Manuel Curros Enríquez

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Cantiga

La canción de Vilinch

La guerra civil

CÁNTIGA   (5 de xuño de 1869)

 No xardín unha noite sentada

ó refrexo do branco luar,

unha nena choraba sin trégolas

os desdés dun ingrato galán.

I a coitada entre queixas decía:

"Xa no mundo non teño ninguén,

vou morrer e non ven os meus ollos

os olliños do meu doce ben".

Os seus ecos de malenconía

camiñaban nas alas do vento,

            i o lamento

            repetía:

"¡Vou morrer e non ven ó meu ben!"

     Lonxe dela, de pé sobre a popa

dun aleve negreiro vapor,

emigrado, camiño de América

vai o probe, infelís amador.

 I ó mirar as xentís anduriñas

cara a terra que deixa cruzar:

"Quen pudera dar volta -pensaba-,

quen pudera convosco voar!..."

Mais as aves i o buque fuxían

sin ouír seus amargos lamentos;

            sólo os ventos

            repetían:

"¡Quen pudera convosco voar!"

     Noites craras, de aromas e lúa,

desde entón ¡que tristeza en vós hai

prós que viron chorar unha nena,

prós que viron un barco marchar!

...

    Dun amor celestial, verdadeiro,

quedou sólo, de bágoas a proba,

            unha cova

            nun outeiro

i on cadavre no fondo do mar.

CÁNTIGA  

 En el jardín una noche sentada

al reflejo de la blanca luz de la luna,

una nena lloraba sin tregua

los desdenes de un ingrato galán.

Y la desgraciada entre quejas decía:.

“Ya en el mundo no tengo a nadie,

voy a morir y no ven mis ojos,

los ojitos de mi dulce bien”.

Sus ecos de melancolía

caminaban en las alas del viento

       y el lamento

       repetía:

“¡Voy a morir y no viene mi bien!”

    Lejos de ella, de pie sobre la popa

de un leve negrero vapor,

emigrado, camino de América

va el pobre, infeliz amador.

Y al mirar las gentiles golondrinas

hacia la tierra que deja cruzar:

“Quien pudiera dar vuelta –pensaba-,

quien pudiera con vosotras volar!…”

Pero las aves y el buque huían,

sin oír sus amargos lamentes

     solo los vientos

     repetían:

“Quien pudiera con vosotras volar!”

     Noches claras, de aromas y luna,

desde entonces ¡que tristeza en vosotras hay

para los que vieron llorar una niña,

para los que vieron un barco marchar!

    De un amor celestial, verdadero,

quedó solo, de lágrimas la prueba,

      una cueva,

      en un peñasco

y un cadáver en el fondo del mar.

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La canción de Vilinch

Cuando de nuestra patria por los confines

 vibraba el son guerrero de los clarines

y de sus nobles hijos la sangre brava

estéril en los campos se derramaba,

porque del fácil triunfo tras los horrores,

al contemplar en ella tintas sus manos

notaban con vergüenza que eran hermanos

del lidiador vencido los vencedores;

como el canto de un ave triste y doliente

sofocado entre el ruido que alza el torrente;

como de hoja que rueda queja exhalada,

del viento desoída y al viento dada,

del campo de la lucha sobre la arena,

que ensangrientan los genios de la discordia,

mientras la bala silba y el bronce truena,

se alza una voz que clama: ¡Misericordia!

En la sombría falda del alto cerro,

monstruo que una corona ciñe de hierro,

al pie de Mendizorrot, en cuyo lomo

se abre un volcán que arroja candente plomo,

hay una pobre choza, sencilla y blanca,

nido de golondrina rústico y breve,

cuya puerta, al herido soldado, franca,

jamás para cerrarse sus goznes mueve.

Campestres florecillas son el adorno

 de la casita blanca de aquel contorno;

nadie de sus linderos cerca transita

que no bendiga el nombre del que la habita.

y es que, desde que al viento se izó en España

 el estandarte negro de la discordia,

de la florida choza de la montaña

sale la voz que dice: ¡Misericordia!

Pronto la paz ansiada llegar debía,

y el triunfo era esperado que la traería.

¡Ya se acerca la hora! Ya el bronce estalla,

ya comienza la ruda final batalla;

ya en guerrilla despliegan los batallones

al clamor estridente de la cometa,

y marchan al galope los escuadrones

del monte por la abrupta pendiente escueta.

¡Ay, de las pobres madres que en las montañas

tienen los pedacitos de sus entrañas!. ..

¡Ay, de la dulce novia que amante espera

unirse al que su mano le prometiera!. ..

¡No volverán!... De rabia su seno henchido,

ebrios con los vapores de la discordia,

van a morir, sin que antes llegue a su oído

ese acento que clama: ¡Misericordia!

En la chocita blanca del monte inculto,

dónde a la patria rinde, sagrado culto,

del amor de sus hijos puesto al amparo,

vive VILINCH, el tierno poeta euskaro.

