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Juan José Saer

Bien común

Las pirámides

Con el desayuno

En un  cuarto de hotel

Bien común 

F

ormaban una parejita joven. Se habían casado no hacía mucho y trabajaban para una editorial catalana, vendiendo a domicilio libros de arte, diccionarios, enciclopedias, etcétera. A veces iban los dos de gira; otras veces, uno se quedaba en Madrid, mientras el otro salía de viaje, o si no, trabajaban zonas diferentes al mismo tiempo, en equipos diferentes, etcétera. Ganaban bien pero el trabajo era bastante duro, y les resultaba difícil afincarse, tener hijos, organizarse como una verdadera familia.

Aunque parezca extraño, el trabajo los dejaba insatisfechos, no desde el punto de vista financiero o en cuanto a la dignidad profesional, sino en un sentido ético: no estaban seguros, en ciertos casos, de que incitar a la gente a endeudarse para comprar enciclopedias interminables y costosas, no era una especie de chantaje. Muchos las compraban creyendo que un porvenir brillante o un cambio de situación social se manifestarían con la posesión de esos enormes volúmenes ilustrados, la mayor parte de cuyo contenido les era indiferente y caducaría tal vez mucho antes de que hubiesen terminado de pagarlos. Venderle a quien no tiene muchos recursos lo superfluo, haciéndole creer que le es indispensable, se parece bastante, para ser francos, a una estafa.

Por razones que se volverán comprensibles en seguida, es mejor no llamarlos por sus nombres; basta decir que tenían más de veinticinco años y menos de treinta, o sea que estaban viviendo el último tiempo de la juventud y entraban, como a través de un túnel a la vez vertiginoso y lento, todavía frescos, en la madurez. Ciertos aspectos de lo que podemos ser realmente permanecen ignorados en la infancia, y si a veces se nos revelan, bruscos, en la adolescencia, en muchos casos van mostrándose de a poco, en distintas etapas de la vida, de tal manera que, en sus postrimerías, a causa de tantos cambios súbitos o graduales, podemos descubrir que un desconocido, admirable, repelente o curioso —para el caso es lo mismo— ha usurpado el lugar del que creíamos ser.

Una noche —llevaban un año y medio más o menos de casados— ella volvió de un viaje con cara triste y preocupada y aunque el marido lo notó apenas la vio entrar, únicamente se decidió a preguntarle lo que le ocurría cuando, en la madrugada, los sollozos apagados de ella, que estaba acostada a su lado en la oscuridad, lo despertaron. Y, pidiéndole por favor que no encendiera la luz, la mujer, más desconsolada que culpable, le hizo la terrible confesión: por una singularidad de su modo de ser, cuyos motivos a ella misma se le escapaban, siempre la había atraído, desde mucho antes de conocerlo, la posibilidad de hacer el amor con desconocidos, y si el afecto sincero que sentía por su marido había ocultado durante cierto tiempo esa singularidad, esa semana en que había estado sola en un hotel de Ciudad Real, su irresistible inclinación la había vuelto a atrapar, hostigándola día y noche hasta obligarla a pasar al acto. El deseo súbito que la arrebató, afirmaba la muchacha, había sido como un ataque de locura, o como si, de golpe, hubiese pasado del mundo familiar a otro desconocido en el que únicamente su deseo existía, y todos los vínculos con su verdadera vida se hubiesen borrado. Antes y después de ese arrebato, en el mundo verdadero, era el amor por su marido y la vida en común que llevaban lo único que le importaba, y por esa razón se sentía menos culpable que desconsolada y perpleja.

