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Joaquín Dicenta

RELATOS

El nido de gorriones

Libertad

Madroño

La epopeya de una gitana

 

POEMAS

 

Lujuria

El triunfo

 

Sed de tus ojos en la mar me gana...

 

    

   Ancho, huesoso, atlético, con los hombros robustos, las piernas fuertes y el cuerpo encorvado por la edad, era el tío Roque un campesino aragonés que llevaba con energía sus setenta y cinco años y la administración de sus fincas y propiedades, evaluadas por los inteligentes del contorno en ciento cincuenta mil duros; un capital, diariamente vigilado por su dueño, que recorría sus tierras sobre un caballejo de mala muerte para inspeccionar y dirigir la siega en agosto, la vendimia en septiembre, la siembra en invierno, el esquileo del ganado en primavera, la recolección de frutos en otoño, y las múltiples faenas de la agricultura en todo tiempo, sin cuidarse del calor ni del frío, ni del aire, ni de la lluvia; atravesando una atmósfera de fuego cuando el sol abrasaba los campos, y una sábana de hielo, cuando la nieve, cayendo de las nubes, se extendía en forma de mancha monótona desde los más hondos repliegues del valle hasta los más altos picachos de la sierra.

     Porque el tío Roque no quería dejar nada a la inspección ajena; la más insignificante semilla pasaba por sus dedos antes de caer en la tierra, aquella tierra suya, completamente suya, a la que amaba con ternuras de abuelo y codicia de amante celoso; tierra de la que no se había separado nunca y de la que parecía hijo, mejor que hijo, producto. A tal extremo se había compenetrado con ella, que era, por su aspecto, parte integrante de ella misma.

     Su cuerpo achaparrado, duro, lleno de ángulos y nudosidades asemejábale a una encina añosa, dotada por un capricho de la Naturaleza de la facultad de trasladarse; su rostro curtido por la intemperie, era del color de la tierra labrada; no parecía sino que un solo arado había hecho los surcos de la una y las arrugas del otro; como crece entre los surcos la cizaña, desigual, revuelta y salpicándolo a trechos, crecía la barba en la cara rugosa del viejo labrador; hasta su cabeza puntiaguda, coronada de cabellos blancos, recordaba los picos inaccesibles que se erguían sobre la montaña, cubiertos de nieves perpetuas. El tío Roque era un pedazo de terruño; las raíces de su vida arrancaban de él.

     Ni su dinero, ni sus hijos (cuatro hombretones ya casados), ni sus años, ni sus fatigas, fueron bastantes a inducirle al reposo, a la existencia cómoda, al vivir quieto de un anciano pudiente... Quebrantábase su salud con el rudo trabajo a que venía entregado desde el amanecer; algunas noches de invierno, una tos seca desgarraba su pecho; no pocos días de verano sintió un ahogo, un principio de asfixia, que le hizo detenerse y buscar apoyo en el tronco de un árbol; aconsejóle el médico multitud de veces que descansase, que renunciara a su labor diaria; pero el tío Roque se encogía de hombros, se burlaba de consejos y de dolencias, y al romper la aurora bebía un vaso de aguardiente, ensillaba su caballejo, y al campo, a inspeccionarlo todo, a que trabajasen los braceros, a que produjese la tierra, a que no estropeasen a su querida; la única hembra que había sabido pagarle con usura sus desvelos y su constancia.

     ¡El reposo! ¡Entregar a manos ajenas el cuidado y conservación de lo suyo! ¡Buena locura!... ¡No ver sus tierras sino a ratos y como un paseante más! ¡Como si aquello fuera posible!... ¡Como si él, acostumbrado a trabajar sus terrones y a dirigirlo todo, pudiera resignarse a permanecer inactivo, a convertirse en espectador, a no ver cómo en las mañanas frías de invierno desflora la reja del arado la tierra húmeda y palpitante, para que la mano del sembrador arroje en su seno la simiente fecundadora; a no contemplar bajo los rayos abrasadores del sol de agosto, cómo el trigo desgrana la requemada espiga y la horquilla la recoge y la pala la aventa para que el trigo caiga convertido en granizo de oro sobre el ancho montón que cubre la era y se eleva en forma de pirámide; quedarse en casa bajo la sombra perezosa del emparrado, cuando la hoz arranca de la cepa el lozano racimo y el carro lo traslada al lagar y los mozos lo pisotean entonando canciones hasta que, convertido en mosto, lo recogen las cubas y fermenta en ellas y de ellas sale transformado en chorro rojizo que humedece los labios y calienta la sangre; no tomar parte en la recolección de los frutos, en el esquileo de sus ovejas, en la labor harinera de sus molinos, en la confección y refinamiento de sus aceites! ¿Era acaso eso lo que querían de él? Pues no lo esperaran. Él haría siempre lo mismo, recorriéndolo todo, visitándolo todo; a caballo, mientras pudiera tenerse firme en la silla; en un carro si no podía andar. ¡Aunque fuese arrastra!

