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Luis Enrique Delano

La niña de la prisión

La pareja

El regreso

La muerte en las calles

La niña de la prisión

Y

 LOS PRESOS de aquella cárcel conocían bien la figura alta y móvil de la chiquilla. Por entre las rejas de fierro la veían pasar a medio día, al atardecer, a toda hora, y sus ojos se habían acostumbrado a ensancharse de alegría y codicia ante esa figura de mujer, que representaba para ellos un pedazo del mundo perdido, del mundo exterior, en ese pequeñito universo de hombres inmóviles que es la cárcel. De algunas celdas salían groseras palabras a saludar el paso de la niña, de otras piropos vulgares. Pero en aquella que quedaba al fondo del segundo patio dos ojos brillaban siempre al sentirse en la dura tierra los pasitos nerviosos de la cotidiana visitante. Ella sonreía humilde a las roncas voces de los condenados, acaso un poquito consciente de los deseos que su presencia de mujer hermosa venía a acrecentar, y otro poco compasiva de esos hombres perdidos entre las metálicas jaulas. A veces, cuando los ojos que la muchacha iba a buscar la miraban serios, ensombrecidos, regresaba callada, las miradas caídas. Entonces las burlas de los presos salían por entre los barrotes a herirla, más bien a asquearla. Y sus pasos apresurados se perdían hacia la puerta.

      A aquella prisión no caían borrachos vulgares, ni pendencieros, ni individuos, en general, que fueran a pasar en ella un día o dos. No. Para eso estaba el cuartel de la policía, en la ciudad misma. Esta gran casa de murallas de ladrillos pintadas de gris–encima de las cuales todo el día y toda la noche paseaba un soldado con armas–estaba destinada a aquellos a quienes los jueces condenaban a penas más o menos largas. Estaban ahí, por ejemplo, "el Tiburón" y Smith, ambos condenados a presidio perpetuo por asesinato; otros a treinta, veinte y diez años, culpables también de crímenes o robos, y muchísimos más, condenados a cinco, tres y un año, por delitos menores. Los presos trabajaban todos, unos obligados por los látigos duros y silbantes, atraídos otros por la recompensa en dinero, que les permitía mejorar un poco la horrible comida de la cárcel, tener cigarros y guardar muy adentro, al fondo, la esperanza de juntar un pequeño capital para cuando la condena estuviera cumplida. Así, en esa colonia estaban reunidos los más heterogéneos oficios.

      Cuando Alicia empezó a ir a la prisión, un año antes, entró con una timidez que se pegaba a sus piernas, haciéndolas temblar. Le parecía que adentro, franqueada la puerta que siempre vigilaba el soldado llavero, se encontraría en un mundo terrible, y hasta su imaginación llegó a dar a los presos la forma de perros encadenados, listos para saltar ferozmente y morder. Pero ¡qué diablos! su novio, Roberto Morel, estaba ahí dentro y era necesario sacrificarse, vencer el inmenso terror y hacer en fin cualquier cosa por el muchacho. Algo le había costado conseguir el permiso para entrar diariamente a llevar la comida al preso, pero al fin y al cabo el alcalde era hombre, y raros son los hombres que no se dejan vencer por los ruegos de una mujer bonita.

      Alicia terminó por familiarizarse con el ambiente ese y soportar por amor a Roberto las palabras gruesas y feas de los presos y las antipáticas asiduidades del sargento Estay, que cada día la importunaba con declaraciones de amor. Apenas la chica atravesaba la puerta de entrada, salía Estay del Cuerpo de Guardia con su barriga abultada, deforme y su cara coloradota de alcohólico.

      –¿Cómo está, Alicia? ¿Viene a ver a su preso?

      –Sí, sargento, a ver a mi preso.

      El individuo la acompañaba hasta la entrada del segundo patio a su lado y meciendo la marcha con frases dulzarronas y suspiros.

      –¿Cuándo se preocupará del preso que va a su lado, Alicia? Porque, créamelo, sus ojos me tienen preso perdido y creo que no podré escapar.

      La chiquilla se reía, un poco porque las palabras la halagaban y también por no disgustar al guardián.

      –Las cosas suyas, sargento...

