José Monegal

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De cómo Caneca se vio dueño de cien cuadras

Camino de la Sierra

Un cuento de bichos

De cómo Caneca se vio dueño de cien cuadras

    El campo de don Zeca Andrade -doce suertes de estancia- estaba, su parte mayor, en el Brasil; la menor en el Uruguay. Don Zeca cuidaba vacas y ovejas, tenía caballadas muy buenas, dos casonas -una en cada país- mujer, hijos, nutrida peonada, y un lote de gallos de pelea que durante muchos años fueron considerados invencibles. La estancia del Brasil se instituyó famoso centro de riñas. Allí llegaban de todas las comarcas vecinas, hombres acaudalados -y algunos sin caudal- llevando campeones. Muy pocos volvían con plata y gallo vivo; a los demás, Andrade les arrebata apuestas, peleadores y fama. "¡No hay gallos en el mundo como los de Zeca Andrade!"- comentaba donde fuera. Y éste era el máximo premio que aspiraba, pues lo ganado era repartido entre sus servidores.
    En el lado oriental, lindera con la estancia del citado Andrade, tenía su hacienda don Benito Durán. Este don Benito era de los que concurría asiduamente, llevando sus gallos, a las famosas competencias. Pero jamás volvió con una victoria. Andrade le desplumaba la plata y los negros de Andrade los gallos, pues nunca regresó con uno. Durán mantenía un secreto rencor contra su vecino. Le habían contado que don Zeca, en el comercio de Polidor Reverbell, haciendo crtica de las últimos peleas, se refirió a los gallos de él, diciendo, con ciertas puntas de ironía: "Este seu Durán tene muy sobresalientes gallos. Cada vez que deja alguno pataliando en la estancia, el negro Chirú sóplale vino por el pico y dispués Ña Nica los mete en la olla. ¡Qué carne tienen los tales gallos, camaradas, mesmo como pulpa de butiá!"
    Bien. Por los últimos días de mayo, un atardecer lluvioso y frío, pidió para hacer noche en lo de Durán un mulato de hasta sesenta años, que llegó en un caballo flaco y cansado. Se le dio hospedaje. El estanciero comía en la cocina, rodeado de sus servidores; era viudo, no tenía hijos. Allí, durante la cena, el tema recayó sobre la próxima temporada en lo de don Zeca.
    -Viá llevar tres -habló don Benito- y entre esos tres un colorao que si queda pal puchero de don Andrade, no paso más pal otro loo. Cinco años que llevo gallos y allí los dejo, pa qué el brasilero vaya a los pulperías a rebajarlos y a rebajarme.
    Quedó pensativo un instante y luego murmuró:
    -¡Pucha, daría cien cuadras de campo por un gallo que le quebrara las mentas a ese ensanchao!
Terminose la cena, cada cual marchó a su cama o catre. El silencio se aplastó sobre la casa de don Benito. Y en ese silencio el mulato forastero meditó algo para el bien suyo. Amaneció otro día y en un aparte que hicieron el ajeno y el patrón, aquel dijo:
    -Vea, don: yo le puedo conseguir el gallo que usté precisa.
    Durán lo observó de arriba a abajo, y luego le contéstó:
    -Y yo le doy cien cuadras por ese gallo. ¿Diánde lo va sacar?
    El mulato dio un paso hacia él y con actitud, acento y ademán de misterio, le expresó:
    -¡Que naides, ni nada, ni sus botas, se enteren de esto que le viá declarar! En mi familia, don, semos siete hermanos. Tuitos viven. El más chico es lobizone.
    A este preludio el mulato hizo una pausa en la que lió un cigarro en ancha y larga chala. Después prosiguió:
    -Con ese hermano, mi mama y nosotros hemos ganao mucha plata... Anteayer tuve una diferencia con la vieja y resolví dirme, dejar mi pago... Mi hermano, don, haciéndose bicho, ha ganao a los parejeros más sin emparde, ha basuriao a los domadores de más fama, ha cantao como nengún sabiá cantó, ha hecho cosas, en fin, como nengún irracional ha hecho, prestando servicios en estancias y hasta en el mesmo pueblo. Y allá en el Norte, por el lao del Palmar de los Dijuntos, mató el gallo más fiero y más malo que ha habido ni haberá en el mundo, y que era del general Firmino da Fonseca, no sé si lo conoce. Por eso le digo..