     ¿Quién iba a hacerlo si no él? ¿Sus hijos? Tenían que cuidar lo de sus mujeres. ¿Un encargado? Como si dijéramos, un ladrón, un tramposo que no podía querer más que su provecho. Y él solo, quieto dejándose robar en sus propias narices. ¡Que no!... ¡En seguida!... ¡Apartarse de sus terrones, no saludarlos a todas horas! ¡Cómo iba a intentarlo si los quería tanto; si, en verano, al irse acostar, dejaba la ventana abierta para recoger todos los rumores de la noche, y no cerraba en tiempo alguno las maderas para no desperdiciar ningún rayo de sol, ninguno; ni siquiera el que se bosquejaba en el horizonte al amanecer, sin alumbrar casi, como el parpadeo de unos ojos que se despiertan!

     El que quisiera verle furioso no tenía más que hablarle de ello.

     Muchas veces le habían propuesto sus hijos, cada uno de por sí, y prescindiendo de los otros, irse a vivir con él, ayudarle. Pero el tío Roque se negó siempre.

     Si hubiesen estado solteros, bueno; con la recua de la mujer y de los hijos, no; el casado casa quiere. Sabía que de favorecer a uno se hubieran enfadado los demás, y bastante se odiaban al pensar en las eventualidades de la herencia futura, para que añadiese leña al fuego.

     Ni un hijo, ni un administrador.

     El uno y el otro habían de robarle. Él solo se bastaba para su negocio.

    

      Así pasaron años, y el tío Roque se fué Poniendo achacoso y débil. Ya no podía montar a caballo; apoyado en su bastón de nudos recorría sus propiedades y presenciaba las faenas del campo, con toda la energía de su espíritu, empeñado en sostener y pasear aquel cuerpo que se tambaleaba sobre la tumba.

     Pero como sus dolencias le hacían quedarse en casa muchos días, como no lograba inspeccionarlo todo, ni los mozos iban tan derechos, ni las cosechas producían tanto como antes. Como esto era verdad y lo era también que el tío Roque estaba muy enfermo y el trabajo acababa con él, y su salud tenía necesidad _en opinión de los médicos_ de absoluto descanso, resolvieron sus hijos obligarle a cambiar de vida, y fueron a verle una noche y hablaron con él, sentándose en torno del sillón donde su padre descansaba y oía sus proposiciones, contrayendo su boca sin dientes, y fijando en ellos sus ojos astutos de campesino.

     El hijo mayor fué el encargado de decírselo, y se lo dijo claro, con rudeza no desprovista de cariño y de lealtad.

     _¡Padre, usted está inútil!... ¡La vida que lleva no le sienta bien! Es preciso que descanse usted y que busque la manera de encargar a otro de sus negocios.

     _¡A otro! ¿Y a quién? _repuso el viejo_. ¿A un extraño?

     _Eso de ningún modo _contestaron los hijos a coro.

     _Entonces, ¿a quién? ¿A uno de vosotros? ¿Queréis vosotros tres que se encargue Antonio de las fincas?

     Los preguntados arrojaron sobre el presunto una mirada de rencor y desconfianza.

     ¡Encargarse Antonio de todo! Para aprovecharse de ello; para quedarse con lo mejor. Preferirían a un cualquiera.

     Leíase esto con tanta claridad en sus ojos, en las frases irónicas y sutiles con que contestaron a la pregunta de su padre, que el viejo les dijo sonriendo con sonrisa entre burlona y triste:

     _Ya veo que eso no os conviene. Lo presumía. No os niego tampoco que estoy malo y que el cultivo de las tierras no anda tan bien como en años atrás. ¡Qué remedio!... Tendremos paciencia. Yo haré lo que me sea posible.

     _No, padre. Usted necesita descanso. Se lo ha dicho el médico y se lo repetimos nosotros.

     _Pues vosotros diréis cómo se arregla.

     _Mire usted: como medio, hay uno.

     _¿Cuál?

