José Jiménez Lozano

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Árbol seco

Astros

Leónidas

La dignidad humana

El día del Juicio

 

 

Árbol seco

Diez años esperó que el árbol seco
floreciera de nuevo. Diez años
con el hacha aguzada y temblorosa,
pero el árbol
sólo exhibía sus desnudos brazos,
la percha de la urraca y de los cuervos.
Cortóle al fin, y, de repente,
vio su corazón verde, borbotón de savia;
un año más, y hubiera florecido.

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Astros

 ¡Míralos bien!

También se alzarán sobre tu tumba

y, aunque todos te olviden,

Ellos recordarán tus ojos de tantas

noches contemplándolos.

Es imposible que esta celeste rueda

gire eternamente sin memoria

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Leónidas

 

El poeta Leónidas,


pobre de solemnidad solemne,


aconsejaba a los ratones abandonar su cabaña,


en la que nada encontrarían:


ni papel con sus versos.


Pero luego se los recitaba por la noche el poeta


—versos sobre suculentos banquetes en palacio


con pastel de queso como postre—,


y los ratones se mostraban inquietos.


Él les decía:
Si no os quitan el hambre,


es que no son versos excelentes,


falta algún acento, sobra un adjetivo
.


Y corregía.

(de Elegías menores, Valencia)

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LA DIGNIDAD HUMANA

    La prensa, la radio y la televisión dijeron y escribieron que ella era una mujer anciana, que vivía sola en un piso bastante grande, y que parecía un almacén de tanta cosa como en él había, y su dueña siempre iba muy compuesta, aunque usaba vestidos del tiempo de Maricastaña y sombreros que eran la irrisión verdaderamente, habían informado la portera y algunas vecinas.

    —Y es una vecina de las de buenos días, buenos días, y buenas noches, buenas noches. Y ni una palabra más— dijo otra vecina.

    Y nadie había cruzado más de dos palabras seguidas con ella, es de las de sí, sí, y no, no, y gracias, gracias.

    —O como si fuese forastera, salvo que preguntaba siempre si alguien estaba enfermo o pasaba algo, y si podía ella ayudar —insistió dos o tres veces otra mujer de entre las vecinas que se agolpaban en torno a un equipo de la televisión que estaba allí.

    —Tampoco nadie de nosotras ha entrado jamás en su casa, como no sea doña Rosa, la vecina de pared con pared con ella, que también es de las silenciosas. O una servidora, un día que ella se mareó en la escalera, porque nunca cogía el ascensor ni para subir ni para bajar, y la subimos entre doña Rosa y yo.

    Y lo que la había extrañado a ella era que había allí más cachivaches que muebles, y que no tenía comedor o salón, ni vio una televisión por ninguna parte, explicó también a los de la televisión precisamente. Aunque luego lo que la locutora dijo fue que lo que había allí, en la casa y llamaba la atención, era un montón de muñecas, libros raros, un maniquí vestido con un uniforme militar antiguo, y una calavera de verdad con una corona de flores artificiales. Y luego pusieron también una vista del cuarto de los trastos, en el que, aparte de las fregonas y una lavadora antigua, había tantas otras cosas que parecía un tenderete del rastro, con veladores pequeños incluso, o máscaras rotas. Y dieron a entender en la tele, por la forma en que lo contaron, que no andaba ella muy bien de la cabeza.

    Pero el hecho, puro y simple, era que la vecina más vecina de ella, doña Rosa, que era viuda y también vivía sola, había llamado a la puerta de ella, aquel día, hacia las seis o seis y poco, como todas las mañanas, y no había respondido nadie, de manera que, tras insistir un buen rato, se asustó, y había llamado a la policía, para que con una ganzúa o llave maestra o especial descerrajase la cerradura, pero no hizo falta porque enseguida se dieron cuenta de que sólo estaba echado el pestillo.

Entraron los dos policías y doña Rosa, y allí la encontraron durmiendo tan plácidamente, que a ella la daba pena despertarla, aunque los dos policías se salieron del dormitorio para que doña Rosa la despertase, y, desde luego, para que la durmiente no se asustase. Y, cuando se despertó, miró allí a su amiga al pie de la cama, se sonrió, y dijo:

    —¡Perdóneme, Rosa! Ya veo que he vuelto a olvidarme cerrar la puerta con llave; pero es que anoche me acosté muy tarde, porque estaba rendida. Voy a vestirme, si me permite.