El hombre la escuchaba aterrado, y esa noche de asco y aflicción se prolongó en un mes de pesadilla: recriminaciones y violencias, gritos y llantos, silencios y amenazas, pasaban de uno al otro, día tras día, en un desgarramiento prolongado. Decidían separarse para siempre, y unos minutos más tarde copulaban con rabia y desesperación en la noche insomne y sin fin. En vez de calmarlos, el alcohol los exasperaba, y sentían que el dolor y la furia nunca dejarían de crecer, hasta que al cabo de algunas semanas, el rencor, la tristeza y la impotencia, atenuándose, dieron paso a una calma insensible y gris. Ya no hablaron de separarse pero ella, para pagar de algún modo el precio de su singularidad, se resignó a responder, sin omitir un solo detalle, a los interrogatorios interminables acerca de su brusco arrebato a que él la sometía. Se vio obligada a contestar, una y otra vez, las preguntas más extrañas, relativas a la duración de su acto, a las posiciones en las que lo había realizado, al cuerpo del hombre, a la intensidad de su goce, a las frases que intercambiaron, al aspecto de la pieza donde habían estado, a la iluminación, al orden de los acontecimientos, a la hora. Mil veces las preguntas salían por entre los labios del hombre, que la miraba fijo mientras las formulaba, en busca de nuevos y curiosos detalles o de una sempiterna confirmación, y mil veces ella le respondía con sinceridad exacta y escrupulosa, sin siquiera pensar en lo que esa sinceridad podía tener de hiriente para su marido. Y a tanto llegó esa exigencia de verdad que, cuando la tormenta pareció amainar, y siguieron viviendo en una calma aparente como si no hubiese pasado nada, ella se creyó en la obligación de decirle que no estaba segura de que en el futuro el arrebato no se repetiría.

Él la escuchó en silencio, pero era fácil adivinar en su mirada que ya que no podían separarse le pediría algo a cambio, lo que en efecto sucedió unos días más tarde: él, le dijo, la aceptaba como era, pero no quería que las cosas pasaran a sus espaldas o en su ausencia. Que esos arrebatos de ella, si él los aceptaba, eran un bien común que poseían y que debían administrar juntos. Perpleja y curiosa, y con cierto alivio también, porque esa propuesta la liberaba de sus sentimientos de culpa, la mujer aceptó.

Durante un año y medio más o menos, cuando viajaban juntos, la misma situación se repetía de tanto en tanto; en los hoteles de provincia donde se alojaban, no se inscribían como marido y mujer sino como simples colegas, y dormían en habitaciones separadas pero contiguas. Después del trabajo, recorrían los establecimientos nocturnos, y si la mujer se sentía atraída por algún desconocido —ya que su singularidad exigía que fuese un desconocido y que sirviese para una sola noche— el marido, en su papel de compañero de trabajo, los observaba a distancia, tomando de a tragos pausados su alcohol y haciendo tintinear distraídamente los cubitos de hielo contra el vidrio del vaso. El corazón le latía un poco más fuerte cuando las maniobras comenzaban. Y si las cosas parecían conducir al desenlace previsto, se alejaba en dirección al hotel, adelantándose a la pareja y, tendiéndose en la oscuridad de su cuarto esperaba, alerta y palpitante, que los otros llegaran. Cada ruido que los anunciaba, el ascensor o, si no había, los pasos en la escalera, en el pasillo, el ruido de la puerta al abrirse o al cerrarse, aceleraban los latidos, acrecentaban la ansiedad, reconcentraban la atención. Tendido inmóvil en la negrura, su ser entero estaba vuelto hacia los ruidos que venían de la habitación de al lado —risas ahogadas, murmullos, suspiros, quejidos, rechinar de metales y crujidos de madera, roce apagado de paños o rumor de seda— y que parecían penetrar en él no únicamente a través del oído, sino de cada milímetro de su cuerpo. Cuando el desconocido se iba, ella venía a la habitación y, en silencio, sin encender la luz ni intercambiar una sola frase (ella arañaba apagadamente la puerta y él iba a abrirle en la oscuridad) hacían el amor y se dormían hasta el día siguiente.

Si en el marido la inclinación por esas noches idénticas iba en aumento, en la mujer en cambio, la frecuencia de sus arrebatos e incluso el deseo de que se produjesen disminuían. Lo que había sido su única libertad, fue transformándose lentamente en una especie de obligación. Tenía la impresión de haber contraído una deuda infinita, que nunca terminaría de pagar. Al mismo tiempo, la voluntad de su marido parecía haber anexado su goce, transformándolo en un apéndice de su propio deseo. Ya no gozaba durante ese ritual repetido, solamente se limitaba a concentrarse en cada uno de sus actos para adecuarlo en forma escrupulosa al deseo de su marido. Una especie de indiferencia se apoderó de ella. Durante cierto tiempo, no logró entender lo que le pasaba y se dejó llevar por los acontecimientos, pero un día en que oyó a su marido, en el colmo de la exaltación, proyectar la construcción de un tabique delgado en su propia casa para que ella pudiese recibir desconocidos y él escuchar con más claridad desde la pieza de al lado, se dio cuenta de que había llegado el momento de intentar sobrevivir, así que sin decirle nada, aprovechando que él estaba de viaje, y dejándole una esquela de adiós, hizo sus valijas y cambió, no únicamente de ciudad, sino incluso de país, de continente y de nombre.