     _Cédanos usted las tierras, repártalas entre nosotros a su gusto; de ese modo nos evitaremos pleitear por las participaciones cuando usted se muera; nosotros cuidaremos cada uno por su parte como usted mismo, y usted descansa, viviendo al lado de sus hijos, del que usted desee, porque todos le queremos bien, y nos desviviremos por complacerle.

    _Vamos _dijo el tío Roque con voz nerviosa_ queréis heredarme en vida.

     _¿Nosotros...?

     _¡Si no me enfado! Es natural que penséis en ello; pero oídme:

     «Cuando vosotros erais muy pequeños, cogí yo en el alero de ese tejado un nido de gorriones; me los llevé a casa, los puse en una jaula y la dejé encima de la ventana.

     »Los padres, que habían venido detrás de sus hijos, empezaron a dar vueltas en derredor de aquella cárcel y a piar dolorosamente. Por fin uno de ellos echó a volar, volvió a poco rato con un grano de trigo en el pico, entró en la jaula, dió de comer a una de las crías, y mientras él practicaba la operación, se fué el otro gorrión y volvió también cargado de trigo...; en fin, que los dos padres mantuvieron a los pajarillos, ni más ni menos que cuando estaban en el alero del tejado.

     »Crecieron las crías y echaron alas; ya revoloteaban dentro de la jaula; los padres seguían alimentándolos.

     »Cuando estuvieron los pequeños en disposición de volar por su cuenta, puse yo unos espartos con liga delante de la jaula; hice prisioneros a los padres y di libertad a los hijos. A los padres los encerré, y ¿sabéis vosotros lo que pasó? _dijo el tío Roque con acento burlón y duro_. Que los padres se murieron de hambre; porque ninguno de los hijos se ocupó en darles de comer».

     _Y ¿qué quiere usted decir con eso? _esclamó el mayor de los hijos.

     _¿Qué? Que no despedazaré mi tierra querida por vosotros; que os vayáis a vuestra casa y me dejéis en la mía. Que no me quiero encerrar en la jaula.

     Y el tío Roque, riendo a carcajadas, se metió en su cuarto.

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LIBERTAD

     Gateando por el tronco del árbol subió Manolo hasta las ramas. Una vez en ellas, no sin riesgo de desnucarse, ganó la más alta de todas. Allí, oculto por un cortinón de fragantes y húmedas hojas, estaba el nido que fabricaron dos jilgueros, acolchado con sus plumas para más lujo de las crías.

     Aquel nido fue, durante semanas, ansia y desvelo de Manolo. Lo descubrió cuando sólo era canastillo de calientes y barnizados huevos. Había que esperar.

     Manolo esperó, vigilando con astuta cachaza el romper de los cascarones; el salir, por la rotura, de los pollos; el brote en ellos del plumón; el fortalecimiento de patitas y de alas. Ni un día dejó de encaramarse al árbol, para contemplar el cestillo donde palpitaban las crías, bien ajenas de que eran presa declarada para aquel conquistador de ojos azules y cabellos rubios, que el aire peinaba en caracoles.

     Más ajenos aún de la acechanza vivían los jilgueros padres. Manolo solo en ausencia de ellos visitaba el nidal. A los amaneceres, cuando iba la pareja en busca de arroyos mitigadores de su sed o, al caer el sol, cuando revoloteaba por el lejano peñascal para despedirse del astro, ascendía el rapaz a las ramas y, separando el cortinón de hojas, clavaba sus ojos ladrones en los pollos. Después, echaba tronco abajo, contando mentalmente los días que faltaban para el del enjaule de su presa.

Este día llegó. Fue aquel en que Manolo trepaba por el tronco del árbol, y se encaramaba a la rama última y extendía sus manos hacia el nido donde los pájaros saltaban.

     Subió sin precaución alguna, sin ocultarse de los padres que revoloteaban por encima de su cabeza, amenazándole con sus engarfiadas garrillas. ¿A qué las precauciones? Los padres no le podían estorbar; eran débiles para defender a sus hijos. Dentro de poco estarían estos en poder de Manolo.

     Por eso y para eso llevó al pie del árbol una jaula. En ella acomodaría a sus prisioneros, dejando a los padres el cuidado de alimentarlos hasta que los prisioneros pudieran valerse por sí propios. Entonces daría libertad a las hembras dejando a los machos en permanente cautiverio para que alegraran con sus trinos la casa.

