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José Lezama Lima

RELATOS

Cangrejos, golondrinas

Fugados

POESÍA

El abrazo

Ya yo sabía

Invisible rumor

Retrato de don Francisco de Quevedo

CANGREJOS, GOLONDRINAS

      Eugenio Sofonisco, dedicaba la mañana del domingo a las cobranzas del hierro trabajado. Salía de la incesancia áurea de su fragua y entraba con distraída oblicuidad en la casa de los mayores del pueblo. No se podía saber si era griego o hijo de griegos. Sólo alcanzaba su plenitud rodeado por la serenidad incandescente del metal. Guardaba un olvido que le llevaba a ser irregular en los cobros, pero irreductible. Volvía siempre silbando, pero volvía y no se olvidaba. Tenía que ir a la casa del filólogo que le había encargado un freno para el caballo joven del hijo de su querida, y aunque el ayuda de cámara le salía al paso, Sofonisco estaba convencido de que el filólogo tenía que hacer por la mano de su ayuda de cámara los pagos que engordaban los días domingos. Para él, cobrar en monedas era mantener la eternidad recíproca que su trabajo necesitaba. Mientras trabajaba el hierro, las chispas lo mantenían en el oro instantáneo, en el parpadeo estelar. Cuando recibía las monedas, le parecía que le devolvían las mismas chispas congeladas, cortadas como el pan.

Agudo y locuaz, le gustaba aparecer como lastimero y sollozante. El domingo que fue a casa del filólogo se entró al ruedo, oblicuo como de costumbre, y al atravesar el largo patio que tenía que recorrer antes de tocar la primera puerta, vio en el centro del patio una montura con la inscripción de ilustres garabatos aljamiados. Ilustró la punta de sus dedos recorriendo la tibiedad de aquella piel y la frialdad de los garabatos en argentium de Lisboa. Apoyado en su distracción avanzaba convencido, cuando la voz del mayordomo del filólogo llenó el patio, la plaza y la villa. Insolencia, decía, venir cuando no se le llama, nos repta en el oído con la punta de sus silbidos y se pone a manosear la montura que no necesita de su voluptuosidad. Orosmes, soplillo malo. No vienes nunca y hoy que se te ocurre, mi señor el filólogo fue a desayunar a casa del tío de un meteorólogo de las Bahamas que nos visita, y no está ni tiene por qué estar. Usted viene a cobrar y no a acariciar la plata de las monturas que no son suyas. Empieza por hacer las cosas mal, y después acaricia su maldad. Un herrero con delectación morosa. Te disfrazas de distraído amante del argentium, pero en el puño se te ve el rollo de los cobros, las papeletas de la anotación cuidadosa. Te finges distraído y acaricias, pero tu punto final es cerrar el pañuelo con arena aún más sucia y con las monedas en que te recuestas y engordas. No te quiero ver más por aquí, te presentas en el instante que sólo a ti corresponde, alargas la mano y después te vas. No tienes por qué acariciar la plata de ninguna montura. La voz se calló, desaparecieron los carros de ese Ezequiel, y Sofonisco saltó de su distracción a una retirada lenta, disimulada.

     El domingo siguiente se levantó con una vehemencia indetenible para volver a repetir la cobranza en casa del filólogo. Se sentía avergonzado de los gritos del mayordomo, vaciló, y le dijo a su mujer la urgencia de aquel cobro y el malestar que lo aguantaba en casa. La mujer de Sofonisco se cambió los zapatos, se alisó, mientras adoptaba la dirección de la casa del filólogo. Se le olvidó acariciar la montura antes de que su mano cayese tres veces en el aldabón.

   No le salió al paso el mayordomo, sino la esposa del filólogo. Insignificante y relegada cuando su esposo estaba en casa si éste viajaba adquiría una posición rectificadora y durante la ausencia del esposo presumía de modificar y humillar al mayordomo. Le había mandado que ayudase a fregar la loza, que abandonase el plumero y sus insistentes acudidas a la más lejana insinuación a su presencia, llenada con mimosas vacilaciones. Había visto la humillación de la noble distracción de Sofonisco, anonadado por la crueldad y los chillidos del mayordomo. Y ahora quería limpiarle el camino, reconciliarse.

   A la presencia del deseo de cobranza, contestó con muchas zalemas que su esposo continuaba las visitas dominicales al meteorólogo de las Bahamas, ya que tenían mucho que hablar acerca de la influencia de la literatura birmana en el siglo II de la Era Cristiana. Ella no tenía dinero en casa, pero se afanaría por hacer el pago en cualquier forma. Sorprendió una indicación lejana. Ah, sígame, le dijo. La traspasó por pasadizos hasta que llegaron como a un oasis de frío, estaban en la nevera de la casa. Le enseñó colgada una buena pierna de res. Es suya, le dijo, se la cambio por el recibo. No tengo por ahora otra manera de pagarle. Quizás el domingo siguiente el mayordomo le entregue unas cuantas monedas que le envía mi esposo el filólogo. Pero no, dijo como iluminada, prefiero pagarle yo ahora mismo. Es suya, llévesela como quiera, pero no la arrastre, requiere un buen hombro. Vaya a buscar a su esposo. Las puertas quedarán abiertas para que no se moleste. Dispense, adiós.

   Al llegar a su casa el herrero descansó la pierna de la res cerca del baúl, indeciso ante la situación definitiva del nuevo monumento que se elevaba en su cámara. Tenía unos fluxes que nunca usaba, esperando una solemnidad que nunca lo saludaba, los empapeló y los llevó hasta una esquina donde fueron desenvueltos en un cromatismo xántico. Izó la pierna y la situó en el respeto de una elevación que no evitase la tajada diaria al alcance de la mano, y salió a airearse, el olor penetrante de la res le había comunicado una respiración mayor que necesitaba de la frecuencia de los árboles en el aire que él iba a incorporar.