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Las pirámides

S

ollozando despacio en la cama para no despertar a su mujer, el hombre, que ya está despierto del todo, sigue sin embargo enredado en la pesadilla horrible que acaba de tener. En la oscuridad, siente las lágrimas calientes humedecerle las mejillas. El asco, la culpa, el horror, la desesperación lo asaltan y lo sobrecogen. Le parece que el universo entero se ha manchado para siempre con la vergüenza infinita que le da su sueño. El mundo ya no será nunca más el mismo después de haberlo tenido.

Es un comerciante egipcio próspero, importador de ciertas máquinas europeas. Ingeniero electrónico de formación (estudió en Londres), prefirió aplicar sus conocimientos al comercio siguiendo la tradición familiar, con el buen olfato de relacionarse más bien con industriales franceses que ingleses, encontrando de ese modo una competencia menos seria, lo que le permitió al cabo de una década acrecentar y sobre todo afirmar la fortuna familiar. Asociado con su hermano mayor y con su cuñado, el marido de su hermana, logró constituir la firma más importante del ramo no únicamente en el país, sino quizás en todo los países de la región. Y ahora está en el dormitorio de su casa, confortable sin ostentación, en uno de los barrios residenciales de El Cairo, tratando de sofocar su llanto para no despertar a su  mujer, que duerme a su lado en la penumbra.

El mes anterior cumplió cuarenta y siete años. Hubo una gran fiesta de familia, a la que asistieron también muchos amigos. Sus dos socios le regalaron un coche nuevo, francés, que habían obtenido a un precio ventajoso gracias a sus relaciones con los medios industriales y comerciales de París. La noche de su cumpleaños, cuando los invitados se retiraron y sus dos hijos ya se habían ido a dormir, hizo el amor con su mujer —se llevaban muy bien, y aunque la frecuencia de sus relaciones sexuales había disminuido mucho con los años, él le era enteramente fiel— y después, antes de dormirse, pensó un rato en sí mismo, en sus antepasados, en su familia actual, en sus negocios, y durante unos pocos y raros minutos de exaltación austera, se dijo que tal vez había realizado plenamente su vida.

Y esta noche, un mes más tarde, como culminación de los acontecimientos desagradables de las últimas semanas, él, que no sueña nunca, acaba de tener esa pesadilla que lo ahoga de vergüenza, de pena, de desprecio de sí mismo. Acaba de soñar que sometía a Yussef, su hijo mayor, de diecisiete años, a una serie de repugnantes vejámenes sexuales. No solamente lo hacía, sino que lo divulgaba con cinismo, aunque en secreto ya empezaba a sentir vergüenza por los actos que había cometido, y tenía miedo de encontrarse con el muchacho, en quien, en el sueño, sentía haber causado daños irreparables. Su conducta no tenía en apariencia ninguna motivación sensual, sino un odio desmesurado y gélido, y es ese odio quizás, junto con las imágenes abominables del sueño, lo que lo ha hecho despertarse aterrado y lloroso hace unos minutos, sin que el sentimiento de alivio al comprobar que esas escenas penosas no eran más que una pesadilla, se haya, piadoso, presentado todavía. Al contrario: a medida que va saliendo de él, tiene la impresión de que, por la misma grieta por la que él ha vuelto a la realidad, el sueño también se ha filtrado en ella y ahora contamina el universo entero.

El hombre cree saber la causa de ese odio, pero es eso justamente lo que aumenta su desconcierto y su pena. ¿Cómo es posible —piensa— que alguien sea capaz de experimentar esos sentimientos, ignorando lo que lo acecha en los rincones oscuros de su propio ser? Todo empezó tres o cuatro días después de su cumpleaños, cuando encontraron el coche nuevo desbarrancado en una cuneta. Desapareció una noche y la policía, que había sido alertada en seguida, lo encontró unas horas más tarde en esa zanja profunda, con los faros delanteros rotos, una parte de la carrocería toda abollada y la dirección descalibrada. Él había decidido no entrarlo al garage esa noche, para poder salir más rápido hacia el aeropuerto a recibir a unos clientes que llegaban desde el extranjero a la mañana temprano, y como había una ronda de guardias privados en el barrio, se había ido tranquilo a la cama. Pero cuando salió a buscarlo a la mañana, el coche ya no estaba, así que llamó a la policía y salió para el aeropuerto.

