José
María
Andueza

 

La criada

El guerrillero

LA CRIADA

D

ichoso el mortal que cansado de la vida bulliciosa y arrastrada, de los placeres fáciles y de la dependencia paternal, da entrada en su mente a graves reflexiones que fijan de una vez el firme propósito que ha hecho de mudar de estado y   condición. Este mortal precisamente piensa en casarse, y desde el instante en que lo piensa, establece por alto un balance general de sus fondos, con el objeto de arreglar la cuenta corriente de su casa. Ya se entiende que esta operación tiene lugar en la imaginación de un hombre prudente y económico, o que se empeña en serIo, luego que asciende a la clase de cabeza de familla: si se propone seguir como hasta allí, dado a la disipaión o a los vicios, nada establece, ni cuenta corriente, ni balance, pues que sólo se casa por variar, por probar de todo, como él dice , Y a salga lo que saliere.
    Esto no quiere decir que el pretendiente a marido, por mucho juicio que abrigue su mollera, o por grandes que sean sus deseos de convertirse en hombre de bien, no padezca extraordinarias equivocaciones en el arreglo de los cálculos que forma para la acertada marcha y sabia distribución de las domésticas urgencias que comienzan a acosar su corazón y su bolsillo bastantes días antes de aquel afortunado en que recibe la bendición nupcial. Pudécelas, en efecto, y la prueba está a la mano. Sabe, por ejemplo, que la casa le cuesta dos mil novecientos reales anuales, a razón de ocho diarios; que la plaza, la tahona, el vinatero, el lonjista y el carnicero, le consumen un duro largo; que tiene que aflojar entre carboneria y aguador, dos o tres duros más mensuales; Item otros dos o tres de lavandera, con la añadidura del gasto de costurera y planchadora, y de cuatro reales al mozo de la compañía a que pertenece, si es miliciano nacional. Sabe, también, que ha de llevar de vez en cuando a su esposa al Príncipe, al  Circo y a la Cruz, porque, al fin, no se casa ella para meterse cartuja, y que la ha de llevar de modo que no desmerezca en su porte de las demás señoras que se dejan ver en público: si hay
angelitos , es forzoso que el presupuesto vaya ascendiendo en progresión del número de los que van asomando las narices al mundo, empezando por la casa y acabando por el ama de cría, por la niñera  y por el maestro de primeras letras. Agréguense  a estas partidas las sueltas del sastre, del zapatero, de la modista, de la fabrica de guantes y otras por el estilo, y tendremos que un honrado marido cree, inocentemente, que sus desembolsos anuales ascienden, poco más o menos, a tanto o cuanto.
    Pero el honrado marido ha echado la cuenta sin la huéspeda; quiero decir, sin la criada, sin esta perla de todas las provincias de España, sin este tipo hermoso, feo, sucio, reluciente como plata, fiel, vendido, siempre murmurador, siempre alegre, respondón, cariñoso, atrevido y de rompe y rasga. El cabeza de familia comprende muy bien que tiene criada en su casa, porque se ve obligado a destinar para ese renglón cincuenta o sesenta reales; llega, asimismo, a su noticia, que la tal se llama Manuela, Juana, Ignacia o cosa semejante, y por conversaciones que casualmente ha presenciado, habidas entre su cara mitad y la vecina del otro cuarto, se ha convencido de que para que sus asuntos de puertas adentro y aun de puertas afuera continúen bajo un orden regular, es absolutamente indispensable mudar de criada todos los meses.
    A estas seminoticias se reducen los resultados de las investigaciones del hombre casado; la mujer casada ya es otra cosa
con respecto a la criada; la observa en sus manejos interiores de cocina, cuenta los minutos que tarda en los recados, y se informa minuciosamente de sus amistades y de sus amores de calle. Cuando la recibe, la sujeta a un examen riguroso; la primera pregunta se reduce, generalmente, a averiguar las casas en que ha servido; después, entran el pueblo de su nacimiento, el nombre, la habilidad, las personas de categoría que la abonan, si es que no va recomendada por agencia o por memorialista, y, por último, los honorarios que pide.
   Para entender esto algo mejor, voy a copiar un diálogo de los muchos de esta especie con que pudiera entretener al lector.
   Lorenza es una muchacha alcarreña, novicia en las calles de Madrid, que, sin embargo, no ignora dónde le aprieta el zapato: sólo ha servido en casa de un empleado, habiendo dejado la colocación porque andaba el pan debajo de llave y la soldada por las nubes. Cansada de contar sus cuitas a sus compañeras, y de bailar en Chamberí los domingos, se decide a presentarse en el cuarto de doña Engracia, mujer de un cesante, cuya criada ha sido despedida por devaneos con un cabo de no sé qué regímiento , y por chismosa.
