ninguno lo entendiera.

      Por último se enderezó al altozano, y desde ahí comenzó a predicarles, volcando el ingenuo y cándido jardín de su corazón sobre el fosco oleaje de la turba.

      _¡Hombres! ¡Hermanos! ¿Qué habéis hecho? Yo creía que las palabras de flor, que todas las florecitas del Padre Seráfico, a quien está consagrado este pueblo, yo las había guardado por siempre en vuestros corazones como en relicarios vivos. ¿No os he dicho yo que es gran pecado verter la misma sangre de las tórtolas? ¿No os he dicho que es gran pecado cortar inútilmente los árboles mismos, como vosotros lo hacéis a la orilla de los tablones, para mantener en alto y a vista el machete, porque la savia y la resina que manan de un árbol herido son la sangre y las lágrimas del árbol? Pues ¡cuánto mayor pecado no será, oh, hermanos, derramar la sangre preciosa  del hombre!

      Nadie le oía. Algunos aprobaban por hábito, por fórmula, pero de un modo extraño, sonriendo. De pronto, alguien le habló detrás; era el catire Fa:

      _Padre Serafín: venga a confesarlo.

      _¿A confesarlo? ¿Acaso va a morir?

      _De morir tiene: ha robado, ha matado y es brujo.

      _¡Hombres! ¡Hermanos! ¡Por Dios! ¡No hay brujos: eso de los brujos es mentira, superstición e ignorancia! Y si ese hombre ha matado y ha robado, para él hay jueces. ¿Por ventura sois jueces vosotros? ¡No, no hermanos! Al mismo criminal debemos amor en el nombre de Cristo. Vamos a lavarle la sangre, que no solo a él sino también a todos nosotros nos mancha, y después de lavarlo con nuestras manos y de pedirle perdón, besándole los pies con nuestras bocas, lo entregaremos a los jueces.

      _¡Qué jueces ni jueces, padre! ¿Usted no recuerda cómo están las cosas?

      En esas palabras el padre Serafín recibió de la realidad un golpe rudo. Era el fin de una guerra de años. La revolución, aunque triunfante en la capital, no acababa nunca de constituirse en gobierno. Mientras tanto las aldeas, y en las aldeas los hombres, administraban justicia por sí mismos.

      _Suponiendo que los muchachos lo dejaran llevar para Caracas, o se puede ir en el camino, o en Caracas lo sueltan como un estorbo. Dígame, pues, si lo va a confesar o no. Además, de todas maneras va a morirse, porque... yo creo que tiene agujereada la panza.

      _¡Dios mío! ¡Dios mío! _murmuró el padre Serafín en la angustia de no hallar medio de salvar al hombre.

      De repente, el hombre dijo:

      _Tengo sed.

      _¿Oís? ¿Oís, hermanos? _aventuró el cura_. Son las mismas palabras de Jesús en la agonía. ¿Qué diríais vosotros, oh, hermanos, qué diríais vosotros, si hubieseis injuriado, maltratado y herido al mismo Jesús en la figura de ese hombre?

       _No diga eso, padre, ¿Cristo negro?

      _¿Por qué no? El no murió por éste o por aquél, sino por todos: él es de todos los hombres y de todas las razas.

      _Pero no había matado, ni robado, ni... Facundo pensó agregar "ni sería brujo", pero se guardó de ello para no impacientar más al padre Serafín. Este pensaba: "¿Qué hacer? ¿Que hacer, Dios mío?" El cacique del pueblo, que siempre con mucha deferencia le oía, estaba lejos, guerreando. El que hacía ahora las veces de Jefe Civil, formaba entre las peores cabezas del tumulto. No le ocurrió sino un medio: "quizás en la iglesia no se atreverían".

      _¡Bueno!, voy a confesarlo. Llamen al sacristán para que abra la iglesia.

      _No, padre _advirtió Facundo_. Los muchachos han pensado ya que no debe ser en la iglesia. Quieren que sea en el mismo camino real, casa de don José, en la trastienda de la pulpería.

      _Pero ¿qué intentan ustedes, hermanos?

      Los más próximos bajaron la cabeza. La voz del hombre tornó a oírse:

      _¡Tengo sed!

      Y el padre Serafín, ya sin esperanzas de salvar al hombre, echó a correr hacia la casa parroquial en busca de un vaso de agua. Cuando volvió a salir con el agua, a través de la plaza descendía la lúgubre procesión; el hombre a la cabeza. El padre se acercó al prisionero, y después de darle el agua, que el hombre sorbió con furia, se abrazó a él y fue protegiéndolo con su cuerpo hasta la entrada de la pulpería.

      _Mire, padre, si el hombre no es brujo _gritó un desalmado, y arrancándole un mechón de pelo al miserable indefenso lo tiró al aire. Todos, en el soplo de la brisa, vieron al mechón reciamente ensortijado convertirse en un murciélago.

      Durante la confesión, el pueblo en masa esperaba en la calle, con el sordo y grave zumbar bullente de cólera de una enorme colmena.

