José Díaz Fernández

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Reo de muerte

El blocao

Reo de muerte

Cuando llegamos a la nueva posición, los cazadores estaban ya formados fuera de la alambrada, con sus gorros descoloridos y sus macutos flácidos. Mientras los oficiales formali­zaban el relevo, la guarnición saliente se burlaba de nosotros:

        _Buen veraneo vais a pasar.

        _Esos de abajo no tiran confites.

        _¿Cuántos parapetos os quedan, pobrecitos?

        Pedro Núñez no hacía más que farfullar:

         _ ¡Idiotas! ¡Marranos!

La tropa saliente se puso en marcha poco después. Una voz gritó:

        _¿ Y el perro? Les dejamos el perro.

Pero a aquella voz ninguno le hizo caso, porque todos iban sumidos en la alegría del relevo. Allá abajo, en la plaza, les esperaban las buenas cantinas, los colchones de paja y las mujeres vestidas de color. Un relevo en campaña es algo así como la calle tras una difícil enfermedad. La cuerda de soldados, flo­ja y trémula, desapareció pronto por el barranco vecino.

En efecto, el perro quedaba con nosotros. Vio desde la puerta del barracón cómo marchaban sus compañeros de muchos meses, y después, sin gran prisa, vino hacia mí con el saludo de su cola. Era un perro flaco, larguirucho, antipático.

        Pero tenía los ojos humanos y benévolos. No sé quién dijo al verlo:

       _Parece un cazador, de esos que acaban de irse.

No volvimos a ocupamos de él. Cada uno se dedicó a buscar sitio en el barracón. Pronto quedó en él un zócalo de mantas y mochilas. A la hora del rancho el perro se puso también en la fila, como un soldado más. Le vio el teniente y se enfadó:

       _¿También tú quieres? ¡A la cocina! ¡Hala! ¡Largo!

       Pero Ojeda, un soldado extremeño, partió con él su potaje. Aquella misma noche me tocó servicio de parapeto y vi cómo el perro, incansable, recorría el recinto, parándose al pie de las aspilleras para consultar el silencio del campo. De vez en cuando, un lucero, caído en la concavidad de la aspillera, se le posaba en el lomo, como un insecto. Los soldados del servicio de descubierta me contaron que al otro día, de madrugada, mientras el cabo los formaba, el perro se adelantó y reconoció, ligero, cañadas y lomas. Y así todos los días. El perro era el voluntario de todos los servicios peligrosos. Una mañana, cuando iba a salir el convoy de aguada, se puso a ladrar desaforadamente alrededor de un islote de gaba. Se oyó un disparo y vimos regresar al perro con una pata chorreando sangre. Le habían herido los moros. Logramos capturar a uno con el fusil humeante todavía.

El practicante le curó y Ojeda le llevó a su sitio y se convirtió en su enfermero. El lance entusiasmó a los soldados, que desfilaban ante el perro y comentaban su hazaña con orgullo. Algunos le acariciaban, y el perro les lamía la mano. Sólo para el teniente, que también se acercó a él, tuvo un gruñido de malhumor.

Recuerdo que Pedro Núñez comentó entonces:

        _En mi vida he visto un perro más inteligente.

¿Recordáis, camaradas, al teniente Compañón? Se pasaba el día en su cama de campaña haciendo solitarios. De vez

en cuando salía al recinto y se dedicaba a observar, con los prismáticos, las cabilas vecinas. Su deporte favorito era destrozarles el ganado a los moros. Veía una vaca o un pollino a menos de mil metros y pedía un fusil. Solía estudiar bien el tiro.

_Alza cuatro. No, no. Lo menos está a quinientos metros.

Disparaba y a toda prisa recurría a los gemelos. Si hacía blanco, se entregaba a una alegría feroz. Le hacía gracia la desolación de los cabileños ante la res muerta. A veces, hasta oíamos los gritos de los moros rayando el cristal de la tarde. Después, el teniente Compañón murmuraba:

        _Ya tenemos verbena para esta noche.

        Y aquella noche, invariablemente, atacaban los moros.

        Pero era preferible, porque así desalojaba su malhumor. El teniente padecía una otitis crónica que le impedía dormir. Cuando el recinto aparecía sembrado de algodones, toda la sección se echaba a temblar, porque los arrestos se multiplicaban:

_¿Por qué no han barrido esto, cabo Núñez? Tres convoyes de castigo ... ¿Qué mira usted? ¡Seis convoyes! ¡Seis!