   La esposa se desabrochó, esperando el regreso del herrero para hacer cama. Desnuda se acercó a la pierna de la res, la contempló, acariciándola con los ojos desde lejos. La pierna trasudó como una gota de sangre que vino a reventar contra su seno. No reventó, al golpe duro de la gota de sangre en el seno sintió deseos de oscurecer el cuarto antes de que regresase el herrero. Sintió miedo de verse el seno y miedo de ver el esposo. El sueño, uno al lado del otro, los distanció por dos caminos que terminaban en la misma puerta de hierro con inscripciones ilegibles. Cierto que ella era analfabeta; él, había comenzado a leer en griego en su niñez; a contar los dracmas limpiando calzado en Esmirna y había hecho chispas en los trabajos de la forja colada en la villa de Jagüey Grande. Cuando dormía después que había penetrado con su cuerpo en su esposa diversificaba su sueño, ocurriéndosele que recibía un mensaje de Lagasch, alcalde de Mesopotamia, comprando todas sus cabras. Al terminar el sueño, soñaba que estaba en el principio de la noche, en el sitio donde se iniciaba la inscripción de los soplos benévolos.

   Al despertar la esposa tuvo valor para contemplarse el seno. Había brotado una protuberancia carmesí que trató de ocultar, pero el tamaño posterior la llevó a hablar con Sofonisco de la nueva vergüenza aparecida en su cuerpo. Él no le dijo lo que tenía que hacer. Se sintió tan indeciso, después consideró la aparición de algo sagrado, luego respetaba más que nunca a su mujer, pero no la tocaba ya. Todos los vecinos le hablaron del negro Tomás, cuyo padre había alcanzado una edad que los abuelos del pueblo en su niñez ya lo recordaban como viejo. Había curado viruelas, andaba con largo cayado de rama de naranjo, cuando se tornaban negras, abrazándose con blancas. Allí fue y el negro le habló con sílaba lenta, de imprescindible recuerdo: me alegra el herrero y me voy a entretener en devolverle a su esposa como un metal. Hay que hacer primero túnel y después salida. Yo tengo el aceite del túnel, no preveo la salida que Dios tiene que ayudar. Hay un aceite de nueces de Ipuare, en el Brasil, que es caliente y abre brecha e inicia el recorrido. Con esa dinamita aceitada su pelota desaparecerá, no desaparecer, va hacia dentro buscando una salida. Se lo pone una semana, dejando caer la gota de aceite hirviendo a la misma altura donde cayó la gota de sangre. Después, vuelva. Algo tiene que ocurrir. Ya no se espera que algo ocurra. Antes, cuando tocaban la puerta, se sentía que podía ser Dios. Ahora se piensa que sea un cobrador y no se abre. Mientras se aplica el aceite hirviendo, tiene que tocarla su esposo todos los días. Ya tiene túnel, ahora espere salida.

   Se sentía penetrada, la penetración estaba en tan mínima dosis en su recorrido que no sentía dolor. El topo seguido de la comadreja, el oso hormiguero seguido de una larga cadena la recorrían. Buscaban una salida, mientras sentía que la protuberancia carmesí se iba replegando en el pozo de su cuerpo. Un día encontró la salida: por una carie se precipitó la protuberancia. Desde entonces empezó a temblar, tomar agua -orinar- tomar agua, se convirtió en el terrible ejercicio de sus noches. Estaba convencida que había sanado ¿acaso no había visto ella misma a la protuberancia caer en el suelo y desaparecer como una nube que nunca se pudo ver? Tuvo que ir de nuevo a ver al negro Tomás. Hubo túnel y salida, le dijo, ésta la ganó usted. Yo no podía prever que una carie sería la puerta. Ahora le hace falta no el aceite que quema, sino el que rodea la mirada. Yo no podía ver a una carie como una puerta, pero conozco ese aceite de calentura natural que se va apoderando de usted como un gato convertido en nube. Vaya a ver al negro Alberto, y él, que ya no baila como diablito, le ofrecerá los colores de sus recuerdos, las combinaciones que le son necesarias para su sueño. Usted fue recorrida por animales lentos, de cabeceo milenario. Ahora salga, siga con sus pasos la lección que le va a dictar su mirada. Tiene que convertir en cuerda floja todo cuanto pise.

   Fue a ver al negro Alberto. Vivía en una casa señorial de Marianao, la casa solariega de los Marqueses de Bombato había declinado lentamente hacia el solar. En 1850, los Marqueses daban fiestas nocturnas, maldiciendo la llegada de la aurora. En 1870, se había convertido en una casona gris de cobrar contribuciones. En 1876, era el estado ciudad de un solar de Marianao. Ahora se guardaba una colilla para ser fumada tres horas después, en el blasón de una puerta de caoba. La pila bautismal recibía diariamente la materia que hace abominables a las pajareras. El negro Alberto estaba sentado en una pieza que tenía la destreza de trabajo de un sillón de Voltaire con la destreza simbólica de un sillón Flaubert. Al verla se levantó para otorgarle las primeras palmatorias.

   Ya hubo túnel, le preguntó con una solemnidad jacarandosa. Con una elasticidad madura que guardaba la enseñanza de sus gestos.

   Lo hubo y la carie sirvió de puerta. Pero a pesar de que yo vi, estaba muy despierta, rebotar la bolita contra el suelo que todos los días brillantó, no me siento bien y sufro.