A eso de las seis de la tarde, la policía se comunicó con él para decirle que habían encontrado el coche y pedirle que pasara por la comisaría para cumplir con dos o tres formalidades. Cuando llegó y vio el estado del coche estacionado en la puerta, una cólera hiriente puso durante unos segundos su mente al rojo blanco, como si hubiesen volcado detrás de su frente una palada de cal viva, de modo que cuando insistió para que la policía prosiguiera su búsqueda hasta encontrar a los culpables, no le atribuyó ningún sentido preciso a la expresión un poco confusa del funcionario que lo atendía, y que, aunque no parecía atreverse a contradecirlo, lo hizo esperar unos minutos para hacerle firmar una denuncia escrita que un secretario redactó en la pieza de al lado.

Al día siguiente, el funcionario lo llamó al negocio y le preguntó si no lo molestaba pasar a verlo porque lo que habían descubierto era demasiado grave como para ser comunicado por teléfono, así que media hora más tarde, sentado frente a él del otro lado del escritorio y evitando mirarlo a los ojos mientras hablaba, el funcionario le dijo que uno de los guardias privados del barrio residencial había visto a su hijo Yussef manejando el auto la noche del robo. Después de eso, tuvo que volver a declarar con su hijo a la comisaría, pero Yussef negó con tanta obstinación, que él terminó por ponerse de su parte, diciendo que haría echar al guardia que lo había denunciado. La expresión confusa del policía no se borraba de su cara mientras tenían lugar esas denegaciones, y al cabo de tantos tironeos, amenazas, interrogatorios y discusiones, el funcionario declaró que de todas maneras la justicia estaba en condiciones, gracias a ciertos métodos científicos infalibles, de encontrar la solución. Un pánico repentino se apoderó del adolescente, que se echó a llorar y reconoció que él era el autor del robo.

Desde ese momento, para el padre, el mundo simple y claro en el que vivía se ha desplomado. Poco tiempo después de la noche de su cumpleaños, en la que durante unos minutos le pareció haber alcanzado la plenitud de su vida, las fuerzas confusas de las que él desde hacía años había olvidado hasta la existencia, brutales, lo alcanzaron. En las semanas que siguieron trató de obtener sin ningún resultado alguna explicación de Yussef. Era su hijo preferido: un poco callado y retraído, pero serio en sus estudios (lo que para el hombre era una prueba de su valor), y aunque no manifestaba demasiado sus emociones ni sus afectos, correcto y calmo en sus relaciones familiares. El padre estaba educándolo para que lo sucediera en la empresa y pensaba mandarlo a París a terminar sus estudios. Había tenido que humillarse yendo a pedirle disculpas al guardia privado que había querido hacer echar de su trabajo.

Y ahora, hace unos minutos, acaba de tener esa pesadilla horrible. Mientras trata de detener sus sollozos o de volverlos inaudibles, piensa que el odio que ha revelado su sueño es desproporcionado en relación con la falta que ha cometido el adolescente. Aunque el robo del auto unas semanas antes ya había despertado no pocas dudas, abriendo algunas grietas en su conciencia satisfecha, el sueño que acaba de tener le confirma, inequívoco, que ya no es o que quizás no lo fue nunca, el que durante tantos años ha creído ser. Su desesperación aumenta cuando, entrando poco a poco en la vigilia, se acuerda de que su hijo está de viaje, acompañando en una excursión a los hijos de unos hombres de negocios, y que vienen bajando el Nilo desde el sur para visitar los monumentos antiguos. Una imagen empieza a obsesionarlo: los tres muchachos diminutos, indefensos, al lado de la mole aplastante de una pirámide, cuyas piedras arcaicas, carcomidas por la erosión del desierto, flotan en el presente como evidencias enigmáticas de un pasado que creemos familiar, porque nos lo representamos siempre con las mismas imágenes simplificadas, pero que en realidad nos es desconocido y remoto.

Lágrimas calientes corren por sus mejillas, por los bordes de la nariz, le mojan los labios, se deslizan por las mandíbulas. Los sollozos mudos lo agitan en la penumbra. Las imágenes del sueño más nítidas que el sol ardiente y rugoso, y tan absorbentes y obstinadas que el universo entero se borra en su presencia, le causan un dolor sin límites, y cuando, al cabo de unos minutos, el dolor se empieza a atenuar, lo invade la idea extraña de que lo que ha soñado es la única realidad de su ser, y que no debe dormirse de nuevo todavía, para mantener despierto el dolor y castigarse de ese modo en la vigilia por haber tenido ese sueño.

