José
Antonio 
Porcel
y
Salablanca

 

 

índice

Fábula de Alfeo y Aretusa

Acteón y Diana

Epitafio a una perrita

Soneto

 

FÁBULA DE ALFEO Y ARETUSA

Canto el amor del despreciado Alfeo,

 cuyas quejas dulcísimas, dolientes,

 por las amargas ondas de Nereo

 aún oyen de Aretusa las corrientes.

 Pues tú, délfico dios, otro deseo

 siguiendo vas con círculos lucientes,

 haz que en estas mis cláusulas sonoras

 yo me corone del desdén que lloras.

 

 Tú, de Arellano honor, Mecenas mío,

 que aman las Musas y prohija Astrea,

 que el caudaloso Betis, patrio río,

 lleno de lustres saludar desea;

 este mi ocio escucha, si es que fío

 lo grave dividir de tu tarea;

 logre yo tus favores entre tanto

 que los desdenes de Aretusa canto.

 

 Del dios rey de las aguas hija era

 ninfa de Acaya, a quien la esquiva diosa,

 cuando desde el Eurota va a su esfera,

 deja el dominio de la selva umbrosa,

 que en la tropa de Oréades ligera,

 siendo la más gentil, la más hermosa,

 aun ausente de Febo la alta hermana,

 no desean las selvas a Diana.

 

 No ilustró del Taigeto la escabrosa

 cumbre ninfa más bella, pues la frente

 en cada estrella vence luminosa

 los ojos, que abre al cielo transparente;

 de cuanto en sus mejillas mezcla hermosa

 hizo con el jazmín, clavel ardiente,

 queda uno, que en dos hojas se señala,

 que encierra perlas, y ámbares exhala.

 

 Bajando al pecho de su blanco cuello,

 mucha nieve en dos partes dividía,

 sobre cuyo candor suelto el cabello,

 las hebras de oro el viento confundía;

 así inunda de rayos el sol bello,

 nevado escollo al despuntar del día;

 de sus manos, en fin, son los albores

 incendios de cristal, hielos de ardores.

  

 Ésta, de Venus inmortal desdoro,

 dejándole a la espalda el peso leve

 del ebúrneo carcaj y flechas de oro,

 éstas ajusta al arco, que las mueve;

 penetra el bosque, y el errante coro

 cede al aplauso que a Aretusa debe,

 porque usurpa a las glorias de Atalanta

 lo cierto el tiro, lo veloz la planta.

 

 Igualmente partiendo su carrera,

 el sol las blancas horas encendía,

 cuando Aretusa, que corrió ligera

 los arduos montes y la selva umbría,

 fatigada desciende a la ribera,

 y en su encendida nieve permitía

 que en más bello cenit, con más auroras,

 el sol hiciese las ardientes horas.

 

 Por laberinto de álamos frondoso,

 de verdes sauces por estancia amena,

 profundo un río corre silencioso,

 o se desliza con quietud serena;

 de éste un remanso advierte delicioso,

 que no le esconde la menuda arena,

 pues contaba en sus senos transparentes

 uno a uno sus cálculos lucientes.

 

 La calurosa ninfa, que procura

 término a sus afanes deseado,

 solícita registra la espesura,

 por si alguno la advierte Acteón osado;

 la soledad el sitio le asegura,

 y habiendo sus despojos confiado

 de un sauce, dio al cristal el blanco bulto,

 donde quedó cubierto, mas no oculto.

 

 En el claro remanso, no lasciva,

 o se abate, o se eleva, o se recrea,

 pareciendo en la espuma fugitiva

 segunda de las ondas Citerea;

 sus brazos (blancos remos, en que estriba)

 cortan las aguas, y si lisonjea

 el viento de sus hebras el tesoro,

 bajel es de marfil, con velas de oro.

 

 En hondas grutas de cristal luciente

 el dios Alfeo, entonces sosegado,

 oye turbar sus aguas, y la frente

 alzó, de verdes cañas coronado;

 mira la blanca ninfa, mira, y siente

 dulces incendios en su pecho helado;

 y suspensos sus rápidos cristales,

 así siente su amor, así sus males:

 

 «Si piensas, ninfa bella, que no dura

 un instantáneo amor, y excusas fiera

 el bien que me promete esta ventura,

 para crecer, amor tiempos no espera.