    -¿El qué me dice? ¿Y el gallo ande está?
    -Desculpe, don; ¿cuándo comienzan las riñas?
    -En cuanto dentre junio. Cinco días faltan.
    -Pues yo pa esa fecha estoy aquí con mi hermano; en la primer media noche que usté ordene se hace gallo, usté lo carga pa lo de don Zeca y puede jugarse la hacienda entera.
    -Traiga su hermano.
    Salió el mulato; lejos de las casas torció el rumbo y enderezó o lo de don Zeca, lugar que conocía más que bien. Llegó al otro día, se le dió hospedaje, pues era de la relación del negraje y esa noche expuso su plan al pardo Juvenal Porto. Y al amanecer siguiente los dos compadres pusieron rienda a lo de don Benito Durán. En el camino iban redondeando el asunto.
    -Mirá, Juvenal -hablaba el mulato- si el gallo pierde no perdemos nada; si gana, tenemos cien cuadras pa los dos.
    Bajo el poncho Juvenal llevaba un gallo cenizo que había hurtado de entre los doscientos que don Zeca cuidaba; el mulato cargaba un cajoncito. Antes de llegar a las casas, en una islita de la sierra y en sitio seguro, dejaron el gallo metido en el cajón, bien racionado. Luego se presentaron a Durán.
    -Este es mi hermano Juvenal, pa servirlo. ¿Cuándo quiere que se güelva gallo?
    -El tres marcho pa lo de don Andrade.
    -Pues el dos a la media noche usté tiene su gallo a punto.
    Dos días pasaron el mulato y el pardo comiendo y durmiendo a lo grande. De vez en cuando Juvenal se zafaba a lo zorro y se arrimaba al cenizo cambiándole el agua, llenándole la lata de ración y vareándolo bien, pues a fuerza de mirar hacerlo al negro Junco, en la estancia -directo de los gallos de don Zeca- aprendió bastante de esa ciencia. Había levantado del galpón los restos de una pintura colorada y con plumas recogidas en la cocina le dio tres manos al cenizo.
    Llegó el día fijado. Salieran pardo y mulato galpón afuera.
    -¿Pa ande van?- los interrogó Durán.
    -Al monte. Es en ese sitio y a la media noche que mi hermano pega sus repeluses. ¡Que naide nos siga y bombée porque se pierde el gallo!
    De madrugada volvió el mulato con el cenizo hecho gallo colorado. Con marcado asombro miró don Benito al animal. Y exclamó:
    -¡Güena estampa tiene ese colorao, canejo!
   Y con un peón partió a lo de Andrade. En tanto Juvenal había quedado a monte, esperando el desenlace de las riñas.
    Allí llegó el hombre. Lanzó el desafío, don Zeca recogió el guante. Al otro día se echaron los gallos. El negro Junco observó muy detenidamente al representante de Durán. Se rascó las motas. . . El caso fue que un overo enfrentado por Andrade quedó patas arriba. Al circo entró don Benito, triunfal, y levantó su héroe. Pero ya Junco estaba hablando con el consternado Zeca:
    -Tengo hallado la falta de un cenizo, el ochenta y siete; tiña un ojo zarco....ese colorao...
    A querosén y trapo fue lavado el gallo de Durán, y de esa lavada surgió un cenizo mondo y lirondo.
    -¡Vocé, seu Durán -habló Andrade- me ha ganado con un animal gatunado; querer decir que me ha robado duas veces! ¡A ver cómo se arregla isto!
    Y seu Durán no tuvo más remedio que arrumar. Y a su campo marchó de inmediato, pues aunque era medio ingenuo, tenía pocas pulgas. Llegó a su casa. En la puerta del galpón estaba el mulato, un poco ansioso, aguardando lo ocurrido.
    -¡Ganamos, mulato! Traé a tu hermano, vamos a hacer el compromiso de las cien cuadras.
    Sin pensar más nada salió nuestro hombre rumbo al monte. Poco después estuvo allí con Juvenal. Hubo banquete y beberaje. Cuando don Benito los consideró a punto los mandó atar, meter en un carro y marchó a lo de don Zeca, a quien dijo al llegar.
    -Este es el lobizome y éste el hermano del labizome.