   Alberto había sido diablito en su juventud. Cuando era adolescente bailaba desnudo, a medida que recorría los años iba aumentando su colección de túnicas. Cuando se retiró mostraba sus colecciones a los enviados por el negro Tomás con fines curativos. Transcurría diseñando los vestidos que ya no podía ponerse para ninguna fiesta, y su mujer costurera copiaba como si en eso consistiese su fidelidad. Algunos se complicaban en laberintos de hilos, sedas y cordones, que rememoraba a Nijinsky entrevisto por Jacques Emile Blanche. Otros se aventuraban en el riesgo sigiloso de dos colores contrastados con una lentitud de trirreme. Los fue entreabriendo en presencia de la esposa de Sofonisco. Las correas con campanillas que ceñían sus brazos y piernas estaban invariablemente resueltas siguiendo las vetas de oro en el fondo verde oscuro del cobre. Las más retorcidas combinaciones dejaban impávidas a la mujer del griego. Parecía que ya Alberto tocaría el final de su colección de túnicas y ni él se intranquilizaba ni la visitante mostraba la serenidad que había ido a rescatar. Por fin, mostró entre las últimas túnicas, la lila que mostraba grabada en sus espaldas una paloma. Los collares que ceñían sus brazos y sus piernas ya no eran circulares. En la boca de la paloma no se observaban ramas de trigo o aceitunas, sino muy roja, mostraba su boca en doble rojez. Alberto anotó fríamente en su memoria: blanco, lila y rojo. Como quien vuelve del sueño aparta los pañuelos que se le tienden, la esposa del herrero dijo: ya estoy en la orilla.

   Fue a pagarle los servicios suntuosos del negro Alberto. Recordó lo horrible que era para ella cobrar, llevar a su casa aquella enorme pieza de res. Pensó que pagar era como lanzar una maldición a un rostro que no la había provocado.

   No busque, le dijo Alberto, coja el hueso de la pierna y entiérrelo. Recuérdalo, pero no lo mire. La ironía del túnel es la paloma, siempre encuentra salida. Yo creí que había que despertarla, pero su propia sangre la llevaba a poner la mano en un cuerpo blando. La paloma blanca y la lengua roja colocan su mirada en lo cotidiano de la mañana.

   Sin embargo, le contestó, el negro Tomás me aconsejaba que Sofonisco me tocara y yo comprendía que él me tenía miedo. Me pasaban cosas extrañas y él huía. Me abrazaba, pero mostraba en el fondo de sus averiguaciones carnales una indiferencia, como si me hubiese convertido en una imagen desatada de la carne. Ahora me recordará con más precisión y podré caber de nuevo dentro de él sin atemorizarlo. Entonces se sacó del seno un hilo que el negro Alberto, siempre avisado, fue tirando, cuando todo el hilo estaba desconcertado por el suelo, lo cogió y lo lanzó en la saya de su mujer que seguía cosiendo, recorriendo mansamente sus diseños.

   Habían pasado los años que ya mostraba el hijo de Sofonisco y el pitagórico siete se mostraba con el ritmo que golpeaba la pelota contra el suelo. Su frenesí lo llevaba a golpear tan rápidamente que parecía que en ocasiones la pelota buscaba su mano como si fuera un muro, con la confianza de ser siempre interrumpida. Otras veces, después de tropezar con el suelo la pelota se levantaba como si fuese a trazar la altura de un fantasma imposible. La madre contemplaba con una lánguida extrañeza aquel frenesí de su hijo. Crecía, se volvía roja como cuando el padre martillaba las chispas. Parecía estar ciego en el momento en que le pegaba a la pelota contra el suelo y luego casi con indiferencia no recobraba el orgullo de la mirada al ver la altura alcanzada. Al alcanzar una altura increíble para el golpe de su pequeña mano, alcanzó una altura misteriosa que ya más nunca podría rebasar. La pelota vaciló, recorrió una canal invisible y al. fin se quedó dormida en la pantalla de grueso cartón verde que cubría el bombillo. La madre del nuevo Sofonisco, se movilizó jubilosa para entregarle a su hijo la alegría del reencuentro. Como si hubiese resuelto la invención de poblar el aire de peces, fue al patio y cogió la vara que alzaba a la tendedora lo más alto posible de las manchas de la tierra. Le dio un golpe muy ligero a la pelota para ver que rodase por la pantalla. No pudo prever la velocidad devoradora que adquiriría la pelota, muy superior a la huida de sus piernas. Le cayó en la nuca. El niño escondió la pelota para que llenase el mismo tiempo que le estaba dedicado al día siguiente. El herrero se fue a dormir, sus músculos estaban muy espesos por su ración diaria de martillazos y necesitaba del aceite flexible del sueño. El niño necesitaba esconder algo para dormirse. Ella ocupó su lugar: dormir sin despertar al que estaba a su lado. Soñó que por carecer de piernas, circulizada, se movía, pero sin poder definir ningún camino. Con una lentitud secular soñó que le iban brotando retoños, después prolongaciones, por último, piernas. Cuando iba a precisar que caminaba se encontró la entrada de un túnel. Ya ella sabía, el sueño era de fácil interpretación llevado por sus recuerdos y se sintió fatigada al sentirse la más aburrida de las aburridas.

   Dejó el sueño en el momento en que entraba en el túnel, pero al despertar se llevó la mano a la nuca y allí estaba de nuevo la protuberancia carmesí. Ya está ahí, dijo, como quien recibe lo esperado.

   Viene como siempre, contestó Sofonisco despertándose, a hacer su mal y lo peor es que tenemos que salir con él. Cualquiera que se quede sin el otro hasta el último momento, hasta entrar, es el que no podrá recordar.

   Hay que averiguarlo, seguirlo, dijo ella, ya es la segunda vez y ahora viene a destruir como quien trabaja sobre un cuerpo relaxo que no tiene prolongaciones para atraer o rechazar. Puerta, túnel, carie, la paloma encuentra salida, todo eso está ya desinflado, Y no sé si el negro Tomás al surgir el nuevo hecho en la misma persona no se distraerá, fingirá que se pone al acoso para descansar. Yo misma he borrado la posibilidad de la sorpresa que mi cuerpo recién lavado puede ofrecer. Me veo obligada a recorrer un camino donde los deseos están cumplidos.