      Llegaban al segundo patio, en donde Morel fabricaba juguetes de madera metido adentro de su celda, y Estay la dejaba sola, volviéndose al Cuerpo de Guardia a preparar un nuevo cargamento de palabras inútiles. La chiquilla avanzaba sonriendo a los presos, aproximados a sus rejas para verla pasar. Si desde lejos el novio la había visto venir al lado de Estay una lluvia de recriminaciones la recibía:

      –¡Otra vez con el bruto ese! ¿Qué no te he dicho lo perro que es con los presos y especialmente conmigo? Parece que se quisiera conquistar tu cariño a fuerza de darme sablazos y patadas a mí. Antes que tú me trajeras la comida, a menudo me dejaba sin rancho, o con la peor parte. Y tú tan tranquila, nada te importa que el bandido ese me maltrate. Cualquiera diría que gozas viniendo al lado, de él y escuchándole lo que te dice.

      –Pero Roberto –decía la muchacha– ¿no ves que si no me porto amable con él puede impedirme entrar aquí?

Y luego agregaba, humildemente:

      –Toma tu comida, y estos cigarros que te traje.

      Entonces el muchacho apartaba las cejas que el movimiento de su malestar había juntado y sonreía a su novia. Un polvo letal y delicado se le esparcía por el corazón, algo como una neblina, pero como una neblina clara que lo envolvía sin oprimirlo. Es que le admiraba la constancia de Alicia, que día a día, desde hacía un año, le traía, a más de los alimentos, sus palabras de cariño y se preguntaba con inquietud si la abnegación y el amor durarían los cinco años de su condena, en aquella chiquilla tan linda. Sabía muy bien que afuera, en la ciudad, don Juan Méndez, el dueño del almacén Santa Catalina, le ofrecía casarse con ella y que Alicia lo rechazaba por entregarse a la esperanza del hombre sin libertad que era él. Y el prisionero confiaba en la mujer querida, pero confiaba tímidamente, miedosamente...

       Roberto Morel, hombre algo violento y rudo, pero leal en el fondo, estaba ahí, preso, por un delito bien vulgar: cierta noche, en una riña, le abrió el cráneo a un compañero de trabajo. Circunstancias atenuantes hicieron que su sentencia encontrara límites en cinco años de prisión. Entró a la cárcel resignado, tranquilo y ya llevaba un año sufriendo el cruel encierro. La única luz de sus días sombríos era Alicia, la novia, y lo que más le atormentaba las horas, la presencia estúpida y canalla del sargento Estay.

       Veinte años que los presos de aquella cárcel, los actuales habitantes y los que por ella pasaron, odiaban a Estay. Hubo varios que le juraron venganza y más de una vez tuvo el guardián que defenderse de agresiones nocturnas, que parecían redoblar sus bellaquerías.

      Si Roberto hubiera hecho caso de las palabras de los dos ladrones, sus compañeros de celda, tal vez sus manos se hubieran ido muchas veces con intenciones agresivas hacia el cuello del sargento y hacia la cara de Alicia. El aislamiento desarrolla la envidia y ellos dos miraban con ojos cargados de deseos a la muchacha. Nunca perdían ocasión de echar niebla en el corazón del amante. A veces, sentados en un rincón del patio lleno de sol, cuando después del almuerzo les permitían pasearse unos minutos, deliberadamente tratan el tema a la superficie de la conversación.

      –¿Te has fijado, Roberto, el odio que te tiene Estay? Cualquiera creería que le has hecho algo.

       –Ten cuidado, muchacho. Ese individuo demuestra demasiado interés por tu novia. Mira, se ve que la chiquilla te quiere, pero no hay que confiarse mucho. Las mujeres cambian tanto. No sé, pero se me figura que el mejor día te van a hacer una broma pesada.

      –¡Pero no sean imbéciles! –protestaba Roberto enfurecido–. Si Alicia le soporta las atenciones a Estay es para que no le impidan la entrada aquí, ¿entienden?

      Los otros, sonreían con algo de ironía, y Morel se quedaba toda la tarde malhumorado. Cuando la chiquilla llegaba al anochecer, nuevamente la disputa asomaba su cara amarilla.

      –Sí, parece que te gustaran mucho los bigotes del sargento.

      –¡Cállate, tonto; ya te he dicho tantas veces!

      –Es que si vas a seguir coqueteando con él, prefiero que no vengas más.

      Allegados a la reja, él por dentro de la celda, ella en el patio, disputaban. En un rincón los compañeros de Morel hablaban con baja voz, y a los lados, de todos los calabozos vecinos emergían las sombras de los condenados que, abrazados a los barrotes de fierro, miraban a la pareja, celebrando la entrevista con turbias obscenidades.