    Con las sacudidas del viaje y el fresco de la mañana, el mulato y el pardo habían recobrado sus personalidades. Pero cuando abrieron los ojos no pudieron mover el cuerpo. Miraron el cielo, pues iban panza arriba, se interrogaron a ojo y calcularon algo muy fiero. Don Zeca ya tenía su programa hecho. Ordenó bajar la pareja y dirigiéndose al pardo, le dijo:
    -Muleque Juvenal: ya he sabido que eres lobizone y me alegro de saberlo. Aura te vas a volver gallo y me vas a correr una riña de compromiso y mucha plata...
    Juvenal, muy compungido, habló:
    -No, don Zeca, ¡qué viá ser lobizone! Es Caneca (así se llamaba el mulato) que me ha metido en este batuque.
    -¿Cómo que no eres lobizome, si ayer le ganaste la pelea a mi overo Marechal?
    -¡Qué viá ganar!¡Jué un cenizo suyo que yo levanté de la gallera, don Zeca!
    -¡Superior! Pues ahora vas a peliar a lo gallo con ese mulato que te ha metido en el batuque, pra bien de saber quién es el pícaro!
    Los hizo dejar de busto al aire, calzados con gigantescas nazarenas, cada uno esgrimiendo un garrote; y los metió en el circo.
    -¡Peléen a lo gallo, forajidos -gritaba don Zeca y Durán acompañaba- si no quieren salir de patas pra delante!
    No tuvieron más remedio, Juvenal y Caneca, que trenzarse a garrote y nazarena para salvar sus vidas, pues les constaba que Andrade era hombre de cumplir promesa.
    Doscientos espectadores presenciaron aquella riña nunca vista y gritaron, apostaron y gozaron. Caneca se sintió mal parado, pues Juvenal era joven y le daba sin lástima. En una de esas se tiró al suelo, fingiendo estar sin resuello, dándose por vencido. Don Zeca ordenó a Junco:
    -¡Refriégale el trasero con vinagre a ese gallo, a ver si hace por la pelea! Bueno, la cosa terminó en cataclismo.
    Dos meses después, nuevamente, pidió posada en lo de Durán el mulato Caneca.
    -¡Pero amigo -habló el estanciero- cómo tiene coraje pa presentarse otra vez en mi casa! ¿Con qué lobizome me viene aura?
    -Lobizome nenguno, don Durán. Pero aquí le traigo seis güevos que de la reserva le pelé al negro Junco. Vamos a hacerles nido y el que salga gallo, yo mesmo lo cuido y vareo. Aquel brasilero me tiene que pagar la riña que perdí con el pardo Juvenal.
    Año y medio después Durán le ganó dos peleas a don Zeca Andrade, que hicieron época por lo fantásticas... y Caneca se vió dueño de cien cuadras de campo.

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Camino de la Sierra

    Todo el mundo -el de Cuchilla Negra- sabía que el negro Juan Amorín era lobizome. Pero como había llegado a los cincuenta sin nunca haber asustado a ningún muchacho ni muerto ninguna vieja, vivía serenamente de casero en la estancia de don Marcelino Garzón. Más podemos decir: don Marcelino lo vio algunas veces muy reservadamente, en ocasión de correr algunos de sus parejeros, para que influyera sobre éstos ofreciéndoles raciones extraordinarias, galpones de lo mejor y yeguas a elegir. El negro siempre cumplió.
    Pues bien. Una mañana de marzo Juan Amorin pidió licencia a don Marcelino para con él conversar a solas. El tono y el modo del moreno dijeron al patrón que la cosa era grave.
    -¿Qué hay, Juan?
    -Vea, patrón: anoche fui llamao al monte pa una reunión de bichos. Venía al tranco pa las casas y un zorro me dio la novedá. En el abra junto al lavadero se habían juntao cuasi todos los bichos del pago. Pero jue el aguará por ser el de más respeto, quien me pasó la orden. Le manda decir a usté si puede dar, cuando le venga bien, a oír una queja y una reclamación que tienen que hacerle tuitos. Ansina es que...
    Pensativo quedó un instante Garzón. Comprendió que Juan no mentía.
    -¿Queja? ¿Reclamación? ¿Qué negocio tengo yo con ningún bicho?
    -Yo le di el parte, patrón: usté sabrá lo que hace.
    Ese día anduvo bastante concentrado don Marcelino. De noche conversó con la almohada, como se dice. Y en cuanto amaneció hizo llamar al negro.