   Entre doña Engracia y Lorenza se entabla la conversación de este modo, después de los buenos  días, y el cómo esta usted de ordenaza:
    _Me han dicho que necesita usted criada, y venía ...
    _¿Tiene usted personas que la abonen?
    Doña Engracia, al hacer esta pregunta, fija sus ojos inquisitivos  en la fisonomía de Lorenza; ésta se mantiene en una actitud que  indica no haber roto un plato en toda su vida. Después de la respuesta afirmativa, prosigue el examen de conciencia:
    _¿Qué sabe usted hacer?
    _Yo, señora ... , todo lo de una casa: sé barrer, comprar, hacer las  camas, fregar, limpiar el polvo ...
    _¿Y guisar?
    _Guisar ... , también. Vamos ... , quiero decir ... , no sé hacer primores que digamos, pero así, lo ordinario: en fin, arrimar un puchero, y espumarlo, y preparar, una tortilla o freír un par de huevos, u otra cosa por el estilo ... ¡Oh! En cuanto a eso, sí señora. En el señor de loterías no había más que yo para la cocina y jamás tuvo que regañarrne la señora porque los garbanzos  salían duros. ¡Pues no faltaba más!
    _No, pues si nos convenimios, aquí no tendrá usted mucho trabajo: por la mañana ... , eso sí, me gusta que las criadas madruguen mucho; en este tiempo me parece que a las cinco es una hora  regular.
    _Sí, señora.
    Y, además, yo padezco mucho de debilidades y necesito tomar el chocolate temprano. Mire usted: en cuanto usted se
levante, me enciende usted la lumbre; en seguida baja usted a  buscar la  leche y un panecillo; luego hace usted mi chocolate; después  el del amo; mientras yo me levanto, barre usted la sala, el gabinete, el comedor y el recibimiento ... , ¡ah!, y me tiene usted mucho cuidado de limpiar bien los cristales; concluido esto, viste usted a los niños, les da el desayuno y los lleva ala escuela; a 1a vuelta, compra usted lo necesario en la plaza, dispone usted el almuerzo , que ha de estar en la mesa a las once en punto, para que el amo  no refunfuñe, y entretanto, se pueden hacer las camas y lo demás
de la casa. Para la comida, ya Io sabe usted, nosotros  a las cinco, después que traiga usted los niños de la escuela: ese  es poco trabajo, porque aquí no comemos principios; eso sí, un cocido abundante y santas pascuas; lo que es hambre, no pasará usted en mi casa, y tampoco le faltará lo suyo todos los meses.
     _Ya lo sé, señora, que a no ser así, tampoco hubiera venido, porque en algunas partes ... , en e mi ama me daban el pan por alquitara y...
    _Lo demás, se excusa hablar; el fregado y los recados que ocurran.
    _Eso ya se sabe.
    _ Yo quiero mucha fidelidad en mi casa, porque ya conoce usted que en una casa anda, a veces, todo tirado, y es preciso que uno sepa a quién mete dentro, por los continuos chascos y desengaños que se lleva.
    _En ese punto no hay, todavía, quién pueda decir, en el mundo, de mí la menor queja; pobre, sí, señora, pero más honrada que pobre también: pregunte usted a la Pepa, que está sirviendo ahí, en esa casa de la esquina, y que es de mi mismo pueblo, y al ama en donde he servido, y a otras personas de categoría que puedo presentar, y todas dirán mi buena conducta y que no trato de engañarla a usted, y si no, usted misma lo verá.
    _ También hay que jabonar en casa, y hay que ir al río algunas veces.
    _ Bien, señora, por eso que no quede.
    _ Y, ¿cuánto piensa usted ganar?
    _ Yo, señora ..., en cá el señor de loterías me daban cuarenta reales; conque, es decir, que lo mismo.
    _Es mucho, hija mía.
    _Pues, por menos ... , ya ve usted.
    _Ni por un ojo de la cara viene una criada hoy día menos de cuarenta reales; parece que todas se han dado las manos.
    _Es que el trabajo ... , los zapatos se rompen, y luego hay que salir mucho a la calle y llevar y traer los niños.
    _Vaya, pues si usted merece los dos duros, no reñiremos.
    _Quiero, además, los domingos por la tarde libres.
    _Eso sí que no puede ser, porque tiene usted que salir con los niños.
    _ Pues bien: quiere decir que los llevaré conmigo.
    _Sí, pero a buenos sitios, ¿eh... ? ya sabe usted que hay mucha corrupción; y a mí no me gusta que las criaturas... , por
lo demás, yo no me meto en nada: usted cumpla bien con su obligación, y Cristo con todos.
     _Pierda usted cuidado, señora, que ya verá usted que no soy ninguna loca.
    _Coirriente: venga usted desde mañana, y si usted se porta, tendrá casa  para años.
    Poco más o menos, tal es la admisión de la criada en todas las casas: unas vuelven al día siguiente para disgustarse a los ocho y despedirse o ser despedidas a los quince; otras no vuelven y se evitan  el trabajo de correr una casa más; pocas son las que parecen a primera vista; muchas parecen, desde luego, lo que son.