   Sí, dijo Sofonisco, que ya no se rodeaba de un halo de chispas, pero eso sucede delante de mí y no puedo contemplar un espectáculo tan terrible sin ver las contradicciones que recibo cuando estoy dormido y siento que te acuestas a mi lado.

   Entonces, dijo ella, tengo que buscar tu salud y aunque estoy ya convertida en cristal, tengo que girar para que tus ojos no se oscurezcan.

   De pronto, cuando llega el cangrejo, dijo el herrero tiritando, me veo obligado a retroceder y ya no puedo tocarte. Cuando tú luchas con esas contradicciones que te han sido impuestas, me asomo y veo que lo que me transparentaba se borra, que es necesario reencontrarlo después de un paréntesis peligroso. Aunque ya tú no tengas curiosidad, me es necesario comprender una destreza, la forma que tú adquieres para caer en tu separación de mi cuerpo. Esa monotonía que tú esbozas, esa impertinencia para comprobar tus deseos, revela un endurecimiento que yo disculpo, pues en los caminos que te van a imponer, requieres una gran opacidad, ya que la luz te iría reduciendo, descubriéndote en un momento en que ya tú no puedes ser conocida por nadie.

   Ah, tú, silabeó la esposa, ahora es cuando surges y ya no necesitas tocarme. Cuando surge ese escorpión sobré mi cuerpo te entretienes con los esfuerzos que yo hago para quitármelo de encima. Cuando veas que ya no puedo quitármelo entonces empezará tu madurez. Al día siguiente, con la flor del aretillo sobre el seno, fue a ver al negro Tomás.

   Atravesó la bahía. El negro la situó entre una esquina y un farol que se alejaba cinco metros. Precipitadamente le dejó el frasco con aceite y el negro se hizo invisible. La esposa del herrero distinguió círculos y casas. El semicírculo de la línea de la playa, el círculo de los carruseles que lanzaban chispas de fósforo y latigazos, y más arriba las casas en rosa con puertas anaranjadas y las verjas en crema de mantecado. Negros vestidos de diablito avanzaban de la playa a los carruseles y allí se disolvían. Empezaban desenrollándose acostados en el suelo, como si hubiesen sido abandonados por el oleaje. Se iban desperezando, ya están de pie y ahora lanzan gritos agudos como pájaros degollados. Después solemnizan y cuando están al lado de los carruseles las voces se han hecho duras, unidas como una coral que tiene que ser oída. Los carruseles como si mascasen el légamo de ultratumba cortan sus rostros con cuchilladas que dejan un sesgo de luna embadurnada con hollín y calabaza. La calabaza fue una fruta y ahora es una máscara y ha cambiado su ropa ante nuestro rostro como si la carne se convirtiese en hueso y por un rayo de sol nocturno el esqueleto se rellenase con almohadas nupciales. Aquellas casas girando parecen escaparse, y golpean nuestro costado. Es lo insaciable; los diablitos avanzan hasta los carruseles y éstos lo rechazan otra vez y otra hasta la playa. Los soldados momificados soportan aquella lava. Uno saca su espada y surge una nalga por encantamiento y pega como un tambor. Un negrito de siete años, hijo de Alberto el de las túnicas, vestido de marinero veneciano, empina un papalote para conmemorar la coincidencia de la espada y la nalga. La esposa, portadora del cangrejo, acostumbrada a las chispas del herrero griego, retrocede de la esquina hasta el farol. Cuando los diablos son botados hasta la playa, ella avanza cautelosamente hasta la esquina. Cuando los diablitos llegan hasta los bordes del carrusel, ella retrocede hasta el farol. Sintió pánico y la voz le subía hasta querer romper sus tapas, pero el cangrejo que llevaba en la nuca le servía de tapón. Las grandes presiones concentradas en los coros de los negros se sintieron un poco tristes al ver que nada más podían trasladarla de la esquina hasta el farol. Y a la limitación, a la encerrona de su pánico oponían la altura de sus voces en un crecento de mareas sinfín. Después supo que un poeta checo que asistía para hacer color local, acostumbrado a los crepúsculos danzados en el Albaicín, había comenzado a tiritar y a llorar, teniendo un policía que protegerlo con su capota y llevarlo al calabozo para que durmiese sin diablos. Al día siguiente, las páginas de su cuaderno lucían como pétalos idiotas entre el petróleo y la gelatina de las tambochas, devueltas por los pescadores eruditos a las aguas muertas de la bahía.

   Y más allá de los carruseles, las casas pobladas hasta reventar, con las claraboyas cerradas para evitar que la luz subdivida a los cuerpos. Bailándole a las esquinas, a los santos, al fango tirado contra cualquier pared, en cada casa apretada se repite la caminata de la playa hasta el carrusel. De pronto, un cuerpo envuelto en un trapo anaranjado es lanzado más allá de las puertas. Los soldados enloquecidos lanzan tiros como cohetes. Pero las casas cerradas, llenas hasta reventar, desdeñan el fuego artificial. "Aquí te encontré y aquí te maté". Y la cuchillada... Ah... La esposa del herrero siente que le clavan la cabeza y retrocede hasta el farol. Pasan por encima de ella, como en un asalto, todo el botín de la fiesta. Recibe una claridad, la mañana comienza a acariciarla. Empieza a sentir, a recuperar y sorprende que el frasco de aceite del Brasil hierve queriendo reventar. Cree que aún separa a los grupos, pide permiso y nadie la rodea. La lancha que la devuelve como única tripulante, le permite un sueño duro que galopa en el petróleo. Sale de la lancha con pasos raudos, como si la fuese a tripular de nuevo. Cuando llega a su casa percibe a su esposo y a su hijo respetuosos de las costumbres de siempre. Y lleva el aceite hirviendo hasta su nuca. Ya encontró camino, le dice de nuevo el negro Tomás cuando lo visita, y saldrá más allá del túnel. Por la mañana lanza de nuevo la protuberancia carmesí. Ahora ha saltado por el túnel de la cuenca del ojo izquierdo. Pero la zozobra que la continúa es insoportable. El esposo alejado de ella, en una soledad duplicada, se lleva de continuo el índice a los labios. Y aunque está solo y muy lejos de ella, repite ese gesto, que la vecinería a su vez comenta y repite. Y el hijo, más huraño, antes de entrar en el sueño, se obstaculiza a sí mismo en tal forma que la pelota rueda como si fuese agua muerta o una cucharada despreciada cuyo vuelo es seguido con indiferencia.