 

 II

      En el corazón de Alicia empezaron a caer nubes, llenándolo, ensombreciéndolo. Pensamientos contradictorios circulaban veloces por su cerebro. Cada día su amante se volvía más terco, y ahora había concluido por hacerle insoportables las horas que pasaba ella en la prisión. ¡Pobre muchacho! Decididamente la soledad brutal de la cárcel, el aislamiento, los malos compañeros, el sargento Estay y las atenciones que a ella le daba, le tenían así, más brusco, más hosco que de costumbre. Su corazón estaría surcado de profundas rayas negras de desgracia. Pero ¿qué hacer? Ella ya no podía, no podía resistir sus deseos de pararse cualquier día frente a Roberto y gritarle, la cabeza bien erguida:

      –¡Pero no seas bruto!

        Es cierto que las actitudes del sargento Estay no le parecían tan ridículas como al principio. Para ella el guardián no era otra cosa que un pobre hombre que la quería, indudablemente. Siempre su voz abandonaba la flexibilidad de la galantería cuando le hablaba de matrimonio. No había duda: el sargento era hombre de propósitos serios.

      –El día que usted venga aquí a verme a mí y no a ese asesino le prometo que será feliz –le había dicho el gordo Estay– y ella, que las primeras veces recibía las palabras análogas con desdén, ahora las cogió en el hueco de una sonrisa.

      ¡Extraña cosa! Su amor por Morel en ese instante le parecía algo remoto, algo perdido en el fondo de años pretéritos. A pesar de ello, a la tarde, el hábito enderezó sus pasos rumbo a la cárcel. Iba tranquila, sin pesarle el canasto con el alimento de Roberto. Al pasar la puerta, casi deseaba que saliera Estay. Y el hombre que había sentido los pasitos viniendo, acercándose, salió:

      –Buenas tardes, Alicia. ¿Todavía por su preso?

      –Quién sabe... Quién sabe, sargento.

      Llegando al patio obscurecido la esperaban rabiosos los ojos del amante. Y esa vez se iban acercando los dos al calabozo; Estay la acompañaba hasta allí, contrariando su costumbre.

      –Tu comida, Roberto.

      –No quiero nada. Llévate eso de ahí.

      Estaba furioso y empezó a arrojar a gritos aquella hiel que tenía amontonada dentro.

      –¡Para que te dejen entrar andas con este ladrón! ¡Mejor nunca hubieras asomado tu cara por aquí, canalla! Así estaría yo tranquilo, sin esta rabia y sin tener que soportar las burlas de todos. ¡Y todavía con el perro éste! ¿Por qué no me engañaste con otro, afuera? Tenías que venir aquí mismo para que yo te viera, y tenía que ser con este bandido...

      –¡Roberto!

      La muchacha había palidecido y sus manos buscaron apoyo en un brazo del sargento, que se acercaba a la reja dispuesto a castigar a Morel.

      De las celdas vecinas empezaron a salir carcajadas dirigidas a ellos. Entonces ya Roberto no pudo sostener la palabra que entre los labios tenía apretada, la palabra que ella no se esperaba, y sus cuatro letras infames fueron a chocar contra el rostro de la niña.

      –¡...!

      A ella, las lágrimas le rodaron por la cara, mojándola.

      –Vamonos.

      Tomó el canasto y apoyada en el brazo de Estay atravesó el patio, llegándole de ambos lados las burlas de los presos, que agarrados a sus rejas parecían locos o demonios.

       Al fondo, un hombre tiraba su desesperación contra los fierros del calabozo. De pronto dijo un grito claro.

       –¡Alicia...!

      Pero el eco se lo devolvió y nadie vino.

 III

      Esa fue la última vez que los condenados vieron a la niña de la prisión.

 

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XTRAÑA pareja aquella! Salía todos los días a la misma hora, se paseaba durante el mismo número de minutos por la misma parte, y fatalmente, cuando el reloj del Espíritu Santo tocaba las ocho se perdía hacia el Almendral, por innumerables callejuelas. El hombre vestía siempre de negro, un abrigo largo, casi hasta los pies y un sombrero de an­chas alas. Donde se le viera llevaba el ceño fruncido y los labios apretados.

Ella era enteramente extraña e inolvidable, con sus ojos estirados, mongólicos, su color pálido de metales y su boca chica, de labios de sangre, un poco caldos en los ex­tremos. Su cuerpo espigado iba siempre ceñido por un abrigo opresor; de ahí emergían los senos magníficos, distante uno de otro.