Allí fue donde, alegre, cantó otros días

del hogar las venturas y los amores,

de los campestres bailes las armonías,

de Conchesi los ojos fascinadores.

Allí donde abrasarse sintió en la llama

destello de los cielos, que al poeta inflama;

allí donde su numen fluyó sonoro

torrentes de poesía de ritmo de oro.

Muerta, empero, la calma porque suspira,

sepultado en la hoguera de la discordia,

ya no tiene más cantos su blanda lira

que esta plegaria eterna: ¡Misericordia!

Cataratas de sangre precipitadas

ruedan de los oteros a las cañadas,

y desde las cañadas a los oteros

densos vapores rojos trepan ligeros.

¡Como un antro la tierra se abre sombría,

como una forja el cielo rayos desata,

 hiere como una espada la luz del día,

el aire como fuego calcina y mata!..

«¡Otra vez a la puerta de mi vivienda

»ruge la maldecida civil contienda!

»venid y orad conmigo, mis pobres niños;

»¡Dios acepta y comprende vuestros cariños!

»Ved, comienza de nuevo la horrible lucha;

»suena otra vez el grito de la discordia ...

»¡Orad por los que quedan! ¡Dios, que os escucha,

»tendrá de los que mueren misericordia!»

Dijo VILINCH; y ronco, del negro fuerte

cantando por los aires himnos de muerte,

un proyectil avanza que hunde la choza

y al mísero poeta hiere y destroza.

Aquella bala el triunfo por fin decide;

el sol de la victoria refulge santo,

y el vencedor, tranquilo, los lauros pide

que el vencido, insepulto, regó con llanto.

¡Guerra civil funesta! ¡Deidad impía,

a cuyo espectro aún tiembla la patria mía!

¡Castigo de los hombres y las ideas,

pues no respetas nada, maldita seas!

Tú de VILINCH las quejas has desoído

en que de ti imploraba paz y concordia;

¡ya que del pobre vate no la has tenido,

 nadie te tenga nunca misericordia!

1875.

 

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La guerra civil

Oda

Pueblos, oíd; en nombre

de la sublime caridad cristiana,

 oíd; que no del hombre

en la conciencia, vana

ni estéril esta voz, dulce y piadosa,

 fue a resonar jamás. ¡No, nunca! Pudo

 del bárbaro del Norte el brazo airado

sobre Europa caer, de encono ciego;

 alzar pudo, entre fuego,

con sangre y con cenizas amasado,

 sobre la tierra atónita su solio;

mas el furor de su opresora planta,

la tiránica ley de su hacha impía,

todo cesó cuando, _¡Piedad!_ clamaron

 las vírgenes ocultas

bajo el amplio dosel del Capitolio ...

Y ¿quién, sino este acento contuvo en su carrera asoladora

al infausto Alarico y al sangriento

Odoacro feroz? ¿Quién la en mal hora

comenzada pelea, sostenida

por dos pueblos indómitos del Rhino

 en la margen florida,

maldijo y condenó _bárbara guerra_,

escándalo del siglo y de la tierra?

 ¡La caridad tan sólo! Ella, que mora

en átomos y mundos; ella, aliento

de la inmensa creación, alma que vela,

como eterno, inmutable centinela

de cuanto Dios a su mirilda fía,

por el orden del mundo y la armonía.

¡España! Hermanos míos,

los que españoles sois, los que en la Historia

tantos timbres tenéis de inmarcesible

no profanada gloria;

¡oh, sí! Escuchad el cántico vehemente

de mi entusiasta lira:

por nuestra paz ha muerto el que la inspira,

 ¡y paz ha de llevar de gente en gente!

¡Ay! De la orilla plácida del Duero

 a las feraces crestas de Barcino,

oigo el monstruo bramar... Del monte al llano

 corre la sedición, y a la pelea

concitando los hombres, doquier miro

allí el pendón guerrero al viento ondea.

 El alma apresa por angustia extraña,

en vano tiendo con afán mis ojos

del llano a la montaña,

y en vano clamo y digo:

«¿Dónde está el extranjero, el enemigo

 de mi querida España?»

¡Que nadie me responde

más que mis propios ecos, que se pierden

 vibrando «¡dónde ... dónde!...»

¿Será que de Cartago

las errantes legiones aguerridas

vuelven a sorprender nuestras moradas,

desolación y estrago

sembrando por doquier, mientras dormidas

en paz y descuidadas

yacen nuestras mujeres adoradas?

¿Será que en nuestro suelo

se oye otra vez rodar el ominoso

carro triunfal del sar, codicioso

 de engarzar a su férrida guirnalda

 la fúlgida esmeralda

que del jardín de Hesperia ostenta el cielo?

¿O es, acaso, que el águila de Jena

 quiere, torpe, burlar de la bravura

 del león español, cuya melena

al erizarse ayer le dio pavura,

 burlando así su imbécil arrogancia?