No era extraño que los soldados le buscasen víctimas, como hacen algunas tribus para calmar la furia de los dioses. Pero a los dos meses de estar allí no se veía ser viviente. Era espantoso tender la visita por el campo muerto, cocido por el sol. Una idea desesperada de soledad y de abandono nos abrumaba, hora a hora. Algunas noches la luna venía a tenderse a los pies de los centinelas, y daban ganas de violarla por lo que tenía de tentación y de recuerdo. Una noche el teniente se encaró conmigo:

_Usted no entiende esto, sargento. Ustedes son otras gentes. Yo he vivido en el cuartel toda mi vida. Siente uno rabia de que todo le importe un rábano. ¿Me comprende?

El perro estaba a mi lado. El teniente chasqueó los dedos y extendió la mano para hacerle una caricia. Pero el perro le rechazó, agresivo, y se apretó a mis piernas.

        _¡Cochino! _murmuró el oficial.

        Y se metió en el barracón, blasfemando.

        Al otro día, en el recinto, hubo una escena repugnante.

        El perro jugaba con Ojeda y ambos se perseguían entre gritos de placer. Llegó el teniente, con el látigo en la mano, y castigó al perro, de tal modo que los latigazos quedaron marcados con sangre en la piel del animal. Ojeda, muy pálido, temblando un poco bajo el astroso uniforme, protestó:

        _Eso ... eso no está bien, mi teniente.

Los que veíamos aquello estábamos aterrados. ¿Qué iba a pasar? El oficial se volvió, furioso:

        _¿Qué dices? ¡Firmes! ¡Firmes!

Ojeda le aguantó la mirada impávido. Yo no sé qué vería el teniente Compañón en sus ojos, porque se calmó de  pronto:

_Está bien. Te va a caer el pelo haciendo guardias. ¡Cabo Núñez! Póngale a éste servicio de parapeto todas las noches hasta nueva orden.

Una mañana, muy temprano, Ramón, el asistente del teniente, capturó al perro por orden de éste. El muchacho era paisano mío y me trajo en seguida la confidencia.

_Me ha dicho que se lo lleve por las buenas o por las malas. No sé qué querrá hacer con él.

Poco después salieron los dos del barracón con el perro, cuidando de no ser vistos por otros soldados que no fueran los de la guardia. El perro se resistía a aquel extraño paseo y Ramón tenía que llevado casi en vilo cogido del cuello. El oficial iba delante, silbando, con los prismáticos en la mano, como el que sale a pasear por el monte bajo el sol primerizo. Yo les seguí, sin ser visto, no sin encargar antes al cabo que prohibiese a los soldados trasponer la alambrada. Porque el rumor de que el teniente llevaba al perro a rastras fuera del campamento, saltó en un instante de boca en boca. Pido a mis dioses tutelares que no me pongan en trance de presenciar otra escena igual, porque aquélla la llevo en mi memoria como un abismo. Los dos hombres y el perro anduvieron un buen rato hasta ocultarse en el fondo de una torrentera. Casi arrastrándome, para que no me vieran, pude seguirlos. La mañana resplandecía como si tuviese el cuerpo de plata. De la cabila de allá abajo subía un cono de humo azul, el humo de las tortas de aceite de las moras. Yo vi cómo el oficial se desataba el cinto y ataba las patas del tierno prisionero. Vi después brillar en sus manos la pistola de reglamento y al asistente taparse los ojos con horror. No quise ver más. Y como enloquecido, sin cuidarme siquiera de que no me vieran, regresé corriendo al destacamento, saltándome la sangre en las venas como el agua de las crecidas.

Media hora después regresaron, solos, el oficial y el soldado. Ramón, con los ojos enrojecidos, se acercó a mí, temeroso.

        _Sargento Arnedo ... Yo, la verdad ...

        _Quita, quita. ¡Pelotillero! ¡Cobarde!

        _Pero ¿qué iba a hacer, mi sargento? .. No podía desobedecerle. Bastante vergüenza tuve. Dio un grito, sólo uno.

        Me marché por no pegarle. Pero lo de Ojeda fue peor.