Al pasar, sus ojos estirados y algo miopes se volvían de un lado a otro, y a veces, de repente se quedaban cla­vados en otros ojos, puestos a su vez en ellos: los de algún hombre parado a la orilla del paseo. Eso si, nunca una sonrisa iluminaba sus labios, aunque los machos, repentinamente despertados en los que la miraban siguieran con insistencia la cimbra de sus caderas. Esto era frecuente pero parece que al hombre no le interesaba; ni sus labios se apretaban mas, ni aligeraba el paso. Nunca se salía su cara de la expresión de dureza. Una que otra vez se hablaban, muy de tarde en tarde, y sin mirarse, como si las palabras no se las dieran el uno al otro.

      Recuerdo. Había llegado yo poco antes a Valparaíso y todas las tardes en el paseo de la Avenida Pedro Montt, desde la Plaza Victoria hasta el Parque veía a la curiosa pareja, observaba sus gestos, y naturalmente mi imaginación me había llevado a otros planos. Habría dado una mano afirmando que esa pareja era la más extraordinaria del continente. Y eso es común. Hay hechos y presencias que a uno lo llevan, lo obligan a utilizar la imaginación. A veces ésta se va demasiado lejos y ahí está la realidad para atajar sus trenes. Otras se queda en el camino, y es entonces cuando uno piensa:

      "¡Hombre! ¡Yo nunca creí que esto llegaría a tanto!"

      Indudablemente la pareja aquella era extranjera. No había necesidad de averiguarlo. Para eso estaban los ojos de la mujer y sus gestos mismos. Ella seria asiática; él, italiano tal vez, o español, pero eso sí, artista. Porque hay ciertas cosas que sólo se le permiten a los artistas: por ejemplo, su vestidura tan extraña esa, su continuo gesto de enojo. ¿Poeta? No, más bien pintor. La distinción de sus manos hacia creer esto último.

      Cansado de los cielos de Italia se habría ido al Oriente y allá se hallaría a esa mujer, esposa tal vez de un acaudalado señor nipón. Claro, estaban hechos el uno para el otro, lo comprendieron así y se fugaron, sin duda. Contra un punto se estrellaban mis suposiciones. ¿Por qué habían traído su amor hasta Valparaíso, este puerto eminentemente mercantil? Misterio. Seguramente habría muchos misterios en la vida de la pareja.

      Tres veces intenté seguirlos cuando sonaban las ocho en el "Espíritu Santo", pero las tres se me perdieron en una callejuela mal alumbrada; o el ascensor de algún cerro se los llevaba antes que yo hubiera puesto los pies en él.

      Una tarde me propuse firmemente averiguar algunos puntos acerca de ellos. Los viejos habitantes del puerto podrían orientarme. A la salida de la oficina convidé a mi compañero Cádiz al paseo, con el objeto de interrogarlo. Al principio me costó encontrar a la pareja entre toda la gente que paseaba, pero luego la divisé. Nos llevaban treinta metros de delantera; eran inconfundibles, el hombre con su largo gabán negro y las alas largas y caídas de su sombrero; la compañera, con el abrigo tan ceñido.

      –Oye, Cádiz, ¿ves esa pareja que va delante?

      –Sí.

      –¿Los conoces?

      –Sí, si los conozco.

      –¡Qué raros! ¿eh?

      –¿Raros?... No veo qué tengan de raros.

      –Pero hombre, esos trajes, esas caras... ¿Él es artista, verdad?

      Cádiz se echó a reír con una risa tan espontánea, que de veras, tuve miedo.

      –¿Artista?... No, hombre, si es Germán González, un empleado de la Aduana.

      –¿González, dices? ¡Pero es imposible!

      –Mira, yo sé lo que te digo. Los conozco muy bien. Viven al lado de mi casa.

      –¡Pero ella es extranjera!, grité sin poderme contener ya.

      Nuevas risas de mi amigo.

      –Es tan chilena como tú y yo. Se llama Elsa González y es prima de su marido.

      Esto acabó de anonadarme. Un momento pensé que Cádiz quería burlarse de mí. Casi desesperado intenté el último esfuerzo.

      –No. Tú me estás engañando. ¿Y por qué, entonces, andan siempre solos y no saludan a nadie?

      –Sencillamente porque ella es interesante, – eso no se puede negar, – y el marido es celoso. Los hombres la miran mucho, por eso González la guarda. Salen a paseo, contra la voluntad de él, (de ahí viene su gesto de enojo), porque si no salieran, la mujer se moriría. Germán sabe fingir indiferencia, pero en la casa la insulta y hasta la maltrata.