    -Muy bien -le dijo- viá dir al monte. Pero viá dir con el coronel Penén y el alcalde Ortega. No vaya a ser custión que por falta de autoridá... Anda, pues, y decile a don Aguará que mañana a las diez estamos en el abra.
    Y esa fue la hora en que llegaron al punto de cita. Flanqueándolos iba Juan Amorín.
    En verdad imponía respeto el espectáculo. El abra era como un inmenso anfiteatro cuyo semicírculo estaba tapado de animales. Presidían la asamblea el yaguareté, el aguará, un ñandú y un lechuzón.
En el bicherío, antes de la reunión, había habido una discusión muy tejida sobre quién tomaría la palabra. Se pensó en el burro, un burro evadido de la hacienda de Garzón, por su conocimiento del hombre. Pero fue rechazado por unanimidad ante las palabras del zorro, que dijo:
    -Yo sé que -es viviente muy sabido, que como abogao no tiene par, y que sabe como naides las projundidades del cristiano; pero también muy aficionao a llevarle la contra a tuito. A lo pior se empaca y nos revienta el pastel. No sirve.
    Alguien propuso al propio zorro que expuso esto. Pero el lechuzón terció:
    -Desculpame, Juan; pero estás muy desprestigiao con el hombre. ¿Con qué razón le vas a salir y con qué respeto te va a oír si te pasás mortificándolo robándole guascas y gallinas, y haciéndole otros bandidajes?
    El yaguareté no quiso ser el portavoz.
    -En una de esas -manifestó-, me caliento, pego un alarido y se arma un batuque que ni el mesmo diablo dentra a bailar en él. No, no hablo.
    Al fin se decidieron por el aguará.
    Llegaron, pues, los cuatro hombres con los caballos empinándose, pues en el tufo del bichaje estaba claro y agudo el del tigre. Juan quedó aparte con ellos sosegándolos y vigilándolos. Y se levantó.     Imponente y bronca, la voz de don Aguará:
    -Siéntense en ese tronco de ceibo, que por ser el más blando se lo dejamos pa ustedes.
    Sentáronse los tres hombres. Hubo un impresionante silencio de expectativa.
    -Güeno -dijo el estanciero- lo que se ha de decir que se diga.
    Entonces don Aguará se compuso el pecho y comenzó:
    -Si señor, se dirá. La custión va a ser corta como explicación de bruto, pero no por eso menos rial y verdadera. Queremos saber, tuitos los bichos queremos saber, por qué razón y causa ustedes los cristianos son tan sin yel y tan sanguinarios. ¿Por qué matan tuito lo que se les pone a tiro de pistola o jusil, de puñal o facón? Supongo que a nosotros Dios nos hizo pa vivir en paz; pues no señor, vivimos con el Jesús en la boca. En cuanto sentimos catinga a hombre, y cada vez la sentimos más juerte, se nos encogen las achuras esperando que retumbe el tiro; y no tenemos patas que nos alcancen pa ganar ande sea, cueva o salamanca, y a veces hasta azotamos en l'agua pa sacarles el cuerpo. Carnean dende la vaca a la perdiz, dende el chancho a la mulita, dende el pato al bagre. Si juera a mentar a tuito lo que le meten cuchillo me faltarían bichos, porque ni el lagarto se les escapa, ni el mesmo trabajo de las avispas. ¡Y entodavía tienen chacras y quintas! ¿Es que no les alcanza, pa atiborrarse. con los zapallos, los choclos, los repollos y los moñatos, por nombrar algo, y por el otro lao con las sandías, las peras, las naranjas y los butíases, por también nombrar algo? ¿Qué tenemos que ver nosotros con la mesa de ustedes? ¿Lo hacen por hambre o por desalmaos? ¡Respondan, canejo!
    Ese canejo que saltó de boca de don Aguará fue escalofriante.. Los hombres se achicaron, los caballos caracolearon, hasta el yaguareté lo sintió en el hígado... cuando se oyó clara y sonora, la voz del burro, el único no invitado para aquella asamblea.
    -Me extraña, don Aguará, que un viviente tan bien asentao como usté se haiga prestao pa este tiatro...