   ¿Qué les pasa a ustedes?, dice después de la sobremesa, lanzándole la pelota a su hijo que la deja correr, importándole nada su desenvolvimiento.

   Estás en vacaciones, ahora se dirige al esposo, para ver si tiene mejor suerte, no quieres hacer nada y las monturas de hierro van formando por toda la casa una negrura que será imposible limpiar cuando nos mudemos.

   Nos mudaremos, le contesta casi por añadidura, y los hierros se quedarán, ya con ellos no se puede hacer ni una sola chispa. Me gusta más ver una luciérnaga de noche que arrancarles una chispa a esos hierros de día.

Ahora, le decía días más tarde el negro Tomás, no puedo predecir el combate de la golondrina y la paloma. Ni en qué forma le hablarán. Sé que la golondrina no puede penetrar en la casa y conozco la sombra de la paloma. Sin embargo, una golondrina se obstinará en penetrarla y la paloma le hará daño. Siempre que pelean la golondrina y la paloma se hace sombra mala.

   Buscaba la huida de su casa. Con un paquete a su lado, por si tenía que permanecer en los parques a la noche, mostraba aún sobre su seno la flor del aretillo. En varias ocasiones la flor rodaba, queriendo escapársele, pero su indiferencia aun podía extender la mano y recuperarla. Su atención fue indicando los carros de golondrinas que borraban las nubes. No era su intención, hasta donde su mirada podía extenderse, poner la mano en el cuello de ninguna de ellas. El verso de Pitágoras, domésticas hirundines ne habeto que aconseja no llevar las golondrinas a la casa, existía para ella. Observaba sus perfectas escuadras, sus inclinaciones incesantes y geométricas. Apenas pudo hacer un vertiginoso movimiento con la mano derecha para ahuyentar a una golondrina que se apartaba de la bandada y había partido como una flecha marcada a hundirse en su rostro. Rechazada, volvió un instante a la estación de partida como para no perder la elasticidad que la lanzaba de nuevo, como el rayo se hace visible mientras la nube retrocede. Aterrorizada asió a la golondrina por el cuello y comenzó a apretarla. Cuando sintió la frialdad de las plumas, asqueada abrió las manos para que se escapase. Entontada, el ave ya no tenía fuerza para alejarse y la rondaba a una distancia bobalicona. Le hacía señas y gritos a la golondrina para que huyese, pero ella insistía, idiotizada como en las caricias de un borracho. Tuvo que huir volviendo el rostro para asegurar que el ave ya no tenía fuerza para perseguirla. A la otra mañana, como sucede siempre en la vergüenza de la conciencia, repasó aquel sitio donde se había manifestado el conjuro. Al lado del paquete, la golondrina lucía con sofocada torpeza la última frialdad. Pudo oír los comentarios de las esquinas que le indicaban que la golondrina había hecho esfuerzos contrahechos para acercarse al paquete. Esa misma noche soñó, mientras el herrero y su hijo guardaban de ella una distancia regida por la prudencia: la golondrina era de cartón mojado; el rocío había traspasado los papeles del paquete y algodonado los cordeles que lo custodiaban. Dentro, un niño gelatinoso, deshuesado en una herrería que manipulaba con martillos de agua, ofrecía su ombligo con una protuberancia carmesí para que abrevase el pico de caoba de la golondrina.

   Después de tanto guerrear había ido volviendo a sus paseos del crepúsculo. Tuvo deleite de atar dos recuerdos, entremezclándolos y separándole después sus pinzas, irónicas. Creían que la habían dejado serena, no la huían, pero ya a su lado nada se le ponía en marcha para su destino. Creía recordar las cosas que pasaban a su lado con una dureza de arañazo. Alejaba tanto el rostro que se le acercaba o la mano que se le tendía que los gozaba como una estampa borrosa. Podía reducir el cielo al tamaño de una túnica y la paloma que le echaba la sombra a la otra inmovilizada con su lengua de rojez contrastada en la túnica lila. Gozaba de una sombra que le enviaba la paloma que no se acerca nunca tanto como la golondrina cuando está marcada. La luz la iba precisando cuando ya el herrero y su hijo no sentían el paseo del cangrejo por su nuca o por el seno que había impulsado con levedad acompasada la flor del aretillo. El cangrejo sentía que le habían quitado aquel cuerpo que él mordía duro y que creía suyo. Le habían quitado aquel cuerpo que él necesitaba para lo propio suyo, semejante al enconado refinamiento de las alfombras cuando reclaman nuestros pies.

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FUGADOS

 

    No era un aire desligado, no se nadaba en el aire. Nos olvidábamos del límite de su color, hasta parecer arena indivisible que la respiración trabajosamente dejaba pasar. Llovía, llovía más, y entre lluvia y lluvia lograba imponerse un aire mojado, que aislaba, que hacía que nos enredásemos en las columnas, o que mirásemos a los hombres iguales que pasaban a nuestro lado durante muchos días y en muchos cuerpos distintos. Hubo una pausa que fue aprovechada por Luis Keeler, para dirigirse a la escuela apresurando el paso, no obstante se detuvo para contemplar cómo el agua lentísima recorriendo las letras de un escudo que anunciaba una joyería había recurvado hacia la última letra, pareciendo que allí se estancaba, adquiría después una tonalidad verde cansado, se replegaba, giraba asustada, sin querer bordear el contorno del escudo, donde tendría que esperar que la brisa se dirigiese —podía también coger otro rumbo— directamente al escudo, cuyas letras desmemoriadas surgían ya con esfuerzo, ante la nivelación impuesta por la brisa y por las lluvias, y por último la gota después de recorrer las murallas y los desiertos desdibujados del escudo saltaba desapareciendo.