 Si el ver y el adorar una hermosura

 son dos cosas, ninguna es la primera;

 yo te vi, yo te amé, y otros amantes

 no te adoraron más, te amaron antes.

 

 »Calurosa y cansada, tus fatigas

 recibieron benignas mis arenas;

 dulcemente en mis aguas ya mitigas

 el calor y el cansancio, y no mis penas;

 ya que en mi propia urna tú me obligas

 a beber el veneno que en mis venas

 arde, reciproquemos los favores:

 mitiguen tus cristales mi ardores.

 

 »Dueño soy (si soy tuyo ¡qué fortuna!)

 de cuanto engendra la ribera amena;

 mil arroyuelos desde su alta cuna

 bajan su plata a mi dorada arena;

 contémplase en mí el sol, la errante luna

 aun no se mueve en mi quietud serena;

 mas ¿para qué numero bienes tales,

 si ya sólo soy dueño de mis males?»

 

 Dice; y lascivo apenas se adelanta,

 cuando ella de sus ondas se le exime

 intrépida, fiando a veloz planta

 nobles defensas, que el amante gime;

 mas, como aunque a Aretusa en fuga tanta

 alas preste el desdén, nunca reprime

 sus esfuerzos Amor, que es dios alado,

 vuela ella esquiva, y él enamorado.

  

 «Aguarda, espera», dice; «oh ninfa, tente.

 ¡Oh si el amor un muro te opusiera!

 Teme de áspid dormido el mortal diente,

 cuando no el pomo de oro en tu carrera;

 más ¡ay de mí! que ni el metal luciente,

 ni el veneno mortal te suspendiera,

 pues no detuvo ya tu pie divino

 mi pena más mortal, mi amor más fino».

  

 Sorda Aretusa, y más veloz que el viento,

 huye, y el dios, que en vano ya la nombra,

 tanto se adelantó en su seguimiento,

 que una vez abrazó la amada sombra;

 del fatigado pecho el recio aliento

 el tierno oído de la ninfa asombra;

 y como el dios acuoso la seguía,

 creyó que húmedo el austro la impelía.

  

 Así afligida con el riesgo instante

 la casta compañera de Diana,

 contra el esfuerzo del insano amante,

 a su deidad apela soberana.

 «Oh diosa», dice, «si guardé constante

 tus santas leyes, y si aplausos gana

 tu decoro, defiende de este impío

 mi honor por tuyo, cuando no por mío».

 

 La diosa, conmovida al justo lloro,

 de opaca y densa niebla rodeada,

 la oculta, y luego la madeja de oro

 corre en hilos de plata liquidada;

 no de coral, de aljófar es tesoro

 la sangre de las venas desatada,

 y al deshacerse en los cristales puros,

 bullen la blanda carne y huesos duros.

 

 Entre tanto, cual dando vueltas ciento,

 en alta noche el can infiel dormido,

 a espacioso redil el lobo hambriento

 aúlla, y crece el mísero balido;

 tal gira en tornos, firme aún en su intento,

 la opuesta nube el dios; y más rendido,

 por si su ingrata bella aún no se excusa,

 «¡oh mi Aretusa», clama, «oh mi Aretusa!»

  

 Desató el viento, en fin, la niebla fría,

 dejando en descubierto al triste Alfeo,

 fuente ya, a aquella por quien su porfía

 torpes delicias prometió al deseo.

 Vuelve a sus aguas, nunca a su alegría;

 aunque, por corto de su dicha empleo,

 le conceden que junte en su corriente

 de su amada Aretusa con la fuente.

 

ir al índice

ACTEÓN Y DIANA

 

Aquella que nos informa,

 que aunque tres formas vistió,

 no querrá un hombre, y que no

 será de ninguna forma;

 

 pues si bien Plutón de un cuerno

 la llevó por su querida,

 de estos casados la vida

 vino a ser luego un infierno;

 

 con quien de amoroso empeño

 no hay quien acordarse cuente,

 y aun Endimión solamente

 se acuerda como por sueño;

 

 hija de Jove (un borracho)

 y Latona, que parió una

 muchacha como una luna,

 y como un sol un muchacho;

 

 fatigada ésta del uso

 de las flechas un verano,

 pues siendo menor su hermano,

 a abochornarla se puso,

 

 viendo entre unas espesuras

 que un mudo remanso había,

 tan claro, que le decía

 a cualquiera dos frescuras,

 

 dijo:«En bañarme convengo;

 ninfas, presto, a desnudarme,

 que, aunque casta, he de limpiarme,

 pues soy leona y manchas tengo.»