 

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Con el desayuno

A Juan Carlos Mondragón

      Goldstein tenía 21 años en 1943, cuando lo deportaron a un campo de concentración, por el triple motivo de ser judío, comunista y miembro de la Resistencia. No lo mataron, porque es sabido que los campos nazis eran en principio campos de trabajo, y los alemanes pretendían ganar la guerra gracias al trabajo de los más vigorosos de sus enemigos. A los que no les servían, enfermos, chicos, ancianos, los asesinaban inmediatamente, pero a los más jóvenes los hacían trabajar. En cierto sentido los campos nazis, por la manera en que se había organizado el trabajo de los prisioneros, piensa Goldstein, representan un ejemplo avant la lettre de lo que podría llegar a ser la última etapa de la llamada desregulación del mercado laboral. Por lo tanto, Goldstein está convencido de que fue su condición de mano de obra barata lo que le salvó la vida.
      Los nazis estaban a punto de fusilarlo por tentativa de evasión, cuando justo llegaron los aliados (que no encontraron ni un solo soldado alemán en todo el campo), de modo que esta mañana, mientras desayuna en el bar Tobas, en Córdoba y Pueyrredón, tiene setenta y seis años y todavía sigue yendo a la librería, más para distraerse que otra cosa, ya que cinco años atrás le dejó el negocio a sus dos empleados, que le pasan una renta mensual. Su mujer murió hace tres años. Su hija mayor, que tuvo que irse del país con el golpe de estado del 76, se casó con un catalán y se quedó a vivir en Barcelona. La menor, que es psicoanalista, tiene poco tiempo libre los días de semana, así que únicamente ciertas noches y a veces ciertos domingos pueden verse para comer juntos, pero de todos modos, a causa de algunas diferencias políticas, sus relaciones con ella son un poco más difíciles que con la mayor. Los jueves a la noche tiene una reunión en la Mesa de Derechos humanos, y los viernes, su partida de poker semanal. Es por lo tanto el día, desde la mañana bien temprano cuando se despierta hasta que anochece, lo más difícil de llenar.
      Después de la vacilación matinal, ante las interminables horas que se avecinan, el desayuno que, como incluye la lectura del diario, dura un buen rato, es un momento de actividad, sobre todo interior, ya que la memoria y la inteligencia, reverdecidas por las horas de sueño y por la ducha tibia que relaja el cuerpo atenuando los pequeños dolores óseos y musculares que lo tironearán durante el resto del día, se concentran con mayor facilidad y acogen con nitidez imágenes y pensamientos. El desayuno es, desde hace unos doce años más o menos, siempre el mismo: café con leche azucarado, jugo de naranja, dos medialunas, y un rato más tarde, después de haber leído buena parte del diario, un cafecito solo, concentrado y amargo, y un vaso de agua. La mesa es casi siempre la misma; entrando, a la derecha, la última junto al ventanal que da a Pueyrredón. Cada mañana, al entrar en el local, saluda al dueño que está detrás de la caja y se encamina a su sitio, sentándose en el rincón de cara a la entrada, bajo el televisor apagado.
      _¿Siempre apechugando a la matina, don Goldstein? _le dice el mozo catamarqueño, depositando las medialunas y el jugo amarillo sobre la mesa, sin esperar el pedido mientras el dueño, detrás del mostrador, ha empezado a prepararle el café. Media hora más tarde más o menos, bastará una seña casi imperceptible de Goldstein en dirección a la caja para que el cafecito cuidadosamente preparado, acompañado por el vaso de agua, aterrice sobre la mesa. Por ahora, desplegando el diario, le responde al mozo con jovialidad distraída y con el ligerísimo acento de los viejos judíos aporteñados del Once y de Balvanera.
      _Qué querés, Negro, me opio si no en la cama.
      El jugo fresco, recién exprimido, ácido y dulce a la vez, le da una pequeña sacudida de optimismo cuando toma el primer trago, lo que podría probar, puesto que el efecto energético de las vitaminas no ha tenido tiempo de actuar todavía, que el placer en sí mismo es un estímulo en la vida. Sopar las medialunas en el café, absorbiéndolo poco a poco, le dificulta la lectura del diario, lo que lo incita a engullirlas rápido, menos por avidez que porque quiere tener las manos libres para poder manipular con más facilidad las grandes hojas de papel impreso que se pliegan y se despliegan, indóciles y ruidosas. Por fin las domina y se concentra en las noticias políticas nacionales e internacionales, en las páginas de economía y en las de cultura, echa una ojeada a las novedades deportivas y al estado del tiempo, para terminar con las historietas y los programas de televisión. Después vuelve atrás y lee con atención los artículos de fondo de los columnistas, a algunos de los cuales conoce personalmente porque son clientes de la librería, las cartas de los lectores y los editoriales. De tanto en tanto ha ido tomando un trago de café con leche o de jugo, hasta terminarlos, y por último, cuando ya no le quedan más que unos pocos minutos de lectura, hace una seña para que le traigan el cafecito y el vaso de agua.
      Esa ceremonia que se repite todas las mañanas desde hace tantos años es en realidad el preámbulo a los minutos de meditación que le suceden. Pero tal vez es una licencia poética llamar a ese estado una meditación, porque una meditación presupone cierta voluntad consciente de pensar sobre temas precisos, y en su caso sólo se trata de mecanismos asociativos autónomos, casi mecánicos que, todas las mañanas, después del desayuno, se instalan en su interior, y lo ocupan por completo durante un rato. Visto desde fuera, es un anciano apacible y limpio, vestido con sencillez y que, como tantos otros habitantes de la ciudad, toma su desayuno en un café de Buenos Aires. Por dentro, sin embargo, cada mañana, durante unos pocos minutos, a causa de esa asociación inconsciente a cuya repetición puntual ya se ha resignado después de tantos años, se dan cita, en la zona clara de su mente, todas las masacres del siglo. Él las contabiliza y a medida que se producen otras nuevas las va agregando a la lista, de tal manera que cuando las evoca y las enumera, no puede evitar que le vengan a la memoria los versos de Dante:
                                                                     …venía si lunga tratta
                                                                      di gente, ch’i’ non averei credutto
                                                                       que morte tanta n'avesse disfatta.