     Armando Sotomayor había aprovechado también la pausa colocada entre las lluvias, para dirigirse al colegio, que ofrecía un aspecto deslustrado, como si la voz de los profesores hubiera ido formando una costra húmeda que separaba la pared de las miradas. El recuerdo de la lluvia y del agua enfermiza que saltaba de las casas al suelo azafranado, donde se iba borrando, como si la suela de los zapatos limpiase las caras inverosímiles grabadas sobre el asfalto blanduzco. Era como si una idea se dirigiese recta a adivinar el objeto enfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo-escamoso, del colegio, saltase al mar para borrarse a sí misma.

     Luis y Armando se miraron. Armando observó que al mismo tiempo que ya empezaba a sentir la humedad del agua evaporándose de su chaqueta azul oscuro, con rayas blancas, desde lejos grises, vio como también asomaban con nuevos colores que se secaban lentamente, como después de pen­sarlo mucho, dejando en las paredes mareadas, patas de moscas, caras viejas, casi resquebrajadas. Armando ya no miraba las paredes húmedas, mareadas, como si la lluvia se hubiese entretenido en extender sobre las paredes piel estirada de gamo, soplado estrellas, trazando una esfumada cartografía sideral. Los ojos de Armando giraron lentamente, los dejó caer sobre Luis que llegaba. Sin saludarlo le dijo: No entremos, en el malecón las olas están furiosas, quiero verlas.

     Luis, más joven, alegre por la primera palabra de Armando, lo saludó primero con alegría disimulada, después rápidamente respondió: Vamos.

     La humedad persistía, se notaba más que en los zapatos húmedos, en el sudor de la cara de Luis. La última gota se demoraba en el escudo de la joyería, hasta que al fin caía tan rápidamente que la absorción de la tierra daba un grito. Luis parecía fijarse en el peligro de la próxima lluvia, en la disculpa que daría en su casa si sus padres descubrían el improvisado paseo. Aunque cualquier pregunta de Armando fuese demasiado brusca, no se fijaba en la cara de él, como quien goza la presencia de un espejo empañado o se imagina muy espesa la atmósfera lunar o demora la papilla de puré en la lengua. La emoción de escaparse del colegio tenía demasiada importancia para dirigir su mirada a la cara de Armando, aunque es casi seguro que la fijase en sus ojos. Sin embargo, cada palabra de éste era una mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba para encontrar en los ojos de Luis la colmación de sus palabras, más que necesaria respuesta.

     No deberíamos, pensaba, nada más que ir al colegio por la mañana, todo lo demás sobra. Es cierto que las mañanas casi siempre son húmedas, que ablandan las cosas, que inutilizan las palabras. Cuando veo venir a mi tía, oleaginosa blancura y humedad de la mañana, con los ojos pinchados, con la ropa bruscamente lanzada contra el cuerpo inmóvil, me parece que la veo llegar montando en una vaca y descendiendo muy lentamente —como si quitásemos paños sudorosos de una estatua de yeso— del globo de la mañana. La contemplación del café con leche mañanero produce una voluptuosidad dividida, que se convierte en poca cosa cuando los garzones van penetrando en las academias. Un sabor espeso va penetrando por cada uno de los poros que se resisten, una paloma muere al chocar con la columna de humo de un cigarro, las aguas algosas van alzando el cadáver de un marinero ciego que deja caer pesadamente las manos, ostentando en las narices tatuadas el esfuerzo por querer sobrevivir en aquellas aguas espesadas por las salivas y por los papeles mojados.