      El padre Serafín, acabada la confesión, apareció en la puerta:

      _¡Por última vez, hermanos! Por última vez, oíd: ese hombre está sin pecado. Os lo juro. Ese hombre es inocente. Ya lo habéis matado y está moribundo. Por las gloriosas llagas de Cristo, por nuestro santo patrón, dejadle morir en paz.

Dejadle morir en paz, o la sangre de ese hombre caerá sobre todos nosotros, caerá sobre este pueblo por los siglos de los siglos.

      Con un esfuerzo heroico, el hombre se levantó de su lecho de agonía y surgió detrás del cura en el vano de la puerta.

      _Sí, sí, ¡perdón! ¡Morir en paz! _balbuceó lamentablemente.

      Y como el padre Serafín se apartara un poco, el hombre cayó hacia afuera y de soslayo, presa de mortal vahído. Uno del motín, que se hallaba cerca, imaginando o pretextando imaginar una agresión, paró al hombre en su machete, y saltó un chorro de sangre tal, como no lo sospechara nadie en aquella negrura que ya no era más que un pálido montón de ceniza. En confusión laberíntica se precipitó la turba al husmeo de la sangre. El histérico paroxismo de las mujeres predominaba en el tumulto, que cesó cuando apenas quedaba del hombre en medio de la calle una masa inerte, rojiza y disforme. Una impura vieja desdentada hurgó con su machete la masa rojiza. mascullando:

      _Dicen que los brujos se hacen los muertos, como los rabipelados.

      Y de un tajo habilísimo al cuerpo ya exánime le mutiló el sexo.

      El padre Serafín, pálido y de rodillas junto al cadáver, musitaba una oración, abiertos los brazos, clavados los ojos en el azul impasible. Algo dentro de su corazón palpitó, brilló y se apagó como una llamita trémula. Levantóse después, marchó hasta el altozano y lo cruzó de rodillas. AI llegar a la puerta del templo, se detuvo, y no osó penetrar en sagrado. En seguida salió del pueblo, rumbo a Ávila y caminó bajo el llanto de sangre de los bucares hasta perderse de vista.

      En el éter, muy diáfano, parpadeó un lucero. El Ávila, con su calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, se erguía sobre el paisaje como un incorruptible testimonio.

      Al día siguiente, no se encontraba al padre Serafín en parte alguna. Había desaparecido. Muy turbados de conciencia, varios mozos del pueblo convinieron en salir juntos a buscarle. Después de tres o más días de vanas pesquisas por las quiebras del monte, lo hallaron en devota actitud al pie de un alto peñón que el Sebucán labra y pule con su perenne beso cristalino. Al oírlos acercarse y hablar, el padre Serafín volvió a ellos el rostro. Los acogió con semblante risueño, como si los aguardase:

      _El Señor del cielo me ha distinguido entre todas las criaturas. Porque hice de mi pueblo un rebaño de suavísimas ovejas, mi padre San Francisco intercedió por mí para que el Señor me honrase como a él, dándome sus rosas divinas. Mirad.

      Y el padre, sonriendo con aquella sonrisa de ciertas locuras dulces que debe ser la misma de la felicidad perfecta, a los del pueblo confundidos mostró las manos y el pecho desnudo en donde la aspereza y los abrojos del Ávila prendieron tres vivas rosas.

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 CUENTO ÁUREO

   P

siquis, mujer al cabo, era imprudente y curiosa. Mil desventuras le costó su primera curiosidad, cuando quiso ver el rostro del amante dormido y una gota de aceite escapada de la funesta lámpara ahuyentó al hijo de Venus. Desde entonces, y por mucho tiempo, la vida fue para Psiquis una serie de malandanzas. Errante de país en país y de templo en templo saboreó todas las amarguras; padeció dolores y martirios extraterrenos; de sus ojos, convertidos en manantiales profundos, continuamente desbordados, corrían, cruzando sus mejillas, dos ríos de lágrimas; y caminó tanto, tanto, y por tales veredas, que la sangre varias veces tino de púrpura los cándidos jazmines de sus pies, y los jazmines lucían como rosas.

   La miseria de Psiquis turbó al fin la impasibilidad augusta de los dioses; y la misma cólera de Venus pasó como los incendios del crepúsculo. Fidelidad y constancia dieron el triunfo a Psiquis, y Psiquis, dichosa y en paz, reinó sobre la tierra. Su trono, el más alto; su corte, la más ilustre: en ésta no había sino grandes artistas, poetas de corazones puros, filósofos de labios disertos. Los aduladores de la reina tenían por incensarios liras, y como único incienso el Verbo, hecho música en las cuerdas, flor de luz en los labios. Pero a trono tan excelso y cortesanos tan ilustres debían, según dijeron muchos, corresponder en riqueza y esplendor el cetro, la corona y los atavíos reales. Y no más dijeron así, cuando artistas de gusto exigente partieron a buscar, por todas las comarcas del reino, las preciosidades más raras, dignas de resplandecer en la frente, el cuello y las manos de Psiquis; revolvieron tesoros, ahondaron minas, rasgaron las entrañas de la tierra y del mar; y la tierra dio su oro y sus gemas: topacios, amatistas, esmeraldas, rubíes de sangre milagrosa, zafiros de tinta ideal, diamantes de aguas puras, mientras el mar profundo y rico, si bien pobre de piedras preciosas, dio, en corales y perlas, lo mejor que tenía de besos muy rojos y ensueños muy castos.