     
Tal cantidad de gente, que nunca hubiese creído que la muerte deshiciera a tantos: y de esa muchedumbre de fantasmas, estaban excluidos los que habían muerto en los campos de batalla, o por accidente, o de enfermedad, o se habían suicidado, o incluso habían sido ejecutados por los crímenes que habían cometido. No: contabilizaba únicamente todos aquellos qué habían sido exterminados no por su peligrosidad, real o imaginaria, sino porque, por alguna razón que ellos solos consideraban legítima, sus asesinos decidieron que no debían vivir: los armenios para los turcos por ejemplo (1.300.000), o los judíos (6.000.000), los gitanos (600.000) y los enfermos mentales (cifra desconocida) para los nazis. En Rwanda, los tutsis (800.000) para los hutus. Para los norteamericanos, los habitantes de Hiroshima y Nagasaki (300.000), los opositores de Suharto en Indonesia (500.000) O los irakíes durante la guerra del Golfo (170.000). Para Stalin, que percibía la totalidad de lo Exterior como una amenaza, varios millones de los espectros que, según en él, lo acechaban en ella. Y después esas masacres locales, en las que, en una tarde, en una semana, varias decenas, o centenas o miles de personas morían en manos de sus verdugos quienes, por razones inexplicables, en los que ningún interés razonable entraba en juego, no los toleraban en este mundo: indios, negros, bosnios, serbios, cristianos, musulmanes, viejos, mujeres (un asesino en serie había matado cerca de sesenta en Estados Unidos, todas rubias, de cierto peso, cierta silueta, cierto peinado, entre veinte y treinta años de edad). Bien mirado, todos eran crímenes en serie, puesto que las víctimas siempre tenían algo en común para los asesinos, y era por eso que las mataban: para los turcos, los armenios eran todos armenios y sólo armenios, y sólo porque eran armenios los exterminaban, del mismo modo que el asesino en serie norteamericano mataba rubias y únicamente rubias, y únicamente porque eran rubias las mataba.
      Aunque se definía a sí mismo como ateo y materialista, y se jactaba con frecuencia de serlo, Goldstein pensaba también que los dioses no salían indemnes de ese carnaval que desfilaba en su mente todas las mañanas, con el desayuno, y en la mayoría de los casos, ya sea que sus fieles estuviesen en el campo de las víctimas o de los verdugos, que muchas veces cambiaban de papel según las circunstancias, los dioses sufrían los efectos perversos de esa carnicería. Muchos desaparecían o, con los cambios de sus adoradores, cambiaban de signo, perdiendo su identidad o sus atributos más importantes, y otros revelaban aspectos ocultos en los que hasta ese momento nadie había reparado. Era probable que muchas veces hayan huido aterrados, lo que hubiese sido casi deseable, porque la indiferencia con la que abandonaban sus creyentes a la crueldad de sus verdugos, era a decir verdad abominable. En otros casos, cuando los asesinos los invocaban como pretexto para sus masacres, o bien los tergiversaban o bien los desenmascaraban: no había otra explicación posible. Por otra parte, con cada serie que desaparecía _tal tribu del Matto Grosso por ejemplo, en manos de los grandes propietarios_, montones de dioses, que habían concebido, engendrado y organizado el universo para ofrecérselo como regalo a los hombres, se borraban para siempre con el universo que habían creado y con las criaturas que lo habitaban. Y si los sobrevivientes, después de lo que le había sucedido a la inmensa mayoría de la serie a la que pertenecían, seguían adorando a los dioses que habían permitido que tales cosas sucedieran, no solamente profanaban la memoria de los que habían desaparecido, sino que se ridiculizaban y, por esa misma razón, también volvían ridículos a sus dioses.