    De manera que doña Rosa salió del dormitorio, cerrando la puerta, y les comunicó a los policías que doña Asun se había quedado dormida simplemente, y les pidió excusas por la molestia.

    —¿Está segura que no necesita nada esta señora que vive sola?

    —No. No necesita nada. Tiene una vida tranquila, y mucha salud, gracias a Dios. Yo soy mucho más joven, y, si voy andando con ella, a poco que me descuide, me deja atrás.

    Y, cuando la policía se fue, ella volvió al dormitorio de doña Asun sin hacer un ruido como pisando sobre almohadillas como los gatos, que era como se andaba en aquella casa, y doña Asun, le explicó a su amiga que, mirando la noche pasada el marco de plata de una fotografía de su madre, se dio cuenta de que la plata necesitaba un repaso, y no lo quiso dejar para el día siguiente; y lo que pasó fue que tardó lo suyo en encontrar el jabón de limpiar la plata, y luego se puso a restregar con todas sus fuerzas, hasta que la plata deslumbrase, y la llevó tiempo y se cansó también de veras, así que se había ido rendida a la cama, y había dormido de un tirón.

    Y luego ya charlaron de otras cosas, mientras doña Rosa la ayudaba a preparar su té y su tostada del desayuno.

    Y ya no pasó más.

    Pero, a los tres o cuatro días, fue cuando se presentaron los de los «Servicios de Atención a las Personas Mayores», que seguro que la policía tenía obligación de dar un parte de lo que hacían, y, al darlo se enteraron, y llegaron muy amables, pero muy preguntones, y la insinuaron que lo mejor para ella era irse a una residencia, de pago o no, eso ya se vería.

    —Pues ¡muchas gracias! —dijo doña Asun—; pero, cuando necesite ayuda ya la pediré, y lo que es mejor o peor para mí lo sé yo solita, y, desde luego, no las autoridades.

    —Ya vemos que no tiene televisión, ¿y qué hace usted por las noches, por ejemplo?

    —Pues hago muchas cosas. Entre otras, solitarios. Casi toda mi vida no he hecho otra cosa que solitarios, y no me ha ido mal.

    —¿Es que la gusta mucho jugar a las cartas?— preguntó la psicóloga que era uno de los dos miembros de los Servicios de Atención a las Personas Mayores que habían venido a visitarla.

    —¿Las cartas? Ni las conozco. Pero los solitarios no se hacen con las cartas.

    —¿No? ¡Qué curioso! ¡Diga, diga!¡A ver! ¡A ver!

    —No hay nada que ver, señora mía. ¡Hay que pensar! Los solitarios se hacen con ideas, pensares, y conversaciones.

    —¿Y qué piensa usted?, si puede saberse.

    —¡Pues mire usted, hija! Unas veces en personas vivas o muertas, otras en cuando yo hacía de Ofelia, que lo hacía muy bien mientras yo estaba escuchando al príncipe Hamlet con la calavera de Yorick en sus manos; y casi siempre, o todas las noches, en mi salvación, por si le parece a usted poco asunto para hacer solitarios.

    —¡Qué interesante! —comentó la psicóloga.

    —¡Claro que es interesante!

    Y hubo, entonces un embarazoso momento de silencio, que uno de los tres visitantes rompió preguntando:

    —¿Y vive sola?

    —Sí, sí.

    —¿Y sale de casa?

    —¡A veces!

    Pero doña Rosa, su vecina amiga, dijo luego, que sin embargo, no dijo ni una sola palabra de sus salidas a lo que ella llamaba «la exposición», juntamente con su amiga Clara.

    Esto es, cuando iban bastantes días a una cafetería a tomarse su té y sus pastas, que lo pasaban muy bien con sus recuerdos y observando, pero mucho más cuando se enteraban, o hasta oían en un descuido los comentarios de los demás, que decían de ellas que eran dos loros, dos cacatúas, o dos momias.

    —Tú estás mejor momificada que yo, Asun. No tienes ni una arruga.

    —Y tú tienes pecas en la cara y reflejos más bonitos en el pelo, Clarita.

    —Cuando éramos jóvenes les parecíamos vacas de estazar, y oíamos continuamente hablar de piernas, y de glándulas —decía Clara.

    —Es la cultura, que se ha vuelto ahora egiptóloga y decorativa, Clarita.

    Y doña Rosa se acordaría siempre de aquel día en que sacaron a la calle unas pamelas eduardianas de un rojo muy vivo, con casi una frutería entera de adorno, y grandes como sombrillas, que en el café tenían que sentarse tan separadas que ocupaban dos mesas. O el día en que doña Asun llevaba puesta una casaca de seda blanca, que era la del maniquí vestido de militar que tenía en casa, o de «un teniente de Tolstói», como decía ella, aunque doña Rosa, no sabía muy bien lo que quería decir; u otro día en que ellas sacaron una muñeca bien grandecita que hacía punto, y toda la cafetería había quedado pasmada.

    Pero como los de los Servicios de Atención a las Personas Mayores vieron que, por muchas preguntas que hicieran, no contestaba más que síes, noes, o qué_sé_yos, ya se levantaron para irse, aunque dijeron que volverían dentro de algunas semanas, para que ella pensara durante todo ese tiempo lo que la proponían; y sobre todo en qué sería de ella si la daba algo. Y ella, entonces sonrió un instante, se dirigió a un armarito donde en el vasar de abajo, y encima de un libro, estaba la calavera con una corona de pequeñas flores azules de tela, se puso la corona en su cabeza, la calavera en sus manos, y declamó:

    —«Pobre Yorick! Yo le conocía, Horacio: era un tipo muy divertido y de enorme fantasía. Más de mil veces me llevó a su espalda...Aquí están los labios que besé tantas veces. ¿Dónde están tus chanzas? ¿Dónde las piruetas y las tonadillas? ¿Dónde las salidas de tono que hacían desternillarse de risa a todos los comensales? ¿Ni un chiste ahora para reírte de tu propio aspecto? ¡Qué fúnebre pareces! ¡Vete ahora a la alcoba de mi dama, y dile que se ponga un dedo de afeites para acabar al fin lo mismo. ¡Díselo! Y que se ría».

    Los de los Servicios se quedaron helados, y también con las palmas de las manos dispuestas a aplaudir, pero ella se lo impidió.

    —¡Muchas gracias! Pero no es para aplaudir este parlamento. Es también para que se lo piensen ustedes.

    Y no hubo más, y se despidieron enseguida los de los Servicios de Atención; pero cuando doña Rosa contó todo esto al médico que ya iba a jubilarse y era muy amigo de doña Asun, éste le contestó.

    —¡Pues, ahora, si ha pasado todo eso que usted dice, y la televisión ha dicho lo que ha dicho: que la autoridad va a decidir ingresarla en una Residencia para que viva sus años con dignidad humana, ahora es cuando se la llevan sin remedio, doña Rosa!

    —¿Y adónde se la van a llevar con lo que es capaz de decir a la gente que la deja paralizada?

    Tenía que haberla visto él, cuando se ponía aquel vestido blanco, la corona de rosas en la cabeza, con la calavera en sus manos, y diciendo aquellas cosas que decía, tan temerosas, que hasta los de los Servicios de Atención se habían quedado como viendo visiones y sin saber qué hacer.

    Y esto sí que la parecía a doña Rosa la dignidad humana, dijo.

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                                                              El día del Juicio
     Era un día del final del invierno, uno de aquellos en los que la primavera ofrece como un adelanto o una muestra de sí misma; un día muy templado y esplendoroso, y debía de celebrarse alguna clase de fiesta del gobierno, porque por las calles por las que las gentes iban paseando tranquilamente sin ir a ninguna parte, sino realmente para tomar el sol y disfrutar, veían desembocar verdaderas riadas de otras gentes que debían de llegar de fuera de la ciudad. Desde las primeras horas de la mañana se había oído, en toda ella, como un toque de trompeta, pero no un toque militar exactamente, y quizás llamaba a la gente a la celebración que parecía que se estaba haciendo; aunque los transeúntes que se conocían, e incluso los que no se conocían, al oír luego, de nuevo, la trompeta, se preguntaban unos a otros por la razón de este toque realmente maravilloso, y por el motivo de que tantas gentes se apresuraran como si llegaran tarde a algún espectáculo.
    _Creo que están poniendo una película del Juicio Final que es muy bonita, en un cine de aquí del centro _dijo ella, la abuela.
    Pero Rosita, su nieta, que la acompañaba, contestó que a ellas las habían llevado desde el colegio, porque había mucha historia en la película, y a todas las chicas las había parecido bien. Tenía cosas muy interesantes, y, sobre todo, unos efectos especiales muy impresionantes. Por ejemplo, como cuando llegaba Dios como Juez, y luego también en algunos de los juicios que se hacían, como cuando juzgaban a Pilatos, que se lavaba las manos en una jofaina de plata allí mismo en el juicio y, apenas se las había secado, ya volvían a ponerse rojas. Y ella, la abuela, nunca las había contado eso. ¿Era verdad lo de la película o lo que ella la había contado?
    _La verdad es la verdad _dijo la abuela.
    Y luego la explicó que Pilatos mismo le había preguntado a Jesús qué era la verdad, y éste le había respondido que él era la verdad. Se lo había repetido muchas veces, y no comprendía cómo todavía ella, su nieta, tenía que preguntar cuál era la verdad. Aunque, pensándolo bien, lo que la película quería decir era que, aunque Pilatos hubiera hecho aquella ceremonia de lavarse las manos, llenas de la sangre del Justo estaban para siempre, y, bien miradas las cosas, no debía de estar mal aquella película. Así que Rosita propuso alargarse hasta el cine en el que la ponían, que no estaban tan lejos de él, y mirar las carteleras y las fotografías, para volver al día siguiente, si la abuela quería, a ver la película. Al fin y al cabo, el cine las cogía de paso de la joyería en la que la abuela había encargado arreglar una antigua pulsera suya que siempre había gustado mucho a Rosita, y la abuela se la iba a regalar ahora que iba a cumplir quince años a la semana siguiente. Así que hacia el cine se dirigieron.
    Y lo que vieron, según se iban acercando, fue que había una inmensa cantidad de gente a la puerta, pero que entró en seguida aquella multitud, y que luego volvió a haber otra tanta gente por lo menos, y también entró en un santiamén; y que entonces vieron a un joven o a una joven con un vestido de ángel, y con alas tan blancas como el vestido y una corona de luz en la cabeza, que hacía una señal a alguien de que se acercara, y volvía a aparecer otra muchedumbre que luego entraba igualmente en el cine.
    _Vestida de ángel hiciste tú la Primera Comunión, ¿te acuerdas? Aunque no llevabas corona de luz, porque entonces no había los inventos que hay ahora con las luces.
    Pero la muchacha no contestó. Ya estaban muy cerca, y el Ángel la estaba fascinando, y dijo:
    _El otro día el Ángel no estaba. Ni tampoco había tanta gente.
    La abuela dijo que, verdaderamente, el Ángel estaba precioso, y que había sido una buena ocurrencia de propaganda de la película; y, además, el Ángel de la Guarda de cada uno haría de abogado por él el Día del Juicio, y estaba muy bien traído el anuncio. La estaban dando ganas de entrar al cine, dijo la abuela, aunque ya era un poco tarde, y lo que harían entonces era preguntar al Ángel por el día y la hora que serían los mejores para ver la película, en vista de que acudía tanta gente. Pero, cuando ya estaban junto al Ángel, oyeron que esa pregunta era la misma que le estaba haciendo un matrimonio ya de edad, y que el Ángel contestaba:
    _El Juicio Final acabará en cuanto el sol se ponga; y ya nunca habrá más mundo. Antes de entrar pueden hacer sus últimos encargos y recomendaciones.
    Y luego añadió:
    _Pero ¡con calma, con calma! ¡Hagan primero sus encargos y tomen sus últimas disposiciones! ¡Hagan primero sus encargos! Después ya no habrá mundo.
    Tenía una voz muy bonita aquel ángel, pero el matrimonio que había preguntado le miró con tanta pena, después de que ellos le habían contestado que eran pobres, no tenían hijos, ni una casa sino muy antigua y de alquiler, ni tampoco tenían nunca ningún encargo que hacer ni ninguna disposición que tomar, que entonces el Ángel les animó a pasar en seguida, mientras les decía que siendo así las cosas era mucho mejor, porque el Juicio sería más breve. Y luego se puso a explicar cómo sería este Juicio a todos los demás.
    _El tiempo que canta un gallo —dijo.
    _¿Quiere decir que la película no llega a las dos horas? _preguntó un joven que aseguró que ya la había visto, y que volvía porque quería volver a ver lo del juicio de Nerón, que no duraba ni un minuto. Porque le había intrigado mucho este juicio. Ni el Juez ni nadie le decía nada a Nerón. Aparecía allí, se ajustaba la túnica y la corona de laurel de César, y entonces una esclavilla le ponía delante de la cara un espejo, él se volvió a colocar la túnica y la corona, y ella le decía:
    _¡Pues ya está!
    Y ya estaba el Juicio Final de Nerón. Al joven le parecía escandalosa esta propaganda imperialista; pero quería volver a ver la escena por si se le había escapado algo.
    _Ha visto usted perfectamente, joven _dijo el Ángel_. Pero puede volver a pasar, si quiere; y esta vez será su juicio.
    La abuela susurró al oído a Rosita que a ver si aquélla iba a ser una película política, porque, si era así, ellas no pintaban nada allí, y entonces el Ángel la aseguró a la abuela que de ninguna manera aquello era una cosa política, y que allí los políticos eran como todos los demás. Salvo que lo primero que les daban era un espejo, pero un espejo de sombra, o de la sombra que habían hecho en el mundo, y luego, cuando se miraban en ese espejo, ya tenían el castigo, porque ya tenían que estarse mirando la eternidad entera.
    _Dicen que los efectos especiales son maravillosos, y que Cleopatra no lleva maquillaje, y sale, allí, en salto de cama _dijo una jovencita.
    _¡Je! ¡Je! ¡Je! _se rio el Ángel.
    Pero que esto ocurriría en la película, y sólo Dios sabía lo que había ocurrido, o lo que ocurriría en el juicio de Cleopatra, si todavía no se había efectuado; pero estaba seguro de que nadie podría darse cuenta de si esta reina llevaba maquillaje o no, e iba vestida o no con un salto de cama, porque, en realidad, los juicios no duraban, como ahora repetía, ni el tiempo de un suspiro.
    _¡Pregunten! ¡Pregunten ustedes a los que ya han sido juzgados! _invitó el Ángel a quienes le escuchaban.
    _Pero, en ese momento, llegó otro ángel para sustituir al que estaba hablando, porque quizás era la hora del cambio de turno, y el que estaba hablando, que parecía dispuesto a dar información del lugar en el que se podría encontrar a alguno o algunos de los juzgados, cambió de conversación y sólo dijo:
    _Pero ¡dense prisa, porque todo va muy rápido! No son ni las cuatro de la tarde, y ya sólo falta por juzgar una cuarta parte del mundo.
    De manera que Rosita dijo entonces a la abuela que, como estaba tan cerca la joyería, podían ir primero a recoger la pulsera, y volver con tiempo de sobra para la sesión que comenzaba a las cinco y media. Y esto fue lo que hicieron, y en la joyería no solamente tenían ya arreglada la pulsera, y había quedado perfecta, sino que la abuela se encontró a una amiga suya, de los tiempos en que habían ido juntas al colegio, y que luego había tratado mucho hasta que se casó y se fue a vivir a Gijón. Hacía muchos años que no se veían, pero se reconocieron en seguida, aunque era la abuela la que hacía más aspavientos de extrañeza, y dejaba escapar más grititos de alegría. Y cuando la abuela ya la había dicho cuatro o cinco veces que estaba jovencísima, su amiga contestó:
    _Naturalmente, porque ya he sido juzgada.
    La abuela abrió unos ojos enormes ante una salida como ésta, e insistió:
    _Es que estás como si tuvieras entre los treinta y los cuarenta. ¡Ni una arruga, Dios mío! ¿Cómo te las has arreglado? ¿Qué has hecho?
    _Ya te he dicho que he sido juzgada. Es un abrir y cerrar de ojos, Lucía. Como un relámpago, ¡y ya!
    La abuela estaba desconcertada, y miraba a Rosita y luego a su amiga, y volvía a repetir las miradas, y su amiga trató de explicarla y de tranquilizarla; porque en realidad el Juicio era la cosa más fácil del mundo. Se entraba allí, y había bastante gente que estaba en semicírculo como para una rueda de reconocimiento que hubiera montado la policía, y, en seguida, sin que nadie te dijera nada, sabías que tenías que reconocerle, y que él tenía que reconocerte entre tantos que estaban allí junto a ti.
    _¿A quién tenías que reconocer, y quién te tenía que reconocer? _preguntó la abuela.
    _¿A quién crees tú que puede ser a quien tienes que reconocer, y quien tiene que reconocerte?
    Y, como para sacar un poco del desconcierto a la abuela, añadió que se dieran prisa abuela y nieta a ser juzgadas, y luego volvieran por allí, y charlarían un poco, porque ella había adivinado en seguida de quién era aquella pulsera y se había esperado a que fuera alguien a recogerla, pero no podía pensar que pudiera ser la abuela. Porque ¿cuántos años podía tener la abuela? En realidad aquella muchacha que la acompañaba tenía que ser su biznieta, o su tataranieta.
    A la abuela no la gustó nada esta intromisión de su amiga en su vida, y menos en cuestiones de años, y nada más salir de la tienda lo que dijo a Rosita fue que su amiga Carmen siempre había sido una excelente mujer, pero algo entrometida; y siempre había estado muy preocupada por cuidarse y de estar como si el tiempo no pasase por ella, y esto sí que lo había conseguido, ciertamente. Y no se explicaba cómo. Había estado torpe al no haberla pedido que la informara sobre qué tratamiento seguía.
    _¡Ya te diré algunas cosas de ella! _añadió_. Era muy enamoradiza desde que tenía tu edad más o menos, pero el enamoriscamiento sólo la duraba hasta la hora de cenar. Era curioso. Una vez... otra vez... otro día... aquel muchacho... la monja... una noche...
    Y, de repente, se echó a llorar la abuela, diciendo:
    _¡Ay, Rosita, que no es una película! ¡Ay, Rosita, que es el Juicio Final de verdad, y yo no estoy preparada!
    _¡Vamos, abuela, que es una película, y yo la he visto!
    Entonces ella se paró, su rostro se endureció, miró a Rosita con unos ojos como taladros, y la dijo que ella estaba tan segura de esto como de que su amiga Carmen hacía más de treinta años que había muerto, y claro que estaría juzgada, pero ¿qué hacía allí en la joyería? Era verdad que, sin esperarlo nadie, había llegado el Juicio de los vivos y los muertos.
    Así que Rosita sacó de su bolso el telefonillo, llamó a su madre y la dijo que la abuela estaba diciendo cosas muy raras sobre el Juicio Final sin haber visto la película, y que decía que se había encontrado con una muerta. ¿Qué hacía?
    La madre de Rosita contestó, muy alarmada, que se fuese con la abuela a la pastelería La Calabresa, que estaba cerca de donde Rosita llamaba, y se sentasen allí a tomar un chocolate y unos hojaldres, que tanto la gustaban a la abuela. Ella llegaría en seguida, en cuanto se enterase, además, de qué era aquello del Juicio Final de lo que todo el mundo hablaba.
    _Y, por cierto, Rosita, que has dejado de cualquier manera las cosas en tu habitación, y mil veces te he dicho que mi abuela, la madre de mi madre, tu abuela con la que estás, siempre decía que una mujer no debía salir de casa sin dejar la cocina ordenada y limpia, así que mucho más un dormitorio, porque luego, pasase lo que pasase, incluso si llegaba el Juicio Final, no tenía importancia.
    _¿Se lo digo a la abuela? _preguntó Rosita.
    Y la madre de Rosita ya no contestó, aunque se la oía hablar con alguien que la decía que lo del Juicio Final no era ninguna película, sino una realidad, y que la policía andaba investigando si los que montaban este espectáculo tenían el permiso o no, porque algunos decían que era algo de los ecologistas y otros de los de la extrema derecha. Pero, por fin, dijo su madre a Rosita:
    _Tú espérame allí con la abuela, que yo voy para allá; aunque a lo mejor tardo un poco, porque dicen que hay un gentío inmenso por todas partes con lo del Juicio Final. Tu padre todavía no ha podido llegar a casa desde la oficina, y dice que de un coche a otro, cuando están parados ante los semáforos, preguntan si es verdad que no se va a poner el sol esta tarde. Así que vosotras dos ¡tranquilas!

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