      Andando, íbamos a llegar al Parque. En ese momento, la pareja, que ya había llegado, dio media vuelta. Diez metros más y estarían al lado nuestro.

      Pasaron y Cádiz los saludó. El hombre se quitó el sombrero alón, serio, casi sin mirar, y la mujer rubricó el saludo con una mirada que resbaló suavemente por encima de nosotros.

      Ahora yo los odiaba. Estaba furioso con ella, con Cádiz y conmigo mismo. ¿De manera que eran como todos, él empleado público, ella González? Y peleaban y disputaban igual que cualquier matrimonio?

      ¡Ah, la imaginación me había llevado demasiado lejos esa vez, y ahí estaba, delante de mí, en las espaldas de la pareja que se alejaba, la realidad pobre y bruta, dándome su manotón con fuerzas inesperadas!

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El regreso

E

LSA esté impaciente. Repetidas voces, toma el pomo de rouge y se arréglalos labios, pero nunca queda satisfecha. La cara está bien, sin duda, con ese color flor de durazno que tan bonita le hace ver la melena negra, lisa, pegada a las mejillas. Tampoco de los ojos se puede quejar. Las pestañas enormes les dan cierta encantadora languidez. Pero los labios... Contra sus hábiles toques cotidianos ahora no puede prestarles esa engañadora forma de corazón, encima de los blancos dientes. Y su impaciencia es justificable. Esa noche asistirá a la fiesta Mario Braga y ella quiere estar hermosa, lo más hermosa posible. Claro que no necesitaría el auxilio del maquillaje aquél para estarlo, pero unos toques bien tirados le dan seguridad absoluta. Según, noticias traídas por su hermana pequeña, los invitados, empiezan a llegar. Elsa pregunta: –¿Y Mario, llegó? –No; todavía no. La chiquilla hace un gesto de desagrado y se sienta ante el tocador con el lápiz rojo en la mano. Quiere insistir en el arreglo de la boca, pero se distrae y sus pensamientos retroceden hasta cinco años antes. Entonces recuerda. De seguro para evocar mejor hubiera entornado los ojos, pero la pintura, el sabio toque en las pestañas, se lo impide, y ella no quiere que lo que tanto trabajo le ha costado se transforme en un desastre. Y recuerda sin entornar los ojos...

      Fue hace cinco años en el campo, un verano que la chiquilla pasó en una hacienda del Sur. Mario Braga también estaba ahí. Entre los trigos de oro arrastraron la cinta de un poema de amor. Por las orillas del río fueron dejando huellas de pasos, muy juntas, y muchas veces los campesinos los vieron mudos en las horas del eglógico idilio.

      Pero luego, en la ciudad, Elsa tornó a su antigua vida de frivolidad. Los paseos, las reuniones y los bailes la alejaron algo de Mario, que era un muchacho retraído; hasta que un día rompieron. Después supo ella que Braga se había ido a Europa y el recuerdo se fue perdiendo en el remolino de su vida. A pesar de ello, cuando su hermano le dijo: "Mario Braga llegó y vendrá mañana a vernos", una secreta alegría la removió. Como si verdaderamente fuera su novio quien volvía, en el acto empezó a reunir los hilos de una madeja de proyectos. Claro. Se casarían lo más pronto y seguramente Mario querría llevársela a Europa...

      La voz de su hermanita la saca bruscamente de todo esto.

      –Apúrate, Elsa, que te están esperando. Ya ha llegado mucha gente.

      –¿Y Mario?

      –Aun no.

      –Bueno, ya voy, – contesta, – y sale, después de echar una última mirada al espejo, que le entrega su figura tal como ella la desea.

      En realidad la fiesta se anima cada vez. Los muchachos de frac, muy correctos, muy blancos, charlan con las bellas mujercitas del baile. Ellas, vestidas de seda, les dejan ver las gargantas, blanquísimas bajo el abrazo de los collares, y las espaldas suaves...   Cuando entra Elsa cuatro o cinco jóvenes se van hacia ella con propósitos seguros, pero la chiquilla les responde distraídamente. Sus ojos están puestos en una imagen que ellos no pueden ver, porque aun está ausente, pero que Elsa tiene ante sí, aumentándole esa vaga inquietud que le forma una pequeña arruga entre las cejas delgadas y largas.

      Dos nuevos personajes entran en escena y una especie de vahído hace vacilar a Elsa. Es él. Su madre lo está recibiendo en la puerta del gran salón. Está también ahí una mujer rubia y hermosa. Elsa, dominando su inquietud, se aproxima al grupo, y a Mario, que la ve venir, se le alegran los ojos y saluda.

      –¡Elsa...!

      –¡Mario...!

      Ha sido el nombre amado de otro tiempo el que le pintó la boca de sonrisa a Braga. Luego, recobrándose, su actitud entera toma un continente serio. Hace la presentación, designando a la rubita que lo acompaña.

      –Mi esposa...

      Elsa hubiera querido estar al nivel de las circunstancias, pero una ligera palidez la cubre. Sin embargo, sabe sonreír, violentándose y estrecha la mano de la rubita, que está contenta. Luego se separa de ellos y siente la necesidad de irse a su cuarto. Acaso la emoción le haya vuelto horrible la cara y ella quiere demostrarle a Braga que nada, ningún efecto le ha causado aquello, ese golpe teatral. Un nuevo toque de lápiz a los ojos y baja al salón, donde la orquesta está dirigiendo un baile rápido.

      Braga conversa con un grupo de antiguos amigos y al pasar, ella coge algunas palabras.

      –"Sí, me casé en París...".

      Pero muy pronto la chiquilla ha abandonado todo aire ambiguo y quien conociera su caso la diría dueña de una fuerte voluntad. Su actitud es de completa indiferencia.

      El baile ya se ha corrido dos horas hacia adelante sobre la pista del tiempo. Elsa ha estado tranquila, bailando, sin darle importancia al hecho, hasta que Mario Braga la ha venido a invitar a un baile. Están dulcemente meciéndose, por encima de las notas lentas de un vals, que se arrastran y van luego a morir a los rincones.

      –Elsa...

      –¿Qué, Mario?

      –¿Por qué me ha recibido con tanta frialdad?

      Ella no contesta. El vals está desmayándose y va a morir definitivamente. La muchacha reúne algunas intenciones ocultas.

      –Hace calor aquí, Mario.

      –Salgamos un momento.

      Salen del salón, alejándose por el ancho corredor, hasta llegar al jardín, que está totalmente ensombrecido. El muchacho parece que va a explicarse.

      –Tú no supiste...

      Pero Elsa rompe el encanto del momento, dando vuelta a la llave de la electricidad. El jardín iluminado presenta un bonito aspecto.

      Pero el momento está muerto. Mario comienza de nuevo.

      –Tú no supiste...

      Luego saca un cigarrillo y con actitud distraída se pone a fumar. Elsa comprende, lo comprende todo, sin necesidad de las fracasadas palabras, y una lágrima rebelde le rueda por el color flor de durazno pegado a las mejillas. Esta vez no piensa que el llanto le va a convertir los ojos de un desastre.

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LA MUERTE EN LAS CALLES

        A mediados de Octubre arreciaron los bombardeos aéreos sobre Madrid. Ya no se trataba de lanzar bombas sobre los

 

 aeródromos. Los aviones nos visitaban todas las noches y casi todos los días también. El primer bombardeo sobre la población indefensa, es decir el primer bombardeo cruel y deliberado, tuvo lugar un día viernes por la tarde. Los aviones buscaron las colas más numerosas y sobre ellas lanzaron sus toneladas de metralla. Otros aviadores se elevaban a gran altura, donde no podían ser alcanzados por los cañones antiaéreos y dejaban caer las bombas, sin importarles el sitio donde fueran a explotar. Una bomba cayó sobre una guardería infantil, matando a varios niños. Las otras habían explotado, una en la calle de Preciados, otra en Fuencarral y una tercera en la calle de la Luna. De las reuniones de mujeres que esperaban su turno para adquirir alimentos sólo quedaron trozos de carne quemada, hacinamientos de cadáveres. Tuve oportunidad de hablar con un estudiante de medicina que trabajaba en un hospital de sangre y me contó que la acción aérea había causado cerca de trescientos muertos y el doble de heridos. Los periódicos protestaron indignados contra el salvaje bombardeo, aunque sin precisar el número de víctimas. Recuerdo un vibrante artículo de la diputada comunista Dolores Ibarruri (Pasionaria) haciendo un llamamiento al mundo contra la repetición de actos de esta naturaleza. El artículo tuvo indudablemente gran eficacia, por la sensatez de su expresión y por la personalidad de su autora. Figura querida del proletariado universal, Dolores Ibarruri ha sido en la guerra civil española, una animadora de las fuerzas obreras en lucha contra los moros y legionarios. Cuando la moral decaía, se la podía ver en el frente, fusil en mano, animando a sus camaradas, invitándolos a la lucha, peleando ella misma a la cabeza de todos. Ha sido también quien ha dado las consignas. Suyas son algunas frases que hoy circulan en todas las bocas. Las mujeres de Madrid desfilaban, en los días más negros de la guerra, llevando grandes estandartes en los que se leía: “Preferimos ser viudas de héroes antes que esposas de cobardes”. Suyo es el “¡No pasarán!”, frase simple, frase de aliento, de fe, que se repiten los milicianos antes de entrar al combate, frase con que se dan valor las esposas, las hijas, las madres y las novias de los combatientes, mientras trascurren las horas de prueba en la retaguardia.

      Los intelectuales más insospechables, gentes alejadas de la vida política, al margen incluso de la lucha plantada, manifestaron al mundo la vergüenza que sentían de que otros españoles hubieran caído en la tentación de cometer una vileza así. El propio don Ramón Menéndez Pidal, gloria de las letras castellanas, exteriorizó sus sentimientos de repulsa. El Cuerpo Diplomático residente en Madrid protestó también en un comunicado dirigido al Ministro de Estado y en el cual “lamentaba no contar con medios para impedir la repetición de esos hechos”.

      Entretanto el Gobierno había recibido, por fin, aviones del extranjero y cuando menos, podía hacer frente a estos ataques. La población de Madrid no estaba desamparada totalmente. Llegaban las visitas de los aviones rebeldes y muy pronto aparecían en el horizonte los “cazas” leales, que salían a buscarles batalla. Pregunté a un capitán de milicias sino había buenos artilleros para manejar los cañones antiaéreos y me respondió:

      –La defensa con cañones y ametralladoras antiaéreos es muy relativa, muy limitada. Se pueda defender del bombardeo un objetivo militar, un cuartel, un ministerio, un edificio dado, pero no una ciudad entera. Imagínese usted. Se trata por ejemplo del Ministerio de la  Guerra que va a ser atacado por los aviones rebeldes.

      Las defensas antiaéreas comienzan a funcionar y su papel debe limitarse a formar, a una altura dada, una especie de círculo de fuego sobre el Ministerio. El avión enemigo no puede penetrar en ese círculo, porque fatalmente sería alcanzado por los proyectiles. Su acción es, pues, imposible y el Ministerio de la Guerra no será bombardeado. Pero lo que es posible hacer con un edificio no puede hacerse con una ciudad entera. Imagínese usted... ¿Cuántos cañones antiaéreos se necesitarían pata proteger todo Madrid?...

      –Si es así, los cañones antiaéreos no disparan directamente sobre los aviones.

       –Sí, también lo hacen, pero es muy difícil que den en el blanco. Generalmente los aviones no son tocados. Usted ve, agregó, a la altura que vuelan estos miserables...

      El bombardeo de las mujeres y niños había producido indignación en el mundo entero. De Londres, de París, de Bruselas llegaban mensajes protestando contra el salvaje atentado. Indalecio Prieto, Ministro de Aire, publicó un comunicado expresando que la aviación del Gobierno limitaba su acción a objetivos de tipo puramente militar. Bombardeaba aeródromos y cuarteles, no poblaciones civiles: iba contra soldados, no contra mujeres y niños a la hora en que éstos buscan su alimento. Y efectivamente, a juzgar por las noticias que publicaban los periódicos de Madrid, los aviones gubernamentales habían realizado una acción de enorme eficacia. Aeródromos enemigos fueron destruidos totalmente, pereciendo en uno de estos ataques cuarenta aviadores facciosos. En los combates aéreos parece ser que los rebeldes llevaban la peor parte.

      Casi todas las noches había que levantarse, no ya avisados por las sirenas de alarma, sino por el ruido: los propios aviones enemigos. El cerco de Madrid iba estrechándose, los frentes de batalla se habían aproximado a la ciudad, y ya el aviso, desde la línea de fuego, de la presencia de aviones enemigos era casi inútil. No se producía sino cuando la aviación rebelde estaba a las puertas mismas de la ciudad. En cuanto a las “salchichas”... habían sido destruidas. Justamente estaba yo trabajando en las oficinas del Consulado de Chile, una tarde, cuando me tocó presenciar esta acción militar, que fue de un trágico interés. Desde la ventana veíamos los acciones rebeldes muy cerca, a unos seiscientos metros. Ya ni siquiera bajábamos al sótano, a pesar de hallarnos a considerable altura. A todo se habitúa el hombre, hasta al peligro de un bombardeo. Se repetían estos con tanta frecuencia que muchas veces ni siquiera nos movíamos. Esa tarde vimos venir dos aviones facciosos y volar muy bajo sobre el Paseo de Rosales, como buscando algo, como observando un determinado objetivo. Recordé que era allí donde se guardaban, más o menos camufladas entre la vegetación, las “salchichas” avisadoras del peligro. De pronto los aviones descendieron apresuradamente, casi en línea vertical y empezaron a oírse detonaciones y pequeñas explosiones de bombas. Era algo cruel y abusivo el modo de los pájaros enemigos de lanzarse contra los aparatos ocultos. Recordé que en el campo chileno suele verse el tiuque cuando se deja caer sobre un indefenso polluelo. Algo parecido, algo cruel, fatal, inevitable. Nadie, nada, ni cañones antiaéreos ni aviones leales, interrumpió la labor de destrucción. Operaron los pilotos enemigos con certera tranquilidad y luego se elevaron y desaparecieron hacia el sur. Por la tarde supe que de los globos no quedaba sino un hacinamiento informe de metal y de tela...