     Tras el niño fueron los padres de los presos. A veces, se tropezaban en el aire; otras se dejaban caer juntos, llegando hasta el ras de la jaula, rozándola con sus temblorosas patitas. Luego se alzaban al espacio describiendo círculos sobre la cabeza del ladrón.

     Apenas puesta por Manolo la jaula en el alféizar del campesino ventanal, los dos jilgueros, sin aguardar que se retirara el muchacho, sin temor al daño que éste pudiera hacerles, se aferraron a los barrotes, metiendo por entre ellos sus picos, buscando las bocas de las crías: dijérase que las besaban.

     Al fin se alejaron, posando sobre una acacia próxima, ennegrecida por la sombra crepuscular.

     Aquella tarde no fueron a despedir al sol.

     Era el día franja imperceptible en Oriente y ya cantaban sobre la acacia los padres de los pájaros prisioneros. No cesaba su canto hasta que la jaula aparecía en el alféizar. Llegábanse a ella los jilgueros y procuraban forzar los mimbres con sus garras y con sus picos; después, viendo lo inútil de su afán, abrían las alas y se alejaban rápidos, silenciosos, sin que un gorjeo alegrara su viaje.

     A poco volvían, trayendo alimento y agua a sus hijos: Éstos avanzaban hasta el límite de su prisión con las bocas amarillosas de par en par abiertas. Metían sus padres el pico por el hueco de los barrotes e iban depositando en aquellas bocas glotonas, simientes y granos machacados, gotas de agua que aún conservaban la frescura del manantial.

     No venían juntos. Venían separados, cruzándose en la atmósfera, alejándose el uno de la jaula antes de que llegase el otro, juntándose en el aire, deteniéndose en él un segundo y siguiendo después su marcha, el uno hacia los hijos, el otro hacia las siembras, donde el grano brillaba como oro entre los surcos; hacia las fuentes donde el agua cae gota a gota, como una lluvia de brillantes.

     Era de notar cómo los padres no daban a un mismo hijo el alimento dos veces seguidas; lo distribuían por turno sin error nunca en el reparto. Diríase que al tropezarse en el espacio, al detenerse en el aire un segundo, preguntaba el que llegaba al que volvía:

     _«¿A quién distes ahora?».

     _«A fulano».

     _«Entonces le toca a mengano».

     Y por la boca de mengano entraba el grano color de oro o la gota de agua diamantina.

     Gran regocijo era para Manolo contemplar aquellas idas y venidas. Muchas veces, acodado en el ventanal, punto menos que tocando con sus dedos la jaula, seguía el trajín afanoso de sus cautivos y el trabajo de sus mantenedores. Estos parecían no reparar en él. Alimentaban a sus hijos, alegraban su cautividad con gorjeos, o aferrándose a los barrotes, batían contra ellos sus alas y mordían con sus picos el mimbre. A veces ponían en Manolo sus ojos negros, rencorosos, ardientes... El muchacho reía y los pájaros se alejaban con temblores de odio en la pluma.

     Ya los cautivos recorrían la jaula con planta firme y presurosa; sus alas se abrían en traza de volar. ¡Triste vuelo que sólo llegaba hasta la techumbre de mimbre, desde la cual se dejaban caer los pajarillos, estirando el cuello hacia los azules del espacio, donde cabeceaba el sol!

     Los padres seguían proveyendo a su manutención, pero en ocasiones, retrasaban sus viajes; otras permanecían inmóviles enfrente de la jaula, clavando en ella sus pupilas tenaces; después se acercaban uno a otro, doblaban los cuellos hasta unir las cabezas y cerraban sus picos como si hablaran por lo bajo, de oído a oído, consultándose...

     Al ver a Manolo hacían ademán de lanzarse contra él.

     Después huían para reunirse en el árbol a la casa frontera. Allí permanecían quietos, mudos, sin endulzar con sus gorjeos la tristeza de los esclavos.

     Hubo un día en que apenas se aproximaron a la jaula.

     _¡Aunque no vuelvan más! _monologó Manolo_. Los pajarillos pueden mantenerse a sí propios. Mañana haré la separación de los machos. ¿Por qué mañana? Hoy mismo.

     Dicho y hecho.

     Metiendo la jaula en su cuarto y levantando el cierre, sacó las hembras que eran dos. Abrió la ventana y las dejó encima del alféizar.

     Pronto se lanzaron a la atmósfera piloteadas por su padre, que al detenerse con ellas, encima de la acacia, prorrumpió en un himno triunfal.