    La criada perfecta ha de tener, cuando menos, dos amantes; uno en su pueblo, y otro en el pueblo en que sirve: con el primero se  cartea, sirviéndole de escribiente y lector el zapatero del portal, mediante una retribución de salchicha que ella sisa de la despensa o de la olla, y un traguete diario de vino, cuando lo lompra en la taberna, déficit que le es fácil cubrir en la botella, con el  líquido de la tinaja. Con el segundo, arma palique en todas sus salidas de casa, circunstancia que la expone sin cesar a reprimendas  y alborotos, a causa de la tardanza con que hace los recados, o porque durante su ausencia se ha ido el puchero o se quemado el pollo. Cuando he dicho que estos dos amantes son necesarios a la criada, no he establecido que sean los únicos; puede tener tres y hasta media docena, si encuentra seis hijos de Adán que le plazcan, que sí encontrará, por poco tiempo que emplee  en buscarlos. El inconveniente mayor que para la criada puede resultar de esta séxtuple intriga, es que el día más bonito del año la trate uno, en la plazuela, de arrastráa; otro, en el Rastro, de perdía;  éste, en los toros, de toas caras; aquél, en el Retiro, de pavera; el quinto, en el Manzanares, de chupona, y el sexto, en la Fuente de la Castellana, de... lo primero que le ocurra, que nunca ocurre cosa buena al amante de una criada, celoso con motivo, y desesperado sin porqué. Pero inconvenientes son estos, que la criada sortea con admirable destreza y habilidad, por poco que le ayuden la adquirida práctica y la natural malicia de su oficio, profesión, arte, recurso, pasatiempo, o sea lo que fuere aquéllo de revolver platos y sacar por las noches espuertas de basura. Al primero de sus amantes, le dice que está desesperada con la casa que le ha cabido en suerte, y que a él sólo le adora: aquí entra de cajón el quitar el pellejo al ama, asegurando que mientras el señor se despepita buscando empeños para  el ministro, a fin de que le vuelvan el destino que perdió por falsos informes, ella (la susodicha ama) se entretiene en escribir billetes amorosos que ella (la criada) se ve en el caso de llevar al oficial H... y al encargado del negociado D. N..., sujetos sumamente amables,
que no se desdeñan de hacer a la conductora de la correspondencia, si a pelo viene, cuatro fiestas y un como medio regalo.
    Jura y protesta al segundo de los referidos amantes, que es mentira todo lo que ha llegado a oler del primero, y que el caramillo de sus pendencias se ha armado por envidias y malquerer de Tomasa, que es, como _si dijéramos, otra criada amiga de la nuestra, y tan criada como ella. Al tercero le vuelve a jurar lo que mejor le parece, echando siempre a vanguardia su honradez y su aquél, que nadie delante de su cara es capaz de poner en duda, so pena de un bofetón o de un escándalo, percances de que todos tenemos buen cuidado de huir en esta tierra de lágrimas. La misma táctica observa la criada con el cuarto, quinto y sexto de sus amantes. Vaya usted a averiguar las protestas que les hace: el resultado es
que los deja a todos más suaves que una malva, o descompadra con alguno de ellos, o parte peras con los seis. ¿Qué le importa el resultado? En el primer caso, ya que son novelas, sigue engañándolos con buenas palabras y malas obras; en el segundo, por lo mismo que han dado en la necedad de mantenerse en sus trece, los reemplaza. ¿Y cuándo falta reemplazo de amantes a la criada? Era preciso que en España no hubiese quintas para el reemplazo del ejército.
   Mientras sucede toda esta barahúnda de cortejos, de quejas, de satisfacciones, de contentamientos y de riñas, que es justamente el tiempo que debe transcurrir sin apelación para que la criada vaya y venga de la lonja con un cuarterón de fideos, o una panilla de aceite, sucede también que se chamusca el guisado, o que llega la hora de comer y los cubiertos están por fregar: allí es Troya. El ama grita por la tardanza; la criada se escuda con la muletilla de que en la tienda había mucha gente y no la han despachado a tiempo; vuelve a reproducir el ama aquello de no me replique usted y torna la criada con lo de si usted no está contenta la casa es de usted y la calle es mía; y el paciente esposo se pasea por la sala esperando, con evangélica resignación, el momento deseado en que le avise su cara consorte que, por fin, han cesado los inconvenientes que le impedían sentarse a la mesa a la hora acostumbrada. Se sienta, en efecto, de mal humor y de peor gana, y, o come poco, o no come, o come muy mal, que es lo más común, por aquello de...

A criada loca y ama entretenida,
cruda comida.

    Esto del amo paciente, se entiende cuando no median relaciones particulares entre él y la criada, porque en este caso varía tanto la escena, que la segunda se convierte en ama, con aprobación del que manda, o del que paga, que es una misma cosa, y el ama se encuentra, si van mal dadas, en disposición de ponerse a servir, de divorciarse o punto menos: ejemplos palpitantes, como dicen los escritores políticos, hay en nuestra España de estas miserias, los cuales prueban irrecusablemente la moralidad de los  nobles tiempos que alcanzamos.
    El lector que no conozca a la criada (¿habrá algún lector tan negado en España?), imaginará que este tesoro nacional es una mina de cobre, que sólo acarrea gastos a los accionistas, o un cuadro de  Lucifer que no presenta lado hermoso por donde se le mire, por bella que sea la pintura. El tal lector, se lo aseguro, se engaña miserablemente. La criada es en nuestra nación un personaje  tan útil, tan patrióticamente interesante, como un diputado  a Cortes o, cuando menos, como un ministro.
    ¿ De qué apuros no saca la criada a unos amos pobres? Verdad es que,  en desquite, se vuelve más orgullosa, menos sufrida para los  regaños, un tanto perezosa y discola, y pone mala cara el día que su señora no se muestra comunicativa con ella. Esto consiste,  no precisamente en su condición de criada, sino en que ha ascendido desde criada a amiga; o, al menos, a confidente de los trabajos de la familia. Y, ¿por qué no hemos de sufrir el orgullo, el  quietismo y las malas respuestas de una criada que nos proporciona recursos para comer quince días, probándonos así su buena ley, cuando a todas horas tenemos que bajar la cabeza delante de personas, que en vez de premiar, cual deben, nuestrastreas o servicios, nos insultan con su fausto o nos obligan a ser testigos de su ridícula vanidad? ¿Cuándo besamos manos que quisiéramos ver cortadas? Pero, ¿cuáles son esos méritos que la criada contrae o puede certificar y que le dan un derecho incontestable
a la gratitud de sus amos?

    Ahí  es nada. Consideremos a la mencionada Lorenza, que, a pesar  de las impertinencias de doña Engracia, la esposa del cesante, y de las pesadas trevesuras de los niños, se mantiene en casa, considerémosla a las siete y media de una horrorosa mañana del mes  de enero, con la cesta debajo del brazo, abrigada con una mala saya de percal, en pelo o con mantilla, arrastrando unaschancletas viejas, y recogiendo con una mano las puntas del agujereado pañuelo de muletón, o levantando por detrás los pingajos del zagalejo para guarecerlos del espeso fango de las calles; sigámosla los pasos hasta cualquiera de las plazas de Madrid; observemos lo que hace en el puesto de la verdulera y en la tabla del carnicero; sin duda, compra... No lo creáis; no compran, a lo menos al contado, todas las criadas que van a la plaza. Lorenza conoce a la tía Jesusa, conoce a Esteban, y saca de éste la carne y de aquélla el repollo, los nabos, el perejil y las cebollas, con promesa de pagarlo todo a la primera paga que reciba su amo el cesante: como esta garantia no hace hoy fe en España, figuraos la cara que pondrá Esteban a la primera proposición, pero la cara de Lorenza la suaviza, y un bendita seas, maldecía, que ella admite acordándose de la familia menesterosa, y una pasadita de mano por aquel soberano rostro, o tal cual beso rezagado en el que el carnicero roba, completan el contrato, y, por consiguiente, ya tiene la casa carne fiada. En cuanto a la tía Jesusa, es más sorda que un deudor moderno, y, por lo tanto, permite a Lorenza, sin desconfianza, escoger lo mejor y más maduro de las verduras; como Lorenza se sonríe y no le paga, entiende la tía Jesusa que ya le pagará al día siguiente o al otro; lenguaje, si bien mudo, expresivo, que entre verduleras y criadas equivale a la cuenta corriente del más acreditado comerciante.
    ¡Y qué! ¿No contaremos por nada el servicio que a costa de un beso y de una sonrisa hace a sus amos la criada, proporcionándoles los viveres con que no cuentan? Pues, ¿qué diremos de los consuelos y recursos que inventa para mitigar las amarguras de su señora, que se desespera porque no tienen sus hijos un pedazo de pan que llevar a la boca?
   _Vaya, no se aflija usted por eso, que no todos los días son iguales, y tras de uno malo viene otro bueno; a más de que
Dios aprieta, pero no ahoga, y la mala suerte se ha de cansar. ¿Qué le hemos de hacer ... ? ¡Ah! Mire usted: se me ocurre ahora mismo ... Si usted tuviese algunas cosas que darme, unos pendientes o algo de ropa blanca, se podrían llevar a empeño al Monte de Piedad ... , justamente es mañana sábado ...
    _Hija, pero yo no estoy acostumbrada a eso; me da tanta vergüenza ir allí a que me miren las gentes...
    _Es que si usted quiere, iré yo; a mi no me conocen, y no le de a usted cuidado, que nadie necesita saberlo.
    _Siendo así, estoy pronta. ,.
   En estos casos, es la criada un ángel doméstico, por más que demonio, en otros parezca; ya está contenta porque va a buscar dinero para seis días ; carga con el lío de ropas o las alhajas, escapadas como por milagro del furor del hambre cesantil; llega al Monte;  disputa con el avaro tasador porque señala poco precio a lo que  lleva; envuelve en un papel el dinero y la papeleta o el billeta al portador que el establecimiento otorga a su propio nombre y no al de su ama, y vuelve volando a casa, tan alegre, tan alegre como si hubiera  sacado un terno a la lotería. Volando, sí señores, porque en semejantes urgencias es cuando la criada, por enamorada y  pizpireta que la consideremos, tiene en la punta de la
lengua,  para cualquiera de sus amantes, el luego hablaremos que voy deprisa, palabras que sabe muy bien pueden ahorrar a sus amos una o dos horas de crueles tormentos.
    Entre las buenas cualidades que adornan a la criada, debe contarse,  como una de las principales, el ser buena cristiana,
pues, más  quiere sufrir un regaño por tener la cocina sucia, que detenerse a barrerla cuando oye tocar a misa: sabe por experiencia que  el santificar las fiestas es una obligación, y que por lo mismo, no necesita permiso de nadie para cumplirla; lo único que haces es soltar la escoba, calzarse los zapatos y coger la mantilla para ponérsela en la escalera o en el portal, diciendo al salir: Señora, voy  a misa,  que están tocando. A estas palabras, se humilla toda autoridad doméstica, así como quedan postergados los más indispensables quehaceres, las obligaciones profanas más perentorias.
    Por otra parte, y aun cuando sean sumamente capitales los defectos  y nulidades de la criada, no pesa sobre nuestros frágiles hombros como una carga insoportable, supuesto que, con motivo o sin él, somos dueños de deshacernos de ella cuando nos acomoda; pero esto se entiende tocante a la criada que nosotros mismos recibimos y pagamos: más claro, tocante a la criada que no hemos  conocido en casa de nuestros padres. La que nos ha visto nacer se convierte, con el tiempo, en una verdadera plaga; por lo mismo que nos ha manejado como muñecos cuando gateábamos por sillas y baúles, ha llegado a adquirir sobre nuestra imaginación una especie de predominio que nos humilla y encocora ; su presencia en nuestro estudio, si somos abogados, o en nuestros aristocráticos salones, si por dicha nos hemos cpnvertido en marqueses, es un anacronismo insoportable; si a esto se añade que nos tutea delante de nuestros menos intimos amigos, y que nos detiene en la calle para informarse de nuestra salud, aun cuando vea que nos apeamos de una elegante carretela en compañia de la dama más encopetada de la Corte, vendrá cualquiera en conocimiento de las mortificaciones, del fastidio,
del enojo que debe causamos a todas horas la criada vieja, que debe causarnos a todas horas la criada vieja que nos narraba cuentos de duendes y aparecidos en nuestra infancia, en pago de lo que la hacíamos rabiar.
    La criada es una crónica de todos los chismes de la vecindad; tercera de los amores de la señorita, lleva y trae sus amorosos billetes, y siempre retozona, siempre cantando, pasa la vida de casa en casa, como el pájaro burlón de árbol en árbol, hasta que la pesadez de los años la conduce a vender palillos en un portal o a meterse a ama de gobierno, si es que no llega a contraer matrimonio con algún oficial de cerrajero, que andando los días hereda el obrador de su amo. Ni aun así olvida la criada sus habituales ocupaciones, pues se la ve madrugar, ir a la compra con su cesta, y al Manzanares con su lío de ropa, por muy ama que sea de su casa.