   De vuelta a la corte, los grandes artífices echaron sobre los hombros de la reina el manto de armiño y púrpura; luego se dieron a trabajar el oro, día y noche, puliéndolo, repuliéndolo, cincelándolo, para después embutir en el oro bien trabajado muchas piedras fúlgidas y acabar la corona y el cetro; por último, engarzaron perlas y corales, y un río de corales y perlas corrió por la garganta de Psiquis.

   El cetro y la corona, fulgurantes como soles, deslumhraron a la multitud puesta de hinojos a los pies de la reina.

   Pasaron días, años, generaciones de hombres, y Psiquis, dichosa y en paz, oyendo música de liras y música de labios disertos, reinaba sobre el mundo.

   Pero, una mañana, en el silencio de su alcoba real, sola con sus riquezas, que brillaban en la penumbra con fulgores mortecinos, se sorprendió reflexionando en lo inútil de la corona y del cetro, en la mezquindad fastuosa de su manto, en la vana luz de sus joyas, y se arrepintió de haber aceptado como tributo el presente de las gemas. En sus reflexiones llegó a sentir uno como vago impulso de piedad, acompañado de un movimiento de rebeldía. Se despojó de la corona y el manto, depuso el cetro, y se vio de pies a cabeza, blanca y desnuda, como en remotos días pasados. Nostálgica de su ser antiguo, se avergonzó de vivir disfrazada como una mujerzuela vanidosa. En sus atavíos regios vio una injuria a su belleza incomparable, porque la belleza de sus formas era superior a la belleza de las piedras preciosas más raras, su cabello más rico y luminoso que todas las coronas, su desnudez más casta que el armiño.

   No contenta con despojarse del manto, el cetro y la corona, Psiquis resolvió destruir sus riquezas, a fin de no caer en pecado de vanidad. Pero sus manos, deliciosamente blandas, no sabían destruir como destruye la mano brutal de los hombres: Ella no era capaz de reducir a polvo inerte su fortuna, y de aventar luego el polvo: su piedad, infinita, abarcaba los seres y las cosas, y su piedad era infinita por ser grande su ciencia. Estaba iniciada en todos los misterios de la vida, y ninguno tan prodigioso como el misterio de su propia sangre. Nunca se derramó en vano la sangre de sus venas: en donde ésta caía despertaba el germen de un ser de belleza pura, graciosa, y con alas, como la belleza de Psiquis; y a favor de tan inefable virtud, la soberana pensó desembarazarse de sus gemas, convirtiéndolas en frágiles seres primorosos.

   Sin echar siquiera una ojeada sobre la funesta lámpara que debía de recordarle su imprudencia de antaño, se dispuso a realizar su pensamiento en la faja de luz que desde una ventana entreabierta llegaba a morir a sus pies. Con un largo estilo, áureo y tenue como rayo de sol, hincaba sus dedos, y después con el estilo húmedo de sangre tocaba las piedras preciosas hasta no dejar ni una sin el extraño bautismo sangriento.

   Al contacto de la sangre hubo en todas las piedras un estremecimiento de vida, y las gemas dejaron de ser piedras para convertirse en larvas. Muy pronto desperezos de alas estallaron en las orugas de color; y corales y rubíes fueron mariposas de alas rojas, las esmeraldas mariposas verdes, los diamantes y las perlas mariposas blancas, el zafiro mariposa azul, en tanto que de las piedras policromas volaron policromas libélulas.

   Psiquis, como todos los creadores, halló buena su obra, y se regocijó mucho al ver su tesoro convertido en bandada de insectos. Libélulas y mariposas, antes de huir, se posaron en la frente, el seno, la espalda y sobre todo en el cabello destrenzado de Psiquis, y en el cabello destrenzado mariposas y libélulas fingieron un torrente de pedrería; luego, revolotearon, llenando la estancia real de música de alas y palpitaciones de élitros, para escaparse al final a través de la ventana entreabierta y perderse a lo lejos, como Psiquis las vio perderse, entre las flores, entre los árboles, en el cielo azul, amándose al aire y al sol, muy libre y sanamente.

   La reina, con refinada lentitud, saboreó su acto piadoso y, satisfecha de haberse conducido según el amor y la verdad, no adivinó las consecuencias fatales de su obra. ¡Ah!, no hay como la piedad para cometer grandes errores, y el acto piadoso de Psiquis fue el último y el mayor de sus errores. Cuando se apareció de nuevo ante los hombres, cuando su belleza, en lo alto del trono, surgió blanca y desnuda como un lirio, los hombres la desconocieron: miopes estultos, de no ver sino el esplendor de las joyas, habían olvidado la belleza incomparable de Psiquis. Y no solamente la desconocieron: entre la multitud hubo imbéciles que gritaron al verla: ¡inmoralidad!, ¡infamia!, ¡usurpación!

   A tales gritos, la muchedumbre puesta en pie, desconcertada y loca, semejante a una ebria de mil cabezas, empezó a girar, a remolinar, a titubear, sin saber hacia dónde dirigirse, falta de amo, sin saber ante qué ídolo postrar sus rodillas de sierva habituada a la genuflexión, y así estuvo, desesperando y vacilando, hasta caer a los pies de un grotesco mamarracho de oro, que tenía forma de asno, con aire grave de pensador taciturno, sobre lomos y anca un trapo carmesí y por ojos dos inmensas crisolitas.

     Aun en lo alto del trono, Psiquis experimentó la sensación desesperante que ha matado después a muchos hombres, la sensación angustiosa de una soledad infinita en medio de la muchedumbre. Viéndose perdida para siempre, bajó del trono y, como en su antigua romería expiatoria, se fue por el mundo, de templo en templo, de país en país, caminando, caminando, porque sus alas entorpecidas por la inacción no recordaban el ímpetu glorioso del vuelo. Recorrió todas las comarcas, de las cuales había sido reina y señora, y en ninguna parte la reconocieron los súbditos, despojada como iba de suntuosas insignias reales.

     Por fin, después de muchos desengaños, decidió alejarse de los hombres y vivir, mientras las alas débiles cobraban nuevos bríos, en cumbres deshabitadas. Y así, alejándose de los hombres, vengóse de éstos, pues a medida que ella se alejaba, los hombres padecían más y más de una extraña ceguera que les obligaba a ver las cosas como al través de un velo áureo.

     Pero los dioses reservaban a Psiquis, con la suprema alegría del vuelo, la alegría de hallar en una de las cumbres a las cuales trepó, en la cumbre más alta, al único de sus vasallos que supo reconocerla porque la nube color de oro no empañaba sus pupilas. Era un pobre diablo moribundo en la flor de los años, mitad mendigo, mitad trovero. Bohemio le llamaban desdeñosamente los hombres y lo creían estúpido porque despreció la riqueza, el poder y los abrazos infames. No tenía sino un manto agujereado por las lluvias del cielo y las piedras del camino, pero él no se hubiera trocado por el más rico poseedor de tesoros. Durante su vida vagabunda recogió claros de luna, puestas de sol, gorjeos de pájaros, fragancias y músicas del bosque, y con todo eso construyó sueños, muchos sueños, hasta haber en su alma tantos sueños como hay celdas en el panal y flores, por primavera, en las acacias.

   Y como Psiquis no sabía de ingratitudes, no desamparó esa alma de poeta: antes bien, la llevó consigo, al irse en busca de un mundo nuevo, no manchado de humanidad; y siempre en compañía de esa alma voló, hasta posar los cándidos jazmines de sus pies en la Vía Láctea luminosa y desaparecer por la gran ruta del cielo, blanca y azul, empedrada de zafiros y diamantes.

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ra la segunda o tercera vez que volvía muy nerviosa de la calle:

–De algún modo necesito acabar con esta situación que me hace la más desgraciada de las mujeres. Debe de existir un medio capaz de libertarme de esa pesadilla que a todas partes me persigue, y he de encontrar ese medio. Ya no me puedo dominar. Cada vez se me va haciendo insufrible la presencia de ese amigote serio de mi marido. Si supiera lo antipático y odioso que me es, sobre todo cuando me mira, así como lo ha hecho hoy, dándose aires y tomando actitudes de moralista: parece como si quisiera decirme: “Señora, no sea usted coqueta”. En todo caso, ¿a usted qué le importa, señor palurdo? ¿Le disgusto?: pues no ha debido salir nunca de su provincia, de su tierruca de salvajes o, a lo menos, ha debido dejar por allá todo el pelo de la dehesa, y así no turbaría usted la paz y el reposo de quien no ha hecho mal ninguno. Usted podrá ser muy bueno, sí señor, y hasta muy inteligente, como dice mi marido, pero no por eso deja de hacerme el efecto de una mosca importuna que, revolando a mi alrededor se me posara de tiempo en tiempo en la punta de la nariz, y continuase en el mismo revolar, y produciéndome el mismo cosquilleo impertinente, de una manera indefinida, por los siglos de los siglos. Con esas palabras y con ese tono debiera yo hablarle, franca y abiertamente, pero no me atrevo. Mientras tanto, él sigue siendo nuestro visitante más asiduo, nuestro compañero indispensable de las noches de teatro, de las partidas de campo, y mi suplicio continúa sin esperanzas de un término próximo. ¿Decírselo a mi marido? ¡Ni pensarlo! Ya una vez traté de participarle todo lo que su amigo me repugna, e hizo como que no me comprendía. Ahora me parece inútil insistir: de antemano sé lo que puede responderme. Achacará mi aversión a caprichos míos, y me dirá, seguramente, que sería muy cruel, de parte suya, cerrar las puertas de su casa a su amigo más íntimo, a su mejor camarada de colegio, sobre todo cuando este su amigo vive solo, sin más conocidos ni parientes, en toda la ciudad, que nosotros, ni más compañía que la nuestra. ¡Como si no fuese más cruel abandonarme al suplicio en que vivo hace ya algún tiempo! ¡Como si su amigote le fuera necesario y su mujercita indiferente! Pero.., ya veremos, señor palurdo, ya veremos...