     Paró el canto de pronto, al colgar Manolo del alféizar la jaula donde aleteaban los machos. Sus padres, al verlos, saltaron de las ramas, giraron y regiraron en torno de los mimbres, y gritando, mejor que piando, hicieron rumbo con sus hijas a un árbol más distante.

     Fue al medio día, mientras almorzaba con sus padres Manolo.

     Los jilgueros llegaron a la jaula, cuyos mimbres rechinaban acariciados por el viento. Breves instantes permanecieron contemplándola. Después se aferraron a los barrotes, sacudiendo la jaula, piando con furia. Sus garras tiraban de los mimbres, sus picos los mordían... ¡Inútil! ¡Inútil como siempre! ¡Eran pocas sus fuerzas para libertar a los cautivos!...

     Entonces llamaron suavemente a sus crías.

     Éstas avanzaron abiertas las bocas, relampagueante de amor el azabache de los ojos.

     Súbito retrocedieron, tambaleándose; rodando fueron hasta el rincón último de la jaula; allí quedaron encogidas, apelotonadas, hechas un temblante montón de plumas.

     Cuando Manolo fue en busca de la jaula, halló agonizando a los presos. No tenían ojos; no tenían tampoco lengua. Sus padres habían arrancado los unos a golpe de garra y cortado a tajo de pico las otras.

     Cortaron las lenguas para que el esclavo no cantara al señor. Cegaron los ojos para que el esclavo no viese con ellos horizontes que nunca podrían sus alas recorrer.

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Madroño

     Por una vereda que atravesaba el agostado campo de trigo venían, camino de Madrid, Curro y Madroño, dos amigos inseparables, dos vagabundos curtidos por la intemperie, aparejados por la desgracia y hechos y vivir en trochas, vericuetos y carreteras, sin más compañía que la de Dios, ni otro consejero que su instinto. Pobres desvalidos, errantes, su rumbo lo marcaba la suerte, su comida era preparada por la casualidad y su alojamiento por las exigencias de la estación: en las noches de estío, la pradera verde y el cielo azul; en las de invierno, la covacha obscura y el haz de ramas secas abrazándose en el fondo de un agujero irregular: contra el sol, la copa de los árboles; contra la lluvia, las salientes rezumosas de los peñascos. He aquí todos los recursos, todas las comodidades, las preeminencias todas derramadas por el destino sobre aquellos dos compañeros que marchaban por la vereda adelante, a la luz rojiza de un crepúsculo de Agosto.

     Habían andado mucho, toda la tarde, bajo los rayos abrasadores del sol, respirando fuego, mascando polvo, sin una gota de agua para su sed ni un momento de reposo para su fatiga: de buena gana se hubieran detenido un rato para respirar cómodamente las primeras ráfagas de aire fresco que les enviaba el crepúsculo, y ofrecer descanso a sus miembros rendidos; pero no era posible; Curro tenía prisa; necesitaba entregar la carta a un escribano de Madrid, y Madroño seguía a Curro, como siempre, obedeciendo sus mandatos, dejándose conducir por él con melancólica pasividad.

     Y así iban, el uno delante de otro, con la cabeza baja, el andar cansino, el cuerpo sudoso, el estómago exhausto y los remos torpes, indiferentes a las bellezas del crepúsculo, al sublime espectáculo que ofrecían las nubes, cubriendo la muerte del sol con un sudario festoneado de oro, al rumor triste con que la tierra se despedía de la luz, al último aleteo de las aves y al primer beso de la noche.

     Ellos no podían fijarse en tales cosas; para ellos no había más que un espectáculo interesante: el de la inmensa población que se descubría a lo lejos, recortando en el horizonte gris las torres de sus iglesias, las manzanas de su caserío y el resplandor amarillento de sus faroles; allí estaba el término del viaje, la comida y el lecho; poco importaba que la comida fuera mala y el lecho duro; poder comer y poder dormir era un refinamiento de lujo para aquellos dos seres.

     Y Curro pensaba que el escribano no iba a ser tan malo que no les diese un mendrugo de pan, un puñado de paja y un montón de heno.

     Con eso tenían bastante; no estaban acostumbrados a más; así habían vivido desde que se conocieron, desde que Curro empezó a jugar con Madroño y a encaramarse encima de él y a darle palos y a tirarle de las orejas y a cruzar campos. Y caminos sobre su lomo, porque Madroño era un burro muy flaco, muy huesudo, con el vientre pegado al espinazo, el espinazo pegado a la piel, las orejas largas, el rabo corto, el cuerpo repujado de mataduras y las patas llenas de esparavanes.