     Habían llegado ya al lugar esperado, las olas entraban por la mirada, luego se producía una desesperada oquedad ocupada rápidamente por las nubes. El paisaje estrenaba una apariencia distinta frente al estilo o la manera distinta de las miradas. Las olas saltaban aceradas alrededor de un puño que les prestaba un esqueleto férreo y algoso. Se formaba el público que sobra siempre en las ciudades para bostezar en los incendios, para encender un quinqué en las inundaciones. Luis y Armando habían llegado frente a las olas un tanto desmemoriados, aquello parecía no ser su finalidad. Momentáneamente había servido, pero les golpeaba un secreto más escurridizo. Las huidas del colegio son el grito interior de una crisis, de algo que abandonamos, de una piel que ya no nos disculpa. Habían perdido una tarde de colegio, ahora dejaban caer las manos, ladeaban un poco la cabeza, todos corrían y Luis se dejaba mojar los zapatos sin levantar la mirada de la próxima ola. Comprendía que el día era gris, que se habían fugado de la escuela, que Armando estaba a su lado ocupando un espacio maravilloso, doblemente cerrado, espacio rítmico, pues de vez en cuando se llevaba la mano a los cabellos como para obligarlos a mantener una postura irreal, movediza. Los cabellos le desobedecían, huían, como si aquél no fuese el sitio indicado para su sueño, rehusando el dominio de la mano que no reconocían como suya. Luis adivinaba que unas cuantas gotas eran poca cosa para sus zapatos. No había oído los gritos, los menudos papeles blanquísimos que al huir le tiraban a la ola, que cortés volvía después a olvidar y a recogerlos. La curvatura de las olas, la grosera asimilación de la ola por otra ola producía una onda de vapores exenta de recuerdos. Como si las nubes se fuesen extendiendo entre ellos y convirtiesen a los niños fugados en unos archipiélagos húmedos. Un barco los golpea suavemente y se ve lentamente rechazado por las manecillas de un reloj. Cambiaron de rumbo, la finalidad que los había unido se perdía invisiblemente. Se iban a mantener más tensas y secretas las palabras que los enlazaban. Los dos se fueron replegando, ignorándose. Se alejaban de las olas creyendo que cansadas de estilizar el litoral se perderían en una aventura más com­prometedora. Más que ver las olas las habían adivinado entrando en la atmósfera acuosa que desalojaban, les llegaba un ruido lejano, una ola empujaba a la otra, impulsando curvados sonidos que se adelgazaban para penetrar en la bahía algodonosa de los oídos. Ya habían decidido pasear. La incitación primera se había convertido en el tedio llevadero del tener que pasear. Armando se fijaba en uno de los dos botones que se apartaban de la coloración azul con rayas blancas del traje de Luis, invariablemente uno le parecía distinto, después empezaba el nuevo agrado descubriendo que los dos eran iguales. Ya no esperaba la próxima ola, sino la cambiante atracción de los botones azulosos, iguales, desiguales, aparecían, se sumergían. La ola que se tendía, después la fijeza de uno de los botones, el otro era tan improbable. La mirada humedecida alargaba peces asfaltados. Era como si una grulla, ave blanda, fuese absorbida por el asfalto exigente que podía lucir así su nueva marca de grulla asfaltada. Todo tan diluido que no se diría la grulla escudo sobre el asfalto, como aquel que demoraba la última gota en el anuncio de la joyería. Luis se estremeció, como si hubiese chocado con una nube o como si se hubiese despertado. Se oyó una voz más espesa, menos infiltrada de humedad. Se sintió aterrorizado como cuando nos enteramos que el escaro, pescado exquisito, sólo tiene los in­testinos comestibles. Luis sentía la humedad invisible en su paseo con Armando. Ningún punto fijo podía obligarlo, cualquier línea clareadora era tan alargada que moría en el agua electrizada. Verde de luna palustre, adivinando verdor de juncos enlunados. Había surgido Carlos —la obligación con el nombre, la esclavitud a la línea y al punto—, mayor que Armando, diciéndole imperiosamente, era esa la palabra que Luis no decía, pero que sentía, pero que oía desgarrándole: ¿No habíamos quedado en ir al cine? Todavía podemos ir. Armando, secamente, sin mirar a Luis, que ha tomado una figura insignificante, le dice: Adiós, me voy. Secamente, sin la mirada decisiva, sin intentar por última vez discriminar el colorido de los botones de su chaqueta azul con rayas blancas. Nuevos pájaros nevados dejan caer sus picos sobre las mandolinas que silabean numeradas elegías. El sueño se va espesando en el recuerdo de aquella última ola que definitivamente se marmolizó. La ola es el monstruo que busca el tazón de alabastro cuando dos manos viajeras deciden desembarcar a la misma hora.

     Siguió con la mirada la curva de los paredones, que parecían inútiles, pues las olas desmemoriadas se detenían en un punto prefijado, trazado en el vértice de la ola y de la gaviota. Vio también cómo su brazo giraba, se perdía, hasta que adormecido lentamente se iba curvando, obligado por el girar de las gaviotas que trazaban círculos invisibles, no tan invisibles, pues al querer extender el brazo sentía las picadas de los peces-arañas, y al alzar los ojos veía a la gaviota esconderse en un punto geométrico, o entrar como flecha albina en un gran globo de cristal soplado. Ya no podía aislar el recuerdo de los peces-arañas, ni el brazo lentamente curvado de la mansa compasión de las gaviotas. No podía aislar en su cajita de níquel cromo los fósforos de las agujas. Ni el libro de las preguntas de las respuestas madreselvas, de los grupos de corales, de las más podridas anémonas. Las nubes se abrían rápidamente mostrando el castillo que se desangraba. Las nubes destetadas hacían un poco más rosado el nácar de aquella agonía. Siguiendo las vueltas de las gaviotas aparecían una docena de adolescentes ocultando en las arenas sus flautas cremosas, dejando en recuerdo sus orejas enterradas. En el centro de la pecera se ven flotar, diminutos, otra docena de guerreros romanos.

     Se sentó en el muro, el agua ya no rebotaba en las piedras. Se dirigía a los oídos con pasos secretos, rebotando contra el castillo, sin timbre o lebrel que partiesen aquella humedad, que avivasen la oportunidad de aquel secreto oleaje. Vio como la uniformidad marina se abría en un remolino somnoliento, vislumbró un alga verde cansado, gris perla, adivinanza congelada, secreto que fluye. Llegaba una olita, fabricada por los juncos tejidos, guiada tan sólo por el ruido que forman los peces al virarse para pellizcarse el cuello; parecía que avisada el alga, ya empezaba a oír su nombre indistinto, iba a incrustarse en la piedra. Insatisfecho momento y el alga diferenciada, un tanto mareada, volvía a ocupar el mismo sitio. Luis Keeler sintió la fijeza del alga, sintió también su carrera invisible hacia el paredón musgoso. Quedando así el alga, como una corona que desciende hasta la raíz del castillo que se desangra sobre el río. El alga clamaba por la monarquía del sueño interminable. Entre los pasos de la codorniz y la raíz del castillo, la fotografía tomada a la sombra del húmedo ruido y a la ligereza, podía garantizar el surgimiento de las algas diferenciadas.

     Cuando el alga rebotó por última vez contra la piedra ablandada, Luis Keeler se fue hundiendo en el sueño. Un sueño blando, rodeado de algas, algodones, de manos que tocan blandamente un saco de arena y de puntillas. Cartas persas, las codornices de servicios domésticos, las peceras volcadas después del crimen. En su afán de buscar la última palabra y el nivel del sueño la codorniz tiraba desesperadamente de los labios. En el paraíso el agua corría de nuevo y se fabrica el cielo. La línea del paredón se alargaba, y él fue también estirando, adelgazando. Sintió que el pensamiento se le escapaba como había sentido los pasos de la codorniz, para ocupar el centro de aquella alga nombrada, diferente, que podía ostentar su orgullo y sus voluntarios paseos. El tacto insatisfecho ya no podía prolongarse en la mirada o en aquel último fragmento de sus labios. Espeso sueño como de quien pudiese hablar con la boca llena de agua. Absolutista alga que separaba el cristal de la divagación de los recuerdos y de las nubes.