    Y allí asomó el burro, avanzó y se plantó entre los de la presidencia. Ni tiempo a tragar saliva les dio. Volvió a sonar su voz:
    -¿No saben -ustedes, dende el bicho más chico al más encorpao, dende el más manso al más fiero, quién es el hombre? Pues ya lo debían saber, porque éste es un rosario que viene dende los bisagüelos pa atrás cien bisagüelos más. ¡Que el hombre mata, y carnea, y achura, y cuerea, y pela y escama, y deja secos lechiguanas y camuatíses ¿De qué se asombran, qué canejo reclaman? ¿No sabed que él va más lejos que eso entodavía? ¿No se matan entre ellos mesmos? La mujer de don Garzón, ¿no dejó ética una pobre negrita de una soba que le dio? ¿El coronel Penén -aquí presiente- no ahorcó con un atambre a uno porque traía cinco kilos de tabaco en las maletas y no le quiso dar tres que le reclamó? ¿El alcalde Ortega -aquí presiente- a su mujer -que era más güena que ración de maíz- no la hizo emigrar no se sabe pa dónde, pero se carcula que pa muy lejos, pa acollararse con una mulata jedionda? Y el mesmo don Garzón -aquí presiente- aprovechando la chirinada de hace dos años, ¿no mandó degollar al pulpero Trías pa terminar con la cuenta que le debía? Y no sigo la lista que es más larga y trenzada que lazo de dieciocho brazas, porque a cada cual de los nombraos les he mentao una sola de sus muy muchas fechurías que han cometido, y contando que cada hombre que pisa la tierra es igualito a los presientes. ¿Y aura ustedes se salen riuniendo pa reclamar muertes, y mentar zapallos y otros yuyos?
    Calló el burro. Se sentía clarito el volar del mosquerío y el resuello de todos. Uno por uno fueron desapareciendo los bichos, convencidos del disparate hecho. Media hora después en el abra estaban solos los tres hombres sobre el ceibo caído, mudos e inmóviles. El alcalde Ortega lanzó un gran suspiro, levantó la cabeza y murmuró: 
    -¡Este burro me ha avergonzao del tuito!- La verdá es que seamos unos forajidos...
    El coronel tuvo como un sobresalto, salido del fondo de su conciencia, quizá, si es que la tenía. Exclamó:
    -A mí también, alcalde. Habló como un dotor ese burro..
    Entonces Garzón reaccionó. Se irguió y dijo: 
    -Lo que pasa es que este burro jué criao en mi estancia. Una vez se empacó en el carro y yo mesmo le estaba deshaciendo un garrote en el lomo cuando reventó los tiros, aventó como a diez cuadras el carro y ganó la sierra. Lo hubiera seguido ese día, le hubiera metido una bala en el mate, y los bichos y nosotros no hubiéramos oído lo que hemos oído. ¡Miren en lo que hemos venido a cáir!
    Entretanto el zorro trotaba, estallando de cólera, entre don Aguará y don Yaguareté.
    -¿No les dije -hablaba- que este perdulario iba a reventar el pastel? Aura, con lo que le dijo a los hombres, vamos a tener que emigrar o meternos en el fondo de la Laguna del medio. ¿Les tocó tuitas las mataduras y el corcoveo va a ser fiero!
    -Mirá, Juan, callate. Hicimos una barbaridá y ya está hecha. Y te viá decir esto: vos sos quien menos puede alegar. El hombre cría pollos y vos se los pelás muy orondamente sin pagar cercos ni raciones. Por eso a veces uno de ustedes aparece con el lomo rociao de una chumbiada, lo que está muy bien hecho.
    El burro llegó a su rancho, donde tenía su patrona. Cuando ésta le preguntó cómo le había ido, contestó:
    -De bien tres jemes pa arriba. ¡Vieras la cara que pusieron tuitos, bichos y hombres, cuando les canté las cuarenta!
    El negro Juan Amorín había quedado solo en el monte, como petrificado, sentado en el suelo junto a su caballo. Estaba espantado y al mismo tiempo dolorido de lo que dijo el burro, que era una verdad sin levante. Y después de una trágica cavilación, como podía elegir entre ser racional o irracional por su calidad de lobizome, decidió terminar su vida siendo bicho, cualquier bicho... Y con su caballo de tiro se internó en la sierra.

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Un cuento de bichos

    Hemos escrito muchas veces sobre el Arroyo Manso, centro de un ancho pago, casi el paraíso ... hasta que a él llegó el hombre. En las playas o en las barrancas de esta armoniosa arteria, sobre dorados arenales o entre tupidas ramazones congregábase a veces el bicherío de aquel singular territorio. Allí, una ardorosa tarde de diciembre se comentó la última novedad: don Capivara Pereira iba a contraer matrimonió con Lobita Villalba. Sensacional el asunto.