"¡Que no haya eternidad, y si hay, que no haya, al menos, en ella, asociaciones!", empezó a repetirse en secreto Goldstein, en los primeros meses en los que esa asociación inconsciente y autónoma, cuya causa precisa (el primer término de la asociación) no podía descubrir, se apoderaba de él todas las mañanas, con el desayuno, y no lo abandonaba hasta que salía a la calle y, mezclándose al tumulto del presente, se dejaba envolver por el rumor de las cosas. La asociación mental como infierno: para Goldstein, en esos primeros meses, esa expresión hubiese debido ser el título de un imprescindible tratado.   Los cálculos más absurdos agitaban sus pensamientos, y consideraba todos esos crímenes no desde el punto de vista de la compasión o de la ética, sino en cuanto a la cantidad de víctimas en relación con la extensión en el tiempo de las masacres, como si se tratara de un problema de álgebra. Pero tantos meses, tantos años, duró esa posesión obstinada, ese odioso teatro matinal, que se fue acostumbrando a su presencia, hasta gastar la angustia que la acompañaba, y una buena mañana terminó por comprender, resignado: "el primer término de la asociación es mi vida". A la angustia de los primeros tiempos, la suplantó una impresión extraña, que persiste todavía y cierra el episodio cada mañana: la increíble sensación de estar vivo, ante el interminable desfile de fantasmas. E1 hecho le parece improbable, ficticio, fragilísimo, y su precariedad misma hace bailar, durante una fracción de segundo, al universo entero en el filo del abismo.
      Los dos años que pasó en el campo de concentración, si bien fueron en su momento una intolerable pesadilla, al poco tiempo de salir, Goldstein, aunque parezca mentira, empezó a considerarlos como un azar favorable en su vida. Su argumento es el siguiente: a los 21 años, tenía una visión demasiado optimista del mundo. Si al final de la guerra se hubiese encontrado sin esa experiencia, sus prejuicios optimistas hubiesen seguido distorsionando su percepción de la realidad. El crimen, la tortura, las masacres, definían mejor a la especie humana que el arte, la ciencia, las instituciones. Ante sus interlocutores perplejos, Goldstein (que algunos consideraban un poco excéntrico en sus opiniones, por no decir ligeramente chiflado) afirmaba que, en tanto que hombre, su cuerpo y su mente habían sufrido en el campo de concentración pero que, en tanto que pensador, esos dos años representaban para él su diploma "con felicitaciones del jurado" en antropología.
      Cuando termina el café y pliega el diario, Goldstein deja sobre la mesa dinero suficiente para el desayuno y la propina, y lanzando un "¡Hasta mañana!" afable y general, sale al sol de la esquina y al estruendo de las dos avenidas que se cruzan: para los clientes de paso, que lo observan con curiosidad fugaz, es un viejo limpio y jovial, bien conservado a pesar de los años, representando probablemente menos de los que tiene, y a quien a juzgar por su aire enérgico y satisfecho, no parece haberle ido tan mal en la vida.