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EL GUERRILLERO

 C

omo el racimo a la cepa, como el grano a la espiga, como el contramaestre a su buque, como los harapos al pordiosero,

como el hambre al exclaustrado ... , como todas estas cosas, se pega el guerrillero a España; entre nosotros nace y entre nosotros muere, sin que nadie haya podido, hasta ahora, traducir a otro idioma ni a otras costumbres extrañas ni la palabra ni el tipo que ella representa.

      El que haya visto alguna vez a un mocetón de pelo en pecho atravesar con la nieve a la cintura las más ásperas quebradas de las Amezcuas, las escabrosidades del Maestrazgo, la cima del Montserrat o las áridas montañas que producen el tan sabroso

como poco célebre queso del Cebreiro; el que haya visto a ese mocetón desafiar tranquilo, la constancia de cien valientes perseguidores y el furor de seis inviernos, sin más defensa que un fusil roñoso, no limpiado en toda la campaña, y una canana vieja, atestada de húmedos cartuchos, sin más abrigo que el pantalón y la chaqueta, el gorro catalán o la boina navarra, las afpargatas y, para casos de apuro, la parda y fementida anguriana; ése tendrá una idea aproximada del primitivo guerrillero español; del soldado de fortuna; del hombre que al primer grito de guerra, contra propios o contra extraños, sacude la pereza, estira los miembros, lanza un voto y cuatro ternos al aire, y abandona el taller o la labranza, dice un alegre adiós a los padres, a la mujer, a los hijos y al miedo, y trepa a los montes y merodea por cuenta y riesgo propios, todo el tiempo que tarda en reunirse a un cuerpo irregular, compuesto de otros independientes como él.