 

 Desnudas todas, se fragua

 el baño, y aunque temían

 si desnudas las verían,

 echaron el pecho al agua.

 

 Y cuando en las aguas mudas

 las faltas que desmentían

 vestidas, las descubrían

 como verdades desnudas,

 

 Acteón, hijo de Aristeo

 y Autónoe, llegó cazando

 a la fuente, adivinando

 que allí habría un buen ojeo.

 

 Aquí fue la fiesta brava,

 aquí el chillar, y agua echarle,

 pero el gato, al zapearle,

 a la carne se acercaba.

 

 «Vanos son esos trabajos,

 ninfas», dice; «no gritéis,

 ni vuestros tiples me alcéis,

 que yo busco vuestros bajos.

 

 »Mi brazo es de todas mangas,

 por feas no os aflijáis,

 que yo, porque lo sepáis,

 también suelo cazar gangas.

 

 »Porque vea, no hayas pena,

 Diana, tus cuartos menguantes,

 que mis cuartos son bastantes

 para hacerte luna llena.

 

 »Que seas casta no contrasta

 lo que a tu honor es debido,

 porque lo que yo te pido

 cosa es que te deja casta.»

 

 Diana con ojos severos

 dice: «No te gloriarás,

 pues si en carnes visto me has,

 yo haré te vean en cueros.»

 

 «Y pues de verme los yerros

 te tengo de castigar,

 eso que me quieres dar

 guárdalo para los perros»,

 

 dijo, y cornudo venado

 lo hizo; pero, si hacer pudo

 la que dio en casta un cornudo,

 ¿qué no hará la que no ha dado?

 

 Huyendo, pues, por los cerros

 sus perros, que lo encontraron,

 fieles lo despedazaron,

 con que murió dado a perros.

 

 Para cofres recogieron

 el cuero, y a la cabeza

 enterrada esta simpleza

 o esta discreción pusieron:

 

 «Hombres bobos, que al ver una hermosura,

 le entregáis las potencias y sentidos,

 y aun poseéis las dichas, entendidos

 estad en que la dicha no es segura.

 

 »Acteón escarmientos os procura;

 que a una casta deidad (si ennoblecidos

 deben los riesgos ser apetecidos)

 dio un sentido, y ya llora su locura.

 

 »Sólo en la vista tuvo su delicia,

 y se vio, cual lo ves, muerto, deshecho,

 bruto y con astas; pero no lo dudo,

 

 »pues cualquiera mujer que se codicia

 (sea la mejor), lo deja a un hombre hecho

 un pobre, un bruto, y lo peor, cornudo.»

PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS DE TEMA MITOLÓGICO

ir al índice

EPITAFIO A UNA PERRITA LLAMADA AMELINDA

 

Bajo de este jazmín yace Armelinda,

perrita toda blanca, toda linda,

delicias de su ama,

que aún hoy la llora; llórala su cama,

la llora el suelto ovillo,

como el arrebujado papelillo

con que jugaba; llórala el estrado,

y hasta el pequeño can del firmamento,

de Erígone olvidado, muestra su sentimiento.

Solamente la nieve se ha alegrado,

pues si yace Armelinda en urna breve,

ya no hay cosa más blanca que la nieve.

ir al índice

SONETO

Enviando unos dulces a una dama, que no gustaba de otros versos que los de Garcilaso,

en ocasión de hallarse indispuesta.

 

Cerca del Dauro, en soledad amena,

con tu memoria, oh Julia, divertía

los males de mi triste fantasía,

de cuyo bien la ausencia me enajena.

Cuando por nuevo susto, nueva pena...

Ya no quiero más culto, Julia mía,

digo en pluma corriente, que ayer día

me dijeron que no quedabas buena;

que era el mal, resfriado, y yo en tal caso

almendras te receto confitadas;

prendas son de mi afecto en nada escaso,

y con motivo de tu mal buscadas;

cómetelas, y di, con Garcilaso:

¡oh dulces prendas, por mi mal halladas!

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL