José Francés

El nefasto parecido

La primera falta

 

 

El nefasto parecido

Antes ya de verle moverse en la pantalla, le contemplaron los habitantes de aquella humilde ciudad, perdida en las llanuras de Castilla, como una revelación extraña.

Los carteles chillones sobre los muros leprados por el tiempo, las fotografías de momentos culminantes expuestas en los escaparates de la calle Mayor, mostraban el rostro del cowboy bajo su sombrero haldudo y de alta copa, sus calzonas de piel, su pañuelo al cuello, sus pistolones enormes y _lo que era más raramente revelador_ su parecido exacto fraterno a don Luquitas, el catedrático de Psicología, Lógica y Ética en el Instituto.

Don Luquitas era un hombre tímido y enfermizo. Renqueaba de la pierna derecha y se ruborizaba y enmudecía ante las mujeres. Vivía con su madre y no había conocido otros besos femeninos que los de ella. Tenía el alma pacata y devota; los alumnos se mofaban de él cuando los comienzos de curso y terminaban compadeciéndole desdeñosamente. Una vez se encontró casualmente con el cortejo trágico de un albañil caído del andamio y que llevaban a la Casa de Socorro, y al verle sangriento, al oírle gemebundo, don Luquitas se desmayó. Daba largos paseos por el campo y paladeaba _su único vicio_ caramelos de los Alpes, aquellos conos truncos, que tenían dentro estrellas polícromas y que la mano regordeta de la confitera de la plaza sacaba del tarro de cristal, como del fondo de un acuario.

        Y de pronto surgía un don Luquitas aventurero, enamoradizo, camorrista, un audaz cowboy que montaba caballos salvajes, mataba hombres, incendiaba granjas, raptaba mujeres y reñía cuerpo a cuerpo con los búfalos ...

Fue el mejor reclamo para la película de los veinticinco episodios. Las gentes acudieron al teatro Principal los doce domingos que tardaron en proyectarla.

       Porque en la ciudad humilde y dormida, únicamente lo domingos se abría el teatro. Y para cinematógrafo. Viejas películas, gastadas, agujereadas, mutiladas por el uso, que ya no servían para los barracones de suburbio en las otras grandes iudades lejanas.

       Don Luquitas acudió también. Él iba siempre a una butaca de las primeras filas. Miope y vergonzoso, la elegía así porque leía mejor los letreros y se evitaba saludar a la gente en descansos.

       Se había visto en los carteles, en las fotografías. Debajo los carteles manos de mozalbete habían escrito su nombre bajo de aquel exótico del protagonista yanqui.

       Y cuando en la pantalla apareció el cowboy audaz, hubo un estrépito de risas, de gritos, de aplausos, que al catedrático le azoró y le colmó de arrepentimiento por haber ido.

        _¡Eh! ¡Don Luquitas! _le gritaban voces infantiles de sus alumnos desde las localidades altas_. ¡Qué callado lo tenías...

        Las damas, desde las plateas, le buscaban con los gemelos , sonriendo burlonas. De las butacas contiguas, de las que tenía detrás, voces amigas, manos amigas, le llamaban, le tocaban en el hombro ...

        Él sonreía confuso, tartamudeando:

        _Sí; es asombroso, asombroso ...

Incluso en uno de los episodios, el cowboy era encarcelado, transcurría tres años en un presidio, y al salir de él, la costumbre del grillete le hacía arrastrar la pierna derecha, como don Luquitas ...

Uno de los dos periódicos bisemanales de la ciudad, el republicano, empezó a anunciar el espectáculo con el título Las hazañas de don Luquitas; las planchadoras de su calle, cuando pasaba todas las mañanas camino del Instituto, salían a la puerta despechugadas y cálidas para retarle a picardías amorosas...

Y el terrible cowboy era, conforme avanzaba la fábula filmática, más atrevido, más invencible, más culpable de inultos crímenes. Ejercía sobre las mujeres una atracción malsana. En la película tenía cinco amantes; en la penumbra de la sala. las señoritas de las butacas y de los palcos, las menestralas de los anfiteatros, le miraban absortas y sentían un pecamino calofrío de deseo que luego, durante las noches largas y silenciosas de la ciudad dormida, las desvelaba. Al final de cada episodio, Jack Jefferson, el cowboy, aparecía meditabundo, melancólico, iluminado su busto por resplandor amarillento de la hoguera, recortada su silueta a contracielo azul, una azulosidad fría y pura como las del llano donde terminaba la ciudad humilde. Y entonces, el parecido con don Luquitas era más exacto. Eran aquéllos sus ojos grandes y tristes, su bigotillo ralo, su boca melancólica y la cabal expresión soñadora del rostro...

Al sexto domingo empezaron a llamarle Jack Jefferson a don Luquitas. Sus amigos en la calle, sus alumnos desde las altas graderías de la clase, ocultando la cabeza detrás de los pupitres. Y el catedrático, inadvertido antes de las mujeres, sentía en sus espaldas las miradas ardientes y los cuchicheos.

En los últimos episodios se descubría el misterio de vida de Jack J efferson. Sus crímenes, sus audacias aventureras su convivencia con los tipos de mejicanos, donde los yanquis gustan de colocar el instinto de la traición, y con los indios comanches, animados de una cólera sanguinaria, se justificaba por un melodramático efectismo. Jack J efferson era un despojado, un hijo que vengaba a sus padres y recuperaba la posición social que le arrebataron quince años antes. Entonces se explicaban aquellos éxtasis melancólicos ante la hoguera al final de cada episodio.

Hubo de repetirse la exhibición de la película. Otras doce semanas que la ciudad convivió con Jack Jefferson, y en las cuales don Luquitas sentía renovarse totalmente su alma.

        Porque desde la remota fábula, desde el otro lado de mares, el actor encargado de desarrollada influía sobre don Luquitas. Como las revelaciones milagrosas de otros siglos a místicos ingenuos, aquella vida tan distinta de la suya en un hombre igual a él iba modelando un hombre nuevo en el catedrático de Psicología, Lógica y Ética.

        Se sentía despojado él también, acorralado él también, vengador de no sabía qué tragedia familiar acaecida antes de nacimiento. Y ya sonreía a las mujeres, y cuando explicaba a sus alumnos el concepto de la Ética, le temblaba la voz.

        Una mañana no pudo asistir a clase, porque despertó entre varios desconocidos en el único café de camareras que había en la ciudad, a las once de la mañana, doloridas las sienes, asqueado el estómago, y con una infamante memoria sensual en el alma.

        Una noche, al salir del teatro, disputó con el delegado Hacienda, y levantó contra él su bastón de contera de goma.

       Dos días después, el catedrático de Retórica y Poética y el de  Agricultura tuvieron que vestir las levitas antiguas arrugadas, olorosas a naftalina, para pedir explicaciones al director del bisemanario republicano por una gacetilla que don Luquitas estimaba injuriosa.

         Finalmente, don Luquitas acometió la más terrible de avennturas. Se casó con una de las planchadoras.

Pero como pasaron los años y se olvidó la película de Jack Jefferson, y don Luquitas perdió su prestigio ante las gentes, no tuvo valor para matar a su mujer cuando inevitable y repetidamente le fue infiel.

De nuevo con su pierna derecha renqueante y su timidez recobrada, iba al Instituto y a los templos, y a sus paseatas solitarias por el campo. Y le seguía temblando la voz al definir la Ética, y, además, al definir la Lógica.

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La primera falta

I

     Don Benito Urquiola, catedrático de Retórica y Poética en el Instituto, y don Eladio Portuondo, administrador de la Principal de Correos, volvían despaciosamente hacia la ciudad que bajo la negra amenaza de unos cerros se extendía a la derecha del camino.

       Menguaba la luz.

    Un vientecillo mansurrón acariciaba los viejos y dulces rostros de los dos amigos, y trepaba a las copas de los altos álamos, dorados por el sol agonizante. De no se sabía dónde venía sonar de esquilas. Súbito, en la lejanía izquierda, rasgó la paz del crepúsculo el pitido de un tren; luego se alzó y se agitó y se deshizo un penacho de humo en el cielo tranquilo. Los dos ancianos consultaron sus relojes.

      _A su hora _dijo don Eladio.

      _Es verdad _contestó don Benito.

      Callaron.

    Al poco rato sintieron tras de sí el ruido de un carruaje. Ambos se apartaron, y por entre ellos pasó una berlina   arrastrada por dos caballos pulidos y braceantes. Detrás de uno de los cristales, por sobre la corona de la portezuela, brilló breve un anillo de oro y floreció en la bruma del interior la blancura de un rostro. Los dos ancianos lleváronse la mano al sombrero, y a espaldas del coche _que andar de carroza mortuoria llevaba_ se reunieron.

      _¡Qué pálido va! _dijo don Eladio.

      _Sí; ¡pobrecillo! Tiene los días contados _contestó don Benito.

    Después, con brusca transición, volviendo a su compañero los ojillos maliciosos bajo la nieve de las cejas, continuó:

      _¿Y qué? ¿No contesta la niña?

      _No; hace mucho tiempo que no vienen cartas ni tarjetas de allá ... Él sí; él sigue escribiendo puntualmente, cada dos días. ¡Y si viera usted que ... !

    Sobre ellos avanzaba el estrépito de un coche arrastrado por mulas de largo trote. Cascabeleaban los collerones; estallaban los fustazos y los gritos del cochero. En lo alto del coche se bamboleaban unas sacas repletas.

      _¡Riá! ¡Riá! ¡Güeyinos! ¡Riá! ¡Perruca!

      Los dos viejos se apartaron, y de entre el polvo y el ruido salió una cabeza y luego una voz que gritó:

      _¡Buenas tardes, don Eladio! Hoy tenemos América.

      Pasó el coche, y luego otro y otros atestados de baúles, de sacos, de maletas y con caras pálidas y curiosas detrás de los cristales de las ventanillas.

    Don Benito y don Eladio se retiraron a uno de los paseos laterales y continuaron entre la gente que salía de la estación.

   _¿Ha oído usted, don Benito? Viene América. ¡Ya tenemos hasta las nueve de la noche, lo menos! No parece sino que medio Asturias está allí. ¿Quiere usted que andemos un poco más de prisa?

II

    Tres años llevaba don Eladio Portuondo de administrador en la Principal de Vetusta; los mismos que habían transcurrido desde su examen para pasar de oficial primero a jefe de negociado, y que fue una de las mayores emociones de su vida.

    Don Eladio nació el año 45 de un matrimonio que tenía comercio en la calle Mayor. Su padre se batió en las avanzadas carlistas y, ya inválido, tajadas las dos piernas por una bala de cañón, dejó que su vida siguiera un curso pacífico; pero siempre por los senderos de la buena causa. Auxiliado por lejanos parientes, abrió una tienda de ornamentos religiosos. En el escaparate rebrillaban las falsas gemas en el metal de los cálices; pendían del techo los pesados borlones de oro, y las casullas se mantenían erguidas, como un oficiante que de espaldas al público ocultara pío sus manos. En la trastienda había un cuarto pequeñuco y obscuro, y allí se almacenaban hasta el techo paquetes de escapularios, de boinas, de guerreras y alguno que otro haz de fusiles. En aquel cuarto, y sentado en un viejo sillón de gutapercha, el señor Portuondo presidía reuniones misteriosas donde se leía el periódico oficial de don Carlos, se discutían proyectos, se contaban y disponían pertrechos de guerra, y, finalmente, a las doce de la noche, salían los contertulios alumbrados por un farolillo, que sostenía Eladio y que prestaba lívidas claridades a las pardas capas y a los negros manteos. Abría el mozo la puerta de la calle y miraba a uno y a otro sitio. Al fondo se recortaban las dos siluetas de la Casa de la Villa; un sereno salmodiaba las doce y media y las siluetas negras se perdían rápidamente camino de la Puerta del Sol.

    Por estos carriles de romanticismo y de rectitud se deslizó la vida de Eladio y le hicieron un mozo enclenque y temeroso de Dios, llena de bondad y de ternura su alma. Leía novelas de aventuras y de bandolerismo, gustaba de las comedias de Eguílaz, y más de una y de dos veces el maestro de escuela le sorprendió entre las hojas de una gramática latina poemas de Espronceda o algún tomo de la "Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas".

    La Revolución pasó su espada de fuego sobre la familia Portuondo: el padre murió acuchillado en la trastienda entre los fusiles y las boinas y los escapularios; la madre y el hijo se encontraron en la calle. Eladio luchó a mordiscos y a patadas con la miseria.

    Cuando la patria recobró su perdida paz y se hundió para siempre una leyenda y una esperanza, Eladio consiguió un empleo de Correos. Comenzó para él la vida azarosa y pintoresca de los ambulantes: él estrenó alguno de esos vagones que hoy se pudren bajo el húmedo sueño de la hierba que los va cubriendo en alguna estación lejana y solitaria; viajó en galeras, y en un descarrilamiento atravesó a nado un río con la saca de valores declarados fuertemente abrazada.

      Tuvo amores, los únicos amores de su vida; pero el sueldo no daba más que para mantener a una mujer, y su madre vivía aún. Hubo de renunciar a la novia, y en el fondo de su alma, católica y sentimental, surgió la consciencia de que nunca había de pasear nietos suyos en las tardes de buen sol...

    Entonces se entregó de lleno al cumplimiento de su deber. Leía atentamente los sobres, procuraba fijarse mucho antes de destinar una carta o un paquete, deseando evitar un retraso que tal vez fuera causa de grandes e inevitables conflictos. Cuando en las frías madrugadas del invierno o en los rientes amaneceres del verano salía de su casa para entrar en el destartalado caserón de Correos, marchaba apresuradamente, gozando en pasar inadvertido, él que tenía durante muchas horas y todos los días entre sus manos ilusiones, esperanzas, evocaciones y desencantos; una frase que sería beso y una frase que sería puñal.

    Galoparon los años. Eladio Portuondo era un viejecito pulcro y bondadoso para quien el Cronista de Correos compendiaba toda la sabiduría, y era nidal de todas las aspiraciones postales. Ascendió, y fue destinado a la Principal de Vetusta.

    Allí su vida encontró el suave regazo donde reposaría libre de ajetreos y de ambiciones. De sus años juveniles habíale quedado una sutil y amarga melancolía, que a veces le llenaba, como vapor de vino generoso, el cerebro. Entonces, cogía su flauta _porque don Eladio tocaba la flauta _, y por las blanqueadas paredes de su alcoba, besando los óleos patinosos donde palidecían los rostros de sus padres y de la Virgen de los Dolores, corrían las notas de una polca arcaica y lágrimas corrían por las mejillas del viejo.

    Su única amistad en Vetusta era don Benito Urquiola, catedrático de Retórica y Poética, gran amigo de Pelayo del Castillo y de Marcos Zapata. Sus únicas diversiones, el teatro, cuando representaban zarzuelas de Arrieta y de Gaztambide, y el campo en toda estación. Su único vicio, una taza de café en el Universal y una partida de dominó con don Benito después del almuerzo. Su único amor, la Iglesia.

    En el callado remanso de su vivir cayó cierto día una piedra que removió los fondos románticos y agitó las dormidas aguas. Fue el caso que el marquesito de Alvar Pérez, al volver en otoño de Biarritz, rompió sus relaciones con la hija de los duques de Bernallaga, ya muy cercanas a la boda.

    Todo Vetusta comentó largo tiempo el suceso. Se dijo que la amistad del marquesito con una inglesa en Biarritz fue la causa del rompimiento. Algo de ello podrían decir los empleados de la Administración de Correos, pues un día sí y otro no se cruzaban carta y tarjetas postales dirigidas a Londres, con otras que llegaban a Vetusta a nombre del marquesito.

    Don Eladio sintió reverdecer sus antiguas soñaciones y dióse a imaginar a su manera, con materiales de algunas lecturas y dibujos entrevistos aquí y allá, la figura de aquella miss Harrington, amada del enfermo marqués. Las cartas de él las colocaba por sí mismo en el centro de un paquete, y éste, en el fondo de la saca; buscaba en la correspondencia de llegada las cartas de ella y las apartaba para entregárselas en propia mano al cartero. A veces examinaba curiosamente alguna tarjeta de ella, intrigado por lo que dirían aquellas palabras inglesas de letra ancha y nerviosa; en cambio, cuando cogía alguna tarjeta de él, la cubría con otras, recordando un artículo

del Reglamento referente al secreto de la correspondencia.

    Un día faltó carta de ella. Don Eladio la buscó afanosa e inútilmente. El marquesito martirizó a preguntas al cartero. La carta no pareció. Al día siguiente tampoco; ni al otro, ni al otro. Alvar Pérez escribía diariamente; se agravó su enfermedad.

    Don Eladio esperaba febril la llegada del correo y abría él mismo las sacas y deshacía los paquetes y miraba y remiraba. Nada. La flauta dormía en el cajón de la cómoda. El administrador de Vetusta dejó pasar dos números del Cronista sin cortarles las hojas. Prolongó sus paseos por el campo y finalmente le confió a su amigo don Benito la turbación y zozobra de su alma.

III

    En la sala de abajo los empleados distribuyen la correspondencia de la provincia y empiezan a abrir las temidas sacas de América, llenas de cartas ilegibles, enviadas por personas que no necesitaron saber escribir para triunfar allá lejos ... En la sala de arriba, don Eladio repasa las cartas de la capital, y lo hace rápidamente, inconscientemente, con el pensamiento errabundo y las manos diestras. De pronto tropieza con una carta y se detiene en la presurosa tarea, y medio contiene una exclamación que levanta las cabezas de los carteros, agrupados en una mesa cercana.

    Es una carta del marqués. Lleva los sellos de llegada y de salida de Londres, y en el dorso una mano ha escrito con letra ancha y recta una sola palabra: Deceased.

    "¿Deceased? ¿Deceased?" ¿Qué será? Don Eladio alza los ojos y mira en torno suyo. Los carteros han reanudado su trabajo. La campana de una iglesia vecina invita a la novena. El péndulo de un viejo reloj de pared se balancea isócrono. Don Eladio duda por la primera vez en su vida. Recuerda que sirviendo en Madrid se marchó del Negociado de Lista porque le repugnaba manejar cartas de intriga y de crimen; recuerda que castigó duramente a un empleado por sorprenderle guardándose un periódico que no tenía faja. Recuerda toda su vida intachable y piensa en el marquesito de Alvar Pérez muriéndose en la soledad y en la tristeza de su palacio secular.

    Temblón, azorado, mira hacia la mesa de los carteros ... y se guarda la carta en el bolsillo. Después sale de la oficina, coge el sombrero, sale de la Administración, corre por las calles tranquilas, sin cuidarse de la lluvia menuda y silenciosa, llega a la casa del catedrático, sube a trancos la escalera y entra en el despacho de don Benito, que deja caer el libro en que estaba leyendo y se le queda mirando estupefacto, con la boca abierta como un boquete negro en la nieve de la barba y del bigote.

      _¿Qué le pasa a usted, don Eladio?

      _Na ... na ... da ... Nada, don Benito ... que ...

      _ ¡Pero siéntese usted, alma de Dios! Siéntese y descanse. Viene usted sin fuerzas.

      _Sí, sí. Esa esca ... escalera. Usted sabe el inglés, ¿verdad?

      El asombro de don Benito crece.

      _¿El inglés? Sí, un poco. ¿Por qué?

    Don Eladio dudaba por segunda vez. Luego, lanzando un suspiro de alivio, saca la carta y señala la palabra enigma.

      _¿Qué quiere decir eso?

    Don Benito se coloca los anteojos y asiendo la carta deletrea:

     _ De_ce_a_sed.

     Luego levanta la cabeza y mira fijamente a don Eladio.

    _Esto quiere decir ha muerto, ha fallecido ...

    _¡Muerto!

    Don Eladio siente el dolor de un mazazo en el cráneo.

    Como un viejo vino generoso sube congestionándole la añoranza de sus años moceriles, recuerda a Espronceda y a su novia única y a la polca arcaica que yace escondida en la flauta olvidada ... La voz de don Benito disipa la embriaguez.

   _¡Calle! Es del marqués para miss Harrington. ¿Vamos a abrirla?

     Don Eladio le arranca la carta.

   _¡No, don Benito! Ya he cometido una gravisima falta enterándole a usted de lo que no debía ... Y ahora, ahora voy  a cometer otra muchísimo mayor, la señalada en el Reglamento con el artículo número, número ... ¡Bueno! No me acuerdo; pero sé que es gravísima.

     Y bruscamente, rabiosamente, temiendo arrepentirse, rompe la carta en mil pedazos.

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