      Pero no basta conocer el traje y las armas de nuestro aventurero de montaña, porque éstas y aquél sufren notables variaciones, a medida que se prolonga la vida errante: para no equivocarlo con otros guerreros, que aprenden el ejercicio en línea antes que la táctica de guerrillas, es necesario estudiar sus costumbres, que conservan sin alteración; y.esto no es tan fácil

como parece, porque al cabo, ningún guerrillero se presenta a todas horas en público, para que los diseñadores de tipos le

tomen por modelo cuando se les antoje; por esto mismo se hace indispensable que sigamos a nuestro querido compatriota

por las tortuosas veredas que conducen a sus guaridas, aunque nos expongamos a rodar hasta el fondo de un abismo; que le

contemplemos haciendo cara al. enemigo, parapetado 'detrás de alguna tapia, o desapareciendo sin saber cómo de las .manos y

de la vista de sus contrarios; que nos riamos cuando enamora al patrón de su alojamiento para que éste no oiga el cacareo de sus moribundas gallinas, víctimas inocentes del hambre golosa de un .atrevido. compañero, y,  por último, que nos adnuremos de su ignorancIa y de su paciencia.

      El guerrillero no es catalán, ni aragonés, ni vasco, ni andaluz, ni gallego: el guerrillero es español, y siempre que en España haya discordias intestinas o guerras de potencia a potencia, habrá españoles en las montañas. Además, el guerrillero es el hijo predilecto de nuestras provincias, porque todas le consideran como un reflejo de su propia gloria, por lo mismo que todas

son guerrillas.

      Éranlo ya siglos atrás, y un hombre célebre, Viriato, que

Pasando de pastor a bandolero,

y de aquí a capitán el más famoso,

fue jeje a los romanos ominoso,

 

fue así, no sólo el primer guerrillero, el primer héroe faccioso de la Península Ibérica, sino también el verdadero, el único

original de todos los facciosos, de todos los guerrilleros audaces que, como él, han sabido despreciar la muerte y adquirir gloria.

      Pesada y fastidiosa .es la erudición histórica para traída a cuento en artículos como el presente, pero a la historia tenemos

que acudir muchas veces, con riesgo de pasar por eruditos a la violeta, los que apetecemos escribir de cosas sabidas de todos

y por ninguno examinadas. Viriato, faccioso contra Roma y de Roma vencedor, es el espejo de Pelayo, faccioso de las montañas de Asturias y restaurador de la monarquía goda; así como lo es Mina, faccioso contra Napoleón, y de Napoleón triunfante en mil encuentros. Y Mina no había leído la ,historia en 1808, pero, ¿qué importa? Mina, yel Empecinado, y Longa, y Sánchez, eran españoles como Viriato, y como él fueron herreros y pastores, y como él pelearon y vivieron. Corrieron los años, y en pos de 1808 llegó 1823, y renació el guerrillero lusitano en Juanito y en Merino y en Santos Ladrón; pero ya no era pastor Viriato, porque se presentaba en la tercera o cuarta edición de su vida airada, y porque 1823 no podía convertirse.en el 148 antes de la venida de Jesucristo. Después hemos tenido nuestro 1836, en que Viriato ha vuelto a trepar por las montañas, desapar:ciendo como un meteoro bajo los apellidos de Zumalacárregui y de Cabrera. ¿Quién sabe los años que, andando el tiempo, tendrán nuestros hijos? Esta es en reducidisimo compendio la tradición  histórico_guerrillera de España; pero siempre aparece puro el tipo, en ella no ha degenerado; el mismo ahora que en su origen, anque sujeto a la influencia más o menos pronunciada de los siglos; tan activo, tan emprendedor, tan resuelto antes del quinto, como en el primer tercio del siglo XIX.

      Ningún hombre apocado sirve para guerrillero: la vocación se revela desde los primeros años por un espíritu de independencia, por un prurito de contradicción y de descontento, que impelen al español nato a murmurar de todo el que manda; así que aquellas provincias que tienen fama de más antojadizas o de menos sufridas, son las que mejores guerrilleros producen: ellas son, en todo caso, las que dan la señal, arrostrando las primeras consecuencias de un levantamiento; a su ejemplo se alzan las otras y envían sus arrojados hijos a los montes, que son siempre teatros de sangrientas hazañas y de venganzas inauditas.

      El aspirante a guerrillero, ·que teme ver cortadas sus alas antes de haber podido desplegadas, desaparece de su casa y de

su pueblo, sin más equipaje que el encapillado, a fin de no experimentar embarazos en su ligera marcha. Todos sus planes para

el futuro se reducen a no ignorar que hacia tal parte (unas dos leguas de su pueblo) ha aparecido, no se sabe si bajada de las

nubes, una partida de voluntarios, defensores de... , en esto no está muy seguro el aspirante, pero se hace prudentemente el

cargo de que tendrá tiempo de sobra para conocer la bandera que ha elegido: el hecho es que hay voluntarios en el país y esto

le basta.

      Bebe un trago en la primera taberna, y como posee una dosis muy regular de astucia, primera condición que debe adornar al

guerrillero, se informa de si hay ladrones en el camino y en dónde están, poco más o menos. Si conoce que nada tiene que temer, en la taberna se declara voluntario y pone el establecimiento en contribución, asegurando que no tardará en llegar el jefe con la partida. El tabernero empieza a meditar las consecuencias que indudablemente acarreará para sus pellejos la irrupción de los voluntarios, y ruega al aspirante con las lágrimas en los ojos beba cuanto quiera y que se marche pronto, a fin de evitar

promisos con las autoridades. Entonces da principio el mozo a un reconocimiento formal de la taberna: pide aguardiente ,

y un trozo de queso para hacer boca; pasa la mano por a cara a la tabernera, la cual, por el bien parecer le devuelve un bofetón

mientras el marido lo toma a risa, también por el bien parecer; en seguida escribe cuatro garabatos fechados desde el campo del

honor, y manda que, so pena de la vida, sea entregada aquella carta a su madre, por convenir así al real servicio; repara luego que en un rincón se consume un arma vieja, sin pie ni gato, aunque la bayoneta está corriente; asegura que es un fusil famoso, y se lo apropia, con intención de cambiarlo por otro a la primera coyuntura ; pica un cigarro, echa la espuela con el último medio chico de aguardiente, vuelve a pasar la mano a la tabernera, que esta vez no se ofende de la gracia, alarga los cinco al esposo estupefacto, que pone una cara de arcángel al contemplar tan simultáneas operaciones, y toma, sin pagar por supuesto, la vereda del monte, entonando el Mambrú se fue a la guerra.

      Al llegar al punto en que cree encontrar la partida de voluntarios, da de manos a boca con una rolliza aldeana, que compadecida de su error, le informa de que en el pueblo hay tropa.

      _¿Cuántos son? _Esta es la primera pregunta del aspirante.

      _Más de veinte, contando con el comandante _responde la mozuela.

      _¿Y los voluntarios?

      _Se han ido ispersaus.

      _Ea pues, venga un abrazo por el aviso, salerosa.

      Y quiera que no, arroja el fusil a tierra, me la pesca por la cintura, y entre chillidos y juramentos, y traspieses y carcajadas,

le espeta un par de besos, tan sonoros y redoblados, como un castañeteo de dedos en tiempo frío; ella se limpia los abrasados

carrillos con el delantal y huye hacia el pueblo a todo escape; nuestro voluntario se oculta entre las quebradas del monte y

acecha el instante de la salida de la tropa. El oficial que la manda ha olido que anda algún moro por la costa, y dispone una batida; el voluntario ni se mueve ni respira en su escondite; agachado, con la bayoneta calada observa cuanto pasa, Y'cuando ve que los soldados están a veinte pasos, se desliza monte abajo como una culebra, sube a otro repecho y da un silbido para escarnecer a sus adversarios: éstos continúan el alcance, y él los lleva de monte en monte y de quebrada en quebrada, hasta que el comandante, convencido de la inutilidad de sus esfuerzos, reúne la tropa, medio estropeada  de subir y bajar cuestas y oprimida con el inaoportable  peso de la mochila y el correaje.

    El voluntario, cada vez más ligero y dispuesto a nuevas correrías, vuelve, por lo regular, al mismo punto de partida, y entra
en el pueblo abandonado una o dos horas antes por el enemigo. Allí, sin encomendarse a Dios ni al diablo, llama a la plaza al
señor alcalde, y en medio de todos los muchachos que le rodean, pide alojamiento, tres raciones de pan y carne y un cuartillo de vino. Sorbe éste de un sólo embite, manda a la patrona que le prepare un guisado, se lo tragela, guarda las sobras del pan en
una funda de almohada de la misma patrona, que ha tenido la habilidad de convertir en morral interino, cuenta a quien quiere
escucharle cuatro bolas acerca de sus campañas, y se marcha socorrido para dos días. Como no hace aún veinticuatro horas
que falta de su casa, prosigue su aventurera ruta con la camisa que de ella ha sacado; pero si tropieza con el ama o con la sobrina de algún cura, o con el mismo cura, es de cajón que ha de mudarse todas aquellas prendas del vestuario compatibles con la carrera profana que ha emprendido. No comete un robo, supuesto que permuta, dejando su camisa, vasta y sucia, y sus raídos pantalones, por los pantalones nuevos y por la camisa delicada y limpia del cura. Verdad es que por las gallinas, por los chorizos y por los jamones, nada deja, pero en desquite, agasaja al cura y al ama, y a la sobrina, con los sabrosos manjares que a la iglesia regalan las bellísimas devotas del contorno. En honor suyo, es preciso confesar que nunca toma chocolate, ni es aficionado al dulce, porque estas golosinas enervan el valor del hombre y dan muy poca consistencia al estómago: fuerte trago y razonable pitanza de volátiles y cuadrúpedos componen la cocina del voluntario, cocina que está seguro de encontrar todos los días a su disposición, por muchos obstáculos que se opongan a sus irregulares marchas y contramarchas.
      El aspirante se matricula de guerrillero desde el momento en que pide raciones a un alcalde, o en que se ve perseguido por
la tropa. Llegado cualquiera de estos casos, se deja crecer el bigote y las patillas, porque ya tiene a mengua el ocultar su
profesión, y se convierte, de la noche a la mañana, en un soldado tan temible y tan agradecido, que ni olvida un favor ni perdona una injuria. Pero no siempre puede permanecer aislado y se hace para él cuestión de vida o muerte, el formar una partida y constituirse en jefe, o e! ingresar en otra ya formada. Como son menos
en todos los estados del mundo las notabilidades que las individualidades, y como éste no es un artículo excepcional, dejemos a un lado los genios de la profesión, o sea, el guerrillero organizador, y concretémonos al guerrillero en general, al soldado montañés de infantería, que es el guerrillero puro de España, sin tener en cuenta las combinaciones politicas y diplomáticas que, de poco' tiempo a esta parte, intentan abrir una brecha en los rancios hábitos guerreros del tipo que nos ocupa.

      Una partida de guerrilleros, por numerosa que sea, nunca ataca en campo raso a tropas disciplinadas, si su jefe sabe la obligación; lo que hace es sorprenderías cuando puede y, aunque se encuentra precisamente organizada para la ofensiva, las ventajas de la táctica que observa, cansando al enemigo, son portentosas para su conservación y aumento. Por eso, el guerrillero nunca tiene plazas que guarnecer; por eso, resiste en un punto, no porque el punto le interese, sino porque en él causa mayores pérdidas que las que recibe; por eso, lo abandona y vuelve a recobrarlo cuando le conviene; por eso, en una palabra, no puede ser jamás vencido, aunque casi siempre anda disperso en sus reveses.

      Una de las principales obligaciones del guerrillero, tal vez la más importante, es conocer a palmos el país en que opera: pocas veces traspasa los limites de su provincia natal para combatir en otras. De aquí resulta que siempre es dueño de fijar a su capricho el campo de batalla; desde que el éxito se manifiesta contrario, grita el jefe: muchachos a, dispersión ; dentro de dos días todos en tal parte. Y las guerrillas desaparecen en cinco minutos y avanza el vencedor, y por más que se empeña, no logra dar alcance a cuatro hombres reunidos; es decir, que ha peleado tres horas para apoderarse de una posición, que tiene que abandonar si no quiere perecer de hambre. El guerrillero, entretanto, merodea por los pueblos y caseríos, que casi siempre le protegen, se informa de cuanto hace el enemigo, penetra muchas veces en sus acantonamientos, y a los dos días se incorpora, infaliblemente, a sus compañeros, para continuar aquella serie nunca interrumpida de encuentros, escaramuzas, sorpresas, retiradas, victorias, descalabros, dispersiones y emboscadas. Pierde una acción, pierde seis, veinte: nunca padece de aprensiones, nunca se cree en mala situación, porque está seguro de la bucólica y engaña el tiempo ocioso en pelar la pava con sus patronas, gente que se paga mucho de aventuras y de proezas: si ve la cosa demasiado apurada, se esconde en cualquier parte, por ejemplo, en casa de sus mismos padres; porque sabe muy bien que es imposible que en ella le busquen, y a fuerza de atrevimiento se burla de la más exquisita vigilancia. Mejora el tiempo o se hace menos activa la persecución, y  ya le tenemos otra vez en campaña, sacando raciones, tiroteándose desde un ribazo, arrastrándose a guisa de reptil, para caer de improviso sobre un soldado que dos minutos antes le encaraba el arma, entonando canciones alusivas a la causa que defiende, asistiendo a las romerías con riesgo de quedar prisionero, aporreando alcaldes, y mojándose hasta los tuétanos.

      Los aguaceros, la nieve, el hielo, las ventiscas de diciembre, las polvaredas, el abrasador sol de agosto ... , he aquí los más terribles adversarios del guerrillero, adversarios gue no consiguen domar su brio, ni enfriar su resolución de vivir y morir defendiendo, malo o bueno, el partido que ha abrazado. En el invierno, camina, se bate, come, bebe, fuma, saquea, enamora y duerme empapado hasta los huesos; en el verano, no se limpia el sudor para ninguna de estas operaciones. Cuando oye a medianoche el toque de generala, salta del lecho y por muy cruda que sea la estación, acaba de abotonarse los pantalones en la calle; se restrega los ojos, echa dos cuartos de aguardiente y ya está dispuesto para lo que quiera ordenar el señor comandante.

      El guerrillero jamás hace traición a su bandera, es inaccesible a la seducción y aborrece los finos modales, nunca acepta gustoso por jefe suyo a un oficial del ejército, gana sus ascensos a balazos, y cuando se acaba la guerra, vuelve satisfecho a su taller o a la labranza de sus tierras, si tal es la voluntad del gobierno, seguro de la gratitud y consideración de sus compatriotas. Si le toca la desgracia de caer prisionero y ser fusilado, muere como ha vivido; es decir, que las últimas prendas que le abandonan en el mundo, son el valor y la conformidad. Si, al contrario, llega a ser general, el Estado se procura en la persona del guerrillero una adquisición preciosa, porque su ruda franqueza, su talento, hijo de la experiencia y del infortunio, y la noble vanidad con que se complace en referir diariamente sus plebeyos principios, son una garantía segura contra la adulación cortesana, contra todas las emboscadas que los ambiciosos preparan sin cesar al hombre elevado, de quien en alguna manera dependen la administración de justicia, el decoro y el brillo de una nación.

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