        Desde la desaparición del perro andaba con los ojos bajos y no hablaba con nadie. Merodeaba por los alrededores de la posición expuesto al «paqueo». Un día apareció en el recinto, entre una nube de moscas, con el cadáver del perro, ya corrompido, en brazos. Pedro Núñez, que estaba de guardia, tuvo que despojarle violentamente de la querida piltrafa y tirar al barranco aquel montón de carne infecta.

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 El blocao

        Llevábamos cinco meses en aquel blocao y no teníamos esperanzas de relevo. Nuestros antecesores habían guarnecido la posición año y medio. Los recuerdo feroces y barbudos, con sus uniformes desgarrados, mirando de reojo, con cierto rencor,

nuestros rostros limpios y sonrientes. Yo le dije a Pedro Núñez, el cabo:

       _Hemos caído en una cueva de Robinsones.

       El sargento que me hizo entrega del puesto se despidió de mí con ironías como ésta:

       _Buena suerte, compañero. Esto es un poco aburrido, sobre todo para un «cuota». Algo así como estar vivo y metido

en una caja de muerto.

       _¡Qué bárbaro! _pensé. No podía comprender sus palabras.

       Porque entonces iba yo de Tetuán, ciudad de amor más que de guerra, y llevaba en mi hombro suspiros de las mujeres de tres razas. Los expedicionarios del 78 de infantería no habíamos sufrido todavía la campaña ni traspasado las puertas de la ciudad. Nuestro heroísmo no había tenido ocasión de manifestarse más que escalando balcones en la Sueca, jaulas de hebreas enamoradas, y acechando las azoteas del barrio moro, por donde al atardecer jugaban las mujeres de los babucheros y los notarios. Cuando a nuestro batallón lo distribuyeron por las avanzadas de Beni Arós, y a mí me destinaron, con veinte hombres, a un blocao, yo me alegré, porque iba, al fin, a vivir la existencia difícil de la guerra.

       Confieso que en aquel tiempo mi juventud era un tanto presuntuosa. No me gustaba la milicia; pero mis nervios, ante los actos que juzgaba comprometidos, eran como una traílla de perros difícil de sujetar bajo la voz del cuerno de caza. Me fastidiaban las veladas de la Alcazaba, entre cante jondo y mantones de flecos, tanto como la jactancia de algunos alféreces, que hacían sonar sus cruces de guerra en el paseo nocturno de la Plaza de España.

        Por eso la despedida del sargento me irritó. Se lo dije a Pedro Núñez, futuro ingeniero y goal_keeper de un equipo de fútbol:

       _Estos desgraciados creen que nos asustan. A mí me tiene sin cuidado estar aquí seis meses o dos años. Y, además, tengo ganas de andar a tiros.

       Pero a los quince días ya no me atrevía a hablar así. Era demasiado aburrido. Los soldados se pasaban las horas sobre las escuálidas colchonetas, jugando a los naipes. Al principio, yo quise evitarlo. Aun careciendo de espíritu militar, no me parecía razonable quebrantar de aquel modo la moral cuartelera. Pedro Núñez, que jugaba más que nadie, se puso de parte de los soldados.

      _Chico _me dijo_, ¿qué vamos a hacer, si no? Esto es un suplicio. Ni siquiera nos atacan.

      Al fin consentí. Paseando por el estrecho recinto sentía el paso lento y penoso de los días, como un desfile de dromedarios.

Yo mismo, desde mi catre, lancé un día una moneda entre la alegre estupefacción de la partida:

      _Dos pesetas a ese as.

      Las perdí, por cierto. Los haberes del destacamento aumentaban cada semana, a medida que llegaban los convoyes; pero iban íntegros de un jugador a otro, según variaba la suerte. Aquello me dio, por primera vez, una idea aproximada de la economía social. Había un soldado vasco que ganaba siempre; pero como hacía préstamos a los restantes, el desequilibrio del azar desaparecía. Pensé entonces que en toda república bien ordenada el prestamista es insustituible. Pero pensé también en la necesidad de engañarle.

        El juego no bastaba, sin embargo. Cada día éramos más un rebaño de bestezuelas resignadas en el refugio de una colina.