     Un burro viejo robado por una familia de zíngaros y hecho a vivir con ella y a ser el amigo inseparable de Curro, de aquel gitanillo de ocho años, que tenía el pelo negro, los labios rojos, los dientes blancos y la cara cobriza.

     La madre de Curro había muerto; a su padre acababan de meterle en la cárcel por homicida y el chico iba hacia Madrid sin otros deseos que llegar cuanto antes, poner en manos del escribano la carta del cautivo, y dormir unas miajas.

     Al día siguiente... ¡Qué demonio!... No era cosa de desesperarse ni de que le faltara Dios. Echaría con Madroño por esos caminos y vivirían, como siempre, a salto de mata, con la existencia del mañana insegura y la del ayer inexplicable.

     Además Curro se entendía muy bien con Madroño y Madroño con Curro; teniendo éste el pollino a su lado no estaba solo. El pollino era un buen compañero, cariñoso, paciente, servicial... ¡En fin!... A ver qué determinaba el escribano; después determinaría el chicuelo.

     Pero, ¿qué iba a determinar?... No era fácil decirlo; miedo le daba de pensarlo. Por eso volvía su cabeza hacia el burro, gritándole: «¡Anda, que falta poco!» Daba unos pasos en esta actitud y luego tornaba a inclinar la cabeza, mientras el asno le seguía con triste y achacoso renqueo.

     Al pensar en su futura suerte, el muchacho ponía una cara muy triste.

     Recordaba, sin intención de hacerlo, las aventuras de sus primeros años: una mujer morena, vestida con pingajos multicolores, que le daba besos y mendrugos de pan; y un hombre esbelto, ágil, de mirada enérgica y semblante duro, que solía hablarle áspero y molerle los riñones con una vara; pero que con su mal genio y todo, andaba a pie leguas y leguas, mientras el chiquillo y su madre iban a lomos de Madroño, y destinaba al hijo la primera cucharada de sopa y echaba por la boca venablos y rayos por los ojos cuando alguien se metía con Curro.

     De aquello ya no quedaba nada: la madre en el cementerio; el padre en la cárcel y Curro, y Madroño camino de Madrid.

     Estaban cerca del puente de Toledo y el escribano habitaba en la calle del mismo nombre. Era cuestión de veinte minutos llegar a su vivienda.

     La existencia agitada y bulliciosa de Madrid, comenzaba a manifestarse en los grupos de obreros que por la carretera se extendían; en los carruajes cubiertos de polvo que cruzaban por ella, en el vocerío de las mujeres que, mantón al brazo y pañuelo a hombros, regresaban de sus tareas, y en el rumor confuso que venía de la ciudad como un alentar poderoso.

     La marcha del burro se había hecho de minuto en minuto, más difícil.

     _¡Anda, Madroño! _gritó el niño, tirando del ronzal.

     _¡Anda! _añadió viendo que el jumento se detenía. Y golpeó con la vara que llevaba en la mano los lomos de su amigo.

Pero Madroño, no obstante el mandato de su amo y la dureza de la intimación, permanecía inmóvil. Un estremecimiento nervioso agitaba su cuerpo; su bocaza se contraía dejando al descubierto una doble hilera de dientes amarillos. Quiso adelantar una pata, se tambaleó como un ebrio y tornó a quedar quieto con las orejas caídas, el espinazo en curva y los remos en contracción.

     _¡Arre, Madroño! _repitió el muchacho_. ¡Arre, que tengo prisa!...

     El burro dio dos pasos y, luego, alzando la cabeza, aspirando con ansia el aire fresco de la tarde, se arrojó al suelo y comenzó a patalear con movimientos convulsivos.

     _Alza _exclamó Curro, mientras la gente se reunía para ver aquel espectáculo gratuito_. ¡Alza, Madroño! ¡No te digo que alces! _y tirando del ronzal, levantó 1a cabeza del borrico, le sacudió con ella dos palos, y quiso obligarle a ponerse en pie. Madroño dirigió a Curro una mirada indefinible... ¡Levantarse! ¡Acaso podría!... De poder ¿no lo hubiera hecho ya? Y procuró hacerlo, y tras breve y desesperada lucha, cayó cuan largo era, dando en el suelo una espantosa cabezada.

     _¡Vamos, chico! _dijo uno de los allí presentes_. ¿No estás viendo que el burro se muere? ¿Para qué te empeñas en levantarlo?

     _¡Que se muere!

     _¿No ves que sí?

     El hombre tenía razón. Madroño se moría de vejez, de cansancio y de hambre, provocando la risa de los curiosos con su ruin aspecto y con sus grotescas contorsiones.

     _¡Buen forro pa un baúl! _exclamó una mujer acercándose.

     _¡Que le traigan un cura! _gritó un librepensador de las afueras.

     Y Curro, inmóvil, estúpido, con los ojos muy abiertos y los puños cerrados, miraba a Madroño. Éste hizo un esfuerzo supremo; levantó la cabeza, abrió la boca, dio un angustioso resoplido, agachó las orejas, estiró las patas y quedó muerto.

     _Muerto del too _como dijo un chusco a manera de oración fúnebre.

     Curro se puso pálido, muy pálido; cayó de rodillas junto al burro, le rodeó el cuello con los brazos y rompió en sollozos.

     _Vamos, galán _dijo un espectador_, levanta de ahí. ¿Vas a llorar porque se ha muerto un burro?

     _¡Ay, señor! _repuso el gitano con los ojos llenos de lágrimas_. ¿Qué quiere usted que haga sino llorar? Esta tarde era mi única compañía en el mundo. Ahora me quedo sin ninguna. ¿Dónde encontraré otra?

     Y siguió llorando mientras la gente se alejaba y los últimos resplandores del crepúsculo se perdían en el horizonte.

     El muchacho tenía razón para desesperarse.

     ¡Es tan difícil encontrar un compañero en la vida!

     ¡Aunque sea un burro!

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La epopeya de una gitana

     El sol caía a plomo sobre la ancha carretera, uno de esos caminos de Castilla en cuyas lindes busca inútilmente el viajero un árbol que le preste sombra o un arroyo donde cambiar su sed.
     Asfixiándose con el polvo por ella misma levantado, se veía una pequeña y miserable caravana. ¿Quiénes eran? Una familia de gitanos huérfana de padre, que recorría Europa implorando la pública caridad. ¿De dónde venían? Del inmediato pueblo, en el que no pudo detenerse la mujer un instante siquiera para llenar su cántaro vacío, porque los aldeanos la habían amenazado con golpearla, a ella, a la miserable, a la vagabunda, a la bruja, a la gitana, si no partía inmediatamente de allí. Sin aliento, sin agua, sin reposo, con su hijo enfermo, abandonó la aldea y prosiguió su marcha entre el polvo y el calor.
     El niño enfermo, incorporándose trabajosamente, extendió sus brazos en dirección de la joven, y dijo con voz débil:
     _¡Madre!
     La gitana respondió al llamamiento, dirigiéndose precipitadamente al sitio que ocupaba el muchacho.
     _¿Qué quieres, hijo mío? –murmuró, rodeando con sus brazos la garganta del enfermo.
     _Agua –respondió éste _. Dame agua… tengo mucha sed… ¡me quema aquí!
     Y señalaba con un dedo su pecho, tembloroso y desnudo.
    _¡Agua! –gritó la madre con espanto_. ¡Agua!... ¿Dónde encontrarla, hijo?
     _¡Agua!... –repuso el niño_. ¡Me muero de sed!
     Y entreabría sus labios abrasados por la fiebre, miraba a su madre con miradas tan suplicantes, tan llenas de amargura, que ésta se puso pálida y rompió en sollozos.
     _¡No hay nada! ¡No puedo darte nada! ¿Dónde voy a encontrar ahora agua, hijo mío?...
     ¡Pobre mujer!... Allí no brotaba más que un manantial: el de su llanto.
     De pronto la gitana sonrió, con una sonrisa de esperanza: a cuatro pasos del grupo se alzaba la caseta de un peón caminero; su puerta cerrada, como sus ventanas, predecía la ausencia del dueño; pero acaso estuviera adentro alguien que pudiera atender sus súplicas, y la joven golpeó nerviosamente aquella puerta inmóvil. Sus afanes fueron inútiles: nadie vino en su auxilio tampoco.
Rendida de llamar, sin saber lo que hacía, dio vuelta a los muros, y cuando llegaba a la espalda de la casa vio con placer y con asombro, recostada sobre la tapia y protegida con la sombra de ésta, una cazuela llena de agua. La mujer miró esto; pero no pudo mirar –a tal extremo le cegaba la sorpresa y el júbilo_ que al mismo tiempo que ella, y movido por iguales deseos, se dirigía hacia el cacharro un mastín enorme, con el pelo erizado, la boca abierta, la baba colgando y los ojos codiciosos y brillantes.
     Al distinguir a la mujer, el perro lanzó un gruñido, la gitana levantó la cabeza y comprendiendo las intenciones del animal, apresuró el paso. Uno y otra llegaron a la vez al lado del cacharro, y se detuvieron un instante para contemplarse en ademán de desafío; la mujer extendió el brazo, y su enemigo, al advertir el movimiento acortó distancia y se puso delante de la cazuela con las pupilas encendidas y enseñando los dientes.
     No pensaba en huir; se hallaba dispuesto a defender aquel cacharro lleno de agua.
     _¡Ah, tú también! –gritó la gitana contemplando a su adversario con rabia_. ¡Pues no lo tendrás!
     Y descargó un vigoroso puñetazo sobre el hocico del mastín.
     Éste dio un salto, apoyó sobre el pecho de la joven sus patas delanteras, la obligó a caer al suelo e hizo presa de su hombro. La gitana lanzó un grito de dolor y de furia y, sin acobardarse, frenética, desesperada, cogiendo con ambas manos la garganta de su enemigo apretó con rabia, con ira, con heroico y brutal arranque, mientras el perro le desgarraba el hombro con sus afilados colmillos.
    La lucha siguió breves instantes empeñados, silenciosos, terribles; los dos combatientes se revolcaban por el suelo dispuesto a
vencer y procurando conseguirlo, para lo cual clavaba el perro sus colmillos en los hombros de la mujer, y clavaba ésta sus dedos en la musculosa garganta del mastín.
     De pronto el perro exhaló un quejido doloroso, abrió el hocico, cayó de espaldas. Los dedos de la gitana lo habían ahogado.
Ésta se alzó del suelo jadeante, pálida; su corpiño, roto en jirones, dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, en los que aparecían tres heridas anchas y profundas; por los labios de aquellas heridas brotaban tres hilos de sangre.
     Pero la gitana no hizo caso; dio con el pie al cadáver de su enemigo; cogió la cazuela, objeto de la lucha; corrió en busca de su hijo y sin cuidarse ni acordarse siquiera de sus heridas ni de sus sufrimientos, ni de lasangre que corría por sus hombros, abrillantada por los rayos del sol, acercó el cacharro a los labios del enfermo y le dijo con sonrisa débil y cariñosa:
     _Aquí tienes agua. ¡Bebe, hijo mío!