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En un   cuarto de hotel

      El cliente, durante un largo rato, se contempla, abstraído, en el espejo. Su vida pasada y sus proyectos inmediatos no bastan para distraerlo completamente de su cara, de su cuerpo desnudo. Ha engordado un poco tal vez. Ya no anda lejos de los cuarenta. ¿No está empezando a volverse transparente para las mujeres? Unos años más y será como esos hombres maduros, o esos viejos que se parecen todos entre sí, y que deambulan en las ciudades, ignorados por la muchedumbre, grises y anónimos. Recién ahora está empezando a comprobar que la vejez, qué en su primera juventud había pensado que era la edad de la sabiduría, no es otra cosa que una inmersión irreversible y lenta en la bestialidad. De los años vividos ya no le va quedando más que la carne corruptible. Pero esos pensamientos pasan rápido. Su compañera de viaje, que se ha demorado en la playa, entra brusca en el cuarto de baño y, rozándolo al pasar, comienza a desnudarse junto a la bañadera. El cliente la contempla a través del espejo: la carne firme, tostada, de la muchacha, se vuelve como más irrefutable y salvaje cuando ella se desata los cabellos y los desparrama con dos o tres sacudidas hábiles sobre los hombros. Después la ve refregarse la carne dura bajo la ducha, con los ojos cerrados y la cabeza alzada que esquiva sin embargo a medias y como por instinto la lluvia espesa. El recuerdo de su propia corruptibilidad se esfuma de la mente del cliente, arrasado por esa presencia densa, persistente, por esa masa de vida nítida que llena el cuarto de baño iluminado, dándole realidad y sentido, Mientras lo ve pagar la cuenta en el restaurant, la muchacha piensa que ese hombre con el que vive desde hace quince meses no le ha entregado, al fin de cuentas, todos sus secretos. ¿Cuál es la causa de esos silencios, de esas miradas sombrías, de esas respuestas bruscas a las que suceden, debe reconocerlo, disculpas inmediatas y sinceras? Y sin embargo, desde fuera presenta un aspecto tan saludable, tan compacto y enérgico. La enfermedad, se dice la muchacha, en esta pareja, vendría a estar más bien a mi cargo: soy bastante inestable, y mis exigencias de continuidad, de apoyo incondicional, tal vez representan para él una carga insoportable. Debería, piensa generosa, ser más abierta en el futuro, vivir el tiempo sucesivo sin obstinarme en organizarlo de antemano. Y cuando están saliendo del restaurant la muchacha, después de haber rechazado, con optimismo o tal vez con resignación, sus pensamientos problemáticos, se abandona al ademán amplio del hombre que le rodea los hombros con el brazo y la atrae hacia su pecho. Así atraviesan, lentos y felices, la ciudad desierta en dirección al hotel, en el que una hora más tarde, echados desnudos en la cama, después de copular, se abandonan, separadamente, a sus propios pensamientos y a esa disgregación lenta que precede al sueño, de la que es difícil determinar si es producto del cansancio o bien si la negrura en la que culmina no es más que el estado verdadero y continuo de la mente. Ronquidos, espasmos, suspiros y quejidos llenan, intermitentes, el silencio oscuro del hotel. El gerente, que está en la portería desde las ocho, los ve salir del ascensor con las valijas un poco antes de mediodía y les da la cuenta ya lista, recibiendo el dinero y guardando el vuelto que el cliente, con un movimiento de cabeza que indica los pisos superiores, ha dejado de propina para las mucamas. Después los ve desaparecer por la puerta de calle, amplia y entreabierta, y los olvida casi de inmediato, mientras hace desaparecer el original de la factura —el duplicado se lo ha llevado el cliente— entre las hojas de un libro de caja clandestino en el que va llevando, para reducir sus impuestos, una doble contabilidad. En el hall del hotel, un poco pretencioso y ya pasado de moda, no hay nadie a esa hora. El sol de septiembre entra por el ventanal que da a la vereda. Los sillones están vacíos y el televisor apagado. Durante dos o tres minutos no pasa nada (el gerente se ha quedado inmóvil junto al mostrador, pensando no sabe bien qué), hasta que de golpe, el ruido familiar del ascensor, que alguien ha debido llamar desde los pisos superiores, empieza a oírse en el hall iluminado.

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