Poco a poco, los soldados se iban olvidando de retozar entre sí, y ya era raro oír allí dentro el cohete de una risa.Llegaba a inquietarme la actitud inmóvil de los centinelas tras la herida de piedra de las aspilleras , porque pensaba en la insurrección de aquellas almas jóvenes recluidas durante meses enteros en unos metros cuadrados de barraca.

      Cuando llegaban los convoyes, yo tenía que vigilar más los paquetes de correo que los envoltorios de víveres. Los soldados

se abalanzaban, hambrientos, sobre mi mano, que empuñaba cartas y periódicos.

      _Tienes gesto de domador que reparte comida a los chacales _me decía Pedro Núñez.

       Los chacales se humanizaban en seguida con una carta o un rollo de periódicos, devorados después con avidez en un rincón. Los que no recibían correspondencia me miraban recelosamente y escarbaban con los ojos mis periódicos.

      Tenía que prometerles una revista o un diario para calmar un poco su impaciencia.

      Sin darnos cuenta, cada día nos parecíamos más a aquellos peludos a quienes habíamos sustituido. Éramos como una reproducción de ellos mismos, y nuestra semejanza era una semejanza de cadáveres verticales movidos por un oscuro

mecanismo. El enemigo no estaba abajo, en la cabila, que parecía una vedija verde entre las calaveras mondadas de dos lomas.  El enemigo andaba por entre nosotros, calzado de silencio, envuelto en el velo impalpable del fastidio.  Alguna noche, el proyectil de un paco venía a clavarse en el parapeto. Lo recibíamos con júbilo, como una llamada alegre de tambor, esperando un ataque que hiciera cambiar, aunque fuera trágicamente, nuestra suerte. Pero no pasaba de ahí. Yo distribuía a los soldados por las troneras y me complacía en darles órdenes para una supuesta lucha.

      Una lucha que no llegaba nunca. Dijérase que los moros preferían para nosotros el martirio de la monotonía. A las dos horas de esperarlos, yo me cansaba, y, lleno de rabia, mandaba hacer una descarga cerrada.

      Como si quisiera herir, en su vientre sombrío, a la tranquila noche marroquí.

        Un domingo se me puso enfermo un soldado. Era rubio y tímido y hablaba siempre en voz baja. Tenía el oficio de

aserrador en su montaña gallega. Una tarde, paseando por el recinto, me había hablado de su oficio, de su larga sierra que mutilaba castaños y abedules, del rocío dorado de la madera, que le caía sobre los hombros como un manto. El cabo y yo vimos cómo el termómetro señalaba horas después los 40º. En la bolsa de curación no había más que quinina, y le dimos quinina.

      Al día siguiente, la fiebre alta continuaba. Era en febrero y llovía mucho. No podíamos, pues, utilizar el heliógrafo para avisar al campamento general. En vano hice funcionar el telégrafo de banderas. Faltaban cinco días para la llegada del convoy, y yo temía que el soldado se me muriese allí, sobre mi catre, entre la niebla del delirio.

      Me pasaba las horas en la explanada del blocao, buscando entre la espesura de las nubes un poco de sol para mis espejos.

En vano sangraban en mis manos las banderas de señales. Pedíamos al cielo un resplandor; un guiño de luz para salvar una vida.

       Pero el soldado, en sus momentos de lucidez, sonreía.

       Sonreía porque Pedro Núñez le anunciaba:

       _Pronto te llevarán al hospital.

        Otro soldado subrayaba, con envidia:

        _¡Al hospital! Allí sí que se está bien.

        Preferían la enfermedad; yo creo que preferían la muerte.

        Por fin, el jueves, la víspera del convoy, hizo sol. Me apresuré a captarlo en el heliógrafo y escribir con alfabeto

de luz un aviso de sombras.

       Por la tarde se presentó un convoy con el médico. El enfermo marchó en una artola, sonriendo, hacia el hospital. Creo que salió de allí para el cementerio. Pero en mi blocao no podía morir, porque, aun siendo un ataúd, no era un ataúd de muertos.