¡Oh, no! Sagunto fue ... , pasó Numancia,

 y el águila orgullosa,

de muerte herida en nuestro suelo,  llena

de amargura cruel, plegó sus alas

y rodó moribunda y temblorosa

sobre el pardo peñón de Santa Elena.

¡Ya no es del extranjero,

oh, españoles, la sangre generosa

 que hoy mancha vuestro acero!

Los que ayer con vosotros pelearon

y en vuestras propias filas confundidos

¡Independencia y libertad! gritaron

triunfantes o vencidos;

los que ayer con benéfica ternura

vendaron vuestra herida,

cuando tras la batalla, en noche obscura,

quedabais en el campo a la ventura,

 apenas con un hálito de vida;

los que ayer con vosotros, trasmontando

del mar inmenso las hinchadas olas,

 fueron la estrecha tierra dilatando,

 con vosotros partiendo y conquistando

 cien magníficas glorias españolas,

 esos (¡ay, cuánta mengua!)

son los que sacrifica vuestra mano.

¿Con qué derecho, ni por qué? ¿Qué insano,

 qué mezquino interés el brazo guía

que discordia sembró en el suelo hispano?

 ¿Qué ley creyó cumplir?... ¡Vana porfia!

¡No hay derecho ni ley contra el hermano!

¿ Y acaso no lo son? ¿No son amigos

esos que así se matan y arruinan,

esos que, como genios implacables,

que eternamente se odian y abominan,

se retan con furor y se persiguen,

se acechan, se amenazan,

y en su lucha tenaz se despedazan,

se destrozan, se aventan y exterminan?...

  ¡Cuán torpe, cuán horrible,

cuán despiadado encono! ¿Y es posible

 que esas manos que se alzan, empuñando

 el arma fratricida; esos puñales

que caen, desgarrando

corazones valientes y leales,

no vacilen un punto, contemplando

la aflicción de la patria y la memoria

que de este crimen va a guardar la Historia?

¿Será posible, cuando ya del hombre

 cesó la esclavitud, y conquistados

sus derechos están y consagrados;

cuando la libertad tiene las puertas

del templo de la patria a la cultura

ya lajusticia abiertas,

será posible, ¡oh Dios!, guerra tan dura?

Sacerdotes del bueno, del paciente,

del humilde Jesús crucificado:

 venid a unir vuestra oración ferviente

 al clamor de mi pecho desolado;

 que vuestra lengua dulce y elocuente

como el laúd armónico e inspirado

del profeta de Sión, dará a la mía

raudales de potente poesía.

Acudid a mi ruego,

ministros del Señor, acudid luego,

¡ah! [Que las llamas del incendio cunden,

 que arde el santuario y sus altares se hunden

 en candescentes piélagos de fuego!...

Mas ... ¡loco afán! El sacerdote impío

no atiende al ruego mío,

y aleve, y parricida,

hirviendo el negro corazón en saña,

él es quizá el primero

que hunde el puñal artero

en el seno amantísimo de España.

Él, quien el exterminio preconiza;

él, quien las ascuas de ese incendio atiza;

 él quien huella la urna donde mora

la Hostia Sacrosanta,

y él, quien, allí donde el Señor se adora,

gritos de muerte y destrucción levanta.

Y en tanto ... , en tanto, ¿dónde

está esa juventud, cuya pupila

desentrañar pudiera el hondo arcano

de la inmortalidad; esa esperanza

perpetua de los siglos, que produjo

a Franklin y Lincoln, ese lozano

plantel de gayas flores, cuyas hojas

 llámanse Herrera, Meyerbeer, Tizziano?

¡Como rosa en capullo marchitada,

como rayo de luz, que el torbellino

mató, sin que llegara a su destino,

así rueda, así muere malograda!

 ...............................................

¡Guerra civil, maldita

mil veces, insaciable matadora,

y contigo, maldito el que a tus aras

 lleva el haz y la tea destructora,

el que al monstruo aplastado resucita

 y ve llorar la patria y ¡ay! no llora! 

Héroes, que en inhumano combate,

confundidos como fieras,

sois el oprobio del linaje humano,

la enseña de la paz llevo en mi mano:

¡ Yo os mando abandonar esas trincheras!

 ¡Ah! La sangre del Santo generosa

que dejó del Calvario reteñida

la cúspide escabrosa,

no correrá jamás infructuosa

por las áridas cuestas de la vida...

¿Buscáis la libertad? Pues de ella en nombre

 dejad el hierro que fulmina muerte.

¿La opresión pretendéis? [Qué otra más fuerte

 que los lazos de amor que atan al hombre!

¡Asesinos, atrás! No más vergüenza

deis a la Europa, que enojada os mira.

¡Ay del Caín que de su hermano venza!

¡Ay del Abel que en esa lucha expira!

Madrid, 1874.

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