     Traspasó una línea marinera, que había sido trazada por los juncos antes de convertirse en pájaro­moscas. La última se extendió por el cuerpo de Luis Keeler, quedando también adormecida en la arborescencia de sus nervios. Uno de sus ojos, traspasando el globo de porcelana, que había sido traído junto con el taladro de los granates, se fijó en la punta del dedo de un bandolero agilísimo. Triunfó, una ruedecilla recorría la distancia que separaba la mirada del objeto ceniciento.

     Después el otro ojo se fijó en la condecoración dejada por el carapacho de las aguas quemantes, de las lavas y de los punzones. Puesto ya de pie, todas las algas huidas y borrado el límite de los paredones, la noche le empapaba las entrañas, creciendo como un árbol que sacude la tinta de sus ramas. Hubiera sido decoroso dar un grito, pero en aquel momento se vaciaba la jaula de los cines y de la vida clamante de las algas había surgido un absoluto sistema de iluminación. Dar un grito le hubiera costado partirse un pie o adivinar los últimos cabeceos de las algas o como circula la sangre en los granates.

 

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EL ABRAZO

Los dos cuerpos
avanzan, después de romper el espejo
intermedio, cada cuerpo reproduce
el que está enfrente, comenzando
a sudar como los espejos.
Saben que hay un momento
en que los pellizcará una sombra
algo como el rocío, indetenible como el humo.
La respiración desconocida
de lo otro, del cielo que se inclina
y parpadea, se rompe
muy despacio esa cáscara de huevo.

La mano puesta en el hombro de la mujer.
Nace en ellos otro temblor,
el invisible, el intocable, el que está ahí,
grande como la casa, que es otro cuerpo
que contiene y luego se precipita
en un río invisible, intocable.
Las piernas tiemblan, afanosas de llegar
a la tierra descifrada,
están ahora en el cuerpo sellado.
Comienza apoyándose enteramente,
un cuerpo oscuro que penetra
en la otra luz
que se va volviendo oscura
y que es ella ahora la que comienza
a penetrar.
Lo oscuro húmedo que desciende
en nuestro cuerpo.
Tiemblan como la llama
rodeada de un oscilante cuerpo oscuro.
La penetración en lo oscuro,
pero el punto de apoyo es ligeramente incandescente,
después luminoso
como los ojos acabados de nacer,
cuando comienzan su victoriosa aprobación.

La mano no está ya en el otro hombro.
Se establece otro puente
que respaldan los cuerpos penetrantes.
Ya los dos cuerpos desaparecen,
es la gran nebulosa oscura
que apuntala su aspa de molino.
Los dos cuerpos giran
en la rueda de volantes chispas.
Como después de una lenta y larga nadada,
reaparecen los cabellos llenos de tritones.
Miramos hacia atrás separando el oleaje
Y aparece el desierto con alfombras y dátiles.

Los dos cuerpos desparecen
en un punto que abre su boca.
Lo húmedo, lo blando,
la esponja infinitamente extensiva,
responden en la puerta,
abrillantada con ungüentos
de potros matinales
y luces de faisanes con los ojos apenas recordados.

El dolmen que regala los dones
en la puerta aceitada,
suena silenciosamente su madera vieja.
Los dos cuerpos desaparecen
y se unen en el borde de una nube.
La manta, la lechuza marina,
seca el sudor estrellado
que los cuerpos exhalan en la crucifixión.
El árbol y el falo
no conocen la resurrección,
nacen y decrecen con la media luna
y el incendio del azufre solar.
Los dos cuerpos ceñidos,
el rabo del canguro
y la serpiente marina,
se enredan y crujen en el casquete boreal.

 

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YA YO SABÍA

Como un ala perdida
_era la noche intensa por mil voces herida_
apareciste ¡ya yo sabía que alguna noche
se rompería el ala sobre la frente herida!
En la mañana
_idéntico rebrillar en el oro tendido,_
tu cabellera era pura mañana,
en el hondo temblor de las luces.
¿Hay espejo que copie cabellera
teñida por el oro de la mañana, chorro de mañana?
Me empapé de ti,
todo envuelto en el aro
de tu oro dúctil
-oro y brazalete_. Todo
era oro en la pura mañana.
¡Ya yo sabía que alguna noche
se rompería el ala sobre la frente herida!

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INVISIBLE RUMOR

Cuando en el cielo despojado asoma,

danzando en el abismo de la altura

que borra en el fruto la figura

que forman los sentidos de su aroma.

Ola deshecha y breve en la redoma,

iluso imperio de su mano impura,

despego, fuego, domado, blancura

de un mar finito sus cenizas doma.

Por el olor del fruto detenido

las manos elaboran un sentido

que reconstruye la sonrisa inerte.

Así la flecha sus silencios mueve,

ciega buscando en la extensión de nieve

su propia estela como fruto y muerte.

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RETRATO DE DON FRANCISCO DE QUEVEDO

Sin dientes, pero con dientes
como sierra y a la noche no cierra
el negro terciopelo que lo entierra
entre el clavel y el clavón crujiente.

Bailados sueños y las jácaras molientes
sacan el vozarrón Santiago de la tierra.
Noctámbulo tizón traza en vuelo ardientes
elipses en Nápoles donde el agua yerra.

Muérdago en semilla hinchado por la brisa
risota en el infierno, el tiburón quemado
escamas sueltas, tonsura yerto.

En el fin de los fines ¿qué es esto?
Roto maíz entuerto en el faisán barniza
y en la horca se salva encaramado.

 

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