    El carpincho era, como todos los carpinchos, un ser tosco y fiero, insociable, de áspero trato; la lobita, una aristócrata de suaves formas, finísimo el decir, ojos áureos, espejeantes.
    Increíble el caso, en fin, pero explicable. Don Capivara poseía enorme fortuna, era dueño de un suntuoso palacio asentado sobre barrancas coronadas de ceibos, enorme servidumbre lo atendía. La familia de ella pasaba por una profunda crisis de pobreza. Y a pesar de que en el seno de la misma se discutió por largo el asunto del matrimonio -donde hubieron frases hirientes, o irónicas, o de repudio para Pereira- pudo más la necesidad y la ambición que el pundonor.
    Se decía que el casamiento iba a ser fantástico.
    Oyendo el comentario general estaba Juan Ciriaco Corvalán, zorro notable aun entre los zorros, vejancón ya pero fuerte y duro. Había sido un aventurero de más de la marca, taimado, pícaro; sin embargo, de pensar generoso. Era de los que ante el espectáculo patético de una gallina defendiendo su pollada, frenó su instinto; prefirió pasar un día sin comer a causar dolor a una madre indefensa y desesperada. De ahí que ese día enderezó rumbo al palacio de Pereira.
    Llegó, llamó, fue interrogado por el portero y luego hecho pasar. Al fin, después de larga espera lo llevaron a una sala desde cuyos ventanales se contemplaba la esplendorosa visión del Manso. Allí estaba Pereira, que habló así.
    -Güenas tardes, Juan, va pa mucho tiempo que no te véia. Desculpá que te reciba en calzoncillos, ricién salí de la siesta; pero vos sos de confianza. ¿Qué asunto te trái?
    -Ta bien, ta bien, don Capivara, soy un viviente llano, anqué tuviera desnudo sería lo mesmo. Vea don Capivara, y désemule y no se ofenda con lo que le diga, que por bien suyo lo hago...
    -Acortá el preludio, Juan.
    -Güeno. He sabido que usté piensa acoyararse con la Lobita Villalba. ¿Es verdá eso?
    -Talcualmente.
    -Pues yo le vine a decir que usté va a redondiar un disparate más grande que el Cerro de los Tatuses.
    A don Capivara, que todos adulaban por poderoso, no le sentó bien aquello. Airado, casi colérico, dijo:
    -¿Y a vos quién te ha dao dentrada en esta penca, atrevido?
    Juan tragó saliva, era muy cosquilloso; pero supo contenerse.
    -Déjeme terminar mi relación, don Capivara no se sulfure. Yo he venido na más que a defenderlo.
    -¿Defenderme de qué, sotreta?
    -iDe lo que le va cáir encima, y déjeme terminar, canejo!
    Metálico fue el acento de Juan, imponente, tanto que Pereira enmudeció. Ciriaco siguió, sosegado ya:
    -Mire, don Capivara: usté se casa hoy y mañana ya anda como sándia en carro de mamao. El lobaje Villalba chupándole la sangre, la mujer negándole cama a usté pa dársela a otro, y el pueblo réindose a quijada abierta. Busque, si es que necesita socia, a una de su raza que no le faltará capincha superior de güena.
    Pereira estalló. Era un mandón ensoberbecido y por lo tanto violento.
    -¡Ya te mandás mudar de aquí, -trompeta, mal enseñao y pior hablao! ¡A ver, pongan patas ajuera a este sin yel!
    La voz de don Capivara había subido dieciséis tonos, el eco de los montes del Manso multiplicó la severa orden. Juan habló:
    -No precisa que me saquen, don Capivara, yo me voy de voluntá... Siempre creí que usté era un pavote sin cura y veo que no le he errao ni por medio jeme.

    El casamiento fue de los que se comentan durante cincuenta años. Las bodas de Camacho quedaron como bautismo de negro ante la magnificencia de aquel acontecimiento. Pero al otro día no más Pereira empezó a penar. La Lobita se le puso con peros junto al tálamo, con lloros y suspiros y gambetas; y don Capivara se pasó la madrugada con el agua del Manso hasta el lomo, roncando de ira... Y la cosa siguió en ese son. El lobaje ganó la morada y en ella asentó sus reales. Lobita siguió hurtándole el cuerpo al marido en tanto sus hermanas le decían:
    -Mirá, Capivara: parece que nunca te miraste en el espejo del Manso y menos que hayas olido el tufo que despedía. Hay que suavizarte esa pelambrera, que más son chuzas que pelos, ablandarte esas espinas de tala que llevás por bigote, y darte cincuenta manos de ungüento perfumado pa bien de auyentar esa catinga que ni los tábanos se te arriman. Cuando estés a punto la tendrás a Lobita entre tus brazos.
    En tanto ellos, los hermanos, le iban secando cocina, bodega y arca...
    Al mes, no más, Pereira reventó como una bomba de tres estallidos. Facón en mano recorrió la casa y a planchazo repicado la dejó limpia de lobos. Luego se desplomó en su cama agotado, lengua afuera.    Al cabo de un rato, con desmayada voz, ordeno:
    -Traten de encontrarme a Juan Ciriaco y tráirmelo; que de favor le pido venga.
    Por la noche llegó el zorro.
   -¡Juan, hermano querido -expresó don Capivara con espaciadas y doloridas palabras- te degüelvo tuita la razón que te negué aquel día! Encargate de mi asunto, que esos desalmaos puen hacerlo fruncido si les da por alegar. No quiero saber más de esa familia, flor de trompetas, y menos de ella, contraflor al resto de sinvergüenza...
    Calló Pereira y comenzó a irse en suspiros. Ciriaco lió un cigarro y luego de echar cuatro o cinco nubes de humo dijo:
    -¿Sabe, don Capivara, por qué vine aquel día a prevenirle el mal? Se lo viá decir. De chiquito, una madrugada -de cerrazón tupida era- un carrero me halló entomecido, cortao de la familia. Me levantó y cargó en la carreta. Al llegar a una estancia las mozas de la casa me vieron y ya dentraron a darle plata al carrero por mi. Allá quedé. Me encajaron una cadena y mientras juí relumbroso y lindo las prójimas retozaban conmigo. Comía bien, taba de pelo lustroso. Pero en cuanto se les pasó el antojo marché pal galpón ande juí golpiao de hombres y perros. Pero yo sabía hacerme el dormido. Y haciéndome el dormido vide y aprendí mucho. Vea, don Capivara: el hombre dice que es el rey de los bichos; y lo es sindudamente. Pero siendo el rey yo le conocí tanta miseria y ruindá que si Dios o Mandinga jueran justos podería ser rey de ellos cualquier tatú peludo. En tal estancia se dio una custión como la suya, don Capivara. Al dueto le tragaron plata y sangre unos bandidos, poniéndole por delante una moza linda, sí, pero más descosida que camisa de mulato. Aquello quedó como pisadero de rodeo en invierno.. hasta que yo de flaco que taba, una nochecita pude zafar el cogote del cepo.
    Dos humadas más echó Ciriaco, y termino: - -
    -Por eso le digo, don Capivara: lo vine a defender, me dio lástima, soy de corazón tierno. Yo sabía lo ensoberbecido que usté era; pero sabía que lo era por bruto, no por malo. Pensé que si al hombre aquel, con ser hombre, le hicieron lo que le hicieron, a usté que no pasa de un capincho, no sé lo que le harían.... desculpe, don Capivara.
    Pereira, a medida que Juan hablaba, se fue enderezando sobre el almohadón hasta quedar erguido del todo. Y cuando el zorro terminó su oración emitió un alarido escalofriante y, luego de él, unas órdenes terminantes:
    -¡A ver, que vayan a la bodega y- traigan de lo más fino, y mientras, que en la cocina vayan preparando algo pa un banquete! Mirá, Ciriaco: vamos a agarrarnos una macaca calibre cincuenta y ocho pa bien de festejar lo que has dicho, que ni un santo colgao de una cruz.
    -Don -Capivara:, mire que no he venido a tallarlas de santo, y que tampoco me quiero ver colgao de cruz nenguna.
    -¡Eso nunca! ¡En mi casa vas a vivir hasta que aflojés de viejo, y disponer de ella
como si juera yo mesmo, canejo!
    -Eso menos, -don Capivara. Déjeme en mi cueva con mi libertá y los míos.
    Al día siguiente, con la resaca aún de la orgía pasada entre botella y botella, al despedirse en estrecho abrazo, don Capivara lloraba y Ciriaco reía.

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