      Por las noches Madrid no encendía las luces ni caía a la calle el más mínimo reflejo desde las ventanas. El invierno de días cortos hacía su aparición, las tabernas y cafés cerraban sus puertas a las siete. Después de esa hora era prácticamente imposible andar por las calles; se corría el riesgo de estrellarse contra las paredes o contra los árboles. Toda la vida parecía morirse a las siete. Salir al portal era salir a una oquedad, a un pozo de sombra, a un túnel permanente. Había pues que recogerse y pasar las horas inmóvil, entregado a la lectura, entregado a la inquietud, que no podía alejarse del corazón. Estábamos todo el tiempo esperando los aviones. A causa del frío no era posible abrir las ventanas que daban al patio y los ruidos de fuera llegaban muy ahogados. Los aviones enemigos no se sentían, pues, sino cuando estaban muy cerca, sobre nuestras mismas cabezas, o cuando recibían el saludo de las ametralladoras antiaéreas. Entonces rápidamente, con la seguridad que da el hábito, y en medio de la obscuridad profunda, bajábamos hacia el sótano, hasta que el peligro se alejaba.

      Nadie dormía, por precaución, desnudo. Había que conservar los pantalones puestos, cuando menos, y un par de zapatillas, para los casos de alarma nocturna, que eran ¡ay!, tan frecuentes. Entonces, fuera agudo el frío o pesado el sueño, era preciso salir.

      Las bombas enemigas habían causado serios daños en la Estación del Norte, en la de Atocha, en algunos edificios centrales y también en algunos barrios obreros de las afueras, como en Vallecas. Un avión contrario fue abatido en Vallecas por los “cazas” leales y el piloto hecho prisionero. El júbilo popular se manifestó entonces de distintos modos. Alrededor del esqueleto incendiado del aparato (no recuerdo si era un Junkers o un Capronni) chiquillos y mujeres lloraban de alegría. Hasta se cantó. Cuando llegaron los fotógrafos de los diarios un buen gentío exteriorizaba su entusiasmo y se retrató con el puño en alto.

      Supe también que otro día, desde un avión derribado por el fuego leal en un frente cercano a Madrid se lanzó, con paracaídas, un piloto enemigo, que cayó en manos de los milicianos, los cuales lo fusilaron. El Gobierno impartió enérgicas órdenes en el sentido de respetar la vida de todo aviador que cayera en las filas leales, y así se hizo en adelante. Los diarios publicaron, entre muchos otros casos que no recuerdo exactamente, el de un piloto extranjero, que al caer a tierra se rompió una pierna. Los milicianos lo condujeron a un hospital, para su curación. No menos de diez aviadores italianos o alemanes eran prisioneros de guerra del Gobierno.

       No se me olvida la macabra ironía de los aviadores desleales, allá por mediados del mes de Noviembre.

      En efecto, una mañana en que volaban sobre Madrid los aviones rebeldes, se vio desprenderse de uno de ellos un paracaídas conduciendo algo. El aparato y su cargamento llegaron a tierra sin novedad. Era un ataúd negro con el cadáver de un joven piloto español llamado Juan Antonio Galanía, que había caído prisionero. El cadáver estaba mutilado. Sobre este hecho nada se puede decir, nada que no sea el horror y la repulsión. Cuando más podría uno preguntarse si es propio de cristianos un acto así; si mutilando aviadores y exhibiendo sus cadáveres es como se lucha por la “civilización cristiana occidental", según la fórmula creada por don Miguel de Unamuno y adoptada de inmediato por el General Franco.

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