       Una mujer. Mis veintidós años vociferaban en coro la preciosa ausencia. En mi vida había una breve biografía erótica. Pero aquella soledad del destacamento señalaba mis amores pasados como un campo sin árboles. Mi memoria era una puerta entreabierta por donde yo, con sigilosa complacencia, observaba una cita, una espera, un idilio ilegal. Este hombre voraz que va conmigo, este que conspira contra mi seriedad y me denuncia inopinadamente cuando una mujer pasa por mi lado, era el que paseaba su carne inútil alrededor del blocao. Por ese túnel del recuerdo llegaban las tardes de cinematógrafo, las rutilantes noches de verbena, los alegres mediodías de la playa. Volaban las pamelas en el viento de julio y ardían los disfraces de un baile bajo el esmeril de la helada. Mi huésped subconsciente colocaba a todas horas delante de mis ojos su retablo de delicias, su sensual fantasmagoría, su implacable obsesión.

       Y no era yo sólo. Al atardecer, los soldados, en corro, sostenían diálogos obscenos, que yo sorprendía al pasar, un poco avergonzado de la coincidencia.

       _Porque la mujer del teniente...

       _Estaba loca, loca ...

    lo la saludable juventud de Pedro Núñez se salvaba allí. Yo iba a curarme en sus anécdotas estudiantiles, en sus nostalgias de gimnasio y de alpinismo, como un enfermo urbano que sale al aire de la sierra.

    Una de mis distracciones era observar, con el anteojo de campaña, la cabila vecina. La cabila me daba una acentuada sensación de vida en común, de microcosmos social que no podía obtener del régimen militar de mi puesto. Desde muy temprano, mi lente acechaba por el párpado abierto de una aspillera. El aduar estaba sumergido en un barranco y tenía que esperar, para verlo, a que el sol quemase las telas de la niebla. Entonces aparecían allá abajo, como en las linternas mágicas de los niños, la mora del pollino y el moro del "rémington",  la chumbera y la vaca, el columpio del humo sobre la choza gris.

    Buscaba la mujer. A veces, una silueta blanca, que se evaporaba con frecuencia entre las higueras, hacía fluir en mí una rara congoja, la tierna congoja del sexo. ¿Qué clase de emoción era aquélla que en medio del campo solitario me ponía en contacto con la inquietud universal? Allí me reconocía. Yo era el mismo que en una calle civilizada, entre la orquesta de los timbres y de las bocinas, esperaba a la muchacha del escritorio o del dancing. Yo era el náufrago en el arenal de la acera,   con mi alga rubia y escurridiza en el brazo, cogida en el océano de un comedor de hotel. Y aquel sufrimiento de entonces, tras el tubo del anteojo, buscando a cuatro kilómetros de distancia el lienzo tosco de una mora, era mismo que me había turbado en la selva de una gran ciudad.

        Nuestra única visita, aparte del convoy, era una mora de apenas quince años, que nos vendía higos chumbos, huevos y gallinas.

      _¿Cómo te llamas, morita?

      _Aixa.

       Era delgada y menuda, con piernas de galgo. Lo único que tenia hermoso era la boca. Una boca grande, frutal, siempre con la almendra de una sonrisa entre los labios.

      _¡Paisa! ¡Paisa!

      Chillaba como un pajarraco cuando, al verla, la tromba de soldados se derrumbaba sobre la alambrada. Yo tenía que detenerlos:

      _ ¡Atrás! ¡Atrás! Todo el mundo adentro.

      Ella, entonces, sacaba de entre la paja de la canasta huevos y los higos y me los ofrecía en su mano sucia  y dura. Yo, en broma, le iba enseñando monedas de cobre; pero ella las rechazaba con un mohín hasta que veía brillar las piezas de plata. A veces, se me quedaba mirando con fijeza, y a mí me parecía ver en aquellos ojos el brillo de un reptil en el fondo de la noche. Pero en alguna ocasión el contacto con la piel áspera de su mano me enardecía, y cierta furia sensual desesperaba mis nervios. Entonces la dejaba marchar y le volvía la espalda para desengancharme definitivamente de su mirada.

     Un anochecer, cuando ya habíamos cerrado la alambrada, Pedro Núñez vino a avisarme:

      _ El centinela dice que ahí está la morita.

      _ ¡A estas horas!

      _ Yo creo que debemos decirla que se vaya. Porque esta gente...

      _¿No ha dicho qué quiere?

      _ Ha pedido que te avise.

      _Voy a ver.

      _No salgas, ¿eh? Sería una imprudencia.

     _ ¡Bah! Tendrá falta de dinero.

     Salí al recinto. Aixa estaba allí, tras los alambres, sonriente, con su canasta en la mano.