   Y mientras Margarita hablaba así, ora consigo misma, ora como dirigiéndose a un interlocutor invisible y odiado, iba cambiando incesantemente de postura, como si en vez de estar sentada en un sofá blando y mullido lo estuviese, en realidad, sobre mis puntas de alfileres. En su inquietud creciente, cerraba los puños, golpeaba el suelo con los pies inquietos, y más y más encapotaba el entrecejo, donde una preocupación furiosa luchaba, se resistía, forcejeaba, destrozándose las alas de mariposa negra.

   El “ya veremos, señor palurdo, ya veremos”, dicho en alta voz, había salido como involuntariamente de sus labios, traduciendo la amenaza que los nervios acababan de formular en un lenguaje obscuro formado de vibraciones muy finas. Luego, repitiendo la amenaza, Margarita se levantó del sofá, y se detuvo delante de un espejo a verse y remirarse con la expresión de un deseo que no admite espera, con la expresión de una voluntad inquebrantable y segura de la victoria.

   ¿Qué podía traer tan exaltados y locos a los nervios de aquella rubia indolente que, por su apariencia risueña y bondadosa, más que de huesos y carne parecía compuesta de una pasta suavísima y tierna, mezcla de rayos de luna y harina de trigo candeal y leche muy blanca? Quizá un grano de polvo, una brizna de paja, ¿quién iba a adivinarlo?: nervios holgazanes, el ocio los vuelve antojadizos y exigentes, de modo que el menor contacto desagradable, por muy ligero y fugaz que sea, los irrita y los lleva al dolor más agudo. Margarita misma no hubiera podido decir claramente los motivos de aquello que le andaba por dentro; ni a satisfacción explicarse el origen de aquel odio que experimentaba por un hombre, el cual debía serle, cuando más, indiferente; ni cómo de ese odio pudo venir el deseo, todavía confuso pero irresistible que la empujaba hacia el mismo hombre, objeto y blanco de sus furias, con la tenacidad irreflexiva y ciega de la obsesión.

   Lo que sí hubiera podido decir Margarita era que sentía un malestar semejante al malestar que siempre acompañaba a sus “pequeñas supersticiones”, como llamaba ella ciertos desbordamientos y arranques súbitos de la voluntad, arranques y desbordamientos a los que Margarita solía bautizar también con los nombres de humoradas, pequeñeces, cosas de los nervios, y de los cuales hacía burlas, aunque no alcanzara a dominarlos. A veces, paseando en un jardín público, se le ocurría, de repente, que necesitaba llegar a cierto banco, a sentarse a la sombra de cierto árbol determinado, y de la llegada a ese lugar preciso, sin hallar obstáculo ninguno, sin tropezar, por ejemplo, en el camino, con personas que se aproximaran a saludarla, hacía depender ella la realización de un deseo, un capricho o una esperanza cualquiera, por muy noble que fuese. Valiéndose de tales humoradas, tomaba a menudo las más graves decisiones, decisiones que de un modo razonable, sereno y tranquilo, no hubiera logrado tomar nunca, por lo irresoluto y débil de su carácter. Formulado en mientes uno de esos propósitos descabellados y cuya idea la sobrecogía de improviso en medio de un paseo, Margarita se precipitaba a cumplirlo con una berza desproporcionada al fin, desplegando una gran suma de energías, como si no se tratase de dar unos cuantos pasos, sino de alzar un peso enorme o de otro esfuerzo aun más penoso y duro; y mientras llegaba al objeto o paraje, interiormente fijado por su voluntad, iba desazonada, inquieta, casi loca, sin más idea que la de llegar lo más pronto posible, y con la sensación desesperante de un principio de asfixia que le comprimiera el pecho y le tenaceara la garganta, bajo cuya sutil epidermis la sangre, obediente al esfuerzo, venía a extender como un velo de vapores rosados. A esta sensación de angustia indecible sucedía, inmediatamente después, la sensación contraria de un bienestar infinito, como si el curso de la vida, interrumpido un momento, siguiera de nuevo tan sosegado y libre como antes.

   Idénticas sensaciones dominaban a Margarita algunas veces en la noche, cuando por un olvido involuntario no había dejado la lámpara, como era su costumbre, en el mismo sitio de la mesa de mármol, de suerte que el pie de bronce, en forma de garra, de la lámpara tocase con uno de sus dedos el mismo ángulo de la mesa. En estas circunstancias, si después de matar la luz y de acostarse caía en cuenta de su olvido, en vano luchaba por conciliar el sueño y reprimir los impulsos, más y más poderosos, que le aconsejaban levantarse a subsanar la falta cometida contra el hábito. Y al fin se veía obligada a ceder a esos impulsos, pues de lo contrario el insomnio se prolongaba al través de las horas, en medio al retumbar de la sangre impetuosa en las sienes y en medio a la agitación del cuerpo todo, producida como por una multitud de hormigas malévolas que por la piel se pasearan mientras la jaqueca, en acecho en el fondo de las órbitas, espiaba el momento oportuno de asomar sus ojos mareantes constelados de estrellitas.

   Subsanada la falta y vuelta a su puesto ordinario la lámpara, podía Margarita darse al reposo, y dormir con el sueño de los niños, pero con el sueño de los niños cuando éstos se rinden al sueño cansados de llorar, después de mucho gemir, y ya dormidos, todavía un sollozo les remueve el pecho y, a la menor caricia, leS corre por los miembros el temblor de un sobresalto.

   Junto a esas “pequeñas supersticiones” que, afortunadamente pasaban pronto y no revivían sino muy de tarde en tarde, había una superstición verdadera, de raíces profundas: el culto rendido por Margarita a su propia belleza. Era la única superstición de que Margarita no hacía burlas, la única también que no se confesaba ni a sí misma, no porque la creyese un pecado, sino tal vez por suponerla, en razón de su tenacidad y constancia, necesaria a su vida, como algo que formase parte de su naturaleza. La mayor locura de sus nervios era esa: la vanidad. Vanos y orgullosos vivían sus nervios, engreídos de la hermosura en cuyo seno tibio vibraban dulce y perezosamente. Y el engreimiento no hacía sino aumentar con la admiración que tributaban todos a Margarita. Esta no aparecía jamás en público, no pasaba por entre la multitud, sin llevarse tras de sí voluntades y corazones, como a una tropa de cautivos alegres, contentos de ser esclavos. Todos, el artesano rudo como el inteligente refinado, experimentaban, a su paso, el deslumbramiento que produce la belleza, deslumbramiento y éxtasis en que se dilatan los ojos, ansiosos de ver más, y las rodillas tiemblan con deseos de hincarse en el polvo. Sin embargo, algunos de los que en ella se fijaban detenidamente y con juicio impávido, descubrían al fin muchos defectos. Nunca hallaban nada que tachar a la gallardía del cuerpo, tan bien proporcionado y armonioso, que las dos curvas, por las caderas formadas, parecían debajo del talle bien ceñido, como asas elegantes y frágiles de un ánfora antigua, por cuyas paredes el artífice ocioso grabó, tejiéndolos con flores, los dísticos suaves en que algún viejo poeta jovial celebraba las delicias del amor y del vino. Era en el rostro donde fácilmente se tropezaban los ojos expertos con tosquedad de líneas y contornos; de tal manera que, después de bien examinado el conjunto, quedaba la impresión que podría despertar una estatua, cuyo mármol, cariñosamente pulido y trabajado en el torso y los miembros, no hubiera sido, por impaciencia del escultor, desbastado por completo en la cara. Sólo que el mármol no habría perdido nunca la aspereza de sus imperfecciones, mientras que en Margarita se hallaba esa tosquedad y aspereza casi borrada, como desvanecida en una atmósfera de espíritu y gracia. Así, los mismos que reconocían y enumeraban sus defectos, la seguían admirando. El secreto de su poder estaba en efecto, más que en la belleza, en la simpatía, que es alma y flor de la belleza. Su frente podía resultar algo estrecha, su boca demasiado grande, pero de sus ojos claros y húmedos, de las doradas sortijas de su cabello, por las sienes caído, y sobre todo de sus labios rojos y algo espesos, fluía la onda sin rumor de un encanto irresistible.

   Era indudablemente en la boca donde estaba el mayor de sus atractivos, como si el alma hubiese escogido de intento aquella puerta de púrpura divina y tentadora, para asomarse a esparcir entre los hombres el filtro que da la fiebre y las angustias del amor. Rojos, grandes y medianamente gruesos, tendidos por sobre dos hileras de dientes blanquísimos que el resplandor de las sonrisas dejaba entrever, poseían tal riqueza y abundancia de expresión que, sin hablar palabra, iban diciendo por todas partes un sinnúmero de cosas elocuentes.

   Bien sabía Margarita de lo que era capaz con su boca, y no desdeñaba las ocasiones de allegar alimentos a su vanidad. Los aplausos, la admiración y el galanteo se le habían ido insinuando de manera discreta y callada, y como esos venenos a que el organismo se habitúa, llegaron a hacérseles necesarios. La necesidad de las lisonjas trajo como forzoso corolario el ansia de satisfacerla, y cada satisfacción se acompañaba naturalmente de cierto goce íntimo, indefinible, como el que deben de sentir en su embriaguez los bebedores de esencias. Nunca la asaltaba una turbación tan agradable como a veces, a su llegada al teatro, cuando era advertida al entrar, y muchos rostros se volvían a buscar el suyo y fijarse en él con insistencia, y muchos anteojos de mujeres y hombres se enderezaban a su palco, después de recorrer como indiferentemente la sala. En tales casos, la emoción, en apariencia nula, en realidad intensa y muy honda, llegaba a trastornar a Margarita, de modo que ésta se creía, en un momento, como rodeada por ángeles y flores, en las alturas de un altar lleno de luces, hasta donde subía, con el humo azul del incienso, la nube de plegarias de una muchedumbre puesta de hinojos.

   Luego, a proporción que el satisfacer la necesidad hacíase más urgente, el placer, de la satisfacción nacido, variaba, progresaba, volviéndose más perverso y picante. Ya Margarita se complacía, no en la adoración tibia y pálida que a los ídolos se tributa, sino en esa otra adoración que los deseos enrojecen y caldean. Nada más fácil para ella como obtener esta última adoración, valiéndose del invencible sortilegio de sus coqueterías, manejado tan sabiamente, que nadie hubiera conocido las intenciones de aquella cabecita rubia con el solo hecho de escudriñar sus ojos, siempre anegados en una luz húmeda, casta y sin brillo, como el fulgor impasible y diáfano prendido en los ojos de los dioses. Jamás pensó que el arrancar a los hombres alabanzas y galanteos apasionados, tuviese peligros y consecuencias graves, ni mucho menos que en su conducta hubiera nada de criminal.

   Los hombres no conciben la vanidad excesiva de la mujer sino como una especie de prostitución moral, en que la fidelidad, si es una mujer casada la vanidosa, va menoscabándose, hasta que se destruye y desaparece a la menor ocasión de pecado. No piensan de igual modo la mayoría de las mujeres, y esa diferencia de pensar y sentir entre mujeres y hombres acentuábase muy notablemente en Margarita. Ella no sólo se reconocía tan fiel como antes, en el fondo de su alma, sino que muy sinceramente percibía que el amor a su marido, en vez de menguar y empequeñenerse a cada satisfacción de la vanidad, resultaba más puro y vivo, como piedra preciosa que pasa de crisol en crisol y de prueba en prueba, cada vez más brillante y firme. Su amor y su vanidad no se excluían, antes bien se apoyaban mutuamente, dándose fuerza y vigor.

   Mucho habría errado quien hubiese creído a Margarita capaz de una flaqueza irreparable. Mientras ella recogía, como una soberana, todos los homenajes, mientras en la calle o el paseo todos los corazones la seguían y las miradas se posaban en sus formas y paseaban por sus graciosos contornos ardorosas y blandas como otros tantos besos, su pensamiento, allá en su celdilla de loco del cerebro, iba murmurando socarronamente por lo balo a la turba de los admiradores:

   –Conque soy hermosa, verdad? ¿Conque os parezco muy bella, no es cierto? Pues bien, eso era todo lo que de vosotros quería: un poco de admiración. Ahora podéis continuar vuestro camino; adelante, adelante; no os detengáis porque sería inútil; que ni por todo el oro del mundo engañaré a mi marido, ni aunque descolguéis las estrellas del cielo y las pongáis a mis plantas.

   En su manera de ser vanidosa se hallaba quizá la razón de su antipatía por el amigo íntimo del marido. El pobre lugareño, recién llegado de su provincia, de la pequeña ciudad en cuyo horizonte muy estrecho habían transcurrido iguales y monótonos los años de su juventud, no tenía para la mujer de su amigo, una palabra halagüeña, ni siquiera una ojeada llena de intención, de esas que alaban y adulan a los cuerpos hermosos. No era que él desconociese los encantos de mujer tan codiciada, sino que educado en los principios de una moral severísima, y con un ideal de honradez y pureza, tan delicado y frágil que no era difícil dañar con un soplo, temía los galanteos necios y vulgares, las fórmulas vacías y tontas que pudieran inducirlo a ultrajar la virtud de una esposa y hacerlo, de otra parte, doblemente reo de infidelidad: hacia el amigo a quien entrañablemente quería, y hacia su prometida, muchacha ignorante, pero señorota y buena, que lo esperaba en un rincón lejano del campo. Su ideal riguroso le permitía, sin embargo, lisonjas desprovistas de malignidad, incoloras de puro inocente; pero, ni aun a esas lisonjas daba salida, estorbado como lo era, cada vez que podía mostrarse amable y fino, por su timidez primitiva de aldeano que le nublaba los ojos y le entorpecía la lengua. El buen muchacho ignoraba que la timidez, particularmente en ciertos círculos sociales, es mala compañera, reputada casi como un crimen que se castiga a menudo con desdenes y odios mujeriles y maledicencias de los hombres. Su reserva, llena de respeto, fue interpretada como un insulto, y las actitudes que la timidez le hacía tomar, fueron atribuidas a pretensiones de moralista. Impensadamente se preparó a sí mismo el naufragio de su ideal honrado y puro, el único ideal que podía caber en su alma fresca y simple de campesino. Con su presencia casi constante en la casa de su amigo, irritaba más y más a Margarita, quien no veía en él sino la negación obstinada y viviente por los otros. Haber hallado un hombre que la pudiese contemplar con la misma indiferencia grave y fría con que se puede ver un pedazo de granito, y que ese hombre fuera precisamente el amigo más íntimo de su marido, el más fiel de sus comensales, el que podía acercarse más a ella, y por consiguiente el que mejor podía conocer la excelencia de sus gracias y el rico olor de su belleza, tal era el obstáculo más grande que había entorpecido, hasta aquel momento, el correr apacible de su vida feliz y regalada.

   Todas sus facultades empezaron a concentrarse desde entonces en una sola idea fija: desechar el obstáculo importuno. La vanidad mortificada encontraría el medio, y así lo dejaba entender el grito de amenaza, más que rabioso terriblemente burlón, exhalado al través de su herida: “ya veremos, señor palurdo, ya veremos”. La venganza está siempre a las manos de una mujer, cuando esa mujer es hermosa. Margarita no tenía más que arrojar encima del señor palurdo, como injustamente lo llamaba ella, un puñado del polvo de su coquetería; y nada más fácil que sorprender y embaucar al que no ha probado nunca sino manjares groseros e insípidos, envolviéndole en una como lluvia de ese polvo, polvo de especias finísimas, dorado y traidor, tan menudo que, por más cuidado que se tenga, no se ve jamás, y se cuela sigilosamente por los ojos y priva a éstos de luz, se ase de los nervios y los trastorna y enferma, enciende la sangre y vuelve del revés al juicio más sólido y entero. Y Margarita supo derrochar con profusión ese polvo falaz, dando a sus miradas, su boca y al cuerpo entero expresiones con satánica maestría.

   Como sucede en análogas circunstancias, el buen lugareño no se dio cuenta del peligro, sino cuando éste era ya inevitable, cuando una visión tenaz lo llevaba aturdido y loco, la visión roja de unos labios en flor, húmedos y provocantes, que lo asediaban y perseguían. Sus ojos, cerrados o abiertos, tenían siempre delante aquella flor encendida que sin cesar buscaba sus labios, como brindándoles, en los hermosos pétalos mojados, un sorbo de voluptuosidades celestes y, luego, cuando los labios se apercibían a desalterarse, huía rápidamente, para acercarse y huir de nuevo, en una oscilación perpetua, en un ir y venir que desesperaba, repitiendo el martirio de Tántalo con todas sus fatigas y amarguras. En el fondo rudo y casi virgen de aquel hijo del campo, la pasión comenzaba a removerse y bullir como se remueve y bulle la savia en los retoños primerizos.

   Bruscamente, sin que nadie la hubiese visto llegar, sobrevino la explosión.

   Fue durante una gira campestre. Los tres compañeros, casi inseparables, después de una carrera larga y tendida a caballo, se apearon a reposar, bajo un emparrado, en el patio de una granja. A la vuelta de poco tiempo Margarita y el amigo quedaron solos, mientras el marido andaba en solicitud de agua, leche y un manojo de glicinias olorosas. Lo que precedió, como causa inmediata, a la explosión, fueron, quizá, muchas cosas a la vez: el baño de aire fresco y excitante, los acres olores resinosos absorbidos al atravesar e! bosque, el mismo vaho caliente que la tierra despide, en los tibios días de primavera, a los besos del sol, y sobre todo la actitud que Margarita, sentada en un banco de piedra, adoptó para el reposo, actitud en que tenía la cabeza echada hacia atrás, con objeto de respirar mejor, dejando ver de ese modo  la garganta en su más esplendorosa desnudez, mientras los labios se agitaban entreabiertos, y por entre los párpados, medio entornados, corría como un rayo de luz rojiza.

    Completa ya la obra de seducción, con tan perfecta gracia conducida, la flor tentadora no se tomó aquel día la molestia de continuar en sus perpetuas oscilaciones, y en vez de huir, esperó a que los labios, hacia ella tendidos, le robasen hasta la última gota de su rocío de fuego. Por entre los sarmientos, en la atmósfera clara y sutil, un beso apasionado vibró su canto salvaje. Margarita no había resistido, ni acusado sorpresa: para ella aquel beso era algo necesario, fatal, previsto hacía mucho tiempo.

   Una hora después, mientras el pobre lugareño saboreaba aún la triste delicia de los besos adúlteros, en su interior crecía, abrumándolo más y más, junto con la onda negra de las pasiones impuras, el pensamiento de hallarse culpable, de sentirse dos veces traidor: traidor a la prometida inocente y confiada, y traidor al amigo generoso y bueno.

     Entretanto, Margarita no recordaba ya, ni la caricia que había pasado por sus labios, quemándolos como una brasa, ni a su amante de un segundo. Este volvía a ser a sus ojos lo que el último barrendero de las calles que pasara bajo sus balcones. El beso adúltero que en el sencillo aldeano abría la fuente de los remordimientos implacables, cerraba en ella un proceso íntimo, difícil de analizar. El beso la despertó, de una pesadilla, y al despertar no había un solo punto negro que empañara su conciencia, ni ésta le reprochaba el haber quebrantado la fe de los esposos. Margarita creía, con sinceridad indiscutible, ser tan fiel como siempre a su marido, y amarlo con la misma intensidad que en sus días de novia. Como al terminar una de sus “pequeñas supersticiones”, una de sus pequeñas crisis, su cuerpo todo gozaba la sensación de un bienestar infinito: el curso de la vida, interrumpido por un obstáculo, volvía, desechado éste, a correr tan sosegado y libre como antes

 

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