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Lujuria

Cuando murmuras con nervioso acento
tu cuerpo hermoso que a mi cuerpo toca
y recojo en los besos de tu boca
las abrasadas ondas de tu aliento.

Cuando más que ceñir, romper intento
una frase de amor que amor provoca
y a mí te estrechas delirante y loca,
todo mi ser estremecido siento.

Ni gloria, ni poder, ni oro, ni fama,
quiero entonces mujer. Tú eres mi vida,
ésta y la otra ,si hay otra; y sólo ansío


gozar tu cuerpo, que a gozar me llama,
ver tu carne a mi carne confundida
y oír tu beso respondiendo al mío.

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EL TRIUNFO

 

 

 

¡Cuánto sufrí y qué solo! Ni un amigo,


ni una mano leal que se tendiera


para estrechar la mía... ni siquiera

el placer de crearme un enemigo.

 

 

En mi terrible soledad, testigo
 

de mi angustiosa vida, compañera
 

fue una pobre mujer, una cualquiera


que hambre, pena y amor partió conmigo.

 

 

Y hoy que mi triunfo asegurado se halla,
 

tú, amigo por el éxito ganado


me dices que la arroje de mi lado
 


que una mujer así denigra... ¡Calla!


con ella he padecido y he gozado:


¡el triunfo no autoriza a ser canalla!
 

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Sed de tus ojos en la mar me gana;

hay en ellos también olas de espuma,

rayo de cielo que se anega en bruma

al rompérsele el sueño, de mañana.

Dulce contento de la vida mana

del lago de tus ojos; si me abruma

mi sino de luchas, de ellos rezuma

lumbre que la cielo con la tierra hermana.

Voy al destierro del desierto oscuro,

lejos de tu mirada redentora,

que es hogar de mi hogar sereno y puro.

Voy a esperar de mi destino la hora;

voy acaso a morir al pie del muro

que ciñe al campo que mi patria implora.

 

 

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