     _¿Qué quieres tú a estas horas?

      _ ¡Paisa! Higos.

      _ No es hora de traerlos.

    Le vi un gesto, entre desolado y humilde, que me enterneció. Y senti como nunca un urgente deseo de mujer, una obscura y voluptuosa desazón. La figura blanca de Aixa estaba como suspendida entre las últimas luces de la tarde y las primeras sombras de la noche. Abrí la alambrada.

      _ Vamos a ver qué traes.

     Aixa dio un grito, no sé si de dolor o de júbilo. y aquello fue tan rápido que las frases más concisas son demasiado largas para contarlo. Un centinela gritó:

     _¡Mi sargento, los moros!

   Sonó una descarga a mi izquierda en el momento en que yo me tiraba al suelo, sujetando a la mora por las ropas. La arrastré de un tirón hasta las puertas del blocao, y allí me hirieron. Pedro Núñez nos recogió a los dos cuando ya los moros saltaban la alambrada chillando y haciendo fuego. Fue una lucha a muerte, una lucha de cuatro horas, donde el enemigo llegaba a meter sus fusiles por las aspilleras. Pero eran pocos, no más de cincuenta. Yo mismo até a Aixa y la arrojé a un rincón, mientras Pedro Núñez disponía la defensa.

     No me dolía la herida y pude estar mucho más tiempo haciendo fuego en el puesto de un soldado muerto.

     A media noche los moros se retiraron. Al parecer, tenían pocas municiones y habían querido ganarnos por sorpresa. Pedro Núñez me vendó cuando ya me faltaban las fuerzas. Había cuatro soldados muertos y otros tres heridos. Casi nos habíamos olvidado de Aixa, que permanecía en un rincón, prisionera. Me acerqué a ella, y a la luz de una cerilla vi sus ojos fríos y tranquilos. Ya no tenía en la boca su sonrisa de almendra. Me dieron ganas de matarla yo mismo allí dentro. Pero llamé a los soldados:

     _Que nadie la toque. Es una prisionera y hay que tratarla bien.

 Al día siguiente, cuando ya habíamos transmitido al campamento general la noticia del ataque, llamé a Pedro Núñez:

      _ Debo tener fiebre.

     _Efectivamente, 39 y décimas.

     _¿Y la mora?

     _Ahí está; como si no hubiera hecho nada. ¿Qué vamos a hacer con ella?

     Me encogí de hombros. Yo mismo no lo sabía.

     _Debíamos fusilarla _dije yo sin gran convenciento.

     _Eso dicen los soldados. Toda la noche han estado hablando de matarla.

Y       Yo pensé en aquellos quince años malignos, en aquella sonrisa dulce; pero también pensé en aquel heroísmo grandioso y único.

          _Ayudó a los suyos. Pedro Núñez se enfadó:

      _¿Todavía la defiendes? ¿Hay derecho a eso?

      _¡Yo qué sé! Tráela aquí.

     Vino maniatada y me miró con aire indiferente. Tuve acceso de rabia y la insulté, la maldije, quise tirarle a la cabeza un paquete de periódicos. Pero volví a quedar silencioso, con el recuerdo sensual de la víspera, que vez caía en mi conciencia como una piedra en una superficie de cristal.

     _¿Y qué conseguimos con que muera, Pedro?

      _Castigarla, dar ejemplo.

     _¡Una niña de quince años!

     _No paga con la muerte. Ahí tienes cuatro soldados que mató ella. Yo se la entregaré al capitán.

   Tuvimos una larga disputa. Por fin, Pedro Núñez me amenazó:

   _Si tú la pones en libertad, tú sufrirás las consecuencias.

   _ Yo soy el jefe. A ver, ¡desátala! Pedro Núñez, pálido, la desató. Yo me levanté trabajosamente y la cogí de un brazo.

      _¡Fuera! ¡A tu cabila!

    Entre los soldados que presenciaban la escena se levantó un murmullo. Me volví hacia ellos:

     _¿Quién es el que protesta? ¿Quién manda aquí? Callaron. Empujé a la mora hacia la puerta, y ella me miró despacio, con la misma frialdad. A pasos lentos salió del blocao. La vi marchar, sin prisa y sin volver la cabeza, por el camino de la cabila.

    Entonces yo me tumbé sobre el camastro. Me dolía mucho mi herida.

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