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A un crucifijo

A una dama muerta

A una dama que tiró un güevo de azahar

¡Cómo se pasan, Leslio, las edades...

A UN CRUCIFIJO

Arroyos surcan de coral sagrado

en tu bella deidad el rostro hermoso,

¡oh Señor!, cuyo tránsito amoroso

quebrantó los abismos del pecado.

 Tu clemencia, que el círculo estrellado

describe con incendio misterioso,

impuso desde el centro tenebroso

contra ti el golpe de rigor armado.

 Mis culpas ocasionan esas penas

que abundan en purpúreos resplandores,

el efecto más triste de mi llanto.

 ¡Oh verdadero Isac, por cuyas venas,

en fuentes de rubí, formando flores,

hollaste los horrores del espanto!

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A UNA DAMA MUERTA

 Muerta la vida y vivo el escarmiento,

luz sin luz, entre horrores eclipsada,

el más tirano triunfo de la nada

y del cielo el más justo sentimiento,

 el sol, que al soplo frágil de un aliento

mostró toda su pompa deshojada,

beldad del mayo, en polvo desatada,

de la muerte el despojo más violento

 es hoy tu efigie al orbe peregrina,

donde se ven destrozos de cristales

que anuncian de bellezas la rüina.

Voz muda que, en extremos desiguales,

a los rigores de la parca inclina

el milagro mayor de los mortales.

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A UNA DAMA QUE TIRÓ UN GÜEVO DE AZAHAR

En prisión breve azahares deposita

tu mano bella, siempre rigurosa,

pues con el agua quiere, cautelosa,

el fuego disfrazar, que precipita.

 En el tirar de amor el golpe incita,

fiando al aire acciones de briosa;

nunca la vio la selva más hermosa,

cuando de Venus la deidad imita.

 Rendido el corazón a su luz pura

y abrasando en las perlas que derrama,

a mi cuidado acrecentó desvelos.

 Divina suspensión de la hermosura,

¿cómo en agua reduces tanta llama?,

¿cómo desatas tanto ardor en hielos?

 

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¡Cómo se pasan, Lelio, las edades,

sujetas al rigor de la inconstancia,

cuando del mundo, bárbara ignorancia,

desconoce terrestres potestades!

 Funda sobre diversas voluntades,

de prósperos sucesos, la arrogancia,

y verás en su misma vigilancia

que todo es vanidad de vanidades.

 Nace el sol; en el término de un día

muere y comienza el curso repetido

por la estación del cielo más serena.

 Sólo a tanta mudanza mi agonía,

en el lóbrego centro del olvido,

anima el contrapeso de mi pena.

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